Noches en el desierto - La hija del millonario - Rico, sexy y soltero - Susan Stephens - E-Book

Noches en el desierto - La hija del millonario - Rico, sexy y soltero E-Book

Susan Stephens

0,0
6,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Ómnibus Deseo 503 Noches en el desierto Susan Stephens Aunque Casey Michaels creía que había ido muy bien preparada para su nuevo trabajo en el desierto, se sintió totalmente fuera de lugar ante el poderoso atractivo de su maravilloso jefe. El jeque Rafik al Rafar se encargó de su iniciación sexual y, para su sorpresa, Casey le enseñó a su vez el significado de los placeres sencillos de la vida. La hija del millonario Paula Roe El multimillonario Alex Rush no sabía que la mujer a la que había amado tanto, Yelena, había sido madre; la paternidad de la hija de Yelena lo tenía intrigado y pensar que ella hubiera estado con otro hombre lo quemaba por dentro. La química que había entre ambos hizo que se acercaran de nuevo, pero la verdadera paternidad de la niña podía destruir una atracción imposible de parar. Rico, sexy y soltero Jules Bennett El famoso arquitecto y consumado playboy Zach Marcum sabía cómo conseguir lo que quería... hasta que Ana Clark irrumpió en su vida. Su empresa constructora podía convertir un proyecto de complejo turístico en una realidad multimillonaria, pero él no podía arriesgarse a que aquella sirena dedicada por entero a su carrera profesional derribara sus defensas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 525

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 503 - noviembre 2022

© 2009 Susan Stephens Noches en el desierto Título original: Sheikh Boss, Hot Desert Nights

© 2010 Paula Roe La hija del millonario Título original: The Billionaire Baby Bombshell

© 2011 Jules Bennett Rico, sexy y soltero Título original: Her Innocence, His Conquest Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1105-963-3a

Índice

Portada

Créditos

Noches en el desierto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

La hija del millonario

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Rico, sexy y soltero

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Promoción

Capítulo Uno

Tenía una mochila del tamaño de una montaña. Al ir a sacarla de la cinta transportadora, por poco le sacó un ojo a la mujer que tenía al lado. Hebillas y correas colgaban por todas partes, junto con una soga, un saco de dormir impermeable y un par de botas. Llevaba el pelo recogido debajo de un sombrero militar, de camuflaje, con su correspondiente pañuelo para protegerse el cuello del sol.

Cuando se enteró de que tenía que viajar al interior de A'Qaban como parte de su trabajo como directora de marketing para la agencia de desarrollo de aquel país, Casey había cambiado su traje de ejecutiva por el equipo de safari. Pero no había aterrizado precisamente en un remoto aeródromo de A'Qaban, sino en el aeropuerto internacional de la capital, uno de los más modernos del mundo.

Como tenía costumbre hacer con los proyectos que le encargaban, Casey se había documentado a fondo. Sin embargo, apenas unos minutos antes de abordar el avión, le habían comunicado que su itinerario había cambiado... y nada menos que por órdenes directas del jeque Rafik en persona, el nuevo monarca del país. Al parecer Su Majestad había insistido en reunir a sus más destacados empleados antes de empezar a gobernar.

Sorprendida de que se hubieran ocupado de una subalterna como ella, se había sentido halagada en un principio... hasta que le recordaron que Raffa, que era el nombre con que el jeque educado en Eton y formado en las fuerzas especiales prefería que lo llamaran, estaba más que habituado a despedir a los empleados que no satisfacían sus expectativas. Así que allí estaba, disfrazada de agente forestal y sin la ropa adecuada para enfrentar la jornada que se avecinaba.

¿Podía el ardor sexual atravesar un cristal? Mientras contemplaba a Casey Michaels cruzar la sala de equipajes, no tuvo ninguna duda al respecto. Incluso con aquella vestimenta estaba preciosa. Y muy diferente de la mujer vestida a la última moda que había visto en la fotografía de su expediente. Ahora se daba cuenta de que era una foto antigua, desfasada. Casey ya no estaba tan delgada, y el cabello que se adivinaba bajo aquel horrible sombrero militar era mucho más rubio. Todo eso, junto con sus curvilíneas caderas, su mirada imperturbable y su paso decidido, formaba un conjunto más que atractivo.

Sin dejar de acariciarse la barba de tres días, continuó admirando su esbelta figura enfundada en la vestimenta de safari. Su virginal inocencia clamaba al cielo. «Y eso que yo nunca mezclo los negocios con el placer», se recordó. Procuró concentrarse en lo único importante. Aquella mujer… ¿sería capaz de ilusionarse con su trabajo? ¿Podría dirigir? ¿Estaría preparada para luchar por su gente? Ésas eran las cosas que le importaban. Sólo los ejecutivos más eficaces lograban superar sus exigentes criterios de selección.

Pero Casey lo intrigaba. Se retiró de su posición de observador privilegiado: ya era hora de moverse si quería fiscalizar su progreso. Después de dar las gracias a los funcionarios de aduanas, abandonó la sala de control. Se sentía superconectado, como solía ocurrirle cuando se activaba su instinto cazador. No había nada malo en ello. Necesitaba un poco de locura, de frescura en su vida. ¿En su vida? ¿Negocios y placer?

Había un brillo de humor en sus ojos cuando se incorporó a la multitud en la sala de llegadas. Algunos lo reconocieron; más de uno se quedó sorprendido. Otros sólo lo conocían como Adam. La pregunta era: ¿lo reconocería ella?

Lo sentía en el estremecimiento que le recorría la espalda. Alguien la estaba acechando; alguien mucho más poderoso que los funcionarios con los que hasta el momento se había encontrado, la observaba. Tan distraída estaba por aquella sensación que hasta chocó contra una puerta.

«Nada de atravesar puertas», se advirtió firmemente Casey, pese lo fácil que le resultaba distraerse con el timbre ronco de la lengua árabe, el rumor de las túnicas y los pasos de las sandalias resonando en sus oídos. El sencillo trayecto hasta el mostrador de inmigración sirvió de hecho de presentación al misterioso Oriente, al igual que los incontables retratos del líder de A'Qaban servían de impresionante presentación de su jefe.

Había imágenes del joven y poderoso líder por todas partes, y cuando Casey se detuvo un momento para fijarse en uno, se dio cuenta de que era el mismo retrato oficial de la sede de su empresa en Inglaterra: una magnífica figura de cuerpo entero ataviada con la túnica tradicional de un guerrero beduino. Desvió entonces la mirada a la bandera real, que ondeaba en un alto astil del centro del vestíbulo. Una luna creciente de plata con fondo azul, y en primer plano, un león rampante con las fauces abiertas.

Volvió a asaltarle un escalofrío cuando recordó que el león era el símbolo personal del jefe Rafik. El símbolo perfecto para un hombre que había remado en Eton, jugado al rugby en Oxford y boxeado en el ejército durante el tiempo que pasó en las fuerzas especiales, antes de estampar el sello de su autoridad en el mundo de los negocios, al igual que en su país. Rafik al Rafar era el indisputado león alfa del Golfo Pérsico, un hombre cuya ética laboral tenía fama de despiadada.

Casey se incorporó a una cola de pasajeros que se movía a buen paso mientras reflexionaba sobre su posición en la empresa del jeque. Indudablemente, su pasión por aquel país la había ayudado a promocionarse. A'Qaban era sin duda el más excitante proyecto imaginable. Rodeado de un mar turquesa y enmarcado por montañas de granito, el país alardeaba de tener una capital sin parangón en el mundo, y ella estaba decidida a convertirla en líder de mercado en la industria turística mundial.

Pero A'Qaban también tenía una inestimable joya que estaba por descubrir. En opinión de Casey, el interior del país era su mejor activo turístico. Un paisaje intocado por la mano del hombre, a excepción de las tribus nómadas de beduinos que estaban bajo la protección del jeque Rafik al Rafar. Casey proyectaba precisamente paquetes de viaje turísticos que combinaran el conocimiento respetuoso de la cultura de los beduinos con rutas y excursiones de interés cultural y ecológico.

