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Cuando Emma y Aidan deciden unir sus casas para ampliar la hospedería de Lobster Bay, Emma está segura de que es el desafío que necesita para hacer crecer su negocio y afianzar su relación con Aidan. Tiene tres meses para terminar la reforma antes de que lleguen sus huéspedes para pasar unas lujosas vacaciones de Navidad. Pero unos problemas inesperados, la estancia prolongada de un huésped y un cachorro que lo mordisquea todo llevan a Emma y Aidan al límite, y no transcurre mucho tiempo antes de que empiece a pasarles factura en su relación. Decidida a no rendirse, Emma sigue adelante. Pero, cuando se desata una tormenta invernal, la reforma se paraliza y el sueño de una Navidad perfecta se tambalea. ¿Conseguirá Emma terminar la reforma sin que afecte a su relación y dar la bienvenida a sus huéspedes, con villancicos y buen humor, para que pasen la Navidad en Lobster Bay? --- «Si lo que buscas es una lectura navideña bonita y acogedora, con drama, romance y todo sucediendo en un maravilloso lugar nevado de Escocia, entonces no puedes equivocarte con este libro. Te dejará con una sonrisa en la cara y con ganas de comerte una deliciosa comida navideña». Lizzies Little Book Nook ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una lectura relajante y que te pone de buen humor… Me ha gustado el estilo sencillo de narrar de la autora». Featz Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una lectura romántica muy dulce y tan festiva que te pondrá de buen humor para la Navidad. Lleno de personajes simpáticos, hermosos paisajes y un montón de dramas de la vida, ¡es un libro encantador para una fría tarde de invierno!». Stardust Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una lectura adictiva. Disfruté mucho con este libro y espero que no sea lo último que leamos de Lobster Bay». Kirsty's Book Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐ «Si buscas una lectura cálida y reconfortante que te envuelva en un abrazo festivo, te recomiendo que añadas este a tu lista». LoveReading ⭐⭐⭐⭐⭐
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Navidad en Lobster Bay
Navidad en Lobster Bay
Título original: Christmas at Lobster Bay
© 2021 Annie Robertson. Reservados todos los derechos.
© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción, Ana Fernández @ Jentas A/S
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1354-6
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
This edition published by arrangement with The Foreign Office Agéncia Literária, S.L. and Blake Friedmann Literary Agency Ltd.
El secreto mejor guardado de Escocia
Kate Anderson descubre el tesoro oculto de Lobster Bay
Muchos fantaseamos con dejar de trabajar de nueve a cinco para dirigir una pensión o un pub en algún idílico entorno rural. Pues bien, Emma Jenkins lo ha hecho de verdad, y su apuesta ha merecido la pena.
Ser propietaria de una casa de huéspedes había sido su sueño desde la infancia, pero no fue hasta que Jenkins presenció el atentado de Nochebuena en Londres el año pasado cuando por fin se armó de valor para dejar su trabajo como diseñadora de interiores y comprar una propiedad en el pueblo escocés de Lobster Bay, conocido por su bahía de postal y su industria pesquera.
«Solo había visto la casa por Internet —me dice—. Soy consciente de que parece una locura, pero me pareció lo que debía hacer, casi como si no hubiera otra opción».
«No ha sido fácil y ha habido baches en el camino —dice mientras contemplamos las impresionantes vistas al mar desde una de las elegantes habitaciones—, pero al final ha merecido la pena. Me encanta compartir mi casa y recibir a gente de todo el mundo».
La perseverancia de Jenkins ha dado sus frutos, ya que la hospedería de Lobster Bay es una de las pensiones más acogedoras que he visitado en los últimos años. Sin embargo, no todo ha sido coser y cantar: un incendio y una inundación en los primeros meses le causaron muchas dudas, pero, tras un duro trabajo, ahora es la ganadora del Premio a la Mejor Empresa Independiente Revelación en los Central Hospitality Awards.
La paleta de diseño se inspiró en el paisaje del lugar, con muebles y materiales naturales y de origen local. El resultado no solo refleja la belleza agreste de la zona, sino que también es un remanso de calma.
El lujo no acaba en las habitaciones. Como reflejo del talento de Jenkins para combinar tradición y modernidad, la comida de la casa de huéspedes, de origen regional, ofrece un giro contemporáneo a los clásicos escoceses, inspirándose en cocinas internacionales como la francesa o la escandinava. Entre los platos estrella figuran las tortitas holandesas con ingredientes de temporada y un desayuno escocés completo al estilo vegano.
Cuando le pregunto cómo se las arregla para mantener un nivel tan alto, me dice que cuenta con mucha ayuda.
Rhona, el ama de llaves, se ha convertido en una amiga íntima; el novio de Emma, un constructor de barcos local, se encarga del mantenimiento; y ella colabora estrechamente con los proveedores locales, desde el carnicero hasta el chocolatero.
Pero Emma Jenkins no se duerme en los laureles. Sus ambiciosos planes para el futuro incluyen tés por la tarde, pequeñas bodas y tratamientos de spa.
Convertida ya en el corazón de esta comunidad tan unida, la hospedería de Lobster Bay parece destinada a grandes cosas. Venga, antes de que se corra la voz.
SEPTIEMBRE
Capítulo 1
—Los huéspedes han dicho que las tostadas francesas de manzana y arce estaban increíbles —dijo Skye, entrando en la cocina con una bandeja llena de platos de desayuno vacíos.
—¿No te lo había dicho, Peggy? A la gente le encanta mezclar lo de temporada con lo nuevo —dijo Emma, cogiendo la bandeja de Skye para que pudiera llevarse el siguiente pedido de la encimera de roble.
—Nunca sabré por qué alguien quiere que le sirvan el desayuno en una sartén —dijo Peggy, echando una mirada dudosa a las pequeñas sartenes de hierro fundido que contenían las tortitas con champiñones y huevo frito por encima que había cocinado a petición de Emma.
