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Los protagonistas de este libro sienten que han perdido la libertad para ordenar su propia historia dentro de otra historia que es mucho más grande que ellos mismos. La madre celosa del tiempo que su empleada de hogar pasa con sus hijos, el adolescente vigoréxico obsesionado con construir un cuerpo que lo convierta en mejor persona, el anciano judío homosexual que llora abrazado a los jerséis de su amante cuando se le rompe la lavadora… y la vida. Una colección de personajes que luchan por encajar en el relato de sus propias vidas, héroes y fracasados al mismo tiempo. Labari indaga en estos cuentos en el deseo, la diferencia de clase social o el racismo, y en las carencias de todo tipo que nos impiden descifrar nuestra identidad sin atender a dogmas o a recetas. Al contrario, enfrenta el peligroso deseo de reunir lo que es distinto a través del lenguaje y se lanza a escribir desde fronteras, palabras e idiomas nuevos.
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Nuria Labari
No se van a ordenarsolas las cosas
Nuria Labari, No se van a ordenar solas las cosas
Primera edición digital: octubre de 2024
ISBN epub: 978-84-8393-711-2
Colección Voces / Literatura 364
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
© Nuria Labari, 2024
Los derechos de la obra han sido cedidos mediante acuerdo con International Editors’ Co. Agencia literaria
© De la ilustración de cubierta: Rocío Guerrero, 2024
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2024
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
Teléfono: 91 522 72 51
Correo electrónico: [email protected]
A Rubén Bild,
por posar la palabra mano
sobre la palabra abismo
También el poeta, si es un verdadero poeta, tiene que repetirse perpetuamente «no sé». Con cada verso intenta responder, pero en el momento en que pone el punto final, le asaltan las dudas y empieza a advertir que su respuesta es temporal y en ningún caso satisfactoria. Entonces prueba otra vez y otra vez, para que a las sucesivas muestras de su insatisfacción consigo mismo los historiadores de la literatura las sujeten con un clip enorme para denominarlas «La Obra».
Fragmento del discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura de Wislawa Szymborska
Dios solo entiende palabras esdrújulas
Tengo delante las puertas de los armarios de una cocina que no es la mía. Alguien las arrancó de la casita de Saint-Martin-d’Ardèche donde vivió Leonora Carrington y las trajo hasta aquí. En una de ellas pintó los cuernos de una mujer con cabeza de caballo y alas de ángel. En otra más grande, una cabra con cabeza de unicornio y un caballo verde con cola de dragón y rostro humano. Más arriba, en la esquina izquierda de la enorme pared donde se muestra su intimidad despiezada, observo un ventanuco verde donde dibujó un unicornio rojo con las crines hechas de fuego.
Hace horas que debería estar en mi cocina, rodeada de armarios de formica blanca, pero la exposición ha tenido tanto éxito que han prorrogado la apertura del museo hasta las diez de la noche. Y no quiero irme, aquí me siento a salvo.
La mujer que trabaja en mi casa dice que tiene pies de jaguar. Y se convierte en un silencioso felino cada vez que le viene en gana. Últimamente, transforma a mis hijas también.
Ahora, niñas, pies de jaguar, dice.
Y las tres cruzan el pasillo sigilosas, como si en vez de zapatillas de andar por casa tuvieran las plantas almohadilladas y flexibles de tres majestuosos felinos.
Al igual que Leonora Carrington, mi asistenta también ha sido migrante, exiliada y madre, pero ella no dibuja en la cocina. Son mis hijas quienes la retratan sobre la mesa del comedor mientras friega los platos o pone la lavadora. La pintan con su piel marrón y su trenza larga y negra. No es fácil encontrar el color exacto de su piel y las niñas se esfuerzan para acertar.
Es que las personas negras son en realidad de color marrón, se queja la mayor, de siete años. Y así es imposible colorearte. Porque si te pinto marrón, parecerás negra. Pero si te pinto con la de color carne, parecerás blanca como yo.
