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May Calendar había pasado gran parte de su vida cuidando a sus hermanas y ayudando a llevar el negocio familiar... y ahora no estaba dispuesta a que nadie le arrebatara su casa. Sobre todo si se trataba del arrogante empresario Jude Marshall. Sin embargo, después de haber pasado desapercibida durante tanto tiempo, ¿cómo podría rechazar las invitaciones del encantador Jude? Pero May no podía permitir que nadie se acercara demasiado a ella por miedo a que se descubriera su secreto.
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Seitenzahl: 179
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Carole Mortimer
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Secretos en la familia, n.º 1527 - enero 2019
Título original: The Deserving Mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-462-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
TE HA DADO un ataque al corazón, o sólo estás descansando?
May había oído el coche acercarse a la granja. Incluso había conseguido abrir un ojo y llegar a la conclusión de que no conocía el vehículo. Lo cual significaba que o bien era un desconocido que se había perdido, o bien era un vendedor de fertilizantes. Ninguno de los dos casos despertaba en ella el suficiente interés como para levantarse del montón de heno en donde se había sentado a las puertas del establo.
–¿Tú qué crees?
–Sinceramente, no estoy seguro –contestó el hombre sorprendido ante su propia incertidumbre, como si no estuviera acostumbrado ni le gustara dudar.
May abrió el ojo por segunda vez. Aquel hombre debía tener entre treinta y cuarenta años, era alto, moreno y de cabellos espesos tirando a rizados, ojos grises y mandíbula arrogante y decidida. No, no parecía el tipo de hombre al que le gustara dudar.
–Bueno, pues dímelo cuando te hayas decidido –contestó May suspirando y cerrando el ojo.
–Mmm… –murmuró él pensativo–. No he visto a nadie con un ataque al corazón, pero estoy seguro de que se sufre más de lo que pareces sufrir tú. Aunque, por otro lado, echarse a dormir aquí fuera encima del heno cuando está casi helando no parece muy cómodo.
–Cualquier sitio es cómodo cuando te has pasado la noche en vela –contestó ella.
–Ah.
May abrió los ojos y lo miró antes de explicar:
–Con el veterinario.
–Comprendo.
May gimió y se incorporó sobre el montón de heno. Le dolían todos los músculos, le picaban los ojos. Observó al desconocido atentamente. Su forma de estar indicaba confianza en sí mismo, los rasgos de su rostro eran bellos y esculturales.
–¿Puedo ayudarte en algo?
–Eso depende –contestó él.
–¿De qué? –siguió preguntando ella, suspirando.
–De si te apellidas Calendar o no.
Así que no era un turista perdido. Por tanto debía ser un vendedor de fertilizantes, concluyó May.
–Podría ser –contestó ella poniéndose de pie y descubriendo que era bastante más alto que ella.
El hombre la observó con ojos brillantes, sonrientes y cómplices. No era de extrañar, teniendo en cuenta su aspecto. May llevaba las botas de goma y los vaqueros cubiertos de barro, no se había cambiado de ropa desde el día anterior. Ni siquiera se había acostado ni tomado una ducha. Y probablemente llevara la cara sucia por estar tumbada en el establo. Se había puesto un gorro de lana bien calado hasta las orejas a causa del frío, pero también para resguardar el largo cabello moreno de la suciedad que la cubría por completo.
–No pareces muy segura –dijo él.
–No lo estoy –suspiró ella–. Escucha, no tengo ni idea de qué vendes, pero probablemente no me interese. Aunque si pudieras venir mañana, quizá estuviera dispuesta a escucharte…
–¿Vender? –repitió él–. Yo no soy quien… Tengo una idea mejor –afirmó él observándola bostezar y balancearse–. Entremos en casa –añadió tomándola del brazo–. Te prepararé un café negro y muy fuerte. Quizá entonces podamos presentarnos correctamente.
May no sabía si quería conocer a aquel hombre, pero la promesa de un café muy fuerte bastó para dejarse arrastrar a la cocina. Probablemente él sabía hacer buen café. Parecía el tipo de hombre capaz de hacerlo todo bien. Y no parecía un acosador. De hecho era tan guapo, que probablemente fuera él el acosado por las mujeres.
–¡Hecho! –aceptó May con voz ronca, sentándose en la cocina.
