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Rafferty contra Rafferty Con el corazón roto, Bria Rafferty estaba a punto de entregar los papeles del divorcio a su marido cuando este sufrió un accidente que le hizo perder la memoria. Al despertar del coma no recordaba nada de lo sucedido durante los seis meses anteriores, ni siquiera el desgarrador acontecimiento que impulsó a su esposa a marcharse. Sam creía que aún vivían juntos en el rancho Sugar Creek y que todo iba bien. Para ayudarlo a recuperarse, Bria se trasladó de nuevo al rancho. Pero, una vez allí, no pudo resistirse a una noche robada. ¿Soportaría dejar a su marido por segunda vez… o encontraría el valor necesario para quedarse?
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Seitenzahl: 173
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Kathie DeNosky. Todos los derechos reservados.
RECORDAR EL AMOR, N.º 1877 - octubre 2012
Título original: His Marriage to Remember
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1085-3
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
–¡Hey, Sam! ¿Quieres hacer el favor de dejar de recoger margaritas como si fueras un niño pequeño y abrir la verja de una vez? –exclamó alguien desde la plataforma que había tras el pasadizo.
Maldiciéndose a sí mismo por haberse despistado, Sam Rafferty, contratista de ganado para rodeos, abrió la verja para guiar al siguiente toro. Debía concentrarse en lo que estaba haciendo y olvidar los asuntos de su vida que no podía controlar. De lo contrario, alguien podría acabar resultando herido.
Nate, su hermano pequeño, se acercó a él y ambos contemplaron al hombre que montó en la ancha espalda de Bumblebee, el toro para rodeos más grande y malo de los que tenía Sam. Nate no apartaba la mirada del toro, pero Sam notó que su hermano pequeño estaba sopesando qué decirle.
–¿Viene hoy Bria? –preguntó finalmente Nate.
–Sí.
Ninguno de los dos hombres apartó la mirada del toro y su jinete.
–¿Quieres hablar de ello?
–No –Sam apretó la mandíbula con tal fuerza que temió romperse un par de dientes mientras esperaba a que Nate siguiera interrogándolo.
Al parecer, Nate sintió que estaba pisando terreno delicado y asintió sabiamente a la vez que se alejaba.
–Bien dicho, Sam.
Aparte de decirles a sus hermanos que su esposa y él iban a divorciarse, Sam no había hablado con nadie sobre la ruptura de su matrimonio, y no pensaba hacerlo. Bria tenía sus motivos para querer separarse. Él no estaba de acuerdo, desde luego, pero eran lo suficientemente importantes como para que ella quisiera dejar atrás los cinco años que habían estado juntos, tres de ellos casados.
Cuando vio la señal que le hacía el encargado de los pasadizos, abrió automáticamente la verja para que pasara el siguiente toro. Comprendía y respetaba que Bria quisiera el divorcio cuanto antes para poder seguir adelante con su vida, aunque no estaba de acuerdo en que acabar con su matrimonio fuera la única respuesta a sus problemas. ¿Pero por qué había tenido que elegir aquel fin de semana en particular para llevarle los papeles que había que firmar para el divorcio? Sabía que aquellas eran las fechas en que sus hermanos y él se reunían para organizar el rodeo Memorial Hank Carvet, acontecimiento con el que honraban el recuerdo del padre adoptivo que los acogió y enderezó sus vidas cuando el sistema ya había renunciado a ellos como causas perdidas.
Mientras volvía a abrir la verja para que pasara otro toro, pensó en el hombre que salvó a seis complicados adolescentes de una vida tras las rejas, o, peor aún, de una muerte temprana. Campeón en numerosas ocasiones de los circuitos de rodeo del país, Hank había amasado una considerable fortuna cuando se retiró a los treinta y ocho años. Pero en lugar de gastar sus ganancias en llevar una vida de lujo, puso en marcha el Last Chance, un rancho para chicos con problemas, porque, como solía repetir una y otra vez, no había nunca una causa perdida en lo referente a las personas. Todo el mundo podía cambiar y sobreponerse a las circunstancias para convertirse en alguien mejor.