El blanco es color de los fantasmas, no de las personas, explica mi asistenta. ¿Qué te parece este tono?, sugiere. Y se coloca un lápiz acuarelable Caran d’Ache sobre la piel. Moja la punta en agua y extiende el pigmento, como si fuera maquillaje. ¿Has visto? Este es mi color.
Mi asistenta, como la mayoría de mujeres marrones sin papeles que viven en Europa, es invisible y silenciosa. No hacer ruido es una cualidad muy valorada en el servicio doméstico e indispensable para cualquiera que necesite convertirse en jaguar.
Las niñas la dibujan con unos ojos enormes que no tiene. Creo que es porque está siempre alerta, como cualquier presa en peligro. O quizás represente un agudo sentido de la vista, propio de una depredadora. Necesita una guarida donde protegerse del frío, que en este caso es mi casa. Y una dueña que la guarde y la alimente, que en este caso soy yo. Por eso pienso en ella como mi asistenta, porque de alguna manera me pertenece. Ella, igual que mis hijas, es mi responsabilidad. Es muy bajita, me llega a la altura del pecho y, poco a poco, se me está metiendo dentro, como una cría desprotegida en la madriguera de una loba. Necesita mamar de una mamífera más grande y fuerte. Pero también necesita fundar una nueva ciudad.
Desde hace diez años trabaja ocho horas diarias en mi casa. Ella es quien hace nuestras camas, empareja nuestros calcetines y cocina casi todo lo que comemos. También es la mujer que cuida de mis hijas mientras trabajo, la mayor parte del día. Mi marido insiste en que nos costaría lo mismo que fuera interna, pero yo prefiero que se vaya a dormir a otra casa.
Las niñas la adoran. Ella les dice «Mis niñas». Y yo, que llamo a mis hijas por su nombre, se lo consiento, aunque detesto los determinantes posesivos como acompañantes afectivos de las personas. El problema es que el lenguaje se parece más a cómo somos que a cómo nos gustaría ser. No hay nada que pueda reprochar cuando yo misma me refiero a ella como mi asistenta. Claro que yo no soy como desearía ser. A veces ni siquiera soy como creo ser.
Observo las pinturas de Leonora Carrington buscando mis favoritas como si fueran los hitos del camino que debo seguir. Primero, la hermosa mujer con torso de hembra de minotauro, luego, la enorme crisálida de piel de vaca donde encerró su cuerpo de hembra mutante antes de nacer. Y, por último, la hiena amarilla con las suaves crines de una yegua marrón y rostro humano. Ninguna mujer desea convertirse en hiena, pero todas escondemos animales salvajes debajo del abrigo.
Cuando era niña yo quería tener una cola de sirena. Y en verano juntaba las piernas y me dibujaba una sobre la arena. Luego me enterraba desde la cintura hasta los pies modelando mi flamante apéndice. Hasta que, cuando por fin me transformaba, destrozaba mi cola de una patada y salía corriendo al mar. A todas las niñas se nos permite convertirnos en sirenas amables y domesticadas, pero nunca en bestias o pérfidas. El autocontrol es importante y exige entrenamiento y disciplina. Por eso, cada vez que asoma una pezuña o una pluma animal en el cuerpo de una mujer, hay alguien dispuesto a extirparle su oscuridad o encerrarla con ella.
A Leonora Carrington la metieron en un manicomio por dibujarse como lo hizo. Por suerte a mí no se me ocurriría dibujar a todas mis bestias. Jamás les he puesto la mano o la palabra encima. Procuro vivir de espaldas a ellas, como si no existieran. O como si una parte de mí estuviera mejor callada. Pero ellas insisten en atacar de frente, igual que mi reflejo en el espejo del baño las mañanas en que no quiero mirar. Soy una sirena con garras en vez de manos, la cabeza de una cuerva negra sin alas sobre el cuerpo descolorido de una mujer desnuda y, algunos días, una enorme cierva con el plumaje exótico de un ave azul, con las pezuñas suaves y los ojos tristes.
Este último año, cuando cae la noche, me convierto en una yegua marrón con una mancha en la frente a la que un gigante pasea delante de su cueva. Nunca consigo ver la cabeza del gigante que tira de mis riendas. Es tan grande que tapa el cielo con su corpachón. Y tan alto que lo único que alcanzo a vislumbrar mientras camino a su lado es el final de su cintura.
