Objetos a los que acompaño - Carlos Risco - E-Book

Objetos a los que acompaño E-Book

Carlos Risco

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Beschreibung

 Este libro describe cien objetos.    Objetos a los que el autor quiere de una manera profunda y transparente.    Porque ellos estaban antes y lo seguirán estando cuando quien los relata se haya ido.    Son herencias y serán herencias de mercancía o de trapero, porque las vidas terminan en los cementerios y también en los rastrillos.    Ahora, cuando todo el mundo es ya un gran supermercado en el consumir cosas idénticas y con fecha de caducidad, Carlos Risco, historiador de profesión, músico y periodista de vocación, propone una forma de vida revolucionaria: no acumular, convivir con aquello que convierte en fácil lo cotidiano, esas cosas que son hermosas, porque todo lo útil encierra belleza.    Desde la aldea gallega sin gente en la que habita, el autor encuentra la intimidad de una vida silenciosa las palabras para descubrir lo sublime, con la sensibilidad literaria de un gran narrador.    Los textos se acompañan de pequeñas obras de arte de la mano de Iria Cortizo y el prólogo de la escritora María Sánchez.  

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Título: Objetos a los que acompaño

© Círculo de Tiza© Del texto: Carlos Risco

© De la fotografía del autor: Vicente Fraga @vicentefraga_

© De la fotografía: Vicente Fraga @vicentefraga_

© De las ilustraciones: Iria Cortizo

© Del prólogo: María Sánchez

Primera edición: septiembre 2024

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

Corrección: Alberto Honrado

Maquetación: María Torre Sarmiento

Impreso en España por Gómez Aparicio Grupo Gráfico

ISBN: 978-84-128692-3-1

E-ISBN: 978-84-128692-4-8

Depósito legal: M-18201-2024

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

A mi madre, claro.

“Los objetos no se desintegran inevitablemente desde dentro, como un cuerpo humano”.

