El poder de la ambición - Kay Thorpe - E-Book
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El poder de la ambición E-Book

Kay Thorpe

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Beschreibung

Liam Bentley era un hombre que sabía lo que quería. Y cuando descubrió que, siete años atrás, Regan había tenido un hijo suyo, quiso casarse con ella. Cuando Regan conoció a Liam, cayó cautivada por su poder, su ambición y su atractivo sexual. Ahora era mayor y más sensata. Sin embargo, por alguna razón, cuando Liam le exigió que se casara con él, dijo que sí.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Kay Thorpe

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El poder de la ambición, n.º 1245 - febrero 2016

Título original: Bride on Demand

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8034-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Desde el otro lado de la habitación llena de gente, Regan no conseguía ver al hombre con claridad, pero su instinto le decía que estaba en lo cierto. ¡Liam Bentley! La última persona que esperaba ver allí… y la única que no quería encontrarse en ninguna parte.

–Su copa está vacía –observó uno de los hombres del grupo con el que estaba–. Le traeré otra.

Ella le dio su copa con una sonrisa y un gracias, pensando que era más fácil aceptar el ofrecimiento que declinarlo diciendo que ya había bebido bastante. El alcohol era la savia de aquel tipo de reuniones. Un tipo que no era el suyo, debía admitir. Tampoco aquella gente era de su tipo. Ir había sido un error.

No tenía ni idea de dónde estaba Hugh. Le había pedido que lo acompañara porque su mujer estaba fuera de la ciudad. Aunque, por lo poco que lo había visto desde que habían llegado, no parecía que necesitara una acompañante.

Lanzó otra mirada al hombre moreno que se destacaba entre la multitud de cabezas y comprendió que no se había equivocado. Esos rasgos duros y atractivos eran inconfundibles. Siete años no habían conseguido borrarlos de su recuerdo, pese a que Regan lo había intentado con todas sus fuerzas. Más que nunca, deseó no haber ido.

–Ginebra con lima, ¿no? –preguntó el hombre que se había llevado su copa, dándole una llena–. ¡Salud! –añadió.

Regan repitió el brindis pero solo dio un sorbito, consciente de que él la miraba fijamente. Dennis algo, creía recordar que se llamaba.

–Dicen que el pelo largo no se lleva este año –comentó él–, pero a la mayoría de los hombres nos sigue gustando –sonrió–. Sobre todo, si es rojo y va a juego con unos ojos verdes.

–Castaño rojizo, si no le importa –lo corrigió Regan con burlona severidad, esforzándose por mantener la sonrisa–. Y yo nunca sigo las modas.

–Una individualista, ¿eh? Entonces, tiene mucho en común con nuestra anfitriona. Tampoco ella es precisamente de las que siguen a la multitud.

–Todavía no la conozco –admitió Regan–. ¿Quién es?

Él se giró para mirar a la muchedumbre.

–Aquella, la que está con ese tipo alto y moreno. Su nuevo novio. Un banquero, creo. Forrado, naturalmente. Nuestra Paula no se conformaría con menos.

A Regan no le pasó desapercibido su leve tono sarcástico. ¿Sería también él un amante despechado?, se preguntó. El tipo alto y moreno era Liam Bentley. Paula era rubia. Desde aquella distancia, no podía decir si natural o teñida. En cualquier caso, era guapa. Tampoco Liam se conformaría con menos. Aquella mujer dirigía su propia compañía de publicidad, así que también debía de tener una buena cabeza sobre los hombros. Debían de hacer la pareja perfecta, para envidia de muchos.

Dennis se había girado de modo que habían quedado separados del resto del grupo.

–¿Qué le parece si buscamos un lugar más tranquilo para conocernos mejor? –sugirió–. Podemos ir a cenar.

–No tengo hambre –respondió Regan–. Y los canapés de aquí son muy tentadores.

–¿Una copa, entonces?

Obviamente, no iba a darse por vencido, pensó Regan con resignación. Negó con la cabeza.

