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Mitología, locura y risa son temas que han sido descuidados como objetos de estudio asociados al idealismo alemán. Markus Gabriel y Slavoj Žižek nos muestran cómo estos temas inciden en las problemáticas relaciones entre el ser y la apariencia, la reflexión y el absoluto, la perspicacia y la ideología, la contingenciay la necesidad. En relación con tres figuras centrales del movimiento idealista alemán, Hegel, Schelling y Fichte, Gabriel y Žižek se preguntan cómo es posible que el Ser aparezca en la reflexión sin caer en la metafísica tradicional. Al mismo tiempo nos invitan a repensar lo que se pone en juego a la hora de concebir un relato postestructuralista de lo que denominamos mundo. Así, advirtiendo la posibilidad de cierto retorno al objetivismo prekantiano en la filosofía contemporánea, la relectura de las teorías idealistas de la reflexión y la subjetividad concreta, realizada por estos autores, busca revitalizar una filosofíade la finitud y la contingencia.
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Seitenzahl: 429
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Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2021-A-11936
ISBN: 978-956-6048-74-9
ISBN digital: 978-956-6048-75-6
Imagen de portada: Caspar David Friedrich, Abtei im Eichwald (1809). Óleo sobre lienzo, 110,4 x 171 cm.
Diseño de portada: Paula Lobiano Barría
Corrección y diagramación: Antonio Leiva
Traducción: Niklas Bornhauser Neuber y Gianfranco Cattaneo Rodríguez
Mithology, Madness and Laughter. Subjectivity in German Idealism
© Markus Gabriel y Slavoj Žižek, 2009
De la traducción, © ediciones / metales pesados
Esta traducción fue publicada con la autorización de Bloomsbury Publishing Plc.
Todos los derechos reservados.
E mail: [email protected]
www.metalespesados.cl
Madrid 1998 - Santiago Centro
Teléfono: (56-2) 26328926
Santiago de Chile, marzo de 2022
Impreso por Salesianos Impresores S. A.
Diagramación digital: Paula Lobiano Barría
Índice
IntroducciónUn alegato a favor de un retorno al idealismo poskantiano
Markus Gabriel y Slavoj Žižek
A pesar de que un abismo insuperable pareciera separar la filosofía crítica de Kant de sus grandes sucesores idealistas (Fichte, Schelling, Hegel), las coordenadas básicas que vuelven posible al idealismo poskantiano ya son claramente discernibles en la Crítica de la razón pura kantiana. La motivación original para hacer filosofía es metafísica, la de proveer una explicación de la totalidad de la realidad noumenal; como tal, esta motivación es ilusoria, prescribe una tarea imposible1. Esto es porque la motivación explícita de Kant es una crítica de toda metafísica posible (que aún no es ciencia). El esfuerzo de Kant, por consiguiente, viene después del hecho de la metafísica: con tal de ser en este esfuerzo una crítica de la metafísica, primero tiene que haber una metafísica original; con tal de denunciar la «ilusión trascendental» metafísica, esta ilusión primero tiene que ocurrir. Precisamente en este sentido, Kant fue el «inventor de la historia filosófica de la filosofía»2: hay etapas necesarias en el desarrollo de la filosofía; es decir, uno no puede llegar directamente a la verdad, uno no puede comenzar con ella, la filosofía necesariamente comenzó con las ilusiones metafísicas3. Los idealistas poskantianos comparten la preocupación de Kant por la ilusión trascendental, pero argumentan que aquella ilusión (apariencia) es constitutiva de la verdad (ser). Todo el libro trata de este punto4.
De acuerdo a los idealistas poskantianos, el camino desde la ilusión hacia su denuncia crítica es el mismo movimiento de la filosofía, lo que significa que la filosofía exitosa («verdadera») ya no es definida a partir de su explicación (o representación) discursiva, apta para la verdad, de la totalidad del ser, sino a partir de sus referencias exitosas a las ilusiones, es decir a partir de la explicación no solo de por qué las ilusiones son ilusiones, sino por qué estas son estructuralmente necesarias, inevitables, por qué no son solo accidentes. El que ocurran ilusiones es necesario para la eventual emergencia de la verdad, una idea que Fichte, Schelling y Hegel heredaron de Kant5. El «sistema» de la filosofía, por ende, ya no representa la supuesta estructura ontológica de la realidad, sino que se convierte en un sistema completo de todas las afirmaciones metafísicas. La prueba acerca de la naturaleza ilusoria de las proposiciones metafísicas en el sentido tradicional consiste en un argumento respecto de que ellas necesariamente engendran antinomias (conclusiones contradictorias). Debido a que los intentos metafísicos de evitar las mismas antinomias que emergen cuando explicitamos absolutamente nuestros compromisos metafísicos, el «sistema» de la filosofía crítica es la serie completa –y, por lo tanto, autocontradictoria, «antinómica»– de conceptos y principios metafísicos: «Solo quienes puedan mirar a través de la ilusión de la metafísica pueden desarrollar el sistema más coherente, consistente de metafísica, porque el sistema consistente de metafísica es también contradictorio6; es decir, precisamente, inconsistente7.
El sistema «crítico» asciende a una presentación [Darstellung] de la sistemática estructura a priori de todos los «errores» posibles/pensables en su necesidad inmanente, así preparando el terreno para la hegeliana «presentación del conocimiento que aparece» [Darstellung des erscheinenden Wissens]8: lo que obtenemos al final no es la Verdad que supera/suspende9 las ilusiones precedentes; la única verdad es el edificio inconsistente de interconexión lógica de todas las ilusiones posibles… Este desplazamiento desde la representación de la Verdad metafísica en verdad del desplazamiento de error en error es exactamente lo que Hegel presentó en su Fenomenología (y, en un nivel diferente, en su Lógica). La única (pero crucial) diferencia es que, para Kant, este proceso «dialógico» de la verdad emergente como la denuncia crítica de la ilusión precedente está restringido a la esfera de nuestro conocimiento, es decir a la epistemología, y no compete a la realidad noumenal que permanece externa e indiferente respecto de ella, mientras que, para Hegel, el verdadero locus de este proceso es la Cosa misma. Al igual que Hegel, el Fichte tardío y Schelling en última instancia localizan el necesario desplazamiento de la verdad, la necesidad del error, en lo noumenal mismo10. En otras palabras, lo relativo acontece al interior de lo absoluto. Lo absoluto no se distingue de sus manifestaciones contingentes. Pierde el estatus de una sustancia subyacente a las apariencias ilusorias y se convierte en el movimiento de un devenir otro uno mismo [self-othering] sin el que la ilusión de una sustancia no podría tener lugar. Por ende, la jerarquía tradicional entre la sustancia y el accidente es completamente invertida. Los accidentes asumen el poder y disuelven la sustancia en una apariencia engañosa.
