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eLit 375 El doctor Nick Lancaster no comprendía nada. ¿Qué podría llevar a una mujer guapa e inteligente como la doctora Helen Moore a trabajar en un pueblo remoto y criar ella sola a un niño adoptado? Él adoraba a su hijo, pero desde luego no había sido elección suya criarlo solo. Había algo que tenía que averiguar fuera como fuera: por qué aquella estupenda mujer había decidido dejar sus sentimientos a un lado al mismo tiempo que estaba haciendo aflorar todos los de él. Después de mucho tiempo, Helen estaba consiguiendo hacerlo sentir por primera vez...
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Seitenzahl: 186
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2002 Caroline Anderson
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Soltero, n.º 375- abril 2023
Título original: A very single woman
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788411418058
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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LLEGABA tarde, por supuesto.
Era lo último que necesitaba Nick al final de una semana ajetreada, con el sustituto de baja por enfermedad y su socio ausente debido a problemas familiares.
Y Sam esperando en casa de sus abuelos, impaciente porque le había prometido construirle una casa en el árbol ese fin de semana. Pero no podría irse hasta no haberla entrevistado, y había llamado hacía una hora para decir que estaba de camino.
Si no hubiera encajado a la perfección con lo que necesitaban, le habría comunicado que lo había estropeado llegando tarde, pero era demasiado buena para perderla.
Volvió a leer la hoja de solicitud en busca de algún punto débil. No había ninguno. Bueno, al menos ninguno que pudiera ver. Pasó la página y leyó el currículum vitae; aunque a regañadientes, se sintió impresionado.
Según lo allí expuesto, la doctora Helen Moore, de treinta y cuatro años, era inteligente, con amplia experiencia y, lo que resultaba aún más increíble: quería trasladarse a su tranquilo y pequeño rincón y aceptar el trabajo a tiempo parcial por el que, en un ataque de optimismo, habían puesto un anuncio.
¿Por qué alguien en su sano juicio querría irse a ese soporífico lugar de Suffolk? Alguien tan cualificado como Helen Moore.
Un coche se detuvo delante de la clínica. Una rubia alta con piernas largas bajó del vehículo, se apartó el pelo largo de la cara y, tras una momentánea vacilación, se alisó la falda, enderezó los hombros y se dirigió hacia la puerta.
Las piernas se veían bronceadas bajo el vestido claro que le llegaba apenas a las rodillas. Algo lento, profundo y primario se agitó en él, avivando el último rescoldo de un fuego olvidado.
—Compórtate, por el amor de Dios —gruñó antes de salir a la recepción a saludarla—. ¿Doctora Moore?
—Así es. Lamento llegar tarde.
—No se preocupe —se apresuró a decir. En ese momento, le habría perdonado cualquier cosa. Extendió la mano y envolvió la de ella, fresca y firme. Aquello se convirtió en una conflagración que amenazó con tragárselo. Se la soltó como si fuera una patata caliente y señaló la puerta de su despacho—. Soy Nick Lancaster. Pase, doctora Moore.
—Por favor, llámame Helen —dijo su voz como la nata, rica, profunda y suave, con una leve ronquera.
«No puede ser tan hermosa e inteligente», se dijo con frenesí. «El currículum debe de ser falso. ¿Y por qué no está casada?»
Se mordió la lengua a punto de preguntárselo. Se sentó y se puso a jugar con un lápiz.
—¿Tuvo problemas con el coche?
Ella esbozó una sonrisa de disculpa.
—Sí, lo siento mucho. Fue una estupidez… Tenía una filtración en el depósito y me quedé sin gasolina. Supongo que fui afortunada de que no se incendiara el coche. Podría haberme evaporado en llamas.
«Únete al club», pensó con tono lúgubre. Alzó la vista del escote recatado pero que insinuaba la tentadora elevación de los pechos.
—No te preocupes, ya estás aquí —carraspeó—. Ah… mmm, veo que ya estás trabajando en Suffolk. Entonces, ¿por qué el traslado y el cambio a tiempo parcial?
—¿Hay alguna ley contra ello? —se irguió.
Nick parpadeó.
—Desde luego que no —respondió con celeridad, al tiempo que conseguía sonreír—. Es que parece… bueno, algo improbable. Me preguntaba si había algún motivo en particular, aparte del evidente de no querer trabajar todas esas horas y algunas más.
Ella asintió levemente.
—Hay un motivo, por supuesto. Quiero trabajar a tiempo parcial para poder cuidar de mi hijo —dijo en tono reservado.
Eso lo desconcertó. En ningún momento había mencionado a un niño.
