Si hay alguien bueno en este lugar - Robi Villarruel - E-Book

Si hay alguien bueno en este lugar E-Book

Robi Villarruel

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Beschreibung

Un extraordinario libro de Robi Villarruel, cuyos conmovedores relatos despabilan la memoria de nuestro pasado y de lo vivido apenas ayer nomás. Al son de "El fantasma de Canterville" (Charly García), se desarrolla esta obra en tres partes: Paso a través de la gente, He muerto muchas veces acribillado en la ciudad y Ahora que estoy afuera. Las dos primeras incluyen cuentos de ficción histórica que rememoran hechos de un pasado cercano y nos recuerdan que todavía los fantasmas siguen caminando entre nosotros y que solo es posible salir adelante manteniendo viva la memoria y desde lo colectivo. La tercera parte constituye una crónica minuciosa de la cuarentena producto de la pandemia de COVID. Día a día, la cotidianeidad se ve atravesada por la ruptura de la rutina, la distancia social y las nuevas formas de encontrarse desde la virtualidad, la política, las emociones, las mezquindades y la solidaridad que afloran en momentos críticos. Todo esto, narrado con una prosa cargada de sensibilidad y humor, que nos lleva de la risa al llanto de un día a otro.    "Si hay alguien bueno en este lugar se construye a mitad de camino entre el relato y la crónica, con el foco puesto al ras del piso en donde los personajes, a su vez, se tocan, se perfuman, se raspan y se chocan con una pared. Estos textos se localizan en épocas reconocibles, recientes y experimentadas que parecen destinadas a un libro, que es este" (Sandra Russo).

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Índice

Legales

Dedicatoria

Prólogo

Palabras del autor

PRIMERA PARTE: Paso a través de la gente

El fantasma de Canterville

De sueñera y de barro

El pique

Guiso de cordero

Bormann cruzó la calle

Lado B

Ellos

Viejos son los trapos

El viático

Días de pija y playa

El sorete

SEGUNDA PARTE: He muerto muchas veces acribillado en la ciudad

El Gorila de Perón

Los dueños del tiempo

La mañana de Guacarey

Inmigración descontrolada

El Día en que Prohibieron el Choripán

Salir de esta

La verdad de la milanesa

TERCERA PARTE: Ahora que estoy afuera…

Sobre el autor

Si hay alguien bueno en este lugar

Robi Villarruel

Legales

Si hay alguien bueno en este lugar

© de los textos: Roberto Villarruel, 2022

© de esta edición: Editorial Tequisté, 2022

Corrección: M. Fernanda Karageorgiu

Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo

1ª edición: Julio de 2022

Producción editorial: Tequisté

[email protected]

www.tequiste.com

ISBN: 978-987-8958-07-1

Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA

--

Villarruel, Roberto

Si hay alguien bueno en este lugar / Roberto Villarruel. - 1a ed - Pilar : Tequisté. TXT, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8958-07-1

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

Dedicatoria

A Andrea, a Marto y a Santi, por el amor que no cesa

A mis amigos, por esta vida

A Madres y Abuelas, por la dignidad y el camino

Al Peronismo, por los sueños

Prólogo

Salió de ahí

por Sandra Russo

Robi apareció, una mañana hace unos años, en el taller de escritura que yo daba en un PH de la calle El Salvador donde durante el macrismo se fue generando, estrechando y fortaleciendo un grupo que se autodenominó Les Amoroses y que editó dos hermosos libros con las mejores producciones de cada uno. Era una “básica”, por supuesto, pero nos dedicábamos a tratar de escribir mejor. A veces, no sé si les gustaba más la clase o la pausa en la que se han llegado a degustar delicias de varias colectividades. Soy injusta porque esos dos libros son la prueba de la virtud: nunca tuve un grupo tan prolífico y tan invadido por el deseo de un libro.

