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Todo lo que parecía sólido se desvanece. El mundo político, social, económico, religioso y cultural se deshace, pero lo que emerge es informe, caótico, difícil de precisar; justamente, porque está emergiendo. Los valores tradicionales se descomponen, las creencias que habían sustentado a nuestros antepasados en los momentos críticos de sus vidas se desvanecen y la estructura social muta hacia formas desconocidas. Lo mismo ocurre con los ideales y certidumbres políticas, sociales, culturales y religiosas. Sin embargo, necesitamos mapas o cartografías culturales para orientarnos, para saber dónde estamos y qué es lo que está pasando; porque solo conociendo el escenario puede determinarse uno a sí mismo y comprender su lugar en el mundo y su rol en la sociedad. Este es el fin que mueve este atinado texto: diagnosticar el humus cultural y social de nuestro tiempo. En un universo tan volátil como el nuestro, cobra aún más sentido preguntarnos cómo es posible alcanzar la serenidad o la fuente interior para albergar una mínima tranquilidad anímica y sobrevivir en la era de la incertidumbre.
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Francesc Torralba
Mundo volátil
Cómo sobrevivir en un mundo incierto e inestable
© 2018 Francesc Torralba
© de la edición en castellano:
© 2018 by Editorial Kairós, S.A.
Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España
www.editorialkairos.com
Composición: Pablo Barrio
Diseño cubierta: Katrien Van Steen
Primera edición en papel: Septiembre 2018
Primera edición digital: Marzo 2019
ISBN papel: 978-84-9988-644-2
ISBN epub: 978-84-9988-698-5
ISBN kindle: 978-84-9988-699-2
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«Todo lo sólido se desvanece en el aire».
Esta sentencia se halla en el Manifiesto del Partido Comunista que publicaron Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895) en 1848. Marx tenía 30 años y Engels apenas había cumplido los 28. Esta frase no puede ser más exacta para describir la esencia de nuestro mundo, un mundo en el que todo lo que es sólido se esparce en diminutas partículas que se volatilizan en el aire.
Esto ocurre no solo en el sentido material del término, también en el sentido inmaterial. Los sistemas que parecían sólidos se desvanecen en el aire, pero también los valores, las convicciones y los ideales que se creían resistentes e incólumes al paso del tiempo, se descomponen en la atmósfera. Tenemos la sensación de que nada permanece o, dicho de otro modo, que lo único que permanece es, precisamente, el cambio.
Instituciones que parecían sólidas se han extinguido como consecuencia de la crisis. Teorías que parecían indiscutibles han sido puestas entre paréntesis. La sentencia marxista y engelsiana está formulada en un momento de ruptura, de transformación social. Un mundo feudal y rural que se había mantenido en pie durante más de un milenio estaba experimentando una gran metamorfosis fruto de la Revolución francesa, de la Revolución industrial y del éxodo de las masas humanas del campo a las grandes concentraciones urbanas. El campesino se transformaba en proletario y, con ello, emergía un nuevo estilo de vida, de producción, de consumo, y también de alienación. Irrumpía un nuevo mundo y se volatilizaba la organización social del Ancien régime.
Los sistemas que parecían sólidos se desvanecen en el aire, pero también los valores, las convicciones y los ideales que se creían resistentes e incólumes al paso del tiempo, se descomponen en la atmósfera.
Esta es, también, la percepción que tenemos en la actualidad. Todo lo que parecía sólido se desvanece en el aire. Un mundo político, social, económico, religioso, cultural se deshace, pero lo que emerge es informe, caótico, difícil de precisar, justamente, porque está emergiendo. Los valores tradicionales se descomponen, las creencias que habían sustentado a nuestros antepasados en los momentos críticos de sus vidas se desvanecen en el aire y la estructura social muta hacia nuevas formas que jamás se habían percibido. Nuestra relación con la naturaleza se está transformando fruto del cambio climático, y también la economía que ha regido el mundo en los últimos lustros está amenazada.
La misma sentencia puede aplicarse a los regímenes comunistas de la Europa Oriental. Aquella férrea estructura social, administrativa y burocrática que tenía pretensiones de eternidad y de universalidad se volatilizó. El Homo sovieticus y toda la mitología que lo acompañaba se desvanecieron en el aire. El muro cayó.
