Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós - Carole Mortimer - E-Book

Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós E-Book

Carole Mortimer

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Beschreibung

Seducidos por el amor Carole Mortimer Jane había tenido éxito en todo. Tenía un negocio rentable, un bonito apartamento en Londres y había conseguido distanciarse de su pasado. Hasta que, cuando menos lo esperaba, Gabriel Vaughan irrumpió en su vida. Su instinto de supervivencia le decía que se alejara de aquel hombre si no quería que terminara reconociéndola. Pero Gabriel estaba decidido a seducirla. Un retorno inesperado Jackie Braun El playboy Kellen Faust lo tenía todo hasta que un accidente de esquí le dejó graves secuelas. Se retiró a la lujosa isla de su familia para recuperarse, y allí conoció a Brigit Wright, la directora del hotel de su propiedad. El hotel no solo era el hogar de Brigit, sino también su salvación. Por eso, la conexión que empezó a sentir con Kellen la aterraba. ¿Podría confiar en que el heredero pródigo se quedara con ella... para toda la vida? Nunca digas adiós Susan Meier Seguramente, todas las mujeres de la pequeña ciudad de Wilmore estaban dispuestas a casarse con Tanner McConnell, el apuesto millonario; pero no Bailey Stephenson. Había oído tantos rumores sobre Tanner que solo su nombre la asustaba. Además, a ella le encantaba vivir en Wilmore, mientras que él estaba deseando salir de allí. Y, por si fuera poco, estaba loca por él...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 517 - enero 2021

 

© 1999 Carole Mortimer

Seducidos por el amor

Título original: A Yuletide Seduction

 

© 2015 Jackie Braun Fridline

Un retorno inesperado

Título original: The Heir’s Unexpected Return

 

© 2001 Linda Susan Meier

Nunca digas adiós

Título original: Marrying Money

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-171-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Seducidos por el amor

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Un retorno inesperado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Nunca digas adiós

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ORO.

Brillante y resplandeciente.

Pero ella ni quería ni necesitaba sentir su contacto; el metal parecía abrasarle la mano.

Se quitó la alianza. No le resultó difícil. Estaba mucho más delgada que el día que habían deslizado aquel anillo en su dedo. De hecho, era tan ancho para su dedo que había estado a punto de caérsele al suelo.

Oh, cuánto deseaba que se hubiera caído. Que se hubiera caído y se hubiera perdido, para no tener que verlo nunca más. Debería habérselo quitado semanas atrás, meses atrás, pero había estado ocupada con otras muchas cosas. Y la delgada hebra dorada que descansaba en su mano no le había parecido entonces importante.

Pero en ese momento sí lo era. Era el único recuerdo físico que tenía de lo que ella había sido…

Cerró la mano alrededor del metal con tanta fuerza que se clavó las uñas en la palma de la mano. Pero era inmune al dolor. Casi lo agradecía. Porque aquella sensación le decía que, por lo menos, todavía era real. Todo lo que había a su alrededor parecía haberse desmoronado hasta quedar reducido a la nada. Ella era la única realidad.

Ella y aquella alianza.

Abrió la mano lentamente mientras se defendía de los recuerdos que aquella visión evocaba.

Mentiras. ¡Todo mentiras! Y él ya estaba muerto, tan muerto como lo había estado siempre su matrimonio.

¡Oh, Dios, no! No lloraría. Jamás. No volvería a llorar nunca.

Pestañeó rápidamente para apartar las lágrimas. Tenía que recordar, continuar recordando antes de olvidar. Porque si alguna vez lo hacía…

Pero antes tenía que deshacerse de aquella alianza. No quería volver a verla cerca de ella. Ni que nadie volviera a verla en su dedo.

Cerró la mano nuevamente sobre ella y alzó el brazo para lanzar con todas sus fuerzas la alianza. La vio volar en el cielo, girar en el aire a cámara lenta y hundirse en el agua para ser arrastrada por la corriente del río que tenía ante ella.

Tardó algunos segundos en darse cuenta de que por fin se había ido. Irrevocablemente. Y con su pérdida recuperaba la libertad. Una libertad que había perdido durante mucho, mucho tiempo.

¿Pero libertad para hacer qué?

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–LLÉVATE estas tazas a… –Jane se interrumpió bruscamente al ver que una de las delicadas tazas de porcelana terminaba hecha añicos en el suelo de la cocina. Las tres mujeres que estaban en la habitación bajaron la mirada hacia el suelo. La causante de aquel estrago estaba completamente horrorizada por lo que había hecho.

–Oh, Jane, lo siento –gimió Paula–. No sé lo que me ha pasado. La pagaré, por supuesto.

–No seas tonta, Paula –contestó Jane.

Hubo un tiempo, y no muy lejano, en el que un accidente como aquel le hubiera provocado a Jane un ataque de pánico. El dinero que habría que pagar por una pieza de porcelana como aquella reduciría los beneficios que obtendría por servir aquella cena. Y podía asumir el coste de una pérdida como aquella sin considerarla un desastre. Además, si la cena resultaba tan exitosa como Felicity Warner esperaba, Jane dudaba que le preocupara que una de sus tazas hubiera sufrido un accidente.

–Lleva las tazas –Jane sustituyó la taza rota por otra–. Rosemary llevará el café y yo me ocuparé de limpiar esto –apretó cariñosamente el brazo a Paula antes de que esta saliera junto a Rosemary para servir el café a los Warner y a sus seis invitados.

A Jane casi le entró la risa al verse con el recogedor y la escoba en la mano. Durante los últimos dos años, el tiempo que llevaba dedicándose a su servicio exclusivo de catering, había pasado de trabajar sola a poder contratar a personas como Paula y Rosemary que la ayudaban a servir. Sin embargo, pensó al verse de rodillas recogiendo los añicos de porcelana, había cosas que nunca cambiaban.

–Querida Jane, yo solo… ¿Jane? –Felicity Warner acababa de entrar en la cocina y se detuvo bruscamente al ver a Jane en el suelo–. ¿Qué ha pasado?

Jane se levantó con el recogedor en la mano.

–Le reembolsaré el precio de la taza, por supuesto y…

–Ni se te ocurra, querida. Después de esta noche, espero poder comprarme una vajilla nueva y desprenderme de estos vejestorios.

«Estos vejestorios» eran unas delicadas piezas de porcelana china que debían de costar una fortuna.

–¿Entonces la cena ha sido el éxito que esperaba? –preguntó Jane educadamente.

–¡Todo un éxito! –Jane rio feliz–. Querida Jane, después de la maravillosa cena que has servido esta noche, Richard se va a divorciar de mí para casarse contigo.

La profesional sonrisa de Jane no tembló siquiera, aunque la idea de volver a casarse, aunque fuera con un hombre tan encantador como Richard Warner, le repugnaba.

Aun así, se alegraba de que las cosas les estuvieran saliendo bien a los Warner. Habían acordado que se hiciera ella cargo de la cena en el último momento, un encargo que Jane había podido aceptar gracias a la cancelación de otro servicio de su apretada agenda. Por lo que Felicity le había contado, los negocios de su marido no habían marchado muy bien durante los últimos meses. Y, desde luego, aquella agradable pareja se merecía que cambiara su suerte.

Aunque era la primera vez que Jane cocinaba para Felicity, esta última había sido muy amable y cariñosa con ella. De hecho, habían estado charlando durante toda la tarde. Felicity le había hecho consciente de la importancia que aquella cena tenía para ellos. Había compartido con ella todos sus temores, hasta el punto de que Jane tenía la sensación de conocer ya íntimamente a toda la familia.