Richard Sennett

Índice

Pequeños milagros

Limiar

1. Útiles cosas viejas

Bicicleta Peugeot Randonneur 

Fósforos Golondrina

Cajita de madera lacada

Termómetro de pared

Radio Philips Philetta 

Pluma estilográfica Parker 51 

Lámpara flexo de aluminio 

Maleta de tweed

Teléfono de cable 

Lienzo de lino antiguo 

2. La Cocina

Escoba de espigas 

Botella de vino Sanson 

Tetera silbadora de peltre 

Sartén de hierro colado 

Taza de acero esmaltado 

Cesta para huevos 

Tabla de cocina de castaño 

Cuchillo de acero al carbono 

Mantequera esmaltada 

Recuperador de aceite 

Cucharilla oficial 

Exprimidor de estaño 

Cesta de mimbre 

Talega para el pan 

Moka Alessi Chipperfield 

Olla de barro de Pereruela 

Cuchara de madera de olivo 

Tijeras de pescado Arcos 

Pequeña cacerola esmaltada 

Cucharón criollo 

Sartén tostadora Carmela 

Hervidor de leche 

Plato, jabón y cosas de fregar 

Cestillo indígena de esparto 

Botella de vinagre 

Mueble platero 

3. Amuletos y presencias

Incensario de bronce 

Gato chino que saluda 

Cuenco de cerámica de Hagi 

Gafas de acetato 

Reloj despertador Jaz 

Carillón de viento 

Reloj de sobremesa Kieninger

Media fanega de castaño 

Legajos con exorcismos 

Palmatoria de bronce 

Mariposa encapsulada 

Damajuana de boca ancha 

Cuenco cerámico de Niñodaguia 

Ruedas de carro 

Santiño 

Calavera de cervatillo 

4. El armario

Botas Red Wing 

Bolso reciclado 

Chaqueta Barbour 

Sombrero de fieltro de castor 

Ruana sin cardar 

5. La vida afuera

Hoz de filo Bellota 

Termo Stanley 

Botijo de arcilla blanca 

Bolsa de lana y algodón Carradice 

Regadera de zinc 

Tumbona de madera 

Tijeras de podar Opinel 

Taza finlandesa Kupilka 

Leñero de esparto 

Sombrero pallés de paja 

Termo para comida Lusotermo 

Guadaña 

Guantes de jardinero 

Hacha de aizkolari

6. La intimidad

Bálsamo labial Suavina 

Taburete de castaño 

Jabón de alquitrán de abedul 

Maquinilla de afeitar de acero 

Reloj automático Omega 

Tintero de cristal 

Estufa de hierro Jøtul 

Piano de pared Offberg 

Libreta de piel 

Pañuelo de Portugal 

Costurero reciclado 

Butacones de lectura 

Guitalele Yamaha 

Papel de Armenia 

7. Asombros 

Telescopio astronómico 

Espejo circular de pan de oro 

Molinillo de café Elma 

Termoventilador de estufa 

Pequeña colección de plumas 

Metrónomo de pirámide Wittner 

Mapa provincial en relieve 

Binoculares Zenith 

Inhalador ayurvédico 

Globo terráqueo 

Pequeña colección de rocas 

Molde de ladrillos 

Pasador de hierro 

Cámara fotográfica Canon 

Lejía Sarmiento 

El cierre (para las vidas próximas) 

Pequeños milagros

1

Sé que hay una memoria que rodea nuestros días, que nos sostiene y nos cuida sin que la mayoría nos demos cuenta siquiera. Una memoria viva, que a veces duerme y se despereza cuando habitamos una casa, un bosque, una aldea, cuando pasamos por los lugares con la mirada mansa, sin un reloj que apremie para llegar a otro sitio, a otra idea, a otro estado de ánimo. Hay memorias que se van rehaciendo con el paso de los días y las manos y las rutinas de otros; y memorias menos afortunadas que terminan cubiertas de ese mismo polvo que cubre las fotografías antiguas cuando ya nadie las ve. Me gusta pensar que quedan suspendidas en el último instante de vida, y que esa nube de partículas solo es una niebla que envuelve todo como protección. Se posa continuamente hasta que alguien repara, se decide a mirar, tocar o escuchar. Todo está hecho de memoria, nuestros hogares recuerdan y hacen latir a todos los objetos que albergan y con los que forman una particular y maravillosa constelación. Podría ser la escoba de espigas, una cesta de mimbre, una libreta, un termo para comida o la caja de fósforos Golondrina. Cada uno de ellos tiene su propia melodía, hace posible la canción. Si nos dejamos acompañar por su presencia, podremos escuchar historias y maneras distintas, por qué no, de ver y estar en esta tierra que, quizás, lleva demasiado tiempo pidiendo otros ritmos y mañanas. ¿Seremos capaces de prestar atención?

2

Carlos Risco escribe (y mira) con la fuerza de otros tiempos. Forma parte de un diálogo en el que estamos todos inmersos, aunque algunos, todavía, no se han dado cuenta. Sabe que el mundo está hecho de multitudes que se trenzan, y que afuera hay vida más allá de la palabra. Porque lo que tienes en tus manos no es solo un libro. Mientras lo leía pensaba en un archivo, una despensa, una biblioteca, un surco o un semillero. Ya el título es una preciosa declaración de intenciones: es él el que acompaña estos objetos llenos de vidas, reflexiones e historias. Y lo hace de una manera única, saliéndose de ese atajo fácil que es el de hablar solo de uno mismo. Prefiere la lentitud, el estado de reposo: es ahí donde los objetos comienzan a hablar y compartir lo que traen con ellos, todo lo que recuerdan. También somos por todas esas presencias que invisibles hoy nos acompañan, aunque muchos no puedan verlas y seguir el diálogo. Carlos conversa con cada una de ellas desde un lugar en el que mira, respira, cuida y escribe de manera asombrosa y honesta. No son buenos estos tiempos en los que la vida pesa más de lo normal por esa inmediatez y urgencias impuestas, en un mundo atravesado por la emergencia climática, entre estas páginas podemos encontrar un remanso, un sendero que nos lleva a recordar dónde está lo verdaderamente importante. Porque es en lo que tenemos cerca donde sucede el milagro, donde se encuentran virtudes y principios a los que aferrarnos, espejos que nos miren de manera amable y nos pregunten: ¿Qué huellas querremos dejar a aquellos que vengan después de nosotros?

