Relación de 1520 - Hernán Cortés - E-Book

Relación de 1520 E-Book

Hernán Cortés

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Beschreibung

La relación de 1520 de Hernán Cortés —generalmente conocida como su segunda carta de relación— es uno de los documentos más importantes de nuestro pasado: es el registro más antiguo, y uno de los pocos escritos por un testigo presencial, de eso que conocemos como conquista de México. Aunque no es exactamente una historia de ese acontecimiento, su lectura es indispensable para comprender la manera en que este soldado extremeño conoció, negoció y se enfrentó con los principales pueblos del centro de Mesoamérica entre mediados de 1519 y fines de 1520, desde que los expedicionarios dejaron Veracruz hasta que, en un acto de ingenio, Cortés bautizó como Nueva España la tierra que había venido "pacificando". Quinientos años después de los hechos, volver al origen de nuestro conocimiento de ese momento resulta fundamental para entenderlo de un modo más preciso y mejor fundamentado: como una justificación personal, una forma de explicar a toro pasado algunas decisiones de los conquistadores. Esta nueva edición está basada en la versión más antigua que se conserva —un folleto publicado en Sevilla en 1522—, pero con la ortografía modernizada, y se acompaña de un glosario que permite comprender esa lengua que es la nuestra pero en algún grado no lo es, y un índice de nombres, todo lo cual facilita la lectura en y desde el presente. "[La relación de 1520] culmina con la revelación de la excepcional civilización que existía en México-Tenochtitlan y sólo puede compararse en interés con los diarios y cartas en que Colón describía el mundo que iba descubriendo […] Cortés refiere el principio de una azarosa conquista y el esplendor de un imperio extenso, complejo y poderoso". José Luis Martínez, autor de "Hernán Cortés"

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Relación de 1520

Relación de 1520

HERNÁN CORTÉS

Transcripción, introducción, sumario, índice y glosario de Luis Fernando Granados

Primera edición, 2021

© de la introducción, el sumario, el índice y el glosario: Luis Fernando Granados, 2021

Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores

Imagen de solapa: retrato apócrifo de Hernán Cortés joven, atribuido a Juan Aparicio Quintana

D. R. © 2021, Libros Grano de Sal, SA de CV

Av. Río San Joaquín, edif. 12-B, int. 104, Lomas de Sotelo,

11200, Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México

[email protected]

www.granodesal.com GranodeSal

LibrosGranodeSal grano.de.sal

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-99465-0-0

Índice

Introducción

Sumario

Relación de 1520

Índice de nombres

Glosario

Introducción

I

Las cartas de relación de Hernán Cortés son demasiado conocidas. No lo son, sin embargo, en el sentido en que hoy se usa ese adverbio, como sinónimo de “mucho” o “un montón”, sino en su acepción original, que proviene de la frase que le dio origen: a fuerza de creer que las conocemos, en efecto, hemos terminado por conocerlas de más. Tal exceso de conocimiento ha provocado una situación tan paradójica como perniciosa. Tanto las conocemos, o tanto creemos conocerlas, que en términos generales hemos olvidado lo que son, lo que dicen, lo que callan, lo que buscaban y lo que puede hacerse con ellas para estudiar la gran guerra mesoamericana que acabó con la hegemonía de la alianza acolhua-mexica-tepaneca en el verano de 1521, o sea esa singular coyuntura histórica que seguimos teniendo la mala costumbre de llamar conquista de México. ¿O no es verdad que la mayoría de sus lectores acudimos a ellas para conocer la manera en que ocurrieron las cosas, como si se tratara de su primer testimonio y por ello el más fresco y original?

Junto con una famosa antología de textos indígenas preparada por Miguel León-Portilla, el espectacular relato de Bernal Díaz del Castillo y un puñado de otras fuentes, las cartas de relación parecen contener todo lo que cualquiera necesita para conocer la “verdadera historia” de la conquista de México. No por nada, tanto las “cartas” de Cortés como los “recuerdos” de Bernal y la “visión” de León-Portilla circulan profusamente en el mercado y constituyen la base de la inmensa mayoría de los relatos —casi siempre relatos, además; raramente análisis— que buscan dar cuenta de esa historia tan antigua y no obstante tan presente. Por eso también, incluso entre las especialistas hacer historia de la conquista de México parece a menudo un mero ejercicio de glosa, la tediosa recapitulación de lo que “dice” Cortés, lo que “afirma” Gómara, lo que “cuenta” Bernal, lo que “establece” el Códice florentino y así hasta el aburrimiento, como si de ese modo —en su mera yuxtaposición— pudiera establecerse la verdad de ese pasado.

El problema es particularmente importante en relación con las cartas de relación porque se trata de uno de los documentos más antiguos y uno de los pocos que de verdad pueden clasificarse como contemporáneos de la conquista de México. La mayor parte de las fuentes que se han empleado para escribir esa historia —lo mismo europeas que de tradición mesoamericana— fueron en cambio escritas o pintadas en la segunda mitad del siglo XVI, años después de los acontecimientos que narran y casi invariablemente a partir de relatos de terceros. (Los juicios de residencia de Cortés y de Alvarado, así como los relatos de Bernal y de Andrés de Tapia, son quizá las excepciones más conocidas.) Es todavía más significativo que —como han mostrado Marialba Pastor y Mathew Restall—1 la mayor parte de esas fuentes fueron escritas o pintadas a partir de y con base en las cartas de relación, pues esa dependencia a menudo compromete, o debería comprometer, la posibilidad misma de encontrar la verdad por medio de su confrontación: el viejo juego de Cortés “dice”, Bernal “dice”, el investigador decide. De hecho, es probable que muy pocos de los documentos que consideramos fuentes “primarias” de la conquista de México conservaría esa denominación si les aplicáramos los criterios taxonómicos que se usan para cimentar la investigación de fenómenos más recientes o mejor documentados. Por imaginar el caso contrario, ¿quién en su sano juicio se atrevería todavía a tratar el tercer volumen de México a través de los siglos como fuente para el estudio de esa otra quimera historiográfica que llamamos independencia de México?

Por eso es indispensable —urgente— desandar los pasos que nos llevaron a la creencia de que las cartas de relación son la ventana proverbial para mirar los hechos políticos y militares de principios del siglo XVI. Hay que volver a leerlas como lo que son, como lo que fueron, fingiendo por un momento que no sabemos que se trata de su fuente más prístina. Dejar de considerarlas como la crónica madre del pasado mexicano puede tener un efecto tan refrescante en lo historiográfico como profundo en lo propiamente histórico —ese escurridizo horizonte que llamamos realidad.