La misma idea se puede aplicar a lo que en el presente se plantea como sólido e inalterable. Quienes, por ejemplo, consideran que el sistema neoliberal globalizado es una verdad inconmovible, capaz de resistir todo tipo de cambios y de revoluciones, también se equivocan. A los fatalistas se les debe recordar que el sistema económico vigente no es eterno y que, en cualquier momento, puede descomponerse. A los capitalistas triunfadores que están convencidos de que el mantra del liberalismo globalizado es una verdad eterna, que lo único que cuenta es el beneficio, se les debe advertir de que verdades supuestamente más sólidas y más repetidas en tiempos pretéritos duermen en el trastero de la historia de la humanidad.
Nuestro mundo cruje y todo parece indicar que el sistema que hemos edificado se puede desvanecer en cualquier momento. La injusticia entre el Norte y el Sur del planeta, la permanente amenaza del terrorismo islamista globalizado, la crisis ecológica mundial, los flujos migratorios de sur a norte y de este a oeste, las bolsas de marginación en las grandes metrópolis del mundo, el crecimiento demográfico exponencial a nivel planetario son factores que ponen de manifiesto la necesidad de un cambio de paradigma.
Incluso quienes nunca hemos sintonizado con el marxismo, ni siquiera con la filosofía marxista, tenemos que reconocer que esta sentencia contiene una gran verdad, especialmente cuando es leída desde nuestras coordenadas actuales. El Manifiesto es un texto que ha experimentado todo tipo de vicisitudes: ha sido enaltecido casi como un texto sagrado, elevado a verdad científica desde el materialismo histórico, pero, al mismo tiempo, ha sido vilipendiado y odiado por miles de seres humanos que han sufrido, en sus propias carnes, el comunismo real transformado en totalitarismo.
Sus artífices dejaron grabada la célebre y repetida frase: «¡Trabajadores de todos los países, uníos!». Para bien o para mal, el Manifiesto transformó la faz del mundo contemporáneo, de tal modo que nada habría sido como es, en el plano político, social y económico, sin el extraordinario influjo de este documento.
Todo lo que parecía sólido se desvanece en el aire. Un mundo político, social, económico, religioso, cultural se deshace, pero lo que emerge es informe, caótico, difícil de precisar, justamente, porque está emergiendo.
Todo lo sólido se desvanece en el aire (All That Is Solid Melts into Air) es también el título de un libro escrito por Marshall Berman, entre 1971 y 1981, y publicado en Nueva York en 1982. El libro examina la modernización social y económica y su relación conflictiva con el modernismo. El título del citado texto, tomado del Manifiesto del Partido Comunista, revela la capacidad del capitalismo de disolver vínculos sociales tales como el patriarcado y la subordinación feudal.
Después de la caída del muro de Berlín (aquel 9 de noviembre de 1989), muchos condenaron a Karl Marx a una especie de ostracismo intelectual. Otros salieron en su defensa y condenaron el sistema que había sucumbido que, según ellos, poco o nada tenía que ver con las intuiciones del joven Marx. Más allá de la contienda intelectual, más allá de las modas y de los tribalismos filosóficos, los grandes pensadores, y Marx es uno de ellos, siempre dan que pensar.
Contra todo pronóstico, la sentencia que destacamos del Manifiesto, es la mejor descripción de nuestro presente. Esta frase debería estar en el frontispicio de la sociedad gaseosa, pero no solo como una mera descripción de lo que hay en ella, sino también como un antídoto a toda forma de fanatismo.
Quienes transformaron el proyecto de Karl Marx en un esperpento burocrático, político y social, en una imagen deformada y grotesca de la utopía descrita en sus textos, no tendrían que haber olvidado jamás esta sentencia del Manifiesto. Hubiera sido un buen antídoto a su fundamentalismo.
Morgovejo, agosto 2017
Diagnosticar los rasgos de la sociedad actual no es una tarea fácil; a esta labor se dedican los sociólogos y los filósofos de la cultura. Un diagnóstico se asemeja a un mapa conceptual, se parece a un sistema de orientación, a una brújula mental que permite al ciudadano común aclararle dónde está, qué papel desempeña en el cuerpo social y cuáles son los elementos tangibles e intangibles que definen su circunstancia.