3

Este libro es guarida, corazón encendido, zaguán que nunca se cierra, pan que se acerca uno al pecho antes de compartirlo. Qué certeza la de Simone Weil al escribir que “prestar atención es una primera forma de amor, la más pura y más rara de generosidad.” Gracias a este libro siento que va más allá: es también celebración de otras liturgias, bondades y días, seres y costumbres que hicieron posible que estemos hoy aquí. Vivimos y caminamos sobre gestos y estelas que dejaron otros. Carlos sabe leerlas y darles vida porque no se cansa de mirar y no, no se conforma. Más allá de los árboles y las montañas que le rodean, sabe que vendrán otros a habitar y vivir con todo aquello que nos sobrevivirá. Custodio de oficios, retales y memorias, en su palabra podemos refugiarnos, y desear que siempre vengan otras manos de buen futuro, cuando ya no estemos, las que iluminen y sigan estas ceremonias.

María Sánchez

Limiar

Hubo un tiempo en que me esforcé en ser dueño y señor de mi tiempo. En realidad, es algo que todos intentamos siempre, pero se cumple a medias cuando aceptamos el juego de las jornadas y los salarios, de las horas por los euros, del trabajo de vivir por el trabajo de estar vivo. En mi buhardilla de Lavapiés, expuesta a temperaturas extremas como la atmósfera de un planeta periférico, la vida sucedía circular, de la redacción a la tasca, de la noviecita al concierto. Sostener esta partida, medio luminosa, medio precaria, llevaba esfuerzos y apreturas. Eran los años inmediatos al desparrame del Airbnb, el Ryanair, los Globo y toda esa enfermedad “disruptiva” que carcome Madrid y el mundo entero. Entonces no pensaba en eso. Lo que quería era una vida más ligera de equipaje, habitar lo imprescindible. Buscaba la cosa mínima, vivir sin demasiada huella para refugiarme de los antojos del mundo y, sobre todo, fundirme con los bosques, ahora que casi no quedan bosques. Quería tener un cobijo para intentar entender las sensaciones de suficiencia que habrían tenido Thoreau en su cabaña de Concord o Han Shan en su Monte Frío. Aquellos años en la ciudad fueron buenos y sabrosos. Sé convivir con el ruido y habito estos superorganismos sin fricción. Entiendo que la ciudad tiene sus ritmos propios, sus bufidos profundos, sus ajetreos deliciosos. Todo esto está muy bien. Pero cuando uno quiere habitar el silencio, el silencio real, debe escapar. Cualquiera en primero de budismo te dirá que el ruido está en ti, que lo realmente heroico es encontrar la quietud en medio del tumulto. Genial. Pero hablo aquí de silencio. De silencio mineral. De silencio opíparo. De soledad regalada, generosa, golosa. Para habitar el silencio no valen medias tintas. No sirve un pueblito, con vecinos chismosos cuyas voces trae el viento. No. Aquí sobran vecinos que encienden las desbrozadoras todo el año. Que quizá escuchen una música horrible. Vecinos a los que les gustan los petardos en las fiestas, los partidos los domingos, mandar audios de WhatsApp.

Compré la última tierra en el último camino del último pueblo serrano. En las costuras de Madrid, ya en la provincia de Ávila. La idea era construir una cabaña con mis propias manos. Mientras, viviría en una caravana sueca y sin permiso de circulación que compré de saldo a un chaval despistado y llevé hasta allí en el remolque de unos gitanos. Nunca llegué a construir la cabaña, pero tuve una experiencia de silencio muy reveladora en una hectárea de horizonte grande, con dos almendros fenomenales, mirando al sur, justo donde se cruzan las sierras de Gredos y el Guadarrama, fuera de las luces y los ruidos de los hombres. En aquella caravana de ocho metros cuadrados viví un año de dos primaveras. La casa más cercana estaba a siete kilómetros. Allí vi cómo el sol cambiaba de ángulo en las montañas y entendí un par de cosas sobre el firmamento. Mis vecinos fueron los jabalíes, los zorros y los herrerillos. Apenas tenía una placa solar y recogía el agua de lluvia. Fue el año más feliz de mi vida. De vez en cuando recuerdo aquel silencio y aquel vivir con las estrellas y sé que hay una capa de la vida en la que todo funciona. Ahí trato de regresar cada vez que me descentro, porque esto de vivir es un descentramiento constante y un continuo regreso a la inocencia, verdadera fuente de todo lo mejor. Creo que los años vienen para traernos a la edad de la tranquilidad y esta no es otra que ser tan mayor como uno decida ser, con la ventaja añadida de esa especie de sabiduría que aparece cuando los impulsos se amansan y las energías cambian. Es aquí cuando las horas se paladean de una forma nueva, cuando se presta otra atención a las cosas, o las cosas se dejan ver con una atención inesperada. Es cuando, de repente, los ojos sirven para ver y no solo para orientarse en este mundo de calores y olores, placeres y ansias que llamamos vida.