Según nuestra visión, la razón para esta superación ontológica de dicotomías epistemológicas (apariencias versus la cosa en sí; necesidad versus libertad, etc.) de hecho puede estar motivada por la introspección kantiana de que el mismo modo de la apariencia acontece al interior de lo noumenal. Si oponemos lo noumenal y lo fenomenal en términos de un dar cuenta de la finitud del conocimiento, nos cegamos frente al hecho de que esta oposición ex hypothesi ocurre al interior del mismo mundo noumenal. Dicho de otra manera, todo el dominio de la representación del mundo (llamémoslo mente, espíritu, lenguaje, conciencia o cualquiera sea el medio que uno prefiera) necesita ser comprendido como un evento al interior de y del mundo mismo. El pensamiento no está completamente opuesto al ser, es más bien la réplica del ser al interior de sí mismo.
¿En qué, entonces, consiste el quiebre entre Kant y los poskantianos? Kant apuesta a nuestras capacidades cognitivas. El aparato de nuestras capacidades cognitivas está afectado por cosas (noumenales) y, mediante su síntesis activa, organiza afecciones en realidad fenomenal. Sin embargo, una vez que Kant llega al resultado ontológico de su crítica del conocimiento (la distinción entre realidad fenomenal y el mundo noumenal de las Cosas en sí mismas), «no puede haber retorno alguno al sí mismo. No hay una interpretación plausible del sí mismo como miembro de uno de los dos mundos»11. Esto es donde la razón práctica hace su entrada: la única manera de retornar desde la ontología hacia el dominio del sí mismo es la libertad. La libertad une a los dos mundos y provee la máxima primordial del sí mismo: «subordina todo a la libertad»12.
En este punto se abre una brecha entre Kant y sus seguidores. Para Kant, la libertad es un «hecho de la razón» «irracional», es decir inexplicable, simple e inexplicablemente es dada, algo así como el cordón umbilical que arraiga nuestra experiencia en la realidad noumenal desconocida. Mientras Kant rechazaría considerar la realidad como el primer principio teórico a partir del cual uno pueda desarrollar un concepto sistemático de realidad, los idealistas poskantianos de Fichte en adelante transgreden el límite constitutivo de la libertad noumenal en un sentido kantiano y se esfuerzan por proveer la explicación sistemática de la libertad propiamente tal. La autoexplicación de la libertad adopta una forma diferente. La libertad ya no es opuesta a la necesidad, no sigue siendo un postulado trascendental, sino que se convierte en una característica inherente al ser como tal. Precisamente por esta razón, Schelling en su Ensayo sobre la libertadhumana recomienda un «realismo más elevado» de libertad:
Siempre seguirá siendo extraño que Kant, luego de que primero haya distinguido las cosas en sí de las apariencias solo negativamente, a través de la independencia del tiempo, luego, en las consideraciones metafísicas de su Crítica de la razón práctica haya tratado la independencia del tiempo y de la libertad realmente como conceptos correlacionados y no haya proseguido el pensamiento de transferir ese único concepto positivo posible del en-sí a las cosas, con lo que se habría elevado inmediatamente a un punto de vista superior de su filosofía teórica y por sobre la negatividad13.
El estatus de los límites del conocimiento cambia con el idealismo alemán. La finitud epistemológica de la razón, que no puede ser transgredida legítimamente sin generar sinsentido metafísico para los idealistas, indica las limitaciones de la reflexión kantiana. Consideran que Kant se atasca a medio camino, mientras que desde una perspectiva rigurosamente kantiana estos sucesores idealistas malentendieron completamente su proyecto crítico y recaen en una metafísica precrítica o, incluso peor, en Schwärmerei* mística.
Por consiguiente, hay principalmente dos versiones del pasaje desde Kant hacia el idealismo alemán que respectivamente resultan de la desafortunada y frecuentemente incluso hostil línea divisoria que atraviesa la filosofía contemporánea. Filósofos que se caracterizan por pertenecer a la tradición analítica (un término que, de hecho, denota a lo más una remota similitud de métodos) tienden a creer que Kant es el último filósofo tradicional que, al menos en parte, «hace sentido». Hasta hace muy poco, los filósofos analíticos se definieron por una profunda hostilidad hacia el giro poskantiano de la filosofía alemana y (tras Moore y Russell) lo consideraron como una de las mayores catástrofes, como un conjunto de regresiones indisciplinadas hacia especulaciones sin sentido y así sucesivamente. Del otro lado hay un grupo de filósofos que consideran la aproximación especulativo-histórica poskantiana al pensamiento filosófico como el más alto logro de la filosofía que ni siquiera hemos entendido plenamente. Piensan que muchas de las introspecciones centrales del idealismo alemán aún esperan ser traducidas en filosofía contemporánea. No obstante, el último grupo de filósofos tiende a negar aquellos aspectos del idealismo alemán que, a primera vista, no parecen ser traducibles a la filosofía contemporánea. No obstante, creemos firmemente que es una tarea importante de la filosofía contemporánea el crear nuevas posibilidades de expresión a partir de una aproximación original al problema de la subjetividad en el idealismo alemán.
A grandes rasgos, hay dos perspectivas del giro desde Kant hacia el idealismo poskantiano. (1) De acuerdo a la primera aproximación, Kant correctamente argumenta que la brecha de la finitud solamente permite un acceso negativo a lo noumenal, mientras que el idealismo absoluto de Hegel, con tal de nombrar un ejemplo, dogmáticamente cierra la brecha kantiana y retorna a la metafísica precrítica. (2) De acuerdo a la segunda aproximación, la destrucción kantiana de la metafísica no va lo suficientemente lejos, porque aún mantiene la referencia a la Cosa en sí como una entidad externa, pero inaccesible. Visto desde esta atalaya, Hegel meramente radicaliza a Kant, al ofrecer una transición desde un acceso negativo a lo Absoluto hacia lo Absoluto mismo como negatividad.
En este volumen defenderemos una lectura a lo largo de las líneas de (2). Sin embargo, no solo ofreceremos otra perspectiva de la transición desde Kant a Hegel. Más bien, nos enfocaremos en algunos aspectos ampliamente descuidados del idealismo poskantiano que hablan a favor de nuestra tesis general: el idealismo alemán fue designado a efectuar un desplazamiento desde la epistemología hacia una nueva ontología sin simplemente regresar a la metafísica prekantiana. Localiza la brecha entre el presunto absoluto (la cosa en sí) y lo relativo (el mundo fenomenal) al interior del absoluto mismo. Es una deuda crucial del idealismo poskantiano el hacer algo congruente con este shift con tal de contribuir al advenimiento de la epistemología como prima philosophia.
