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Estaba bajo las órdenes de un millonario. Cuando regresó a Inglaterra después de trece años en el extranjero, los planes de Lauren eran cuidar de su hija, no buscar marido. Pero en cuanto llegó a la mansión de Brad Laxton, él dejó muy claro que se sentía atraído por ella. Como si convertirse en niñera de la pequeña a la que había tenido que dar en adopción no fuera ya lo bastante difícil, ahora también tenía que resistirse a los encantos del padre adoptivo de la niña. Pero no podía dejarse llevar por lo que sentía por Brad, había demasiado en juego. El problema era que aquel tipo sabía ser muy persuasivo y a veces no aceptaba un "no" por respuesta...
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Seitenzahl: 152
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Kay Thorpe
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Secretos del alma, n.º 1444 - noviembre 2017
Título original: Mother and Mistress
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-473-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LA CASA que buscaba estaba escondida de la carretera por un grupo de castaños. Unos enormes pilares de piedra sostenían las puertas de hierro de la verja que, inesperadamente, estaban abiertas. Lauren, sin pararse a pensar, siguió conduciendo entre los árboles por una larga y sinuosa carretera. Finalmente, llegó hasta una rotonda con una fuente en el medio.
Frente a ella se levantaban unos muros de piedra llenos de ventanas resplandecientes bajo el sol. Ravella era uno de los lugares más bonitos que ella había visto. Se quedó sentada unos instantes, contemplado el contraste entre los verdes setos y el azul del cielo. Aquella casa valdría una fortuna en el mercado, lo que indicaba el nivel económico de su dueño.
Contuvo las ganas de dar la vuelta y marcharse y salió del coche. Las posibilidades de éxito quizá fueran remotas, pero valía la pena intentarlo.
Llamó al timbre frente a una puerta muy grande de roble. Se abrió y apareció un hombre.
Alto, oscuro y toscamente atractivo, instantáneamente lo reconoció gracias a las fotos de los periódicos que le habían mandado. La última persona que esperaba que atendiese la puerta era el propio dueño de la casa.
–¿Hola? –dijo él amablemente–. ¿Puedo ayudarla?
Lauren hizo un esfuerzo para poder hablar.
–He oído que necesita ayuda temporal para cuidar a su hija, señor Laxton.
Aquellos vivos ojos azules la estudiaron con detalle durante un momento.
–¿Dónde se ha enterado? –preguntó con tranquilidad.
–Me hospedo en el pub del pueblo. El dueño me lo mencionó. Sé que es una forma muy poco ortodoxa de solicitar un trabajo –se apresuró a añadir.
–Ciertamente lo es –reconoció Brad Laxton secamente–. Obviamente, usted no es de por aquí.
–Soy inglesa. He vivido algunos años en Canadá, pero aún tengo el pasaporte británico.
Ella cambió incómodamente el peso de un pie a otro. Aquello había sido una locura, quién en su sano juicio iba a contratar a una desconocida que apareciese en la puerta de su casa, especialmente cuando se trataba del cuidado de un niño.
–Será mejor que pase –dijo él con cara de pedir disculpas–. Simplemente necesito saber más cosas sobre usted antes de tomar una decisión.
Lauren notó que sus pies se movían y que sus labios se curvaban en una sonrisa, que esperaba que no pareciese muy forzada. La clave para conseguir su objetivo era tener confianza en sí misma. Aunque Brad Laxton estuviese desesperado, no era un insensato.
La casa era tan bonita por dentro como lo era por fuera. El vestíbulo estaba entelado y desde allí la casa se dividía en dos alas. Una enorme escalera daba acceso a unas galerías abiertas en el piso superior.
Brad Laxton abrió una puerta que había a la derecha y la condujo al interior de lo que parecía una combinación entre despacho y biblioteca. Las paredes estaban llenas de libros y, bajo la ventana, había un precioso escritorio de caoba. Junto a él había una mesita con un sofisticado ordenador.
Él señaló la pareja de sofás que había a ambos lados de la chimenea de piedra. En aquel momento estaba adornada con un cesto lleno de flores, pero probablemente estuviera encendida en invierno.
–Siéntese y hábleme de usted.
Lauren se sentó, intentando aparentar tranquilidad, mientras él hacía lo mismo frente a ella. Tuvo la sensación de que él podía ver a través de ella. Por un momento se quedó sin palabras.
–¿Y bien? –dijo él–. Podemos empezar con su nombre.
–Lauren Turner –aquella era la parte más fácil. El resto tendría que ser una mezcla de embustes e invenciones–. Tengo veintinueve años, con mucha experiencia cuidando niños.