Hace poco que regresé a Galicia. Supongo que uno se va para volver y es precisamente ese el sentido de marcharse. Ahora vivo en una aldea despoblada en el interior despoblado de un país despoblado. Después de aquella caravana varada en las viñas, cómo no buscar un lugar donde la mejor gente es la no gente. Cuando conoces el mecanismo que esponja el espíritu y aplaca los nervios, sería una imbecilidad buscar otra cosa. Vine a esta aldea sin vecinos porque, aunque me gustan las personas, también me molesta su compañía. Encontré esta casa. O ella me encontró a mí, porque fue todo sencillo y rápido, como en los buenos amores. Está en la falda del monte sagrado con grandes piedras que llevan siendo adoradas por los hombres desde hace milenios, el mismo en el que construyeron en la Edad del Hierro una cabaña sudatoria para rituales desconocidos, es un monte con un gran bosque ancestral de robles sobre el valle a orillas del río que baña los villorrios donde se mezcló el ADN que porto. Esta es una aldea sin aldeanos. Un despoblado sin la presencia inquisidora de la gente. Aquí las horas cobran un aroma nuevo, la luz se vuelve densa, la vida tiene otro enfoque. Supongo que son estos ingredientes preparativos los que ayudan al ojo a mirar distinto y a descubrir la presencia de una regadera o de un plato como la mejor de las compañías. No hace falta venir al campo para observar de otro modo, pero son este tiempo ancho y este silencio mineral los que ayudan a mirar distinto. En la intimidad de una vida silenciosa, lo útil nos habla mejor. Las cosas cotidianas, las del trajín en la cocina, las herramientas del huerto, la ropa con la que uno envejece, tienen esa misión de compañía servil, porque han sido hechas para hacer la vida fácil. Y es aquí donde nos hablan en un lenguaje más sencillo y más próximo. Son, además, cosas hermosas, porque todo lo útil es también hermoso.

¿Puede una cuchara ser mi amiga? Si uno la mira con el ojo afinado resuelve que ciertamente sí. Hay algunas cosas con las que nos cruzamos para largo. Ellas y nosotros lo sabemos. Cuanto más las usamos, más las amamos. En la vida hay que elegir bien a quién se le confían los afectos. Ya no por miedo a los desengaños, que vendrán (y está bien que vengan), sino porque hay afectos con recompensa que hacen los nuestros mejores. El amor recíproco es siempre un amor más grande. Este librito es un conjunto de amores. Aquí están cien objetos a los que acompaño. Cien objetos a los que quiero de una manera profunda y transparente. Son objetos a los que doy compañía en el trocito de tiempo que me ha tocado vivir, en esta pequeña chispa que empieza apagarse después del fogonazo que la enciende. Los acompaño porque ellos, la mayoría, estaban antes que yo y seguirán estando cuando me vaya. Son herencias y serán herencias o mercancía de trapero, porque las vidas terminan en los cementerios y también en los rastrillos. Son objetos de la cocina y del taller, del armario y del jardín, de la bicicleta o el escritorio. Son las cosas útiles del vivir, las que nos hacen más humanos, las que nos ayudan. La mayoría son objetos humildes, sin lujos. Aliados hermosos en una época en la que todo se ha vuelto insoportablemente feo. Pequeñas presencias de cordura y un llamado a practicarla, porque cada objeto tiene una función y nos exige habitarlo completamente cuando lo empuñamos. Esto es un asunto importantísimo. En estas páginas están esa cuchara desparejada de una de las vajillas de plata de la familia con la que he encontrado un amor nuevo, el cuchillo fabricado a mano que está conmigo en todas las casas y en todos los cortes, las gafas que también le gustaban a mis antiguas novias, hoy difuntas (todo buen desamor es también un fantasma) y con las que sigo viendo el mundo. Como conjunto, los objetos son los que hacen un hogar y como entes individuales pueden leerse de manera independiente, porque este es un libro sin instrucciones. A estos objetos llevo dedicando unas palabras cada domingo en La Región, el diario circular de mi ciudad circular. Es el periódico donde escribía mi tío Vicente y el que lee mi madre cada mañana. Ella me ha guardado cada una de las páginas, porque siempre guarda todo lo que escribo. Pero el periódico no dura. Se gasta y ya casi se reutiliza. Ni se envuelve el pescado con él. Ahora los objetos se han hecho libro, este libro. A estos y muchos otros objetos seguiré acompañando desde mi silenciosa aldea despoblada, esta casa y esta aldea a quienes también acompaño, porque cualquier presencia es más importante que nosotros en esta cosa extraña del existir. Lo hermoso es observarlas con el ojo tierno y celebrar este encaje temporal nuestro, esta coincidencia en un mundo que avanza y se desencaja.