–Por supuesto, nadie ha dicho nada de forma explícita –continuó explicándole Felicity excitada–, pero Gabe le ha dicho a Richard que le gustaría que se reunieran mañana a primera hora en su despacho –sonrió con placer–. Y estoy segura de que esta comida maravillosa ha servido para convencerlo –la miró con expresión conspiradora–. Me ha dicho que normalmente nunca come postre, pero yo le he convencido de que probara tu maravilloso mousse de chocolate blanco… ¡Y no ha dicho una sola palabra mientras devoraba el postre a dos carrillos! Cuando ha terminado estaba tan relajado que, en cuanto Richard le ha pedido que se vieran mañana, se ha mostrado de acuerdo.

Así que en realidad había sido Richard el que había solicitado la reunión, pensó Jane. Pero en fin, todo el mundo tenía derecho a permitirse alguna licencia poética en circunstancias difíciles. Richard Warner era el propietario de una empresa de ordenadores a punto de la quiebra y, por lo que Felicity le había contado a Jane, ese Gabe era un tiburón de los negocios capaz de arramplar con cualquier otra empresa sin pensar en las consecuencias. Al parecer, el hecho de que hubiera aceptado su invitación a cenar ya era más de lo que jamás habrían esperado de él.

A través de la información que Felicity le había transmitido, Jane había llegado a considerar al tal Gabe como un perfecto canalla con el que no le gustaría tener que hacer nunca un negocio. Pero los Warner no parecían tener otra opción.

–Me alegro mucho por ti, Felicity –le dijo con calor–. ¿Pero no crees que deberías volver con tus invitados? –y de esa forma ella podría comenzar a limpiar la cocina.

–¡Dios mío, claro que sí! –Felicity rio ante su propio olvido–. Estaba tan emocionada que tenía que venir a contártelo. Hablaremos más tarde –le dio a Jane un agradecido abrazo y salió corriendo de la cocina.

Jane sacudió la cabeza con pesar y comenzó a lavar los platos del postre. En otras circunstancias, Felicity y ella habrían llegado a ser amigas. Pero, en su situación, sabía que probablemente no volvería a ver a Felicity hasta que esta requiriera nuevamente sus servicios, si alguna vez lo hacía.

No le costaba nada admitir que era una vida extraña la que había elegido. Su hablar refinado y su exquisita educación, a los que había incluido, gracias a Dios, un curso de cocina cordon bleu, la distanciaban de mucha gente. Y, aunque fuera la propietaria de su negocio, el hecho de ser empleada por personas de la categoría de Felicity significaba que tampoco podría pertenecer nunca a aquellos círculos sociales.

Una vida extraña, sí, pero la única que le había proporcionado alguna satisfacción, a pesar de que a veces la hiciera sentirse terriblemente sola.

–En realidad es un auténtico tesoro –oyó decir a Felicity en el pasillo–. No sé por qué no abre su propio restaurante. Estoy segura de que sería un éxito –su voz fue oyéndose cada vez más cerca y finalmente Felicity entró en la cocina–. Jane, uno de nuestros invitados está deseando conocerte –anunció feliz–. Creo que se ha enamorado perdidamente de tu forma de cocinar.

No hubo ninguna advertencia previa. Ningún signo. Ni campanas de alarma. Nada que la advirtiera a Jane de que su vida estaba a punto de volverse del revés por segunda vez en tres años.

Tomó un paño de cocina para secarse las manos y fijó una sonrisa en los labios antes de volverse. Sonrisa que se heló en su boca al ver al hombre que Felicity había llevado a la cocina.

¡No!

¡No podía ser él!

¡No podía ser!

Ella era una mujer independiente. Libre.

No podía ser él. No podría soportarlo después de lo mucho que le había costado conquistar su libertad.

–Este es Gabriel Vaughan, Jane –lo presentó Felicity inocentemente–. Gabe, aquí tienes a nuestra maravillosa cocinera de esta noche: Jane Smith.

¿Así que el Gabe del que Felicity había estado hablando durante toda la tarde era Gabriel Vaughan?

Por supuesto que sí. El mismísimo Gabriel Vaughan estaba cruzando en ese momento la cocina para acercarse a una completamente paralizada Jane. Estaba más viejo, por supuesto. Sin embargo, las duras facciones de su rostro continuaban pareciendo haber sido esculpidas sobre granito, a pesar de la sonrisa que en ese momento le estaba dedicando.

–Jane Smith –la saludó Gabe en un tono de voz que encajaba perfectamente con la rigidez de su rostro.

Debía de tener ya treinta y un años. Tenía el pelo ligeramente largo y los ojos de mirada intensa y un color azul casi idéntico al del mar de las Bahamas.

–¿O puedo llamarte Jane? –añadió con encanto. El acento americano parecía suavizar la dureza de su voz.

El traje negro y la camisa blanca que Gabriel Vaughan llevaba no conseguían ocultar en absoluto la perfección del cuerpo que cubrían. Era más alto que cualquiera de los hombres que Jane conocía, tanto que Jane tenía que inclinar la cabeza para poder ver su rostro. Un rostro que parecía haberse vuelto más sombrío con los años, a pesar de la encantadora sonrisa que Gabe le estaba dirigiendo en ese momento.

Oh, Paul, se lamentó Jane para sí. ¿Cómo podría haber pensado nunca que podía enfrentarse a aquel hombre y ganar?

–Sí, puede llamarme Jane –contestó en el tono suave y tranquilo que había aprendido a utilizar durante los últimos tres años. Aunque la sorprendía ser capaz de hacerlo en aquellas circunstancias.

Estaba hablando con Gabriel Vaughan, el hombre que había irrumpido en su vida como si fuera un tornado y que, estaba completamente segura, jamás se había parado a pensar en los destrozos que había dejado tras él.

–Me alegro de que haya disfrutado de la cena, señor Vaughan –añadió, deseando que saliera cuanto antes con su anfitriona de la cocina. A pesar de la calma que aparentaba, las piernas le temblaban y dudaba de que fueran capaces de sostenerla durante mucho tiempo.

–Tu marido es un hombre con suerte –añadió Gabe suavemente.

Jane resistió a duras penas el impulso de desviar la mirada hacia su mano izquierda para mostrarle que no había en ella ninguna alianza.

–No estoy casada, señor Vaughan –contestó.

Gabe la miró fijamente durante unos segundos que a Jane se le hicieron interminables. Era consciente de todo lo que Gabe podía ver: el pelo insulsamente castaño que se había recogido con una cinta de terciopelo negro. El rostro pálido y sin maquillar, dominado por sus enormes ojos oscuros y una figura bastante más delgada que la última vez que se habían visto, aunque la blusa de color crema y la falda negra que se ponía para trabajar no hicieran nada por realzarla.

–¿Puedo decir entonces –murmuró Gabriel con voz ronca– que es algo por lo que muchos deberíamos felicitarnos?

–Querido Gabe –bromeó Felicity–, voy a empezar a pensar que estás coqueteando con Jane.

Gabe le dirigió a su anfitriona una mirada burlona.

–Mi querida Felicity, ¡claro que lo estoy haciendo! –se volvió de nuevo hacia Jane con expresión desafiante.

¿Coqueteando? ¿Con ella? Imposible. Si solo supiera…

Pero no lo sabía. No la había reconocido. En caso contrario, no estaría mirándola con la admiración con la que lo estaba haciendo. ¿Tanto habría cambiado? Seguramente. Su rostro había madurado, sí. Pero el cambio principal había sido el de su pelo. Un cambio deliberado. Tiempo atrás, tenía una melena de rizos dorados como el maíz que le llegaba hasta la cintura. Un peinado completamente distinto a la melena corta y castaña que enmarcaba en aquel momento su rostro. Ella misma se había sorprendido de la transformación que se había operado en su aspecto con un simple cambio de pelo. Sus ojos, a los que siempre había considerado de un vulgar color castaño, habían adquirido una nueva profundidad y la pálida piel, que tan corriente parecía en una rubia, hasta parecía haber adquirido una nueva y más cremosa textura.

