4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €
Tras quedar huérfana a causa de una devastadora inundación, Noelle Brown pensó que su atractivo y encantador benefactor, Andrew Paige, podría ser el hombre de sus sueños, así que no entendía por qué se le aceleraba el corazón y se quedaba sin aliento cada vez que veía a Jared Dunn, el inflexible hermanastro mayor de Andrew. Jared era un pistolero que había decidido regresar a su hogar en Texas porque quería dejar atrás su peligroso pasado. La decidida joven de ojos verdes a la que su hermanastro había dado cobijo no era la cazafortunas que esperaba encontrar, sino todo lo contrario... aquella beldad inocente y poco convencional necesitaba que él la enseñara a manejarse en la alta sociedad, y se quedó sorprendido por lo agradable que le resultó aquella tarea. Cuando un escándalo se cernió sobre todos ellos, Noelle se vio obligada a salvar el honor de la familia, pero... ¿cuál de los dos hermanos era el que se había adueñado de su corazón? La rivalidad enfrentó a hermano contra hermano, y una cosa estaba muy clara: ¡aquél no iba a ser un matrimonio de conveniencia! "Diana Palmer es una narradora intuitiva que logra captar la esencia de cuanto ha de ser una historia romántica." Affair de Coeur
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 470
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2009 Diana Palmer
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Noelle, n.º 89 - agosto 2014
Título original: Noelle
Publicada originalmente por HQN™ Books
Publicado en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Romantic Stars y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4616-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Sumário
Dedicatoria
Prólogo
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
La calle era ancha y polvorienta… y Terrell, aquella pequeña localidad situada en el territorio de Nuevo México, era un hervidero de actividad a última hora de la tarde; aun así, casi todos los carromatos y las calesas se habían detenido para poder observar la confrontación que estaba produciéndose frente al edificio de adobe del juzgado, donde el juez territorial acababa de fallar en contra de un grupo de pequeños granjeros.
—¡Nos has vendido! — le gritó un vaquero enfurecido a un hombre alto y de aspecto distinguido que vestía un traje oscuro— . ¡Ese hijo de Satán británico y codicioso va a echarnos a patadas de nuestras propias tierras gracias a ti!, ¿qué vamos a hacer cuando llegue el invierno y no tengamos dónde vivir ni comida para nuestros hijos? ¿Adónde vamos a ir, si acabas de quitarnos nuestras tierras? Hughes ni siquiera las necesita, ¡ya es el propietario de medio condado!
Jared Dunn, el hombre alto y elegante al que se encaraba, se limitó a mirarle inmóvil, sin parpadear apenas y con los ojos ligeramente entornados. El brillo acerado que se reflejaba en su mirada era una advertencia clara, pero el vaquero estaba demasiado fuera de sí como para darse cuenta de que estaba pisando terreno peligroso.
—Ha sido un juicio justo, vosotros teníais vuestros propios abogados — su dicción era refinada, pero contenía un deje apenas perceptible.
—¡No son como tú, don abogado de altos vuelos de Nueva York! — la actitud del vaquero, que llevaba una pistola al cinto, cada vez era más amenazante.
Era mucha la gente que iba armada en 1902, pero fuera de las ciudades, porque en la mayoría de ellas ya había reglamentaciones contra las armas de fuego; aun así, aquella pequeña localidad seguía casi igual que en los años ochenta del siglo anterior, y la ley empezaba a instaurarse poco a poco. Aquello no era un estado, sino un territorio.
A Jared Dunn no le había tomado por sorpresa el hecho de que el vaquero que estaba encarándose con él estuviera armado. El sheriff de aquella localidad era un tipo menudo que no había conseguido aquel puesto por su dureza, sino por su personalidad afable, así que estaba claro que no iba a recibir ninguna ayuda de él; de hecho, se había esfumado como por arte de magia cuando el vaquero había empezado a proferir amenazas en medio de la calle.
Al ver que el vaquero bajaba la mano hasta dejarla a escasa distancia de la empuñadura de la pistola, Jared le advirtió con voz clara y firme:
—No lo hagas.
—¿Por qué?, no me digas que a un abogaducho finolis como tú le dan miedo las pistolas — le espetó el tipo, en un tono de voz ligeramente burlón— . ¿Es que los señoritos de ciudad no sabéis disparar?
Jared se desabrochó poco a poco su elegante chaqueta hecha a medida; la echó hacia atrás sin apartar los ojos de su contrincante, y dejó al descubierto la desgastada cartuchera de cuero que le rodeaba las estrechas caderas, y en la que llevaba enfundado un revólver… un Colt del calibre 45, que tenía una empuñadura negra e igual de desgastada que la cartuchera.
La forma en que llevaba el arma habría sido advertencia suficiente para cualquiera, pero, por si fuera poco, el fluido y natural movimiento con el que se había echado hacia atrás la chaqueta hablaba por sí solo. Permaneció inmóvil y con porte elegante, aparentemente relajado, y con la mirada fija en el vaquero.
—Déjalo ya, Ed — dijo uno de los amigos del tipo— . Por mucho que nos cueste aceptarlo, no podemos pegarle un tiro a un abogado. Encontraremos otras tierras, y esta vez nos aseguraremos de que las escrituras del que nos las vende sean válidas.
—¡Maldita sea…! ¡Esa tierra es mía, y no voy a renunciar a ella sólo porque un ricachón le haya pagado a un abogado para que me la quite! — se agachó ligeramente, y encorvó la mano alrededor de la pistola— . Desenfunda o muere, forastero.
—Como en los viejos tiempos — murmuró Jared para sí mismo. Sus ojos azules se entornaron mientras permanecían fijos en su contrincante, y esbozó una sonrisa gélida.
—¡Desenfunda! — vociferó Ed. Al ver que no reaccionaba, que se limitaba a permanecer inmóvil, añadió— : ¡Cobarde!
Jared se mantuvo firme, a la espera. Sabía por experiencia propia que quien ganaba aquella clase de duelos no era el más rápido, sino el que se tomaba su tiempo y apuntaba con precisión.
El vaquero atacó de repente. Consiguió desenfundar e incluso llegó a disparar una vez, pero para entonces la bala de Jared ya le había agujereado el brazo con el que sujetaba el revólver. El impacto provocó que el tipo moviera los dedos con brusquedad, y su arma se disparó mientras caía al polvoriento suelo gritando de dolor.
Aquel disparo al azar alcanzó a Jared en la pierna, justo por encima de la rótula, pero él no gritó ni se desplomó. Permaneció con la mirada fija en su adversario, que seguía gimoteando en el suelo, y se acercó poco a poco a él. Se detuvo al llegar a su lado, con la pistola humeante empuñada con firmeza y un brillo acerado en sus ojos azules que escalofrió a los que estaban presenciando la escena, y dijo sin el menor atisbo de compasión:
—¿Has acabado ya, o quieres volver a intentarlo?