—Está de moda. A los clientes les encanta —replicó Emma, mientras cargaba el lavavajillas junto al fregadero rústico de cerámica.
—¿Estos necesitan perejil? —preguntó Skye.
—Solo una pizca —respondió Emma, a quien le encantaba que la hija de Rhona tuviera el mismo ojo para los detalles que su madre, aunque ahí acababan las similitudes. Mientras que Rhona se caracterizaba por charlar con los huéspedes, Skye rozaba la timidez, aunque había salido un poco de su cascarón en los seis meses que llevaba trabajando en el turno de desayuno del fin de semana.
—¿Quién ha oído hablar de poner perejil en los huevos? —espetó Peggy, observando cómo Skye lo esparcía desde una altura. A Emma le parecía una diosa de Botticelli, con su larga melena rubia ondulada, sus labios cereza y su piel lechosa.
Emma se rio.
—No te preocupes, Peggy. Los huéspedes que se alojan en Rosa Mosqueta quieren un escocés completo tradicional.
—Menos mal —dijo, mientras cascaba huevos en la sartén con facilidad y se limpiaba la mano en el delantal de volantes que llevaba alrededor de la diminuta cintura. Cuando Peggy se incorporó al equipo, tras responder a un anuncio en el periódico local, Emma la había presionado para que se pusiera el delantal verde oscuro y la camisa blanca que llevaba el personal, pero Peggy se había negado.
—Tengo ochenta y un años —le había dicho a Emma con los ojos azules entrecerrados—. Vengo con mi propio delantal y blusas de colores o no vengo. —Y eso había puesto fin al asunto. Emma no tenía tantos principios como para perder a una preciada cocinera de desayunos por una disputa de uniformes.
—Ah, se me olvidaba decirlo —dijo Skye, empujando la puerta de la cocina con la cadera para abrirla—, hay un cliente en el salón que quiere hablar contigo.
—Gracias, Skye —dijo Emma, con la esperanza de que quien la reclamaba no fuera a quejarse. Si algo le habían enseñado a Emma los últimos dieciocho meses, era que los clientes se dividían en dos categorías: los que se quejaban y los que no. Por suerte para Emma, los primeros eran pocos, pero, cuando aparecía uno, se hacía notar. Emma deseaba poder recordar a los cientos de huéspedes amables que pasaban por su puerta tan bien como recordaba a los beligerantes.
Tras dejar a Peggy haciendo frituras en la cocina, Emma se quitó el delantal y se dirigió al salón de invitados, donde encontró a Cyril, el marido de Peggy, sentado junto al crepitante fuego, con su cuidado bigote y su pelo plateado apenas visibles por encima de su periódico matutino. Junto al gran ventanal, los Roebotham, que se alojaban en la suite del último piso, disfrutaban de una taza de té mientras contemplaban el jardín y el mar. Las bayas del cotoneaster que había fuera de la ventana brillaban con un rojo intenso bajo el sol, y las manzanas silvestres eran de un naranja vibrante. Cada vez que Emma miraba los colores, un pequeño estremecimiento de satisfacción le subía por la espalda.
—Buenos días —cantó Emma, acercándose a ellos, aliviada al ver que su relajado lenguaje corporal no sugería una queja—. ¿Está todo a vuestro gusto?
—Es celestial —respondió Frances, una mujer robusta de mejillas sonrojadas y carácter abierto que llevaba el pelo canoso recogido en un moño—. ¿No decíamos, Jim, que hacía mucho tiempo que no nos alojábamos en un sitio que consiguiera ser elegante y cómodo a la vez? Y tan acogedor.
—Eso decías —dijo Jim, que estaba demasiado ocupado mirando el mar con unos prismáticos como para preocuparse de entablar una conversación trivial con Emma.
—¿Cómo lo hacéis? —preguntó Frances—. Todo, desde las flores del jardín hasta la elección del té del desayuno, es perfecto.
—Me ayudan mucho —respondió Emma, halagada por los cumplidos. A pesar de todos los elogios y críticas positivas que había recibido en el último año, seguían pareciéndole inesperados y encantadores—. No soy muy buena jardinera, de eso se encarga una encantadora mujer del pueblo. Tampoco soy buena cocinera, Peggy es nuestra chef. Y la limpieza está en manos de mi amiga Rhona. Incluso dejo el mantenimiento en manos de mi novio.
—¿Y de qué te encargas tú? —preguntó Jim, con los prismáticos aún fijos en los ojos, mirando al mar. Probablemente su tono pretendía ser de broma, pero en lugar de eso resultó un poco agresivo, y Emma se puso a la defensiva.
—Superviso todo, desarrollo el negocio, propongo ideas —dijo, tirando de los puños de su blusa, preguntándose si sonaba poco convincente.
—Una buena gestión es una habilidad infravalorada —añadió Frances con un pequeño gesto de asentimiento, que le indicó a Emma que se daba cuenta del esfuerzo que se había invertido en el lugar, aunque su marido no lo hiciera.
Emma aceptó el elogio con una sonrisa de agradecimiento.
—Déjame rellenarte la tetera.
—Me sorprende que no tengas a un lacayo que haga eso por ti —comentó Jim, bajando los prismáticos, y Emma se echó a reír, intentando no mostrar lo irritada que se sentía. Quería decirle a Jim cuántos desayunos había preparado y servido, cuántos lavavajillas había cargado, cuántas sábanas había lavado y cuántas habitaciones había limpiado durante los primeros doce meses. En realidad, había aprendido su oficio, se había abierto camino hasta llegar a donde estaba hoy: la propietaria de una casa de huéspedes de gran prestigio.
—Tal vez consiga uno —dijo ella, con una sonrisa juguetona, con la esperanza de que el brillo de sus ojos ocultase sus pensamientos: «Apuesto a que nunca has hecho una cama en tu vida, ¡apuesto a que Frances hace de todo menos limpiarte el culo!».