Si es que la totalidad existe, entonces necesariamente permanece incompleta si seguimos excluyendo el error de la verdad. El error, el malentendido, la negatividad, la finitud, etc., son condiciones previas necesarias para una comprensión adecuada, no objetivada de lo absoluto como la apertura hacia un dominio al interior del que determinados objetos (finitos) pueden aparecer.
Tal como argumenta Slavoj Žižek, el decisivo movimiento de Hegel avanza hacia el entendimiento dialéctico de que nuestro conocimiento incompleto de las cosas resulta ser una característica positiva de la cosa que (qua objeto finito, determinado) es, él mismo, incompleto e inconsistente. Este es el shift hegeliano desde el obstáculo epistemológico hacia la condición ontológica positiva de la aparición. En otras palabras, Hegel no «reontologiza» el marco kantiano. De lo contrario, la filosofía de Kant necesita ser debidamente «desontologizada», en la medida en que conciba la brecha de la finitud como meramente epistemológica, en la medida en que continúa a presuponer (o postular) la visión de un reino noumenal plenamente constituido que exista ahí afuera. La destrucción poskantiana de este recordatorio, potencialmente dañino, de la ontología, consiste en trasponer la brecha hacia la misma textura de la realidad. En otras palabras, el movimiento de Fichte, Schelling y Hegel no es el de «superar» la división kantiana, sino más bien de reafirmarla «como tal», de abandonar la necesidad de una «reconciliación» adicional de los opuestos. A través de un shift puramente formal, paraláctico, el idealismo poskantiano obtiene la introspección de que la posición reflexiva de la distinción constitutiva de la finitud ya es la reconciliación14. El fracaso de Kant, por ende, no reside tanto en que permanezca al interior de los confines de las oposiciones finitas, sino, por el lo contrario, en su mismo anhelo de un dominio trascendental más allá o detrás del reino de las oposiciones finitas: Kant no es incapaz de alcanzar lo infinito, porque no hay tal «cosa» como lo infinito esperando a ser descubierto. Esto es porque la reflexión kantiana siempre ya habita el reino supuestamente trascendente de la libertad. Nuestra libertad consiste en la habilidad de trazar la distinción constitutiva de la finitud.
Para adquirir una comprensión más precisa del carácter único del idealismo poskantiano también es posible acceder a él desde el otro fin de la historia, es decir desde el punto de vista desde la antifilosofía posthegeliana y su crítica a la idea de un «espejo de la naturaleza» (Rorty), es decir de representaciones como tal. El antirrepresentacionalismo posthegeliano en sus variados disfraces (deconstrucción, postestructuralismo, neopragmatismo, etc.) parecen demoler completamente el lenguaje de la representación/apariencia. En su lugar enfatiza el exceso de la productividad preconceptual del Ser o de la naturaleza por sobre su representación: la representación es reducida a un discurso apto para la verdad que está enraizado en el suelo productivo de lo que realmente es. Mientras que los hegelianos todavía parecen operar en un nivel trascendental, aparentemente asignándole el poder de la producción del mundo a una subjetividad absoluta. La antifilosofía posthegeliana se caracteriza por la introducción de una determinación de autodeterminación que no puede ser disuelta en el movimiento de una autoenajenación de la subjetividad absoluta. Como ha argumentado Walter Schulz en su influyente libro The Completion of German Idealism in Schelling’s late Philosophy, la antifilosofía posthegeliana que ya comienza con el Fichte tardío y Schelling, se define a sí misma como «automediación mediada [vermittelte Selbstvermittlung]»15. El sujeto es arrojado hacia un proceso de automediación que en última instancia ni controla ni gatilla. El sujeto, en otras palabras, resulta ser el resultado de una inversión que aliena al sujeto de su supuesta capacidad de administrarse a sí mismo. El Schelling tardío tardío se refiere a este proceso en términos de un «éxtasis» del sujeto o, incluso más fundamentalmente, como una «uni-versio», una inversión del Uno.
Si consideramos el proceso aquí exigido o mostrado como posible en general, entonces aparece como un proceso de la inversión, a saber, de una inversión del Uno, del Ser prerreal, del prototipo de toda existencia, en que lo que en este es el sujeto (–A) se convierte en objeto, y lo que es objeto (+A) se convierte en sujeto. Este proceso, por lo tanto, puede ser nombrado la universio, el resultado inmediato de este proceso es lo Uno invertido, unum versum, es decir universo16.
Para estar seguro, de acuerdo a nuestra perspectiva del idealismo poskantiano, la dialéctica hegeliana también tiene el recurso de la inversión como el verdadero motor de todo movimiento dialéctico; basta recordar el «mundo invertido» de la filosofía a la que Hegel se refiere en la Fenomenología17. La dialéctica hegeliana es precisamente un movimiento de autodesplazamiento que no es promulgado por una subjetividad absoluta preestablecida o, incluso más absurdo, por algún sujeto absoluto trascendental. La estocada general de nuestro argumento es que el supuesto giro «posthegeliano» de la filosofía realmente acontece en el trabajo de Fichte, Schelling y Hegel, y lo hace de una manera más reflexiva que gran parte de la autodeclarada superación de Hegel en la filosofía analítica y continental del siglo XX.
En el así llamado postestructuralismo, por ejemplo, la relación entre los dos términos de una oposición binaria (fenomenal/noumenal, sujeto/objeto, etc.) se invierte: la presencia (el espacio) es dividida y de ese modo requerida por la oposición es denunciada como el resultado ilusorio de un proceso productivo que nunca puede ser presenciado/hecho presente. La autoenajenación de las oposiciones binarias exhibidas por la performance de la deconstrucción genera una ausencia que es, en todo caso, no la ausencia de algo que antecede la inversión de la oposición. En otras palabras, el postestructuralismo puede objetar nuestra lectura del idealismo alemán que todavía privilegia un relatum de una oposición binaria por sobre el otro con tal de definir un absoluto inmune a la inversión. Podría argumentarse que dejamos intocado el Uno original al efecto de que permanece siendo el sujeto de un uni-versio meramente accidental. El postestructuralismo invoca un relato del desplazamiento que tiene lugar en la inversión que puede parecer disponer de lo absoluto de una manera incluso más radical de lo sugerido por la interpretación poskantiana del idealismo del concepto de lo absoluto en términos de una actividad de autoenajenación.
