Pasión oriental - Michelle Reid - E-Book

Pasión oriental E-Book

Michelle Reid

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Beschreibung

Pasión oriental El hijo secreto de Rafiq...Rafiq Al-Qadim era un tipo poco corriente: un príncipe mitad árabe mitad francés que ponía por encima de todo su orgullo y su lealtad a la familia... Y eso era algo que Melanie había descubierto hacía ocho años, cuando se había enamorado de él. Después, Rafiq había preferido creer unas terribles mentiras sobre ella y la había sacado de su vida sin pensárselo dos veces...Pero Melanie nunca había dejado de quererlo y, sin que él lo supiera, había tenido un hijo suyo. Había llegado el momento en el que Robbie necesitaba a su padre y ella tenía que sacar fuerzas de flaqueza para enfrentarse a Rafiq.Melanie había tomado la determinación de hacer que aceptara a su hijo... aunque se negara a perdonarla a ella...

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Michelle Reid. Todos los derechos reservados.

PASIÓN ORIENTAL, N.º 1411 - Enero 2013

Título original: The Arabian Love-Child

Publicada originalmente por Mills & Boon, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2627-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Rafiq Al-Qadim salió de una limusina con chófer y entró por las puertas de cristal del Banco de Rahman. En un brillaban con rabia. Detrás de él iba su nuevo ayudante, Kadir Al-Kadir, con la servicial actitud de aquel con quien probablemente su jefe iba a pagar su malhumor.

Cuando Rafiq se dirigió a los ascensores, la gente se hizo a un lado para dar paso a aquel hombre alto y fuerte. Él no se dio cuenta. Estaba demasiado consumido por la furia. Apretó el botón del ascensor y las puertas se cerraron, dejando fuera a Kadir Al-Kadir y al mar de rostros sorprendidos por su actitud.

Jamás lo habían visto así. Era conocido por su extremado autocontrol. Pero nunca había estado tan enfadado.

La rabia estaba amenazando con estallar.

El ascensor tardó menos de quince segundos en llegar a su destino. Las puertas se abrieron. Rafiq salió. Su secretaria lo miró, se puso pálida y bajó la mirada.

–Buenos días, señor –lo saludó–. Ha habido varios mensajes para usted, y la primera persona con la que está citado llegará dentro...

–No me pase ninguna llamada. Nada... –la interrumpió.

Siguió caminando con gracia viril. Su secretaria, Nadia, lo siguió mirando, sorprendida, porque tampoco ella había visto de aquel modo a su jefe.

La oficina de Rafiq era lujosa. Techos altos, suelos de mármol, y una pared acristalada. La pálida luz del sol de una mañana invernal de Londres iluminó su cabello negro y su duro perfil árabe.

Dejó el periódico en la mesa de mármol y con el golpe se se desbarató, mostrándole una de las páginas interiores. Era trabajo de Kadir rastrear los periódicos del mundo, marcar aquellas noticias que pudieran interesar al director del Banco de Rahman. Pero Kadir no volvería a cometer aquel error, pensó Rafiq con rabia, mirando el periódico. Lo había engañado una mujer, lo había tomado por estúpido. Y ahí estaba, estampado en la página central de un periódico sensacionalista español. Su vida privada aparecía aireada, manoseada y además era motivo de burla. El titular era:

Increíbles declaraciones: Serena Cordero deja a jeque millonario para casarse con su compañero de baile, Carlos Montes.

Hacía solo seis meses ella había estado unida a él como una lapa, lo había adorado y le había dicho que no podría amar a nadie más. La muy mentirosa, traidora e infiel. Su hermano Hassan le había advertido ya entonces acerca de Carlos Montes y Serena. Rafiq no había hecho caso a aquellos rumores, pensando que eran mera publicidad, para agregar un poco de sal a la gira que estaban realizando los dos bailarines de flamenco.

Ahora sabía la verdad, y casi masticaba la amargura de su engreimiento al creer que Serena no podría desear a otro hombre más que a él. Era la tercera vez en su vida que lo engañaba una mujer. Una vez, su madre, y otra, la única mujer a la que había amado. Después de aquella amarga experiencia, se había jurado que jamás volvería a dejarse engañar por una mujer.