II

¿Nos acordamos alguna vez de que no existe el manuscrito original de la obra de Cortés? ¿Cómo es que no nos inquieta saber que Cortés no escribió un libro y que el volumen que lo contiene no es un documento sino un palimpsesto sin ninguna relación con la persona del “conquistador”? Desenredar la madeja historiográfica en que se han convertido las cartas de relación tiene que empezar por el reconocimiento de estos pequeños hechos, que están muy lejos de ser minucias bibliográficas toda vez que cuestionan el estatus literario e historiográfico del documento —la posibilidad misma de considerarlas un discurso y por tanto la expresión escrita de una cosmovisión, una postura, una experiencia, una historia—. No estamos ante un caso tan extremo como el que ha dado reconocimiento a Lorenzo Valla, el humanista italiano que reveló la falsedad de la “donación de Constantino”, durante siglos pieza de toque del argumento de la iglesia católica para proclamarse heredera del imperio romano.2 Pero las cartas de relación se parecen a ese documento en la medida en que ambos cumplen, cumplieron y podrían seguir cumpliendo la función de legitimar espuriamente un reclamo de carácter general e indudable trascendencia simbólica.

Toda obra —lo sabemos bien— es mucho más que los elementos que la componen; es más bien un mundo en sí mismo. Comprender una obra, estudiarla, servirse de ella para hacer historia, no puede hacerse sin atender las exigencias que impone esa condición para la producción de conocimiento. El viejísimo truco de sacar las cosas de contexto —hacer que una obra “diga” lo que queremos— debería bastar como ejemplo del peligro que supone ignorar que el todo es más que la suma de sus partes y también que las partes tienen un significado particular cuando se integran en un todo, precisamente porque forman parte de ese todo. De manera análoga —aunque en sentido contrario—, suponer la “obredad” de un conjunto de textos heteróclitos produce una distorsión conceptual tanto o más grave, no sólo porque integrarlos en un conjunto textual genera relaciones arbitrarias entre ellos —una estructura—, sino porque la imposición de esa falsa unidad obliga casi inexorablemente a una lectura digamos teleológica de su contenido: los fragmentos se vuelven capítulos, los momentos devienen episodios y así se organizan como escalones que conducen a un desenlace, al pináculo de un argumento, que sólo existe como resultado de una decisión burocrática, archivística o editorial.

Por eso es importante no olvidar que las cartas de relación no son un documento ni un libro —mucho menos la primera crónica de los españoles en Mesoamérica—. La obra es apenas la reunión de cinco textos individuales y autónomos, escritos por al menos dos manos distintas y fechadas en momentos bastante alejados entre sí: 1519, 1520, 1522, 1524 y 1526. Sólo comenzaron a integrarse en una sola entidad a fines de los años veinte del siglo XVI, cuando un escribano los copió uno tras otro, en orden cronológico, y de este modo creó un manuscrito único que más tarde, clasificado como un solo documento, acabó por ser olvidado en algún rincón de la biblioteca imperial de los Habsburgo en Viena. Para qué lo hizo es un misterio tan grande como su identidad. Incluso en ese momento, sin embargo, las cartas de relación no eran una obra propiamente dicha, toda vez que el compilador incluyó también un puñado de otros textos de varios autores dedicados a asuntos tan diversos como las exploraciones españolas en lo que hoy es Ecuador, Perú y las islas Molucas, así como la evangelización de la población mesoamericana.3 Y es casi seguro que nadie leyó el expediente en los dos siglos que siguieron.

Desde mediados del siglo XVIII, algunas de las futuras cartas de relación empezaron a publicarse juntas, invariablemente con obras de otros autores, temporalidades y temas, y nunca en volúmenes con títulos semejantes al que eventualmente se volvió canónico. Un buen ejemplo de esta manera de proceder es la Historia de Nueva España, escrita por su esclarecido conquistador Hernán Cortés, aumentada con otros documentos, y notas, de Francisco Antonio de Lorenzana (1770), cuyo título expresa con gran claridad la “inconciencia” dieciochesca de que las relaciones eran una obra en sí misma; de hecho, el volumen sólo contiene las relaciones de 1520, 1522 y 1524, así como una reproducción de ese otro documento-fetiche que es la “matrícula de tributos” y otros materiales variopintos, escritos al parecer por el propio Lorenzana.4 La primera edición “integral” de las cartas de relación apareció apenas a mediados del siglo XIX, y aun así hay que tener presente que Cartas y relaciones de Hernán Cortés al emperador Carlos V, de Pascual de Gayangos (1866), incluye una veintena de documentos además de las cartas de relación, seis de los cuales fueron además escritos por otras personas.5 Comenzó así la tropezada vida de esta falsa obra que casi todos los mexicanos vivos hemos conocido en la edición que preparó Manuel Alcalá para la venerable colección Sepan Cuantos... de la editorial Porrúa —siempre en compañía de otras cartas, por cierto.6

Es todavía más importante no olvidar que este documento inventado no fue escrito por Hernán Cortés —por más que cuatro de las piezas que lo integran sean efectivamente obra suya—. Este rasgo de las cartas de relación es aparentemente bien conocido: la “primera” no es un texto de Cortés sino una relación conjunta del cabildo y el justicia mayor de Veracruz, o sea un informe corporativo presentado a la reina de Castilla por quienes encabezaban esa novel comunidad política. Lo que asombra es la inveterada costumbre de minimizar esta circunstancia —bibliográfica e historiográficamente— con la excusa de que su contenido debe ser más o menos igual al de otra relación que Cortés envió al mismo tiempo pero que nadie ha visto nunca.7 Un mínimo de decencia autoral tendría que habernos obligado desde hace tiempo a distinguir claramente esa relación de los informes de Cortés, en lugar de aceptar acríticamente la decisión del copista anónimo que preparó la antología —especialmente porque no hay misterio alguno acerca de la identidad de sus autores—. Gracias a un informe previo del cabildo veracruzano, en efecto, sus nombres y sus cargos son bien conocidos: se llamaban Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, alcaldes; Pedro de Alvarado, Alonso de Grado, Alonso de Martín y Cristóbal de Olid, regidores; Francisco Álvarez Chico, procurador, y un tal Hernán Cortés, justicia mayor. (Se conoce también el nombre de quien elaboró físicamente el manuscrito: Pedro Hernández, escribano y notario público.)8

Como la relación del cabildo de Veracruz, cada uno de los otros componentes de las cartas de relación fue escrito en circunstancias particulares, con objetivos políticos específicos —casi siempre de corto plazo— y sobre todo, obviamente, sin que su autor tuviera conciencia de estar componiendo las primeras páginas de la historia de la conquista de México en español. Que las cuatro hayan sido escritas por Cortés es hasta cierto punto irrelevante: las condiciones políticas, militares, materiales y culturales en las cuales se desarrolló su escritura se modificaron de manera tan radical entre principios de noviembre de 1520 y fines de mayo de 1522 —esto es, entre los dos momentos en que están fechadas las relaciones “segunda” y “tercera”— que no es descabellado suponer que en lo individual, como autor, Cortés haya experimentado también una transformación profunda y significativa. Tratar las relaciones como si fueran capítulos de un solo relato, como la expresión de una sola voz narrativa, implica ignorar uno de los principios epistemológicos más antiguos y a la vez más importantes de la disciplina de la historia: que toda fuente es ante todo un hecho social, temporal y espacialmente situado, y por ello hasta cierto punto irreductible.