Sin embargo, argumentaremos precisamente en contra de esta objeción. Lo absoluto de los idealistas alemanes no es alguna totalidad preexistente o algún sujeto absoluto creando el curso de los eventos terrenales a partir de su espontaneidad irrestricta. Semejante interpretación del idealismo alemán fallaría en considerar el shift crucial desde la sustancia al sujeto. El sujeto que Hegel tiene en mente es una negatividad absoluta que solamente puede constituirse a sí misma después del hecho. Sin su manifestación, es decir sin lo finito, no sería nada. Lo «absoluto» es, entonces, nada sino el nombre propio del atraso [belatedness] constitutivo de cualquier espacio lógico como tal: nuestras habilidades conceptuales para referirnos a algo determinado en el mundo solo pueden tener lugar después del hecho. El hecho es constituido por su «después», por el atraso del sujeto.
Digamos que ese «exceso ontológico» denota el exceso de presencia productiva con respecto de su representación, la X que va de la totalización mediante representación. Una vez que logramos dar el paso hacia la brecha al interior del espacio de la presencia productiva misma, el exceso se convierte en el exceso de la representación que siempre complementa la presencia productiva. Una sencilla referencia política puede aclarar este punto: el Amo (un rey, un líder) en el centro del cuerpo social, el Uno que lo totaliza, es simultáneamente el exceso impuesto desde el afuera. La lucha en el centro del poder contra los excesos marginales que amenazan su estabilidad jamás puede confundir respecto del hecho, visible una vez que alcanzamos un shift paraláctico de nuestro punto de vista, que el exceso original es aquel del Uno central mismo. Como diría Reiner Schürmann, toda hegemonía como tal está quebrada18. En términos lacanianos podemos decir que el Uno desde siempre es ex-timo respecto de lo que unifica. El Uno totaliza el campo que unifica por la vía de la «condensación» en sí mismo del exceso mismo que amenaza a este campo.
En otras palabras, cualquier gesto totalizador de alcanzar la completitud deriva su energía de algo que no puede ser constituido por el gesto mismo. La misma intención de lograr la completitud, de una estructura plenamente determinada, omniabarcativa, falla porque la actividad de la constitución no puede ser constituida ella misma en los términos de la esfera total de inteligibilidad que es el resultado de la actividad.
Con tal de ilustrar este punto, consideremos a A King Listens de Italo Calvino19. En un reino anónimo, el palacio real se convierte en una oreja gigante y el rey, obsesionado y paralizado por miedos de una posible rebelión, intenta escuchar cada sonido que resuena en su palacio: los pasos de los sirvientes, los murmullos y conversaciones, las fanfarrias de trompetas al izar la bandera, ceremonias, sonidos de la ciudad en las afueras del palacio, disturbios, el estruendo de los rifles, etc. No puede ver su origen, pero está obsesionado con interpretar su significado y el destino que ellos predicen. Este estado de paranoia interpretativa solo parece detenerse cuando escucha algo que lo hechiza por completo: a través de la ventana el viento transporta la voz cantante de una mujer, una voz de pura belleza, única e irreemplazable. Para el rey es la voz de la libertad: sale del palacio hacia el espacio exterior y ahí se mezcla con la muchedumbre… La primera cosa que hay que recordar es que el rey no es el monarca tradicional, sino un tirano totalitario moderno: el rey tradicional no se preocupa de su entorno, arrogantemente lo ignora y les deja las preocupaciones y el cuidado de prevenir una conspiración a sus ministros; es el líder moderno el que se obsesiona por la conspiración. Es por esto por lo que la fórmula perfecta del estalinismo, del sistema de hermenéutica paranoide infinita, es «gobernar es interpretar». Así que cuando el rey es seducido por la voz cantante de una mujer que pronuncia placeres vitales inmediatos, esto evidentemente (aunque, desafortunadamente, no para el propio Calvino) es una fantasía; precisamente el tipo de fantasía de escapar del círculo cerrado de representaciones y de volver a unirse al mero exterior de la presencia inocente de la voz femenina. No obstante, la fantasía del puro exterior, la fantasía del Uno original que antecede su inversión o incluso perversión por el orden simbólico, no es sino el exceso de la casa, que hace de prisión, autoespejeante de las representaciones. Lo que esta fantasía no acierta es la manera en que esta misma externalidad inocente de la voz ya está marcada por el espejo de las representaciones interpretativas. Esto es la razón por la que uno puede imaginarse cuál es realmente el final del relato, qué es lo que falta en el relato explícito de Calvino: cuando el rey sale del palacio, siguiendo la voz, es arrestado de inmediato, ya que la voz femenina era una treta de parte de los conspiradores para que abandonara la seguridad del palacio custodiado.
Si uno traduce la moral de esta historia hacia la lengua de la filosofía, entonces se torna evidente que el Uno, el significante-maestro que supuestamente constituye el «don divino» de la inteligibilidad, no está exento del proceso de totalización. El problema obvio es que existen varios simulacros del Otro, varias oportunidades totalizantes que son inherentemente desestabilizadas porque solo se sostienen por la fantasía de un Uno original. En otras palabras, el «verdadero infinito» hegeliano es el infinito generado por la autorrelación de una totalidad, por el cortocircuito que convierte a la totalidad en un elemento de sí mismo (o, más bien, que convierte a un género en su propia especie), que convierte a la re-presentación en parte de la misma presencia. El Uno es incluido en el acto de excluirlo. Se convierte en la inclusión de la exclusión, es decir, la inversión de sí mismo. Esta inversión ocurre al interior de la totalidad: primero, un elemento paradojal (que no es un elemento propiamente tal de la estructura de la posición [set-structure] aparentemente omniabarcativa en cuestión) es designado como trascendental, y segundo, este elemento paradojal es arrastrado hacia la totalidad en un acto de cierre. La imposibilidad de reconciliar trascendencia y cierre es lo que motiva la afirmación hegeliana de que la totalidad no es completa, que constantemente tiene la necesidad de su realización a(l interior de) la finitud. Lo infinito no es que desde siempre ya esté establecido, sino que resulta ser el resultado de un exceso de inteligibilidad20.