Bicicleta Peugeot Randonneur

La bicicleta, todo el mundo lo sabe, es el mejor invento de la humanidad. Al pedalear sucede el milagro: uno se autotransporta transformado en un centauro de hierro para explorar a la velocidad de la curiosidad, esa en la que la brisa te hace sonreír como sonríen los perros cuando sacan la cabeza por la ventanilla. En bicicleta puedes escuchar tu propia respiración, cantar a voz en cuello y oler lo que te rodea. Pero, sobre todo, fluyes por los sitios sin hacer ruido ni echar humos. Ser discretos es de buena educación.

Esta Randonneur fue uno de los primeros modelos de bicicleta francesa de cicloturismo, esa modalidad de viaje que inventó el poeta Paul de Vivie. Por eso tiene parrillas cromadas donde transportar alforjas y el manillar abierto para poder colgar un saco de dormir. Es de acero y sus tubos son delgaditos como unas piernas bien hechas. En el cuadro, tiene pintados a mano unos ribetes magníficos y alguien colgó una chapita con el nombre del anterior dueño. Sus manetas de freno son toscas como una hoz medieval. Las palomillas de las ruedas, caramelos envueltos. Pesa un poquito, pero la vida también pesa y hay que aprender a transportarla. A cambio, va a durar siempre, algo que no le pasa a las de aluminio o carbono ni a las bicis eléctricas, que pronto terminarán en los vertederos electrónicos africanos.

Le compré esta belleza a un campesino francés del Périgord por cuarenta euros. Estaba hecha polvo, pero aún así pudimos explorar mágicamente los mismos caminos que Montaigne a caballo quinientos años atrás. De vuelta a la Península, le saqué el óxido y ajusté los rodamientos. No llevo pedales automáticos, porque me bajo cada dos por tres para ver una iglesia, a beber agua de una fuente o saludar a un árbol. Tampoco voy vestido de ciclista ni llevo un pulsómetro porque sé muy bien cuándo el corazón me bombea fuerte, cuándo se para al encontrarme un manantial o se cruza un corzo en el camino. Es el instrumento perfecto para exploraciones de cabotaje y viajes significantes. Esta bicicleta también va a sobrevivirme.

Fósforos Golondrina

Es urgente que lo bien hecho no cambie. Y que podamos defender las pequeñas bellezas resilientes para que, además de a nosotros, acompañen también a los que siguen viniendo a esto de habitar un cuerpo y alimentarlo hasta que aparezca el tumor o el alzhéimer. No es pedir tanto. No. Apenas un poquito de equilibrio tipográfico, de sensibilidad en el color, de amor por lo pequeño. Lo humilde. Lo bien hecho.

Todo lo bueno cabe en una cajita de fósforos Golondrina. Basta frotar uno para que suceda el milagro del fuego y el sol florezca en nuestros dedos. Estas cajitas amarillas de fuego portátil son las madres de galaxias nuevas, que se forman con el choque violento de dos cuerpos. Cada vez que la fricción del fósforo hace llama recordamos el descubrimiento del fuego hace un millón de años. Les llamaron desde antaño fósforos “de seguridad”, porque no explotaban al friccionarlas si se encendían “suavemente hacia afuera del cuerpo”, como siguen advirtiendo.