Y le había pasado de nuevo.

Sonó su móvil. Lo sacó del bolsillo y se lo llevó al oído.

–Querido... –se oyó en español–. Por favor, no cuelgues. ¡Necesito que me escuches!

Rafiq endureció su gesto al oír el tono sensual al otro lado de la línea.

–Tenemos problemas con la gira. Necesitábamos una noticia que nos diera publicidad. Te quiero, Rafiq. Sabes que te quiero. Pero el matrimonio entre nosotros nunca fue posible. ¿No puedes aceptar la situación tal cual es?

–Eres la esposa de otro. No vuelvas a llamarme –dijo Rafiq, y colgó, tirando el teléfono como si estuviera apestado.

Se hizo el silencio. Delante de él estaba el teléfono que había arrojado y el maldito periódico. Pero a sus espaldas el resto del mundo se estaría riendo de él. Era un hombre en toda regla, y quien se riese de él se transformaría en un auténtico enemigo.

Recogió el periódico y lo tiró violentamente a la papelera, mirándolo de reojo. El nombre de Serena Cordero no volvería a aparecer ante sus ojos, juró, mientras el teléfono fijo que había en su escritorio sonaba. Le clavó los ojos negros y lo agarró como si fuera el cuello de su víctima.

–¡He dicho ninguna llamada! –gritó.

–Por tu tono, supongo que hoy has visto las noticias –dijo una voz seca.

Era su hermanastro, Hassan. Debía de habérselo imaginado.

Rafiq se giró y se dejó caer en su mullido sillón de piel.

–Si me has llamado para decirme «ya te lo dije», te aconsejo que te calles –contestó Rafiq.

–¿Debo compadecerte? –sugirió Hassan con ironía.

–Lo que puedes hacer es no meterte en lo que no te importa –respondió Rafiq. Luego agregó en tono grave–: ¿Lo sabe nuestro padre?

–¿Crees que no tenemos otra cosa que hacer que dedicarnos a comentar los cotilleos sobre tu vida amorosa?

–No tengo una vida amorosa –contestó, irritado, Rafiq. Aquello había sido parte del problema con Serena. No había sido fácil tener tiempo para compartir, con la apretada agenda de ambos... Apenas la había visto tres veces en los últimos meses. Cuando Serena viajaba por el mundo con su espectáculo, él volaba en dirección contraria por sus negocios.

–¿Cómo está nuestro padre? –preguntó.

–Está bien –le aseguró su hermano–. Los análisis de sangre han salido bien, y está bien de ánimo. No te preocupes por él, Rafiq. Tiene intención de ver nacer a su primer nieto.

Rafiq respiró profundamente. Los últimos seis meses habían sido un pulso para todos ellos. La enfermedad del viejo jeque había sido larga y penosa. Habían sido años de dolor y desgaste. Habían estado a punto de perderlo hacía seis meses. Pero, gracias a Alá, se había repuesto al oír la noticia de la próxima llegada de su nieto. Ahora la enfermedad estaba remitiendo, pero nadie podía decir cuánto tiempo seguiría así. Entonces, desde aquel momento, habían decidido acompañarlo siempre uno de los dos hermanos. El viejo jeque necesitaba el apoyo de sus hijos. Y ellos se quedaban tranquilos de que uno de los dos estaría presente si su padre empeoraba. Puesto que la esposa de Hassan, Leona, estaba en la última etapa de un embarazo muy deseado y esperado, Hassan había decidido que sería él quien se quedase en el hogar paterno, y se ocupase de los asuntos de estado. Mientras tanto Rafiq se ocuparía de los negocios internacionales de la familia.

–¿Y Leona? –preguntó Rafiq.

–Redonda –bromeó Hassan.

Pero Rafiq notó el tono de felicidad y orgullo en la voz de su hermano. Le hubiera gustado saber cómo era sentirse así.

Luego, se dijo que no, que no estaba dispuesto a pasar por aquel pedregoso camino, y cambió de tema. Era mejor hablar de negocios.

Pero cuando colgó, Rafiq siguió allí, dándole vueltas a la cabeza, y preguntándose por qué estaba tan enfadado.