Tenía el dedo índice en el gatillo y la pistola apuntando a su contrincante; era obvio que, si el tipo intentaba agarrar el arma que tenía en el suelo junto a su brazo indemne, le descerrajaría otro tiro sin vacilar ni un instante.
El vaquero contempló macilento a aquel hombre que había resultado ser la muerte vestida con traje elegante, y alcanzó a decir en un susurro ronco:
—Oye, ¿te conozco de algo?
—Lo dudo.
—Sí, claro que… que te conozco… — el fuerte dolor le estremeció, pero siguió diciendo— : Te vi en… en Dodge. Yo estaba en Dodge City a principios de los ochenta, y un pistolero de Texas se cargó a otro… ni siquiera le vi mover la mano, me tomó por sorpresa, igual que ahora… — estaba cada vez más débil por la pérdida de sangre, y le costaba permanecer consciente.
Algunos de los presentes habían ido en busca de un médico para que los atendiera, y justo entonces, un hombre de ojos oscuros que iba pertrechado con un maletín se abrió paso entre el gentío; cuando vio al uno con la pierna herida y al otro con el brazo ensangrentado, le espetó a Jared:
—Estamos en 1902, y se supone que a estas alturas ya somos civilizados. ¡Guarde esa condenada pistola! — al verle enfundar con fluidez, supo que estaba ante un experto en el manejo de las armas, pero no se dejó amilanar— . Le ha destrozado el brazo, ¿verdad?
Después de examinar al vaquero y de indicarles a dos de los acompañantes de éste que lo llevaran a su consulta, se volvió de nuevo hacia Jared, que estaba vendándose la herida de la pierna con un pañuelo blanco que no tardó en teñirse de rojo, y comentó:
—Usted también puede venir. Creía que era abogado.
—Lo soy.
—Pues a juzgar por cómo maneja esa arma, no lo parece. ¿Puede caminar?
—Sólo me han pegado un tiro, no estoy muerto — le contestó Jared, con voz cortante. Su mirada seguía siendo gélida— . No es la primera vez que me disparan.
—Es abogado, así que no me extraña.
—Vaya, supongo que usted es anarquista.
Después de indicarles a los amigos del vaquero, que estaban de lo más apocados, que hicieran lo que les había ordenado y llevaran al tipo a la consulta, el médico contestó:
—No, no lo soy, pero opino que el mundo no debería estar en manos de un puñado de hombres.
—Aunque le cueste creerlo, yo opino lo mismo — un buen samaritano se ofreció a echarle una mano, pero él prefirió ir a la consulta sin ayuda de nadie y siguió al médico y al vaquero herido sin mirar a izquierda ni a derecha.
Le hizo gracia que los amigos de su víctima le lanzaran miradas llenas de nerviosismo mientras se apresuraban a refugiarse en la sala de espera, porque era una reacción que se había vuelto muy familiar a lo largo de los años. Cuando se había marchado de Texas para ejercer la abogacía en Nueva York diez años atrás, había creído que los días de frío acero y plomo humeante habían quedado atrás para siempre, pero la mayoría de casos en los que trabajaba le llevaban de vuelta al oeste. A pesar de que la frontera estaba cerrada, muchos tipos se habían criado en los tiempos sin ley, y seguían pensando que las disputas había que solucionarlas a punta de pistola.
Era consciente de que había tiroteos incluso en lugares civilizados como Fort Worth, ya que leía al respecto en el periódico local que su abuela le mandaba a Nueva York; al parecer, en Fort Worth había entrado en vigor una ley contra el uso de armas de fuego, pero eran muy pocos los que la respetaban a pesar de la considerable fuerza policial que había en aquella ciudad.
El sheriff de Terrell quería ser reelegido, y como era consciente de que las ordenanzas para el control de las armas eran muy impopulares, no las apoyaba. En Texas no se habría tolerado a un agente de la ley como aquél.
Jared se sentó en una silla mientras el médico asistía al vaquero herido con la ayuda de un tipo más joven que debía de ser su ayudante, y mientras esperaba se olvidó de su herida y se dedicó a pensar en el caso en el que estaba trabajando. De joven había aprendido a hacer caso omiso del dolor, y esa lección le fue de perlas en ese momento, a los treinta y seis años.
Le habían hecho creer que el terrateniente era la víctima, y no se había enterado de la verdad hasta que el caso había concluido. Estaba obligado a guardarle lealtad a su cliente, y había analizado las escrituras lo bastante a fondo como para saber que aquellos humildes rancheros no tenían ningún derecho real sobre las tierras, pero eso no había contribuido a que se sintiera mejor cuando el juez había dictaminado que debían abandonar los hogares donde habían estado viviendo durante cinco años, donde habían plantado sus cosechas y habían criado sus rebaños sin que el ausente dueño de las tierras supiera que estaban allí.
A ojos de la ley, el derecho de propiedad por ocupación no era válido, y el hecho de que le hubieran comprado las tierras, sin asesoramiento legal, a un especulador sin escrúpulos que se había esfumado hacía tiempo, era inconsecuente.
—Le he dicho que venga, que voy a echarle una ojeada a esa pierna.
La voz cargada de impaciencia del médico le arrancó de sus pensamientos, y al alzar la mirada vio que estaban los dos solos; después de que le vendaran el brazo, el vaquero herido se había ido con la ayuda del asistente del médico a la sala de espera, y ya estaba en compañía de sus amigos.
Cuando Jared subió a la mesa de exploración, el médico le cortó el pantalón y, después de examinar la herida con atención, le puso antiséptico y hurgó en ella con un instrumento largo. Cuando encontró la bala empezó a extraerla, pero al alzar la mirada para ver si estaba haciéndole daño, se sorprendió al ver que parecía tan tranquilo como si estuviera leyendo el periódico.
—Es un tipo duro, ¿verdad? — murmuró, después de extraer la bala y de dejarla en un plato metálico.
—Me crié en una época sin ley — le contestó con calma.
—Yo también — le aplicó más antiséptico, y empezó a vendarle la herida— . El disparo le ha causado bastantes daños. No tiene huesos rotos, pero hay unos cuantos ligamentos desgarrados. Intente mantener la pierna en alto todo lo posible, y vaya a ver a su médico cuando llegue a casa. No creo que queden secuelas permanentes, pero le costará andar durante un par de semanas. No se quite el vendaje hasta que su propio médico le eche un vistazo. Tendrá algo de fiebre, que él compruebe si hay infección cuando regrese a Nueva York. Existe riesgo de gangrena.
—Estaré atento.
—Siento haberle destrozado los pantalones.