–Mi hija tiene trece años. Perdió a su madre cuando tenía ocho, una edad particularmente vulnerable, según tengo entendido. Lo que necesita es alguien lo suficientemente joven para que sea una compañía divertida durante el verano, pero lo suficientemente mayor para poder ofrecerle el cuidado necesario y la disciplina correcta. Su edad parece la adecuada, siempre y cuando sea verdad. Aparenta ser más joven.
–Sí, es verdad –le aseguró Lauren–. Siempre me lo tomo como un halago.
De pronto sus ojos la miraron de forma divertida.
–Lo dudo. Me parece usted demasiado sensata como para sentirse halagada por cualquier cosa. Me gusta, pero necesito mucha más información.
–Por supuesto –se apresuró a decir Lauren–. Mi familia se trasladó a Canadá cuando yo era una adolescente. Me instruí como niñera cuando terminé el instituto. Estuve con una familia durante cinco años al cuidado de cuatro niños. Durante los últimos tres años he estado trabajando para una agencia.
Una ceja oscura se arqueó.
–¿Una agencia?
–Una agencia para resolver problemas. Nosotros… ellos cuentan con personas competentes y con experiencia que puedan ser de ayuda en cualquier campo. Con ello, ahorran a la gente muy ocupada mucho tiempo y esfuerzo y les garantizan un buen trabajo.
–Es una idea muy buena. Una pena que a nadie por aquí se le haya ocurrido –comentó él estudiándola de nuevo. La miró a la cara, le echó un rápido vistazo a la altura del pecho, cubierto con una ligera camiseta blanca, recorrió sus largas piernas y volvió a mirarla a los ojos. Tenía una expresión divertida en la cara.
–¿Qué más puedo contarle?
Él cruzó una pierna sobre la otra, acomodándose en el sofá. Bajo aquella camisa de algodón se escondía un cuerpo musculoso, por lo que ella se imaginó que haría ejercicio con mucha frecuencia.
–¿Por qué ha vuelto a Inglaterra?
Lauren sabía que aquello era algo sobre lo que más tendría que mentir. Cuanto más quisiese profundizar en su vida, más tendría que mentir ella, ya era demasiado tarde para echarse atrás.
–Porque aquí están mis raíces. Adoro Canadá, pero en mi corazón me siento inglesa.
–¿Ha regresado con intención de quedarse?
–Al menos un par de años. Me estaba tomando un descanso antes de ponerme a buscar trabajo, pero no podía dejar pasar esta oportunidad.
–La verdad es que no tengo muchas opciones. Con un viaje de negocios muy importante el lunes y con la negativa de mi ama de llaves de aceptar más responsabilidades, no estoy en posición de ser muy meticuloso. Quizá deba conocer a Kerry antes de seguir adelante –dijo poniéndose derecho y levantándose–. Quédese aquí mientras yo voy a buscarla. Probablemente esté en la piscina.
Lauren dejó escapar un profundo suspiro cuando se cerró la puerta. La tensión que había sufrido durante la última media hora le había dejado los músculos de todo el cuerpo rígidos. Todavía quedaba la posibilidad de que le pidiera algún tipo de referencia. Una llamada rápida prepararía el camino.
Después de unos minutos, consiguió ponerse en contacto con su antiguo jefe. No perdió el tiempo y fue directa al grano.
–Probablemente recibas una llamada de un tal señor Laxton pidiéndote referencias mías. Necesito que crea que soy una persona íntegra y honrada.
–Lo eres –la respuesta fue rápida–. Como ya te dije, puedes volver a trabajar aquí siempre que quieras.
–Lo tendré en cuenta –Lauren pudo oír ruidos procedentes del vestíbulo–. Tengo que colgar –añadió con prisa–. Adiós Bob.
Metió el teléfono móvil de nuevo en su bolso, mientras el corazón le latía con fuerza. La puerta se abrió y apareció él acompañado de una niña, en bañador, chancletas y enrollada en una toalla. Alta para su edad, tenía el pelo rubio oscuro y mostraba muchos signos de una belleza emergente. No dijo nada ante el saludo y la sonrisa de Lauren, se limitó a mirarla con ojos inexpresivos.
–Mi hija, Kerry –dijo Brad–. Esta es la señorita Turner, señorita, ¿verdad? –preguntó amablemente.
–Sí, así es –dijo sin dejar de sonreír–. Hola Kerry, soy Lauren.
–Hola –dijo con indiferencia–. Papá me ha dicho que eres de Canadá.
–He vivido muchos años allí, sí.
–¿Montas a caballo?
Lauren tragó saliva para intentar que desapareciese el nudo que sentía en la garganta. Luchó por mantenerse quieta y no abalanzarse sobre la muchacha para abrazarla. El deseo de tenerla entre sus brazos no la había abandonado durante los últimos trece largos años.
–Un poco, ¿tienes tu propio poni?
–Caballo –su voz era un tanto descarada–. Ya he pasado la edad de montar en poni. Me voy a cambiar, tengo frío.