Después de entregar una nueva tetera a los Roebotham, Emma recogió los desayunos escoceses completos de la cocina y se los sirvió a los huéspedes en el comedor, sin poder quitarse de la cabeza el comentario pasivo-agresivo de Jim, que aún daba vueltas en su mente como una bola de lotería.
—Buenos días —dijo, alegre, a la joven pareja sentada en la más pequeña de las dos mesas de madera encerada junto al ventanal—. Dos desayunos escoceses completos —dijo, dejándolos en la mesa mientras anotaba mentalmente que las jardineras de fuera, llenas de calabazas amarillas, chiles rojos y crisantemos naranjas, necesitaban un poco de atención.
—Tiene una pinta increíble —suspiró Niall, y su prometida, Caitlin, abrió los ojos sorprendida al ver la abundancia de comida que tenía delante.
—Espero que os sirva hasta la cena —dijo Emma, a quien le encantaba ver cómo se iluminaba la cara de sus huéspedes cuando se les ofrecía un buen desayuno.
Mientras Niall y Caitlin disfrutaban de su comida, Emma arregló el comedor. Ordenó el aparador pintado de blanco, barrió las semillas caídas, recolocó las botellas de zumo y reorganizó los pasteles y los muffins mientras Skye tomaba nota del pedido de otro grupo de huéspedes. Una vez arreglado el aparador, Emma sacudió un mantel de arpillera y volvió a colocar una mesa, dispuso las hortensias recogidas del jardín y dio la bienvenida a otros dos huéspedes, que eligieron la mesa que quedaba junto a la ventana. Al entregarles el menú, Emma pensó, no por primera vez, que el comedor resultaba un poco estrecho ahora que tenía seis habitaciones en lugar de las tres con las que había empezado. Cuando había ampliado a cinco habitaciones, el comedor le había parecido bastante cómodo, pero ahora, con una mesa más para dos personas, le preocupaba que rozara lo estrecho en lugar de lo acogedor.
«Oh, bueno —pensó—, no hay nada que pueda hacer con el espacio, ¿y qué hay mejor que un comedor lleno de clientes parlanchines?».
A Emma le encantaba escuchar a los huéspedes charlar mientras tomaban granola o gachas de avena, contándose lo que les esperaba ese día o reflexionando sobre sus aventuras del día anterior. Incluso cuando la gestión del negocio se hacía pesada, los huéspedes siempre le alegraban el día.
—Emma, ¿sería posible tener un poco más de té de menta en nuestra habitación? —preguntó Dotty, una señora que había llegado dos noches antes con su amiga Sylvie. Emma había abierto la puerta principal y las había encontrado a las dos con impermeables de color amarillo brillante y grandes gafas de colores empañadas por la lluvia. Habían pasado al menos veinte minutos durante el registro de llegada contándole que fueron por primera vez a Lobster Bay cuando eran niñas y que iban de visita cada otoño desde que habían muerto sus maridos. Lo esperaban con impaciencia todo el año y alojarse en la hospedería era una parte importante del viaje. A Emma le encantaba oír ese tipo de historias, las que nunca se encontraría un recepcionista o un botones en un gran hotel mientras registran a un sinfín de huéspedes.
—Por supuesto —dijo Emma—. Lo siento si no se repuso ayer.
—Sí se repuso, querida —dijo Dotty—. Pero tenemos debilidad por el té de menta.
—Y quizá también podrías dejarnos unos cuantos bombones más —dijo Sylvie, y Emma soltó una risita. Había aprendido que a las señoras de cierta edad les gustaba que les dejaran dulces en la almohada.
No queriendo olvidar sus peticiones, Emma corrió escaleras arriba para encontrar a Rhona en Isla, el dormitorio principal de la planta intermedia.
—¿No se supone que no deberías estar haciendo eso? —preguntó Emma, apresurándose a ayudarla a dar la vuelta al colchón de la cama extragrande. Ver a Rhona le recordó a Emma un día del invierno pasado en el que hicieron una limpieza a fondo, girando colchones y moviendo grandes muebles para pasarles la aspiradora por detrás. Habían malgastado el tiempo pensando en nuevos nombres para los dormitorios. Al final, tras muchas deliberaciones, eligieron nombres inspirados en el paisaje y la fauna locales: Rosa Mosqueta, Isla, Aulaga, Langosta y Frailecillo. Fue un pequeño cambio, pero Emma sintió que marcaba una gran diferencia.
—Si Paula Radcliffe siguió corriendo hasta el día antes de dar a luz, estoy segura de que yo puedo girar colchones con menos de veinticuatro semanas —replicó Rhona, cuyos sus largos y nervudos brazos se tensaban por el esfuerzo.
—¿Y para qué tenemos a Zoe? —preguntó Emma, mirando a su alrededor en busca de la amiga de Skye, que había estado ayudando los fines de semana desde que Rhona se había quedado embarazada. Rhona apenas podía arreglárselas con cinco habitaciones antes del embarazo, pero cinco habitaciones más la suite durante el embarazo le parecían una exageración, y Emma había estado más que encantada de contratar ayuda para los fines de semana para aliviarle la carga. Una sola noche de alquiler de la habitación más pequeña cubría con creces el coste de los salarios semanales de Skye y Zoe, que trabajaban seis horas cada fin de semana—. ¿Dónde está?
—La he mandado al armario de la ropa blanca a buscar las cosas para las bandejas del té —dijo Rhona mientras dejaban el colchón en el suelo.
—¿Sabes? Es mejor que tú hagas el trabajo más ligero y Zoe, el más pesado. No quiero que Finn me eche la bronca por hacerte trabajar demasiado.
—Como si fuera a hacerlo —dijo Rhona riendo, mostrando sus hermosos ojos grandes y su sonrisa. Juntas ajustaron el colchón para que quedara bien alineado en el armazón de la cama estilo trineo—. Sabe muy bien que soy yo quien se exige, no tú.