Quizá fueran las circunstancias desgraciadas que atravesábamos, quizá escribir en esos años y leer juntos materiales inquietantes contribuyó a esa búsqueda de concreción que yo alenté y aliento. Mi idea del libro no es elitista ni creo que para llegar a él haya que dar examen. Y, por lo pronto, ninguno de los muchos libros que salieron de ese grupo no merecían no ser un libro, concluirse, soltarse, compartirse, dejarse leer, circular. Todos los textos, como los aquí publicados, habían sido cuidadosamente releídos y retocados. Y ya en taller habían sido trabajados.

Robi ya traía lo suyo, como muchos de sus compañeres. Cada cual trae lo puesto. Robi traía esa oralidad captada en la memoria o en la fantasía del pasado o el presente, traía la resonancia de sus palabras, su ritmo. Eso ya es un golazo. Hemos leído el texto de Haruki Murakami en el que explica que todo lo que sabe sobre escribir lo aprendió del jazz. Yo diría que a Robi le ayudó mucho a escribir la política.

En los textos que se encadenan en este libro, cuyo nombre es tan bello, aparecen personajes que podríamos haber conocido, y otros que no. Criaturas ingenuas o perversas que en algunos casos provocan escozor y, hay otras, que causan gracia. Pero leyéndolos recordé al Robi del principio, el que parecía gritar desde el comentario político-conceptual: “¡Sáquenme de acá!”. No sé si lo sacamos o salió solo, pero este libro está escrito por un narrador que deja constancia —para mí, sobre todo— de la oralidad de los años en los que ubica sus historias. Es, entonces, el oído, la voz interna del lector que oficia como oído, el sentido que más interpela los textos de Robi. Los diálogos son sus grandes oportunidades, y las usa.

Si hay alguien bueno en este lugar se construye a mitad de camino entre el relato y la crónica, con el foco puesto al ras del piso en donde los personajes, a su vez, se tocan, se perfuman, se raspan y se chocan con una pared. Estos textos se localizan en épocas reconocibles, recientes y experimentadas que parecen destinadas a un libro, que es este. Salud Robi, era hora.

Palabras del autor

Desde muy chiquito me enamoré del texto escrito y de la palabra e intenté, desde que pude, pequeños cuentos, frases y composiciones escolares por las que siempre me felicitaban y que me valieron el curioso honor de redactar los discursos que los profesores leían en los actos patrios. Siempre soñé con escribir un libro.

En una mañana de 1975, ya en el secundario, entré al aula y le comenté a algunos de mis compañeros que había tenido un sueño extraño la noche anterior del que solo podía recordar una frase que —por algún capricho del inconsciente— había quedado despierta: “Bormann cruzó la calle”. En esa época leía mucho sobre las guerras mundiales, los nazis, los yanquis y sus diversos aparatos de exterminio, preocupado y asombrado ya por esa capacidad que anida en las sociedades humanas de generar tanto horror y, al mismo tiempo, tanta belleza, creación y esperanza. “Tenés que escribir algo con eso”, me dijo uno de mis amigos. La anécdota no sería relevante si no fuera por el hecho de que, desde ese día, no volví a escribir nunca más un texto literario, con excepción de algunos garabatos adolescentes que pretendieron ser poemas y cientos de cuentos inconclusos.

En el servicio militar, la “colimba”, me preguntaron qué me gustaba hacer. “Escribir”, les dije, y me pusieron a hacer su cartelería y sus afiches con órdenes, directivas y propagandas. Luego, en mi etapa universitaria, dediqué mi “capacidad de decir bien” —como decía mi abuela— a escribir cientos de volantes, documentos, panfletos y manifiestos; algunos artículos de opinión aquí y allá, los textos y comunicaciones de la institución que creé y que dirijo y, luego, los documentos políticos de la organización empresarial que integro. Hasta que un día, en la austeridad del retiro en una clínica adventista para adelgazar, Facebook se coló por entre el silencio de esos días con su ruido indetenible y me mostró la convocatoria a un Taller de Narrativa, organizado y conducido por Sandra Russo. Y, entonces, los fantasmas que me rondaban —los de mi vida, los de mi país y los de la humanidad— fueron conjurados con palabras y, como el Fantasma de Canterville, salieron a caminar sin asustar a nadie. Por ello, mis agradecimientos van especialmente dirigidos a dos enormes escritoras.