Esta estructura también puede hacerse a propósito del concepto debidamente dialéctico de abstracción: lo que hace que la «universalidad concreta» de Hegel sea infinita es que incluye las «abstracciones» en la misma realidad concreta, como sus constituyentes inmanentes. Para Hegel, el movimiento elemental de la filosofía con respecto a la abstracción consiste en abandonar el concepto de abstracción derivado del sentido común empirista como un paso que se aleja de la riqueza de la realidad empírica concreta con su multiplicidad irreductible de rasgos distintivos: la vida es verde, los conceptos son grises, ellos disecan y mortifican la realidad concreta. (Esta noción derivada del sentido común incluso tiene su versión pseudofilosófica, de acuerdo a la que tal «abstracción» es una característica de la mera comprensión, mientras que la «dialéctica» recupera la riqueza de la realidad). El pensamiento filosófico propiamente tal comienza cuando nos damos cuenta de cómo tal proceso de «abstracción» es inherente a la misma realidad: la tensión entre la realidad empírica y sus determinaciones conceptuales «abstractas» es inmanente a la realidad, es un rasgo de las cosas mismas. Ahí reside el acento antinominalista del pensamiento dialéctico (junto como la introspección básica de la «crítica de la economía política» formulada por Marx es que la abstracción del valor de una mercancía es su elemento constituyente «objetivo»).
Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿qué es un autodespliegue dialéctico de un concepto? Imagínense, como punto de partida, que nuestro ser está atrapado en una situación empírica compleja y confusa, que tratamos de comprender con tal de poner algo de orden en ella. Dado que nunca partimos del punto cero de la pura experiencia preconceptual, comenzamos con el doble movimiento de directamente aplicar los conceptos abstractos-universales a nuestra disposición a la situación. La analizamos y comparamos sus elementos con nuestra experiencia previa, generalizando, formulando universales empíricos. Tarde o temprano nos damos cuenta de inconsistencias en los esquemas conceptuales que empleamos con tal de comprender la situación: algo que debería haber sido una especie subordinada parece abarcar y dominar el campo completo, diferentes clasificaciones y categorizaciones chocan, sin que seamos capaces de decidir cuál es «verdadera», etc.
¿En qué, entonces, reside el carácter único de Hegel? Los pensamientos de Hegel representan el momento del paso entre la filosofía como un discurso del Amo (la filosofía del Uno que totaliza la multiplicidad) y la antifilosofía (que afirma lo Real que escapa a la aprehensión del Uno). Por un lado, claramente rompe con la lógica metafísica del contar-para-Uno; del otro, no permite ningún exceso externo al campo de las representaciones conceptuales. Para Hegel, la totalización-en-Uno siempre falla, el Uno siempre desde ya está en exceso con respecto a sí mismo, es él mismo la subversión de lo que aspira a alcanzar y es esta tensión interna al Uno, esta dualidad que a su vez convierte al Uno en uno y simultáneamente lo disloca, es esta tensión la que es el movens del proceso dialéctico. En otras palabras, Hegel efectivamente niega que ahí hay un Real externo a la red de representaciones conceptuales (que es la razón por la que regularmente es malinterpretado como un idealista absoluto en el sentido del círculo autoencerrado de la totalidad del Concepto). No obstante, lo Real no desaparece aquí en el juego autorreferencial de representaciones simbólicas: retorna con ganas como la brecha inmanente o el obstáculo debido al que las representaciones nunca pueden totalizarse a sí mismas, debido a lo que son «no-Toda(s)»21.
En nuestro encuadre mental espontáneo desestimamos semejantes inconsistencias como signos de la deficiencia de nuestra comprensión: la realidad es demasiado rica y compleja para nuestras categorías abstractas, nunca seremos capaces de desplegar una red articulada de conceptos capaz de capturar su riqueza completa… Sin embargo, una vez que desarrollamos un sentido teórico refinado, tarde o temprano notamos algo extraño e inesperado: no es posible distinguir claramente las inconsistencias de nuestro concepto de un determinado objeto de las inconsistencias que son inmanentes a este objeto mismo. La cosa misma es inconsistente, llena de tensiones, comprendida en una lucha entre sus diferentes determinaciones y el despliegue de esas tensiones, esta lucha es lo que lo hace «viva». Tomemos un estado particular: cuando falla es como si sus rasgos característicos particulares (específicos) estuvieran en tensión con la idea universal del estado. O tomemos el cogito cartesiano: la diferencia entre yo como una persona particular, inserta en un mundo de vida particular y yo mismo como sujeto abstracto es parte de mi identidad particular, debido a que actuar como un sujeto abstracto es un rasgo que caracteriza a los individuos en la sociedad occidental moderna. La realidad conceptual no se opone a la realidad empírica. No es que simplemente podamos ingresar a un mundo consistente en sí al que luego le aplicamos un sistema estructurado de creencias. La idea en sí ya es la aplicación de una estructura conceptual, una manera de describir nuestra posición en el mundo, lo que Gabriel en su capítulo llamará una «mitología constitutiva».
La transición de Kant a Hegel puede ser formulada como el paso desde el concepto de un Real sustancial hacia el Real puramente formal. Lo Real formal es la brecha inmanente al interior de las coordenadas de la representación. Otra figura clave de la filosofía del siglo XIX, Schopenhauer, también contribuyó a esta transición con su interpretación de la cosa noumenal como voluntad. Lo incognoscible kantiano que escapa a nuestra aprehensión cognitiva resulta ser la esencia ontológica de la cognición. Intencionalidad, es decir, nuestra referencia a determinados objetos en el mundo, es dirigida por la voluntad, por lo noumenal mismo, que se objetiva a sí en nuestro referirnos a determinados objetos. Lo que ocurre en Hegel es que lo Real es profundamente desustancializado: no es la X trascendental que resiste a la representación simbólica, sino la brecha inmanente, la ruptura, la inconsistencia, la «curvatura» del espacio de la representación como tal.
Uno de los argumentos antihegelianos más destacados nos recuerda el hecho del quiebre posthegeliano: ni el partisano más fanático de Hegel puede negar que algo cambió después de Hegel, que una nueva era del pensamiento comenzó que ya no puede ser entendida al interior de la explicación del propio Hegel de la mediación conceptual absoluta; esta ruptura ocurre en diferentes maneras, desde la acepción de Schelling del abismo de la voluntad prelógica (luego vulgarizada por Schopenhauer) y la insistencia de Kierkegaard en el carácter único del destino y de la subjetividad, pasando por la acepción de Marx del proceso vital socio-económico actual hasta el concepto freudiano de una pulsión de muerte como repetición que persiste más allá de cualquier mediación dialéctica. Algo ocurrió después de Hegel, hay una división entre el antes y el después, y mientras que uno puede argumentar que Hegel ya anuncia este quiebre, que él es el último de los idealistas metafísicos y el primero de los historicistas posmetafísicos, uno no puede realmente ser un hegeliano después de ese quiebre. El hegelianismo perdió su inocencia para siempre. Actuar como un pleno hegeliano hoy en día es lo mismo que escribir música tonal luego de la revolución de Schönberg.