—Supongo que ya lo sabrá —dijo Emma, que no podía imaginarse al tranquilo Finn echándole la bronca a nadie. Desde que se había mudado de Irlanda hacía seis meses para vivir con Rhona, Emma no recordaba un momento en el que no hubiera estado relajado. Incluso cuando estaba trabajando en sus diseños de campos de golf, parecía relajado—. Déjame ir a decirle a Zoe que Sylvie y Dotty necesitan más té de menta y bombones.
—Me he dado cuenta de que uno de los radiadores de la suite vuelve a gotear, ¿podría Aidan echarle un vistazo?
—Se lo diré en cuanto vuelva de pasear a Wilbur —dijo Emma, saliendo al rellano—. ¿Zoe? —llamó, y al abrir la puerta del armario de la ropa blanca se encontró a Zoe de espaldas.
—¿Sí? —dijo Zoe, mirando furtivamente por encima de su delgado hombro con sus ojos oscuros. Si Skye era una Botticelli, Zoe recordaba más a un Klimt: oscura, angulosa y fuerte.
—¿Puedes asegurarte de llevar a Frailecillo té de menta y bombones extra?
—Claro —dijo, todavía de espaldas a Emma.
—¿Estás bien?
—Por supuesto —dijo ella, dándose la vuelta y pasándose rápidamente la mano por la comisura de los labios.
—Recuerda que Rhona necesita los artículos de té para el dormitorio de la Isla —dijo Emma, incapaz de averiguar qué tramaba Zoe, aunque intuyó que podría implicar comer bombones.
—Lo sé —respondió ella, reuniendo con rapidez los objetos que necesitaba.
—Te veré abajo dentro de un rato para la reunión de la mañana —dijo Emma, dejando el armario y dirigiéndose al piso superior para ver qué radiador tenía una fuga.
Abrió la puerta de la suite, que había sido su salón y su dormitorio cuando se mudó, y se deleitó con la transformación. Dirigió la mirada a los grandes ventanales y contempló las impresionantes vistas al mar, que se extendían desde el puerto hasta la playa oriental y el sendero costero. Cada vez que la miraba, se quedaba sin aliento.
Al entrar en el cuarto de baño, Emma vio una mancha en el espejo. Mientras la limpiaba con un trozo de papel, se colocó un mechón rebelde de su pelo oscuro y presionó sus carnosos labios para distribuir de forma uniforme su ligero brillo labial. En el espejo se reflejaba la enorme ducha doble, y recordó todo el trabajo que se había hecho a principios de año para crear aquel lujoso santuario, con calefacción por suelo radiante, lujosos albornoces y artículos de tocador de gama alta. Con el espejo limpio y su aspecto arreglado, se dirigió a la zona del salón, un espacio hecho a medida para la pereza. Desde el sofá, sus huéspedes tenían una vista ininterrumpida del mar, y en la nevera había suficientes bebidas y tentempiés de cortesía para mantenerlos satisfechos durante días.
Los radiadores del salón estaban bien. Emma no descubrió el problema hasta que llegó a la pared donde estaba la cama de matrimonio.
—Ah —dijo ella, arrodillándose junto al radiador que goteaba en la pared que lindaba con la casa de Aidan, al lado. La habitación que había al otro lado de la pared era su dormitorio, el que compartían desde que ella se mudó con él cuando empezaron las obras en la suite justo después de Navidad.
Rhona había colocado una toalla doblada bajo la gotera para evitar que se formara un charco en las tablas, pero ya estaba empapada. Emma estaba a punto de bajar corriendo al lavadero a buscar la llave del radiador cuando sonó su teléfono.
—Hola, Jane —dijo.
—¿Qué haces? —le preguntó su hermana, y Emma supo enseguida que la llamaba sin otro motivo que el hecho de que no tenía nada que hacer, con los niños en el colegio y su marido en el trabajo.
—Comprobando un radiador —respondió Emma.
—Qué emocionante —dijo Jane con sarcasmo—. Todo ese mantenimiento interminable y limpiar después de que se vayan unos extraños debe ser muy aburrido.
—A veces lo es —respondió Emma, resistiendo la tentación de comentar que no era tan diferente de la vida de su hermana como ama de casa, sobre todo teniendo en cuenta que Dan pasaba la mayor parte de la semana fuera, dejándola con los niños como única compañía. Pero no podía negar que, desde que la reforma estaba terminada y ella había dejado de ocuparse de todo, la hospedería no le producía la misma sensación de satisfacción y disfrute que antes, aunque seguía amando muchos aspectos del trabajo.
—¿No estarías mejor en Londres? ¿No echas de menos las oportunidades? Seguro que Katherine estaría encantada de devolverte tu antiguo trabajo. Debes echar de menos el ajetreo de los grandes proyectos de diseño y tener una carrera de verdad.
Emma se estremeció ante el comentario de su hermana.
—Tengo una carrera de verdad, es la hospedería.
—Déjalo, Emma. La hospedería era solo una vía de escape, algo que necesitabas para superar el trauma de lo que pasó. Pero ahora estás mejor. Lobster Bay fue algo provisional, nada más. No es tu hogar.
—Eso no es justo —dijo Emma, herida por los comentarios de su hermana, que le plantearon algunas preguntas incómodas. A pesar de apreciar su vida en Lobster Bay, había días en los que se preguntaba si era suficiente, si su verdadero propósito había sido proporcionarle la distracción que necesitaba para seguir adelante después de verse atrapada en un atentado terrorista en el centro de Londres en Nochebuena, hace casi dos años. Ahora que ya no la atormentaban los terrores nocturnos ni el rostro de la mujer cuya muerte presenció, Emma se preguntaba a veces si realmente pertenecía a ese tranquilo pueblo.