Sam respiró profundamente mientras pensaba en el hombre cuya vida acabó demasiado pronto debido a un fulminante infarto. Hank utilizó sabiamente el trabajo en el rancho y en los rodeos para ayudarlo a él y a sus hermanos a superar la rabia y agresividad que sentían a causa de las injusticias que habían experimentado en su juventud. Los aconsejó, fue su mentor y les enseñó a comportarse como hombres íntegros. Los alentó a estudiar y estableció un fondo de fideicomiso para que pudieran ir a la universidad. Hank Carvet era directamente responsable de que se hubieran convertido en los hombres que eran, y todos ellos eran conscientes de que le debían más de lo que nunca podrían pagarle.
Por eso le irritaba tanto que Bria se hubiera empeñado en no esperar para llevarle los papeles del divorcio a pesar de saber cuánto significaba para él y sus hermanos aquel rodeo en particular. ¿Por qué tenía que mostrarse tan ansiosa por librarse de él?
Volvió la vista hacia las tribunas en que se hallaba el público y su mirada se detuvo en una mujer de pelo castaño rojizo que se dirigía hacia la zona de asientos reservada para las novias y esposas de los participantes en el rodeo. A pesar de todo lo que había pasado entre ellos, de las tormentosas acusaciones y dolorosas decepciones, Bria Rafferty aún lo dejaba sin aliento y hacía que su corazón latiera más rápido cada vez que la veía. Y se temía que siempre sería así.
Cuando sus miradas se encontraron, sintió que se le encogía el corazón. Habían llegado a un punto muerto y, si lo que realmente quería Bria era terminar con su matrimonio, él no pensaba interponerse en su camino. La quería demasiado como para obligarla a mantener una situación que le producía tanta infelicidad.
–¡Sam!
–¡Cuidado!
–¡Sal de ahí, Rafferty!
Los urgentes gritos de sus hermanos y del resto del personal que se hallaba tras los pasadizos hicieron salir a Sam de su ensimismamiento.
Al volverse para ver por qué trataban de llamar su atención, escuchó un enfadado mugido a la vez que veía a un toro de unos setecientos kilos lanzado hacia él como un tren de mercancías fuera de control.
Sin tiempo para subir a lo alto de la valla, y sin tener dónde refugiarse, Sam supo que su única oportunidad de evitar el desastre sería utilizar las manos para tratar de apartar la cabeza del toro a la vez que saltaba a un lado. Y tal vez hubiera tenido éxito si hubiera contado con el espacio suficiente para hacerlo. Pero no fue así, de manera que no logró evitar por completo la embestida y sintió que su cabeza chocaba violentamente contra la verja de acero a la vez que escuchaba el grito horrorizado de una mujer.
Experimentó un punzante dolor en la nunca antes de sentir que un telón de completa oscuridad caía sobres sus ojos. Trató de mantener estos abiertos. Quería tranquilizar a Bria, decirle que, fuera lo que fuese lo que le pasara, solo quería lo mejor para ella.
Pero no tuvo más remedio que cerrar los ojos y dejarse sumergir en el tranquilo abismo negro de la inconsciencia.
De pie en la sala de espera del hospital, Bria se cruzó de brazos para tratar de reprimir los escalofríos. No le sirvió de nada. A pesar de estar en pleno junio, y en Texas, no podía parar de temblar.
Había experimentado un intenso terror al ver cómo embestía el toro a Sam para luego golpearlo con su enorme cabeza contra la valla. Afortunadamente, no tenía cuernos, y tampoco lo había pisado. Nate y los hermanastros de Sam habían reaccionado de inmediato para distraer la atención del toro, y la ambulancia no había tardado en llegar.
Respiró temblorosamente. Ella era la responsable del accidente, y no había más vueltas que darle. Si hubiera esperado un día más a llevar los papeles del divorcio, o si Sam no la hubiera visto y se hubiera distraído, no estaría en aquella sala de espera mientras lo examinaban para comprobar su estado.
Pero el rodeo estaba a solo dos horas de su nueva casa en Dallas y había querido tener los papeles listos antes de estrenarse en su nuevo trabajo de consultora de mercados para uno de los principales grandes almacenes del estado. Si no se hubiera visto en medio de un atasco en la autopista, habría llegado con tiempo de sobra para dejarlo todo arreglado y marcharse antes de que empezara el peligroso rodeo.
Contuvo un sollozo. Daba igual por qué se había retrasado o que hubiera querido seguir adelante con su vida. Sam era el único que iba a pagar el precio de su impaciencia.
–¿Hay alguna noticia, Bria? –preguntó alguien a sus espaldas.