Sí, había cambiado deliberadamente, pero hasta ese momento no había sido consciente del éxito de su cambio de imagen.

–Señor Vaughan –dijo por fin, con voz lenta pero firme–, creo que está perdiendo el tiempo.

Gabe continuó sonriendo, aparentemente sin inmutarse, pero en sus ojos se adivinaba un nuevo interés.

–Mi querida Jane, puedes estar segura de que yo nunca pierdo el tiempo.

Un escalofrío recorrió la espalda de Jane, que aun así consiguió continuar manteniendo su aparente calma.

–Gabe –intervino Felicity riendo–, no puedo dejar que molestes a Jane. Volvamos al salón a tomar una copa y dejemos a la pobre Jane en paz –le dirigió a Jane una sonrisa de disculpa–. Estoy segura de que ya tiene ganas de volver a su casa. Vamos, Gabe, o Richard pensará que nos hemos fugado juntos.

Gabe no se unió a las risas de su anfitriona.

–Richard no tiene que preocuparse por eso, Felicity. Eres una mujer hermosa –añadió, quitando crudeza a su anterior comentario–, pero nunca me he encaprichado por las mujeres de los demás.

Jane contuvo la respiración. Porque ella sabía la razón por la que Gabriel Vaughan jamás se había encaprichado de «las mujeres de los demás». Oh, sí, lo sabía perfectamente.

–Estoy segura de que Richard estará encantado de oírlo –contestó Jane con una tranquilidad que hasta a ella misma la admiraba–. Pero Felicity tiene razón: tengo muchas cosas que hacer y su café debe de estar enfriándose.

Y necesitaba que Gabe abandonara inmediatamente la cocina porque corría el serio peligro de derrumbarse ante sus ojos.

Ella creía haber conseguido olvidar el pasado, pero en ese momento estaba reviviendo nítidamente lo sucedido tres años atrás, cuando había aparecido una fotografía suya al lado de otra de aquel hombre en todos los periódicos del país.

En aquel momento, había deseado huir y esconderse para siempre, y lo había conseguido. Pero aunque ni siquiera fuera consciente de ello, y esperaba que nunca lo fuera, el hombre que durante tanto tiempo la había perseguido en sus pesadillas, había conseguido alcanzarla.

–Ha sido un placer haberte conocido, Jane Smith –murmuró Gabe al cabo de una eternidad y le tendió la mano.

Paula y Rosemary, tras abrir los ojos como platos al encontrar a la anfitriona y a uno de los invitados en la cocina hablando con Jane, se dispusieron a lavar los platos que Jane no había podido fregar por culpa de aquella interrupción. Felicity sonreía feliz, todavía emocionada por aquella cena que había considerado un éxito. Solo Jane parecía ser consciente de que estaba mirando aquella mano como si fuera una víbora a punto de morderla.

–Gracias –contestó fríamente. Pero sabía que no le quedaba más remedio que estrechar la mano que le tendía. Nadie entendería que no lo hiciera, a pesar de que ella sabía exactamente por qué no quería tocar a aquel hombre.

Sintió su mano fría y firme durante las décimas de segundo que se permitió estrechársela.

–Quizá nos veamos en otra ocasión –sugirió Gabe, cuando se separaron.

–Quizá –contestó ella.

¡Y quizá no lo hicieran! Habían pasado tres años sin verlo y, si por ella fuera, no volvería a encontrarse con él en su vida! Y, puesto que Gabriel Vaughan pasaba la mayor parte de su tiempo en América y solo se adentraba en aguas inglesas cuando veía alguna presa apetecible, no sería difícil conseguirlo.

–Voy a estar en Inglaterra durante tres meses –comentó, como si acabara de leerle el pensamiento–. He alquilado un apartamento. No puedo soportar la frialdad de los hoteles.

¡Tres meses!

–Espero que disfrute de su estancia en Inglaterra –replicó ella sin interés y se volvió. Ya no era capaz de seguir mirándolo. Y necesitaba sentarse, las piernas le temblaban terriblemente. ¿Por qué no se iría aquel hombre de una vez por todas?

Comenzó a colocar los platos limpios en su sitio y, para cuando volvió nuevamente la cabeza, Gabe ya se había ido.

–¡Cielos! Qué hombre tan atractivo, ¿verdad? –comentó Rosemary suspirando.

¿Atractivo? Sí, Jane suponía que lo era. Pero tenía más razones para temerlo que para encontrarlo atractivo. Aunque era obvio por la sonrisa de Paula que a ella también se lo había parecido.

–El aspecto es solo una cuestión superficial –replicó Jane–. Y tengo entendido que, a pesar de ese barniz de civilización, Gabriel Vaughan es una piraña.

Paula hizo una mueca ante su vehemencia.

–Parece que le has gustado –comentó con expresión especulativa.

–A los hombres como Gabriel Vaughan no les gustan las mujeres que trabajan para ellos –añadió bromeando, y se levantó–. Y ya es hora de que os vayáis vosotras dos a casa con vuestros maridos. Yo puedo arreglármelas sola con todo esto.

De hecho, casi se alegró de poder quedarse sola. De esa forma, prácticamente pudo convencerse de que todo había vuelto a la normalidad, de que el encuentro con Gabriel Vaughan no había tenido lugar…

 

 

Una hora después, cuando todo estaba limpio y ya se había marchado el último invitado, Felicity volvió a la cocina. Parecía tan feliz que Jane no tuvo corazón para transmitirle sus dudas acerca del supuesto éxito de la noche.

–Jamás podré agradecértelo lo suficiente, Jane –sonrió con cansancio–. No sé cómo me las habría arreglado sin ti.

–Seguro que estupendamente.

–Yo no estoy tan segura –hizo mueca–. Pero mañana será cuando pueda decirte de verdad si tu esfuerzo ha merecido o no la pena.

Jane deseaba con toda su alma que aquella pareja no sufriera una decepción. Aunque, teniendo en cuenta lo que sabía de Gabriel Vaughan, no le extrañaría nada.

–Creo que ya es hora de que vaya pensando en irme a la cama –comentó Felicity bostezando–. Richard traerá ahora a la cocina las copas que quedan, pero no se te ocurra lavarlas. Debes de estar mucho más cansada que yo –se dirigió hacia la puerta de la cocina–. Por favor, vete a casa, Jane. Y, por cierto –añadió antes de salir–, definitivamente esta ha sido tu noche. Gabe se ha mostrado muy interesado en ti.

Jane tuvo que hacer un serio esfuerzo para mantener la compostura.

–¿Ah sí?

–Desde luego. No me extrañaría nada que volvieras a encontrártelo.

–¿Y qué te hace pensar algo así? –preguntó, disimulando su tensión.

–Bueno, él… Ah, Richard –Felicity se apartó para dejar pasar a su marido–, estaba diciéndole a Jane que estoy segura de que Gabe y ella volverán a verse.

Richard miró a su esposa con una sonrisa.

–Deja de hacer de casamentera. Estoy seguro de que, si Jane y Gabe quieren volver a verse, son perfectamente capaces de quedar ellos.

–Pero nunca viene mal una ayuda en estos casos –replicó Felicity.

–¿Quieres hacer el favor de irte a la cama? –le pidió su marido–. Yo acompañaré a Jane hasta la puerta y después me reuniré contigo.

–De acuerdo –admitió Felicity con voz somnolienta–. Y muchas gracias por todo, Jane. Has estado maravillosa.

–Ha sido un placer –respondió ella–. Por cierto, no puedo evitar sentir curiosidad sobre por qué pensáis que el señor Vaughan y yo volveremos a vernos –insistió.