Por si esto no fuera suficiente, tres de las cuatro relaciones conocidas de Cortés (las de 1520, 1522 y 1524) fueron publicadas de manera independiente en los años veinte del siglo XVI, antes de que el autor del códice de Viena pusiera manos a la obra, y tienen por lo tanto una historia particular que es indispensable considerar si queremos comprender la manera en que se construyó ese relato que llamamos conquista de México. De hecho, el título mismo de la entelequia proviene de la primerísima de esas ediciones: la primera frase de la portada de la edición príncipe de la segunda afirma que se trata de una “carta de relación”.9 Como el sintagma no aparece en el texto que sigue y de hecho es un pleonasmo, pues toda “narración o informe que se hace de alguna cosa que sucedió” es o debe ser un “papel escrito y cerrado con oblea o lacre que se envía de una parte a otra para incluir en él el negocio o materia sobre que se quiere tratar” (véase el glosario), puede decirse que la denominación que usamos para referirnos a los textos de Cortés y del cabildo de Veracruz no es más que una fórmula editorial inventada o aplicada por Jacob Cromberger, el tipógrafo-impresor responsable de ese panfleto.

Por su parte, la más famosa de esas ediciones, la primera edición latina, confirma hasta qué punto es necesario poner atención a la materialidad —que es como decir la individualidad— de cada uno de esos documentos en lugar de seguir pensando en las cartas de relación como una obra “de” Cortes: porque una de las dos imágenes que integran el “mapa de Núremberg” (figura 1) no puede estar basada en los viajes de Cortés —retrata tierras por las que nunca anduvo el extremeño— y porque la más conocida es inequívocamente resultado del trabajo de un artista de tradición europea que casi con seguridad no construyó sus datos in situ.10 Independientemente del origen de sus fuentes —ya un croquis elaborado por Cortés, ya una pictografía mesoamericana adjunta a la relación original—,11 “leer” el documento cartográfico de 1524 como parte de la obra cortesiana es tanto un abuso interpretativo como un nuevo gesto de atribución fraudulenta. Y lo es todavía más porque ya deberíamos saber que un mapa es mucho más que un retrato de la realidad —es más bien una imagen y debe analizarse como tal.

De manera más general, poner atención a esas ediciones primigenias puede ayudarnos a comprender de mejor modo tanto la individualidad de los informes de Cortés como —lo que quizás es más importante— la manera en que comenzó a construirse la historia de la conquista de México. Porque, naturalmente, esos folletos fueron leídos, comentados y empleados por intelectuales, políticos y funcionarios particulares, situados en contextos específicos; esto es, porque la historia de su recepción nos recuerda, o debería recordarnos, que el relato hegemónico de la guerra general mesoamericana de 1520-1521 no es una abstracción que nació de la cabeza de Zeus plenamente formada, sino que fue resultado de lecturas concretas, situadas históricamente, que de manera aluvial, fragmentaria y contradictoria fueron integrándose hasta constituir la doxa que Guy Rozat ha llamado el “hoyo negro” de la historiografía mexicana.12

FIGURA 1. Mapa de Núremberg (1524). Cortesía de la John Carter Brown Library.

Como resultado de estas consideraciones —aunque también porque ya existe una edición crítica del manuscrito de Viena, obra de Ángel Delgado Gómez—,13 decidí centrar mi atención en dos de las relaciones en lo individual, escindiéndolas de las cartas de relación. Como su volumen hermano, que reproduce la relación de 1522, esta edición busca así provocar un distanciamiento, aspira a restaurar la especificidad de una escritura y una circunstancia. Lo hago con la esperanza de que por fin podamos pensar en la conquista de México en otros términos: menos ingenuos en lo epistemológico, más críticos en lo historiográfico y menos colonialistas en lo ideológico.

III

Leída como parte de las cartas de relación, es fácil olvidarse de una obviedad acerca del documento materia de este libro: que Cortés lo escribió precisamente en 1520, unos cuantos meses después de haber sido derrotado en el altiplano mexicano y cuando no tenía modo de saber que antes de un año estaría entre los vencedores de la guerra entre la coalición de altepeme orientales, encabezada por Tlaxcala, Cholula y Huejotzingo, y la alianza occidental que aquí vamos a llamar triple T por las iniciales de Tenochtitlan, Texcoco y Tacuba, las “ciudades-estado” que la dirigían. Dicho de otro modo, uno de los mayores beneficios de recuperar la independencia textual y editorial de la relación de 1520 es que puede ayudarnos a percibir de mejor modo la incertidumbre que se advierte en su prosa —incertidumbre que es como decir la indeterminación de un futuro que no era de ninguna manera inevitable, como puede advertirse hacia el final del documento, cuando Cortés habla del “temor” y el “espanto” que inspiraban los guerreros de la triple T entre los españoles—.14 Poco importa en realidad si Cortés no terminó de escribirla el 9 de noviembre de 1520 (30 de octubre en el calendario juliano) o si el ejemplar que envió a España en marzo del año siguiente no es idéntico al manuscrito escrito en el verano de su derrota y durante el otoño de su recuperación: no hay duda de que la relación carece de la perspectiva —“histórica”, digamos— que suele deformar la gran mayoría de los textos que buscan explicar una cierta realidad en función de su trascendencia o su significado general.

Es todavía más interesante advertir que el documento no “hace relación” de todos los acontecimientos que habitualmente se incluyen cuando —en casi todos los recuentos de la conquista de México— se habla de lo ocurrido entre agosto de 1519 y noviembre de 1520, o sea los 15 meses cubiertos por el informe de Cortés. Por supuesto, en la relación figuran “episodios” tan famosos e inevitables como la destrucción de la flota en Veracruz, el ascenso al altiplano, la guerra y la alianza con Tlaxcala, la matanza de Cholula, el encuentro de Cortés y Moteuctzoma, la cesión del “imperio” (dos veces), la exploración del territorio, la campaña contra los españoles de Pánfilo de Narváez, la primera batalla de Tenochtitlan-Tlatelolco, la retirada a Tlaxcala, las campañas en los valles de Tecamachalco y de Atlixco, y la construcción de los bergantines. ¿Por qué en cambio no se habla de la “matanza del Templo Mayor” ni de la epidemia de viruela que diezmó a los colhua-mexicas y eventualmente mató a Cuitlahua? ¿Por qué no hay rastro de la “noche triste”, ni indicio de lo que ocurrió en un arbolito de Popotla, si se supone que éste es el padre de todos los relatos?