—¿Y tu pareja, si la tienes? —preguntó. No se le permitía formular ese tipo de preguntas, pero no le importó—. ¿También él se trasladará? —continuó—. ¿O vendrá todos los días? Es un trayecto bastante largo.
—Estoy sola.
El lápiz se rompió en pedazos. Echó los restos en la papelera. «Maldita sea». Se serenó y se preguntó si veía una expresión risueña en el fondo de aquellos ojos gris verdosos que hacían juego con el vestido.
—Yo también soy padre soltero —ofreció—. Mi hijo se llama Sam. Tiene ocho años. ¿El tuyo es chico o chica?
Titubeó un momento, luego pareció ponerse aún más rígida.
—Todavía no lo sé.
Él descendió la vista al vientre plano y sintió que enarcaba una ceja. La bajó y adelantó el torso, apoyando los codos en la mesa para centrarse en el currículum en busca de inspiración. No encontró ninguna, de modo que volvió a mirarla a la cara.
—Disculpa por manifestar lo obvio, pero no pareces embarazada —comentó.
—Bueno, no, no debería —repuso de forma enigmática.
«Estupendo. Lo que nos faltaba. Los mareos por la mañana, los días de permiso para las lecciones preparto, la baja por maternidad… ¡Santo cielo!». Suspiró y se mesó el pelo.
—Lo siento, sé que no se me permite hacer estas preguntas, pero tienes que entender mis circunstancias. Necesitamos a una persona ahora… a tiempo parcial, lo reconozco, pero con continuidad, alguien que se presente todos los días y cumpla con el cometido que se espera de ella, no que desaparezca por un permiso de maternidad.
—Oh, eso no pasará. Me refiero a la baja por maternidad. No estoy embarazada.
—Pero esperas un hijo… eso implica un embarazo… de modo que si no estás embarazada, ¿he de suponer que piensas estarlo en el futuro próximo?
Se levantó, echando chispas por los ojos.
—Doctor Lancaster, tienes razón, eres inoportuno, pero, para tu información, mi intención es la de adoptar, aunque, como es evidente que no te interesa tener a otra madre soltera en la clínica, no te haré perder más tiempo…
—¡No! Doctora Moore… ¡Helen, espera! —prácticamente saltó por encima del escritorio y la tomó del brazo—. Lo siento, no era mi intención… Oh, diablos —la miró a los ojos con una sonrisa de arrepentimiento—. ¿Podemos empezar otra vez?
—¿Qué, ahora que sabes todas las cosas personales que se supone que no puedes preguntar? —indicó con voz fría y bajó la vista a la mano cerrada sobre su brazo.
Nick bajó la mano y se situó entre ella y la puerta.
—Lo siento —repitió mientras la sonrisa se le borraba de la cara—. Me pasé, pero ya sabes cómo son las cosas en una clínica pequeña. Hay muy poco espacio para maniobrar. Ya es duro hacer concesiones para mi hijo y para mí, y tengo a mis padres en el pueblo que me ayudan a cuidar de él. Si te trasladas sola, sin ningún tipo de apoyo, desde luego las cosas se complicarán cuando vayan mal, pero estoy seguro de que podremos arreglarnos llegado el caso. Nada es insuperable —volvió a ofrecerle su sonrisa juvenil—. Por favor, terminemos de hablar. Permíteme que te muestre la clínica y luego podrás decidir.
Ella vaciló un momento, mordisqueándose la comisura de los labios; luego suspiró y volvió a sentarse. Aliviado, la imitó con celeridad antes de que las piernas le flojearan.
—Gracias —dijo y, cuando ella alzó los ojos para mirarlo desde el otro lado de la mesa, sintió una sacudida hasta los dedos de los pies.
Aturdida, Helen pensó que había recibido un rayo que la había atravesado y paralizado en la silla. ¡Qué sonrisa tenía… aunque hiciera preguntas impertinentes!
Desvió la mirada y se recordó que no estaba interesada en ninguna relación, y menos con colegas con ojos como un cielo mediterráneo y una sonrisa capaz de derretirla hasta la médula.
—De modo —decía él— que piensas adoptar un hijo y quieres un trabajo a tiempo parcial. Si me lo permites, es muy valiente por tu parte.
—¿Criar a un hijo sola? Mucha gente lo hace.
—Muchos tenemos que hacerlo —señaló él—. Pero pocos por propia elección.
Se dijo qué habría pasado, pero no iba a ofrecerle la satisfacción de preguntárselo ni de abrir las compuertas para otra marea de interrogatorios.