Bria se volvió y vio a Nate y a sus hermanos. Altos y atractivos, de facciones duras, los cinco eran vaqueros desde el sombrero hasta las puntas de sus botas Justin. Los seis jóvenes que había acogido Hank Carvet habían llegado a hacerse muy ricos, aunque a simple vista parecían duros trabajadores con los pies en el suelo que preferían sus vaqueros y sus camisas de franela a la ropa de diseño. Nate era el único hermano biológico de Sam, pero los otros cuatro hombres a los que llamaban hermanos no habrían significado más para ellos aunque hubieran compartido la misma sangre.
–Acaban de llevarlo a la sala de rayos x… Luego le van a hacer… un escáner –Bria no pudo evitar que su voz se quebrara.
Nate le pasó un brazo por los hombros y la estrechó contra su costado.
–Seguro que se va a poner bien.
–Sam es duro como el acero –añadió Lane Donaldson.
De la misma edad de Sam, Lane se había licenciado en la universidad en Psicología, ciencia que utilizaba con bastante éxito como jugador profesional de póker. Pero Bria no creía haberlo visto nunca menos seguro de sí mismo.
Ryder McClain, el más tranquilo de todos, asintió.
–Probablemente ya estará dando la lata a los médicos para que lo suelten.
–Espero que tengáis razón –murmuró Bria, sintiéndose impotente.
–¿Quieres que te traiga algo, Bria? ¿Café, o agua? –preguntó T. J. Malloy, solícito. Era el más atento de los hermanos, y a Bria no le extrañó que lo fuera con ella.
–Trae café para todos, T. J. –ordenó Nate sin esperar a que Bria respondiera.
–Te acompaño para ayudarte –se ofreció Jaron Lambert a la vez que se volvía para seguir a T. J. Antes de salir se volvió–: ¿Quieres algo más, Bria? ¿Algo de comer?
–Gracias, Jaron, pero no tengo hambre. Además, creo que no podría comer nada aunque la tuviera –dijo Bria, agradeciendo que los hermanos de Sam estuvieran con ella. La trataban como a una hermana e iba a echarlos mucho de menos cuando se divorciara y dejara de formar parte de su familia.
–Ven a sentarte –dijo Nate, que la tomó del brazo para conducirla hasta uno de los asientos que había junto a la pared–. ¿Ha recuperado Sam la conciencia en la ambulancia mientras veníais?
Bria negó con la cabeza.
–Creo que empezaba a recuperarla cuando se lo llevaron para examinarlo, pero no me han dejado pasar con él. El doctor saldrá a informarnos en cuanto se sepa algo. ¿Qué ha pasado con el rodeo? –preguntó, consciente de que la monta de toros era normalmente la última parte del espectáculo.
–No te preocupes. Lo hemos dejado todo arreglado –dijo Lane mientras ocupaba una de las sillas–. En lo único que tienes que pensar ahora mismo es en Sam.
–Ojalá salieran a decirnos algo –incapaz de seguir sentada, Bria se levantó y se acercó al pasillo que daba a la zona en que tenían a Sam. ¿Por qué estarían tardando tanto?
T. J. y Jaron regresaron unos minutos después con los cafés.
–¿Aún no se sabe nada? –preguntó T. J. mientras entregaba una taza a Bria.
Justo en aquel momento entró en la sala de espera un hombre con una bata blanca.
–¿Señora Rafferty? –dijo mientras se acercaba a Bria.
Bria y los demás se levantaron al unísono, expectantes.
–Soy el doctor Bailey, el neurólogo de guardia –su expresión no revelaba la clase de noticias que podía tener–. Siéntese para que le explique cómo está su marido –el doctor esperó a que todos estuvieran sentados para hacer lo mismo–. Sam ha recuperado la conciencia poco antes de que lo lleváramos a la sala de rayos x, lo que es una buena señal. No hay evidencia de huesos rotos.
Nate debió sentir que Bria necesitaba su apoyo, porque la tomó de la mano e hizo la pregunta que ella no se atrevía a hacer.
–¿Capto un «pero» en sus palabras, doctor?
–El escáner muestra que Sam ha sufrido una severa conmoción, pero no hay indicios de derrame cerebral, lo que es buena señal –explicó el doctor Bailey–. Sin embargo, hay un poco de inflamación.
–¿Qué significa eso? –preguntó Jaron. Con su pelo, negro como el azabache, y su sombría actitud, no era la clase de hombre con el que otros hombres tendrían valor de cruzarse.