Lauren miró cómo salía de la habitación. Era imposible negarse a intentar aprovechar la única oportunidad que se le presentaba de pasar algo de tiempo con su niña. Le costó mucho esfuerzo que su cara no reflejase lo que su corazón sentía cuando su hija pasó al lado del hombre al que llamaba papá.
–Estupendo –comentó Brad Laxton–. Al menos no ha parecido demostrar mucho disgusto. Si no tiene ninguna objeción, queda contratada, siempre y cuando pueda llamar a esa agencia de Canadá para pedir referencias.
–Por supuesto –le aseguró ella.
Él hizo la llamada en aquel momento. Lauren podía sentir sus ojos sobre ella mientras esperaba que se produjese la conexión telefónica. Obviamente, solamente podía escuchar una parte de la conversación, pero no importaba, él parecía satisfecho.
–Está hospedada en el Black Swan, ¿verdad?
–Así es –confirmó ella–. Me he registrado tan solo hace un par de horas.
–Entonces, ¿todavía no ha deshecho su equipaje?
–No.
–Haré que lo traigan todo aquí –dijo e hizo una pausa mientras la miraba de forma burlona–. No me ha preguntado cuál es el salario.
Lauren se maldijo por dentro.
–Doy por hecho que será adecuado.
Él se echó a reír.
–Buena respuesta, me encargaré de no decepcionarla. Bueno, le enseñaré su habitación.
Todo estaba sucediendo tan rápido que Lauren no tuvo tiempo de pensar detenidamente. Hacía menos de dos horas no sabía ni siquiera dónde estaba la casa, en aquel momento era casi un miembro de la familia, por lo menos durante las próximas seis o siete semanas.
Llamó al ama de llaves para presentársela. La señora Perriman era una mujer de unos cincuenta años. Recibió la noticia de que Lauren se quedaba con evidente alivio.
–Te va a costar mucho trabajo conseguir mantener a esa niña a raya –le dijo cariñosamente mientras subían las escaleras–. Su padre no sabe lo que es capaz de hacer cuando está aquí de vacaciones.
–¿Él viaja mucho? –preguntó Lauren.
–Sí. En mi opinión trabaja demasiado.
–Tengo entendido que usted no quiere hacerse cargo de Kerry.
–Bueno, no puedo hacerme cargo de este lugar y cuidar de una jovencita al mismo tiempo –contestó a la defensiva–, especialmente a Kerry, ha estado demasiado tiempo sin una madre y tiene su propia forma de hacer las cosas.
–Fue un accidente de coche, ¿verdad? –murmuró Lauren intentando ser lo más discreta posible.
–Prácticamente un asesinato. El culpable venía a toda velocidad justo en el momento en que la señora salía por la verja de la casa. Se mató en el acto.
–Debió de ser horrible –dijo Lauren–, para todo el mundo.
–Ciertamente fue un golpe muy duro para el señor Bradley, hacían una pareja estupenda.
–¿Nunca ha pensado en casarse de nuevo?
La mujer suspiró.
–Si no lo ha hecho, no ha sido por falta de oportunidades, créeme.
A Lauren aquello no le sorprendió, considerando sus características físicas y económicas. Pero no se podía permitir que aquel atractivo masculino hiciera efecto en ella, definitivamente no estaba allí para eso.
Su habitación estaba en un lado del pasillo que partía de la galería oeste. Era mayor que la totalidad de su apartamento de Toronto. Tenía una cama con dosel y baño propio.
La señora Perriman la dejó sola para que pudiera instalarse, asegurándole que subirían su equipaje tan pronto como llegase.
La ventana daba a una terraza desde donde podía contemplarse un jardín lleno de macizos de flores y árboles. Al fondo se podía ver una piscina.
Lauren se quedó en silencio unos minutos contemplando todo aquello. Era una habitación muy acogedora.
¿Cuánto tiempo sería capaz de mantener su secreto cuando todos sus instintos querían proclamar la verdad a gritos? Era su hija la que vivía en aquella casa, ¡su niña! ¿Cómo iba a ser capaz de contenerse?
En una de las paredes había un espejo, y Lauren estudió su reflejo buscando similitudes con Kerry. A parte del color del pelo y el contorno de la boca, no se parecían en nada, pero tampoco se parecía al padre. Su corazón se encogió cuando las memorias empezaron a llenar su cabeza. La invitación a la fiesta del dieciocho cumpleaños de Roger Cosgrove había sido una sorpresa. Ella había intentado de todo para destacar entre todas las chicas que iban detrás de él, incluyendo beber demasiado, pues había querido parecer mayor de lo que era. Lauren había reaccionado muy tarde. Por supuesto, Roger lo había negado todo. Cuando se hubo confirmado el embarazo, él había dicho que el padre podía haber sido cualquiera.
