Todo un hombre - Kay Thorpe - E-Book
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Kay Thorpe

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Beschreibung

Kerry Pierson sabía que el encanto de Lee Hartford era devastador. A su antigua compañera de piso le había roto el corazón. Así que aquellas navidades Kerry decidió darle una lección a Lee… Iba a hacer que se enamorase de ella y luego lo dejaría para que viera lo que se sentía al ser tratado como él trataba a las mujeres. Claro que ese plan significaba tener que hacer el amor con él, al menos una vez, pero la venganza tenía su precio…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1997 Kay Thorpe

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Todo un hombre, n.º 1215 - noviembre 2015

Título original: All Male

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7332-2

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

EL RETRATO de marco plateado que había en la mesa cerca de la silla de Estelle Sullivan, desviaba la mirada de Kelly y le hacía difícil concentrarse en lo que estaba diciendo la mujer mayor. Se trataba de una cara masculina con un toque de sensualidad en su boca. Tenía los ojos grises como el acero, y parecían haber clavado su mirada en ella, aunque no daban ninguna indicación de lo que su dueño podría estar pensando.

Estelle se dio cuenta de su distracción y giró la cabeza para mirar la fotografía.

–Es mi hijo –dijo Estelle, con un tono que traslucía algo de humor–. Siempre intenta llamar la atención de las mujeres.

«Y se aprovecha de ello», habría agregado Kerry con cinismo. Y se preguntó si la prensa habría hecho pública la relación entre madre e hijo. Teniendo en cuenta el interés que ambos despertaban, le parecía extraño que nadie lo hubiese subrayado, aunque las carreras profesionales fueran por distintos senderos.

–Y también mucha atención de los medios de comunicación –dijo Kerry.

–Es una de las cruces que debemos soportar los famosos –contestó Estelle cínicamente–. Con la adecuada propaganda, este libro volverá a poner mi nombre en candelero.

–No lo dudo. Hace solo dos años que se retiró del teatro –Kerry hizo una pausa y luego le preguntó–: ¿Ha pensado alguna vez en hacer una reaparición?

–Si tuviera diez años menos, tal vez lo intentase, pero sesenta años son muchos para volver a iniciar una carrera.

–Pero no sería desde el principio. ¡Usted es una de nuestras mejores actrices!

Estelle sonrió.

–Gracias por usar el tiempo presente, pero dos años de descanso es mucho.

–Yo no llamaría «descanso» a cuidar a un marido enfermo.

–Usted me atribuye demasiado mérito. Yo simplemente estuve allí con él. Fueron otros quienes hicieron todo el trabajo.

–Pero estar allí es lo más importante –insistió Kerry–. Debe de haber significado mucho para él.

–Para mí también fue muy importante. ¡Tuvimos tan poco tiempo para estar juntos! Estos últimos seis meses se me han hecho eternos –su voz hermosamente modulada volvió a tomar un tono brusco–. Una de las razones por las que he decidido escribir mis memorias. He disfrutado de una vida llena de acontecimientos. Ahora que Richard se ha ido, no hago ningún daño revelando algunos de los detalles más picantes de mi pasado –esto último lo dijo con un brillo malicioso en los ojos–. Es el único modo de captar el interés del público en estos tiempos.

Kerry no podía discutírselo.

–¿Cómo cree que reaccionará su hijo? –preguntó Kerry.

–¿Lee? –Estelle se rio–. ¡Él tampoco es un angelito!

Lee Hartford, de treinta y tres años, era uno de los grandes empresarios de más éxito, y solía ser un Midas que transformaba en oro todo lo que tocaba. Su éxito con las mujeres era legendario también. Cada vez que uno abría un periódico se lo encontraba con una distinta. Sarah no había sido la única a la que había hecho daño, sin lugar a dudas, aunque eso no sería consuelo para ella. Después de un año, todavía no había superado la historia con él.

–¿Cuánto tiempo lleva con la agencia? –preguntó Estelle, volviendo al tema central del encuentro.

–Algo menos de un año. Me gustan los cambios.