–No, gracias. Estoy bien aquí.

–Pues no se nota –insistió él–. En realidad, parece…

–No he venido sola –lo interrumpió–. Y no creo que a mi acompañante le hiciera mucha gracia que me fuera con otro hombre. Además, creo que es hora de que me mezcle un poco con la gente.

–Sea quien sea, no es muy atento –replicó él mientras Regan se alejaba.

Como si lo hubiera oído, Hugh apareció a su lado con una expresión de disculpa en la cara.

–Perdona que te haya dejado así –dijo–. Me retuvieron un buen rato. ¿Ya has conocido a nuestra anfitriona?

–No –admitió Regan, añadiendo precipitadamente–, pero no hace falta.

Hugh no la oyó, o no le hizo caso. Pasó un brazo por la fina cintura de Regan y la guió entre los grupos hasta donde estaba la mujer rodeada por su cohorte.

–Creo que es hora de presentarte nuestros respetos, Paula –anunció–. Esta es Regan Holmes.

La mirada de la mujer era incisiva, pero poco calurosa.

–Hola.

Regan devolvió el saludo, consciente del hombre que había junto a Paula. Se obligó a mirarlo directamente a los ojos grises cuando ella los presentó. No supo si había sentido alivio o decepción cuando él no mostró signo alguno de reconocerla, ni siquiera al oír su nombre. Liam, debía admitirlo, había cambiado muy poco desde la última vez que lo había visto. Pero, evidentemente, no podía decirse lo mismo de ella. En realidad, solo habían estado juntos unas semanas. No era de extrañar que no recordara a una de sus muchas conquistas. Lo cual era preferible, dadas las circunstancias.

Paula se volvió hacia él con una sonrisa íntima.

–Liam, cariño, ¿serías tan amable de traerme otra copa?

–Claro –respondió él con esa voz profunda que Regan recordaba tan bien–. Usted no necesita otra por el momento, ¿no? –añadió, refiriéndose a la copa casi llena de Regan.

Ella negó con la cabeza.

–No, gracias.

Cuando se alejó, Paula volvió a atender al grupo. Enfrascados en una animada conversación, nadie notó que Regan se escabullía sigilosamente. Necesitaba un respiro, un lugar donde estar sola unos minutos. Si no hubiera sido por Hugh, se habría largado en ese preciso instante.

Se metió en el dormitorio donde habían dejado los abrigos. La noche de principios de mayo era fría y la cama estaba sepultada bajo un montón de abrigos. Sería un caos si todos decidían irse al mismo tiempo, pensó. Como el resto de la casa, la habitación estaba bien decorada. El dinero no era un problema para gente como Paula Lambert.

Regan se sentó ante una elegante mesa estilo Reina Ana, sacó el neceser del bolso de mano y se repasó el carmín. No tenía ningún brillo en la pequeña nariz recta, pero se la empolvó de todas formas. Su pelo abundante y lustroso se curvaba hacia dentro bajo la barbilla, enmarcando una cara con demasiado carácter como para ser de una belleza convencional: pómulos prominentes bajo grandes ojos del color de la hierba y una boca quizás un poco demasiado grande. Aparte del corte de pelo, seguramente su aspecto no había cambiado tanto desde los veintidós años, meditó.

Liam debía de tener ya treinta y siete. Una edad a la que los hombres empezaban a tener las sienes plateadas y a ensanchar por la cintura. Pero los pómulos de Liam era firmes y su cuerpo parecía atlético bajo el traje bien cortado, aunque quizás se le habían profundizado un poco las líneas en torno a los ojos y a la boca. Regan recordó la anchura de sus hombros bronceados, el rizado vello oscuro de su pecho, su vientre musculoso… y sintió un cálido escalofrío.

«¡Basta!», se dijo ásperamente.

El ruido de la puerta a su espalda la sacó bruscamente de sus pensamientos. Reflejada en el espejo, la imagen de Liam era tan familiar que resultaba casi insoportable.