Nunca había amado a Serena. Era cierto que el matrimonio entre ellos era algo imposible. Ella era hermosa y apasionada, la mujer perfecta para la cama, en realidad. Pero el amor jamás había sido el motor de su relación. Aunque a ella le gustase usar esa palabra con él. Había sido el sexo, solo sexo, lo que los había unido. Y añorar un amor como el de su hermano era una tontería.

Se puso de pie y se acercó a mirar por el ventanal. Recordó que en algún momento de su vida había creído encontrar el amor, y que luego se había dado cuenta de que no era de verdad. Desde entonces, no había buscado el amor. No quería volver a sentir que lo atrapaba penosamente. Ni deseaba pasar sus genes a nadie. Eso le correspondía a Hassan y a Leona, cuyos genes podrían mezclarse exitosamente.

Su corazón pareció encogerse e hizo un gesto de dolor. Estaba solo. La soledad de su vida le hacía envidiar a toda esa gente que caminaba por la calle allí abajo, porque seguramente tenían a alguien que los esperaba por la noche, mientras que él...

Bueno, él estaba allí, en su torre de marfil, personificando al rico y poderoso privilegiado, envidiado por todos... Cuando la verdad era que, a veces, en lo afectivo, se sentía tan pobre como un mendigo.

¿Sería culpa de Serena? No, de Serena no, sino de aquella otra mujer de cabello dorado, como el de la chica que estaba parada en la esquina, allí abajo, reflexionó. Melanie lo había destrozado. Bella, tímida y calculadora, había conocido a un Rafiq demasiado joven y confiado, lleno de optimismo, y lo había transformado en el hombre duro y cínico que era en la actualidad.

¿Dónde estaría Melanie ahora? ¿Qué habría sido de Melanie en los últimos ocho años? ¿Se acordaría de él alguna vez y de lo que le había hecho? ¿O se habría olvidado hasta de su nombre? Esto último sería lo más probable, pensó. Melanie podría haber tenido cara de ángel, pero tenía el corazón de una prostituta. Y las prostitutas no recordaban los nombres. El suyo estaría mezclado con todos los demás.

Su móvil volvió a sonar. Sería esa otra zorra, Serena, pensó. No era el tipo de mujer que se diera por vencida fácilmente. ¿Qué hacía? ¿Atendía la llamada? ¿La ignoraba?

Miró a la extraña de cabello dorado de la calle. Estaba dudosa. Parecía no saber adónde ir. Él comprendía aquella sensación.

En realidad, hasta la extraña de la esquina hubiera tenido más posibilidades de que atendiese su llamada que Serena.

No contestaría al teléfono, ninguna mujer merecía la pena.

De pie en la acera, frente al imponente edificio de mármol, acero y cristal, del Banco Internacional de Rahman, Melanie intentaba convencerse de que estaba haciendo lo correcto yendo allí.

¿Tendría alguna posibilidad de que aquello saliera bien?

¿Estaría perdiendo el tiempo al ir allí a ver a un hombre del que sabía, por experiencia, que no sentía ningún respeto por ella?

«Recuerda lo que dijo, recuerda lo que dijo», le advertía una voz en su cabeza. «Date la vuelta, Melanie. Vete».

Pero marcharse era la opción más fácil. Y las opciones fáciles nunca eran las suyas. O hacía aquello o se marchaba a casa y no le decía nada a Robbie. Estaba entre la espada y pared.

«Piensa en Robbie», se dijo firmemente, y se animó a andar hacia las puertas de metal plateado y cristal.

Al acercarse, vio su reflejo en el brillo del cristal. No le gustó. Una mujer demasiado delgada, de pelo claro, con un moño en la cabeza, y una gran palidez en la cara debido al estrés. Sus ojos parecían demasiado grandes, su boca, vulnerable. Sobre todo parecía demasiado frágil como para ir a ver a un arrogante como Rafiq Al-Quadim. Podría pisarla sin darse cuenta siquiera, le advirtió su reflejo.

«Te hará lo que te hizo la última vez. Te helará con la mirada y te echará».