En primer lugar, a Sandra, por haber reavivado el fuego para retomar y poner en acto uno de los más grandes pendientes de mi vida, por reencontrarme con el placer y la aventura de escribir sin medir las consecuencias. Luego, a Mariela Palermo quien, durante un año entero, con su persistente paciencia, un profesionalismo que admiro —y que espero tener algún día— y un cariño que fue esencial, trabajó conmigo en la selección, el orden, la corrección y la edición de estas historias. Mariela convirtió “en milagro el barro” y permitió que Bormann, por fin, cruzara la calle, regalándome con ello el cierre de esta primera y extensa etapa del camino hacia el sueño realizado: mi primer libro.

No puedo dejar de agradecerle tanto a mis compañeros y compañeras del Taller Les Amoroses como a los de mi militancia política tardía. Con ellos supimos forjar una amistad a partir de los sueños compartidos, las alegrías de los tiempos que creímos recuperados y las tristezas, las decepciones y las esperanzas en la noche oscura del neoliberalismo. Dedicar, también, una palabra a Ariel Seltzer mi betareader, crítico sagaz y “primer fan” de mis cuentos. Una línea especial para mi hermana Bea a quien tanto amo y extraño y que hubiese disfrutado como yo de esta felicidad y tranquilidad que siento.

Por último, mi agradecimiento a la gente de Tequisté Ediciones, en especial a Fernanda, por su lectura dedicada, sus sugerencias tan valiosas y, sobre todo, por haber apostado a este puñado de textos. A mi esposa y a mis hijos, mis amores; a mis amigos de la vida y a mis pasiones les dedico este libro. Todos ellos fueron el motor y el pasamanos en esta travesía.

PRIMERA PARTE Paso a través de la gente

El fantasma de Canterville

Sin embargo, estoy tiradoy nadie se acuerda de mípaso a través de la gentecomo el fantasma de Canterville.

Charly García – León Gieco

El olor de las parrillas que empezaban a humear desde temprano, la música que tímidamente iba cubriendo el paisaje y los primeros rumores de los grupos que comenzaban a juntarse bajo alguna bandera o formaban rueda alegremente en los canteros siempre barrosos. Había algo de magia en esa ceremonia. Como cuando sonaba el timbre en el colegio y todos salían al recreo. Como los bailes de sábado a la noche en Tapalqué, cuando llegaba temprano para estar cerca de la pista. Como cuando se iba juntando con los compañeros en el playón para planificar las salidas, las rutas y las redadas.

—¡Qué pena, taparon la pirámide! —fue lo primero que oyó. Había poca gente todavía. Gabriel siempre quería llegar un rato antes para estar en el centro de la Plaza, aunque después terminara en cualquier lado. Le gustaba ver cómo, hora tras hora, cada rincón se iba poblando, como un teatro antes de cada función.

—Me parece que hoy vino más gente que el 24, ¿no? —le preguntó una señora que, de un codazo gentil, lo movió hacia un costado y siguió camino por la Plaza llena, sin esperar una respuesta. Atronaban las consignas desde el escenario y la lista de adhesiones que los locutores leían a los gritos no le dejaban distinguir bien la voz de la multitud a su alrededor. Se sentía parte de esa masa, uno más, uno de ellos. Siempre lo había sentido.

—No importa de qué lado nos puso la historia, Gabo, lo que importa es que la estamos escribiendo —solía decirle el Turco—, ¡pensá en todos esos giles que están sentados en su casa mirándola pasar, repitiendo como loritos todo lo que les dicen! No, Gabo, nosotros somos parte de algo. De algo grande.