–Porque nos ha pedido tu tarjeta, cariño –contestó la otra mujer–. Ha dicho que era porque quería llamarte la próxima vez que tuviera una cena en casa, pero yo tengo la sensación de que tendrás noticias suyas mucho antes. No tardes mucho, cariño –le dirigió una sonrisa radiante a su marido y fue después hacia el dormitorio.

–Siento todas estas tonterías –se disculpó Richard–. Felicity ha estado muy preocupada durante estas últimas semanas, y no le conviene nada, teniendo en cuenta que está en los primeros meses de embarazo. Pero hazme caso: Gabe Vaughan es el último hombre con el que te convendría tener ningún tipo de relación. Es capaz de devorarte y engullir tus restos antes de que hayas tenido oportunidad siquiera de decir «no».

Jane, que se había quedado completamente helada desde que Felicity había anunciado que le había pasado su tarjeta a Gabriel Vaughan, comenzó a ponerse precipitadamente la chaqueta.

–No sabía que Felicity estaba embarazada –dijo lentamente. No dudaba de que aquella feliz pareja estaría encantada con la idea de tener un tercer hijo, pero, al mismo tiempo, era consciente de que el bebé llegaba en un momento difícil para ellos.

–Todavía está en las primeras semanas de embarazo. Bueno, Jane. Muchas gracias por lo que has hecho por nosotros esta noche. Aunque, al contrario que Felicity, yo creo que hace falta algo más que una cena excelente para convencer a Gabriel Vaughan de que merece la pena salvar mi empresa.

Y Jane estaba completamente de acuerdo con él. Desde luego, no envidiaba en absoluto la suerte de Richard, que al cabo de unas horas tendría que volver a vérselas con aquel tiburón de las finanzas.

–Espero que todo salga bien. Ahora, tengo que irme. Y creo que deberías subir cuanto antes a dar un abrazo a tu encantadora esposa. Tienes mucha suerte al poder contar con el apoyo de una mujer como Felicity y una familia adorable –añadió.

–Desde luego, Jane, desde luego.

Por mal que fueran las cosas al día siguiente, pensó Jane mientras se marchaba, aquel hombre continuaría teniendo a su esposa, dos hijas maravillosas y un bebé que se hallaba todavía en camino. Y eso era ya mucho más de lo que otras personas tenían.

Y a veces, recordó Jane con desolación, todas esas cosas por las que realmente merecía la pena luchar, podían desaparecer repentinamente de tu vida. Y un buen ejemplo de ello había sido el encuentro de aquella noche con Gabriel Vaughan. Había trabajado tan duramente para levantar su negocio, para construir algo por sí misma, que no podía permitir que volvieran a arrebatárselo.

Aquella no había sido una buena noche para Jane. Se había encontrado con el último hombre al que hubiera querido volver a ver en toda su vida. Y Felicity, pobre romántica, le había entregado su tarjeta.

Las cosas no podían haber ido peor, se dijo.

Sin embargo, no tardaría en darse cuenta de que sus desgracias no habían hecho nada más que empezar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

JANE estuvo a punto de atragantarse con el primer café de la mañana siguiente. La mano le temblaba de tal manera que terminó derramando parte del café sobre el periódico. El negro líquido se extendió sobre el semblante sonriente del causante de su zozobra: el mismísimo Gabriel Vaughan.

Desde la noche anterior, nada parecía salirle bien. A la una de la madrugada, había descubierto que la furgoneta no arrancaba. Había mirado hacia la vivienda de los Warner, pero ya no había luz en ninguna de las ventanas. Y, en aquellas circunstancias, Jane no había querido molestar a la pareja. Además, había decidido, era bastante probable que en ese momento estuvieran haciendo el amor y, desde luego, no tenía intención de interrumpirlos.

Pero era demasiado tarde para encontrar un taller abierto y en aquel lujoso barrio residencial encontrar una cabina para llamar a un taxi tampoco había sido tarea fácil. Para colmo de males, acababa de salir de la cabina cuando comenzó a llover de forma torrencial.

Cansada, empapada y extremadamente disgustada, Jane había llegado a su apartamento cerca de las dos y media de la madrugada. De manera que encontrarse seis horas y media después con el rostro sonriente de Gabriel Vaughan era lo último que necesitaba.

Aquel era uno de los pocos momentos del día en el que disfrutaba de unas horas de relajación. Lo primero que solía hacer nada más levantarse era salir a correr y comprar el periódico y cruasanes recién hechos de una de las mejores pastelerías del barrio.

Pero aquella mañana acababan de amargarle el placer del desayuno. Y todo por culpa de aquella fotografía en la que aparecía Gabriel Vaughan saliendo de una fiesta organizada por un conocido político del brazo de una rubia despampanante.

Jane se levantó con impaciencia. La relajación matutina había desaparecido por completo. ¡Maldito fuera aquel tipo! Le había arruinado la vida en una ocasión y no permitiría que lo hiciera por segunda vez después de lo duramente que había trabajado para labrarse una carrera como Jane Smith.

Jane Smith.

Tomó aire, intentando controlar el pánico y el enfado y retomar la calma que tan necesaria había llegado a ser para ella durante los últimos años de su vida.

Tenía trabajo que hacer, otra cena que preparar para la noche y la primera tarea del día era llamar al taller con el que se había puesto en contacto a primera hora de la mañana y comprobar si habían podido arreglar ya la furgoneta. En caso contrario, tendría que conseguir un transporte alternativo para los próximos días.

Sí, tenía un negocio que dirigir y pensaba hacerlo.

A pesar de Gabriel Vaughan.

 

* * *

 

–¡Demonios, odio esos aparatos! ¡Si estás ahí, Jane Smith, contesta el maldito teléfono!

Jane alargó la mano y apagó con dedos temblorosos el contestador, como si temiera que la máquina pudiera hacerle algún daño. Cosa que, por supuesto, no era cierta. Pero la voz de aquel impaciente mensaje era fácilmente reconocible: era la voz de Gabriel Vaughan.

Jane había llamado al taller antes de meterse en la ducha. Le habían comunicado que podría ir a buscar su furgoneta al cabo de media hora, en cuanto le hubieran cambiado la batería. Después, se había dado una ducha rápida y se había marchado, no sin antes conectar el contestador, como hacía cada vez que salía de casa.

Al llegar, la luz parpadeante del contestador anunciaba que tenía cinco mensajes. Los primeros habían sido completamente inocuos, llamadas para solicitar sus servicios, que contestaría antes de salir a comprar lo necesario para la cena. Pero la tercera llamada… Gabriel ni siquiera había tenido que decir quién era. Jane habría reconocido aquella forma de hablar en cualquier parte.

No habían pasado doce horas siquiera desde que había salido de casa de los Warner y aquel maldito ya había intentado ponerse en contacto con ella.

¿Qué querría?

Fuera lo que fuera, no le interesaba. A nivel profesional, no le hacía ninguna falta. Y a nivel personal, aquel era el último hombre con el que querría tener algo que ver. No quería tener el menor contacto con Gabriel Vaughan.

De modo que decidió ignorar su llamada. Actuar como si no la hubiera oído. Al fin y al cabo, Gabe no había dejado su nombre en el contestador.

Tras tomar aquella decisión, volvió a conectar el contestador para oír los dos mensajes que faltaban.

–¡Jane! Oh, Jane… –se hizo una breve interrupción en el cuarto mensaje, antes de que la mujer que estaba hablando continuara–. Soy Felicity Warner. Llámame en cuanto llegues. Por favor… –¡Felicity parecía estar llorando!

Y Jane no necesitaba esforzarse demasiado para imaginarse a qué se debía aquel dramático cambio de humor. Sin duda, Richard se había reunido ya con Gabriel Vaughan.