–¿Ha hecho este tipo de trabajo antes?

–No, pero me gustará la experiencia.

Los ojos grises de Estelle volvieron a brillar.

–De eso se trata. ¿Cuándo podemos empezar?

–Ahora mismo, si quiere –contestó Kerry y se reprimió una risa.

–El lunes estará bien. Lee vuelve hoy por la mañana. Ha estado fuera del país esta última semana. Con suerte, volverá directamente a casa desde el aeropuerto.

Kerry intentó que no se le notasen sus reacciones en la cara. Hasta aquel momento no se le había pasado por la cabeza que madre e hijo compartiesen la misma casa.

–Él ha insistido en que viniera a vivir con él después de la muerte de Richard –dijo Estelle, como si hubiera adivinado sus pensamientos–. Nos llevamos suficientemente bien como para que funcione el arreglo, aunque naturalmente me mudaré a una casa propia cuando se case. ¡Claro que eso no ocurrirá pronto! Todavía le gusta andar jugando por ahí.

–¿Sabe lo de las memorias? –preguntó Kerry, sin querer entrar en aquel tema.

–Todavía no –Estelle hizo una pausa, y miró con interés la cara que tenía delante. Kerry tenía ojos verdes muy grandes, pelo castaño y una boca expresiva–. Una pregunta solamente. ¿Ha pensado alguna vez en que le hagan fotografías? Su color de pelo y sus ojos son soberbios.

Kerry se rio.

–Seguro que se trata de algo más que del color.

–Tiene una estructura ósea adecuada también. Es una pena malgastarla –el tono de voz de Estelle se hizo más brusco–. He estado tomando notas durante la última semana. Pero son muy fragmentarias. He pensado que si las dejo que fluyan en el orden que las recuerdo, tal vez sea el mejor método. Luego se puede revisar. Eso siempre que usted pueda trabajar de ese modo, por supuesto.

–No hay problema. Sé taquigrafía –dijo Kerry.

–Bien, había pensado usar una grabadora, pero es tan impersonal... Espero que me hagas una crítica constructiva. No te importa que te tutee, ¿verdad? –no esperó su respuesta–. Helen Carrington dijo que tú eras una persona muy culta.

–Leo mucho, si se refiere a eso.

–¿Biografías?

–Entre otras cosas. No puedo decir que sea una crítica cualificada, no obstante.

–Pocos críticos pueden decirlo. Pero eso no les impide hacer críticas. Solo te pido tu comentario sincero –dijo Estelle.

–Lo tendrá –prometió Kerry, confiando en un presentimiento de que el libro sería un ganador.

Aquella mujer había llevado una vida plena y fascinante, con más historias de las que había publicado jamás. No había nada que el público adorase más que la jugosa revelación.

–Vendré el lunes –dijo Kerry.

Un Mercedes azul apareció cuando Kerry se estaba marchando de la casa. Un hombre moreno de cuerpo fuerte y atlético salió del coche. Su cara le era extremadamente familiar. Era más alto de lo que parecía en las fotos, notó Kerry cuando lo vio rodear el coche. Medía cerca de un metro noventa. Se cruzó con ella en los escalones. Y Kerry fue incapaz de marcharse.

Lee Hartford la miró de arriba abajo con interés.

–¿Me buscas a mí, por casualidad? –preguntó él.

La profundidad y timbre de su voz estaba en armonía con su apariencia. Tuvo el efecto de tensar los músculos de su estómago como si fueran una cuerda. Seguramente no era una reacción extraña, pensó Kerry, aunque no le gustaba. Dejando de lado su habilidad para los negocios, aquel personaje era todo lo que se debía despreciar en un hombre.

–Acabo de estar con la señorita Sullivan –dijo ella.

–¡Oh! –se calló, como si esperase que ella dijera algo más–. ¿Eres amiga suya? –agregó él.

–No exactamente –dijo Kerry, insegura–. Creo que será mejor que ella le cuente los detalles.

–No ocurre nada malo, ¿verdad?

–No. Solo un asunto de negocios –agregó Kerry.