El tramo final de la relación contiene algunas pistas para comenzar a elaborar una respuesta: si Cortés interrumpe su recuento de hechos antes de que terminen de prepararse los barquitos que unos meses más tarde completarán el cerco de Tenochtitlan-Tlatelolco es simple y llanamente porque el episodio “construcción de los bergantines” no es una unidad narrativa en sí misma, sino que existe sólo de manera externa al texto, como elemento metatextual. Dicho de otro modo: porque el documento no es ni aspira a ser la segunda entrega de las cartas de relación ni, mucho menos, el capítulo segundo de la conquista de México. Termina cuando termina —tres párrafos después de mencionar los barquitos— porque se trata apenas de un informe, coyuntural, sin duda interesado y tramposo, “político” en la mejor y en la peor acepción del término, pero nada más que un informe, que puede emplearse para hacer historia pero que de ninguna manera puede considerarse como una historia.15

La distinción entre historia e informe puede parecer excesivamente técnica pero está lejos de ser irrelevante. Un texto —o una imagen— que busca explicar un fenómeno en su conjunto, que pretende situarlo en un contexto más amplio, que aspira a darle sentido histórico a un acontecimiento, es un animal de una clase muy distinta a aquel que en cambio tiene un objetivo concreto y mundano, y que sobre todo carece de “conciencia” histórica —por más que también busque hacer inteligible algún conjunto de hechos—. El primer tipo es paradigmáticamente una intervención historiográfica; el segundo no es más que un dispositivo hermenéutico, un recurso para explicar un pedazo de la realidad, incapaz o sin ganas de tramarlo como se articulan los relatos y las explicaciones propiamente históricas. La relación de 1520 pertenece a esta clase de documentos. Aunque imputa un sentido a las acciones de miles de personas a lo largo y ancho de un vasto espacio y durante un considerable periodo de tiempo, no busca dar cuenta de la conquista de México ni puede por lo tanto comprenderse como un capítulo de esa historia —y eso que uno de sus motivos retóricos más sobresalientes es afirmar el avasallamiento del “imperio” de Moteuctzoma a la casa de los Habsburgo.

Insistir en que la relación de 1520 no es una historia sino apenas una fuente tiene un beneficio adicional: nos permite avanzar hacia el reconocimiento de que la forma y el contenido del relato maestro no deriva directamente de los testimonios contemporáneos sino que es —acaso de manera inevitable— una construcción historiográfica colectiva hecha con pedazos que a veces vienen y a veces no vienen de esas fuentes; en otras palabras, que conquista de México es efectivamente un cronónimo y no el nombre —inocente, descriptivo, banal— de un periodo histórico.16 Los ejemplos más famosos de esta disonancia narrativa son realmente notables, aunque no siempre se aprecia su trascendencia; por eso vale la pena repetir que en la relación de 1520 no existe la “ruta” de Cortés al altiplano, Marina no es mencionada por su nombre, no hay matanza en el recinto ceremonial de Tenochtitlan, Cortés no se detiene en un ahuehuete a llorar su “noche triste” y no existe la batalla “de Otumba”. Todavía más: la relación ni siquiera permite afirmar que la fuerza tlaxcalteco-española salió de Tenochtitlan-Tlatelolco en la noche del 30 de junio al primero de julio de 1520, que de cualquier modo, en nuestro calendario, corresponde a la noche del 10 al 11 de julio: si se cuentan las jornadas desde el día de San Juan —fecha en que Cortés dice haber vuelto a la ciudad anfibia—, resulta que los tlaxcaltecas y sus aliados rompieron el sitio en la madrugada del 14 de julio (4 de julio en el viejo calendario).17

(Esto no quiere decir que Restall y Pastor estén equivocados: no hay duda de que el corazón del relato conquista de México proviene de las relaciones cortesianas de 1520 y 1522, así como del manifiesto de Veracruz de 1519. Lo único que significa es que es falso que la totalidad del cuento se encuentra en los textos de Cortés y en el otro que hemos atribuido a Cortés desde tiempo inmemorial. La disonancia más bien evidencia la magnitud de algunas de las intervenciones posteriores y, en particular, los problemas que su fusión en un solo relato ha generado y continúa generando. De hecho, es una invitación para seguir leyendo —a Francisco López de Gómara en particular, quien parece haberse servido de su condición de “capellán” de Cortés para presentar como historia los “recuerdos” que plagió y las fabulaciones que elaboró desde la comodidad de su escritorio.)18

Es evidente, de cualquier modo, que clasificar la relación de 1520 como un informe no basta para conjurar la tentación de leerla como un retrato fidedigno del pasado. El fetiche documentalista está tan arraigado entre nosotros que hemos llegado al extremo de confundir la realidad con las palabras y las imágenes que la representan, no sólo en el sentido de que la realidad documentada nos parece incuestionable sino porque tendemos a suponer que todo aquello que no ha sido capturado por un documento carece de importancia o es simplemente incognoscible. Cualquiera que haya trabajado en una empresa, oficina gubernamental o universidad, sin embargo, sabe lo difícil que es fiarse de los reportes que elaboran los miembros de una organización burocrática para dar cuenta de sus actos, excusar sus equivocaciones o promover sus carreras —y no sólo porque, a veces, ante cualquier informe de actividades es imposible separar el grano de la paja—. Las circunstancias en que se produjo la relación de 1520 hacen que sea aún más necesario examinarla con gran suspicacia, cediendo tan poco como sea posible al deseo de conocer lo que realmente les sucedió a las “repúblicas” orientales en su pulso con la triple T, reconociendo que no es el documento más apropiado para comprender la crisis del “imperio” acolhua-mexica-tepaneca, recordando en todo momento que el propósito central de Cortés no era dar cuenta de los hechos sino convencer a su rey de la pertinencia y la legalidad de sus actos.

Como la relación de 1520 es al mismo tiempo un gesto de justificación y de propaganda —el filósofo galo habría dicho: un intento de vender la piel del jabalí antes de haberlo cazado—, apenas sorprende la poca “objetividad” del relato, el afán de presentar a su autor como el protagonista de la historia, la grandilocuencia de algunas de las descripciones (de ciudades, de combates) y aun la disparatada propuesta toponímica con que concluye el texto (llamar Nueva España al territorio dominado por la triple t). Cortés, digámoslo de nuevo, escribía para “venderse” ante sus superiores, no porque quisiera dejar testimonio de la aventura en que se vio envuelto —literalmente envuelto: no olvidemos que los de Cempoala “me querían confederar” con los de Tlaxcala y por eso encaminaron sus pasos más allá de la órbita tributaria de la triple T—.19 En todo caso, lo que sorprende es la facilidad con que la prosa de Cortés sigue usándose como referente empírico primordial en buena parte de los relatos y aun en las explicaciones de lo ocurrido entre 1519 y 1520... no obstante la magnitud de sus silencios y la enredosa, y por ello sospechosa, construcción de ciertos pasajes.