La estrategia hegeliana predominante que emerge como reacción a esta imagen de espantapájaros de Hegel el Idealista Absoluto, es la imagen «desinflada» de Hegel, liberada de cualquier compromiso ontológico-metafísico, reducido a una teoría general del discurso y de la normatividad constitutiva del discurso. Esta aproximación puede ser ilustrada por los así llamados hegelianos de Pittsburgh (Brandom, McDowell): no ha de sorprender que Habermas alabe a Brandom, dado que Habermas también directamente evita aproximarse a la «gran» pregunta ontológica («¿son los seres humanos realmente una subespecie de los animales, tiene razón el darwinismo?»), la pregunta por Dios o la naturaleza, o por el idealismo o el materialismo. Sería fácil demostrar que la evitación neokantiana de parte de Habermas del compromiso ontológico es en sí necesariamente ambigua: mientras que los habermasianos tratan al naturalismo como el secreto obsceno que no es admitido públicamente («por supuesto que el hombre se desarrolló a partir de la naturaleza, por supuesto que Darwin tenía razón…»), este secreto oscuro es una mentira, encubre su figura profundamente idealista del pensar (los trascendentales a priori de la comunicación que no pueden ser deducidos del ser natural). La verdad se oculta y al mismo tiempo se manifiesta a través de la forma: mientras que los habermasianos en secreto piensan que realmente son materialistas, la verdad reside en la forma idealista de su pensamiento. Con tal de decirlo de manera provocadora, los habermasianos tienden a ser realistas en la forma republicana. Reducen al naturalismo a una hipótesis fructífera que parece ser inevitable, dado que el discurso contemporáneo se ha comprometido con una imagen científica del mundo. Pero ser un naturalista verdadero no implica suscribir la ficción necesaria, sino creer realmente en el materialismo. En otras palabras, no es suficiente insistir en que Kant y Hegel tienen algo que enseñarnos sobre el reino de la normatividad que acontece en el más amplio dominio del reino de la naturaleza. Al contrario, es importante reapropiarse del Idealismo alemán en una mayor medida. Si es que el discurso, la representación, la mente o el pensamiento en general no pueden ser opuestos de manera consistente a lo real sustancial que supuestamente está dado de antemano, independientemente de la existencia de creaturas que trafican con conceptos, entonces tenemos que morder la bala del idealismo: necesitamos un concepto para el mundo o para lo real que sea capaz de dar cuenta de la replicación de la realidad al interior de sí mismo22.
Nuestras teorías sobre el mundo como tal son parte del mundo. Nuestro(s) sistema(s) de creencias no son entidades trascendentales que ocupan un espacio deontológico meticulosamente distinguido del espacio ontológico que mejor es descrito en el lenguaje de la física. Creemos firmemente que la imagen «desinflada» de Hegel no es suficiente. El fetichismo de la cuantificación y de la forma lógica que prevalecen en la mayoría del discurso filosófico contemporáneo se caracteriza por una falta de reflexión sobre su constitución. Es nuestro objetivo desmontar esta falta y argumentar que necesitamos un Idealismo poskantiano del siglo XXI que, por supuesto, no estaría restringido geográficamente. La era del Idealismo alemán pasó, pero la era del Idealismo poskantiano recién empezó (con el neohegelianismo como su primer error necesario).
Capítulo 1. El ser mitológico de la reflexión. Un ensayo sobre Hegel, Schelling y la contingencia de la necesidad
Markus Gabriel
Cualquier cosa con que nos encontremos en el mundo y a la cual somos capaces de referirnos mediante un término singular, es decir algo a lo que le concedemos existencia, es parte de un cierto dominio. Los cuadros renacentistas pertenecen a un dominio diferente que nuestros propios sentimientos y estados mentales. Los estados nacionales pertenecen a un dominio diferente que las partículas físicas o, digamos, la flora y fauna del Amazonas. Así, si lo que llamamos el «mundo» o el «universo» es algún tipo de totalidad, entonces tenemos que estar de acuerdo en que es primariamente una totalidad hecha por subconjuntos, un dominio de objetos. No puede simplemente ser la totalidad de los elementos (digamos las partículas espacio-temporales), porque es una característica esencial del mundo el ser accesible a través de varias descripciones. Cualquier intento de reducir el mundo a un dominio de objetos, a saber, cualquier variedad de un monismo óntico naïf, necesariamente fracasa porque no puede dar cuenta de su propio proceso de edificación de teoría, su propia operación de destacar un subconjunto del mundo y disponer sus elementos de una manera particular (y, por ende, contingente). Para superar esta disyunción lógica irresoluble habría que incluir la actividad de presentar los elementos al interior de sus elementos, lo que es imposible mientras que los elementos estén determinados al interior de un dominio dado, es decir, mientras sean verdaderos elementos.
Si decimos de algo que existe, entonces necesariamente nos referimos a un objeto determinado. Incluso objetos elusivos que exhiben predicados vagos son objetos determinados en un sentido supraordenado: son/están determinados como indeterminados. Esta simple reflexión aparentemente nos habilita a decir que el mundo está hecho por objetos, cuya determinabilidad es investigada en un discurso adecuado que cuantifica un dominio relevante de objetos.
Sin embargo, el problema con todo este hilo argumentativo es que olvida dar cuenta del hecho evidente de que siempre se refiere al dominio de objetos como objetos supraordenados. El mismo discurso en el que somos capaces de distinguir entre dominios genera un dominio supraordenado de estos dominios. Este regreso necesariamente se detiene una vez que alcanzamos el nivel del dominio de todos los dominios, es decir el verdadero concepto del mundo. En este punto estamos atados a aceptar cierta variedad de monismo ontológico, es decir, la tesis de que hay un solo mundo (el dominio último de todos los dominios), una tesis que va en dirección contraria al monismo óntico que escoge su dominio preferido y lo define como el único dominio existente al trazar una línea nítida entre la aparición (todas las demás teorías) y la realidad (la única teoría general verdadera). El monismo ontológico, en última instancia, acomoda las diferentes visiones de mundo al interior del mundo, derribando la barrera entre el así llamado mundo externo independiente de la mente y sus representaciones en pensadores finitos. El monismo ontológico se remite al hecho de que las varias formas de representación del mundo ocurren al interior del mundo de manera tal que el mundo tiene que ser capaz de un doblamiento ontológico: se duplica a sí mismo al interior de sí mismo. Las variedades clásicas del monismo ontológico (como las de Parménides, Platón y Plotino, para nombrar algunos ejemplos) reflejan esta idea argumentando que el ser y el pensamiento son uno y el mismo: el ser necesariamente se «expresa» a sí en el pensamiento, se vuelve consciente de sí23. Hegel busca reposicionar este doblamiento ontológico instalando el doblamiento al interior de un tercer término, a saber, al interior de la reflexión. El doblamiento es siempre ya un doblamiento interno. El ser no se manifiesta (contingentemente) en pensadores finitos, pero, al revés, depende de su doblamiento en el ser y la aparición. El ser deja de ser el nombre para la «cosa», para lo absoluto supuestamente independiente de nuestra actividad de referirse a ella. Se convierte en el verdadero nombre de una disyunción entre el ser y la aparición.