—No lo digo para molestarte, Em, pero con mamá fuera viviendo aventuras con Gary, me toca a mí dar los consejos. A veces, es necesario sentarse y reflexionar sobre lo que es importante, antes de involucrarse demasiado.
—Tengo que irme, Jane —dijo con desdén, dando por terminada la conversación, reacia a profundizar en las observaciones de su hermana, que le parecían demasiado personales—. Te llamaré pronto.
Emma bajó corriendo al lavadero, intentando en vano olvidarse de la conversación.
—¿Qué buscas? —preguntó Aidan, entrando por la puerta de atrás con Wilbur, que tenía la lengua fuera y los grandes hombros negros caídos, agotado por la caminata.
—Una llave de radiador —dijo después de besar a Aidan, disfrutando de la sensación de sus labios fríos por el viento y de su barba incipiente, que sentía áspera contra su piel. Si había algo que no cuestionaba, era que amaba a Aidan.
—¿Por qué? —Le quitó la correa a Wilbur y le puso una manta por encima mientras se acomodaba lentamente en su enorme cama, donde pasaba gran parte del tiempo estos días. Era una criatura muy distinta del poderoso perro que le había impuesto a Emma la anterior dueña de la pensión cuando llegó a Lobster Bay.
—Uno de la suite tiene una fuga —dijo, encontrando lo que buscaba en la caja de herramientas de fontanería.
—¿Quieres que le eche un vistazo? —preguntó, en un tono que daba a entender que ya sabía la respuesta.
—¿Lo harías?
—Es por lo que no me pagas, ¿recuerdas? —dijo, con sus ojos azul lapislázuli jugueteando con Emma. Mientras cogía la llave, le acomodó otro mechón de pelo rebelde que le había caído sobre la frente y se inclinó para robarle un beso.
—¡Buena observación! —dijo ella, que se apartó despacio de sus labios, deseando tener tiempo para detenerse.
Lo observó mientras atravesaba la cocina, pasando por delante de los armarios enmarcados de color piedra, y contempló su fuerte trasero, maravillada de que, incluso después de un año llevando juntos el negocio, su cuerpo siguiera excitándola.
—¡Deja de mirarme el jodido culo! —dijo, y Peggy soltó una risita.
—Pido disculpas por el lenguaje de mi novio, Peggy —dijo Emma, lo bastante alto como para que Aidan, ahora a mitad de la escalera, pudiera oírla—. Vaya falta de modales...
—Cyril también solía decir palabrotas de joven —dijo Peggy, como si fuera algo que los hombres dejaran de hacer—. No delante de mí, claro, pero lo oía con sus amigos. Hoy en día no puedes encender la televisión sin oír a alguien diciendo palabrotas. En mis tiempos no era así.
—Lo sé, es terrible —coincidió Emma, siguiéndole el juego.
—¿Qué es terrible? —preguntó Skye, que volvía a la cocina con otra bandeja de platos sucios del comedor.
—Que todo el mundo dice palabrotas hoy en día —dijo Emma, poniendo la tetera a calentar para preparar a Peggy una merecida taza de té.
—Yo no —dijo Skye.
—Te han educado bien —observó Peggy, quitándose el delantal antes de sentarse en la gran isla de la cocina; luego sacó una polvera antigua para empolvarse los pómulos y arreglarse su escaso pelo plateado.
—¿A quién han educado bien? —preguntó Rhona, que llegó a la cocina con su polo verde oscuro estirado sobre su barriga.
—A Skye —dijo Emma.
Rhona resopló y despeinó a Skye.
—Y eso que yo soy una malhablada.
—¡Mamá! —dijo Skye, arreglándose el pelo antes de unirse a Peggy en la isla.
—¿Qué? No tengo ni idea de cómo eres tan educada y sensata. Eso no lo aprendiste de mí.
—Tu madre tiene razón. Nadie podría acusar a Rhona de ser sensata —intervino Emma mientras preparaba café en la máquina, disfrutando de la compañía de sus amigas y sintiéndose afortunada de estar rodeada de un grupo de mujeres tan fuertes. Incluso a los quince años, Skye mostraba más madurez de la que Emma recordaba haber tenido a los veinte; Rhona, a pesar de estar embarazada, seguía siendo una fuente inagotable de energía y humor; y Peggy inyectaba una dosis muy necesaria de decoro, estilo peculiar, sabiduría y estoicismo.
—Es verdad —reconoció Rhona, sacando galletas de la despensa.
—¿Dónde está Zoe? —preguntó Emma.
—En el último piso, creo —dijo Rhona—. Pronto se unirá a nosotras. No es propio de ella perder la oportunidad de sentarse.
—Eres un poco dura, ¿no? —dijo Emma.
Rhona enarcó una ceja.
—¿Acaso puedes negarlo?
Emma sabía que no podía. Por mucho que le gustara tener un par de manos más, no podía negar que Zoe no era la más disciplinada de las trabajadoras. En los últimos seis meses había encontrado todas las excusas posibles para evitar esforzarse, marcharse temprano o no ir a trabajar. Para Emma era un misterio por qué Skye y ella eran tan buenas amigas.
—Entonces, ¿qué hay en la agenda, jefa? —preguntó Rhona, una vez que Emma repartió los cafés y se reunió con todas en la isla.
—¡Navidad! —dijo, alegre, encantada de tener un proyecto en el que de verdad pudiera sumergirse.
—Faltan tres meses exactos —canturreó Skye.
—Noventa y una noches —se burló Rhona, y las mejillas de Skye se sonrojaron.
—Solo lo sé porque Ella ha estado haciendo una cuenta atrás de cien días —protestó.
—Sí, claro —rio Rhona, lanzándole una servilleta enrollada—. En tu corazón sigues siendo una niña.
Skye torció los labios y rodeó la taza de café con las manos, mirando a su madre con el ceño fruncido.