El más célebre de esos momentos es el periodo de “inactividad” de los españoles en Tenochtitlan-Tlatelolco y el recuento de las consecuencias prácticas de la doble translatio imperii descrita por Cortés —los seis meses y fracción que van de noviembre de 1519 al inicio de las hostilidades en mayo de 1520—, asuntos de capital importancia que la relación trata de manera particularmente vaga e imprecisa. Una cosa, en todo caso, es indudable: la afirmación de que Moteuctzoma cedió el dominio de su “imperio” el 18 de noviembre de 1519 (8 de noviembre en el viejo calendario) contradice la evidencia —amplia y mucho más verosímil— de su continuidad en el mando hasta bien entrada la primavera de 1520, cuando llegaron a Tenochtitlan-Tlatelolco noticias del desembarco de las tropas de Narváez.20 (En efecto: los mensajeros que confirmaron la llegada de esos 80 caballos, 800 hombres y una docena de piezas de artillería “todo traían figurado en un papel de la tierra para lo mostrar al dicho Muteeçuma”, no a Cortés.)21

Tanto o más significativo es el silencio que envuelve a la campaña que Tlaxcala, Cholula y Huejotzingo emprendieron contra los altepeme tributarios de la triple T en los valles de Tecamachalco y de Atlixco entre agosto y noviembre de 1520 —en parte porque la elisión sugiere la marginalidad de la gente de Cortés en los combates que significaron el inicio de la guerra general en el altiplano y que, desde el punto de vista estratégico, pueden haber definido el curso de la conflagración más profundamente que algunas de las acciones del año siguiente—. En ambos casos, la deliberada opacidad del relato contrasta con la diligencia con que en otros momentos la relación consigna acciones, secuencias de acontecimientos y aun distancias; en ambos casos, la narración busca ocultar o disimular hechos y procesos de la mayor trascendencia, y complica enormemente nuestro entendimiento de los hechos de los españoles —así como las acciones de los altepeme mesoamericanos, lo mismo aquellos encabezados por la triple T que los que se agruparon alrededor de la alianza oriental en su contra.

Advertir estos y otros gazapos narrativos es sin duda provechoso, pero está lejos de ser suficiente para leer la relación de 1520 de otra manera. Las fuentes no son amasijos de datos, mucho menos enciclopedias, y no es prudente hacer en ellas lo que hacemos cuando buscamos datos con el buscador de Google. Para que sean verdaderamente útiles, las fuentes deben analizarse de manera integral; es necesario comprenderlas en cuanto que unidades de sentido y como artefactos culturales antes que detenerse a ponderar sus partes —precisamente para poder ponderar sus partes—. Ello incluye, por supuesto, el análisis de su contenido, su sintaxis y su retórica, pero exige también poner atención a su estructura —la manera en que se engarzan (o no) sus distintos componentes—, a su materialidad y a las condiciones en que fueron producidas; en suma, requiere deshacerse del viejo platonismo para en cambio considerar forma y fondo como dimensiones indisociables e igualmente constitutivas de su naturaleza. De otro modo, los datos son ininterpretables; en realidad, ni siquiera pueden considerarse como tales.

Comprender las fuentes de este modo, postular su análisis en estos términos, forma parte del corazón de la disciplina por lo menos desde fines del siglo XIX; en cierto modo, constituye el secreto del oficio, el saber que nos distingue —que debería distinguirnos— de lo que hacen otros científicos sociales. Seguramente por eso, en los meses dedicados a leer y transcribir y tratar de entender la prosa de Cortés no he dejado de pensar una y otra vez en el curso con que Juan M. Puig nos recibió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en noviembre de 1987. (Éramos unos 40, tan jóvenes como ingenuos, que entonces descubrimos que saber historia no hace a nadie historiador.) Aunque aquella primerísima clase de la licenciatura estaba dedicada al estudio del plan de San Luis y más tarde, en el segundo semestre, al análisis del plan de Ayala, la tarea y el desafío eran idénticos: leer un documento línea por línea, palabra por palabra, a veces incluso en voz alta, pero no para extraer “información” sino para entenderlo verdaderamente como un documento, que es como decir un microcosmos.

FIGURA 2. Carta de relación (1522), pp. 31-32. Cortesía de la John Carter Brown Library.

IV

Como queda dicho, esta versión de la relación de 1520 quiere cuestionar lo que sabemos de la conquista de México en su fundamento mismo (el texto de Cortés), no sólo como artilugio discursivo (como texto à la Derrida) sino también como texto en el sentido más pedestre del término: como una escritura indisociable de su soporte físico. Por esa razón, en lugar de reconstruir y organizar su contenido como si fuera una entidad metafísica —fundiendo en una sola las cuatro o cinco versiones que existen, como en la edición de Porrúa, o suponiendo que la de Viena es la más cercana al original, como hizo Delgado—, he decidido seguir la primera edición de la obra, realizada por Jacob Cromberger, que se publicó en Sevilla en noviembre de 1522.22 Para ello usé el ejemplar que forma parte de los fondos digitales de la John Carter Brown Library (figura 2). Lo he hecho así porque se trata de la versión más antigua de la relación —es una fantástica ironía que un impreso sea más viejo que el manuscrito más temprano que se conserva— y porque la mise en page o montaje tipográfico contiene elementos que parecen revelar su estructura interna y así ayudan a entender su contenido de mejor modo. Pero también porque me resulta conmovedor que el primer editor sea el mismo fulano que llevó la imprenta a Nueva España.

Al mismo tiempo, sin embargo, he intervenido el texto con caracteres en gris tanto como he creído necesario, desatando todas las abreviaturas (señaladamente las que se hacían con una tilde), modernizando la ortografía de todas las palabras en español (“haber” en vez de auer, por ejemplo), completando las que entonces se escribían de manera levemente distinta (como do y demas, que aquí aparecen como “donde” y “además”), modernizando los signos de puntuación (los dos puntos se volvieron comas, por ejemplo), injertando otros donde los sentí necesarios y ocasionalmente añadiendo un artículo o una preposición para facilitar la lectura. De este modo, lo que en el folleto figura como

en esta transcripción aparece como “Y me dijeron que bien sabían que yo iba a ver a Muteeçuma, su señor, y que fuese cierto que él era mi amigo.”23 Como el propósito de la transcripción es facilitar una lectura contemporánea, las modificaciones ortográficas reemplazan a la tipografía original de manera generalizada y sin más advertencia que ésta, pero no ocurre así con las intervenciones sintácticas, que en todos los casos aparecen compuestas en gris —pues estoy convencido que la retórica no está sujeta a normas incontrovertibles—. En cambio, en el caso de las palabras provenientes de otros idiomas —topónimos y nombres propios, sobre todo—, decidí transcribirlas tal como aparecen en la edición sevillana, porque la manera en que fueron compuestas, que seguramente es la forma en que fueron escritas, revela mucho de la capacidad lingüística de Cortés. Ejemplo sobresaliente de ello es la ortografía del nombre del huey tlatoani mexica, que se “oye” en náhuatl como no pueden oírse las formas gramaticalmente más correctas que empleamos en la actualidad.

