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Al despertarse en aquel hospital de Río de Janeiro, Karen no tenía la menor idea de cómo había llegado allí. Y cuando el enigmático Luiz Andrade se presentó como su marido, se quedó completamente de piedra... Pero más aún cuando él le explicó cómo ella lo había traicionado. Así que regresó a la casa de Luiz tratando de confiar en él y con el deseo de recuperar la memoria. Pero era obvio que había cosas que Luiz no le había contado; al ver lo atraídos que se sentían el uno por el otro, Karen supo que jamás habría podido abandonar a un hombre así.
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Seitenzahl: 163
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Kay Thorpe
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Tres meses de olvido, n.º 1526 - enero 2019
Título original: The South American’s Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-461-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
KAREN oía que la llamaban insistentemente a lo lejos. Abrió los ojos y parpadeó para intentar orientarse. Se encontró en una habitación desconocida bañada por el sol.
Su mirada se posó en una mano bronceada y masculina que tenía la suya agarrada sobre la colcha blanca de la cama y siguió subiendo por un antebrazo fuerte y musculoso hasta llegar al rostro de un hombre que estaba sentado a su lado.
Era un rostro vital que pertenecía a un hombre de pelo negro.
–Por fin has despertado –dijo con un acento peculiar.
Karen lo miró perpleja.
–No entiendo –murmuró sorprendida al oír la debilidad de su voz–. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy?
El hombre la miró confuso.
–Has tenido un accidente y te has dado un fuerte golpe en la cabeza. Por eso estás aquí, en el hospital, en Río.
–¿Río?
–Río de Janeiro –contestó el hombre con las cejas enarcadas–. ¿No recuerdas nada?
Karen lo miró completamente confundida. ¿Río de Janeiro? Eso era Brasil, ¿no? ¡Lo más lejos que había estado ella de casa era España!
–No entiendo –repitió–. ¿Y tú quién eres?
El hombre no contestó inmediatamente.
–Soy Luiz Andrade, tu marido.
Karen se quedó de piedra y lo miró con los ojos muy abiertos.
–Yo no estoy casada –contestó–. ¿Qué tipo de juego es éste?
Luiz le apretó la mano.
–El golpe que te has dado en la cabeza ha debido de confundirte. Relájate, pronto recordarás todo.
–¡No, no recordaré nada porque todo esto es mentira! –le espetó incorporándose en la cama y haciendo una mueca al sentir una dolorosa punzada en la cabeza–. ¡Me llamo Karen Downing y vivo en Londres! No he estado en Río de Janeiro jamás y, desde luego, no estoy casada… ¡ni contigo ni con nadie!
–No debes ponerte así –le aconsejó Luiz mirándola preocupado y apretando un botón que había junto a la cama–. Le voy a decir al médico que te dé algo para que te tranquilices. Cuando despiertes, te acordarás de todo.
–¡No! –gritó Karen apartando la mano e intentando distanciarse de aquel desconocido–. ¡Todo es mentira!
–¿Por qué te iba a mentir? ¿Por qué iba a decir que era tu marido si no fuera verdad?
–¡No lo sé! ¡Lo único que sé es que no te conozco de nada!
En ese momento, se abrió la puerta y entró una enfermera uniformada, que miró a ambos y habló en un idioma que Karen no entendía. El hombre que decía ser su esposo le contestó en el mismo idioma.
–¿Qué le has dicho? –preguntó Karen cuando la mujer se fue.
–Que vaya a buscar al médico –contestó Luiz–. Obviamente, tienes amnesia.
–No sé qué te propones, pero ya te puedes ir olvidando de ello –le aseguró Karen–. ¿Dónde está mi ropa? –añadió dándose cuenta de que sólo llevaba un camisón hospitalario.
–La ropa que llevabas cuando tuviste el accidente la hemos tirado –explicó Luiz–. Te traerán más cuando te den el alta y te puedas ir.
–¡Me quiero ir ahora mismo! No puedes retenerme aquí en contra de mi voluntad.