La realidad siempre es más compleja y rica que su representación conceptual. Ningún mapa teórico, por riguroso que sea, contiene la totalidad de lo real, la complejidad inherente al mundo de la vida (die Lebenswelt), para decirlo con la bella expresión de Edmund Husserl, pero todavía es más ardua la tarea de diagnosticar cuando el objeto de estudio se volatiliza aceleradamente. Conceptualizar es coger, agarrar, poseer, de algún modo, el objeto de conocimiento. Sin embargo, lo característico de una sociedad gaseosa es, precisamente, su intangibilidad e inestabilidad.
José Ortega y Gasset expresó de un modo lacónico la estricta relación que existe entre cada ser humano y su circunstancia en una sentencia que, generalmente, se cita mutilando la mitad: «Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvo yo». Para comprenderse uno a sí mismo es básico comprender la circunstancia, el entorno, la atmósfera –en palabras de Søren Kierkegaard–, su mundo circundante, porque el yo no es una entidad ajena o impermeable a lo que ocurre a su alrededor, sino absolutamente permeable a ello.
Esto es lo que, someramente, nos proponemos en este breve ensayo, a sabiendas de que la tarea contrae una gran dificultad. Diagnosticar la época presente constituye una empresa muy ardua, porque el presente siempre se escurre entre los dedos, pero solo si comprendemos la circunstancia, podremos entender al ciudadano común, sus inquietudes, sus movimientos y sus expectativas.
Nos falta la suficiente distancia crítica para poder evaluar lo que realmente estamos viviendo, lo que ciertamente posee valor. En este sentido, es más prudente describir el tiempo pretérito, porque se dispone de más distancia temporal e información y, también, de más elementos de juicio que permiten valorar lo que realmente ha aportado al conjunto de la historia universal.
Para comprenderse uno a sí mismo es básico comprender la circunstancia, el entorno, la atmósfera.
El presente es inefable, como el individuo, pero describir el futuro y articular una prospectiva con ciertas garantías de solvencia intelectual todavía es más difícil dada la volatilidad de los sistemas, de las instituciones y de todo el cuerpo social en general.
Elaborar una representación conceptual que contenga la complejidad de la realidad se presenta, pues, como una labor utópica. Desde la década de 1980 se ha utilizado una urdimbre de nombres para definir la sociedad actual. Esta galaxia de expresiones crece exponencialmente, lo cual ya es, de por sí, sintomático.
Quienes experimentamos la necesidad de diagnosticar nuestra época observamos una gama muy variada de denominaciones: postmodernidad, ultramodernidad, hipermodernidad, tardomodernidad, transmodernidad, modernidad líquida, turbomodernidad, edad del caos, era del vacío, el imperio de lo efímero, la sociedad de la decepción, la sociedad del hiperconsumo, la sociedad del cansancio, la sociedad de la transparencia. Estas son expresiones sugerentes que, sin lugar a duda, dan que pensar y reflejan aspectos de este todo inefable que es la circunstancia que vivimos.
Estamos convencidos de que la noción mundo volátil refleja, con nitidez, lo que se cuece en nuestro entorno.
Cuando se multiplican exponencialmente los nombres para definir la realidad que vivimos, uno puede llegar a dos conclusiones: o bien la cosa que se está intentando definir contiene, en sí misma, una gran complejidad y ningún concepto describe correctamente lo que está sucediendo, o bien carecemos de habilidad a la hora de describirla. Además, la disyuntiva no es excluyente: puede ocurrir lo uno y lo otro.
El problema de diagnosticar el Zeitgeist de nuestra época reside en que no existe nada fijo ni estable en él. No solo cambian los actores, también cambia el guión y el mismo escenario, de tal modo que, al final, uno no sabe qué obra había comenzado a representarse. ¿Cómo fotografiar lo que está en movimiento? ¿Cómo articular una correcta presentación de lo que se volatiliza tan aceleradamente?
Cuando uno empieza a elaborar el diagnóstico, se encuentra con un paisaje, con unos personajes y con unas instituciones; se halla con un elenco de intangibles, como creencias, valores e ideales, pero cuando ha terminado la descripción, se encuentra que todo ha mutado.
Los paisajes han sido barridos, los personajes se han metamorfoseado y las instituciones han cambiado de logo y de funciones; también lo intangible se ha volatilizado. Esos valores, que parecían sólidos y estables, se han desmenuzado en miles de partículas diminutas que pululan por el espacio vacío; y aquel sistema de creencias, que parecía tan sólido, se ha descompuesto en migajas que flotan en el aire. Lo mismo ocurre con los ideales, con las convicciones y con las certidumbres políticas, sociales, culturales y religiosas.