—No se preocupe, en toda guerra hay pérdidas — fijó la mirada en el rostro del médico antes de añadir— : Yo me encargo de pagar las dos cuentas… la mía, y la del hombre al que he herido. Estaría dispuesto a plantarle cara a Hughes y a sanear a fondo todo este asunto, me mintió y me hizo creer que la ocupación de las tierras había sido reciente.
—¿No sabía que esos hombres llevaban cinco años viviendo allí?
—No, me he enterado hoy.
El médico lo miró sorprendido, y soltó un pequeño silbido entre dientes.
Después de bajar de la mesa, Jared se sacó unos billetes de la cartera y se los dio antes de decir:
—Si vuelve a ver al hombre al que he herido, dígale que tiene posibilidades de ganar un pleito contra el hombre que le vendió las tierras. Nadie se esfuma por completo, seguro que se le puede seguir la pista. Conozco a un tipo que trabajaba para la agencia de detectives Pinkerton y que vive en Chicago, se llama Matt Davis — se sacó un lápiz y una libretita del bolsillo, y anotó el nombre y la dirección— . Es un buen hombre, y le encanta luchar por causas nobles. He trabajado a menudo con él durante los últimos diez años.
El médico aceptó la hoja de papel antes de contestar.
—Ed Barkley le estará agradecido. No es un mal hombre, pero estuvo viviendo en la frontera durante años antes de casarse e intentar echar raíces. Se gastó hasta el último penique que tenía en esas tierras, y acaba de perderlo todo — se encogió de hombros, y esbozó una pequeña sonrisa— . En los viejos tiempos se habría hecho justicia en un abrir y cerrar de ojos, al margen de que estuviera bien o mal. Cuesta trabajo mantener una actitud civilizada.
—Y que lo diga.
Se dirigió hacia su hotel después de salir de la consulta del médico, sin haberse quitado la cartuchera en ningún momento, pero se detuvo al ver que el sheriff se le acercaba.
—Me parece que deberíamos hablar sobre el enfrentamiento… — le dijo el tipo, tras un ligero carraspeo.
La herida de la pierna le dolía y estaba furioso porque aquel tipo ni siquiera había intentado cumplir con su deber, así que volvió a echar la chaqueta hacia atrás con actitud desafiante y gélida, y le contestó con voz cortante:
—Claro, vamos a hablarlo.
A diferencia de Ed Barkley, el sheriff sabía lo que implicaban tanto la colocación baja e inclinada de la cartuchera como el desgaste de la empuñadura del arma, así que volvió a carraspear y soltó una risita llena de nerviosismo antes de murmurar:
—Está claro que ha sido defensa propia, no hay duda. Es una lástima que estos tipos no sepan controlar su mal genio… ha sido un juicio justo. Eh… ¿se marcha ya de la ciudad?
—Sí — Jared lo miró con frialdad antes de añadir— : Hoy podría haber muerto alguien. Le eligieron para que protegiera a la gente de esta ciudad, y ha huido como un perro cobarde. He estado en sitios de Texas donde le habrían tiroteado en medio de la calle por lo que ha hecho hoy.
—¡Estaba ocupado con otros asuntos cuando ha pasado todo! Usted es un tipo de ciudad, ¿qué va a saber del trabajo de un representante de la ley?
Jared esbozó una sonrisa casi imperceptible, pero sus ojos relampagueaban.
—Más de lo que usted tendrá tiempo de aprender en su vida — sin más, volvió a cubrir la pistola con la chaqueta y siguió andando hacia el hotel; a pesar de que su cojera se acentuaba con cada paso que daba, su aspecto seguía siendo amenazador.
Hizo las maletas en cuanto llegó al hotel y, después de pagar la cuenta, tomó el primer tren que pasó con rumbo a San Luis, donde iba a tomar otro que le llevaría a Nueva York.
Mientras el tren se alejaba de la pequeña ciudad, fueron muchos los curiosos que lo siguieron con la mirada, y dos niños comentaron entusiasmados lo emocionante que había sido presenciar un duelo de verdad.
—¡Mierda!
El exabrupto resonó en el elegante despacho y Alistair Brooks, el socio principal del bufete de abogados Brooks y Dunn, alzó la mirada del informe que estaba escribiendo a mano en su escritorio de roble y preguntó:
—¿Qué pasa?
Jared Dunn lanzó con un floreo de su larga y bronceada mano la carta que acababa de recibir de su abuela desde Fort Worth, en Texas, y masculló en voz baja:
—Mierda — permaneció sentado tras su escritorio, contemplando ceñudo la carta. Las gafas que se ponía para leer descansaban sobre su recta y elegante nariz, sobre ojos que podían abarcar toda una gama de tonalidades azuladas… desde el azul cielo hasta un gris plomo.
—¿Es un caso? — le preguntó Brooks.
—No, una carta de casa — hizo una pequeña mueca, y se reclinó en la silla con las piernas cruzadas.
Tendía a apoyarse un poco más en la derecha, porque la herida de bala que había recibido en Terrell aún estaba bastante reciente y seguía doliéndole; después de someterle a un concienzudo examen, su propio médico había vuelto a vendársela y le había aconsejado que procurara no tocársela hasta que curara del todo. La fiebre se le había ido en los pocos días que llevaba en Nueva York, y el dolor y la debilidad que sentía por culpa de la herida no se reflejaban en ningún momento en las firmes líneas de su delgado rostro.
—¿De Texas? — le preguntó Brooks.
—Sí, de Texas — no podía llamarlo su «hogar» exactamente, aunque a veces sentía que sí que lo era. Volvió la silla giratoria para mirar a su socio, que estaba en el extremo opuesto del elegante despacho de suelo de madera, muebles de roble y largas ventanas por las que entraba la luz a través de finas cortinas, y añadió— : He estado pensando en mudarme, Alistair. Seguro que Parkins estaría dispuesto a ocupar mi puesto en el bufete en caso de que me vaya, tiene conocimientos sólidos de derecho penal; además, lleva bastante tiempo ejerciendo, y se ha ganado una reputación admirable en el mundillo jurídico.
Brooks dejó sobre el escritorio la pluma con la que estaba escribiendo, y soltó un profundo suspiro antes de decir:
—El caso de las tierras de Nuevo México te ha deprimido, ¿verdad?
—No es sólo eso, es que estoy cansado — se pasó la mano por el pelo. Lo tenía negro y ondulado, con pequeños toques plateados en las sienes, y las presiones de su profesión habían cincelado nuevas líneas en su rostro— . Estoy cansado de trabajar en el lado equivocado de la justicia — al ver que Brooks enarcaba las cejas en un gesto de desaprobación, añadió— : No me entiendas mal, por favor. Me encanta practicar la abogacía, pero he dejado sin casa a familias que deberían tener derechos sobre tierras en las que han estado trabajando durante cinco años, y me siento asqueado. Da la impresión de que paso más tiempo trabajando por dinero que por conseguir que se haga justicia, y no me gusta. Ahora me incomodan casos que me habrían satisfecho cuando era más joven y ambicioso, estoy desilusionado con mi vida.