La transcripción no está anotada de manera convencional porque también me gustaría que esta nueva edición despertara el interés de nuevos lectores —personas cansadas de que les cuenten lo que “dice” Cortés de Tenochtitlan-Tlatelolco o de la matanza de Cholula, pero sin tiempo o interés de leer la tipografía renacentista de Cromberger o la abigarrada caligrafía en el facsímil del manuscrito de Viena que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia. El glosario al final del volumen debe cumplir la función que en otras ediciones tienen las notas a pie de página, pues entre otras cosas ahí se encuentran señaladas las erratas —compuestas en cursivas en el cuerpo del texto—. El glosario ofrece además definiciones de todas las palabras que pueden resultar oscuras o pueden confundir a un lector del siglo XXI —en su mayoría tomadas del Diccionario de autoridades (1726-1739), aunque unas pocas, pero cruciales, provienen de las notas que hizo Lorenzana en su edición de 1770—. Completan el aparato crítico dos índices: uno de personas y otro de topónimos, con todos los nombres no españoles —digámoslo de nuevo— escritos tal como aparecen en la edición de Cromberger para no forzar la interpretación con una lectura moderna de los lugares referidos. Además de los caracteres en gris, el texto contiene otras tres marcas tipográficas: las páginas del folleto sevillano están señaladas con números entre corchetes y han sido compuestas en negritas (por ejemplo, [8] indica el inicio de la octava página, en la que se habla de una “torrecilla”); entre llaves han sido indicados los párrafos de la edición príncipe ({6} señala el inicio del sexto párrafo, justamente el de esa “torrecilla”), y finalmente una C entre corchetes (así: [C]) anuncia la presencia de una letra capitular en el impreso; en el margen externo se indica el inicio de cada párrafo y, al calce en las páginas impares, cerca del folio, se anota tanto qué párrafo como qué página de la edición original el lector tiene frente a sí. Hay que decir que los índices y el glosario han sido elaborados con la paginación de la versión de Cromberger —por si alguien quiere citarla directamente o emprender un estudio cuantitativo del léxico cortesiano.

V

La edición sevillana contiene tres párrafos añadidos al texto de Cortés, escritos seguramente por Cromberger. El primero acompaña el grabado que hace las veces de portada (figura 3) y es una especie de sumario del contenido de la relación. Como fue redactado a fines de 1522, no debe sorprender que el texto adopte ya el nuevo nombre de la “provincia de Culua”; como la ortografía española estaba en formación, tampoco es particularmente notable que llame “Fernando” a Cortés. Es más interesante la manera en que destaca la singularidad geográfica de Tenochtitlan-Tlatelolco y sobre todo el uso de un adjetivo tan fuerte como espantoso para referirse a los hechos descritos en el texto; por una parte, porque confirma que el carácter anfibio del altépetl mexica es algo de lo que más llamó la atención a los europeos y, por la otra, porque ayuda a tener presente que el foco narrativo de la relación —no obstante el propósito de Cortés— son las cosas “terribles, horribles y que ocasionan miedo, pavor y espanto” (véase el glosario) experimentadas por los españoles en la primera batalla de Tenochtitlan-Tlatelolco.

Carta de relación enviada a su sacra majestad del emperador nuestro señor por el capitán general de la Nueva España, llamado Fernando Cortés. En la cual hace relación de las tierras y provincias sin cuento que han descubierto nuevamente en el Yucatan, del año de XIX a esta parte, y ha sometido a la corona real de su sacra majestad. En especial hace relación de una grandísima provincia muy rica llamada Culua, en la cual hay muy grandes ciudades y de maravillosos edificios, y de grandes tratos y riquezas. Entre las cuales hay una más maravillosa y rica que todas llamada Timixtitan, que está, por maravillosa arte, edificada sobre una grande laguna, de la cual ciudad y provincia es rey un grandísimo señor llamado Muteeçuma, donde le acaecieron al capitán y a los españoles espantosas cosas de oír. Cuenta largamente del grandísimo señorío del dicho Muteeçuma y de sus ritos y ceremonias, y de cómo se sirve.

Los otros dos párrafos se encuentran al final del folleto. El primero es una suerte de epílogo, redactado entre marzo y abril de 1522, que sitúa la segunda batalla de Tenochtitlan-Tlatelolco en la historia “universal” y al mismo tiempo matiza las expectativas de riqueza inconmensurable asequible en América —sin por ello dejar de participar de la exotización de ese “otro mundo”.

FIGURA 3. Grabado de la portada de la Carta de relación (1522). Cortesía de la John Carter Brown Library.

Después de ésta, en el mes de marzo próximo que pasó vinieron nuevas de la dicha Nueva España, cómo los españoles habían tomado por fuerza la grande ciudad de Temixtitan. En la cual murieron más indios que en Jerusalén judíos en la destrucción que hizo Vespasiano. Y en ella asimismo había más número de gente que en la dicha ciudad santa. Hallaron poco tesoro a causa de que los naturales lo habían echado y sumido en las aguas. Solo CC mil pesos tomaron, y quedaban muy fortalecidos en la dicha ciudad los españoles, de los cuales hay al presente en ella mil y quinientos peones, y D de a caballo. Y tiene más de cien mil de los naturales de la tierra en el campo a su favor. Son cosas grandes y extrañas. Y es otro mundo sin duda. Que de sólo verlo tenemos harta codicia los que a los confines de él estamos. Estas nuevas son hasta principio de abril, de mil y quinientos y XXII años, las que acá tenemos dignas de fe.

La presente carta de relación fue impresa en la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla, por Jacobo Cronberger, alemán. A losVIII días de noviembre. Año de MC y XXII.

VI

La relación de 1520 propiamente dicha, por su parte, está compuesta en 36 párrafos. El primero y los últimos dos son poco relevantes y en realidad no pueden considerarse como unidades narrativas; son simples fórmulas epistolares que identifican al destinatario, el {1}, y contienen la despedida y la firma del remitente, los párrafos {35, 36}. De este modo, el informe de Cortés está compuesto por 33 párrafos sustantivos, que en el folleto de 1522 se extienden de la página [2] a la mitad superior de la [56]. Salvo por el grabado de la portada, en la página [1], el folleto carece de ilustraciones; apenas está adornado por 14 capitulares al inicio los párrafos {2, 3, 4, 5, 7, 8, 9, 11, 12, 14, 15, 16, 21, 24}. Por el efecto visual que generan, así como por la función habitual de ese recurso gráfico, podría pensarse que su inclusión es señal de que el documento estaba compuesto por “capítulos”, o que éstos son las partes a las que Cortés se refiere con esa palabra (cinco veces en el texto; véase el glosario). Pero como sólo aparecen en las primeras 40 páginas del folleto, creo que más bien se trata de añadidos tipográficos, ejecutados por Cromberger y por tanto relacionados con la necesidad de ajustar el texto al espacio disponible antes que con una intención retórica.

En cambio, la división en párrafos es tan consistente que debe haber sido obra de Cortés —aunque por supuesto no haya manera de estar seguro de ello, toda vez que el manuscrito autógrafo está perdido y seguramente dejó de existir a principios del siglo XVI—. El examen de estos párrafos muestra que cada uno de ellos, que son la inmensa mayoría, puede efectivamente considerarse una unidad narrativa discreta, tan cerrada como podían serlo en un documento hecho sobre las rodillas y con una intención política inmediata, evidente. Me parece que tiene sentido suponer que los párrafos son obra de Cortés porque de este modo es posible considerar que cada uno corresponde a una unidad narrativa —digamos incluso una jornada escritural—, ya del momento de su escritura, ya de los temas que quiere desarrollar. Por eso propongo que se consideren como componentes integrales del texto primigenio.