Pero no dejaría que lo hiciera aquella vez.

Las puertas se abrieron y ella sintió un nudo en el estómago.

Al igual que su exterior, el interior del Banco de Rahman era de mármol, acero y cristal.

Tres plantas de paredes de cristal daban la impresión de un espacio abierto, pero lleno de ordenadores. Las plantas exóticas no lograban suavizar la fría atmósfera. Gente de traje gris o negro se movía con la confianza de aquellos que saben exactamente lo que están haciendo.

Era una oficina fría y sofisticada; todo lo que no era ella. El duro mundo de las finanzas no la fascinaba. Nunca la había fascinado, y jamás lo haría. Pero debía admitir que se había vestido para aquella ocasión con un traje negro acorde con aquel lugar.

¿Había sido deliberado? Sí, había sido deliberado, se contestó, mientras atravesaba el ajetreado edificio con sus zapatos de tacón, rumbo a los ascensores.

Se había vestido para impresionar, para hacer que él se lo pensara dos veces antes de que intentase echarla de nuevo. Melanie Leggett, vestida con vaqueros, jamás había logrado eso, pero Melanie Portreath, vestida con un traje de diseño, tal vez lo hiciera.

Una placa metálica que había entre dos de los ascensores indicaba los departamentos que había en cada piso. Dudó un momento. Luego pensó que solo podía estar en el último piso, porque a los poderosos ejecutivos les gustaba tener a sus inferiores debajo de ellos.

Ella lo sabía bien, puesto que hacía muchos años había tenido el papel de inferior que adora a su ególatra superior, y había conocido lo que era sentirse pisoteada. Era mejor que alejara aquellos pensamientos de su mente, pensó Melanie, mientras su corazón empezaba a acelerar su latido. Apretó el botón del último piso y apenas sintió que el ascensor se moviera. Estaba nerviosa y un poco excitada por lo que iba a hacer.

Iba a enfrentarse a la verdad, una oscura y peligrosa verdad en potencia.

La puerta del ascensor se abrió y sus rodillas comenzaron a aflojarse. Salió. El vestíbulo de aquella parte era más pequeño, pero refinado. El suelo estaba cubierto de alfombras y había un escritorio de acero delante de una pared de cristal cubierta con persianas.

Una mujer morena estaba trabajando detrás del escritorio. Alzó la mirada al ver acercarse a Melanie, se puso de pie y sonrió.

–¿Señora Portreath? ¡Encantada de conocerla! –sonrió cálidamente la mujer. Tenía un leve acento extranjero–. Mi nombre es Nadia –extendió la mano para saludarla–. Soy la secretaria del señor Al-Quadim. Me temo que el señor Al-Quadim está un poco atrasado esta mañana –se disculpó–. Y la información que envió su abogado ha llegado apenas hace cinco minutos. Por favor... –indicó varios sillones de piel–. Póngase cómoda mientras voy a ver si el señor Al-Quadim está disponible.

Melanie pensó que no estaría disponible para ella.

Nadia se dirigió a una puerta enorme de madera. Se detuvo como si necesitase recomponerse antes de golpearla, la abrió y entró.

Melanie pensó que, si su secretaria tenía que prepararse antes de ir a ver a su jefe... ¿qué la esperaría a ella?

Él era un hombre que podía petrificar a cualquiera con una sola mirada. Un hombre que podía echar a una persona solo con una palabra: «Vete».

Sintió un nudo en el estómago al recordarlo. Durante seis semanas la había cortejado y la había seducido para que se enamorase de él. Le había pedido que se casara con él y le había prometido la luna. Le había dicho que nadie podría amarla como la amaba él... Luego la había llevado a la cama y le había robado su inocencia. Después, con la prueba de una escena calculadamente preparada, le había dado la espalda con aquella palabra: «Vete».

¿Realmente quería volver a pasar por aquella humillación?, se preguntó Melanie. ¿Era una locura querer exponer a Robbie a lo mismo?

Empezó a pensar seriamente en darse la vuelta y cambiar de parecer.

La puerta de la oficina se abrió.

–¿Señora Portreath? –preguntó la secretaria.