—Da la impresión de que vas a disolver nuestra sociedad, Jared.
—Sí, es justo lo que estoy haciendo. Estos diez años que llevo practicando la abogacía han sido muy positivos, te agradezco el empujón que le diste a mi carrera y la oportunidad de trabajar en Nueva York, pero quiero darle un giro a mi vida.
—Me parece que esta súbita decisión está más relacionada con la carta que acabas de leer que con el caso de Nuevo México.
—La verdad es que tienes razón. Mi abuela ha acogido en casa a una prima pobretona de mi hermanastro Andrew.
—La familia vive en Fort Worth y tú los mantienes, ¿verdad?
—Sí. Mi abuela es la única pariente con vida de mi difunta madre, y para mí es muy importante. En cuanto a Andrew… — soltó una carcajada fría y carente de humor, y admitió— : Andrew es pariente mío, por mucho que me disguste su comportamiento.
—Aún es muy joven.
—Tiene una opinión exagerada de su propia importancia porque participó en la Guerra de Filipinas. Fanfarronea y se las da de machito para impresionar a las damas, y gasta dinero a manos llenas — su voz reflejaba una profunda irritación— . Ha estado comprándole sombreros a la nueva inquilina con el dinero que le mando a mi abuela para los gastos de la casa, y creo que fue él quien tuvo la idea de ofrecerle que se fuera a vivir allí.
—Y no te parece bien.
—Me gustaría saber a quién estoy pagándole los gastos, y a lo mejor necesito reconectar con mis propias raíces. Hace mucho que no vivo en Texas, pero creo que tengo morriña.
—¿Quién, tú? Increíble.
—Empezó cuando me encargué del caso de Beaumont, aquél en el que representé a los Culhane en el juicio por el yacimiento petrolífero. Se me había olvidado lo que era estar entre texanos… eran de la zona del oeste de Texas, de El Paso. De joven pasé un tiempo en la frontera. Mi madre vivió en Fort Worth con mi padrastro hasta que ambos murieron, y tanto mi abuela como Andrew están viviendo allí. Siento predilección por el oeste de Texas, pero…
—Texas es Texas.
—Exacto — admitió, sonriente.
Alistair Brooks pasó una mano por la lustrosa madera de su silla, y comentó:
—Valoraré la posibilidad de pedirle a Ned Parkins que te reemplace si tienes que irte, aunque la verdad es que eres irremplazable — esbozó una pequeña sonrisa, y añadió— : He conocido a pocas personas de personalidad realmente pintoresca a lo largo de los años.
—Sería mucho menos pintoresco si la gente se comportara de forma más civilizada en los tribunales.
—Aun así, a los jueces de Nueva York les resulta fascinante el aura de misterio que te rodea, y eso suele darnos cierta ventaja en los juicios.
—Seguro que encuentras a alguien adecuado, y tú mismo eres un abogado excelente.
—Al igual que tú — Brooks suspiró con pesar antes de decir— : Haz tus planes, y avísame cuando sepas cuándo te vas a ir. Intentaré allanarte el camino todo lo que pueda.
—Has sido un buen amigo y un buen socio, echaré de menos el bufete.
Jared recordó aquellas palabras una semana después mientras viajaba en el vagón de pasajeros de un tren con destino al oeste y contemplaba el lento paso de la pradera, mientras oía los rítmicos bufidos de la máquina de vapor y veía pasar flotando el humo y las cenizas, mientras el traqueteo de las ruedas de metal sonaba como una serenata.
—Qué tierra tan baldía — le dijo una señora de acento británico al hombre que estaba sentado junto a ella.
—Sí, pero no siempre será así. En cuestión de un par de años se habrán levantado grandes ciudades por esta zona, tal y como ha pasado en el este del país.
—¿Hay pieles rojas por aquí?
—Hoy en día, todos los indios viven en reservas — le contestó el hombre— . Menos mal, porque los kiowa y los comanches solían atacar a los asentamientos en los sesenta y los setenta, y hubo personas que sufrieron muertes terribles. Y además de los indios, también estaban las rutas de conducción de reses, y las ciudades ganaderas como Dodge City y Ellsworth…
La voz del hombre quedó relegada a un segundo plano mientras Jared se sumía en sus propios pensamientos y reflexionaba sobre la década de los ochenta del siglo XIX, que había sido una época crucial para el Oeste.
En otoño de 1881 se había producido en Tombstone, Arizona, el tiroteo entre los Earp y los Clanton, y la noticia del enfrentamiento había aparecido en los titulares de los periódicos de todo el país; en las grandes llanuras y en Arizona se habían producido los últimos ataques de represalia tras la debacle de Custer en Montana en el año 76; las tribus indias del oeste habían perdido su libertad, y Gerónimo había intentado lograr la independencia y había acabado siendo capturado por el general Crook en Arizona; la conducción de grandes manadas de ganado había terminado debido al devastador invierno del 86, que había acabado con la mitad de las reses y había estado a punto de destruir por completo la ganadería.
En 1890 habían ocurrido de forma simultánea la terrible masacre de mujeres y niños indios en Wounded Knee y el cierre de la frontera. Las viejas ciudades ganaderas ya no existían, y se habían desvanecido de la faz de la Tierra los pistoleros, los sheriffs de la frontera, los grupos de indios en pie de guerra dispuestos a arrancar cabelleras, y la inacabable persecución que la caballería llevaba a cabo contra los indios que intentaban mantener sus antiguas costumbres.
Jared se recordó para sus adentros que la civilización era algo positivo, que se estaba progresando para que una nueva generación de norteamericanos disfrutara de una vida más simple, fácil y sana. Los programas sociales para el embellecimiento de las ciudades, el bienestar público y la defensa de los derechos tanto de los niños como de las mujeres iban ganando fuerza incluso en las poblaciones más pequeñas. La gente estaba intentando labrarse una vida mejor, y eso era preferible a los viejos tiempos sin ley.
Pero a pesar de todo, había algo primario y salvaje en lo más profundo del hombre trajeado, algo que vibraba al recordar el olor de la pólvora, aquel intenso olor acre que escocía en los ojos cuando uno se enfrentaba a un adversario y veía cómo la gente se apartaba a toda prisa. En aquel entonces él no era más que un muchacho al final de la adolescencia, un chico sin padre deseoso de enfrentarse a quien fuera con tal de demostrar que valía tanto como los que eran hijos de padres casados.