Sí que olía bien, se dijo May minutos más tarde. Con una taza o dos podría incluso terminar sus tareas de aquella mañana. La noche había sido muy larga, aunque todo había acabado bien. Sólo de pensar en lo que aún le quedaba por hacer se había sentido tan cansada, que se había sentado sobre el montón de heno. Y se había quedado dormida. Cosa que, tal y como aquel hombre había señalado, no era lo más cómodo a finales de enero.
–Aquí tienes –dijo él dejando la taza delante de ella y sentándose enfrente con otra taza para él–. Le he puesto dos cucharadas de azúcar, necesitas recuperar las fuerzas.
Por lo general May no tomaba azúcar con el café, pero aquel desconocido tenía razón.
–Ya lo he decidido –murmuró él.
–¿Cómo dices? –preguntó May alzando la vista hacia él.
–Estabas durmiendo –afirmó él.
–Sí, ya te lo he dicho.
–Porque has estado toda la noche despierta con el veterinario –asintió él.
Dicho de ese modo…
–Con una oveja que tenía dificultades para parir –explicó ella.
El veterinario, John Potter, era un hombre de unos cincuenta años, casado y con hijos. Y los rumores por el vecindario no favorecerían en absoluto su reputación. Ni la de ella.
–Tanto la madre como los gemelos están bien –añadió May observando la forma en que él la miraba–. Escucha, te agradezco mucho que me hayas preparado café, pero la verdad es que no estoy en condiciones de…
–¡Dios mío! –exclamó él de pronto.
–¿Qué…? –preguntó May quitándose el gorro de lana mientras su largo cabello caía como una cascada por los hombros y la espalda.
Él parpadeó, frunció el ceño y luego dijo:
–Eres… por un momento… me has recordado a otra persona, pero no sé a quién. ¿Quién eres? –preguntó sacudiendo la cabeza y desechando la idea.
–¿No debería ser yo quien lo preguntara? Después de todo, ésta es mi casa.
–Sí, sí, claro –confirmó él sacudiendo la cabeza sin dejar de mirarla fijamente.
¿Qué diablos había visto en ella?, se preguntó May. May tenía el cabello largo y moreno, los ojos de un verde profundo y los rasgos clásicos. Su rostro no era excepcional. De hecho sus hermanas se parecían mucho a ella. Además, con aquella ropa y cubierta de barro, su aspecto no podía resultar muy atractivo. Aquel hombre, arrogante y bien vestido, no podía sentir el más mínimo interés por ella.
–¿Y bien? –preguntó May impaciente mientras él seguía mirándola.
–Y bien, ¿qué? ¡Ah! –exclamó él sin contestar, mirando a su alrededor en la cocina.
–¿Qué estás haciendo? –siguió preguntando May.
El hombre volvió la vista de nuevo hacia ella, pero parecía haber superado la sorpresa.
–Trato de averiguar dónde has escondido los cuerpos, naturalmente –respondió él con sequedad.
¿Acaso seguía dormida?, ¿se había convertido su agradable sueño, en el que un guapo desconocido le preparaba café, en una pesadilla? Porque había perdido el hilo de la conversación. O quizá no estuviera soñando, quizá él se hubiera escapado de un manicomio.
–¿Qué cuerpos?
Él volvió la vista hacia ella sonriendo igual que si le hubiera leído el pensamiento.
–¿Cuál de las tres eres tú, May, March, o January?
May se asustó. Ningún hombre fugado de un manicomio tenía por qué conocer los nombres de ella y de sus hermanas, pero eso no significaba que no fuera peligroso.
–Soy May, pero estoy esperando a March y a January de un momento a otro –mintió May prudentemente.
January seguía en el Caribe con su novio, y March se había marchado a Londres a conocer a la familia del suyo. Pero hasta que no supiera quién era aquel hombre y qué hacía allí, no quería que se enterara de que estaba sola.
–Me temo que no –respondió él torciendo la boca y sonriendo sin dejar de mirarla–. Así que tú eres May…
–Acabo de decírtelo –confirmó ella tensa–. ¿Y tú eres…?
–Soy –asintió él sin responder, disfrutando al ver la incomodidad de May.
May se puso de pie bruscamente y dijo:
–Escucha, yo no te he pedido que vinieras…
–Ah, claro que sí –la interrumpió él en voz muy baja–. De hecho, según me he enterado por dos fuentes distintas y de fiar, deseabas conocerme cara a cara.