Frunció rápidamente los labios con gesto decepcionado cuando recordó que, de no haber sido por el imprevisto cambio de opinión del jeque, en aquel preciso momento se habría encontrado en mitad del desierto. Ésa era la única razón por la que había bajado del avión vestida como un figurante de película de Indiana Jones. Esperaba, sin embargo, que ésa fuera la única decepción a la que tuviera que hacer frente aquel día.

Estaba a punto de sacar su pasaporte cuando la asaltó de nuevo el presentimiento: alguien la estaba observando. Tenía la fuerte impresión de que alguien había salido a cazar y que ella era la presa. Tenía que mantenerse alerta. Sus colegas la habían advertido de que Rafik al Rafar solía saltarse las reglas: una perspectiva que la había excitado cuando se lo contaron, ya que le gustaban los desafíos. Pero ahora que estaba allí, ya no se sentía tan confiada.

Atravesó los mostradores de inmigración sin incidentes. No esperaba que fuera nadie a buscarla, así que su plan era llamar a un taxi y dirigirse al hotel más cercano. Una vez allí, tomaría una ducha y contactaría con la oficina. Apenas había atravesado la mitad del vestíbulo cuando de repente se encontró rodeada de guardias. Todos llevaban túnicas negras y pantalones bombachos, con dagas a la cintura. Casey se giró en redondo. Era inútil, no tenía escapatoria.

Jamás le había sucedido nada parecido: era la experiencia más aterradora de su vida. ¿Qué terrible pecado habría cometido? No tuvo que esperar demasiado para averiguarlo. El círculo de guardias se abrió para dejar entrar a un hombre solo. Todo un bombón en tejanos.

En tejanos azules, ceñidos, botas y una camiseta ajustada, para ser exactos. Pelo negro, mirada acerada, tez morena, una boca sensual y... ¿un arete en la oreja? Por unos segundos fue incapaz de pensar con un mínimo de coherencia. Aquel hombre era altísimo y tenía el físico de un boxeador. Tragando saliva, rezó para poder recuperarse rápidamente. Aquél no era el momento más adecuado para quedarse deslumbrada y sin palabras ante la presencia… del jeque Rafik al Rafar.

–Te mueves más rápido de lo que pensaba, Casey Michaels.

Los ojos color castaño oscuro del jeque eran absolutamente impresionantes, pensó temblando por dentro mientras improvisaba una torpe reverencia.

–Su Majestad...

–Déjate de ceremonias y tutéame. Llámame Raffa.

Raffa no solamente era el hombre más guapo que había visto en mucho tiempo, quizá nunca, sino que además tenía una voz cálida y aterciopelada, con un levísimo acento, que trastornaba sus sentidos.

–Raffa.

–Ahlan wa sahlan, Casey Michaels.

Había un ligero matiz burlón en su voz. ¿Acaso podía leerle el pensamiento? Con el corazón acelerado, vio que se llevaba una mano al pecho, luego a los labios y por fin a la frente.

–Ahlan wa sahlan bik, Su Majes… Raffa –bajó la mirada, contenta de haber aprendido en Inglaterra unos rudimentos de árabe. Cuando volvió a alzarla, fue para descubrir que el jeque seguía contemplándola con interés.

–Vamos.

«¿Adónde?», se preguntó, nerviosa. En realidad le daba igual, siempre y cuando no la despachara de vuelta a casa. El jeque la llevó a un pequeño despacho que contenía un escritorio y dos sillas de aspecto incómodo, lo cual fue un alivio.

–¿Qué llevas en esa mochila, Casey? –le preguntó, volviéndose hacia ella después de cerrar la puerta a su espalda.

Por un instante se quedó completamente desconcertada.

–¿Qué llevas ahí? –insistió.

Casey la bajó al suelo, apoyándola contra el escritorio.

–Ábrela.

Se le encendieron las mejillas. Aquella orden no tenía apelación posible. Abrió la mochila y se irguió. Intentó recordarse que aquello no era más que un asunto de trabajo, que no había nada personal en ello, en un intento de recuperar su maltrecha confianza. Con los asuntos de trabajo sí que podía enfrentarse: el problema eran los hombres. Además, los hombres tan guapos como aquél jamás se fijaban en las mujeres como ella. Casey no tenía ninguna práctica en tratar a alguien como...

Se dio cuenta de que se había quedado mirando sus labios. Dio un respingo y se puso súbitamente alerta cuando el jeque volvió a hablarle.

–Enséñame lo que has traído, Casey.

Capítulo Dos

–¿Que te enseñe lo que he traído? –le preguntó mientras revisaba mentalmente el contenido de su mochila.

–Toma asiento, si lo prefieres –le sugirió él, apartándose de la pared en la que había estado apoyado.

¿Y dejar que lo intimidara más todavía con su estatura? Ni hablar.

–Prefiero permanecer de pie, si no te importa.

–Como quieras.

Claro que lo quería. Se encogió al verlo acercarse.

–Sólo quiero comprobar si has venido bien preparada para el desierto.

Estaba jugando con ella, empujándola al límite, y su propio cuerpo la estaba traicionando. Aquél muy bien podría ser un asunto de trabajo, pero era irremediablemente consciente de Raffa y de su ostentosa masculinidad debajo de aquella ropa informal. Porque le resultaba casi imposible no mirar y no pensar en el enorme bulto de la bragueta de sus tejanos… casi como si fuera una tercera presencia en la habitación.

Además, para colmo, las lágrimas amenazaban con brotar. Casey Michaels, la eficaz ejecutiva, corría serio peligro de desmoronarse. Porque si sus posibilidades de conseguir aquel puesto dependían de sus atributos femeninos… ya podía ir pensando en volverse a casa.

Raffa nunca antes había hecho nada parecido. Siempre partía de la premisa de que cualquier empleado que trabajara para él sabía lo que estaba haciendo. Jamás había escogido a uno recién desembarcado del avión y lo había encerrado en una oficina para interrogarlo, y tampoco tenía excusa alguna para ponerse a hacerlo ahora. Pero Casey Michaels lo intrigaba. Temía que acabara revelándose como una rubia vacua y frívola. Ya había conocido demasiadas a lo largo de su vida y no tenía lugar para ellas en su negocio.

Mientras la veía sacar el primer objeto de la mochila, se dio cuenta con cierta diversión de que sus temores eran infundados. La fotografía del expediente personal de Casey era tan engañosa como su propio retrato oficial, con su tradicional vestimenta de beduino.

Casey creía haber empacado todo lo necesario, pero a esas alturas ya lo estaba dudando. En aquel momento sacó el plástico que llevaba para obtener agua potable por condensación. Vio que asentía con gesto aprobador. Luego le enseñó el espejo con el que había pensado hacer señales si se extraviaba en medio del desierto.

El espejo le ganó otro gesto de aprobación. Siguieron tijeras, sedal y un encendedor de yesca.

–¿Tijeras?

–Sí, junto con la navaja multiusos, la pala plegable y la cantimplora. Todo lo llevo guardado en una bolsa impermeable... aquí está –la sacó.

Rafa le indicó que continuara: no hacía falta que la abriera.

Una caja de tabletas potabilizadoras, seis tubos de tabletas de sal y un frasco de repelente contra insectos de tamaño industrial, junto con un botiquín de primeros auxilios.

–¿Y un mapa?

–Por supuesto... –sacó el mapa, bien guardado en un sobre impermeable–. Y la brújula.

–¿Y ese bulto?

Lo que quería mirar ella era el bulto de él, pero consiguió reprimirse.

–Mi ropa.

–¿Algún traje formal?

–Desgraciadamente, no.

–Bueno, pues afortunadamente... –subrayó la palabra con irónico énfasis– aquí tenemos tiendas.

Una ola de rubor cubrió el rostro de Casey.