Quizá debiera haberle hecho alguna advertencia a Felicity la noche anterior, al darse cuenta de quién era el hombre con el que Richard estaba negociando. Pero en ese caso, Felicity habría querido enterarse de por qué sabía tanto sobre él. Y a Jane le había costado casi tres años llegar a olvidar el cómo y el porqué había conocido a Gabriel Vaughan.

Pero Felicity parecía muy afectada, realmente desesperada. Algo nada recomendable en su estado.

–¿Es que no apagas nunca esa maldita máquina, Jane Smith? –el quinto mensaje comenzó a sonar. En aquella ocasión, la voz de Gabriel Vaughan tenía un tinte burlón–. Bueno, yo me niego a hablar con una máquina, así que intentaré llamarte más tarde.

Colgó bruscamente el auricular, sin decir el motivo de su llamada.

Dos llamadas en una hora, pensó Jane alarmada, ¿qué podía querer aquel hombre?

Si los llantos de Felicity tenían que ver con él, eso quería decir que también había hablado con Richard en la última hora.

Aquel hombre era una máquina. Un autómata. Disponía de los bienes de personas que estaban al borde de la ruina sin pensar en las consecuencias. Y, teniendo en cuenta que Felicity estaba embarazada, en aquel caso las consecuencias podían ser terribles.

Jane volvió a apagar el contestador. No quería verse envuelta en aquel asunto desde ningún punto de vista. Pero si contestaba la llamada de Felicity, lo estaría. Si realmente no lo estaba ya.

En realidad, ella no tenía mucha información sobre los Warner. Durante los años que llevaba trabajando, Jane había puesto especial cuidado en guardar una prudente distancia con sus clientes. Era una persona a la que ellos contrataban y jamás había cometido el error de creerse otra cosa. Pero, de alguna manera, el día anterior había sido diferente. Evidentemente, Felicity estaba muy preocupada, necesitaba desesperadamente hablar con alguien. Y había elegido a Jane como confidente, probablemente porque era consciente de que su propio trabajo la obligaba a ser extremadamente discreta sobre sus clientes.

A Jane nunca le habían gustado los cotilleos, pero, además, había una muy buena razón para que nadie pudiera enterarse de nada de lo que Felicity le había contado: simplemente, no tenía a nadie a quien pudiera decírselo.

Jane tenía una vida muy ocupada y conocía cientos de personas en su trabajo. Pero a los amigos, a los verdaderos amigos, había tenido que renunciar.

Su vida había cambiado de forma dramática tres años atrás, pero la determinación y el trabajo duro le habían permitido tomar las riendas de su propia vida y de su negocio. Y había triunfado.

Una parte importante de su triunfo había consistido en haber sido capaz de alquilar aquel bonito apartamento con suelo de parqué, muebles antiguos y mullidas alfombras. No tenía televisión; porque no tenía tiempo para verla y porque no le gustaba. Cuando tenía algún rato de ocio, prefería pasarlo escuchando música o leyendo. Hacía tiempo que su idea de diversión había dejado de estar asociada a la vida social. Su mayor diversión consistía en quedarse en casa escuchando una de sus cintas favoritas de música clásica y leyendo cualquiera de sus muchos libros.

Pero, de alguna manera, los tres últimos mensajes del contestador parecían haber invadido la paz y la tranquilidad de su hogar.

Por mucho que simpatizara con Felicity y la compadeciera, no podía devolverle aquella llamada.

Sencillamente, no podía.

 

 

Cuando aquella noche llegó a su casa, cerca de la una de la madrugada, estaba agotada. En realidad la cena había sido un éxito y el principal motivo de su cansancio eran los cambios que se habían producido en su vida desde la noche anterior.

Aunque quizá se estuviera comportando de forma paranoica. Gabriel Vaughan no parecía dispuesto a tomarse muchas molestias por ninguna mujer, y menos por una que se dedicaba a cocinar para los demás. Sin embargo, en su último mensaje había dicho que volvería a llamarla…

Jane suspiró. Estaba cansada. Era tarde. Y quería irse a la cama. ¿Pero sería capaz de dormir sabiendo que tenía seis mensajes en el contestador?

Probablemente no, admitió con enfado. Aquello no le gustaba. No le gustaba en absoluto. Estaba profundamente resentida con la intrusión de Gabriel Vaughan en su vida, pero también con su propia reacción. No podía vivir con miedo eternamente. Aquella era su casa, maldita fuera, su espacio, y Gabriel Vaughan no tenía cabida en ella. No iba a permitir que lo invadiera.

De manera que, con gesto decidido, alargó la mano y encendió el contestador.

–Hola, Jane. Soy Richard Warner. Felicity me ha pedido que te llame. He tenido que llevarla al hospital. Los médicos dicen que puede perder su bebé. Yo… Ella… Gracias por la ayuda que nos prestaste anoche –el mensaje se interrumpía bruscamente. Era evidente que Richard no sabía qué decir.

Porque no había nada más que decir, comprendió Jane. ¿Pero qué le había dicho Gabriel a Richard, qué le habría hecho para dar lugar a tal…? ¡No! No podía dejarse involucrar en aquel asunto. No podía arriesgarse.

Pero Felicity la había llamado ese mismo día diciendo que la necesitaba. Y, por la llamada de Richard, era obvio que no había exagerado. ¿Cómo iba a ignorar Jane una llamada de ayuda? O quizá fuera ya demasiado tarde…

Sin embargo, aunque contestara a la llamada de Richard, nada cambiaría. ¿Qué podía hacer ella? Era la última persona a la que Gabriel Vaughan querría escuchar, en el caso de que ella decidiera revocar su decisión de no volver a hablar nunca con él.

¿Pero qué podría ocurrirle a Felicity?

Era casi la una y media de la mañana. Demasiado tarde para llamar a Richard al hospital. Así que se acostaría, disfrutaría de una buena noche de sueño y llamaría a Richard al día siguiente. Quizá Felicity hubiera mejorado para entonces.

O quizá no.

Escuchó distraídamente el resto de los mensajes. Eran todas llamadas relacionadas con su trabajo. Gabriel Vaughan no había vuelto a llamarla.

 

 

–Lo que los médicos dicen es que se ha estabilizado –le explicó Richard cuando a la mañana siguiente lo llamó para saber cómo estaba su esposa–. Pero no sé lo que eso significa.

–¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente, Richard? –le preguntó Jane bruscamente.

–¿A ti que te parece? Lo que ha sucedido es Gabriel Vaughan –respondió Richard con amargura–. Pero preferiría no tener que habar sobre ello, Jane –añadió Richard agitado–. En este momento mi empresa está destrozada y mi mujer en el hospital… Me basta mencionar a Gabriel Vaughan para que me suba la tensión. Le diré a Felicity que has llamado. Y una vez más, Jane, gracias por tu ayuda –colgó el teléfono.

Jane suspiró y colgó su propio auricular. Gabriel Vaughan, claro. No podía haber sido otra cosa. Aquel tipo no tenía ninguna clase de…

Estuvo a punto de caerse de la silla cuando el teléfono volvió a sonar. Eran solo las ocho y media de la mañana. Había llamado a Richard a esa hora para poder hablar con él antes de que abandonara el hospital. ¿Pero quién diablos podría llamarla a ella tan temprano?

–¿Diga? –contestó un tanto asustada.

–¿Te he sacado de la cama, Jane Smith? –le preguntó Gabriel Vaughan en tono burlón.

Jane se aferró con fuerza al auricular.

–No, señor Vaughan –contestó con calma–, no me ha sacado de la cama.

–¿Y tampoco interrumpo nada? –continuó burlándose.

–Solo mi primer café de la mañana –respondió secamente.

–¿Cómo lo tomas?

–¿El café?

–Claro, el café –confirmó, riendo.