–Así que es aquí donde te has escondido –dijo–. Empezaba a creer que te habías ido –hizo una pausa, como si esperara que ella dijera algo, pero al ver que guardaba silencio añadió–. Ha pasado mucho tiempo.

Regan se recompuso y se giró, ocultando sus emociones bajo la fachada mundana que había aprendido a controlar a voluntad.

–Supongo que sí.

–Nada de suposiciones –recorrió con mirada irónica las curvas que marcaban el vestido ajustado de color verde oscuro–. ¿Por qué has fingido que no me conocías?

–He seguido tu ejemplo –replicó ella con un desdeñoso encogimiento de hombros.

Él esbozó una sonrisa sesgada.

–Yo pensaba que seguía el tuyo.

–Pues entonces parece que los dos nos hemos malinterpretado.

–Eso parece –hizo otra pausa, con una creciente expresión de cinismo a medida que la estudiaba–. Creo que el hombre con el que has venido está casado.

La insinuación era evidente; la respuesta de Regan, un puro reflejo.

–¿Y?

–¿Es que no puedes encontrar un hombre para ti sola?

Podía deshacer el malentendido si le decía simplemente la verdad, pensó, pero no veía por qué tenía que darle explicaciones.

–Yo podría preguntarle lo mismo a nuestra anfitriona –dijo con frialdad–. Siempre y cuando esté al tanto de tu estado civil, claro. ¿Cómo está tu mujer?

–Nos divorciamos hace unos años.

Regan se quedó desconcertada un instante, pero hizo un esfuerzo por controlar sus emociones.

–Lo siento.

–Tus condolencias son innecesarias. Llevábamos separados bastante tiempo antes de divorciarnos.

–Ah, eso lo cambia todo, naturalmente. Pero tus sentimientos por ella nunca fueron muy profundos, de todas formas –respiró hondo–. Es hora de que los dos volvamos a la fiesta. Paula no parece de las que se toman bien que las abandonen mucho rato.

Liam se puso en medio de la puerta y se quedó allí parado como una roca, con una expresión agria en la cara.

–¿Sabes?, cuando te vi esta noche pensé que habías cambiado muy poco, pero estaba equivocado. No te pareces a la chica que yo conocí.

–La chica que conociste era una boba de la que era muy fácil aprovecharse. He aprendido, eso es todo.

Se arrepintió en seguida de haber dicho aquello, sobre todo al ver la sonrisa de Liam, pero ya era demasiado tarde para retractarse. De todas formas, ¿qué le importaba a él todo aquello? Se levantó. Aunque medía uno setenta de estatura, era algunos centímetros más baja que Liam, incluso con tacones altos.

–¿Vas a dejarme pasar? No creo que tengamos nada más que hablar.

Los ojos grises de Liam brillaron fugazmente. Encogiéndose de hombros, se apartó.

–Después de ti.

Regan vaciló. Para llegar a la puerta, tenía que pasar a su lado. No parecía que fuera a tocarla, pensó. Ya le había demostrado su desdén por lo que pensaba que había hecho de sí misma. Y, por ella, podía seguir pensándolo. Su opinión no le importaba.

Liam no se movió cuando ella pasó a su lado. Pero Regan tenía la mano en el pomo de la puerta cuando la enlazó por la cintura desde atrás, la obligó a darse la vuelta y la estrechó contra sí, mientras, con la mano libre, le sujetaba la cabeza para besarla.

Incapaz de desasirse de su abrazo, Regan procuró quedarse inmóvil, pero sintió que una súbita oleada de calor despertaba sensaciones dormidas desde hacía mucho tiempo. Ningún hombre la había perturbado tanto como lo había hecho Liam… y como lo hacía aún. Se apretó contra él instintiva, involuntariamente, sintiendo la dureza de su cuerpo, recordando la fuerza de sus caderas.

Cuando él finalmente la soltó, ella temblaba. Tenía la mente y el cuerpo hechos un torbellino y no se sentía con fuerzas para mirarlo a los ojos.