–Puede que haya complicaciones, o no. A lo largo de las próximas veinticuatro horas podremos comprobar si el edema empeora. Si es así, puede que haya que operar.
Horrorizada, Bria se cubrió la boca con la mano.
–No creo que tengamos que llegar a eso, señora Rafferty –añadió rápidamente el doctor Bailey–. La inflamación no ha aumentado, pero hay que estar atento a otros posibles problemas neurológicos.
–¿Qué clase de problemas? –preguntó Ryder con expresión de querer golpear a alguien.
–Con las lesiones cerebrales siempre existe la posibilidad de una pérdida de memoria, o de un cambio de personalidad –contestó el médico–. No estoy diciendo que sean problemas inevitables, o que vayan a ser permanentes si surgen; pero existe la posibilidad de que se den.
–¡Cielo santo! Esto no puede estar sucediendo –murmuró Bria mientras las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas.
Nate le pasó un brazo protector por los hombros.
–¿Cuándo podremos verlo, doctor? –preguntó.
–Está en observación en cuidados intensivos, pero dos de ustedes pueden pasar a verlo unos minutos. Después podrán visitarlo cada dos horas –el doctor se levantó y estrechó las manos de todos–. Volveré a hablar con ustedes mañana por la mañana. De momento, una de las enfermeras los conducirá hasta la unidad de cuidados intensivos.
Mientras el médico se alejaba, Jaron le palmeó el brazo a Bria.
–Todo va a ir bien, Bria. Estoy seguro de que Sam superara esto sin problemas.
–No conozco un tipo más duro –añadió T. J.–. Saldrá adelante.
–¿Por qué no vais tú y Nate a verlo mientras el resto vamos a la sala de espera de la UCI? –sugirió Lane a Bria.
Mientras subían en el ascensor, Bria se preguntó cuánto habría contado Sam a sus hermanos sobre su divorcio. Conociéndolo como lo conocía, probablemente solo les habría contado lo imprescindible.
Suspiró. Era posible que hubiera decidido que ya no quería seguir siendo su esposa, pero quería estar con él hasta que el diagnóstico estuviera claro. Pero tampoco estaba segura de si debía quedarse. A fin de cuentas, estaban a punto de divorciarse.
–Tal vez no debería estar aquí, Nate –dijo, indecisa.
Su cuñado la miró como si se hubiera vuelto loca.
–¿Por qué diablos dices eso, Bria?
–Sam y yo estamos a punto de divorciarnos. No estoy segura de que quiera que esté aquí.
–Aún no habéis firmado los papeles y, por lo que a mí se refiere, y estoy seguro de que en el estado de Tejas estarán de acuerdo conmigo, aún seguís casados.
–Pero…
–Pero nada. Sigues siendo la esposa de Sam, y lo seguirás siendo hasta que vuelva a ponerse en pie. A fin de cuentas, sois vosotros dos los que tenéis que resolver el asunto.
Bria supuso que Nate estaba en lo cierto. Hasta que el divorcio fuera definitivo, Sam y ella seguían siendo marido y mujer. Si hubiera que tomar alguna decisión en nombre de Sam, todos se volverían hacia ella en busca de respuestas. Además, quería estar con él hasta asegurarse de que se encontraba bien.
Mientras avanzaban hacia la UCI tuvo que morderse el labio inferior para evitar que le temblara. A pesar de que estaban a punto de dar por zanjada su relación, aún se preocupaba mucho por Sam. Simplemente, no podía seguir viviendo con él. No después de lo que le había hecho cinco meses atrás. Lo necesitó a su lado cuando perdió el bebé, pero lo único que obtuvo fueron sus excusas porque no podía dejar su empresa de contrato de ganado durante un rodeo.
Cuando entraron en la habitación en que estaba Sam, una solitaria lágrima se deslizó por la mejilla de Bria al verlo. Tenia un gran chichón en la sien derecha y un feo moretón a lo largo de la mandíbula. Afortunadamente, tenía los ojos abiertos y se notó de inmediato que los había reconocido.
–¿Queréis hacer el favor de decirle a esa gente que me devuelva la ropa para que pueda marcharme de aquí? –preguntó, impaciente.
–Algunas cosas nunca cambian –la sonrisa de Nate reflejó el alivio que sintió Bria–. Veo que ese toro no ha logrado librarte de tus malas pulgas.
Bria se acercó a la cama y, sin poder contenerse, alzó una mano para acariciar el pelo rubio oscuro de Sam.