–¿Y a dónde irías? –le preguntó Luiz encogiéndose de hombros–. No conoces a nadie en Río. Ten paciencia y todo saldrá bien.
Luiz se giró al oír que la puerta se abría. Aquella vez era un médico ataviado con bata blanca que le habló en el mismo idioma que la enfermera. Karen recapacitó y recordó que en Brasil se hablaba portugués.
Se sentía atrapada en una pesadilla.
Cuando vio que el médico tenía una jeringuilla en la mano, decidió dejar de luchar. Al fin y al cabo, dormir sería una bendición.
Karen abrió los ojos cuando ya había anochecido y, por un momento, creyó estar a salvo en su habitación. Tal vez, se había quedado dormida leyendo, algo que le pasaba a menudo.
Pero aquélla no era su habitación y aquello no había sido un sueño porque el hombre de antes seguía allí sentado, a su lado.
–¿Qué tal te encuentras? –le preguntó.
–Estoy asustada –confesó Karen.
–¿Sabes quién soy?
Karen negó con la cabeza.
–¿Qué recuerdas?
–Me llamo Karen Downing, tengo veintitrés años y comparto piso en Londres con una amiga que trabaja en la misma empresa que yo. Mis padres se mataron en un accidente de avión hace cuatro años.
Ante sus propias palabras, Karen tragó saliva pues aquella pérdida había sido muy dura.
–Todo eso ya lo sé –dijo Luiz–. Por lo visto, el golpe ha hecho que olvidaras los últimos tres meses de tu vida. Los tres meses que has pasado en Brasil, siendo mi esposa –añadió–. Nos conocimos en el hotel donde estabas pasando unas vacaciones y nos casamos en menos de una semana –le explicó con calma.
–¡Eso es imposible! –explotó Karen–. Yo nunca haría algo así…
Se interrumpió al darse cuenta de que no recordaba nada, así que no podía decir lo que había hecho o dejado de hacer. ¡Pero tres meses! ¡Tres meses enteros de los que no recordaba nada! ¡Era imposible!
–¿Qué hacía yo en Río? –preguntó intentando calmarse–. Es imposible que viniera aquí de vacaciones porque no me lo podía permitir.
–Me dijiste que habías ganado algo de dinero en la lotería y que habías decidido gastártelo en viajar.
–Así que no te casaste conmigo suponiendo que era rica –murmuró Karen intentando entender todo aquello.
Aquello hizo sonreír a Luiz, que tenía una sonrisa ancha y sensual.
–Tu belleza me encandiló y tu personalidad me llegó al corazón –confesó haciendo que Karen lo mirara muy seria–. Cuando te dije por primera vez lo que sentía por ti, me miraste igual, como si te costara creer que un hombre se pudiera sentir atraído por ti de esa manera. Sólo comenzaste a creerme cuando hicimos el amor.
Karen se sonrojó, pero no pudo evitar fijarse en el maravilloso cuerpo de aquel hombre y sintió un calor inequívoco en el bajo vientre al imaginarse la escena.
–Eras virgen –continuó Luiz–. Ya sólo con eso me hubiera entregado a ti para el resto de mi vida. Menos mal que tú sentías lo mismo por mí porque yo estaba dispuesto a pelear por ti con uñas y dientes.
«Tiene que ser verdad», pensó Karen desesperada.
Tal y como había dicho él mismo, ¿por qué le iba a mentir? ¡Lo malo era que Karen no recordaba absolutamente nada de todo aquello!
–¿Has dicho que nos casamos a la semana de conocernos? –aventuró.
–Para ser exactos, cinco días después. Si por mí hubiera sido, habría sido antes, pero tuvimos que hacer ciertos papeles. Nos fuimos a mi casa de Sao Paulo al día siguiente.
Karen intentó recordar en vano.
–¿Me estás diciendo que no volví en ningún momento a Inglaterra?
–No lo creíste necesario porque no tenías nada por lo que volver. Hablaste con tu compañera de piso, Julie, y con tu trabajo.
–¿Y mis cosas?