–En esto no has cambiado –dijo él con sarcasmo–. Pero guárdatelo para tu chico… si es que se puede llamar así a un tipo que te saca veinte años.

Dolida, Regan se apartó de él y abrió bruscamente la puerta. Justo en ese momento, Paula salía de la habitación de enfrente. Con ojos súbitamente entornados miró a Regan y luego al hombre que había tras ella.

–¿Qué sucede? –preguntó.

–Un asunto privado –dijo Liam sencillamente–. Nada de lo que debas preocuparte. Voy por una copa. Se alejó por el pasillo, alto, moreno y ágil, dejándolas a las dos clavadas en el sitio. Paula fue la primera en reaccionar. Regan sintió que su mirada fría e incisiva le llegaba hasta el fondo del alma.

–Tengo la extraña sensación de que vosotros dos ya os conocíais –dijo–. ¿A qué estáis jugando?

Aunque el tono de la pregunta no la hubiera ofendido, el instintivo rechazo que Regan sentía por aquella mujer habría bastado para negarse a darle un explicación. De repente, la necesidad de darles una lección a Liam y a ella dominó cualquier otro pensamiento.

–Criar a un niño sola no es ningún juego –le espetó.

La cara de la otra se crispó y sus ojos se ensombrecieron.

–¿Estás diciendo que tienes un hijo de Liam?

La magnitud de lo que acababa de hacer sacudió a Regan como un relámpago. ¿Qué demonios le había pasado?, se preguntó consternada. Y, lo que era más urgente, ¿cómo podía retractarse?

–¡Voy a llegar al fondo de todo esto! –anunció Paula, tensa, antes de que Regan pudiera decir nada–. ¡Quédate aquí!

Regan obligó a sus miembros paralizados a ponerse en movimiento mientras la otra mujer se iba en busca de Liam. Tenía que salir de allí. Regresó a la habitación que acababa de dejar, sacó su chaquetón de entre la pila de abrigos, se lo puso sobre los hombros y salió otra vez. Había gente en el vestíbulo, pero comprobó aliviada que no se veía a Paula ni a Liam por ninguna parte.

–¿Ya se va? –preguntó alguien de pasada.

–Sí –respondió ella rápidamente, y salió de la casa antes de que le hicieran más preguntas.

Solo cuando estuvo fuera, en medio de la noche fría, se le ocurrió pensar que Hugh se preguntaría qué le había ocurrido, pero era demasiado tarde para preocuparse por eso. Echó a andar por la acera vacía hacia la estación de metro más cercana. Era peligroso ir sola en metro a esas horas, pero no llevaba suficiente dinero como para tomar un taxi, aunque hubiera encontrado uno.

A Liam no le resultaría difícil persuadir a Paula de que lo que le había dicho era mentira, pero seguramente él no iba a dejarlo así, pensó Regan. Hugh podía darle su dirección. Por otra parte, había comprometido la reputación de su jefe por no aclarar a tiempo el malentendido. Estaba segura en un noventa por ciento de que Hugh le era fiel a su mujer. Pero, por fortuna, había sido el propio Liam quien había tomado su relación por lo que no era.

A las once, después de un viaje sin incidentes hasta Kilburn, Regan llegó a su pequeño pero acogedor apartamento. Sarah no la esperaba hasta más tarde y se sorprendió al verla aparecer.

–De nada –dijo cuando Regan le dio las gracias–. Como Don está tan enfrascado en su nuevo trabajo, tengo casi todas las noches libres. Baja a tomar un café mañana, si te apetece –añadió ya en la puerta.

Pero Regan no pensaba precisamente en tomar café en ese momento. Al día siguiente, era sábado. Tendría que llamar a Hugh a su casa para disculparse por haberse marchado sin avisar… aunque no sabía qué excusa iba a darle. Por un instante, consideró la posibilidad de llamarlo enseguida al móvil y pedirle que no le dijera a nadie dónde vivía. Una pérdida de tiempo, en cualquier caso, pensó, puesto que Liam solo tenía que mirar la guía telefónica para encontrarla.