Era consciente de que su madre no había tenido la culpa de que un tipo al que ni siquiera había alcanzado a verle el rostro la atacara una oscura noche en Dodge City, Kansas; al fin y al cabo, había hecho lo correcto… no se había deshecho de él, le había criado y le había dado todo su amor siempre, incluso cuando se había casado con un hombre de negocios de Fort Worth (aunque por culpa de aquel matrimonio él se había visto obligado a cargar con un hermanastro que nunca le había caído bien).
Su madre había muerto intentando salvarle de la vida temeraria en la que se había hundido. En su lecho de muerte, cuando había ido a visitarla a Fort Worth antes de que falleciera a causa del brote de cólera que había acabado también con su amado esposo, ella le había tomado la mano con fuerza y le había rogado que se fuera a estudiar al Este.
Le había dicho que la pequeña suma de dinero que había ahorrado trabajando de costurera y vendiendo huevos le bastaría para poder iniciar los estudios, que él podría buscarse un empleo para costearse lo demás, y le había pedido que le prometiera que iba a hacerlo; según ella, quería tener la esperanza de que él podía llegar a alcanzar la salvación divina, porque estaba convencida de que acabaría condenado al infierno si seguía por aquel camino de violencia.
Él había cumplido sus deseos al pie de la letra; después del entierro, había dejado a su hermanastro al cuidado de su abuela, y se había ido a vivir al Este. Había conseguido una beca gracias a su mente aguda y analítica, y después de graduarse con honores en la Facultad de Derecho de Harvard, un compañero de la universidad le había ayudado a conseguir trabajo en el prominente bufete de los dos Alistair Brooks, padre e hijo.
En los diez años que habían pasado desde su graduación había estado centrado con gran éxito en el derecho penal, por el que sentía predilección, pero junto al éxito también habían llegado los problemas, y su hermanastro había sido el causante de casi todos ellos. Andrew había sido un adolescente muy rebelde, y había sido su pobre abuela la que había tenido que aguantarle.
Él le había ayudado a alistarse en el ejército justo antes de que estallara la Guerra Hispano-Norteamericana, y Andrew había descubierto en las Filipinas que había algo que se le daba de maravilla: exagerar. Se consideraba un verdadero héroe de guerra, e interpretaba el papel a la perfección.
La arrogancia y la fanfarronería de su hermanastro eran las máximas responsables de que él hubiera permanecido en Nueva York, ya que había ido a casa en contadas ocasiones porque no le soportaba; a su modo de ver, el día en que su madre se había casado con Daniel Paige y el hijo de éste había pasado a formar parte de su familia había sido realmente aciago.
Su pasado era algo de lo que Andrew no tenía ni idea. La abuela Dunn nunca hablaba del tema, y tampoco de la verdad sobre cómo había sido concebido. Ésa era una vida que había quedado relegada al pasado mucho tiempo atrás, en Kansas, y no tenía incidencia alguna en la vida que él se había forjado por sí mismo. Para la gente de Fort Worth no era más que un abogado de Nueva York que no hacía nada más peligroso que alzar una pluma para rellenar documentos.
Había tenido algún contratiempo esporádico con descontentos que no estaban conformes con la resolución de algún caso, pero, por suerte, ninguno de esos altercados había salido publicado en la prensa. Los periodistas solían sentirse intimidados por él, y la mayoría de sus adversarios eran reacios a admitir que habían sido lo bastante idiotas como para amenazarle con una pistola.
Desde que había colgado las armas en los ochenta sólo había tenido un puñado de incidentes sin importancia. Su puntería seguía siendo impecable y practicaba con el arma lo suficiente como para mantener los reflejos en forma, pero no había matado a nadie en los últimos años.
Entornó los ojos al recordar aquella vida pasada y violenta, lo insensato e irreflexivo que había sido. Estaba convencido de que a su madre le había preocupado muchísimo su temeridad, aquel lado oscuro de su personalidad que había ido acrecentándose hasta alcanzar proporciones desmesuradas antes de que ella muriera. Seguro que, al igual que él, ella se había preguntado en más de una ocasión quién era el hombre que la había forzado, pero en Dodge City no había nadie que se pareciera a él lo bastante como para pensar que pudiera haber algún parentesco. Era posible que su padre hubiera sido un vaquero borracho que estaba de paso en la ciudad, o un soldado que acababa de regresar de la guerra.
Era algo que carecía de importancia, pero en el fondo le habría gustado saber la verdad.
Siguió sumido en sus pensamientos mientras su mirada permanecía fija en las verdes llanuras a través de la ventanilla del tren. Estaba preocupado por lo de la mujer que estaba viviendo con su familia. Él se encargaba de pagar los gastos de su abuela y de Andrew, así que, antes de endosarle aquella carga extra, lo políticamente correcto habría sido que le consultaran al menos si estaba dispuesto a alimentar otra boca más. No tenía ninguna información sobre ella, y ni siquiera estaba seguro de hasta qué punto la conocían ellos; al parecer, había sido Andrew quien había tenido la idea de mandar a buscarla.
Era prima lejana de su hermanastro, pero con él no tenía ningún parentesco. Su abuela le había enviado una carta explicándole la situación, y la recordaba al pie de la letra:
… Andrew cree que estará mucho mejor con nosotros que en Galveston, sobre todo teniendo en cuenta los terribles recuerdos que la muchacha tiene de ese lugar. No desea regresar allí por nada del mundo, pero su tío está presionándola para que se vaya a vivir con él; al parecer, la ciudad ya está reconstruida, y él vuelve a tener trabajo. La tragedia sucedió hace año y medio, pero a la pobre le da pánico volver a vivir tan cerca del mar, y me temo que la insistencia de su tío ha sacado a la luz recuerdos que la aterran…
Aquellas palabras de su abuela le habían llamado la atención, y se preguntaba a qué se debía el miedo de aquella mujer por volver a Galveston. A lo mejor había sido una de las supervivientes de la terrible inundación que había devastado aquella zona en septiembre de 1900. Unas cinco mil personas habían muerto aquella mañana, en cuestión de cinco minutos, cuando el océano se había tragado por entero aquella pequeña población.
En ese momento recordó que su abuela le había contado en una de sus cartas que Andrew había viajado a la costa de Texas recientemente, y empezó a atar cabos. Seguro que la supuesta prima lejana no era más que una nueva novia que lo tenía embobado, y de ser así, él no pensaba mantenerla mientras su hermanastro se dedicaba a cortejarla. Estaba dispuesto a echarla de casa, y cuanto antes.
Intentó imaginársela mientras el tren atravesaba las extensas praderas; conociendo a Andrew, seguro que era guapa, experimentada, y toda una experta a la hora de conseguir lo que quería. Probablemente tenía el corazón como un trozo de carbón, y ojos capaces de contar un fajo de billetes a distancia; cuanto más pensaba en ella, más enfadado se sentía. Le parecía incomprensible que su abuela hubiera permitido algo así, a lo mejor estaba un poco senil. Era una mujer menuda y de carácter fuerte que nunca había sido dada a comportarse con insensatez, seguro que Andrew la había engañado… pero a él no iba a poder tomarle el pelo.