Gabriel se detuvo a mirar a un grupo de jóvenes que fumaban alegremente mientras escribían los pañuelos blancos con consignas. La juventud lo obsesionaba. ¿No eran muy jóvenes para estar ahí?, ¿acaso él mismo no había sido muy joven para estar ahí?, ¿al final todo había sido una historia de jóvenes contra jóvenes?

Un empujón lo devolvió al alboroto de la multitud. El contacto con los cuerpos lo ponía en guardia, la masividad era lo único que le permitía considerarlos personas.

—No son gente, Gabo. Son cuerpos, son información. Son nuestro triunfo —resonaba el Turco en su cabeza.

La Plaza ya estaba llena. ¿Por qué siguen? ¿Cómo es que todavía están ahí? ¿Por qué cantan? ¿Por qué ríen? ¿Por qué gritan? Gabriel sabía que eran preguntas que quedarían sin respuesta. O que, en todo caso, le llevaría lo que le quedaba de vida encontrarlas. Como encontrar los cuerpos.

—Los cuerpos son información, Gabo.

Él no tenía toda la información. Había algo que ni el dolor sin límite ni su paciente tarea sobre cada uno de esos cuerpos le habían podido revelar. Un secreto profundo, inescrutable, que se iba con ellos al fondo del barro, que lo había seguido desde entonces como una presencia, un tatuaje indeleble, que ya era parte de su vida. ¿Por qué seguían? ¿Por qué callaban? ¿Por qué estaban?

—¡Presentes! —lo sacudió el grito a su alrededor y volvió a sentir que ese también era su lugar. Siempre lo había sentido.

A veces, creía reconocer a alguno entre la gente o quedaba petrificado al descubrirlos, renacidos, en alguna de las caras jóvenes que se le cruzaban.

—Parece joda, Gabo, ellos siguen apareciendo, cada vez son más y nosotros… nosotros vamos desapareciendo. Cosas de esta vida puta… ¡Pero nosotros también somos muchos! —El Turco también era una presencia.

—¡Adónde vayan los iremos a buscar! —cantaban los cuerpos apretujándolo contra la reja de la Pirámide.

—Yo también los busco —pensó— Yo vengo siempre acá a buscarlos. ¿Se imaginan?, ¿me ven?, ¿saben?

De pronto, hubo un cambio de clima. La masa comenzó a flamear como una gigantesca bandera al viento.

—Ahí vienen —pensó.

—Estamos hechos de tanos y judíos, Gabo, las madres nos tienen que cagar la vida… ¡y estas viejas de mierda nos la cagan bien cagados! Pero, ¿sabés qué, Gabo? Ellas sin nosotros no son nadie. ¡Fuimos nosotros las que las parimos!

El estruendo colectivo tapó la voz del Turco en su cabeza y lo depositó en el medio del mar de pañuelos blancos que agitaban la noche frenética. Algo en su pecho también se agitaba. Sintió unas ganas incontenibles de correr. Amordazado por el griterío, inmovilizado por una multitud de cuerpos y manos que lo empujaban, lo rozaban, lo miraban, sintió un ardor insoportable y solo atinó a taparse los genitales y acurrucarse en posición fetal.

—Señor, ¿se siente bien?, ¿quiere un poco de agua? —Sintió que los ojos de una joven emponchada en una bandera lo calaban hasta el hueso. La mano caliente sobre su hombro fue la descarga que lo sacó de su letargo.

—¡Sacame la mano de encima, pendeja de mierda! —pegó el alarido y comenzó a abrirse paso con trompadas y codazos. Ni los golpes de algunos palos detuvieron su carrera furiosa hasta el claro de la esquina. Tanteaba infructuosamente sus bolsillos en busca de la 45 inexistente. Desarmado, desarrapado y con el pecho apretado por una sensación que no comprendía del todo se sentó en la escalera del Banco Nación a mirar la multitud que parecía ni haber registrado su periplo enloquecido.