–¿En serio? –preguntó May alarmada y muy quieta, observándolo con otros ojos.
Aquel hombre arrogante, confiado y de buena posición social, a juzgar por la chaqueta de cuero y los vaqueros de firma, conocía su nombre antes de llegar. Sí, sabía quién era…
–Jude Marshall –se presentó él poniéndose de pie y alargando una mano.
A juzgar por la sorpresa de May, no era necesario que dijera nada más. En otras circunstancias su expresión le habría hecho sonreír. Probablemente… aunque lo dudaba. No era la reacción habitual de la inmensa mayoría de las mujeres, la reacción a la que estaba acostumbrado. Sobre todo de las guapas. Y May Calendar, a pesar de su aspecto en ese momento, era una mujer excepcionalmente bella.
Ella seguía mirándolo fijamente sin molestarse en estrecharle la mano.
–Pero… pero… ¡si eres inglés!
–Ah, eso es discutible –respondió él volviendo a sentarse divertido.
–O lo eres, o no lo eres –afirmó May Calendar tratando de recuperarse del susto.
Aquél era el hombre que llevaba tiempo tratando de comprarles la granja. Él se encogió de hombros y explicó:
–Mi madre es americana, pero mi padre es inglés. Yo nací en América, pero me eduqué en Inglaterra. Viajo mucho a América, tanto por negocios como por placer, pero mi empresa está en Londres, así que… ¿qué piensas tú que soy?
–¡Dudo que quieras saber lo que yo pienso! –exclamó ella con rencor.
–Probablemente.
May se quitó el abrigo descubriendo debajo un cuerpo esbelto. Llevaba un jersey verde del mismo color de los ojos y un vaquero ajustado a las largas piernas.
–Dime –murmuró Jude–. ¿Tus hermanas se parecen a ti?
–Exac… ¿por qué quieres saberlo? –preguntó ella cauta.
–Simple curiosidad.
–No, no es simple curiosidad –negó May resuelta–. Esos cuerpos que has mencionado antes… ¿no te estarías refiriendo, por casualidad, a tu abogado Max Golding y a tu arquitecto Will Davenport?
Era inteligente además de bella, admitió Jude. Las hermanas Calendar, o al menos aquélla, no eran las tres viejecitas que él había creído.
–¿A ti qué te parece?
–Te encanta contestar a una pregunta con otra pregunta, ¿verdad? –respondió May sirviéndose un segundo café.
Era un mecanismo de defensa que Jude había tardado años en perfeccionar. Lo hacía para conseguir más información de la que daba, y no era algo de lo que la gente se diera cuenta por lo general.
–Es evidente que a ti también –afirmó él.
–Bueno, podríamos seguir así toda la mañana, pero yo no tengo tiempo que perder –contestó ella encogiéndose de hombros.
–Porque te has pasado la noche despierta con el veterinario –dijo él, provocándola deliberadamente.
–Ya te he explicado por qué, así que no tengo intención de volver a hacerlo –respondió May acalorada–. ¿Qué quiere usted, señor Marshall?
Tras conocer a la mayor de las hermanas Calendar y descubrir que no eran en absoluto lo que él pensaba, Jude no estaba ya tan seguro. Y no era una sensación muy cómoda para él.
–Bueno, podrías empezar por explicarme dónde están Will y Max.
–Suponiendo que sus cuerpos no estén enterrados debajo de la cocina, ¿no?
–Sí, suponiéndolo –concedió él sonriendo.
–No lo están.
–¿Y bien? –insistió él impaciente al ver que May no respondía.
May lo miró pensativa, frunciendo el ceño. Su expresión era indescifrable, a pesar de ser Jude un experto en la interpretación de gestos.
–Will está en Londres, y Max en el Caribe –dijo ella al fin.
–¿Y tus hermanas?
–March en Londres, y January en el Caribe –le informó ella desafiante.
–¡Qué coincidencia! –exclamó él.
En realidad Jude sabía exactamente dónde y con quién estaban Max y Will. Simplemente quería comprobar si May Calendar estaba dispuesta a decirle la verdad. Y así era.
–Pues no, es natural que March y January quieran estar con sus respectivos novios –añadió ella con satisfacción.