–¿Qué tipo de negocios?

–No soy yo quien tiene que contárselo –dijo ella firmemente–. Buenos días, señor Hartford.

Él no hizo ningún intento de detenerla cuando bajó los dos peldaños que quedaban, pero ella sintió su mirada en la espalda hasta que dobló la esquina y salió de su vista.

Aunque había sido un encuentro breve, la había inquietado. Lo habían descrito como un hombre alto y moreno. Pero se habían olvidado de hablar de su arrogancia... de su modo de mirar a las mujeres como si estuvieran allí solo para su deleite.

La antipatía que despertó en ella no fue una sorpresa. Aun sin la experiencia de Sarah para volverla en contra de él, Kerry probablemente habría sentido el mismo desagrado. No podía entender cómo Sarah podía haber confiado alguna vez en él.

El hecho de que él pudiera estar presente en ciertos momentos del trabajo no le gustaba, pero no por ello pensaba rechazar uno de los proyectos más interesantes que le habían ofrecido.

Estelle Lester, que era su nombre profesional, había llegado a tener un gran público. Como personalidad, se la consideraba una mujer inteligente, con una calidez que atraía considerablemente. Era difícil encontrar el parecido en su hijo. Excepto los ojos grises y el pelo negro, no había ninguno.

No sabía cuáles habían sido las circunstancias que habían rodeado su primer matrimonio; Kerry no recordaba haber visto ni oído el nombre de Hartford relacionado con ello. Sí recordaba la boda de hacía cuatro años con un abogado de altos vuelos, Richard Sullivan.

Había encontrado el amor bastante tarde en su vida, pero se lo habían arrebatado muy pronto. Y encima había acabado su carrera. Las memorias eran probablemente un modo de ganar dinero, pensó Kerry. Aunque teniendo a Lee Hartford como hijo, no creía que el dinero fuera problema en su vida.

Era un día típico de aquella época del año, húmedo y frío. Faltaban tres semanas apenas para la Navidad, y aunque tal vez hubiera sido más sensato esperar hasta primeros de año para empezar el proyecto, Kerry había preferido hacerlo enseguida.

Su trabajo en la agencia durante el último año había sido gratificante.

La oferta de trasladarse a la sección de Londres de su empresa, hacía tres años, le había llegado como un regalo del cielo. Pero una oficina era igual a otra, cuando se pasaba allí todo el día. Aunque la vida de la capital evidentemente tenía mucho más que ofrecer que la pequeña ciudad donde ella había crecido, vivir era mucho más caro también. Perfilesno solo ofrecía algo nuevo para ella, sino además un salario mejor que los que había recibido hasta la fecha.

El viaje de vuelta a Battersea le llevó más tiempo que el de ida, debido a un atasco. Su compañera de piso, Jane, que se estaba recuperando de una gripe en casa, estaba deseosa de que le contase cómo habían ido las cosas.

–El tener a su madre viviendo con él lo debe limitar un poco –dijo Jane, cuando Kerry se lo contó–. Aunque si es actriz, debe de tener bastantes menos prejuicios que mi madre. A juzgar por lo que se publica sobre él, es un mujeriego –agregó.

–Dudo que yo le interese más de lo que me interesa él –contestó Kerry–. Afortunadamente, no lo veré mucho.

–¡Qué pena! ¡Yo ya me imaginaba un romance candente!

Kerry se rio y le tiró un cojín antes de irse a su habitación.

Se miró en el espejo de cuerpo entero del armario. Vio a una mujer joven con un vestido gris de punto que marcaba sus caderas y destacaba la longitud de sus piernas. Su voluminoso pelo le llegaba a los hombros, y los ojos verdes tenían un brillo muy saludable.

Si bien no se quejaba de su aspecto, tampoco le parecía algo excepcional. A sus veinticuatro años había perdido prácticamente la esperanza de encontrar a un hombre que estuviera tan interesado en su mente y en su personalidad como en su cara y en su cuerpo.