–De haber sabido que vendría a la capital, habría preparado un equipaje completamente diferente –de repente se quedó helada. A juzgar por la cara que puso Raffa, no estaba acostumbrado a que lo interrumpieran. Lo cual representaba otro problema. Dominarse era algo que podía hacer. Pero cambiar su personalidad en tan poco tiempo iba a resultar bastante más difícil.

Vio que encogía sus poderosos hombros con actitud indiferente.

–Te quería aquí –no le dio más explicaciones.

Se estaba mostrando tan ofensivamente insensible, mientras que ella... La tensión parecía crepitar en el aire.

–Ya puedes volver a guardarlo todo. Me quedo satisfecho con lo preparada que has venido para el desierto.

Casey soltó un «hurra» en su fuero interno. Gracias a Dios que no le había pedido que siguiera sacando cosas, entre ellas los seis pares de bragas de estilo más bien puritano, la alarma contra violaciones y los preservativos que su siempre pragmática madre había insistido en que llevara.

Raffa contemplaba pensativo a Casey mientras volvía a guardar sus pertenencias. Sus referencias eran buenas sobre el papel, su ética laboral intachable, pero él necesitaba algo más que eso. La persona que acabaría liderando su equipo de marketing debería demostrar un compromiso total para con A'Qaban, y ser una persona inquieta, innovadora, con iniciativa.

Volvió a recorrerla con la mirada. Por debajo de su absurda vestimenta, aquella combinación de ingenuidad y de absoluta determinación le daba un encanto sin afectaciones. Aunque sospechaba que también podría llegar a ser muy tozuda, a la menor oportunidad.

Decidió interpretar todo eso como un valor en sí. Aunque tendría que estar dispuesta a viajar cuando y como él se lo pidiera, así como a adaptarse a cualquier cambio de itinerario sobre la marcha. También tendría que arreglárselas bien en el interior. Hasta que no estuviera bien segura de sus capacidades, la retendría en la capital.

Estaba deseoso de descubrir si acabaría respondiendo o no a las expectativas. De hecho, deseaba secretamente que saliera bien librada de la prueba...

Estaba cansada del viaje y estremecida por la rapidez de los últimos acontecimientos. Y por Rafik al Rafar. Sobre todo por él. Lo consideraba el principal responsable.

Podía incluso identificar, gracias a su olfato bien entrenado en el departamento de perfumes de incontables tiendas, cada ingrediente de su exótica colonia: vainilla, que era afrodisíaco; sándalo, una especia fuerte y...

–¿Podemos irnos? ¿Casey? –bajando la cabeza, le lanzó una mirada turbadoramente directa–. Te llevaré al hotel para que dejes allí tu equipaje. Luego...

Casey enrojeció de vergüenza. Tenía veinticinco años e ignoraba en absoluto cómo comportarse con los hombres.

–Luego te compraremos un traje –fue el decepcionante final de frase.

–No hay necesidad. Yo...

–¿No aceptas regalos de los hombres? –arqueó una ceja.

–He traído dinero.

–Si prefieres pagar tú, por mí estupendo.

Seguía mirándolo a los ojos como un cachorrillo obediente. Algo que parecía haberse convertido en una costumbre. Raffa la estaba esperando, sosteniendo la puerta.

–Vamos.

Asintió con la cabeza. Ni siquiera confiaba en su propia voz.

Raffa se detuvo nada más salir a la calle. Sus guardias, anticipando el gesto, se detuvieron al instante, alertas.

–Bienvenida a A'Qaban –le dijo a Casey–. Mi país será el tuyo durante los días siguientes.

Un calor que nada tenía que ver con el sol se derramaba sobre ella en oleadas. Se sentía tan sucia y sudorosa por el viaje... Sobre todo al lado del jeque, que era la frescura y elegancia personificadas. Parecía estudiarla cada vez que la miraba, siempre con un ligero dejo de diversión. Desde luego, era imposible que no se sintiera honrada por la distinción de la que le había hecho objeto al ir a buscarla... pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse amenazada a un nivel personal. Era como si su feminidad estuviera en juego, al descubierto. Lo cual no debería importarle si lo que quería era conseguir aquel puesto. Pero le importaba. Y mucho más de lo que habría debido.

Raffa señaló la limusina que acababa de detenerse frente a ellos. Los guardias habían formado un pasillo de seguridad hasta el vehículo real. El vehículo tenía los cristales tintados: una hermética cámara donde, si se metía, permanecería aislada del mundo... con él.

No le quedó más remedio que hacerlo.

Capítulo Tres

Raffa sentía a Casey, sentada a su lado en la limusina, como una llama calentando un corazón helado. Tantas mujeres y tan pocos recuerdos: al menos que mereciera la pena conservar. Quizá fuera por eso por lo que siempre se mostraba tan cínico.

Se mantuvo bien alejado de ella, confiando en que se relajara. Vio que se quedaba sentada muy rígida antes de ponerse a mirar por la ventanilla. Aspiró su fragancia. Un leve perfume a flores, que combinaba perfectamente con el suyo, fuerte y especiado.

Mientras la observaba juguetear con sus rizos rubios, enredándolos y desenredándolos en sus finos dedos, se recriminó por ser tan ridículo. Una mujer como Casey Michaels perfectamente podría no estar a la altura de los requerimientos del puesto ofrecido. Con lo que quizá simplemente su propia libido le había sugerido lo contrario…

–¿Ésos son pozos artesianos?

Raffa se inclinó hacia delante, sorprendido y agradado por su interés.

–Efectivamente...

Volvió a recostarse en su asiento, preguntándose si habría sentido su calor como él el de ella. Era muy consciente de la blancura de su cutis, salpicado de pecas. Se quemaría con el sol, estaba seguro: un motivo más para mandarla de vuelta a casa. Pero el oscuro lado de su personalidad lo incitaba a saborear aquella piel, a ver sus ojos arder de pasión y de deseo por él.

–¡Oh, mira! –exclamó ella de pronto, distrayéndolo de sus pensamientos–. Un dromedario.

–¿De veras? –increíble: un dromedario en el desierto. Su infantil entusiasmo no hizo más que subrayar la decisión que acababa de tomar. La despacharía de vuelta a su casa.

–No puedo creer que el desierto llegue hasta el mismo borde de esta autopista –comentó Casey, volviéndose hacia él como un brillo en sus ojos azul celeste.

Vio tanta inocencia en aquella mirada, que no pudo evitar responderle:

–Si miras hacia las montañas, podrás distinguir más dromedarios en el horizonte.

–¡Oh, es verdad! –exclamó alborozada mientras las negras siluetas de los animales en marcha se recortaban contra el globo dorado del sol.

Prácticamente estaba apretando la cara contra el cristal de la ventanilla, olvidado el nerviosismo que le había producido su presencia. En un momento dado, se llevó las manos a la cara, maravillada.

De todas formas, Raffa no habría cambiado su decisión de despacharla a su casa si no hubiera sido porque sospechaba que Casey Michaels escondía algo. Bien podría ser un talento oculto, a la espera de ser descubierto. ¿Acaso podía permitirse el lujo de prescindir de alguien así sólo porque no podía confiar en sí mismo para no terminar acostándose con ella?

–Creo que esto es muy excitante –le dijo, girándose en redondo hacia él–. Me muero de ganas de empezar. Es un desafío tan grande...

En sus labios, la palabra «desafío» sonaba a premio o a recompensa suprema. Se limitó a asentir con la cabeza. Los siguientes días iban a ser un desafío para ambos.

Con su comportamiento, Raffa casi le hacía olvidarse de que estaba sentada al lado de un rey; aunque olvidarse de su masculino encanto era mucho más difícil. Que se hubiera mantenido alejada de los hombres no la había vuelto incapaz de sentir, y con los insoportables niveles de testosterona reverberando en el aire, lo cierto era que estaba sintiendo demasiadas cosas.