Melanie no podía moverse. Era horrible. Por un momento pensó que iba a desmayarse.

–¿Señora Portreath...?

«Recuerda por qué estás haciendo esto», se dijo Melanie. Tenía que pensar en Robbie. Él la quería y estaba sufriendo en ese momento, sintiendo la vulnerabilidad de su propia vida, y más aún, la de ella. Rafiq no sabía a qué le había dado la espalda hacía ocho años. Se merecía la oportunidad de saber de la existencia de Robbie, y el niño se merecía la oportunidad de conocerlo.

Pero ella tenía miedo de lo que pudiera significar para todos ellos. Rafiq pertenecía a una raza y una cultura diferente. Veía las cosas a través de una mirada diferente a la de ella. Podría no querer saber nada de Robbie.

–¿Señora Portreath? El señor Al-Quadim la recibirá ahora.

Si Rafiq rechazaba a Robbie sería un golpe muy duro para él. Claro que no tenía por qué decirle nada acerca de su visita a Rafiq... Pero también sabía que, para su hijo, valdría la pena el riesgo. Debía hacerlo por Robbie. «Así que, hazlo por él, y tal vez empieces a dormir de noche», se dijo.

«Vete», resonó la orden de Rafiq en su cabeza. Debía soportar la posibilidad de volver a oírla, por Robbie.

–Sí, gracias –murmuró Melanie, recuperando el control de sí misma.

Una de las hojas de la puerta que daba al despacho de Rafiq quedó abierta. Nadia se quedó de pie, a un lado de la puerta, esperando que Melanie entrase.

Melanie dio un paso adelante y entró.

La habitación era otro ambiente de acero y mármol, con techos altos y una pared acristalada.

Frente al escritorio estaba Rafiq Al-Quadim. Llevaba un traje gris oscuro y estaba mirando unos papeles que había encima del escritorio. Los papeles que había enviado ella, reconoció Melanie. Sus requerimientos. Volvió a ponerse nerviosa. ¿Se habría enterado ya? ¿Lo sabría ya?

Melanie se quedó al lado de la puerta, esperando que él alzara la vista.

Rafiq pareció tardar en hacerlo deliberadamente. No estaba seguro de si había hecho bien en aceptar aquel encuentro con esa tal señora Portreath. Si bien la mujer había heredado la fortuna de los Portreath, sus millones eran poca cosa para un banco inversor como aquel. Randal Soames, el albacea de los bienes de los Portreath, lo había convencido para que aceptase aquella entrevista. Él había aceptado como un favor a Randal, porque la mujer se había obstinado en hacer uso de los servicios del banco, y más aún, en entrevistarse con él. Debía de ser muy manipuladora como para haber convencido a Randal Soames de que fuera contra su propio juicio.

No le gustaba ese tipo de mujer. Claro que era cierto que despreciaba a todas las mujeres.

–La señora Portreath está aquí, señor –le informó Nadia valientemente, puesto que sabía el malhumor que tenía su jefe.

Rafiq hizo un esfuerzo e intentó sonreír al levantar la cabeza. Lo que vio fue como un hachazo a su corazón. Por un momento, se preguntó si no estaría viendo visiones. No podía creerlo. Parecía que había conjurado su presencia allí. En cualquier momento aparecerían otras dos mujeres: Serena y su madre. Las tres brujas.

Cuando Rafiq alzó la cabeza, Melanie sintió que no podía respirar.

Él no había cambiado, fue su primer pensamiento. Seguía teniendo el porte de un gladiador romano y el gesto de quien no muestra debilidad alguna. Tenía el pelo negro azabache como siempre, las manos grandes y fuertes como las recordaba. Podía llenar una habitación con aquel tamaño y aquella presencia sólida y eléctrica, pensó Melanie.

Sin embargo, su altura y su tamaño, añadido a su actitud reservada, le habían hecho ser muy amable con él. ¿Por qué habría sido? No era un gigante vulnerable. Más bien había sido cruel, un hombre sin corazón, del modo en que la había echado.

Melanie esperó encontrar aquel despiadado brillo en sus ojos, pero lo que encontró la dejó helada: eran los mismos ojos de Robbie. Los hermosos ojos negros de Robbie. Las largas pestañas de Robbie, y el corte de cara suyo también.