La manera más fácil de reconocer su carácter retórico puede comenzar examinando los párrafos {4, 7, 10, 19, 23, 25, 31, 33}, pues todos ellos interrumpen el flujo del relato; incluso podrían ser injertos añadidos al borrador, suponiendo por supuesto que el manuscrito enviado en marzo de 1521, que casi con seguridad es el que tuvo ante sus ojos quien compuso la tipografía, fuera una copia en limpio de lo escrito a lo largo de un par de meses y al menos en dos momentos. En algunos casos, se trata de saltos al pasado inmediato —o flashbacks—, como el párrafo {4}, cuando Cortés habla de los primeros enviados de Moteuctzoma en la “torrecilla” de Tlaxcala,24 o como el {14}, cuando se ocupa de la “rebeldía” del tlatoani de Texcoco.25 En otros, como en el párrafo {19}, el salto es a todas luces un injerto defensivo, como más tarde lo mostrará el juicio de residencia, pues entonces se preguntó si Cortés había permitido a los “naturales” seguir practicando sacrificios humanos y canibalismo.26 En otra escala, aún más significativa, sobresale el párrafo {23}, que comienza con la indicación de que Cortés y los suyos permanecieron pacíficamente en Tenochtitlan-Tlatelolco durante seis meses e incluye todo lo relacionado con la expedición de Narváez.27

Suponer la unidad narrativa de la mayor parte de los párrafos sólo es posible si asumimos que Cortés seleccionó de manera deliberada los materiales que los constituyen; esto es, si suponemos que eligió consignar ciertos hechos en una parte y no en otra, en lugar de limitarse a reportar los acontecimientos conforme iban ocurriendo. Esa intencionalidad es más que evidente en el párrafo {29},28 que contiene la inteligencia sobre Tenochtitlan-Tlatelolco posterior a la muerte de Moteuctzoma, que había sido obtenida de un “principal” colhua-mexica hecho prisionero en Huaquechula —de cuya captura se da cuenta dos páginas antes, en medio del párrafo {26}—.29 En otras palabras, parece claro que Cortés decidió no incluir información relativa a Tenochtitlan-Tlatelolco en un párrafo dedicado a la campaña en el valle de Atlixco, ya para no distraer la atención de su lector, ya para subrayar las dificultades políticas y militares a las que se enfrentaba —graves dificultades, en efecto, pues ahí informa que las fuerzas de la triple T ya sabían cómo combatir efectivamente a la caballería.

Por supuesto que hay excepciones. Por ejemplo, es un tanto raro que el párrafo {24} —el más largo de todo el documento, que se extiende a lo largo de 11 páginas en la edición sevillana—30 incluya no sólo el recuento de la primera batalla de Tenochtitlan-Tlatelolco sino también de los días que los españoles pasaron en Tlaxcala para recuperarse y, todavía más, de las semanas siguientes, cuando los nahuas del este se movilizaron en lo que hoy conocemos como el valle de Tecamachalco para destruir a los tributarios de la triple T (campaña que se refiere de manera sospechosamente sumaria, como ya dijimos). Lo es todavía más porque el párrafo termina con una nueva digresión sobre los fracasos de Francisco de Garay en la costa de barlovento. Como sea, incluso en este caso es interesante advertir que las frases dedicadas a las razones geopolíticas para establecer una nueva villa española en o cerca del asiento de Tepeaca forman un párrafo independiente, el {25}.31

De los 36 párrafos del folleto sevillano, 16 ocupan menos de una página, 11 se encuentran hasta en dos y 5 más aparecen hasta en tres folios. Esto supone que la inmensa mayoría de los párrafos son más bien pequeños o “medianos”: 44.4 por ciento de ellos cabe en menos de una página, 30.6 por ciento aparece hasta en dos páginas y sólo 13.9 por ciento se encuentra hasta en tres páginas. Por su parte, los cuatro párrafos restantes se extienden desproporcionadamente a lo largo de seis, siete, ocho y hasta once páginas —párrafos {9, 6, 23, 24}—. Semejante patrón parece confirmar que los párrafos no son divisiones arbitrarias o aleatorias, sino que responden a una intención narrativo-argumental más o menos clara. No obstante, es importante tener en cuenta la prominencia de los párrafos excepcionales —prominencia establecida no sólo por su anómala extensión sino también por su contenido—. En efecto, llama la atención que esos cuatro párrafos se ocupan de algunos de los asuntos mejor conocidos de la relación: el párrafo {9}, de la marcha de la sierra Nevada a las puertas de Tenochtitlan-Tlatelolco, que además incluye el primer discurso de cesión de la soberanía, en [20]; el {6}, del enfrentamiento y la posterior alianza con la “república” de Tlaxcala; el {23}, del conflicto entre las fuerzas de Cortés y las de Narváez, y el {24}, como ya dijimos, de la primera batalla de Tenochtitlan-Tlatelolco, la retirada tlaxcalteco-española a lo largo del borde septentrional de los lagos de la cuenca de México, la campaña en el valle de Tecamachalco y aun una digresión sobre las desventuras de Garay.

Si se afina el análisis y pasamos de medir la extensión tipográfica de los párrafos a considerar el número de palabras que contienen, el resultado es todavía más significativo. Por su tamaño, los párrafos pueden agruparse en ocho categorías, tal como se muestra en la tabla 1. Como puede verse, el grupo a corresponde casi exactamente a los párrafos más epistolares de la relación, mientras que la inmensa mayoría pertenece a los grupos B, C y D, que en conjunto representan 72.2 por ciento del total. Salvo uno, todos los párrafos que se encuentran hasta en tres páginas pertenecen a esas primeras cuatro categorías. De los cuatro grupos restantes, acaso lo más interesante es advertir la singularidad del párrafo {8}, que se ocupa de la guerra y la posterior alianza con Cholula. Si tuviéramos datos del tamaño promedio de los párrafos en otros documentos de la época sería posible estimar hasta qué punto la escritura de Cortés responde a costumbres sintácticas comunes a los españoles en América y en general a quienes escribían en español a principios del siglo XVI, o si —como quiere el lugar común y aquí hemos aceptado— el contexto de producción le impuso peculiaridades al documento que no se encuentran en otras fuentes. Retengamos por lo pronto estas cifras: el análisis cuantitativo de la relación de 1522 permitirá establecer algunos parámetros útiles.

Tomarse en serio el tamaño y la disposición en párrafos permite entender de mejor modo dos aspectos de la relación que me

TABLA 1. Extensión de los párrafos de la edición de Cromberger (1522).