Él parecía absolutamente relajado e inconsciente de su interés, así que aprovechó la oportunidad para mirarlo subrepticiamente. Estaba ligeramente despeinado; el sol del ocaso arrancaba reflejos dorados a su aro de pirata. Tenía un aspecto tan sumamente sexy, con sus ojos cargados de promesas y aquella boca hecha para besos de ensueño... ¿Por qué tenía que ser su jefe? Supuso que debía de haberse afeitado hacía días, porque la sombra de su barba era negra, de aspecto duro...

Se preguntó si el contacto de aquella barba le arañaría la piel de, por ejemplo, el cuello, la mejilla... ¿los senos? Se estremeció sólo de pensarlo. Solamente había disfrutado de unos pocos y torpes besos en su vida: por lo general, habían terminado por convencerla de que no se estaba perdiendo gran cosa. De alguna forma, sin embargo, imaginaba que los besos de Raffa serían diferentes.

Mientras se volvía de nuevo para mirar por la ventanilla, vio reforzada su primera impresión de que estaba entrando en el mundo cerrado y misterioso que había vislumbrado en el aeropuerto. Estaba más que dispuesta a descubrir qué era lo que se escondía detrás de aquel velo de seda, pero... ¿le permitirían hacerlo? ¿Le dejarían conocer el verdadero A'Qaban?

Tenía que luchar por conseguir la oportunidad de conocer bien A'Qaban, si tenía alguna esperanza de venderlo al resto del mundo. Pero si el jeque la seducía detrás de aquel misterioso velo de seda... ¿qué pasaría entonces? Se derretía de deseo solamente de pensarlo: la sensación parecía concentrarse entre sus muslos. Quería que la tocara allí... tierna y persuasivamente... y sí, persistente, rítmicamente, acariciándola hasta saciarla por completo. Raffa le separaría los muslos y la tomaría de las nalgas para colocarla en la posición más adecuada... y por supuesto que estaría pendiente de sus reacciones y se detendría en el momento en que ella se lo pidiera para...

–No tienes demasiado calor, ¿verdad? –le dijo él de pronto, volviéndose hacia ella al oírla suspirar.

–No, no... Estoy bien.

Para cuando entraron en el sendero flanqueado de banderas de lo que, según le había explicado Raffa, era el principal hotel del país, Casey se quedó anonadada contemplando el edificio de granito rosa, con aspecto de antigua fortaleza. Jamás había visto nada parecido.

El chófer detuvo la limusina al pie de la ancha escalera de entrada. Fue Raffa quien habló primero:

–Descansa un poco.

No pudo evitar pensar que quizá estuviera deseoso de deshacerse de ella.

–Mañana trabajarás de firme. Encontrarás una lista con los teléfonos más esenciales en la habitación.

De modo que había cambiado de idea acerca de su excursión de compras...

–¿Y mi traje?

–Llamaré a un ayudante y le encargaré que te envíe un surtido a la suite.

Casey frunció el ceño. ¿Iba un hombre a elegir la ropa que debería llevar?

–Eso no será necesario, gracias –se opuso con firmeza–. Ya me las arreglaré.

–Es la manera en que hacemos aquí las cosas.

–Pues no es la mía –había procurado no sonar demasiado ofensiva, pero desgraciadamente no lo consiguió: él había entrecerrado los ojos y la miraba contrariado–. Estoy acostumbrada a elegir mi ropa y a pagarla yo.

Se preguntó si no habría ido demasiado lejos. La severa expresión de Raffa reflejó primero sorpresa, y luego una leve diversión. A esas alturas, sólo le quedaba una cosa por averiguar.

–¿Cuándo volveré a verte?

–Estaremos en contacto –respondió sin más, despachándola.

Efectivamente: había ido demasiado lejos. Además, había tenido la inequívoca y muy embarazosa impresión de que él había interpretado de otra forma su pregunta.

–Me refería a nuestra próxima reunión de negocios –aclaró.

–Claro. ¿A qué si no?

Ya había bajado del vehículo. Estirándose sobre su asiento, Raffa añadió, con la puerta todavía abierta:

–Si al final este puesto no te conviene, Casey, tengo muchos otros en mi organización.

–Pero es el que yo quiero –afirmó, terca, sosteniéndole la mirada de manera que no le quedara duda alguna sobre sus intenciones.

Vio que arqueaba levemente sus negras cejas. Acto seguido cerró la puerta, dio una orden al chófer y se marchó.

«Así que le gusta vivir peligrosamente», pensó Raffa, volviéndose para mirar a Casey mientras subía las escaleras del hotel. Le divirtió ver cómo forcejeaba con el horrorizado portero para que no le quitara la mochila. Estaba decidida a arreglárselas sola, y aquello le arrancó una sonrisa.

Se recostó en su asiento, pero le resultaba imposible relajarse. Una vez más se volvió para mirarla. De hecho...

–Dé la vuelta, por favor –le dijo al chófer.

Increíble. Sabía que debería dejar de correr por la suite, tocándolo todo maravillada, y empezar a acostumbrarse a la idea de que la había alojado en una suite que superaba todos sus sueños.

Entró en el baño, abrió de golpe el grifo de la ducha y se empapó de golpe en el proceso, antes de correr de vuelta al dormitorio más grande que había visto en su vida. Tenía toda la planta superior del edificio para ella sola: más que una suite, era un país entero.

Forcejeando con las hebillas de su mochila, la abrió y rebuscó dentro. Lo más digno que pudo recuperar fue una camiseta blanca, un par de viejos tejanos y unas chanclas, pero tendría que conformarse. Después de dejarlo todo sobre una silla, corrió de vuelta al baño, desnudándose sobre la marcha. No perdió el tiempo en meterse bajo la ducha, agradecida.

Cuando terminó, recogió las primeras toallas que encontró a mano. Después de envolverse la cabeza en una, acababa de cubrirse con otra mientras salía a la habitación cuando...

Pálida por la impresión, se quedó paralizada, aferrando con fuerza la toalla. El jeque de A'Qaban en persona estaba repantigado en el sofá. Sorprendida, excitada y avergonzada a la vez, retrocedió un par de pasos hacia el baño... consciente de que la toalla se le estaba resbalando.

–¿Quién... quién te ha dejado entrar?

–Tu mayordomo.

–Mi... ¿qué? –ni siquiera sabía que tuviera un mayordomo. ¿Cuántos hombres invisibles compartirían aquella suite con ella?

Raffa se levantó entonces e hizo lo último que Casey esperaba.

–¿Qué estás haciendo? –retrocedió, nerviosa, viéndolo acercarse con paso decidido.

–Pensé que podrías necesitar esto.

Parecía perfectamente relajado. Sin dejar de mirarla a los ojos, le tendió la ropa que había dejado antes sobre una silla.

–Los clientes suelen usar este lugar como salón de reuniones y área de recepción –le explicó.

«E imagino que no corren por ahí desnudos», pensó Casey, con la espalda a la puerta del cuarto de baño.

–¿Podrías...? –¿cómo lograr hacer el gesto adecuado sin que se le cayera la toalla?

Afortunadamente, Raffa se le anticipó.

–¿Darme la vuelta?

–Por favor...

–Cómo no.

Fue todo un alivio poder relajar su adusta expresión mientras se daba la vuelta. Casey tenía un aspecto tan adorable, recién salida de la ducha... Tuvo que recordarse que ésa no era una cualidad que buscara, necesariamente, en sus empleados.

–Vale, ya puedes volverte.

Representaba toda una novedad que le concedieran permiso para algo. Pero últimamente estaba cansado de que le dieran siempre la razón y se esforzaran de continuo por complacerlo, y valoraba mucho a las mujeres que se le plantaban. O, mejor dicho: los empleados que se le plantaban.

–¿Necesitabas algo? –le preguntó Casey mientras se alisaba la ropa.

–La excursión de compras –le recordó.

–Ya la tenía prevista. Pensaba llamar un taxi.

–No hay necesidad.

–¿Cómo que no hay necesidad?