—Paso a través de la gente1. —Se relajó divertido pensando que León nunca habría imaginado cantar esa canción para un tipo como él—. No saben, no imaginan. —Se incorporó lentamente observando el panorama, reteniendo cada detalle la Plaza, su Plaza. ¿Por qué siguen?, ¿para qué siguen?, ¿qué pasará con nosotros cuándo no estén?

Se detuvo en un quiosco y recargó la Sube antes de hundirse en las entrañas de la ciudad. Compró un atado de cigarros y los guardó en el bolsillo donde debía estar la 45.

—¡Estoy choto, no me la puedo olvidar así! —pensó mientras cruzaba el molinete.

Desde el andén se escuchaba un eco lejano y espectral: “… vamos a volver…”

1 García, C. “El fantasma de Canterville” (1976).

De sueñera y de barro

¿Y fue por este río de sueñera y de barro que las proas vinieron a fundarme la patria?

Jorge Luis Borges - “Fundación mítica de Buenos Aires”

Se apartó discretamente de la muchedumbre ruidosa y abrió con cuidado la puerta corrediza que daba a la terraza. El viento del río sacudió con una bofetada fresca su apacible borrachera. Cerró la puerta con sigilo, dio unos pasos y se inclinó hacia la inmensidad que se adivinaba en la negrura de la noche. Se apoyó con los dos codos en la baranda de madera gastada por el paso del tiempo y cerró los ojos inhalando profunda y ruidosamente como buscando aromas y fragancias de otro tiempo que lo llevaran lejos, muy lejos de esta Buenos Aires que lo asfixiaba cada día más. El manto oscuro que tenía por delante le devolvió una mezcla inquietante de rumor húmedo de mar, de horizontes lejanos, con toques firmes de olor a podrido. La dulce acidez de la descomposición y la muerte.

—¡Río de mierda! —pensó.

Encendió con metódica ceremonia el cigarro cubano que le habían dado los gorilas en la entrada mientras repasaba imágenes de su vida y el río. Los recuerdos se amontonaban en su cabeza como en un loco festival de diapositivas.

Se vio con su viejo en esas infernales siestas porteñas, pescando en la Costanera mientras imaginaba paisajes exóticos en aquella costa que se adivinaba a lo lejos, ya borroneada por la cortina de vapor que serpenteaba sobre el desértico río marrón. Le cebaba mate a su papá, que soñaba con enganchar un dorado que nunca iba a venir.

—¡Pedroza enganchó uno hermoso en el 62, Marcelito! ¡El mismo día que voltearon a Frondizi! El desgraciado le puso “Guido” al pescado. ¡Nos lo morfamos esa misma noche en lo de tu abuela!, ¡y al verdadero Guido se lo morfaron los milicos! Jaja —repetía su viejo cada vez que iban a pescar, fumando acodado en la balaustrada de piedra junto a su caña inmóvil—. Yo voy a agarrar uno, ¡ya vas a ver!

También llegaron los cuentos apasionados de su vieja en el balneario de Costanera Sur con miles de muchachos diciéndole cosas bellas a su paso.

—¡Vieras qué ciudad era esa, Marcelito!, ¡había clase, respeto! En cambio, ahora… —sonaba la letanía materna con esa misma voz dulzona y luminosa que le cantaba los cielitos criollos celebrando el atardecer en los balnearios de Costanera Norte.

Detrás, los veranos de pileta, vóley y río en el Círculo Militar de Olivos adonde lo había llevado por primera vez el tío Gerardo, el mismo que lo convenció de engancharse como personal civil de la Fuerza Aérea para encauzar sus deseos incontenibles de volar lejos. Aún podía sentir el asco que le daba hundir sus pies en ese barro que lo atrapaba, que lo aprisionaba… hasta que el agua llegaba a la cintura y la garra soltaba su cadena. Entonces, el cuerpo volaba libre por ese mar de cartón corrugado.