–La mayor parte de ellas las tenías contigo y, por lo visto, la casa en la que vivías era alquilada, así que las pocas cosas que querías conservar te las mandó tu amiga.
Karen asimiló aquella información en silencio, intentando imaginarse la reacción de Julie ante la noticia.
–Supongo que se llevaría a una gran sorpresa –murmuró.
–Supongo que sí. Puedes llamarla si te parece que la alianza que llevas no es suficiente prueba de que todo lo que te estoy diciendo es cierto.
Karen levantó la mano lentamente y se miró la alianza de oro que lucía en el dedo.
–Te creo. ¡No me queda más remedio que creerte! Sin embargo, me cuesta.
–Supongo que debe de ser difícil –contestó Luiz–. No tengas miedo, no pienso vengarme.
Karen lo miró confusa.
–¿Vengarte? ¿Por qué?
Por cómo la miró, parecía que Luiz se arrepentía de haber mencionado eso.
–Me parece que hay temas que de momento va a ser mejor no tocar –contestó–. Ya tenemos suficientes problemas.
–Quiero que me digas a qué te referías –insistió Karen–. ¡Tengo derecho a saberlo!
Luiz dudó, pero terminó encogiéndose de hombros.
–Muy bien. Has llegado a Río en compañía de un hombre llamado Lucio Fernandas, con quien por lo visto mantenías una aventura. Yo te he seguido para que vuelvas conmigo, pero has tenido el accidente antes de que a mí me diera tiempo de llegar aquí. Tal vez, haya sido lo mejor porque, de lo contrario, me habría visto obligado a tomar medidas desagradables para todos.
Karen lo miró con la boca abierta. ¿Tenía una aventura con otro hombre?
–¿Estás seguro? –le preguntó.
–¿De que tenías una aventura? –sonrió Luiz con sarcasmo–. ¿Por qué te ibas a ir con él si no?
–No lo sé –admitió Karen–, pero si es cierto, ¿por qué quieres que vuelva contigo?
–Porque lo que es mío es mío –contestó Luiz con decisión–. Nadie en mi familia se ha divorciado jamás y nadie se divorciará… da igual cuánto te provoquen.
Karen sintió un escalofrío por la espalda e hizo un esfuerzo supremo para controlarse.
–¿Y dónde está ese tal Lucio Fernandas?
–¡Ha desaparecido, el muy cobarde! –contestó Luiz con desprecio–. Cuando llegaron los médicos, estabas sola.
–¿Dónde estaba?
–En la carretera que lleva el aeropuerto. Estabas inconsciente, pero llevabas la documentación, así que me han podido avisar. En ese momento, yo estaba justamente aterrizando –le explicó Luiz–. Has estado inconsciente casi dos horas y temían que te hubieras facturado el cráneo.
–¿Estabas aterrizando? –preguntó Karen confusa.
–Esta mañana, cuando me he dado cuenta de que te habías ido, he ido detrás de ti –contestó Luiz–. Te habías llevado el pasaporte, pero no creí que fueras a ir a un aeropuerto internacional sino a uno más pequeño, donde sería más difícil encontrarte. Acerté, pero por desgracia he llegado un cuarto de hora tarde a Congonhas. He tomado el siguiente vuelo a Río después de haberme asegurado de que Fernandas también iba en ese avión –le explicó.
–Lo siento –dijo Karen.
Le parecía completamente fuera de lugar decirlo, pero era lo único que se le ocurría en aquellos momentos.
–Soy yo quien te pide perdón. No debería haberte contado esto tan pronto –contestó Luiz poniéndose en pie con la agilidad de una pantera–. Tienes que descansar. Mañana te veo.
Aunque fuera extraño, Karen no quería que se fuera. Mientras estuviera allí, podía seguir haciendo preguntas.
–¡No me quiero quedar aquí! –exclamó desesperada.
–Te tienes que quedar –le dijo Luiz en un tono que no admitía protestas–. Por lo menos, hasta que los médicos se aseguren de que no has sufrido más daños cerebrales. Dormir te sentará bien. A lo mejor, mañana ya te acuerdas de todo.