Cuando vio que ladeaba la cabeza y lo miraba con un brillo de ingenuidad en sus ojos azules, Raffa tuvo una especie de sobresalto. Aquella mujer lo afectaba como ninguna otra lo había hecho antes. Pero eso no evitó que siguiera adelante con su plan.

–Yo te acompañaré.

Capítulo Cuatro

La limusina oficial se había retirado y en su lugar apareció un deportivo color rojo.

–¿Querías ir de compras, no? –le recordó Raffa al ver que se había quedado clavada en el sitio, contemplando el coche con expresión perpleja.

–Claro que sí, pero...

–¿Pero qué?

Pero era un coche pequeño donde era muy posible que acabaran rozándose. Donde compartirían el mismo aire, el mismo aliento. ¿Qué podía decir? No podía admitir que no confiaba lo suficiente en sí misma como para sentarse tan cerca de él sin que su cerebro empezara a derretirse…

–Te recuerdo que las tiendas no estarán toda la noche abiertas.

Sólo entonces se decidió. Abrió la puerta y, con toda la elegancia de que fue capaz, hizo las contorsiones necesarias para meterse por una abertura semejante a la de un buzón de correos.

–El asiento es anatómico –le explicó Raffa.

–Estupendo –fingió un tono animado, esforzándose por permanecer imperturbable cuando él se sentó al volante.

Se estaba mostrando muy amable con ella. No tenía ninguna necesidad de hacer todo aquello.

Como ella tampoco necesitaba mirar sus fuertes y hábiles manos al volante, ni sus piernas... Pero podía distinguir los músculos de sus muslos mientras conducía, llamando poderosamente su atención. Alzó la barbilla a la vez que él se bajaba sus gafas de sol para fulminarla con su mirada:

–Es un centro comercial muy grande. Dime más o menos lo que necesitas para ver dónde aparcamos.

–Sólo un traje práctico y funcional.

–¿Que piensas llevar con tus chanclas? No me hagas perder el tiempo –le advirtió, subiéndose de nuevo las gafas.

Casey se volvió para mirarlo. Se notaba que no le gustaba comprar: eso podía entenderlo. Pero quizá, sólo quizá, podría aprovechar aquella oportunidad para sacar ventaja de aquella excursión de compras.

–¿Sabes? Apenas puedo esperar para...

El resto de la frase quedó ahogada por el rugido que hizo el poderoso motor del deportivo al arrancar.

Daría a Casey las mismas oportunidades que había dado a los demás candidatos.

–¿Y luego?

Fracasaría, y entonces él la mandaría de vuelta a casa, por supuesto. Apretó los labios mientras su cuerpo batallaba contra su buen sentido. Sería interesante ver cuál de ellos terminaba ganando.

Entró en el aparcamiento, donde un portero ya los estaba esperando.

–¿Llevas dinero? –le preguntó, antes de que llegara a bajarse. Seguía dispuesto a ayudarla, pero ella ya se había vaciado los bolsillos del pantalón, para sacar unos pocos billetes, que le enseñó. Se la quedó mirando con gesto dubitativo–. ¿Crees que tendrás suficiente con eso?

–Me sobra para lo que necesito –respondió, alzando la barbilla–. Es más de lo que suelo gastarme.

Raffa se limitó a arquear una ceja, sin decir nada. La siguió al interior del centro comercial mientras los guardias bajaban discretamente de sus coches. Enseguida les hizo una seña para que permanecieran en un segundo plano, mientras Casey consultaba el directorio de la entrada. Segundos después entraba con paso decidido.

La siguió interesado. Los centros comerciales de A'Qaban albergaban las mejores marcas. La mayoría de las tiendas no revelaban algo tan vulgar como el precio de sus artículos. Tuvo que recordarse que había traído a Casey a A'Qaban para poner a prueba sus capacidades, no para humillarla, así que se preparó para intervenir antes de que fuera demasiado tarde.

Esperó en la entrada de la primera boutique para ver cómo se las arreglaba. Tal y como había previsto, las empleadas se mostraron displicentes con ella nada más ver su aspecto: de hecho, apenas se dignaron mirarla. Aquello le molestó sobremanera. Pretendía convertir a A'Qaban en una tierra de oportunidades, donde todo el mundo, fuera cual fuera su condición, fuera tratado con el mismo respeto.

Le apenó ver la turbación de Casey cuando se disponía a abandonar la tienda.

–Siento haberte hecho perder el tiempo, Raffa, pero no hay nada que me guste.

–No te disculpes –viendo su expresión abatida, y sabiendo que no había podido permitirse comprar nada, la llevó a un rincón donde nadie pudiera verlos.

Casey alzó el rostro hacia él, mirándolo con expresión desconfiada.

–Considéralo un anticipo sobre tu salario –murmuró, esperando que no se ofendiera.

–No... por favor –rechazó el fajo de billetes que le ofrecía–. Hablo en serio, Raffa.

No insistió, respetando sus deseos. Pero poco después Casey entraba en la tienda de al lado para tropezar con el mismo desprecio e indiferencia, así que decidió intervenir de nuevo. Ya había echado nuevamente mano a su cartera cuando vio que su expresión se iluminaba de pronto.

–Ah, eso es lo que necesito… –exclamó mientras se dirigía a una papelería bien surtida.

Intrigado, la siguió al interior de la tienda.

–¿Ya está? –le preguntó mientras ella pagaba los artículos que había comprado: un cuaderno de notas y un bolígrafo.

–Sí.

–¿Tienes intención de ponerte ese cuaderno como ropa? –le preguntó, irónico.

–Por supuesto que no –replicó, aferrando la bolsa contra su pecho como si fuera un escudo.

–Era una broma.

No por primera vez percibía Raffa el miedo que le tenía... como hombre. Aquello lo intrigaba, pero por el momento lo dejó estar.

–¿Vienes?

Alejó a sus guardias con una seña. Intrigado, se dio cuenta de que estaba volviendo sobre sus pasos, de regreso a la primera tienda. Esperó fuera. Las empleadas volvieron a mostrar la misma displicencia de la primera vez: la ignoraron. O al menos la ignoraron durante los primeros minutos... porque después pasaron a prestarle toda su atención. De hecho, Casey se había instalado en el centro de la tienda y estaba usando su cuaderno para redactar un aparente y detallado inventario de las prendas que estaban en venta.

–¿Puedo ayudarla en algo? –preguntó a Casey una de las empleadas.

–No, gracias –respondió educadamente–. Pero estoy segura de que yo sí puedo ayudarla a usted.

La mujer arqueó sus cejas infladas de Botox. Raffa aguzó los oídos. No podía acercarse: si lo veían, el plan de Casey se iría al garete.

–De hecho –continuó ella con el mismo tono agradable y confiado–, estoy haciendo un estudio de parte del jeque Rafar al Rafar bin Haktari sobre la calidad del servicio ofrecido en las tiendas del país –al ver que la mujer se tensaba, añadió–: El jeque es el propietario de esta boutique, ¿verdad?

–Sí, al igual que el resto de las tiendas del centro –le confirmó la empleada con una voz que, perdida toda altivez, había empezado a temblar.

–Ya me lo imaginaba. Pues ya lo ve: soy lo que se llama, en este negocio, una cliente secreta.

Para entonces era la empleada la que estaba más necesitada de ayuda que ella. Raffa tuvo que admitir que lo impresionó el resultado final... que no fue otro que Casey se llevó todo lo que quiso de la tienda sin soltar un céntimo.

–No me quedaré toda esta ropa, desde luego. Lo consideraré un préstamo –le aseguró con tono alegre cuando volvió a reunirse con él.

–Lo has hecho muy bien –admitió Raffa. Estaba agradablemente sorprendido. Imaginando que el cansancio del día debía de haber hecho mella en ella, improvisó un cambio de planes.

–¿Que si me apetece un zumo? Oh, sí, por favor... me muero de sed.

–Pues prepárate para la que tendrás en el desierto.