—¡No abras los ojos abajo del agua, boludo! —le gritaba Juanca, el hijo del teniente Arrieta—, ¡te vas a quedar ciego!

Recordaba vívidamente los golpes acelerados del corazón cuando abría los ojos y se pensaba como aquellos buzos tácticos de las películas de Sábados de Súper Acción, esperando que alguna criatura o algún espía comunista emergiera súbitamente por entre la espesura del agua acaramelada.

Luego, atropelladas, las caminatas por El Águila, en Martínez, haciendo campeonatos de Sapito desde la costa rocosa con los pibes. Y aquella tarde en que Laurita le tocó la pija en las ruinas de la estación Anchorena mientras las olas azotaban el paredón del andén, presagiando una tormenta que los llevaría directo a la primera vez.

Los vuelos rasantes sobre la superficie frente a las costas de Quilmes durante el curso de piloto, en donde le divertía pensar que volaba sobre una alfombra polvorienta que se arrugaba con el paso rugiente de la máquina, también llegaron a su recuerdo. Esa misma alfombra que lo cobijaba con su exasperante quietud de plomo en los vuelos postales diarios a Colonia o a Montevideo, donde siempre fantaseaba con encontrar a su propio Principito en alguna isla no cartografiada.

—¡Acá, pibe, lo único que podés encontrar es alguna isla hecha de mierda acumulada! —le rompía los sueños con brutal franqueza el Turco Mizrahi, suboficial mayor retirado que había abierto una empresita de encomiendas aéreas y que hacía laburos para la Fuerza Aérea Argentina.

El Turco le había enseñado todos los secretos de la navegación aérea por el río de la Plata. Pudo ver con asombrosa nitidez su pequeño refugio en el sector norte de Aeroparque, aquella oficina con un enorme ventanal al río desde donde, en mañanas claras, se podía ver la costa de Colonia. Sonrió al recordar que, a veces, imaginaba a Laura devolviéndole la mirada desde su oficina al otro lado del río, lamentándose por lo que no pudo ser…

—¡Qué pelotudo! —murmuró, arrojando con fuerza la colilla del habano que ya le había quemado los dedos.

Un chasquido en donde se suponía que estaba el agua lo trajo de vuelta al Club de Pescadores. La música, las risas y el tintineo de las copas envolvían el muelle. Por un instante, se imaginó en la cubierta del Titanic.

—Whisky berreta… —pensó, y un nuevo chasquido en el agua lo devolvió a los recuerdos.

El golpe seco de los cuerpos cayendo al agua se escuchaba perfectamente pese al rugido del motor del viejo Skyvan. La puerta lateral abierta traía de vuelta el eco del chasquido y ese aroma familiar impregnado en su piel y en su alma, cada día más oscuras, como el río.

—¡Subí un poco más, che! —ladraba el vicecomodoro Bermudez—. ¡Hay que tirarlos de más arriba!, ¿no ves que si no salen a flote más rápido?

Él no le podía decir que volaba bajo con la esperanza de que alguno pudiera nadar, que esa gigantesca mortaja sobre la que volaban clandestinamente como contrabandistas, los hiciera llegar vivos hasta alguna costa o algún islote de esos que solo existían en sus fantasías juveniles.

—Necesitamos la guita, Marcelito. Mirá, yo vengo de otro ejército. Estos cipayos le vendieron todo a los gringos. Nos quieren cerrar el boliche, cortarnos las alas, ¿entendés?, pero si les hacemos este laburito, nos dejan vivir. A mí me suben la pensión, a vos te dan un grado militar. Te podés retirar como un rey y después a volar a donde se te cante. ¡Todos quieren contratar a un aviador militar! Es un tema de guita, ¿entendés? ¡Nosotros nunca estuvimos metidos en política! Yo lo veo así: estos tipos ganaron, estos otros se la jugaron y perdieron y nosotros vamos a tener que vivir en el mundo de los que ganaron. Tiburón que se duerme, es cartera… o termina en este río de mierda. ¡Es así de simple, Marcelito!, ¡vas a volar a donde se te cante!