El tren llegó a la estación cuando ya había anochecido. Jared bajó al andén con el equipaje de mano, y lo dispuso todo para que a la mañana siguiente le llevaran a casa el resto de sus cosas. Logró encontrar un carruaje de alquiler a pesar de lo tarde que era y le dio al cochero la dirección de su enorme casa victoriana, que estaba situada en la calle principal.
Cuando bajó del vehículo y estuvo ante la casa, sintió el peso de su edad. No había enviado un telegrama para avisar de su llegada, porque había pensado que sería mejor darles una sorpresa.
Andaba con una marcada cojera, ya que el largo viaje desde Nueva York había sometido a su pierna herida a un esfuerzo considerable. Su pelo negro y ondulado estaba cubierto con un sombrero hongo ligeramente ladeado, el traje azul marino que llevaba estaba impecable pero salpicado con el polvo del viaje, y lo mismo podía decirse de sus botas negras de cuero hechas a mano. Cualquiera que le hubiera visto avanzar en ese momento por el caminito bordeado de flores que conducía hasta el porche, habría pensado que era la viva estampa de un elegante caballero de ciudad.
A pesar de la oscuridad, pudo darse cuenta de que la imponente casa estaba en buenas condiciones. La luz que salía de las largas y altas ventanas aportaba un aire acogedor e iluminaba el porche, en el que además de un balancín y un sofá había dos hamacas con sus respectivos cojines. Él no había vivido nunca en aquella casa, pero había ido de visita en alguna que otra ocasión después de comprarla para su abuela. Los cojines tenían unos amplios volantes de encaje blanco y le parecieron una buena elección, ya que le conferían a la casa una elegancia sutil que encajaba a la perfección con el delicado trabajo de ebanistería que decoraba los aleros del edificio.
Se detuvo para abrir la puerta mosquitera y llamar con la aldaba, que tenía forma de cabeza de león, y al cabo de unos segundos oyó voces procedentes del interior de la casa.
—Ella, por favor, ¿puedes ir a abrir? ¡Ella! ¡Oh, por el amor de Dios…! ¿Dónde está la señora Pate?
—No se preocupe, señora Dunn, ya voy yo.
—Ni pensarlo, Noelle. No es correcto…
La suave voz de su abuela se acalló cuando sus instrucciones cayeron en saco roto, y Jared alcanzó a vislumbrar una densa cabellera de pelo caoba sujeta con descuido antes de que se abriera la puerta; al ver el hermoso rostro ovalado de ojos verdes y espesas pestañas que lo miraba con expresión interrogante, sus propios ojos se entrecerraron con suspicacia, y recorrió a la mujer con la mirada de arriba abajo. Llevaba una sencilla blusa blanca con un cuello alto de encaje, y una falda oscura que le llegaba a los tobillos.
—¿Qué desea? — le preguntó ella.
Su voz era amable, pero tenía un marcado acento de la zona rural del sur de Texas y dejaba entrever cierta beligerancia que le puso en guardia de inmediato. Se quitó el sombrero por pura cortesía, y se apoyó un poco más en el bastón antes de contestar con voz gélida:
—Me gustaría ver a la señora Dunn.
—Es demasiado tarde para recibir visitas, tendrá que regresar en otro momento.
—Me parece muy arrogante para ser una criada, señorita.
Ella se sonrojó antes de decir:
—No soy una criada, sino un miembro de la familia.
—¡Y un cuerno! — sus ojos habían adquirido un brillo acerado, implacable… peligroso.
La mujer quedó desconcertada tanto por aquellos ojos como por el exabrupto, que contrastaba de pleno con el tono suave de su profunda voz masculina. Ningún caballero usaría semejante lenguaje en presencia de una dama.
—Mire, señor, no sé quién es, pero… — empezó a decir con altivez.
—Andrew debería haberla informado de mi identidad, sobre todo teniendo en cuenta que soy yo quien paga los gastos de esta casa. ¿Dónde está mi abuela?
Fue entonces cuando Noelle se dio cuenta de con quién estaba hablando. Andrew había mencionado a su hermanastro, por supuesto, pero no le había dicho que era el mismísimo Satán vestido con traje. Era muy guapo a pesar de las canas que le salpicaban las sienes, y era alto e intimidante; además, sus ojos eran como puro acero azul, y su rostro parecía muy severo. Se apresuró a abrirle la puerta, y le dijo a la defensiva:
—No me ha entregado su tarjeta de presentación.
—Estoy en mi propia casa, así que no me ha parecido que fuera necesario — le espetó él, con irritación. Le dolía la pierna, y estaba agotado por el viaje.
—Cielos, está lisiado — soltó ella sin pensar, al ver el bastón y las líneas de tensión que le rodeaban la boca.
—La delicadeza de su comentario me ha dejado sin palabras — comentó, con un sarcasmo cortante.
Noelle se ruborizó de nuevo, pero en gran parte por enojo contenido. Aquel tipo era tan alto, que tenía que alzar mucho la mirada para poder verle la cara, y en ese momento decidió que no le caía nada bien y que había sido una tonta por sentir pena por él. Seguro que se había lastimado la pierna al patear a pobres perritos indefensos…
—La señora Dunn está en la sala de estar — le espetó, antes de cerrar con un sonoro portazo.
—Mi equipaje de mano está fuera.
—Pues que entre por sí solo — lo dejó allí plantado, y fue hacia la sala de estar.
Jared la contempló atónito por un momento, y entonces se apresuró a seguirla; ¡para ser una pariente pobre, aquella mujer era de lo más altiva!
—¡Jared! — la anciana menuda que estaba en el sofá sonrió encantada al verle, y alzó el rostro para que la besara en la mejilla— . ¡Qué sorpresa tan maravillosa! ¿Estás de paso, o piensas quedarte una temporada?
—He regresado a casa para quedarme, decidí que necesitaba cambiar de aires — mantuvo la mirada fija en la desconocida mientras contestaba a su abuela, y notó cómo cambiaba la expresión de aquellos ojos verdes al oír su respuesta.
—Me alegra muchísimo que estés aquí, y seguro que a Andrew también. Esta semana está fuera por asuntos de negocios, trabaja como agente de ventas de una fábrica de ladrillos de la zona y ha estado encargándose de captar clientes en Galveston; de hecho, fue allí donde encontró a nuestra encantadora Noelle.
Jared miró de nuevo a la desconocida y se dio cuenta de que era más joven de lo que había pensado en un principio. Daba la impresión de que aún era una adolescente.
—Noelle, te presento a mi nieto Jared. Ella es Noelle Brown, querido. Es prima de Andrew.