Lauren había querido desesperadamente quedarse con el bebé, pero sus padres no se lo habían permitido. No había tenido el coraje suficiente para enfrentarse al problema ella sola. Una agencia de adopción se había llevado al bebé dos días después de nacer. Seis semanas más tarde su familia se había ido a Canadá a comenzar una nueva vida.
Una nueva vida para ellos y una tortura para ella. No había pasado ni un solo día sin acordarse de todo lo sucedido. Mudarse a Canadá no la había ayudado en absoluto, de hecho, había empeorado las cosas puesto que ni siquiera había tenido amigas con las que poder hablar.
Había contactado con una agencia de detectives para que encontrasen a su hija y, sorprendentemente, la localizaron en muy poco tiempo. Se había quedado un poco más tranquila al saber el nivel de vida que su hija había estado llevando todos aquellos años, pero aquello no cerró su herida. Había tenido la esperanza de regresar a Inglaterra para poder ver con sus propios ojos a la adolescente en la que se había convertido su bebé y por fin lo había hecho.
A los ojos de la ley, Kerry era la hija de Bradley Laxton. Había muchas posibilidades de que la niña ni siquiera supiese que era adoptada. Pero la verdad era la verdad.
La ventana estaba abierta y pudo escuchar unas voces procedentes del jardín.
–No necesito que me vigilen, soy muy capaz de hacerlo yo sola. Además, ¿qué sabes realmente sobre ella?
Lauren cerró la ventana al instante. Aunque las comprendía perfectamente, no quería escuchar aquellas protestas. Era muy normal que una adolescente de trece años se quejase al quedarse al cuidado de una persona totalmente desconocida. Ganársela iba a ser una tarea muy difícil.
Todavía estaba pensando en cuál era la mejor manera de actuar cuando un hombre trajo sus maletas.
–A un poco de todo, señorita –contestó cuando ella le preguntó a qué se dedicaba–. Me llamo John Batley. Mi mujer también trabaja aquí, forma parte del servicio. He oído que se va a ocupar de la señorita Kerry –añadió haciendo una mueca–. Estará ocupada, no es que sea una muchacha mala, simplemente algunas veces es un poco insensible. Bueno, será mejor que me marche. La señora P me ha dicho que si quiere cenar que se lo haga saber.
Después de haberse duchado y vestido, con una blusa y una falda de color verde claro, Lauren bajó las escaleras. La casa estaba tranquila. La puerta de la habitación donde la había entrevistado Brad Laxton estaba firmemente cerrada. Entró en lo que parecía un gran salón. El gran piano de cola, que descansaba al lado de una ventana, era uno de los pocos objetos en aquella habitación con menos de cien años. Se preguntó si Kerry habría heredado su propio amor por la música. La tentación pudo con ella. Se acercó, se sentó en la banquetita, abrió la tapa y se quedó contemplando las finas teclas de marfil del piano. El sonido que se produjo cuando rozó por primera vez aquella maravilla hizo que temblase de emoción. Por un momento se olvidó de dónde estaba y se puso a tocar. Eligió una pieza de Chopin que reflejaba muy bien su estado de ánimo. Había pasado algún tiempo desde la última vez que se había sentado frente a un piano y le costó un par de minutos desentumecer sus dedos. De niña siempre había soñado en convertirse en una concertista de piano.
Estaba tan ensimismada tocando que no se dio cuenta de que la puerta se había abierto hasta que Brad Laxton comenzó a hablar:
–Mi mujer solía tocar esa pieza.
Los dedos de Lauren se quedaron congelados sobre las teclas.
–Lo siento mucho –dijo ella–. No debería haberlo tocado.
–No hace falta que pida disculpas –le aseguró–, me ha gustado volver a oírlo –su sonrisa era sorprendentemente burlona–. Además, a ella no le hubiera gustado que se desafinase por el desuso. Toca usted muy bien.
–Gracias –a Lauren le resultaba muy difícil reaccionar ante sus modales–, pero primero debería haber pedido permiso.
–Mientras se quede aquí, debe considerar este lugar como su casa, sin restricciones. Quizá incluso consiga que Kerry vuelva a tomarse el piano en serio. Desde que murió su madre no ha vuelto a prestarle mucho interés.
–Comprensible, si solían tocar juntas… –hizo un esfuerzo para mantener un tono neutro en la voz.
–Ahora le gusta más pasar su tiempo al aire libre, ¿juega al tenis?
–No mucho.
Él sonrió.
–Iba a beber algo en la terraza, ¿le apetece acompañarme?
Lauren cerró la tapa del piano.
–¿Por qué no? –dijo ella suavemente.
–¿Parece intranquila? ¿La preocupa algo?
–No, nada –mintió ella–. ¿ También nos acompañará Kerry?