–Solo y sin azúcar –respondió. Inmediatamente deseó no haberlo hecho. ¡Solo se le ocurría una razón por la que aquel hombre pudiera estar interesado en saber lo que desayunaba!

–Procuraré recordarlo –contestó él con voz ronca.

–Estoy segura de que no me ha llamado para saber cómo tomo el café –respondió Jane bruscamente.

–En eso te equivocas, Jane Smith. Ya ves, quiero saberlo todo sobre ti. Todo, incluso cómo te gusta el café.

Jane exhaló un trémulo suspiro. La mano le dolía de la fuerza con la que sujetaba el auricular.

–Soy una mujer extremadamente aburrida, señor Vaughan, no hay muchas cosas que saber sobre mí.

–Gabe –sugirió él–, llámame Gabe. Y dudo mucho que seas una mujer aburrida, Jane.

Pero a Jane le importaban muy poco sus dudas. Su vida consistía en trabajar, descansar, leer, escuchar música y dormir. Una vida perfectamente estructurada. Era una vida rutinaria, segura, sin complicaciones. Y aquel hombre amenazaba con complicarla de una forma que ella no deseaba en absoluto.

–¿Es usted consciente de que Felicity Warner está ingresada en un hospital y corre el peligro de perder a su hijo –lo atacó.

Se hizo un breve silencio al otro lado de la línea. Un silencio muy corto. No duró más de un par de segundos, pero Jane lo advirtió. Y la sorprendió. Tres años atrás hubiera sido imposible que Gabriel Vaughan permitiera que algo así lo afectara.

–No sabía que Felicity estaba embarazada –dijo con rudeza.

–¿Y hubiera supuesto alguna diferencia que lo supiera? –conocía de antemano la respuesta.

–¿Alguna diferencia para qué? –preguntó él con voz sedosa.

–No se ande con rodeos, señor Vaughan. Está negociando con Richard Warner y al parecer todo este asunto está afectando a la salud de su esposa. Y a la de su bebé… ¿No cree usted que…?

–No estoy seguro de que te gustara oír lo que yo creo, Jane Smith –la interrumpió Gabriel Vaughan bruscamente.

–Tiene razón. No me gustaría en absoluto. Pero creo que ya es hora de que alguien le diga algo sobre su falta de consideración por las vidas de las personas con las que negocia. Su manera de tratar con los demás deja mucho que desear, señor Vaughan y… –se interrumpió bruscamente. Sentía un silencio de hielo al otro lado de la línea. Y al mismo tiempo era consciente de que había hablado demasiado.

–¿Y qué sabes tú sobre mi forma de tratar con los demás, Jane Smith?

Evidentemente, había hablado demasiado.

–Es usted un hombre conocido, señor Vaughan –replicó, intentando mitigar las posibles consecuencias de su error.

–No en Inglaterra –respondió con frío enfado.

–Qué raro, porque estoy segura de que ayer mismo vi su fotografía en un periódico –respondió intencionadamente. Tenía que salvar aquella conversación lo mejor que pudiera.

Lo último que quería era incrementar el interés de aquel hombre en ella. Lo que verdaderamente le habría gustado era hacerle olvidar que había conocido alguna vez a una mujer llamada Jane Smith, cosa que era imposible. De modo que tendría que conformarse con hacerle perder el interés en ella. Y no iba a conseguirlo como continuara desafiándolo.

–Por lo visto, asistió a una fiesta organizada por un importante político –añadió.

–Soy una persona con vida social, Jane –contestó él secamente–. Y esa es la verdadera razón de esta llamada.

¿Iba a pedirle quizá que le organizara una cena? Porque Jane no tenía la menor intención de trabajar para él.

–En esta época del año tengo una agenda de trabajo muy apretada, señor Vaughan –le contestó inmediatamente. Faltaban solo dos semanas para Navidad–. Pero puedo recomendarle otras empresas de catering que estoy segura le complacerán.

Se oyó una risa al otro lado del teléfono.

–No me has entendido bien, Jane. Lo que quiero pedirte es que cenes conmigo, no pretendía contratar tus servicios como cocinera, por mucho que me hayan impresionado tus cualidades culinarias.

Entonces fue Jane la que se quedó callada. Y no porque se hubiera enfadado, como le había pasado minutos antes a su interlocutor. No, estaba perpleja: ¡Gabriel Vaughan estaba pidiéndole una cita!

–No –contestó bruscamente.

–¿No? ¿Ni siquiera quieres un poco de tiempo para pensártelo?

–No –repitió cortante.

–Entonces no me queda más remedio que pensar que tenía razón al asumir que había otra persona en tu vida.

Jane frunció el ceño. ¿En qué momento de aquella conversación habría llegado a pensar Gabriel Vaughan que había otro hombre en su vida?

–No sé de qué me está hablando.

–Se me ocurre, Jane, que tienes un interés insano, por lo menos para Felicity, en los asuntos de Richard. ¡Y no estoy hablando en este momento de negocios! –añadió con dureza.

–Es usted repugnante, señor Vaughan. Yo tampoco he tenido nunca ningún interés por los maridos de los demás –contestó, e inmediatamente colgó.

Gabriel Vaughan acababa de insinuar que tenía una aventura con Richard Warner.

¿Cómo se atrevía?

Capítulo 3

 

 

 

 

 

–VOLVEMOS a encontrarnos, querida Jane Smith.

Jane se quedó paralizada. Estaba a punto de meter una bandeja de merengues recién sacados del horno en la nevera y cerró los ojos, esperando que aquella fuera una pesadilla de la que pudiera despertar en cualquier momento.

Cerrar los ojos no sirvió de nada porque podía oler la fragancia de su loción y sabía que en cuanto se volviera iba a descubrir a Gabriel Vaughan. ¿Y podría ser solo casualidad que aquella fuera la segunda cena en la que coincidían en el curso de una semana?

Abrió los ojos e irguió los hombros antes de volverse para enfrentarse a él. El corazón le dio un vuelco al ver a aquel hombre virilmente atractivo dominando la cocina en la que tan armoniosamente había estado trabajando durante las últimas cuatro horas.

Gabriel iba vestido con un traje negro y una camisa blanca. Exudaba masculinidad y seguridad en sí mismo mientras clavaba sus desafiantes ojos azules sobre ella.

Jane lo saludó con una fría inclinación de cabeza.

–Sí, ya me dijo que era una persona con vida social.

–Y tú me dijiste que ibas a tener mucho trabajo durante estas semanas –se encogió de hombros–. Así que Mahoma ha decidido venir a la montaña.

Jane entrecerró los ojos con recelo. ¿Podría aquel hombre…? No, descartó inmediatamente aquella idea. No podía creer que hubiera recurrido al extremo de hacerse invitar a una cena simplemente porque sabía que iba a prepararla ella. ¿O sí? Al fin y al cabo, la anfitriona la había llamado esa misma mañana para pedirle que añadiera dos comensales más a la cena. ¿Sería uno de ellos Gabriel Vaughan?

–Ya veo –musitó–. Espero que esté disfrutando de la cena, señor Vaughan –añadió.

–Desde luego –contestó, mirándola con admiración–. Tienes mucho genio, ¿verdad, Jane Smith? –había un deje de admiración en su voz burlona, como, si lejos de enfadarlo, le hubiera gustado que le colgara el teléfono dos días atrás.

–Hizo usted una acusación muy desagradable –replicó ella.

–A Richard tampoco le gustó –contestó él, divertido.

–¿Le repitió esa ridícula acusación a Richard? –preguntó Jane con incredulidad.

–Mmm –reconoció Gabe con pesar y una mirada ligeramente burlona–. Y dime, Jane, si no estás saliendo con nadie, ¿qué te gusta hacer en tu tiempo libre? ¿Practicas algún otro tipo de ejercicio?