Tras contemplar en silencio a la joven durante un largo momento, Jared le preguntó:
—¿Cómo descubrió Andrew que son parientes?
—Un conocido mutuo lo comentó — Noelle entrelazó las manos con fuerza a la altura de la cintura.
—Pues debía de ser un conocido muy observador, teniendo en cuenta que Andrew y usted no se parecen en nada. Él es rubio, y tiene los ojos oscuros.
—La madre de Andrew tenía el pelo caoba, y cuando él comentó que su familia materna procedía de Galveston, un conocido le habló de la existencia de Noelle y de la difícil situación por la que estaba pasando — apostilló su abuela.
—Entiendo.
—¿Qué es lo que te ha pasado, querido? — le preguntó, mientras le indicaba con un gesto el bastón.
—Tuve un pequeño accidente.
—¿Eso es todo? Es un verdadero alivio saber que no se golpeó la pierna contra un poste — comentó Noelle, en un tono de lo más almibarado.
Él ladeó la cabeza, y le lanzó una mirada penetrante.
—Ya veo que es muy directa, señorita Brown.
—No he tenido más remedio que aprender a serlo. Tenía cuatro hermanos, y ninguno de ellos se andaba con miramientos conmigo por el hecho de que fuera una chica.
—No espere que yo me ande con miramientos por el hecho de que sea tan joven — su tono de voz suave rezumaba peligro.
Ella lanzó una breve mirada hacia sus sienes plateadas antes de contestar:
—Pues yo no voy a hacer concesiones por su edad.
—¿Mi edad?
—Sí, está claro que es bastante viejo.
Jared se tragó una respuesta cortante, y se dijo que era comprensible que pudiera parecer mayor a ojos de una adolescente. Se volvió de nuevo hacia su abuela, y le preguntó en un tono de voz diametralmente opuesto al que había usado con Noelle:
—¿Cómo estás?
—Muy bien, teniendo en cuenta mi edad. Y tú tienes muy buen aspecto, querido — le dijo ella, con una sonrisa llena de calidez.
—Me ha sentado bien vivir en Nueva York.
—Yo diría que sólo hasta cierto punto, mira cómo tienes la pierna.
—Esto pasó en Nuevo México, abuela. Fue un accidente.
—¿Te caíste de un caballo? — fue la primera posibilidad que se le ocurrió a la anciana.
A juzgar por la mirada de Noelle, estaba claro que pensaba que un tipo tan trajeado, un abogado que vivía en una enorme ciudad del Este, no debía de tener ni idea de montar a caballo, así que Jared se limitó a contestar con vaguedad:
—Los caballos son peligrosos — le hacía gracia la mala opinión que la joven parecía tener de él; de hecho, en aquellos ojos verdes podía leer con claridad que pensaba que era un pusilánime, un bobo, un vago, un petimetre…
Cuando sus miradas se encontraron, ella carraspeó como si acabara de decirle a la cara lo que pensaba de él, y le preguntó:
—¿Le apetece tomar algo, señor… eh… señor Dunn?
—Me vendría bien un café, el viaje me ha dejado exhausto — soltó un sonoro bostezo para reforzar la imagen de insulso caballero de ciudad.
Noelle dio media vuelta, y contuvo a duras penas las ganas de echarse a reír mientras salía a toda prisa de la sala y se dirigía hacia la cocina. Si aquél era el formidable hermanastro de Andrew, no había peligro de que la echaran de momento; al principio le había parecido ver algo inquietante en aquellos ojos acerados, en su actitud y su postura, pero seguro que habían sido imaginaciones suyas.
Después de que Noelle cerrara la puerta y sus pasos se alejaran por el pasillo, la señora Dunn miró a su nieto y le dijo:
—Venga, explícame lo que pasó.
—Tuve una discusión con un vaquero armado en una pequeña población llamada Terrell — le contestó, mientras se sentaba enfrente de ella— . Mi disparo le rompió el brazo, pero una bala perdida me alcanzó en la pierna. Aún me duele un poco, pero estaré como nuevo en un par de semanas; por suerte, él también va a recuperarse sin problemas, y a lo mejor se lo piensa mejor antes de desenfundar contra alguien de ahora en adelante.
—Es increíble que aún haya duelos a estas alturas, cuando ya estamos en un mundo civilizado. Esto es lo que Edith quería evitar, lo que la llevó a rogarte que te marcharas a estudiar al Este.
—He tenido muy pocos enfrentamientos en los últimos tiempos — comentó, mientras dejaba el bastón a un lado— . Aún quedan lugares salvajes y tipos que desenfundan antes de buscar a un agente de la ley, y la verdad es que los ánimos pueden llegar a caldearse mucho en la sala de un juzgado.
—Supongo que por eso decidiste dedicarte a la abogacía, es un trabajo peligroso — le espetó, con tono cortante.
—Sí, puede llegar a serlo — admitió, sonriente— . Voy a abrir un bufete aquí, en Fort Worth. No me apetece seguir ejerciendo en Nueva York.
Los ojos azules de su abuela, tan parecidos a los suyos, se suavizaron de inmediato.
—¿Lo dices en serio, Jared? Sería maravilloso tenerte siempre en casa.
—Yo también te he echado de menos.
—Aquí no hay nadie que esté al tanto de tu pasado. Nunca se lo he contado a nadie, y mucho menos a Andrew, pero los enfrentamientos que sigues teniendo… ¿qué pasa si alguno de tus adversarios viene a la ciudad?
Él soltó una pequeña carcajada antes de contestar.
—No pasaría nada, abuela. Los tiroteos han quedado en el pasado, ahora sólo hay alguno que otro en tabernas o durante robos. Dudo que algún joven pistolero venga a retarme, eso sólo pasaría en un folletín.
—No me lo recuerdes — murmuró, al recordar que su nieto había aparecido en una de aquellas publicaciones; el hecho de que le hubieran dibujado en la portada armado con seis pistolas era una ridiculez, porque siempre había llevado una única arma, incluso en su época de joven y temerario pistolero.
—Soy un abogado respetable.
—Eres incorregible, y ninguno de nosotros es tan respetable como queremos aparentar. Yo trabajaba en una taberna cuando tu madre se quedó embarazada de ti, y ahora pertenezco a la Sociedad Benevolente de Mujeres, al Grupo contra el Alcoholismo, al Círculo de Costura, y al grupo de plegaria. No sé cómo me miraría la gente si mi pasado saliera a la luz.
—Igual que ahora pero con más fascinación, picarona.
Ella se echó a reír antes de decir:
—Lo dudo. Qué duras son las lecciones que se aprenden en la juventud, Jared. Todas nuestras indiscreciones nos persiguen como sombras cuando nos hacemos mayores.