Y su belleza, ¡Dios santo!, se había olvidado de aquella belleza masculina.

¿Cómo podía ser indiferente a él cuando había sido él quien había cincelado la imagen de su hijo? Era como mirar el futuro y descubrir a su adorado Robbie con treinta y tantos años; un hombre atractivo destinado a romper corazones del mismo modo que lo había hecho su padre. No sabía si eso la enorgullecía o le preocupaba. Pero... ¿Por qué pensaba en esas cosas en aquel momento, en que debía ocuparse de cosas más importantes?

Sentía nervios y temor en su interior. Tenía ganas de llorar. Llorar por un amor perdido, por un amor irrecuperable. No quería sentirse así. Le dolía tanto como si hubiera sido ayer cuando él la había apartado de su vida.

Un movimiento detrás de ella llamó su atención. Estaba allí la secretaria aún, preguntándose seguramente, qué ocurría. Ni ella ni Rafiq habían dicho una sola palabra. Rafiq estaba helado, en estado de shock. Era evidente que no podía articular una sola palabra.

Así que tendría que ser ella, pensó Melanie.

Había estado planeando cómo reaccionar cuando llegase aquel momento. Se trataba de que reuniese fuerzas para poner el plan en acción. Pero no era fácil. Había ido allí pensando que Rafiq había destruido todo lo que sentía por él. Y ahora sabía que no era cierto.

Caminó hasta su escritorio hasta que quedó a medio metro de él.

Lo miró. Ella era alta, pero en comparación con Rafiq parecía pequeña. Y esos anchos hombros.... Y su torso viril y musculoso...

Debía dejar de reparar en su musculoso cuerpo, porque aquello la sacudía por dentro.

Lo miró y sus ojos negros parecieron tirar de ella como un imán para que se acercase más a él.

Ella se resistió. Luego, con toda la sofisticación que había adquirido en aquellos ocho años, murmuró:

–Hola, Rafiq. Ha pasado mucho tiempo, ¿no? –y extendió una mano sorprendentemente firme para saludarlo.

Capítulo 2

Fue como un puñetazo en el estómago.

Melanie estaba de pie, delante de él. No era un fantasma. No era un espectro salido de las profundidades de sus amargos recuerdos. Era el mismo cabello dorado, ojos color miel, piel blanca, rasgos perfectos... La misma boca pequeña, suave y tentadora de siempre. Y esa voz suave y sensual, que parecía atravesar sus sentidos como el recuerdo de las caricias de una amante.

Sin embargo en otros sentidos no era la misma Melanie. La ropa no hacía juego con la antigua Melanie, ni el peinado. La vieja Melanie llevaba vaqueros gastados y zapatillas, no zapatos de piel hechos a mano, con tacones, ni un traje negro que gritaba el nombre de su diseñador. Solía llevar el cabello suelto, enmarcando su rostro, cayendo libremente sobre los hombros... Claro que entonces ella tenía solo veintidós años.

–¿Qué has venido a hacer aquí? –preguntó Rafiq sin contemplaciones.

–Estás sorprendido –ella sonrió con ironía–. Tal vez debí avisarte con antelación.

Aquella sonrisa lo golpeó dentro de su ser como si fuera veneno. No era justo que aún lo estremeciera.

–No habrías podido pasar de la Planta Baja –respondió él con una sinceridad despiadada.

Eso borró la sonrisa de la cara de Melanie, y ayudó a que Rafiq aliviara su inoportuna excitación.

Ella se movió, incómoda. Y lo mismo hizo otra persona. Rafiq descubrió a su secretaria al lado de la puerta. Sintió rabia. Era la segunda vez que Nadia lo veía comportarse groseramente.

–Gracias, Nadia –la despidió con frialdad.

Su secretaria se fue, algo confusa. Melanie se dio la vuelta para verla marchar. En una hora todo el edificio sabría que el señor Rafiq estaba sufriendo un drástico cambio de personalidad, pensó él mientras Melanie volvía la cabeza hacia él.

–Te tiene miedo –se atrevió a comentar Melanie.