No había sido en su inteligencia en lo que había estado pensando Lee Hartford seguramente, pensó Kerry mientras se quitaba las botas de piel negras, sentada en la cama. A él le interesaban las mujeres para una sola cosa. Sarah podía atestiguarlo.

Kerry había compartido aquel mismo piso con Sarah cuando había llegado a Londres, hasta que había triunfado como modelo y se había mudado a un sitio mejor. Lee Hartford la había elegido para una promoción de una de sus empresas, y le había dedicado la atención suficiente en los siguientes meses como para convencerla de que él sentía lo mismo que ella. Se había sentido destrozada cuando la había abandonado.

Lo que se merecía un hombre como él era enamorarse perdidamente de una mujer y que lo tratasen con el mismo desprecio con que trataba él a las mujeres.

El fin de semana pasó lentamente. No fue a visitar a sus padres. Había estado con ellos hacía un par de semanas, por lo que no había querido volver a gastar en un billete de tren tan pronto nuevamente, sobre todo cuando iría para Navidad. Así que decidió conformarse con la llamada telefónica que les hacía cada dos semanas.

El sábado por la noche cenó con un amigo que había conocido en un anterior trabajo, y con quien había salido un par de veces. Pero había rechazado su invitación para ir a una fiesta, con el pretexto de que estaba cansada. Por el modo en que había actuado, pensaba que no volvería a verlo, lo que no la molestaba en absoluto. Era una relación que no iba a ninguna parte, y le daba igual.

El lunes llegó como un bienvenido descanso. Estelle le había pedido que llegase a la casa a alrededor de las nueve y media, lo que le evitaba soportar la hora de más tráfico. Los jardines que daban nombre a la plaza donde se encontraba la casa estaban desnudos bajo el sol invernal. Era un barrio caro, de casas altas y elegantes.

Por dentro eran más espaciosas de lo que parecían por fuera; Kerry lo sabía. Trabajar en aquel ambiente sería un placer, pensó, mientras llamaba al timbre.

Se quedó sorprendida cuando, en lugar de encontrarse con el ama de llaves que la había recibido el viernes, se encontró con Lee Hartford. Estaba muy atractivo con un traje a medida color gris que realzaba sus hombros anchos y su cuerpo delgado.

–La señorita Pierson, ¿verdad? –preguntó él, con un tono formal, que se contradecía con el brillo burlón de sus ojos al mirarla–. Entre.

Kerry entró, recibiendo el fugaz perfume de su loción para después de afeitar, posiblemente una loción cara de Yves Saint Laurent. No podía ser menos en un hombre de su clase, pensó ella.

–Mi madre bajará en un par de minutos. Mientras tanto, me ha encargado entretenerla.

–Puedo esperar tranquilamente –respondió ella sin mirarlo–. Estoy segura de que debe de tener asuntos más importantes de los que ocuparse, señor Hartford.

–Pueden esperar –extendió una mano–. Deme su abrigo –dijo.

–Puede decirme dónde ponerlo.

–Usted pertenece al tipo de mujer independiente, ¿no es verdad? –dijo con tono divertido.

–Si quiere pensarlo de ese modo. Estoy aquí para trabajar, no como invitada.

–Bien. En ese caso, el aseo está allí. Cuando esté lista, le mostraré dónde va a trabajar. La señorita Ralston traerá café en unos minutos.

El aseo era casi tan grande como el dormitorio de su piso. Kerry se quitó el abrigo y lo dejó en una percha. Luego se miró en el largo espejo de la pared.

Su falda marrón y su camisa blanca eran adecuadas para un ambiente de trabajo. La cadena que llevaba al cuello y sus pendientes de oro también eran recatados adornos que no llamaban demasiado la atención.

Llevaba zapatos de tacón porque quedaban mejor con las faldas estrechas. Pero se alegraba de estar más alta. No se trataba de que fuera baja, puesto que medía cerca de un metro ochenta, pero aquel hombre la hacía sentirse pequeña.

Él estaba esperando en el amplio vestíbulo cuando ella salió del aseo. La volvió a mirar con interés, como era habitual.