Quiso apartar la voz de Mizrahi pensando en la ceremonia de la mañana.

—Unos mangos fáciles como custodio del primer ministro —le había dicho el Pelado Walstein— y te venís esta noche a la fiesta, a ver si te sacás esa cara de orto que ya tenés pegada con Poxipol.

Un pinchazo agudo en el costado izquierdo lo llevó directamente a su visita de la mañana al Parque de la Memoria. Al principio, entró con desconfianza, sintió que todos lo miraban, pero pronto se apaciguó como la mañana. El verde intenso del césped que contrastaba con el ocre dorado del agua apenas sacudido por un oleaje suave como en una pacífica bahía del Caribe, ese lugar a donde nunca había podido volar. Cientos de jóvenes sentados en el pasto tomando mate, descansando y besándose; corredores y gimnastas, coloridas bicicletas recorriendo los senderos zigzagueantes por entre esculturas y murales y un sol suave que abrazaba cálidamente a todos por igual. Nunca había visto el río así. Si hasta creyó por un momento escuchar la voz de su padre.

—Haceme un amargo bien caliente, pichón.

Caminó unos pasos y pudo ver al primer ministro inclinado en silencio reverente sobre la baranda del balcón hacia el río luminoso, plateado, como debió ser en el principio. El Premier estaba rodeado de pañuelos blancos, la superficie del agua, alfombrada de rosas rojas y claveles blancos.

—¡Tiralos de más arriba!, ¿no ves que flotan? —retumbó la voz ajada.

Se recordó corriendo frenéticamente por los senderos del Parque con una arcada que le apretaba el estómago. Los paredones grises colmados de nombres y fechas parecían cerrarse a su paso como en aquellas películas de terror de Sábados de Súper Acción que su vieja no quería que viera.

—¡Después tenés pesadillas, Marcelito!

Llegó a un claro solitario y oculto detrás de una hilera de álamos y vomitó un líquido oscuro y maloliente. Como aquel día en Olivos, cuando el puntazo de un vidrio que emergió del barro asqueroso, lo obligó a abrir la boca bajo el agua y sintió que se había bebido toda la podredumbre del río. El alivio vino de inmediato y salió con la comitiva rumbo al último día de su vida.

El carnaval carioca a todo volumen y los gritos histéricos que venían del salón lo devolvieron al muelle. Un sudor frío se expandía como una telaraña por todo su cuerpo. Se aflojó el nudo de la corbata y trató de encender un cigarrillo. La mano izquierda dormida soltó el encendedor que, dando un par de saltitos, fue a parar al agua con un chasquido suave. Unos de los reflectores de la fiesta, sacudido al ritmo de la danza frenética, soltó un haz de luz que, por un instante, iluminó la masa oscura que rodeaba el muelle, develando un espejo plateado de agua que parecía danzar también al son de la música.

Doblado de dolor, las manos bañadas en sudor y cosquilleo, buscó a ciegas el auxilio de la baranda. Al levantar la vista hacia el río salpicado de luces de colores, pudo ver las caras, los ojos, las bocas, las manos, miles de cuerpos con brazos alzados como queriendo sostener el suyo que inútilmente luchaba por mantenerse erguido. Alcanzó a distinguir esa brisa que, él bien sabía, presagiaba futuras sudestadas.

Lo último que pudo sentir fue el olor fétido que inundaba la noche y no alcanzó nunca a saber si venía del río o de sus propias entrañas, y una voz que, apagándose junto con su vida, le iba repitiendo:

—¡Podés volar a donde se te cante, Marcelito!

Nadie alcanzó a oír el chasquido.

El pique

A Rodolfo Walsh