Las bestias que me habitan son escandalosas. Hablan todas a la vez, me gritan, me exigen que haga algo muy urgente. Pero no alcanzo a descifrar lo que me intentan decir. Hay demasiado ruido.
Por las noches, cuando las niñas duermen, antes de que se aparezcan mis bestias, estiro las piernas sobre la chaise longue del salón y deseo que mis pies sean también los de un jaguar, igual que los suyos. Me gustaría ser una más en la familia salvaje que vive en mi casa.
La panthera onca viene de Bolivia, mi asistenta la trajo desde allí. Igual que sus sándwiches de chola, su ají de fideos, su sonso de yuca y todos esos platillos que convierten mi cocina en su propia fiesta. Cuando una pantera persigue a su presa lo hace siempre con sigilo y en el momento preciso le salta encima y le muerde la cabeza hasta matarla. Su pelaje es realmente suave. Yo estoy cansada de cazar cadáveres en el supermercado, harta de tener que elegir mis víctimas entre millones de muertos. Me gustaría tener pies de jaguar, pero tengo que conformarme con una camisa de animal print de manga larga que, en realidad, imita la piel de un leopardo. Ni siquiera soy una buena falsificación.
Las manchas de leopardo son sólidas, mientras que las rosetas de jaguar son más grandes y tienen manchas dentro de las motas, me explica mi asistenta el día que la estreno.
A veces me siento muy fuera de lo que pasa dentro de mi casa. Es imposible que el espacio sea protector cuando hay huellas de un felino depredador en el pasillo. El peligro no se puede domesticar.
Leonora Carrington y su amante, Max Ernst, poblaron el jardín de su casita de Saint-Martin-d´Ardèche de criaturas protectoras y amenazantes. Al otro lado de la verja había una guerra mundial, así que para ellos los monstruos estaban fuera, siempre al otro lado de la verja. Nosotras, en cambio, no tenemos un enemigo común al que agarrarnos.
Mi asistenta, a pesar de su situación, nunca habla de injusticia y no creo que sea algo sobre lo que piense demasiado. Los jaguares no juzgan la vida, simplemente saltan sobre ella. Yo en cambio soy la clase de mujer que lee las cartelas de los museos convencida de que me ayudarán a descifrar el mundo. Si me interesa una exposición en otra ciudad u otro país, cojo un avión para saltar de una tierra a otra. Leo y escribo en tres idiomas y pago las entradas en cualquiera de las webs multilingües que ponen a mi disposición toda la belleza del mundo, como si la silla de mi despacho fuera un trono y el ordenador un cetro con el que acceder a mis caprichos. Tener es, siempre, poder. Y yo puedo tenerlo todo.
Aunque si me muevo es por la belleza, no soy una mujer codiciosa. Estoy convencida de que el arte puede ayudarnos a descifrar el mundo. El problema es que, al final del día, en mi boca hay siempre palabras demasiado grandes: Arte, Amor, Cultura, Felicidad, Guerra, Justicia… Palabras tan desmesuradas que no hay donde meterlas, no me gusta que anden danzando por casa. Menos mal que, para esconderlas, he cavado un surco en el suelo de mi cocina de una profundidad inexpugnable. Una grieta abisal que mantiene mi vida perfectamente alejada de mi asistenta, incluso cuando estamos la una junto a la otra preparando los zumos para la merienda de las niñas.
Algunas veces, nuestras manos se rozan cuando tiramos las cáscaras de las naranjas a la basura. El azúcar húmedo de la fruta nos vuelve pegajosas y cercanas, pero un océano de millones de kilómetros nos separa, extenso y profundo bajo los pies. Si alguien, dentro de cien años, quisiera mostrar la distancia que existe entre nosotras en una exposición, debería colgar con chinchetas sobre la pared nuestros cadáveres y confiar en que la fuerza del Atlántico consiguiera abrirse paso, inmenso y eterno entre las muertas.