A esa conclusión había llegado Jude tras la llamada telefónica de Max una semana antes. Max le había informado de que se había comprometido con January Calendar, y un par de días más tarde Will lo había llamado para decirle que se había comprometido con March Calendar. Por supuesto la noticia de que sus dos mejores amigos se habían comprometido lo había sorprendido, pero más aún lo había sorprendido el hecho de que se hubieran comprometido con dos de las hermanas Calendar.
Los tres habían sido compañeros de colegio y habían trabajado juntos durante años, y a pesar de haber salido con muchas mujeres, Jude siempre había creído que ninguno de ellos se enamoraría. Y menos aún se casaría. Pero era evidente que se había equivocado, y Jude no era de esas personas dispuestas a admitir un error.
–Acabas de preguntarme qué quiero –dijo él poniéndose de pie bruscamente–. Quiero lo mismo que vino a buscar Max, comprar la granja.
–Seguro que Max le dijo que no está en venta –contestó ella ladeando la cabeza.
–Sí, me lo dijo.
–¿Y?
La voz de May era indudablemente desafiante, pero también estaba llena de rencor. Y ninguno de esos sentimientos iba a llevarlo a ninguna parte, comprendió Jude tratando de relajarse y sonreír.
–Pero May, sin duda después de estos días aquí sola te has dado cuenta de que no puedes llevar la granja tú sola, ¿no?
–Lo que yo pueda o no pueda hacer no es asunto suyo, señor Marshall. Además, no recuerdo haberle dado permiso para llamarme por mi nombre de pila.
Jude se reprimió para no contestar de mal humor, maravillándose al mismo tiempo de que aquella mujer pudiera enojarlo. Por lo general sabía controlar sus sentimientos, e incluso había descubierto que eso le daba cierta ventaja sobre su oponente… ¿Su oponente?, ¿era eso May Calendar para él?
Observándola detenidamente, con aquel bellísimo rostro cansado, pálido y excesivamente delgado, resultaba difícil calificarla así. De hecho Jude comenzaba a sentirse culpable por causarle más problemas de los que ya tenía. Lo cual era extraño en él, además de resultar peligroso.
–Escucha, quizá éste no sea el mejor momento para charlar –dijo él–. Es evidente que estás muy cansada, y…
–Volver mañana no le servirá de nada. No voy a cambiar de opinión –aseguró May–. Le diré lo mismo que le dije a Max y a Will: la granja no está en venta.
Jude frunció el ceño con frustración. Aquélla era la mujer más cabezota, intransigente…
–Desde luego no voy a vendérsela a alguien como usted –continuó May en tono insultante–. No necesitamos ningún club de campo en Hanworth Estate, señor Marshall. Ni necesitamos el campo de golf que pretende construir sobre esta granja.
Al menos estaba enterada, reconoció Jude admirado. Porque eso era exactamente lo que pretendía hacer en esas tierras en cuanto fueran suyas. A menos, por supuesto, que Max o Will… Pero no, Jude estaba convencido de que ni Max ni Will serían capaces de traicionar su confianza. Por mucho que se hubieran comprometido con las hermanas Calendar… De hecho sabía que no lo habían hecho, porque había rechazado la carta de dimisión de Max, que se justificaba argumentando un conflicto de intereses, y había examinado los dos planos de Will, el primero incluyendo la granja Calendar y el segundo excluyéndola.
–Ésa es sólo su opinión… señorita Calendar –dijo él poniendo énfasis en el nombre y encogiéndose de hombros.
–Si se molestara usted en preguntar, vería que es la opinión generalizada –lo contradijo ella.
No tenía tiempo para discutir, decidió Jude abrochándose la chaqueta, capaz por fin de apreciar el muro contra el que habían chocado Max y Will. May Calendar, sin embargo, descubriría que él era mucho más duro que sus colegas. Y que no estaba dispuesto a dejarse distraer por una mujer indefensa. Ni siquiera por tres.
–Ya hablaremos de esto, señorita Calendar –contestó Jude alcanzando la puerta–. De momento ya nos hemos presentado.
LA VISITA de Jude Marshall sí que suponía una sorpresa, se dijo May derrumbándose en la silla de la cocina nada más marcharse él. Era la última persona a la que esperaba ver.