—Necesitamos un evento, algo que atraiga a la gente a pasar las Navidades aquí en vez de en casa —dijo Emma—. Y tenemos que empezar a promocionarlo rápido —continuó, consciente de que estaba cortando un poco el rollo. Sabía que mucha gente habría reservado sus vacaciones de este año justo después de la Navidad del año pasado. Con solo tres meses por delante, Emma no podía estar segura de llenar las habitaciones.
—¿Qué tal uno de esos paquetes de Navidad con todo incluido? —sugirió Skye—. Ya sabes, como el que hacen en Gleneagles, donde llegas en Nochebuena y te recibe un arpista y una copa de vino caliente, y luego hay comida de Navidad y un gran ceilidh el Boxing Day, el 26 de diciembre.
Rhona miró a su hija como si fuera un extraterrestre.
—¿Cómo sabes eso?
—Leo Condé Nast Traveller —dijo con indiferencia.
—¡Te juro que no eres mi hija! —exclamó Rhona, acomodándose en su taburete de respaldo alto, con la mano en la barriga, y mojó una galleta en su té.
—Cyril y yo pasamos una vez las Navidades en un crucero —anunció Peggy, como si acabara de despertar de un sueño.
—¿Dónde? —preguntó Emma.
—En Noruega —dijo Peggy, perdida en el recuerdo—. Me pasé todo el tiempo helada y sintiéndome mal.
—Suena terrible —dijo Rhona.
—Lo fue, querida, nunca lo volvimos a hacer.
—¿A alguien le parece buena idea un paquete navideño de tres noches? Podríamos darle un toque navideño.
—Me gusta la idea —dijo Rhona.
—A mí también —se hizo eco Peggy.
—¿Alguna sugerencia sobre cómo deberíamos llamarlo?
—Que sea sencillo —dijo Rhona, cogiendo más panecillos—. ¿Algo como «Navidad en Lobster Bay»?
—Navidad en Lobster Bay —repitió Emma. Le gustó cómo sonaba, pero se preguntó si un retiro de tres noches era demasiado simple. Sentía que eran capaces de más, de hacer algo que le supusiera el reto que necesitaba, pero ¿qué?
Luego, al mirar alrededor de la isla, vio las caras de sus amigas, todas encantadas con el plan, y en su corazón sintió que no podía decepcionarlas.
—De acuerdo —dijo, a pesar de sus reservas—. Será Navidad en Lobster Bay, ¡hagamos que sea una para recordar!
Capítulo 2
—A mí me parece un buen plan —dijo Aidan, tapando una lata de barniz para yates que había junto al pequeño velero que había estado construyendo todo el verano. A Emma le recordaba al barco de Aventuras en la isla, con sus tablones que se superponían formando crestas a lo largo del casco. En su opinión, era una pequeña obra maestra.
—No tiene nada de malo, es solo que... —Emma se giró para acariciar a Wilbur, que estaba tumbado junto a ella en una caja volcada a la orilla del pequeño puerto. Su mirada se posó en el agua, donde varias barcas de pesca de distintos colores chocaban suavemente con la brisa otoñal.
—¿Qué? —preguntó Aidan.
Ella se encogió de hombros y observó cómo él secaba el pincel con un trozo de periódico viejo y luego lo pasaba por su pantalón de trabajo para comprobar que estaba completamente seco.
—Sabes que es casi imposible quitar el barniz con el lavado —dijo Emma, y luego se echó a reír con desesperación—. ¡Vaya! ¡La Emma de hace dieciocho meses nunca habría dicho algo tan aburrido!
Aidan se agachó para recoger sus herramientas.
—Esa Emma no tenía una casa de huéspedes premiada —dijo.
—¿Estás diciendo que tener una casa de huéspedes es aburrido? —preguntó, recordando de repente el comentario de Jane sobre lo aburrido que debía ser.
—¡No! —dijo, incrédulo, mirando a Emma como si estuviera loca—. Lo que digo es que solo se ganan premios si cuidas los detalles.
—Oh —dijo Emma, no muy convencida de que fuera un cumplido, y sin llamar la atención sobre el hecho de que el premio al que se refería Aidan no era más que un pequeño reconocimiento regional, nada por lo que emocionarse, en opinión de Emma. Arrancó las bolitas de lana de su viejo jersey y dejó que el viento se las llevara—. Pensé que estabas insinuando que me había vuelto un poco aburrida.
—¿Por qué iba a pensar eso? —Cerró su caja de herramientas, la metió en la parte trasera de su furgoneta y deslizó la puerta para cerrarla.
—No lo sé —dijo, aunque no era del todo cierto.
La verdad era que en los últimos meses Emma había empezado a preguntarse si se había vuelto un poco aburrida, por lo que el comentario de Jane le había tocado la fibra sensible. Durante el primer año, había estado tan inmersa en los detalles de la casa y en integrarse en la comunidad que había perdido de vista el resto del mundo. Ahora que todo estaba en marcha, habíadías, cuando todo estaba tranquilo, en los que se imaginaba de vuelta en Londres, trabajando en un nuevo proyecto de diseño cada pocos meses para clientes que tenían tanto dinero que no sabían qué hacer con él. Pero Emma solo podía pintar las paredes de una habitación o cambiar un par de cortinas un número limitado de veces.
—¿Emma? —preguntó Aidan, notando que se dejaba algo sin decir.
—Me gustaría hacer algo... —buscó la palabra adecuada— más desafiante.
—¿Más desafiante? —preguntó él, riéndose de su adjetivo y ofreciéndole la mano.
—Ya sabes lo que quiero decir —dijo ella, cogiéndola y dejando que la ayudara a levantarse.
—Rara vez, por no decir nunca —bromeó, y empezaron a recorrer el empinado y sinuoso camino que llevaba del puerto a casa, con Wilbur siguiéndolos despacio. A Emma le costaba creer que apenas un año y medio atrás le hubiera costado tanto trabajo llevar a Wilbur con correa, ya que ahora lo paseaba por todas partes sin ella.