María Celeste, que es como de verdad se llama mi asistenta, tuvo una hemorragia en el baño de servicio de la primera casa en Madrid donde trabajó. Asegura que expulsó al embrión allí mismo, en la taza de aquel váter. Estaba embarazada de catorce semanas y llevaba ocho en España. Después de abortar siguió trabajando silenciosamente. Con aquel dolor sangriento que teñía las compresas de celulosa, las bragas y toda su ropa mientras lavaba a mano las prendas de seda blanca de la mujer a quien servía.
El cuerpo sabe recomponerse solo, me dijo tierna y firme después de mi primer aborto. Entonces ella tenía dos hijos, de cuatro y seis años, al otro lado del océano a los que llevaba tres sin ver. Fue su forma de exigirme que dejara de llorar. No funcionó. Un aborto espontáneo de siete semanas de gestación me parecía entonces la mayor desgracia imaginable. Mi marido entraba a hablarme o a besarme a la habitación y se despedía cada vez con el miedo de quien se acerca al lecho de una enferma terminal. Yo estaba segura de llevar la muerte dentro.
Cuando él salía, María Celeste entraba y me ofrecía caldo.
En los años que lleva en casa, además de dos abortos he padecido piedras en los riñones, ansiedad, vértigos, una cirugía ocular, la rotura de tres costillas y finalmente dos puerperios y varias mastitis… Y todo me lo ha curado con la misma receta: caldo y jugos. Los jugos son zumos como los de aquí, pero con frutas de su país. Todo lo de allí es mejor.
Las frutas en mi país son delisiosas, dice.
He notado que delisiosa es la única palabra donde cambia la c por la s con orgullo. Ya nunca dice sapato ni desisión. En la lista de la compra han dejado de aparecer las seresas y el suavisante. María Celeste ha corregido su forma de hablar y de escribir, porque, aunque lo de allí es mejor, ella intenta decirlo todo como aquí. La palabra sierto se le escapa. Pero creo que nunca dejará de decir delisioso. Se lo dice a mis hijas cuando les ofrece algo que les va a gustar. Esa ese suya lleva un amor al que mi c no alcanza. A veces yo también lo digo cuando me prepara uno de sus jugos, para practicar. O cuando soy yo quien les sirve las tortitas que tanto les gustan. Pero en mi boca siempre suena a mentira.
El caqui, el copazú, el guapurú, la guabirá, la pitanza, recuerda. Los frutos de mi país le harían bien. Debería tomar infusión de semilla de ayrampu. Pero no sabemos dónde comprarla.
En el patio de mi casa aún cocino con fuego, el guiso dura todo el día y esos caldos sí la sanarían. Pero las casas españolas son como cajitas de cerillas, asegura.
¿Cómo es de grande el patio de tu casa?
Como este piso o más. Pero no es como un jardín de los suyos. En mi patio tenemos un baño que todavía se usa, aunque hace ya años que hicimos construir uno dentro de la casa. También hay un granero, gallinas y algunos muebles plásticos para las comidas familiares. Y, rodeándolo todo, las flores de mi mamá.
Cuando habla de su tierra, siempre esconde algo parecido a la alegría entre las manos.
Creo que ella piensa que a la gente de aquí, nuestra vida nos pone tristes. A veces creo que María Celeste sabría explicarme por qué mi vida me entristece. Pero jamás le preguntaría por algo así. Al contrario, me comporto ante ella como la mujer afortunada que debo ser.
Por mi cumpleaños cocina pampaku, mi plato preferido de todos los suyos. Para prepararlo ata a la olla un gran plástico transparente con un enorme lazo rojo. El vapor eleva el plástico como un globo que crece poco a poco hasta convertirse en un auténtico regalo. El ritual dura toda la mañana. Corta la verdura con precisión en pedacitos idénticos y crea un arcoíris que huele a zanahoria-apio-pimiento-cebolla-ajoy parece un cuadro abstracto sobre nuestra encimera. Después, sofríe la mezcla en la sartén, añade algunas hierbas que yo no sé nombrar y enseguida nuestra casa huele a todo cuanto ella ama.