Jude Marshall se había convertido en un escurridizo y odiado espectro para las tres hermanas durante los últimos meses. Exactamente, nada más recibir la primera carta de Marshall Corporation ofreciéndoles una suma desorbitada por la granja. Una granja que, por lo demás, jamás había estado en venta.
La carta había llegado desde América, razón por la cual las tres hermanas habían supuesto que Jude Marshall era americano. Y razón por la cual, también, May no había caído en la cuenta de quién era él al oír su acento inglés.
Sí, su visita era una sorpresa en más de un sentido, se dijo May. Para empezar, May no esperaba que él fuera tan guapo y arrogante. Ni que supiera preparar café. Además tenía razón en cuanto a lo agobiante que resultaba llevar la granja sola. March se había marchado a Londres a conocer a los padres de Will hacía sólo unos pocos días, y su hermana menor la había telefoneado desde el Caribe para decirle que ella y Max habían decidido pasar allí otra semana. January parecía tan feliz, que May había preferido no contarle que estaba sola. En lugar de ello le había asegurado que todo iba bien. Pero durante aquellos pocos días May había podido vislumbrar lo que sería vivir sola en la granja cuando sus hermanas se casaran, y la experiencia no resultaba en absoluto alentadora.
Sin embargo ésa no era razón para rendirse a la presión y vender, decidió May. Y menos aún después de conocer a Jude Marshall y ver lo arrogante que era.
Aquella noche, no obstante, al entrar por fin en casa después de terminar el trabajo, May ya no estaba tan segura. No le quedaban fuerzas ni para prepararse la cena. Quedaba un poco de café de la mañana. Mejor eso que nada.
No, mejor no, se dijo dando un sorbo y apoyando un momento la cabeza en los brazos sobre la mesa. Estaba agotada, pero se repondría enseguida, en cuanto hubiera descansado unos minutos…
–Vamos, May, despierta –dijo una voz amable y desconocida–. ¿May?
Alguien la sacudió en medio de un sueño maravilloso. Estaba tumbada en una playa dorada, bajo un sol brillante. Las olas de un mar tropical lamían la arena a sus pies. Sin embargo, al despertar, la tensión de los brazos y el dolor de espalda le recordó que era sólo un sueño.
–May, si no despiertas tendré que suponer que esta vez has sufrido un ataque al corazón. ¡Y te haré el boca a boca! –exclamó la voz en broma.
Era la voz de Jude Marshall. May la reconoció enseguida, y alzó la cabeza de mal humor, consciente de que su aspecto sería aún peor que por la mañana. Seguía sucia y con la misma ropa. Él sonrió y añadió:
–¡Sabía que eso te resucitaría!
–¿Qué quiere, señor Marshall?
–Te gusta mucho hacerme esa pregunta –contestó él burlón–. ¡Vaya un modo de tratarme, después de traerte la cena! –añadió con un tono de reproche, alzando una bolsa–. Comida china para llevar. Al ver cómo estabas esta mañana, pensé que no tendrías ganas de cocinar.
May frunció el ceño somnolienta, consciente de su amabilidad pero también suspicaz. Era lógico que hubiera llegado a esa conclusión, pero no tenía por qué hacer nada por ella.
–¿Y por qué se ha molestado, señor Marshall?
–Deja de hacer preguntas y dime dónde están los platos, mujer, antes de que se enfríe.
–En el segundo armario a la derecha.
Había dicho platos, en plural. ¿Pretendía aquel hombre cenar con ella? Jude Marshall dejó dos platos sobre la mesa y comenzó a servir. Así que sí era ésa su intención.
–Eh… ¿señor Marshall?
–¿Te importa que dejemos clara una cosa, May? –la interrumpió él frunciendo el ceño.
–¿Qué? –preguntó ella poniéndose tensa.
–Estoy seguro de que tienes buenas razones para mostrarte deliberadamente antipática conmigo, o, al menos, crees que las tienes, pero no voy a sentarme a cenar con una persona que insiste en llamarme señor Marshall. Te he traído la cena, ¿recuerdas? –añadió alzando las cejas significativamente.
May se ruborizó. Era cierto que se mostraba deliberadamente antipática, no podía negarlo. Pero él se mostraba deliberadamente amable, lo cual resultaba sospechoso e igualmente inaceptable.
–¿De acuerdo? –insistió él resuelto.