–Pulcra y con clase –comentó él–. Mi madre siempre ha tenido buen gusto.

–La señora Sullivan me ha contratado exclusivamente por mi cualificación como secretaria, no por mi aspecto –contestó Kerry con una frialdad que no sentía realmente.

Él alzó una ceja.

–Conociéndola, yo diría que por ambas cosas. Trabajará en su salón privado, donde no las molestarán. Puede usar el estudio para escribir a máquina las notas del día. También puede usar mi ordenador.

–¿No tiene miedo de que me entrometa en sus archivos privados? –preguntó ella deliberadamente.

–En absoluto. Están a salvo con un código personal que sería incapaz de adivinar. Aunque no le serviría de nada conseguirlos.

–Tampoco querría hacerlo. Sus asuntos son estrictamente suyos.

Él puso una mano en el picaporte y la miró, registrando el brillo antagónico de sus ojos verdes.

–Así es –contestó.

El mensaje estaba claro.

Lee Hartford se hizo a un lado para dejarla pasar.

La habitación era la mitad del tamaño del salón donde Estelle la había entrevistado, pero estaba igualmente amueblado con exquisito gusto. Los sillones estaban tapizados en un tono más claro de azul que la alfombra. Había una chimenea y en sus paredes blancas había varias acuarelas. En un rincón, el piano.

–¿Toca el piano? –le preguntó él, siguiendo la mirada de ella.

–Un poco. ¿Y usted? –preguntó como para agregar algo más.

Lee agitó la cabeza.

–Mi madre es la música de la familia. Si no se hubiera dedicado a actuar, podría haber sido concertista de piano.

–Es una mujer con mucho talento –dijo ella con sincera admiración–. Una gran pérdida para el teatro.

–No hay motivo para que no vuelva a empezar. Su agente incluso podría encontrar algún guión adecuado para una reaparición.

–Tal vez sea muy pronto –sugirió Kerry–. Ha vivido muchas cosas últimamente.

–Más de lo que los medios de comunicación conocen.

Aquello era como decirle que ella tampoco sabía nada.

Kerry se sentó en la silla que le indicó. Él eligió un sofá y se sentó cómodamente, demostrando con su postura que no pensaba marcharse inmediatamente.

–Puedo quedarme sola perfectamente –repitió ella–. De verdad, no tiene que esperar.

–No tengo prisa. Su nombre es Kerry, ¿verdad?

–Sí.

Se había puesto una falda un centímetro por encima de la rodilla, que le daba un aspecto suficientemente conservador, pero al sentarse, se le había subido, dejando al descubierto más pierna de la que hubiera deseado. Se estiró el bajo, pero al ver que los ojos grises seguían su movimiento, desistió. Él sonrió, algo que a ella le dio mucha rabia.

–Bonito –comentó él.

Podía estarse refiriendo al nombre, por supuesto, pero Kerry lo dudaba.

No le quedó más opción que ignorar su comentario y olvidarse de su pierna, puesto que no podía volver a levantarse.

–Mi madre quedó muy impresionada por usted. Ahora que la veo, lo comprendo. Pero a veces las apariencias engañan.

–Helen Carrington, de la agencia Perfiles, debe de haberle dado referencias mías. ¡No tiene que preocuparse de que le robe la plata de la familia! –respondió Kerry.

–Eso no se me había ocurrido –él la miró y luego se posó sobre su boca–. ¿Es siempre tan hostil, o es así conmigo particularmente?

–Perdóneme –dijo ella, intentando parecer sincera.

–No le he pedido que se disculpase. Solo le he pedido explicaciones.

–No tengo nada que explicar –dijo ella fríamente–. No estoy trabajando con usted, señor Hartford.

–Usted está en mi casa –le dijo él, con un brillo en los ojos infinitamente turbador–. Eso me da ciertos derechos, ¿no cree?

Kerry intentó controlar sus reacciones. Y se alegró de que apareciera Estelle.

–Siento haber tardado tanto. Tenía que hacer unas cosas antes de que empezáramos. Espero que Lee te haya cuidado.