Si existir significa existir como un objeto al interior de un dominio, es decir, si la existencia presupone determinación [determinacy]24, entonces el dominio de todos los dominios no puede existir. De otra manera, sería un objeto al interior de un objeto y, por consiguiente, no sería el dominio de todos los dominios, porque habríamos formado un dominio supraordenado de todos los dominios que contiene el supuesto dominio de todos los dominios.
En otras palabras, no hay manera de referirse al dominio de todos los dominios mediante un lenguaje ordinario (proposicional). El lenguaje ordinario presupone sustancia, es decir objetos que pueden ser referidos a términos singulares (tales como «perro», la «Mona Lisa», «Roma», etc.)25. No obstante, el dominio de todos los dominios y, por ende, el mundo no puede ser referido mediante un término singular a no ser que pierda su estatuto ontológico de ser el mundo. Si el mundo no es un objeto del que podamos hablar, entonces ¿cómo nos la arreglamos para comprender la línea de pensamiento que estoy abriendo en este capítulo? ¿No me he referido al mundo en los últimos cinco párrafos?
La idea de que el último dominio al interior del que todo tiene lugar no es él mismo un lugar, sino el mismo vacío, de inmediato produce tribulación en uno. Uno siente una experiencia vertiginosa bellamente narrada por Victor Pelevin en su novela Buddha’s Litttle Finger. En una discusión irónicamente filosófica con un personaje llamado Chapaev (obviamente una alusión a Vasily Ivanovich Chapayev, el famoso comandante del Ejército Rojo durante la Guerra Civil rusa), el protagonista, Pyotr Voyd (¡sic!), se da cuenta de que el dominio de todos los dominios «no es realmente un lugar». Confrontado con la pregunta de dónde se encuentra el universo, Pyotr entiende que en ninguna parte26.
Nuestra relación con los objetos, es decir intencionalmente, en último lugar es expuesta a la nada [nothingness], tal como Heidegger dice27. Sin embargo, esta Nada es el mundo mismo. Si el mundo mismo no existe, entonces ¿cómo podemos creer que los dominios incluidos en él pueden existir? ¿Hay alguna forma de evitar el nihilismo ontológico, es decir la afirmación de que nada realmente existe porque todo tiene lugar en ningún lugar y, por lo tanto, no tiene lugar en absoluto?
Como veremos a lo largo de este capítulo, el hecho de que el lenguaje falla vis-à-vis una Nada que todo lo engloba libera energías creativas que eventualmente anulan la Nada: esto es porque hay algo en vez de nada. La nada se convierte en algo en nuestra actividad constante de nombrar el vacío. Para ser más preciso, el vacío por supuesto que no es ni siquiera el vacío, ya que «el vacío» no es sino otro término singular al interior de la cadena de significantes. No hay forma de referirse a el vacío, es decir, si no hay manera de obtener acceso a cualquier tipo de trascendencia, entonces ni siquiera podemos referirnos al vacío describiéndolo como el vacío. El «vacío» precede, trasciende, rebasa (o comoquiera que decidan nombrar esta relación que no es una relación propiamente tal entre dos términos) a cualquier entorno apofántico, no puede ser capturado al interior de ninguna esfera de inteligibilidad o de modelo cosmológico según lo llamo28.
La diferencia entre el lenguaje y el paradojal dominio de todos los dominios (tradicionalmente conocido por el nombre de «lo absoluto») genera discursos. Los discursos eligen un dominio de objetos por sobre otros con el objetivo de descubrir qué es lo que sucede en un dominio en particular. No obstante, seleccionando un dominio por sobre otro, generan lo absoluto gatillando su retirada. Cualquier intento de determinar nuestra posición al interior del mundo y, por lo tanto, cualquier intento de alcanzar [catch up] al mundo a través del lenguaje, genera un conjunto de certezas de trasfondo (objetivas) en el sentido de Wittgenstein, un conjunto de presuposiciones inaccesibles que gobiernan los discursos. Cada vez que tratamos de determinar las presuposiciones que gobiernan un discurso por sobre algún dominio de objetos u otro, ipso facto gobernamos presuposiciones supraordenadas que gobiernan nuestro metadiscurso hasta el punto de que nunca somos capaces de formular algún metalenguaje plenamente autotransparente29. Sin embargo, discursos necesitan incesantemente estabilizar sus precondiciones con tal de defenderse contra la amenaza constante de indeterminación absoluta.
La amenaza de indeterminación absoluta es el origen de las narraciones mitológicas acerca del origen del mundo. Todas estas narraciones buscan articular las condiciones de posibilidad del lenguaje transponiendo las diferencias internas al lenguaje entre él mismo y lo absoluto (es decir, entre la forma y el contenido) hacia algún orden natural al que se le supone que determina el lenguaje desde el exterior. En este contexto, Wittgenstein escribe que cualquier sistema doxástico, es decir cualquier sistema de creencias, crea una «mitología» de fondo o una «imagen del mundo»30. No hay forma de trascender una mitología dada sin generar otra. Esto es porque todo lenguaje (incluyendo la propia «forma de presentación» [Darstellungsform] wittgensteiniana) incluye una mitología: «Toda una mitología está depositada en nuestro lenguaje»31.
Heidegger también se refiere a la inviolabilidad de las imágenes de mundo como el sine qua non de determinación en su La época de la imagen del mundo. En nuestra época de la imagen del mundo, el condicionamiento mitológico de nuestra experiencia se esconde detrás de la mitología de la desmitologización. El mundo parece estar completamente desencantado; hemos superado las sociedades tradicionales al abandonar los valores basados en la autoridad, etc. Esta historia es una historia de las piedras angulares de nuestra mitología que cree en la capacidad científica, de la racionalidad instrumental de trascender la historicidad. Se ciega ante la posibilidad de que la verdadera era del mundo como una imagen, lista para ser manipulada, puede ser, ella misma, una imagen del mundo, a saber, la imagen del mundo de la imagen del mundo.