No había movimiento en la cama cuando abrió la puerta. Se acercó, estiró la maraña del edredón sin hacer ruido y depositó un ligero beso en la cabecita despeinada. Le encantaban los fines de semana porque podían pasar más tiempo juntos. Nada había cambiado en ese sentido. Nada cambiaría. Liam no podía reclamar nada.

De vuelta en el cuarto de estar, Regan abrió el sofá cama antes de desvestirse. Como solo tenía un pequeño dormitorio, prefería que lo ocupara Jamie. Al fin y al cabo, pensaba, tenía suerte de tener una cocina y un cuarto de baño por el precio que pagaba… aunque el alquiler subiría al mes siguiente, cuando le tocara renovar el contrato. Otro puente que tendría que cruzar sola.

Antes de medianoche, estaba ya entre las sábanas, pero no dormía. Tendida de espaldas, miraba al techo y recordaba los acontecimientos de la noche con delectación casi masoquista.

La impresión de los labios de Liam y de la dura musculatura de su cuerpo había hecho aflorar recuerdos que ella había tratado de enterrar. En los últimos años, había conocido a muchos hombres, pero no había tenido ninguna relación especial. Era raro que un hombre se interesara mucho tiempo por una madre soltera.

Se asustó cuando sonó el telefonillo que conectaba con el portal del edificio. Solo había una persona que pudiera llamar a esa hora.

El telefonillo volvió a sonar con un timbrazo sostenido. Si no lo dejaba pasar, acabaría por despertar a los vecinos. Como Jamie estaba dormido, tal vez podría mantener su existencia en secreto, pensó Regan mientras se levantaba de la cama, encendía una lámpara y descolgaba el telefonillo.

–¿Quién es? –dijo con cautela, esperando que fuera una equivocación.

–¿Quién diablos crees que es? –fue la agria respuesta–. Abre la puerta. ¡Ahora mismo!

No tenía elección, a menos que quisiera arriesgarse a que despertara al vecindario. Apretó el botón y volvió a la cama; deslizó los pies en un par de zapatillas y se envolvió en una bata. Echó un vistazo a su cara en el espejo colgado de la pared. Alzando la barbilla, se obligó a mantener la calma. No había duda de que iban a ser unos minutos desagradables, pero, si mantenía la cabeza fría, podría superarlos sin revelar nada.

No hizo falta que Liam llamara a la puerta dos veces para que Regan le abriera. Él parecía llenar el hueco de la puerta y tenía en la cara una expresión que presagiaba lo que ocurriría a continuación. Entró sin esperar una invitación, obligándola a apartarse.

–Tienes algo que explicarme –dijo.

Ella adoptó una actitud fría mientras cerraba la puerta y se giraba.

–Lo siento –dijo–. Ha sido una tontería.

Liam la miró con ojos penetrantes.

–Esa no es la palabra que yo usaría. ¿Por qué lo has hecho?

Ella se encogió de hombros con tanta frialdad como pudo.

–Por vengarme, supongo.

–Bonita forma de hacerlo.

Regan volvió a encogerse de hombros.

–Fue un arrebato. De todas formas, estoy segura de que no te será difícil convencer a tu… socia de que no es verdad.

–No es mi socia –dijo él.

–Tu novia, entonces. Le escribiré una nota diciendo que le mentí, si quieres.

Liam la miró unos segundos con los ojos entrecerrados antes de menear la cabeza.

–No hace falta –miró la habitación con una expresión que dejaba clara su opinión–. ¿Esto es todo?

–También hay una cocina y un cuarto de baño –hizo lo que pudo para no ponerse a la defensiva–. ¿Para qué más?

–¡Aquí no hay sitio ni para un gato!

–Yo no tengo gato –estaba cada vez más inquieta; cada minuto que pasaba aumentaba el peligro–. Si has dicho todo lo que tenías que decir, me gustaría irme a dormir.

Los ojos grises volvieron a posarse sobre ella.