Vio que se ponía instantáneamente alerta, claramente no tan cansada como había supuesto. Ambos sabían que la promesa de una visita al desierto significaba que aún seguía en la carrera hacia el puesto. Aún tenía posibilidades.

La combinación de manzana y menta del zumo resultaba deliciosa... pero no tanto como la vista de los rojos labios de Casey sorbiendo por la pajita.

–En algún momento durante mi estancia aquí... –reflexionó ella en voz alta, mordiéndose el labio– me gustaría volver a este centro comercial.

–¿Para hacer qué?

–Para hacer un estudio de verdad.

–Continúa.

–Bueno, me parece que algunas de estas tiendas tienen un aspecto muy poco... invitador.

Raffa se dijo que aquello era un eufemismo, como poco.

–Si estás pensando seriamente en incrementar el número de visitas, en consonancia con el crecimiento de la industria turística, creo que tu plantilla necesitaría una preparación adecuada. Eso incentivaría las visitas y haría aumentar sustancialmente los beneficios.

–¿Eso crees?

–Sí –le aseguró ella con tono confiado, ya plenamente en su papel de directora de marketing–. Algunos no somos tan ricos como alguna gente, pero nuestro dinero es igual de válido.

Vio que le brillaban los ojos; luego, como si de repente hubiera recordado con quién estaba hablando, bajó la mirada. Le gustaba la manera en que cobraba confianza en sí misma cuando pasaba a hablar de negocios, pero... ¿adquiriría esa misma confianza en su vida personal, privada?

Apuró su zumo y, una vez agotado el tema de conversación profesional, pareció nuevamente desorientada, perdida. Al ver que empezaba a ruborizarse, Raffa sintió el impulso de tranquilizarla.

–Lo estás haciendo bien –le apretó brevemente una mano, sobre la mesa, para darle seguridad.

–No te preocupes por mí. Estoy bien, de verdad –le aseguró, dando un respingo. Luego, ganando algo de confianza, añadió–: No vayas a pensar que me estoy fiando únicamente de mi intuición. Tengo una licenciatura en...

–¿Compras en centros comerciales? –sugirió, bromista.

–Mercadotecnia –lo corrigió con tono solemne.

Eso le gustó. Nadie lo interrumpía ni lo corregía: nunca. Y le gustó más todavía ver que, acto seguido, volvía a ruborizarse y bajaba la mirada. Le gustaba demasiado, pensó mientras se levantaba de la mesa.

–¿Nos vamos? –le sacó la silla al tiempo que despachaba a los guardias con un gesto discreto–. Te llevaré directamente de vuelta al hotel. Pareces cansada.

Capítulo Cinco

Pero Casey no se fue directamente a la cama, sino que se quedó levantada analizando la pequeña cantidad de datos que había logrado reunir en el centro comercial. Incluso los pasó a ordenador. Quería impresionar a Raffa.

Ya de madrugada cerró el portátil, tomó un baño e intentó dormir. No pudo. Su cerebro seguía trabajando a toda velocidad. Levantándose de la cama, se puso una bata, recogió el diario del día anterior, el A'Qaban Times, y buscó las páginas de negocios. Lo que encontró fue una verdadera revelación:

¡Matrícula de coche vendida en subasta benéfica por tres millones de dólares!

«Mi padre me dio un cheque en blanco para comprar una nueva licencia de matrícula para mi cuatro por cuatro», informó joven de la alta sociedad.

¡Increíble! Dejó caer el diario sobre la cama y se puso a pasear por la habitación, intentando imaginarse aquella cantidad en billetes. La montaña que formarían seguro que enterraría al propio todoterreno... Pero si el pensamiento de un gasto tan excesivo contradecía sus principios, al menos era un consuelo pensar que había sido por una buena causa. Y no debía perder de vista su objetivo principal, que no era otro que conseguir el ansiado puesto de directora de la agencia de Raffa. Así que se olvidaría de cheques en blanco, matrículas de coche y jóvenes de la alta sociedad mimados y caprichosos... Y del propio Raffa.

Porque si no lo hacía, no lograría dormir nunca.

Debió de haberse dormido muy tarde, pensó Casey mientras se despertaba lentamente, viendo como la luz del amanecer se filtraba por las persianas. Ronroneando de contento, decidió regalarse una hora más de sueño. Alta y enorme, la cama tenía finas sábanas blancas que olían a jazmín: era tan fantástica como todo lo demás de aquel hotel. Como el sueño que estaba disfrutando, concluyó mientras hundía la cara en las almohadas. Había incluso un teléfono de aspecto fantástico en la mesilla, al alcance de la mano...

Un teléfono que estaba sonando. Esbozando una mueca de desagrado por la indeseable interrupción, estiró una mano hacia el aparato.

–¿Di... ga?

–Diez minutos. Te espero en el vestíbulo.

¡Raffa! Se sentó rápidamente. La comunicación se cortó antes de que tuviera oportunidad de replicar algo.

Rodando fuera de la cama, fue a parar al suelo. Se incorporó tambaleante, todavía medio dormida, para dirigirse al cuarto de baño tropezando con todo aquello que encontró a su paso. Abrió el grifo del agua fría. Después de respirar profundo, se colocó bajo el chorro... y volvió a salir, aterida. Le castañeteaban los dientes cuando cambió a la caliente y entró de nuevo. Se lavó el pelo, se enjabonó rápidamente y se aclaró. Mejor. Mucho mejor.

Tras envolverse la cabeza en una toalla, se lavó los dientes y se echó desodorante. Ahora sí que estaba definitivamente despierta. De vuelta en el dormitorio, rebuscó en su mochila y sacó sus pudorosas bragas. Después de elegir un sujetador a juego, igualmente pudoroso, para que no se viera debajo de la blusa que había comprado, escogió un pantalón oscuro y el cárdigan rojo, mejor que la chaqueta.

No tenía tiempo para maquillarse, y su pelo era como una explosión de algodón de azúcar que probó a recogerse con una banda mientras corría hacia la puerta. Estaba a punto de agarrar el picaporte cuando se detuvo de golpe. ¿Qué pasaba con el estudio en el que había estado trabajando la noche anterior?

De paso que lo recogió, se perfumó un poco con el aroma que había comprado en el avión. Listo. Con la carpeta bajo el brazo, cuando todavía faltaban dos minutos para el plazo de diez, abrió la puerta.

–¡Oh!

–Buenos días a ti también. ¿Interrumpo algo?

No, no interrumpes nada –soltó una temblorosa carcajada–. Simplemente me estaba dando prisa. No quería hacerte esperar.

–No lo has hecho. ¿Te apetece desayunar?

Se apartó del marco de la puerta y se irguió, con lo que a Casey volvió a entrarle complejo de liliputiense. Llevaba camisa blanca, corbata de seda azul y traje oscuro. Estaba tan sumamente sexy...

–¿Qué es lo que llevas bajo el brazo? –le preguntó él.

–Una carpeta.

–¿Puedo verla?

Casey se la entregó.

–¿Qué es?

–Un estudio preliminar sobre lo que vi en el centro comercial.

Sin gafas oscuras que ocultaran sus maravillosos ojos, Casey se sintió como si estuviera debajo de un potente microscopio, con sus más recónditos secretos expuestos a la luz del día.

–¿Vamos? –la invitó, señalando la fila de ascensores del fondo del pasillo.

Tuvo que obligarse a dejar de mirarlo primero, lo cual no era tan fácil. Más que pasillo, era una verdadera avenida: con techos de bóveda decorados con rosetas y querubines, ricas alfombras y columnas de capiteles dorados. Si ése era el hotel insignia de Raffa... ¿cómo sería su palacio? Aunque tampoco esperaba verlo, por supuesto…

Llegó prácticamente mareada al atrio acristalado donde se hallaban los ascensores. ¿Por su miedo a las alturas o como reacción a la visión de Raffa en traje de ejecutivo? Porque estaba todavía más sexy que con tejanos. ¿O acaso por la fantasía que acababa de asaltarla, en la que se imaginaba a sí misma aflojándole la corbata y despojándolo de la chaqueta, como si fuera una persona completamente diferente? ¿Y delante de sus guardaespaldas?