Karen se dio cuenta de que Luiz no creía que aquello fuera posible, pero asintió. Afortunadamente, no la tocó para despedirse. Se limitó a decirle adiós con la mano.
Karen lo miró mientras iba hacia la puerta y se fijó en su maravilloso cuerpo. ¡Y pensar que se había acostado con él! ¿Cómo podía haberse olvidado de algo así?
Cuando Luiz se hubo ido, entró una enfermera diferente que la ayudó a ir al baño. Una vez allí, Karen se miró al espejo y se reconoció en aquella rubia natural con el pelo por los hombros de ojos verdes que la miraba desde el otro lado del espejo.
Era cierto que el pelo le había crecido.
Luiz debía de rondar los treinta años y era de ese tipo de hombres por los que las mujeres se vuelven locas. Imaginó que eso era precisamente lo que le había pasado a ella porque había decidido dejarlo todo para estar con él.
Eso le hacía imposible creer que tuviera una aventura con otro hombre a los tres meses de haberse casado con Luiz.
–¿Está usted bien? –le preguntó la enfermera desde el otro lado de la puerta.
Karen se dijo que quedarse allí mirándose en el espejo y preguntándose cosas para las que no tenía respuesta no le iba a conducir a nada.
Lo único que podía hacer era esperar.
La enfermera le dio una pastilla para dormir y Karen descansó bien aquella noche, pero a la mañana siguiente todo seguía igual.
Se despertó a las cinco y media, mucho más en forma que el día anterior. Se duchó y se lavó el pelo. No tenía maquillaje ni ropa, pero se sentía mucho mejor.
No tenía ni idea de qué iba a ser de ella. Además de haberse casado con un hombre del que no se acordaba, había traicionado su confianza. Aunque él quisiera que volviera a casa, ¿sería capaz ella de acompañarlo?
¿Y qué otra opción tenía? En Inglaterra ya no tenía ni casa ni trabajo.
Se acercó a la ventana de la habitación y observó el paisaje compuesto por rascacielos blancos, parques verdes y, al fondo, el océano azul, del mismo azul que el cielo. A lo lejos, la inconfundible silueta del Pan de Azúcar.
Karen se había dado cuenta de que el hospital en el que estaba ingresada no era un hospital normal pues tenía lujosos muebles y las instalaciones eran estupendas. Obviamente, Luiz Andrade era un hombre con dinero.
Ignoró la idea de que, tal vez, eso hubiera tenido algo que ver con la decisión de casarse con él tan rápidamente. Si ahora pensar en ello le daba náuseas, seguro que le habría pasado lo mismo tres meses atrás.
La enfermera del turno de mañana le llevó el desayuno y Karen eligió fruta y cereales. Lo cierto era que, aunque todavía le seguía dando vueltas la cabeza, se encontraba mucho mejor, así que supuso que se podría ir del hospital aquel mismo día.
Eso quería decir que iba a tener que enfrentarse a la situación.
Luiz Andrade era su marido. Eso ya lo había aceptado. Lo que más le preocupaba era lo que esperara de ella. No tenía ni idea de los derechos de la esposa en un país como Brasil. ¿Y si se le ocurría obligarla a cumplir con sus obligaciones maritales a pesar de su estado? ¿Y a qué se habría referido cuando había dicho que hubiera tenido que hacer algo de consecuencias desagradables para todos?
Para cuando Luiz llegó, Karen estaba al borde del pánico.
–¿Qué tal te encuentras? –le preguntó.
–Más o menos igual –contestó ella–. Mentalmente sigo sin recordar aunque físicamente me encuentro mejor.
–A ver qué dicen los médicos –dijo Luiz acercándose a la cama y sentándose en ella–. Es cierto que tienes mejor aspecto. ¿Te sigue doliendo la cabeza?
–Solamente si hago movimientos bruscos –contestó Karen notando un intenso calor ante su cercanía–. ¡Me encontraría mucho mejor si pudiera pintarme los labios!