Schelling, Heidegger y Wittgenstein coinciden en que la reflexión inevitablemente está amarrada a una serie de expresiones discursivas finitas de ella misma, generando marcos imaginarios, mitologías. Aquellos marcos usualmente no son reflexionados y no pueden ser reflexionados completamente: cualquier intento de alcanzar semejante reflexión totalizante simplemente genera otro mito, un imaginario diferente, otra imagen que tarde o temprano nos mantendrá cautivados32. La incompletitud no puede superarse porque es una condición de posibilidad de determinación y, por lo tanto –paradojalmente–, de finalización [completion]. En este sentido, Schelling, Heidegger y Wittgenstein argumentan que no hay una metateoría última, no hay un punto de vista fuera de los límites del lenguaje.
Y aun así, muchos filósofos –como Hegel o Badiou en nuestros tiempos– se creen capaces de expresar la «forma absoluta de la presentación»33. Aun cuando la reflexión en Hegel también falla hasta el punto de que descubre que depende de desarrollos naturales y espirituales al interior de la esfera de lo finito, sin embargo afirma descubrir «la verdad tal como es, sin velo alguno y en su propia naturaleza absoluta»34. Por cierto, él no está dispuesto a admitir este fracaso de la reflexión. Aunque se puede argumentar (como de hecho lo haré) que está implicado por su propia reflexión, este fracaso es perdido por el propio Hegel, dado que él asocia la insistencia en el fracaso con el desafío romántico de que en sus ojos la obcecación insiste en lo incompleto.
El objetivo de este capítulo es de naturaleza sistemática y no histórica. No voy a aventurarme en repetir lo que Schelling y Hegel dijeron en una lengua diferente. Ni siquiera creo que esto sea posible. No hay tal cosa como la filosofía de Schelling o Hegel ahí afuera en los textos, lista para ser descubierta por el historiador de la filosofía. Dicho punto de vista acerca de la relación entre el texto y su significado es predicado por una variedad de presuposiciones hermenéuticas y metafísicas ingenuas que afortunadamente no comparto. Las ideas filosóficas no están ahí afuera como piedras, sino que son creadas discursivamente. La filosofía es un negocio enteramente creativo, una introspección alcanzada por Nietzsche y Deleuze de manera irreductible. Esto asimismo vale para las ideas que extraemos de los textos clásicos de las diversas tradiciones de la filosofía. Cualquier lectura de un texto filosófico repite el texto en el sentido deleuziano de «repetición»: retroactivamente genera una diferencia mínima en nuestra comprensión, que es por qué comprender siempre implica comprender de manera diferente. O, con tal de pedir prestada la famosa oración de Gadamer, «basta con decir que comprendemos de manera diferente, si es que siquiera comprendemos»35.
Dado que reconstruiré los contornos de la crítica de Schelling a Hegel, parece importante indicar que la crítica de Schelling es apenas conocida, por no hablar de su aprecio en el contexto de la filosofía anglófona. Mientras que la filosofía de Hegel disfruta incluso de una mejor reputación debido a las perspectivas de su renovado interés pragmático y semántico, Schelling sigue siendo en gran parte marginal. A pesar de algunos esfuerzos recientes en la literatura alemana sobre Schelling, que comienza con el trabajo pionero de Wolfram Hogrebe sobre Predication and Genesis, la variedad del monismo ontológico, propuesta por Schelling, tiene la mala reputación de ser intraducible en términos contemporáneos36. Esto es porque solo ha habido unos cuantos intentos de reconstruir la crítica del Schelling tardío a Hegel37. No obstante, la mayoría de los autores tienden a desestimar el criticismo de Schelling por considerarlo poco profundo o que no viene al caso concentrarse en su discusión admitidamente superficial del sistema hegeliano en sus clases/conferencias de Sobre la historia de la filosofía moderna38. Sin embargo, esta aproximación se pierde el material más rico y las introspecciones profundas esparcidas en la filosofía tardía de Schelling, por ejemplo, a través de sus cursos impartidos en Múnich y Berlín sobre la Filosofía de la mitología y la Filosofía de la revelación39.
Manfred Frank ha argumentado de manera convincente que la diferencia entre Schelling y Hegel en última instancia reside en sus diferentes concepciones de la relación entre el ser y la reflexión40. Mientras que Hegel sostiene que el ser es un aspecto (Moment) de la reflexión que al final se hace plenamente transparente al interior del Concepto de raíz autorreferencial, Schelling mantiene que esa reflexión depende de y, por consiguiente, es necesariamente secundaria a lo que él llama «ser no-prepensable [unvordenklichesSeyn]»41. En otras palabras, Schelling subraya que el hecho de que la reflexión necesariamente indica el bruto facto de la existencia, que es per se inexplicable (indeterminable) en términos lógicos. En última instancia depende de «lo que es desigual a sí mismo [das sich selbst Ungleiche]»42, una forma de dependencia a la que Schelling también se refiere bajo el título de «el principio ominoso»43. Este mismo principio ominoso se expresa en los varios disfraces de la mitología desde la mitología antigua (egipcia, griega, india, etc.) hasta la ideología contemporánea basada en el imaginario científico.
Es precisamente en este sentido que debemos entender la importancia de la mitología en la crítica de Schelling a Hegel. La mitología denomina el crudo hecho de la existencia de un espacio lógico, del que no puede darse cuenta en términos lógicos. Se relaciona con energías subsemánticas (asémicas) que organizan nuestro campo de experiencia estableciendo vínculos entre los elementos de la experiencia, que, de hecho, solo se convierten en elementos de la experiencia después de que todos los vínculos han sido establecidos. Los elementos, por lo tanto, son generados retroactivamente: una vez que se establece (un) espacio lógico, automáticamente será capaz de discernir elementos a su alcance.
El punto de Schelling se asemeja a una observación de Badiou: los valores de las variables lógicas (y, por ende, la existencia desde un punto de vista lógico) no pueden ser determinados por estas mismas variables. El que realmente haya caballos, piedras o elefantes es algo que no puede ser determinado con el mero recurso a nuestros conceptos. Sin embargo, incluso si no hay una forma lógicamente consistente para referirse a las condiciones ontológicas lógicas, esto no necesariamente implica el carácter absoluto de la reflexión. Con tal de siquiera hacer sentido a partir de la objetividad, tenemos que admitir que tiene que haber algo que no puede ser absorto en el cierre de la reflexión sobre sí: cualquier explicación de la objetividad que trata de excluir falibilidad de su concepto de verdad es indefendible.
Cualquier similitud entre Schelling y Badiou llega a un fin definido una vez que consideramos la profunda identificación platónica, de parte de Badiou, de un discurso absoluto (que está basada en la teoría de conjuntos), Schelling argumenta a favor de una heteronomía mitológica de reflexión. Para Schelling, la reflexión un resto [Rest