Se estremeció cuando los hombres de negro surgieron de entre las sombras. Pensó que tendría que acostumbrarse a la idea de que Raffa nunca estaba solo. ¿Se quedaría alguna vez solo? Se negó a seguir aquel rumbo de pensamientos. Mientras lo precedía al ascensor de cristal y sentía su presencia detrás, como una poderosa fuerza que le erizaba el vello de la nuca, se preguntó si percibiría de alguna manera la atracción que sentía hacia él.

–¿Te gusta el hotel, Casey?

–Mucho. Gracias –mantenía la vista fija al frente. Aquélla no era la ocasión más adecuada para explicarle que le aterraban las alturas. Ni para reflexionar sobre el hecho de que estaban bajando por el lateral de uno de los más altos rascacielos de la ciudad a velocidad de vértigo. Fue un alivio cuando Raffa se colocó frente a ella, tapándole la vista. O, al menos, lo habría sido si no se hubiera acercado tanto...

–¿Te dan miedo las alturas? –le preguntó, frunciendo el ceño–. Deberías habérmelo dicho.

«¿Para qué?», se preguntó para sus adentros. En aquel momento no tenía más remedio que mirarlo a él, o más bien a su amplio pecho.

–¿Tienes frío? –no parecía haberle pasado desapercibido el estremecimiento que la recorrió.

–No. Sólo estaba pensando.

–¿Te importaría compartir conmigo esos pensamientos?

¿Sus eróticos, lascivos pensamientos? Ni hablar.

–Estaba pensando en una noticia que leí en el periódico –fue lo primero que le vino a la cabeza; tampoco era una mentira–. Hablaba del precio pagado por la licencia de matrícula de un coche...

–Cuéntame más.

–Alguien pagó por ella tres millones de dólares. Eso es muchísimo dinero. Simplemente me preguntaba si ésos eran los precios habituales de las subastas de A'Qaban...

Un extraño brillo asomó a sus ojos.

–Puede. Depende del subastador. ¿Por qué quieres saberlo?

–Simple curiosidad –admitió ella. Sentía curiosidad, sí, pero también inquietud por encontrar alguna manera de derivar semejantes cantidades de dinero en beneficio del país entero, y no de unos pocos–. ¿Vamos a alguna reunión? –le preguntó mientras el ascensor reducía la velocidad.

–Primero necesitaremos llegar a conocerte mejor.

–¿Necesitaremos? –se le hizo un nudo en la garganta.

–Una vez que te haya presentado a mi equipo.

Casey se integró en su equipo como si llevara años trabajando con ellos. Hablaban el mismo lenguaje. Ya no era la joven torpe que había aterrizado en A'Qaban el día anterior, sino una competente y capaz ejecutiva. En aquel momento estaba coordinando su primera reunión con bastante más aplomo del que había esperado Raffa.

La escuchaba atentamente mientras relataba a su equipo los descubrimientos que había hecho en el centro comercial, ayudada del Powerpoint. Su pantalón ajustado delineaba perfectamente su figura, mientras que el cárdigan colgaba de sus finos hombros: todo ello enfatizaba la feminidad que al mismo tiempo ponía tanto empeño en disimular. Aquello lo intrigaba. ¿De qué tenía tanto miedo?

Para cuando dio por terminada la reunión, se le había ocurrido una idea. El candidato triunfador sería alguien capaz de funcionar con la misma eficacia fuera de la oficina como dentro. De manera que la siguiente prueba a la que se enfrentaría Casey era obvia.

Capítulo Seis

–¿Por qué estamos aquí? –inquirió Casey, asomándose a la ventanilla de la limusina cuando aparcaron delante de uno de los almacenes del muelle.

–Porque quiero enseñarte algunas de las cosas que tendrás que vender.

–¿Vender? ¿Qué? ¿Dónde?

–Espera y verás.

Pensó en lo bonita que se ponía cuando esbozaba aquella sonrisa con el ceño levemente fruncido. Adelantándose al chófer, se ofreció a ayudarla a bajar del vehículo.

–Entremos.

Accedieron por una pequeña puerta a un espacio inmenso lleno de todo tipo de cosas: desde un Hummer hasta una sala llena del material necesario de cinco equipos de polo.

–¿Qué es todo esto? –inquirió.

Raffa casi podía escuchar las ruedecillas de su cerebro funcionando. Probablemente se estaría imaginando una tienda donde tendría que poner todas aquellas cosas en venta, bajo un mismo techo. Y preguntándose cómo se las iba a arreglar para hacerlo.

–Aún no hemos terminado –le advirtió mientras la llevaba por una nave flanqueada por filas de cajones altos hasta el techo.

–¿Qué es todo esto? –repitió.

Su voz sonaba tensa y excitada, aunque mantenía las distancias mientras caminaban.

–Te gustan los desafíos, ¿verdad?

–Sí.

–Entonces vayamos al santuario.

Había guardias en la puerta. Y códigos de seguridad, incluido un sistema de reconocimiento de iris. Una vez dentro, Raffa fue testigo de su estupor cuando se encontraron en una oficina de aspecto normal, relativamente confortable, nada que ver con el resto del almacén. Una vez cerradas herméticamente las puertas, accionó una palanca y una gran caja fuerte empezó a surgir del suelo.

Sacando un llavero electrónico, se acercó a la caja fuerte para teclear la clave: cada pocos segundos pulsaba el llavero. Podía escuchar cómo Casey contenía el aliento cuando la puerta se abrió de pronto, como por arte de magia. Después de retirar un pequeño maletín de piel, le sugirió que se sentara.

–Lo pondré encima de la mesa –le dijo–. Así podrás verlo mejor. Hay cosas aquí dentro que no quiero que se pierdan...

Vio que Raffa sacaba otra silla y se sentaba a su lado, sin tocarla. Le resultaba difícil relajarse, pero debía hacerlo si pretendía concentrarse. Aspiró profundo, deleitándose con su cálido aroma... Y se quedó boquiabierta cuando él le enseñó uno de los fabulosos huevos de Fabergé.

–Oh, Dios mío... –no tenía palabras.

Tenía experiencia en vender muchas cosas, pero nada como aquello. Así que por un instante llegó a temer que estuviera destinada a fracasar en aquella prueba. Raffa continuó mostrándole su tesoro. Recordando su asombro por el precio pagado por la licencia de matrícula del todoterreno, en la noticia que había leído en el periódico, Casey llegó a la conclusión de que iba a tener que acostumbrarse a aquello. Y a dejar de distraerse con Raffa, que en aquel momento estaba manipulando aquellas maravillas con reverencia, haciendo gala de un exquisito cuidado. Nunca había visto a un hombre tan fuerte y poderoso desplegar semejante sensibilidad. Debió de haberse estremecido involuntariamente, porque de repente vio que alzaba la mirada.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó él con tono suave.

Se pasó una mano por la frente, fingiendo concentrarse en un impresionante collar de diamantes y esmeraldas que él acababa de sacar de un estuche forrado de terciopelo.

–¿Qué clase de infraestructura comercial tienes en mente para vender todo esto? Tengo que ser sincera contigo y confesarte que jamás he vendido cosas de tanto valor.

–Poca gente lo ha hecho –repuso–. Pero tú eres capaz de vender cualquier cosa, según tu currículum.

–Por «cualquier cosa» habría que entender proyectos o ideas, y no objetos tan carísimos como éstos.

–Entonces ya va siendo hora de que amplíes tus horizontes –la desafió él.

¿Cómo habían llegado a acercarse tanto? Sus rostros casi se estaban tocando. Ambos se habían inclinado sobre el deslumbrante montón de joyas que descansaba sobre la mesa como dos niños que estuvieran examinando el tesoro de un pirata.