–A ti no te hacen falta esas cosas para estar guapa –declaró Luiz–. El color de tu pelo es suficiente.
–Me lo he lavado –declaró Karen desesperada por mantener la conversación en un nivel casual–. Lo tenía fatal.
–No me extraña –dijo Luiz apartándole un mechón de la cara–. ¿Tanto te molesta que te toque? –añadió al percibir que Karen hacía un movimiento para distanciarse.
–Ha sido un acto reflejo –contestó Karen–. Nada personal. Es que todavía no acabo de entender esta situación.
–A mí también me resulta difícil –admitió Luiz–. Nunca diste muestras de que mis atenciones ya no te gustaran. La noche antes de que huyeras, cuando hicimos el amor…
–¡No! –gritó Karen temblando mientras sentía un espasmo en la entrepierna indicándole que su cuerpo recordaba lo que su mente no alcanzaba a vislumbrar–. ¿Te importaría que habláramos de otra cosa?
–¿De qué? –preguntó Luiz secamente.
Karen miró a su alrededor.
–¿De tu casa?
–Nuestra casa –la corrigió Luiz–. La casa a la que volveremos a vivir los dos juntos –añadió sentándose en una silla–. Sao Paulo está a unos cuantos kilómetros de aquí, es la ciudad más grande de Brasil y el estado del que es capital es uno de los más ricos del país. Guavada es un rancho ganadero situado al noroeste de la ciudad.
Nada de lo que había oído le hacía recordar. ¡Un rancho ganadero!
–¿Eres capataz o algo así? –aventuró Karen.
En ese momento, se abrió la puerta y entró el mismo médico que la había atendido el día anterior. Luiz se puso en pie para saludarlo. El médico se acercó a Karen, examinó el moretón que tenía en la sien y le miró el fondo de ojo.
–Ha tenido suerte –concluyó satisfecho.
–Pero tengo amnesia –protestó Karen–. ¿Cuánto me va a durar esto?
El médico dudó.
–Recobrará la memoria en cualquier momento –dijo por fin–. La conmoción le ha dañado el cerebro, pero debe usted tener paciencia e intentar no preocuparse.
«Qué fácil es decirlo», pensó Karen.
¿Cómo no se iba a preocupar?
Luiz acompañó al médico a la puerta y, cuando volvió, le anunció que le habían dado el alta.
–Voy a dar instrucciones para que te traigan ropa –añadió–. ¿Necesitas ayuda para vestirte?
–¡No! –negó Karen con decisión.
–No me refería a mí sino a una enfermera –sonrió Luiz.
–Perdón –dijo Karen encogiéndose de hombros–. No es que no confíe en ti.
–¿Ah, no? ¿De verdad crees que todo lo que te dicho es verdad?
–Sí, no me queda más remedio que creerte.
–No, eso es cierto y a mí me pasa lo mismo.
Dicho aquello, se fue antes de que a Karen le diera tiempo de contestar. Lo cierto es que tampoco había mucho más que decir porque no tenía más opción que irse con él.
La maleta de cuero a juego con el bolso de mano que le llevaron a continuación no le decían nada. No lo reconoció. Abrió el bolso y vio que tenía un pasaporte con su apellido de casada y una billetera con moneda extranjera.
No tenía ni idea de cuánto dinero llevaba, pero eso tampoco importaba demasiado. Lo que sí le producía curiosidad era saber cuáles eran sus planes con el tal Lucio Fernandas.
No había nada en el bolso que respondiera a aquella pregunta. Abrió la maleta y se sorprendió al ver que toda la ropa estaba amontonada, como si la hubiera hecho a toda prisa, como si su decisión de irse hubiera sido apresurada.
Entre la ropa, había una fotografía que hizo que se le formara un nudo en la garganta. La habían tomado unos meses antes de que sus padres murieran, durante unas vacaciones. Estaban los tres riéndose y mostrando el minúsculo pez que su madre había conseguido pescar en el río que tenían a sus espaldas.