Jane sacudió la cabeza, totalmente sorprendida por aquella ofensiva conversación.

–Corro, señor Vaughan, me gusta correr –contestó furiosa–. Realmente, me cuesta creer que sea tan insensible como para haber repetido delante de Richard una acusación de ese calibre en un momento como este…

–Felicity está ya fuera del hospital –Gabe no parecía ya tan relajado como al principio. De hecho, hasta podría decirse que se había puesto a la defensiva. Volvió a sus ojos un brillo desafiante.

–¿Y durante cuánto tiempo cree que podrá seguir estando fuera? ¿Cuándo pretende hacer el próximo asalto a la compañía de Richard? –preguntó disgustada.

–Yo no asalto compañías, Jane, las compro.

–Pero atacando directamente la yugular de sus pobres propietarios –lo acusó acaloradamente–. Primero busca a los débiles y después va a por ellos.

Gabe parecía no haberse dejado inmutar por su acusación. Pero había entrecerrado ligeramente los ojos y la dureza de su boca parecía haber aumentado. Quizá no fuera tan despiadado como ella pensaba…

No, se contestó a sí misma inmediatamente. Tres años atrás había sido absolutamente cruel, no había mostrado ni una sola gota de compasión. Había sido su conducta la que había convertido la vida de Jane en un infierno. Ese era el motivo por el que la situación de Felicity y Richard la afectaba tanto.

–Cuando una empresa está en crisis, ella misma lo anuncia –se burló–, pero yo solo compro aquellas que me interesan. Jane, no me gustaría alarmarte, pero me parece que está saliendo humo de…

¡La segunda bandeja de merengues!

Estaban completamente quemados, descubrió en cuanto abrió la puerta del horno. La cocina estaba llena de humo.

–¡No seas tonta! –la regañó Gabe duramente, apartándola a un lado cuando vio que Jane iba a sacar la bandeja del horno–. Abre la puerta de la cocina. Yo sacaré la bandeja al patio –le quitó el guante de cocina–. ¡La puerta, Jane! –repitió al ver que ella no se movía.

Maldito fuera, pensó Jane cuando por fin fue a abrir la puerta. No podía recordar siquiera la última vez que se le había quemado una cena. Y menos cuando estaba trabajando.

–Apártate, Jane –le pidió Gabe antes de salir con la bandeja de pasteles carbonizados al jardín.

Jane observó en silencio cómo caían los merengues ardiendo sobre la nieve. Sí, la nieve. En algún momento, en medio de lo que prometía convertirse en una noche terrible, la segunda en una semana, había comenzado a nevar.

–¿Y dónde corres?

Jane se volvió y comprobó desolada que Gabriel Vaughan estaba a solo unos centímetros de ella.

–En un parque que está cerca de mi casa –frunció el ceño y lo miró con recelo, asaltada de pronto por las dudas.

–Era simple curiosidad –comentó él.

Jane sacudió la cabeza, sin dejarse afectar de forma visible por su cercanía. Pero tenía los nervios destrozados. Aun así, era consciente de que, si se apartaba, Gabriel se daría cuenta de cuánto la turbaba estar cerca de él. Y en lo que a ella concernía, aquel hombre ya tenía suficientes ventajas respecto a ella… aunque ni él mismo lo supiera.

¡Y podía guardarse su maldita curiosidad para otra! En cualquier caso, tampoco había por qué preocuparse. Gabriel no sabía dónde vivía, y, consecuentemente, tampoco podía saber dónde estaba el parque en el que ella corría.

–Por el aspecto de esta nieve… –alzó la mirada hacia el cielo–, me temo que mañana no voy a poder correr en ninguna parte –el ejercicio matutino la ayudaba a despejar su mente y a tonificar los músculos para el resto del día. Encontrarse a Gabriel Vaughan allí, anularía completamente los beneficios del ejercicio.

–Así que solo te gusta correr cuando hace buen tiempo, ¿eh?

–Yo no… –comenzó a contestar Jane indignada.

–Ah, Gabriel, así que aquí es donde te has escondido –se oyó una seductora voz femenina–. ¿Qué es ese olor tan espantoso? –Celia Barnaby, la anfitriona de la noche, una rubia alta y elegante, arrugó la nariz al percibir el olor de los merengues quemados.

Gabe miró a Jane y le guiñó el ojo con expresión de complicidad antes de cruzar la cocina a grandes zancadas para reunirse con su anfitriona.

–Me temo que es el postre –contestó con una carcajada. Agarró a Celia del brazo con intención de sacarla de la cocina–. Creo que deberíamos dejar a Jane sola para que pueda ponerle remedio a ese postre.

–Pero…

–¿No estabas antes a punto de hablarme de esa semana que vas a pasar esquiando? –preguntó Gabe, ante la obvia reluctancia de Celia a abandonar la zona del desastre–. Pensabas ir a Aspen, ¿no es cierto? –miró a Jane por encima del hombro de la otra mujer con una sonrisa de complicidad.

–Maldito sea –musitó Jane para sí mientras intentaba reparar el desaguisado. No tenía tiempo que perder. Sus dos ayudantes acababan de volver con los platos vacíos de la ensalada y había que servir ya el plato principal.

Para cuando Jane terminó de colocar el merengue y la fruta, ligeramente cubiertos de salsa de frambuesas, nadie habría sido capaz de imaginar que en realidad debería haber servido dos merengues en cada uno de los platos.

Excepto Gabriel Vaughan, por supuesto. Pero él era el culpable de aquella omisión. Si no hubiera estado tan ocupada eludiendo sus preguntas, nada de eso habría ocurrido. Jane era suficientemente profesional y eficiente para que en circunstancias normales le ocurriera algo así. Pero aquellas estaban lejos de ser circunstancias normales.

De hecho, estuvo al borde de un ataque de nervios durante toda la noche, temiendo que Gabriel Vaughan irrumpiera de nuevo en la cocina.

Era extremadamente tarde cuanto terminó de recoger el último de los platos de la cena y tenía que admitir que estaba agotada. Y no tanto por el trabajo físico como por la tensión bajo la que lo había realizado. Desgraciadamente, no consiguió escapar antes de que Celia entrara en la cocina tras despedir al último de sus invitados.

Desgraciadamente porque Celia no le caía bien. Era una mujer divorciada que, evidentemente, se había casado con su marido solo por dinero y tras el divorcio había conseguido hacerse con una parte considerable de sus millones. Jane la consideraba una mujer cínica y condescendiente.

Sin embargo, sonrió educadamente a la otra mujer. Al fin y al cabo, no tenía por qué gustarle la gente para la que trabajaba.

Celia la miró arqueando sus cejas perfectamente delineadas.

–¿Gabriel y tú os conocéis desde hace mucho tiempo? –le preguntó.

Jane la miró perpleja. Desde luego, aquella mujer no se andaba con rodeos.

–¿Desde hace mucho tiempo? –repitió aturdida. ¡Gabriel y ella no se conocían en absoluto!

–Gabriel me ha dicho que sois viejos amigos.

–¡Pero…! ¿Qué ha dicho qué? –frunció el ceño, con preocupación.

–No seas tímida, Jane. Yo siempre he pensado que eras una persona que escondía grandes secretos. Y nunca he podido comprender por qué te teñiste de morena, cuando todo el mundo dice que las rubias son más divertidas.

Jane estaba completamente estupefacta. Por una parte, le extrañaba que Celia Barnaby le hubiera prestado nunca la menor atención. Y el comentario sobre las rubias la había dejado completamente sin habla.