Estoy convencida de que su vida es en todo peor que la mía. Sin embargo, ella tiene la certeza de que, pase lo que pase, podrá soportarlo. Yo en cambio quiero que las cosas salgan como me gustaría. Y sufro inútilmente cuando no es así, que es la mayor parte del tiempo.
Nosotras no sabemos por qué pasan las cosas, pero Dios sí. Eso también lo dijo después de mi aborto. Aquella fue la primera vez que dijo Nosotras para referirse a las dos.
Recuerde: la boca tiene poder, señala cuando le ofende seriamente algo que he dicho.
Suspira cada vez que le digo a una de mis hijas «Te vas a caer», para recordarme que será culpa mía si sucede. No soporta si alguna vez exclamo «Esta niña está loca» y, por supuesto, nunca toleró que reprochara a mi marido asuntos del tipo «Me tienes harta» o «Cada día es más difícil vivir contigo». En realidad, me tiene prohibido maldecir. No ha dicho una sola palabra sobre la separación, pero debe de pensar que él me dejó porque mi palabra profética lo expulsó.
La palabra es poderosa, dice ella, que se pasa la vida callada.
María Celeste no comprende que no crea en Dios, que pretenda vivir sin someterme a su voluntad. Ella piensa que es por soberbia, un pecado que abre la puerta a nuevos pecados. Pero no es por eso. Es solo que, a diferencia de ella, siempre he tenido mis propios derechos. María Celeste, en cambio, ha vivido durante años ajena a cualquier estatuto de humanidad. Sin papeles significa sin derechos. Y sin derechos significa sumisión. Elegir a Dios es mejor que no elegir nada. Puede que eso sea lo único que decidimos de verdad: a qué o a quién obedecer.
En la primera casa donde vivió en Madrid, María Celeste trabajó sin contrato y la señora (que es como ha llamado a todas las mujeres a quienes ha servido, incluida yo) le daba su salario en un sobre blanco y cerrado que no se atrevía a abrir hasta que se quedaba sola. Solo entonces podía contarlo.
En el sobre nunca faltó dinero, según me dijo. Aunque, si alguna vez hubiera pasado, ella no habría podido reclamarlo.
Desde que me lo contó, y hasta que conseguimos que tuviera una cuenta bancaria, hemos contado el dinero juntas después de pagarle, como si fuera de las dos.
María Celeste viajó con bolsas de lona precintadas en plástico de aeropuerto. Las pertenencias de las personas migrantes se llaman bultos. Su verdadero equipaje está en la casa que una vez fue suya. Igual que un día fueron suyos sus hijos o su nombre. Para ella ser madre consiste en aceptar que la vida de sus hijos escapa a su control. En cambio, las madres como yo pensamos que no soportaríamos esa clase de pérdida. Menos mal que, en contadas ocasiones, el amor de madre no tiene más remedio que renunciar a cualquier forma de posesión.
María Celeste perdió su nombre la tarde en que dijo adiós a sus hijos. Ese mismo día debió de dar gracias a su Dios por no tener derechos ni papeles. Hubiera sido peor tenerlos y no ser capaz de traerlos a su lado.
Sí, sé lo que es Skype, me dijo la primera vez.
Sí, tengo ordenador en casa, insistió un par más.
No, no quiero hacer videollamada, murmuraba las tardes en que le ofrecía la posibilidad de ver a sus hijos.
Sí. Sé que puedo usar WhatsApp.
Sí, sé cómo funciona.
Sí. Mi familia también tiene un ordenador.
Sí. Mi hija tiene un teléfono móvil.
Estaba segura de que le daba vergüenza no saber usar la tecnología. Había visto todos esos anuncios de iPhone con personas de muchos colores que hablan con los suyos a miles de kilómetros y celebran cumpleaños felices sin tocarse. María Celeste podría ser una de ellos.
Lo usé una vez, terminó aclarando. Pero fue muy triste. Aparecerte así, de repente. Es casi como si estuvieras allí, tan cerca de sus manos. Y después colgar. La voz es mucho mejor. La voz acompaña cuando estás lejos. Y yo lo estoy, señora.