–¡Oh, sí! –dijo él–. Kerry y yo hemos tenido una conversación muy interesante –dijo él con un tono burlón nuevamente–. No te importa que te llame por tu nombre, ¿verdad?

–En absoluto, señor Hartford –le dijo ella, intentando que no se le notara su incomodidad.

–Llámeme Lee –contestó él–. Dejémonos de formalismos.

Estelle miró a uno y a otro alternativamente, con interés.

–¿Hay algo que yo no sepa? –preguntó.

–Nada de importancia –dijo Kerry antes de que pudiera contestar su hijo–. Estoy lista, señora Sullivan.

Estelle sonrió.

–Como acaba de decir Lee, dejemos los formalismos. Llámame Estelle.

–De acuerdo, Estelle –dijo ella sonriendo.

En aquel momento entró el ama de llaves con una bandeja. Lee se puso de pie para tomarla y la dejó en una mesa baja que había entre los sofás. Miró a Kerry y preguntó–:

–¿Café solo o con leche?

Eran cerca de las diez, se dijo ella, con una mirada de reojo al reloj que había sobre la chimenea. Pensó que él debía de marcharse a la oficina. Hartford Sociedad Anónima ocupaba varias plantas de un edificio. Tenía una plantilla de varios cientos de empleados. Ella lo sabía porque había trabajado allí durante unos meses, como suplente de alguien que estaba de baja por enfermedad. Pero no había conocido a su presidente entonces.

–Café solo, sin azúcar, por favor –contestó Kerry.

–A mí me gusta así también. Así que tenemos algo en común –dijo él. Le sirvió una taza, y se la dio a Kerry.

Ella se calló ante aquel comentario, aunque le habría gustado decirle que era en lo único que se parecían.

Estelle tomó su café con un poco de leche, pero sin azúcar. Con aquel traje color crema, y con lo delgada que era, no aparentaba la edad que tenía. Podía representar a una mujer de treinta y tantos sin problema, con el adecuado maquillaje y una luz favorecedora, pensó Kerry.

Su rechazo a volver al teatro parecía un poco raro, teniendo en cuenta aquello. Había sido una verdadera estrella, y no le habría sido difícil volver a serlo. Su agente parecía estar a favor de ello. Entonces, ¿por qué esa duda? ¿Sería miedo al fracaso? Una actriz de su calibre no podía fracasar.

Eran casi las diez y media cuando Lee decidió moverse.

–Voy a ir a jugar al squash con Phil esta tarde –dijo–. Así que no me esperes para cenar. Tomaremos algo en el club.

–Dale mis recuerdos a Phil –dijo su madre–. Y dile que venga algún día por aquí.

–Puedes hacerle una visita tú –señaló Lee amablemente.

–¿Con Renata representando el papel de lady Generosidad? –Estelle agitó la cabeza–. En mi escenario, no, cariño.

–Le daré recuerdos de tu parte. Que tengas un buen día –dijo Lee.

Estelle miró la puerta con una expresión especulativa cuando él se marchó.

–Tengo la sensación de que mi hijo no te ha causado buena impresión –dijo.

–Lo siento, si eso es lo que ha parecido.

–No hace falta que lo lamentes. Puede ser muy irritante a veces. Por el ambiente que se palpaba cuando entré, da la impresión de que habéis estado discutiendo, ¿no es así?

Kerry tuvo que sonreír.

–Yo no lo llamaría así. Solo diferencia de opiniones.

–Una gran diferencia, para que él tenga ese brillo en los ojos. Solo lo he visto mirar así cuando está a punto de empezar una batalla en algún negocio. Saca provecho de la oposición.

–Lo imagino –Kerry fue a buscar su bolso y sacó una libreta y un lápiz–. ¿Cómo le gustaría empezar?

Estelle sonrió.

–Tienes razón. ¿Estás suficientemente cerca si me tumbo en el sofá y empiezo a hablar?

–Si no lo estoy, te lo diré –dijo Kerry.

Estelle se quitó los zapatos y se puso cómoda, apoyando la cabeza en el brazo del sofá.