–Entonces, ¿qué piensas? –insistió Raffa mientras jugueteaba con un precioso collar de esmeraldas y diamantes.

«Precisamente lo que no debería», respondió ella para sus adentros, deseosa de poder concentrarse en lo único importante: el puesto al que estaba aspirando.

–¿Casey?

De inmediato puso su cerebro a trabajar:

–Lo primero que haría sería contratar a expertos para que me asesoraran y ayudaran. Sólo entonces me atrevería a intentar venderlos.

–Bien pensado –dijo él, recostándose en su silla–. ¿Sabes una cosa? Creo que los zafiros te sentarían mejor –añadió, viendo como jugaba distraídamente con el collar de esmeraldas.

–¿De veras? –cometió el grave error de mirarlo con expresión interrogante.

–De veras –murmuró.

Tragó saliva cuando, después de seleccionar un fabuloso collar de zafiros del montón de joyas, Raffa le retiró delicadamente la melena para luego ponerle la banda de finísimas piedras azules en torno al cuello. Casey fue agudamente consciente del repentino silencio que se hizo en la sala, así como del temblor de su propia respiración. No podía moverse si no quería romper la magia de aquel momento. Su discreto y recatado exterior no parecía insinuar pista alguna sobre los ardientes pensamientos que bullían en su cabeza.

Era otro violento recordatorio de que el hecho de no poseer experiencia alguna sobre sexo no era garantía de que no pensara en ello. Al contrario. Estaba pensando en sexo, sí, y precisamente en el momento más inoportuno. Justo en aquel instante... cuando el cálido contacto de los dedos de Raffa en su cuello le estaba haciendo cada vez más difícil permanecer inmóvil.

Como si todo ello no fuera suficientemente peligroso, cuando Raffa le cerró el broche... Casey experimentó un deseo incontenible. Insoportable.

–Será mejor que no me acostumbre a llevar esto –recuperando decidida el buen sentido, alzó las manos, se quitó el collar y se lo devolvió.

–No es malo permitirse una pequeña fantasía de cuando en cuando.

–Siempre que no confundas la fantasía con la realidad –replicó ella, y añadió en un murmullo, mientras Raffa procedía a guardar las joyas–: Me pregunto para quién estarán destinadas...

Vio que se la quedaba mirando a los ojos por un momento. ¿Era posible desear con tanta desesperación a un hombre? ¿Y al mismo tiempo sentir tanto miedo de las consecuencias de aquellos sentimientos?

Raffa no pareció percibir aquellas sombrías reflexiones mientras continuaba guardando las joyas en sus estuches.

–Los zafiros te sientan muy bien. Acuérdate de lo que te digo. Son del mismo color que tus ojos.

–Oh, me acordaré –le aseguró con una sonrisa irónica–. La próxima vez que vaya de joyerías, los zafiros figurarán en el primer lugar de la lista –era consciente de que pertenecían a mundos distintos.

Raffa también sonrió. Así que tenía sentido del humor... De repente la sorprendió al agarrarle firmemente las manos.

–Junta las manos así... –se las puso como formando un cuenco–. ¿Lista?

Asintió, tensa.

–Lista.

Recogiendo un saquito atado con una cinta, lo abrió para verter un puñado de gemas en sus palmas. De todos los colores imaginables.

–¿Es esto lo que tengo que vender? Me temo que voy a necesitar alguna ayuda –ya estaba frunciendo el ceño mientras se preguntaba dónde iba a encontrar a los expertos adecuados.

–Si no puedes hacerlo…

–Sí que puedo –se encontró con que su mirada había cambiado: ya no había calor en ella, sino una solemne expectación–. Ya encontraré quien me ayude a calibrar su valor en el mercado. Me las arreglaré –le aseguró con tono firme–. Mi única preocupación será encontrar un lugar seguro para exponerlas.

–Eso corre de mi cuenta. ¿Algo más?

–Aparte de eso, supongo que tendré que venderlas lo suficientemente rápido para satisfacer tus expectativas…

–Error –la interrumpió Raffa–. No espero que tú las vendas.

Casey frunció el ceño a la espera de una explicación.

–¿Cómo?

–Vas a subastarlas.

Casey se lo quedó mirando asombrada. Era una ejecutiva, sí, pero no estaba acostumbrada a tales cosas. No tendría ninguna posibilidad de hacer de eficaz directora de una subasta.

–Tu tarea será subastar estas piezas en un evento benéfico que significa mucho para mí.

–¿Qué clase de evento?

–Un gran baile que tendrá lugar de aquí a tres días para celebrar... –frunció los labios.

–¿Tu reciente coronación? –sugirió Casey.

–Llámalo como quieras –repuso, irónico–. Lo principal es que el evento tendrá lugar por la noche.

Pero, pese a su tono indiferente, Casey podía ver que su mirada era especial: en sus ojos ardía toda una idea de su país, una visión de futuro.

–El dinero recaudado servirá para ayudar a mis comunidades beduinas.

–Por favor, háblame de ellas –le pidió ella.

–Son gente nómada. Nosotros los asistimos con helicópteros: ambulancia, escuelas ambulantes, infraestructura médica...

–Esa subasta... –se le secó la garganta cuando pensó en la responsabilidad que Raffa le había otorgado. No te fallaré.

–No falles a nuestros beduinos –la corrigió él–. Todos dependeremos de ti para sacar la mayor cantidad posible de dinero.

–Hay muchísimos artículos aquí, al igual que en el almacén. ¿De cuánto tiempo dispondré? –esbozó una mueca al pensar en la complicada logística que sería necesaria para mover todo aquello.

–Si tienes alguna duda, deberías renunciar ahora.

–Puedes confiar plenamente en mí. Te prometo que lo conseguiré.

–¿Estás segura?

–Completamente. Por supuesto, necesitaré alguna ayuda para organizar la subasta –su cerebro ya estaba funcionando a toda velocidad.

–Contarás con la ayuda de planificadores profesionales y de mi equipo. Lo único que tendrás que hacer será dinamizar la subasta. Vende todo esto... –hizo un gesto amplio, abarcando el almacén– y saca lo máximo posible. Ni más ni menos.

Fue entonces cuando se le ocurrió una idea. Una idea que le infundió una repentina y serena confianza.

Había decidido llevar a Casey a algún lugar donde pudiera relajarse, al paso que continuaban conociéndose mejor. Si iba a trabajar para él, tendría que conocerla a fondo. Y si salía bien librada de la prueba de la subasta, se convertiría en una seria candidata para el puesto. Ella aún no lo sabía, pero todos los demás candidatos se habían echado para atrás a esas alturas. O bien los había despachado antes a su casa.

Con Casey, había tenido el presentimiento de que podía otorgarle aquella confianza, aquella oportunidad. Tendría una solución de recambio en caso de que cambiara de opinión en el último momento. Aquella subasta era demasiado importante para que pudiera ponerla en riesgo por un capricho. Pero, mientras durara aquel capricho...

–Sube –le dijo, al ver que vacilaba ante la puerta del vehículo.

–¿Adónde vamos?

Seguía desconfiando. Le sorprendía y atraía a la vez lo rápido que podía pasar de la confianza y la seguridad a la duda y a la timidez.

–Pienso invitarte a una bien merecida copa. O a comer, si quieres. ¿Y bien? ¿Qué esperas? No es tan difícil: ¿sí o no?

Sabía que estaba esperando a recuperar el coraje y la autoconfianza. En aquel momento debía de estar preguntándose cómo podría superar sus inseguridades personales en compañía de un hombre que no parecía tenerlas.

Raffa la llevó a lo que debía de ser el club más popular de la capital, a juzgar por el fabuloso surtido de marcas de vehículos que estaban aparcados en la puerta. Era evidente que allí lo conocían, pero eso no parecía importarle. De hecho, no reclamó trato especial alguno cuando el director del local se acercó a recibirlos.

–¿Lista? –le preguntó, ofreciéndole su brazo.