Habían pasado ya dos años y medio desde que se había cortado y teñido el pelo. Aquella había sido una parte muy importante de su paso a una nueva vida. Gabriel Vaughan no había sido el único que no la había reconocido; tampoco lo había hecho mucha de la gente para la que trabajaba, que ni siquiera sospechaba que en otro tiempo había disfrutado de un nivel de vida similar al suyo. De modo que su cambio de imagen había servido para un doble propósito. Hasta ese momento, Jane había estado convencida de que el disfraz había funcionado. Se tomaba la molestia de teñirse el pelo una vez al mes y nadie parecía haber notado nunca que en realidad era rubia.

Pero lo que menos comprendía era que Gabriel Vaughan hubiera dicho que eran viejo amigos. Haber coincidido dos veces durante una semana de sus vidas no los convertía en viejos amigos.

A no ser que Gabriel Vaughan recordara quién era ella tres años atrás y en ese caso estuviera entreteniéndose a su costa…

–No, no nos conocemos desde hace mucho.

–Es una pena –Celia hizo una mueca de desilusión ante su respuesta–. Tengo curiosidad por saber cómo era su esposa. Sabías que había estado casado, ¿no?

Oh, sí, claro que sabía que había estado casado, pensó Jane mientras intentaba reprimir un escalofrío. La muerte de la esposa de Gabriel Vaughan había sido otro de los elementos que había contribuido al desastre en el que tiempo atrás se había convertido su vida.

–Sí –confirmó Jane bruscamente–. Supongo que tú también viste la fotografía del accidente que publicaron los periódicos –parecía tener problemas para hablar. Hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie de todo aquello…

–Todo el mundo la vio. Menudo escándalo –comentó Celia con evidente placer–. Jennifer Vaughan era tan hermosa que provocaba la envidia de cualquier mujer –añadió–. No, ya sé el aspecto que tenía, Jane. Solo me estaba preguntando cómo era. En aquella época yo no conocía a Gabriel, de modo que no tuve oportunidad de tratar directamente con ella.

Jane tampoco la había conocido. Pero sí había llegado a temerla; a ella y al efecto de su belleza.

–Me temo que en eso no puedo ayudarte, Celia –contestó, deseando salir cuanto antes de allí–. Yo también he conocido a Gabriel después de la muerte de su esposa –contestó vagamente.

Si por ella hubiera sido, no habría tenido ningún inconveniente en explicarle que había hablado por primera vez con él hacía menos de una semana, pero no quería contradecir a Gabe y despertar de esa forma la curiosidad de Celia.

–Oh, bueno –comentó Celia, comprendiendo que no iba a obtener más información–. La cena de esta noche ha sido maravillosa, Jane. Me mandarás la cuenta, como siempre, ¿verdad?

–Por supuesto –y como siempre también, Celia retrasaría todo lo posible el momento de pagarla.

De hecho, se lo había pensado mucho antes de aceptar servir aquella cena. Y tras haber descubierto que Gabriel Vaughan era uno de los invitados, lo mejor que podía haber hecho era hacer caso de su intuición y haber dicho que no.

Acababa de abandonar la casa de Celia cuando alguien le quitó de las manos la caja de utensilios de cocina que llevaba siempre a aquellas cenas.

–Dame, déjame llevártela –Celia alzó la mirada y se encontró frente a un sonriente Gabriel Vaughan–. Corre, Jane –la animó Gabriel al ver que permanecía inmovilizada–. Todavía está nevando.

De hecho, nevaba con una fuerza extraordinaria. Todo estaba cubierto de nieve, aunque afortunadamente la nieve no había cuajado en la carretera. Pero no eran ni la nieve ni las condiciones del asfalto las que en ese momento la preocupaban. ¿Qué estaría haciendo Gabriel Vaughan allí cuando ella pensaba que había abandonado la casa hacía más de una hora?

Esperaba que Celia no los viera irse juntos. Aunque, tras haber hablado con ella y haberse dado cuenta de lo poco que sabía sobre Gabriel, la otra mujer parecía haber perdido todo su interés. Jane esperaba que Celia no hubiera interrogado a Gabriel como lo había hecho con ella. Y rogaba al cielo que no se le hubiera ocurrido comentar nada sobre su pelo teñido.

–Vamos, Jane –la urgió Gabriel con impaciencia–. Abre la furgoneta, por lo menos allí no nos mojaremos.

Jane se dirigió automáticamente hacia la furgoneta, abrió la puerta y entró. En cuanto se volvió, encontró a Gabe sentado en el asiento de pasajeros. A juzgar por la sonrisa de safisfacción de su rostro, parecía muy complacido consigo mismo.

–¿Por qué demonios se ha subido en mi furgoneta? –le preguntó Jane irritada. Por aquella noche, ya había tenido más que suficiente.

–Esa es una pregunta muy brusca, Jane.

–Soy una persona muy brusca, señor Vaughan –contestó con sarcasmo–. Y ya ve, creo que ya nos hemos dicho todo lo que teníamos que decirnos.

Gabriel se reclinó en su asiento y la examinó atentamente con la mirada.

–¿Qué es lo que te he hecho, Jane, para despertar en ti tanta animosidad? Oh, acepto que no te gusten mis tácticas comerciales –continuó diciendo antes de que ella tuviera tiempo de contestar–, pero me dijiste, y Richard lo ha confirmado, que no tenías ninguna aventura con él, y Felicity no me dio la impresión de que fuerais grandes amigas, así que no comprendo por qué te preocupan tanto los negocios que haga o deje de hacer con Richard. Tampoco das la sensación de ser un adalid de cualquier lucha en contra de la injusticia. Más bien todo lo contrario.

–¿Qué se supone que quiere decir con eso?

Gabriel se encogió de hombros.

–Quiero decir que no me pareces una persona a la que le guste llamar la atención. Es más, al igual que yo, prefieres pasar desapercibida.

Jane apretó los labios ante aquella declaración.

–Me parece un poco raro que diga eso una persona cuya fotografía acaba de aparecer en un periódico –había vuelto a leer otra noticia sobre él en la que se informaba de su asistencia a una cena benéfica–. Pero bueno, al fin y al cabo ya dejó claro que es usted una persona con una gran vida social.

–Lo creas o no, Jane, la verdad es que odio las fiestas. Y las cenas son todavía más aburridas. Te toque quien te toque al lado, tienes que soportarlo durante un par de horas por lo menos. Y esta noche me he visto atrapado entre Celia y una mujer que podría ser mi abuela.

De hecho, Jane sabía que la dama de la que hablaba era en realidad la abuela de Celia. Una mujer de más de setenta años y ligeramente sorda. Al sentarlo a su lado, probablemente Celia había intentado asegurarse de que Gabriel no hablara con nadie más durante toda la noche.

–Pues disimula muy bien su aversión por las fiestas –respondió Jane secamente.

–Sabes exactamente el motivo por el que fui a cenar a casa de Richard y Felicity –replicó Gabriel–. ¿Y te gustaría conocer el motivo por el que he venido aquí esta noche?

Jane lo miró y reconoció inmediatamente el desafío que encerraba su mirada. Supo entonces, a la luz de la llamada que Celia le había hecho aquella mañana para advertirla de que iban a contar con otros dos invitados, que la razón por la que Gabe había asistido a aquella cena era la última que le gustaría escuchar.

–Es tarde, señor Vaughan –se enderezó en su asiento y metió la llave en el encendido, preparándose para marcharse–. Y me encantaría poder irme a casa –añadió intencionadamente.

Gabe asintió.

–¿Y exactamente dónde está su casa? –le preguntó suavemente.

–En Londres, por supuesto –contestó ella con ironía.

–Londres es muy grande –comentó Gabe, arrastrando las palabras–. Sé que vives cerca de un parque… del parque en el que corres. ¿Pero no podrías ser un poco más específica?

No, no podía. Su privacidad era algo que defendía con la fiereza con la que una leona protegía a sus crías. Su apartamento era para ella su refugio.