–No he terminado. Tú y yo tenemos que hablar. El tipo con el que estabas es uno de los directores de Longman.

Ella alzó la cara, adivinando lo que seguía.

–Sí.

–Y tú eres su secretaria. Lo has acompañado porque su mujer no podía.

–Sí.

–¿Y por qué demonios no me lo dijiste?

–¿De qué habría servido? –preguntó ella–. Los líos de oficina no son precisamente raros.

Él la miró fijamente, ignorando la indirecta.

–¿Estás con él?

«Eso es asunto mío», estuvo a punto de responder, pero se mordió la lengua al recordar que podía comprometer a Hugh.

–No –admitió–. Trabajo para él y algunas veces lo acompaño cuando Rosalyn está fuera de la ciudad, pero eso es todo. Es un buen amigo y hoy le he hecho un mal servicio.

Liam la miró con una expresión difícil de descifrar.

–Creía que a estas alturas estarías casada y con hijos. Ese era tu objetivo a los veintidós años.

A Regan le costó mantener un tono tranquilo.

–Descubrí que había más cosas en la vida.

–¿Te refieres a esto? –dijo él mirando desdeñosamente la habitación–. Podrías conseguir algo mejor.

–Comparándolo con tu estilo de vida, me atrevería a decir que apesta –replicó ella, incapaz de mantener la compostura–. ¡Pero a mí me sirve! –con piernas temblorosas, le indicó la puerta–. Vete, ¿quieres?

–Longman paga bien –dijo él como si no la hubiera oído–. Debes de ganar lo suficiente como para alquilar algo mejor que este cuchitril. Sobre todo, teniendo en cuenta que solo tienes que preocuparte de ti misma. Yo podría recomendarte una inmobiliaria de confianza.

–¡No necesito ayuda! ¡Ni tuya, ni de nadie! –ya no podía mantenerse fría. Con la cara colorada y los ojos ensombrecidos, abrió la puerta–. ¡Piérdete, Liam!

–Ahora –señaló él–, ahora sí que te pareces a la chica que conocí.

–¿Te refieres a la ingenua chiquilla con la que te divertiste un par de semanas? –Regan soltó una risa amarga–. Esa no habría asustado ni a una mosca.

–Pues no es así como yo la recuerdo –la voz de Liam se había suavizado y en sus labios había un esbozo de sonrisa–. Aquella tarde, cuando volví a mi despacho y te encontré sentada en mi silla, no parecías acobardada.

–Es que ya me daba lo mismo –dijo ella, sin poder reprimir una sonrisa al recordarlo–. Creía que ibas a despedirme al instante por haber osado colarme en los sacrosantos recintos de la dirección.

–Y, en vez de eso, te besé.

La sonrisa de Regan se desvaneció.

–¡Y todo lo demás! Yo era una perfecta ingenua.

–Una ingenua irresistible –dijo Liam suavemente–. No voy a disculparme por cómo te traté. Es demasiado tarde para eso. Pero no lo es para tratar de enmendarme. Podría ayudarte a conseguir un trabajo mejor, para empezar.

Regan respiró hondo.

–Soy perfectamente feliz con el que tengo, gracias. ¿Vas a irte, o tengo que pedir ayuda para echarte?

Por la impresión que le causó la amenaza, bien podría haberse ahorrado la saliva.

–Me iré cuando haya terminado –dijo él–. Ahora, me vendría bien una taza de café. Descafeinado, por favor.

Regan lo miró con frustración. Sabía que no iba a llamar a nadie a esas horas de la madrugada.

Cuando Liam se quitó la chaqueta y la colocó cuidadosamente en el brazo de una silla, Regan tuvo la sensación de haber vivido aquello antes y sus músculos se tensaron al sentir que volvía el recuerdo.