—¿Nunca quieres más? —preguntó inquisitivamente.
—¿Qué quieres decir?
—Más allá de la construcción de barcos y la casa. Debes soñar con algo...
Aidan la miró arrugando la nariz y negó con la cabeza.
—La verdad es que no. Tengo todo lo que quiero. —La rodeó con un brazo—. ¿A que sí?
Mientras avanzaban cuesta arriba, Emma se quedó pensativa un momento. Tenía la vida con la que siempre había soñado: una hermosa casa junto al mar, una hospedería de éxito, grandes amigos y un novio que la apoyaba. En teoría, era todo lo que siempre había querido, así que ¿por qué no le parecía suficiente?
—Supongo —concedió.
—¿Supones? —preguntó Aidan con curiosidad, deteniéndose y mirándola con la cabeza ladeada.
—No sé, me siento como si necesitara un nuevo reto. Tú trabajas en la hospedería, construyes barcos yformas parte del equipo de rescate marítimo —dijo, encantada de que Aidan se hubiera apuntado durante el verano. El trabajo voluntario no solo era físico y sociable, sino también satisfactorio y gratificante. Le hubiera gustado tener algo parecido.
—Tal vez solo necesites un pasatiempo —sugirió, mientras continuaban rodeando la muralla del castillo.
—Claro, un pasatiempo —dijo Emma, que sabía que eso no iba a ser suficiente, pero no quería disgustar a Aidan diciéndole que necesitaba algo más que eso, tal vez incluso algo más allá de Lobster, con sus casitas perfectas y sus amplias vistas escarpadas. Le preocupaba que pudiera llegar a eso, dado que las oportunidades locales eran limitadas.
—Podrías unirte al club de bolos o a una clase de arte...
—Aidan, tengo treinta y dos años, no noventa y dos —dijo ella, dándole una palmada juguetona en el brazo.
—Está bien, pero ya sabes a qué me refiero —rio, dándole un apretón tranquilizador.
—Sí —dijo, intentando no mostrar que de vez en cuando, como Jane había observado, echaba de menos Londres, y que a veces se preguntaba si se había precipitado demasiado al dejar la ciudad.
—Encontrarás algo —dijo.
—Sí, lo haré —respondió ella, rodeándole la cintura con el brazo y esperando que él no notara su incertidumbre sobre cómo podría encontrar el desafío que ansiaba sin dejar su relación.
***
—Entra, chico —dijo Emma, empujando a Wilbur hacia la casa de Aidan, y se quitó el chubasquero en el vestíbulo. Intentó añadirlo a la montaña de ropa de abrigo que colgaba de los ganchos, pero cada vez que lo intentaba se le resbalaba y al final desistió.
—Tenemos que hacer algo con estas chaquetas —dijo mientras veía a Aidan quitarse las botas y abandonarlas donde caían junto a todas las demás sobre las baldosas victorianas.
—Está bien como está. Es una casa, no una pensión —dijo Aidan, que atravesó el vestíbulo y entró en la cocina.
Emma puso los ojos en blanco.
—Hola, chicos —saludó Eve desde el salón.
Emma encontró a la hermana de Aidan en el sofá de cuero marrón leyendo una revista.
—¿Qué tal el día? —preguntó Emma, encaramándose a la esquina del sofá, cerca de los pies de Eve, con sus calcetines de rizo blancos, que parecían desentonar con su desgreñado pelo plateado de puntas rosadas. Miró la mesita de cristal, llena de revistas viejas y tazas de café sucias, y a Wilbur, que se había tumbado en el sofá de enfrente.
Aunque tenían un lavadero, el salón parecía hacer las veces de lavandería, con la ropa tendida sobre el radiador, un tendedero abierto junto al ventanal y varios montones de ropa húmeda en el suelo esperando a ser tendida. Cuando se había mudado hacía seis meses, se había puesto a limpiar como una loca, pero, por más que lo intentaba, el desorden volvía a acumularse. Era como vivir con dos estudiantes que contribuían a pagar el alquiler, pero nada más; a veces, eso la desesperaba.
—Lo mismo de siempre —dijo Eve—. Un montón de viejas comprando coliflores y coles de Bruselas. Mi vida es fascinante.
—¿Todavía te apetece ir esta noche a casa de Rhona?
—¡Claro! Ya sabes que la noche de cócteles con las chicas es lo mejor de mi semana.
—Y de la mía —dijo Emma, que siempre esperaba con impaciencia sus encuentros semanales, aunque esa semana, con sus pensamientos revueltos, se preguntaba si no sería mejor pasar una noche tranquila a solas.
—¿Estás bien? —preguntó Eve, con un ojo asomando por la esquina de su revista.
—Por supuesto —respondió Emma, un poco demasiado vehementemente—. Creo que iré a ver qué hay para cenar. Es mejor llenar el estómago antes de esta noche.
—Buena suerte con eso —dijo Eve, volviendo a su revista.
De camino a la cocina, Emma trató de ignorar las diversas piezas de barco que se alineaban en los bordes del pasillo. Lo único positivo que podía sacar de su presencia era que ocultaban la monstruosidad de alfombra que había debajo. Cada vez que Emma abría la puerta principal, la alfombra, con grandes remolinos rojos y dorados sobre un fondo marrón, la golpeaba como un puñetazo en la sien.
—¿Tenemos algo para cenar? —le preguntó a Aidan, que se estaba lavando las manos en el fregadero de la cocina, lleno de platos sin lavar. Emma se preguntaba a menudo si Eve y Aidan limpiarían más si tuvieran una cocina bonita, en lugar del desgastado laminado blanco con molduras de madera falsa que sus padres habían instalado en los años ochenta.
—Cualquier cosa que haya a mano.
—Nada nuevo, entonces —dijo Emma, abriendo la antigua nevera, para encontrarla casi vacía, con los estantes pegajosos y manchados de leche.