Los fósforos Golondrina tienen el sabor de los viejos jabones decimonónicos y de los papeles encerados que envolvían la vida de antes del plástico. Están hechos de madera de pino y tienen la cabecita morena. El gesto de encenderlos varía: sin doblar los dedos, dejando que la caída del fósforo haga llama o en un movimiento circular que lo acerque a su lija iniciática. Apagarlos también tiene su estilo propio: con un soplido poético (hay quien dice que esto es femenino, pero ¿qué es lo femenino?), con un firme agitar de dedos (esto suena a trampero siberiano) o rompiendo el cadáver del fósforo contra el suelo (algo poco elegante). Tengo estos fósforos en cada rincón de casa. Para encender el papel de Armenia que limpia los pecados del baño, junto al incienso en la mesa de pensar, a los pies de las estufas. Contemplar las cajitas me pone contento y, cuando el fuego se reproduce y se hace grande, pienso en la vida de los hombres sucesivos, en la humanidad misma, pasándose la vida de unos a otros. Somos como las cerillas que nacen, copulan y mueren.

Cajita de madera lacada

Todos necesitamos un consuelo. Un lugarcito donde refugiarnos. Un espacio propio. A veces, basta un paseo por el bosque conocido para comprobar que el árbol que te llama sigue ahí y quedarte un rato en silencio. O tal vez acercarte a la fuente y dejar pasar las neuras viendo salir el agua nueva que llega desde la panza de la montaña. No son muchos los lugares importantes donde recordamos lo más limpio que nos habita y también lo más secreto. Si afuera son ramas y nacientes, adentro son cajitas y cajones. Tengo varias cajas heredadas para guardar cosas periféricas y también tesoritos personales. Una es la grande de las grullas y el sol oriental, que tiene un espejo dentro. Otra es la de madera de olivo, que nunca cierro sin dejar de aspirar el aroma de la tapa. La mejor, mi favorita, es la pequeña caja lacada en rojo.

No recuerdo bien de dónde salió esta caja. Pero sé que tiene muchas vidas. Está hecha de alguna madera ligera y pintada en un hermoso tono almagro. Apenas se distinguen los contornos de unas flores ingenuas en la tapa y la silueta de un pájaro en pan de oro. La laca se ha fundido con la madera y encarna sus vetas. Es una caja hecha para disfrutarse en la oscuridad y pierde belleza si le da la luz, porque su tarea es guardar secretos y los secretos comienzan cuando empieza a oscurecer. Alguien, que seguramente habrá vivido sin pensar que el planeta se acaba, desmontó su pequeña cerradura y tapó el hueco con pasta. Quizá perdieron la llave. En su lugar fijaron dos arandelas para un pequeño candado.

El interior de la caja es negro y brilla como una recompensa. Aquí guardo piezas de relojes, cargas de tinta, un destornillador de precisión. Son cosas importantes que sirven a otras cosas importantes. Me gusta usarla en estas tareas cotidianas y pensar qué otras cosas habrá guardado esta cajita silenciosa que tiene toda la fuerza de otro tiempo. Alguien que nunca conoceré tajó los leños. Encoló las juntas. Aplicó laca. Pero quien la hizo, quien la usó, quien la reparó, siguen aquí, conmigo, guardando sus cosas. Todos compartimos esta cajita. Es nuestro secreto.

Termómetro de pared

Quizá seamos el único planeta en esta galaxia con vida y con periódicos los domingos. Habitamos un superorganismo que nosotros, mequetrefes humanos, parecemos incapaces de comprender. Mientras seguimos desenterrando bosques del Pleistoceno para hacerlos arder en una pira global, la ciencia va decodificando esta criatura en la que vivimos, hecha de mares que piensan y bosques que caminan. Sus conclusiones son muy parecidas a las que ya habían llegado antes, y desde el espíritu, muchos de los pueblos originarios que aún sobreviven a orillas de la civilización.

La cosa es que hace calor. Que este pedrolo en el que damos vueltas se calienta como una brasa azuzada por el viento. Y que no hace falta mucho para que la especie humana sea un puñado de infelices intentando sobrevivir en el Polo Norte. Estos días de apocalipsis, todos miramos a los termómetros para saber si aún queda una posibilidad de clemencia que nos deje seguir con nuestros asuntos pequeños. Tengo amigos con opíparos sistemas digitales que les chivan hasta el estado de ánimo del aire. Yo tengo en la ventana un pequeño termómetro de pared.