Liam siempre llevaba seda sobre la piel. Ella deslizaba los dedos por sus brazos y sentía sus músculos bajo la suavidad de la tela; luego tocaba la anchura de sus hombros y le desaflojaba el nudo de la corbata antes de empezar a abrirle los botones, retardando el contacto con el cálido cuerpo masculino que había debajo. Sentía placer al dárselo a él… sentía placer en cada gesto cuando hacían el amor

Incluso lo había creído cuando le había susurrado palabras de amor, recordó amargamente. Caer de la nube había sido muy duro. Cuando Liam le dijo que iba a casarse con otra, lo pasó bastante mal; pero descubrir que estaba embarazada fue casi insoportable. Al principio, durante un instante, había contemplado la posibilidad de abortar, pero no había podido hacerlo.

–¿Un café? –repitió Liam al ver que ella no hacía movimiento alguno–. Todavía tenemos mucho de qué hablar.

Regan no sabía qué más podían decirse, pero era evidente que él no iba a marcharse. Temía que Jamie se despertara al oír voces y se levantara a investigar. Solo tenía seis años, pero era muy protector con ella y miraba con desconfianza a cualquier hombre que subía al piso. Aunque no había subido ninguno en mucho tiempo.

Regan cerró la puerta despacio, se anudó más fuerte la bata de algodón alrededor de la cintura y se dirigió a la cocina. La habitación estaba lo bastante caliente sin tener que encender la estufa de gas. Y tampoco le importaba si Liam la encontraba confortable o no.

Él la siguió y se quedó en el umbral mientras ella ponía a hervir el agua y preparaba una bandeja. A Regan, la impresión de los ojos de Liam le producía un cosquilleo en la espalda.

–¿Por qué no te vas al cuarto de estar y te sientas? –exclamó–. Yo llevaré el café cuando esté listo.

–Ya está hirviendo –señaló él–. Yo lo llevaré. Lo quiero solo, por favor.

«Lo sé», estuvo a punto de decir Regan, pero se calló.

–¿Azúcar? –preguntó con deliberación.

–No, gracias.

Él se acercó para tomar la bandeja y la rozó con el brazo. Regan sintió el perfume de su loción de afeitar. No era la misma que usaba cuando habían estado juntos, pero, aun así, un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Tuvo que reunir todas sus fuerzas para evitar que se le notara.

–Siempre tan caballero –se burló.

–Solo en apariencia –respondió él sin rencor. Deslizó la mirada por las líneas cautivadoras de la cara de Regan y por su pelo castaño rojizo, suavemente iluminado por la lámpara que había sobre sus cabezas–. Eres la única mujer que conozco que está igual de guapa con maquillaje y sin él.

–¿Incluyendo a tu mujer? –preguntó ella suavemente, y luego meneó la cabeza–. Olvida que he dicho eso.

–Olvidado –él señaló la puerta–. Vamos.

Regan lo obedeció y se sentó en una de las dos pequeña butacas mientras Liam dejaba la bandeja sobre la mesa baja que había en el medio. La bata de Regan se abrió sobre sus rodillas. Ella la cerró rápidamente, pensando en la brevedad del camisón que llevaba debajo.

–Has dicho que todavía teníamos mucho de qué hablar –le recordó al ver que Liam no hacía ningún intento de empezar la conversación y solo la observaba–. ¿De qué, por ejemplo?

–Por ejemplo, de dónde te metiste cuando dejaste el trabajo. Fue como si te hubiera tragado la tierra.

–Me fui a casa de mis padres una temporada –dijo ella sencillamente.

Él frunció el entrecejo.

–Me dijiste que tus padres estaban divorciados, que no sabías dónde estaba tu padre y que tu madre se había vuelto a casar con un tipo al que no soportabas y viceversa. Eso no parece un verdadero hogar.

–Pues, a pesar de todo, allí fui –Regan allanó toda emoción en su voz–. ¿Por qué me buscaste, de todas formas?

–Mala conciencia –admitió él–. Quería asegurarme de que estabas bien.

–Qué considerado por tu parte.

–¿Verdad? –la ironía iba dirigida contra sí mismo–. Sé que llevas cuatro años en Longman, pero…

–¿Cómo lo sabes? –preguntó ella.

–He tenido una pequeña charla con tu jefe.