Grupo

Párrafo

Palabras

Grupo

Párrafo

Palabras

A

{1}

13

B

{29}

216

{36}

20

{32}

262

{35}

64

{17}

271

{33}

90

{30}

277

{34}

93

{25}

319

 

{13}

323

C

{19}

513

{27}

323

{10}

534

{31}

333

{22}

631

{5}

337

{15}

638

{2}

390

{20}

715

{7}

421

{14}

753

 

{3}

814

D

{21}

1107

{16}

978

{4}

1161

 

{18}

1311

E

{8}

2257

{28}

1445

 

{12}

1491

F

{6}

4751

{11}

1603

{9}

4876

{26}

1607

 

 

G

{23}

5534

H

{24}

8351

parecen fundamentales. Por una parte, ayuda a confirmar que el documento no fue escrito de un tirón sino al menos en dos momentos distintos: la mayor parte —hasta la página [50]— antes de finales de agosto y el resto seguramente entre fines de octubre y principios de noviembre de 1520. La primera frase del párrafo {26} es inequívoca a este respecto: “Estando escribiendo esta relación vinieron a mí ciertos mensajeros del señor de una ciudad que está a cinco leguas de esta provincia, que se llama Guacachula.”32 Estimar la fecha de la escritura de los primeros párrafos no es tan fácil como parece a simple vista, pero tampoco es imposible: puesto que Cortés informa que la campaña del valle de Tecamachalco duró 20 días,33 que antes había pasado otros tantos días en Tlaxcala, recuperándose de la derrota,34 y tres más en Gualipan, en la frontera entre Colhuacan y Tlaxcala,35 parece indudable que el párrafo {26} no pudo escribirse antes del 30 de agosto, ni siquiera antes del 2 de septiembre (20 y 23 de agosto en el calendario juliano). La leve incertidumbre proviene del hecho de que Cortés dice haber llegado a Gualipan el 18 de julio (8 de julio), cuando en realidad —si se cuentan las jornadas desde el 4 de julio (24 de junio), cuando regresó a Tenochtitlan-Tlatelolco— debe haber vuelto a territorio tlaxcalteca tan tarde como el 21 de julio (11 de julio).36 Ya antes, una curiosa observación acerca del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl —curiosa porque dice que “en fin de agosto tienen tanta nieve que otra cosa de lo alto de ellas sino la nieve se parece”, cuando la frase forma parte del relato del viaje de Cholula a la cuenca de México, en octubre de 1519—37 había sugerido que la mayor parte del texto se escribió durante el verano de 1520.

El tamaño mismo del documento es un argumento a favor de fechar su escritura entre fines de julio y principios de septiembre —y por lo tanto de situar el lugar de producción, al menos en parte, en Tlaxcala y no en Segura de la Frontera—. ¿O no es un tanto inverosímil que las 40 092 palabras de los párrafos {1} a {25} se escribieran en menos de tres semanas? ¿Qué tantas palabras podían escribirse en una jornada de trabajo a principios del siglo XVI, teniendo en cuenta no sólo los requerimientos técnicos de la época sino, más significativamente, las heridas que dejaron “manco de dos dedos de la mano izquierda” al antiguo notario caribeño después de la batalla de Tenochtitlan-Tlatelolco?38 (Y a propósito, ¿sabemos con qué mano escribía Cortés?)

Por otra parte, la división en párrafos permite advertir la estructura misma de la relación, o sea el modo en que se articulan sus elementos en un todo discursivo. De hecho, sólo de este modo es posible suponer la existencia de tal cosa como una estructura. Las ediciones de Alcalá y de Delgado no ofrecen ninguna pista de ella —salvo de manera general y un tanto vaga— porque han establecido las divisiones internas del documento de manera arbitraria, y además sin explicación de ningún tipo. En cambio, la propuesta que a continuación se hace permite distinguir seis secciones bien definidas, una de ellas dividida en dos partes relativamente homogéneas, que por añadidura tienen la ventaja de haber sido creadas en el siglo XVI —ya por Cortés mismo, ya por Cromberger— y no con criterios académicos del siglo XX. A saber:

I. Encabezado

{1}         [1] Saludo.

{2}         [2] Introducción y advertencia de que no hay documentos probatorios.

II. De Veracruz a Tenochtitlan-Tlatelolco, agosto-noviembre de 1519

{3}         [3] Cempoala; contención de la rebeldía española.

{4}     [4-5]Digresión: Garay y la costa de barlovento.

{5}         [5] Camino al altiplano.

{6}    [5-11] Camino al altiplano; guerra y alianza con Tlaxcala.

{7}  [11-12]Flashback: Negociación con los mexicas.

{8}  [12-14] De Tlaxcala a Cholula.

{9}  [15-20] Camino al valle de México, entrada en Tenochtitlan-Tlatelolco; discurso de Moteuctzoma —en [20].

III. Translatio imperii, noviembre de 1519-mayo de 1520

{10}  [20-21]Flashback: hechos de Nautla.

{11}  [21-23] Prisión de Moteuctzoma.

{12}  [23-24] Expediciones al sureste.

{13}  [24-25] Descubrimiento de y planes para Coatzacoalcos.

{14}  [25-26] Acolhuacan; prisión de Cacama.

{15}  [26-27] Cesión general de la soberanía.

{16}  [27-28] Expediciones indefinidas; recuento del botín.

{17}       [28] El valle de México.

{18}  [28-30] Tenochtitlan-Tlatelolco.

{19}       [30] El templo mayor; los sacrificios.

{20}  [30-31] Religión; más sobre Tenochtitlan-Tlatelolco.

{21}  [31-32] Señorío y corte de Moteuctzoma.

{22}       [33] Corte de Moteuctzoma.

IV. Tres campañas, mayo-octubre de 1520

{23}  [33-40] Conflicto y guerra entre españoles.

{24}  [40-50] Guerra y derrota en Tenochtitlan-Tlatelolco; retirada a Tlaxcala; campaña del valle de Tecamachalco —en [47-50].

{25}       [50] Razones de la fundación de Segura de la Frontera.

{26}  [50-52] Campaña de Huaquechula.

{27}       [52] Ocopatuyo se rinde.

{28}  [52-54] Huaquechula; campaña de Izúcar; alianzas oaxaqueñas.

V. Preparativos, octubre de 1520

{29}       [54] Noticias de Tenochtitlan-Tlatelolco.

{30}  [54-55] Preparativos de la nueva campaña.

{31}       [55] Noticias de la costa de barlovento.

{32}       [55] Más noticias de Tenochtitlan-Tlatelolco.

{33}  [55-56] Propuesta de llamar Nueva España a la tierra.

VI. Despedida

{34}       [56] Profesión de verdad.

{35}       [56] Despedida y data.

{36}       [56] Firma.

VII

Las seis secciones que integran la relación de 1520 pueden agruparse en dos mitades de extensión un tanto desigual. Si se descuenta la portada, la primera representa 58.2 por ciento del folleto (32 páginas), mientras que la postrera equivale a 41.8 por ciento del espacio tipográfico (23 páginas). En términos generales, esto implica que, hasta el final de la sección que hemos titulado con esa expresión latina que se traduce como “transferencia de dominio”, casi todo en el relato de Cortés es miel sobre hojuelas: de Cempoala a Tlaxcala a Cholula a Huejotzingo a Amecameca a Iztapalapa a Tenochtitlan-Tlatelolco, los altepeme