—Es sábado por la noche, podría ir a por pescado y patatas fritas —sugirió, secándose las manos en un paño de cocina.
A Emma no le apetecía volver a comer comida para llevar, pero las otras opciones eran tostadas con alubias o pasta al pesto, y ya había comido las dos cosas dos veces esa semana. A pesar de que un miembro de la familia trabajaba en la frutería, consumían muy poca fruta y verdura.
—De acuerdo. Gracias, cariño —dijo, y le dio a Aidan un beso en la mejilla antes de subir.
Al pasar por la planta intermedia, Emma evitó mirar el dormitorio de Eve, en la parte trasera de la casa, y su estudio de arte, en la delantera, sabiendo el estado en que se encontrarían. Ignoró la puerta cerrada del dormitorio de los padres de Eve y Aidan, que permanecía tal como lo habían dejado antes de morir, hasta la colcha de flores, las cortinas a juego y las flores secas sobre la vieja cómoda. Emma nunca se lo diría a Aidan ni a Eve, pero a menudo pensaba que había algo inquietante en el hecho de que nunca hubieran tocado la habitación. Entendería que los dos se sentaran entre las cosas de sus padres y pensaran en ellos, pero no lo hacían. En cambio, la puerta permanecía cerrada. Nadie entraba nunca. Parecía un desperdicio de un espacio tan hermoso.
En el último piso, Emma entró en el baño. Sentada en el retrete, observó el anticuado cuarto de baño, el moho de los azulejos, que apenas conseguía mantener a raya, y la cortina de la ducha, que llevaba allí más años de los que se imaginaba. Había perdido la cuenta de las veces que lo había imaginado todo, y de las numerosas imágenes que tenía en su álbum de recortes de ideas sobre lo que esperaba hacer con el lugar, algún día, si Aidan y Eve conseguían desprenderse de la decoración de sus padres.
En su dormitorio, sentada en su cómodo sillón junto a la ventana, de espaldas a la habitación llena de ropa de Aidan, contemplaba el mar, cuya belleza la hipnotizaba. En todas las ocasiones en que se había planteado una vida diferente, lejos de Lobster, eran Aidan, sus amigos y el mar los que tiraban de ella. Por mucho que Emma tuviera la sensación de querer algo más, le resultaba casi imposible imaginar la vida sin aquella comunidad y el mar como telón de fondo.
—¿Emma? —llamó Aidan.
—Sí —respondió ella débilmente, aún en trance, pensando que Aidan solo la estaba avisando de que se iba.
—¿Dónde estás? —preguntó, ahora más cerca.
—En nuestra habitación —respondió ella.
—¿Qué haces aquí arriba? —Aidan entró con dos cajas de pescado y patatas fritas.
—¿Cómo has vuelto tan rápido?
—He estado fuera media hora —dijo, sentándose en la silla frente a ella.
Emma comprobó la hora en su teléfono.
—¿Has estado soñando despierta? —se rio, entregándole una caja.
—Eso parece —dijo ella, desconcertada por el tiempo transcurrido.
—¿En qué estabas pensando?
—No estoy segura de haber estado pensando —dijo, distante, sin querer entrar en sus cavilaciones sobre qué otras posibilidades podría depararle la vida.
Aidan comía sus patatas fritas mientras miraba por la ventana, con los pies en el alféizar.
—El mar debe haberte absorbido otra vez.
—Es difícil imaginarme viviendo sin él.
—Yo no podría —dijo Aidan con una certeza que le decía a Emma que no importaba cómo o dónde pudiera imaginar su vida en el futuro, Aidan solo imaginaría la suya en Lobster.
Dejó el trozo de pescado que se estaba comiendo y se limpió los dedos con una servilleta de papel.
—¿Qué ocurre? —preguntó Aidan, tratando de leer su expresión.
—¿Cómo avanzamos si tú solo quieres esto y yo quiero más? —preguntó Emma, a quien la franqueza de sus propias palabras la tomó por sorpresa.
Aidan rio con fuerza.
—Te lo he dicho: encontrarás un pasatiempo. Todo irá bien.
Emma hizo una pausa y luego, sosteniéndole la mirada, dijo con seriedad:
—No creo que se trate de encontrar un pasatiempo.
—¿Y de qué se trata? —preguntó Aidan, dejando él también su comida a un lado.
—Necesito sentir que tengo algo más por lo que esforzarme en mi vida, algo que me suponga un reto —dijo Emma con cautela—. No creo que pueda imaginarme haciendo lo mismo y estando en el mismo sitio para siempre.
—De acuerdo —dijo.
Emma pudo oír la preocupación en su voz y, aunque luchó por decir menos, las palabras se le escaparon antes de que pudiera retenerlas.
—No estoy segura de cómo podemos seguir siendo pareja si queremos cosas diferentes.
El color de las mejillas de Aidan pareció desvanecerse.
—No estoy seguro de lo que intentas decir.
Emma se quedó pensativa un momento, tan sorprendida como debía estar Aidan de encontrarse en medio de aquella conversación. Le aterrorizaba la idea de decir algo de lo que pudiera arrepentirse y que pudiera llevarlos a separarse, porque por mucho que no estuviera segura del rumbo de su vida, de lo que sí estaba segura era de Aidan. La idea de estar sin él hacía que le doliera el corazón y se le revolviese el estómago.
—Digo que tenemos que empezar a pensar en formas de sentirnos realizados, de ser felices los dos —dijo, recordando lo que había dicho Jane sobre averiguar qué es importante.
—Vale —dijo Aidan, y tragó saliva con dificultad, con los ojos llenos de preocupación.
Emma se dio cuenta de que intentaba ser valiente.
—Probablemente sea solo que estoy un poco inquieta, no hay nada de qué preocuparse —dijo ella, intentando desviar la conversación, tratando de no pensar en sus diferentes prioridades y lo que eso podría significar para ellos como pareja.