Él contempló compasivo aquel rostro cansado y surcado de líneas. La vida de su abuela había sido mucho más dura que la suya, pero él también acarreaba sus propias cicatrices; a pesar de que jamás había matado a alguien sin un motivo de peso, la violencia del pasado regresaba a veces en sus sueños con gran detalle, y tenía que levantarse y pasear de un lado a otro de la habitación para mantener a raya las pesadillas.
—Tú tienes tus propios demonios — comentó su abuela, al ver el dolor que relampagueó en sus ojos.
—Cada cual tiene los suyos, ¿no? — soltó un sonoro suspiro, y decidió cambiar de tema— . Anda, cuéntame todo lo que sepas sobre nuestra huésped pelirroja.
—Es muy dulce y servicial. Sabe cocinar, y no le importa trabajar duro.
—No es eso lo que me interesa saber.
—Se siente atraída por Andrew, y viceversa. Quedó prendado de ella desde el momento en que la vio, y en cuanto se enteró de la situación en la que se encontraba, insistió en que se viniera a vivir aquí. La pobre perdió a su familia en la inundación que asoló Galveston en otoño de 1900 y estuvo viviendo en Victoria con un tío bastante mayor, pero a él le ofrecieron un buen empleo en Galveston y la aterraba la idea de regresar allí. No sé, puede que su tío quisiera deshacerse de ella, la cuestión es que Andrew la invitó a que se viniera a vivir con nosotros — colocó mejor uno de los pliegues de su vestido antes de añadir— : Él sabía que a ti no te haría ninguna gracia, pero me dijo que aportaba dinero a la casa y que estaba dispuesto a encargarse de costear los gastos de la muchacha.
—Andrew aporta diez dólares al mes, lo demás se lo gasta en botas nuevas y en emperifollar su carruaje.
—Sí, ya lo sé, pero su padre se portó muy bien con Edith.
—Y contigo, no lo he olvidado. Andrew es la cruz con la que debemos cargar en pago por la bondad de su padre.
—Eso es insensible y cruel, Jared.
—Nunca he sido un hombre sensible — el viejo brillo de rebeldía relampagueó en sus ojos por un instante.
—Te daría la razón si no te conociera tan bien, eres muy sensible y considerado con la gente a la que quieres.
—Sólo he querido a dos personas en toda mi vida: mi madre y tú.
—A lo mejor encuentras algún día a una mujer que te ame y acabas casándote, querido. Deberías formar una familia propia, yo no viviré para siempre.
—Seguro que Andrew vive una eternidad, y yo tendré que cargar con él hasta el día en que me muera — refunfuñó entre dientes.
—El cinismo no te sienta nada bien.
—Pues últimamente lo empleo a menudo — se cruzó de piernas, y empezó a tamborilear con los dedos en la bota que tenía sobre la rodilla— . Cuando empecé a ejercer la abogacía, quería estar del lado de la justicia, pero me di cuenta de que últimamente estaba una y otra vez del lado del dinero. Estoy cansado de ayudar a que los ricos machaquen a los pobres, mi ambición ha ido desvaneciéndose en los últimos meses y lo que quiero es hacer el bien.
—Estoy convencida de que ya lo has hecho; en todo caso, seguro que por aquí hay buenas personas que necesitan un abogado.
—Sí, eso espero. Abuela, ¿crees que Andrew siente algo serio por Noelle?
—¿Quién sabe? Es un muchacho muy voluble, pasó una temporada intentando cortejar a Amanda Doyle… no sé si te acuerdas de su padre, tiene una casa muy grande en la ciudad y tres hijas. Participó en las Guerras Indias, estuvo en el cuerpo de caballería.
—Sí, sé quién es — Jared recordaba vagamente a un hombre mayor de aspecto distinguido. Doyle también se había criado en los tiempos en los que la ley brillaba por su ausencia, pero sus hijas siempre habían estado protegidas y mimadas y su esposa era una dama de la alta sociedad.
—La señorita Doyle rechazó a Andrew, y fue en aquella época cuando él fue a Galveston y encontró a Noelle.
—Y seguro que la encandiló con sus fanfarronerías — masculló con sequedad.
—Hay que admitir que sus supuestas hazañas en la guerra, sumadas a su pelo rubio, su rostro apuesto y su arrogancia, le dan un aire de lo más gallardo.
Jared soltó una carcajada antes de decir:
—Y no te olvides de que es un jovenzuelo, tengo la impresión de que tu huésped me considera un viejo decrépito.
—No te conoce de nada, y tú pareces decidido a reafirmar la impresión equivocada que tiene de ti.
—Déjalo, no tiene importancia. Me parece que no es más que una niñita malhumorada, pero si vino a esta casa creyendo que íbamos a mantenerla durante el resto de su vida, va a llevarse una gran desilusión.
—Ni siquiera me planteé lo que supondría para ti el hecho de que se viniera a vivir con nosotros — admitió, avergonzada.
—No te preocupes, conozco de sobra a Andrew y sé que te coaccionó. Pero no sabemos nada sobre esa muchacha, podría ser cualquiera.
—Andrew me dijo que su padre era un hombre muy conocido, y que se trataba de una familia respetable.
Jared no quería saber nada de aquella joven que ya le irritaba más de la cuenta, pero antes de que pudiera hacer algún comentario, su abuela admitió:
—Además, pensé que a lo mejor la había traído a vivir aquí porque estaba pensando en casarse con ella.
Aquellas palabras no le hicieron ninguna gracia. Soltó una carcajada seca antes de comentar:
—Andrew aún no está listo para sentar cabeza — lo dijo de forma deliberada, e intentó convencerse de que era cierto. Se reclinó en el asiento, y se frotó la pierna herida.
—¿Vas a pedirle a Noelle que se vaya?
—Aún no lo sé, depende de lo que averigüe de ella. Digamos que vamos a tener que aguantar su presencia hasta que tome una decisión — la miró sonriente, y añadió— : ¿Por qué no me cuentas lo de todas esas nuevas organizaciones que han ido surgiendo en Fort Worth, las que mencionabas en tus cartas? Me encantaría saber qué es exactamente el Proyecto para la Mejora Cívica.
La primera mañana de Jared en casa estuvo marcada por la lluvia. Se acercó a la ventana del comedor mientras esperaba a que Ella Pate, la señora que ocupaba el puesto de ama de llaves y que se encargaba de cocinar y de hacer la colada, sirviera el desayuno. La elegante casa estaba muy bien cuidada y contaba con todas las comodidades modernas, incluyendo un cuarto de baño enorme con una instalación de agua corriente.
El rosal que había justo al otro lado de la ventana estaba en plena flor, pero él no era consciente ni de las rosas ni de las gotas de lluvia que bajaban por el cristal de la ventana. Tenía los ojos centrados en el pasado, un pasado que había resurgido en su mente por el hecho de estar de nuevo en Fort Worth.