–¿Te duele la cabeza, Sam?
Sam la tomó de la mano.
–No te preocupes, cariño. Estoy bien. Solo busca mi ropa. En cuanto me vista podremos irnos a casa.
–Tienes que quedarte aquí uno o dos días para que puedan asegurarse de que estás bien –dijo Bria a la vez que lo tomaba de la mano.
–Descansaré mejor en casa, en nuestra cama –insistió Sam–. Incluso te dejaré jugar a las enfermeras conmigo si es lo que hace falta para que me dejen salir de aquí.
Bria miró a Nate con expresión perpleja.¿Por qué insistía en que volvieran a casa juntos? Hacía tres meses que ella se había ido del rancho. Y si aquello no era suficiente para dejar claro que algo iba mal, su comentario sobre jugar a enfermeras bastó para confirmarlo. Otro motivo por el que había sentido que su matrimonio no tenía esperanza era el hecho de que Sam tenía tanto orgullo y seguridad en sí mismo que nunca la hacía sentir que realmente la necesitaba para otra cosa que para hacer el amor. Si estuviera siendo él mismo, jamás se habría planteado permitirle «jugar a las enfermeras» con él.
–¿Sabes en qué mes estamos, Sam? –preguntó con cautela.
Sam frunció el ceño y la miró como si fuera ella la que tenía problemas.
–Estamos en enero. ¿No lo recuerdas? Celebramos el año nuevo juntos antes de que me fuera a Oklahoma con el ganado. Eso fue la última semana. Y ahora, ¿quieres dejar de hacerme preguntas y ponerte a buscar mi ropa.
Bria sintió que su corazón dejaba de latir por un instante. Hacía seis meses que Sam había hecho aquel viaje a Oklahoma.
–Se está haciendo tarde y hay dos horas de aquí al rancho. ¿Por qué no te quedas aquí a pasar la noche y vemos qué te dicen por la mañana? –dijo Nate–. Entretanto, Bria y yo trataremos de encontrar tu ropa.
–Me parece buena idea –asintió Bria rápidamente. Tenían que hablar cuanto antes con el médico sobre los evidentes problemas de memoria de Sam–. Ahora trata de descansar un poco. Estoy segura de que podremos resolverlo todo por la mañana.
Sam no parecía especialmente contento con la idea, pero, finalmente, asintió.
–¿Te importa dejarme un minuto a solas con mi esposa, Nate?
–Claro que no, hermanito –Nate se encaminó hacia la puerta–. Estaré en la sala de espera con los demás, Bria.
En cuanto Nate salió, Sam volvió su penetrante mirada azul hacia Bria.
–¿Qué tal estás? Espero que no te asustaras mucho.
Bria no entendía por qué le preguntaba por su estado. A fin de cuentas era él quien había sufrido el accidente.
–Estoy bien. ¿Por qué lo preguntas?
–Estamos intentando que te quedes embarazada y cuando te llamé de Oklahoma la otra noche me dijiste que ibas a comprarte una prueba para el embarazo –dijo Sam mientras la miraba con expresión esperanzada–. ¿Estás embarazada?
Bria fue incapaz de contener un estremecimiento al escuchar aquello. Además de su embarazo, Sam parecía haber olvidado por completo que perdió al bebé en la séptima semana. Aquello sucedió seis meses atrás y fue la gota que colmó el vaso y le hizo tomar la decisión de pedir el divorcio. Estaba claro que algo iba muy mal si Sam no recordaba lo sucedido en los tumultuosos meses transcurridos desde entonces.
–No, no estoy embarazada –contestó Bria, decidida a hablar con el neurólogo cuanto antes–. Ahora descansa un poco. Yo volveré a verte más tarde.
–No te preocupes, cariño –Sam sonrió–. Tampoco llevamos tanto tiempo intentándolo. Estoy seguro de que no tardarás en quedarte embarazada.
Incapaz de decir nada más, Bria asintió y se volvió para irse.
–¿No vas a darme un beso de buenas noches, corazón? –preguntó Sam.
–Yo… eh… –Bria no sabía qué hacer. Finalmente, se besó la punta del dedo índice y apoyó este sobre los labios de Sam–. Tienes que descansar para que te permitan irte cuanto antes. Trata de dormir un poco.
–Me va a costar mucho lograrlo sin tenerte a mi lado –dijo Sam con una sonrisa que siempre hacía que el corazón de Bria latiera más rápido.