—Yo tampoco tengo elección —expuso ella sin ambages—. Con respecto a la consulta… —añadió, devolviendo la entrevista a su cauce normal. Durante los siguientes minutos, la conversación se ciñó al número de pacientes y objetivos, a las frustraciones y limitaciones del puesto, y descubrió que estaba de acuerdo en todo con él. Si conseguía que tratara con ella solo temas de la clínica, sabía que se llevarían bien.
Pero no creyó que fuera muy factible. Nick Lancaster, con sus risueños ojos azules y evidente pasión por el trabajo, no era una persona que se ciñera a las reglas ni permaneciera detrás de líneas trazadas sobre arena. No obstante, era una zona preciosa de Suffolk, no muy alejada de donde vivían su madre y su hermana y parecía un sitio seguro en el que criar a un hijo.
—Echa un vistazo —empujó la silla hacia atrás y se puso de pie. Le mantuvo la puerta abierta y ella lo siguió al interior de la clínica, donde recorrieron las distintas salas de chequeo y las consultas—. Y bien, doctora Moore, ¿cuál es el veredicto? ¿Puedes perdonar mi improcedente interrogatorio y trabajar con nosotros?
—¿Me estás ofreciendo el puesto? —preguntó, consciente de repente de que lo deseaba. Sin ningún motivo aparente, había adquirido una importancia vital estar allí, en aquel pueblo, y trabajar en aquella clínica.
¿Ningún motivo aparente? Uno muy concreto: lo tenía de pie frente a ella, informal, sexy y seguro como un volcán a punto de estallar. Toda esa masculinidad latente, la energía contenida, la inteligencia viva en aquellos asombrosos ojos azules… todo conformaba un conjunto poderoso y peligroso que tenía ganas de descubrir.
«¡Tonta!», gritó su mente. «Huye. ¡Lárgate!»
—Creo que podríamos trabajar juntos —comentó él con seriedad—. Buscamos una mujer que establezca un poco de equilibrio en la clínica. Algunas de nuestras pacientes prefieren ver a otra mujer, y muchos de los niños se sienten más contentos. Es lógico. Eres la única mujer a la que hemos considerado entre las que han solicitado el puesto; resultas más que adecuada para el trabajo, de lo que sin duda eres consciente —se encogió de hombros—. Desde luego que te lo estoy ofreciendo. Sería un idiota si no lo hiciera. Solo espero que lo aceptes.
—Y, ¿qué me dices del tiempo que necesitaré para cuidar al niño? —preguntó, recordándole que no era la candidata perfecta.
Volvió a encogerse de hombros.
—Funcionará si tú lo deseas. No me cabe duda de que habrá algunos contratiempos, pero podremos solucionarlos. Somos flexibles. Y la situación es la misma por mi parte. Hay ocasiones en que tampoco se puede contar mucho conmigo. No pasa nada. Somos humanos.
Muy humano. Humano, varón y peligroso. «¡Huye!»
—Estupendo. Gracias. Acepto —dijo, y encontró su mano perdida en la de él, mirándose con fijeza.
La recorrió una oleada de calor, y cualquier duda que hubiera podido albergar acerca de su cordura, quedó desterrada. Era evidente que había perdido un tornillo.
Nick no podía creerlo. Había aceptado… incluso después de la entrevista poco ortodoxa a que la había sometido. Miró el reloj de pulsera y volvió a pasarse una mano por el pelo.
—He de recoger a mi hijo porque mis padres van al cine esta noche, pero si no tienes prisa, podríamos comprar algo para cenar e ir a mi casa a concretar algunos detalles.
Contuvo el aliento mientras la veía vacilar. Se frotó el mentón, consciente de que ya tenía una sombra de barba. Lo que de verdad quería era ir a casa, meterse en la ducha, servirse un gin tonic y sentarse en el jardín con los pies en alto. Pero, en vez de eso, iba a terminar llevando a Helen a un chino o construyendo la casa en el árbol con Sam.
La culpabilidad y la necesidad lo carcomían en igual medida, pero ya estaba acostumbrado. A ambas cosas. Hacía años que ni siquiera se fijaba en una mujer de verdad, pero Helen había llamado su atención y, de pronto, lamentó haberle hecho la invitación. Iba a tener que trabajar con ella, tratarla como a una colega y no avergonzarse cada vez que la viera.
Y llevarla a su casa era una de las cosas más tontas que se le ocurrían. Con un poco de suerte, rechazaría la invitación.
—De hecho, sería estupendo —aceptó con voz bien modulada—. No he almorzado y estoy muerta de hambre.
Sonrió con espontaneidad, y a punto estuvo de provocarle un gemido.
—¿Qué tipo de comida te gusta… la china? ¿India? Por algún milagro, tenemos de las dos en el pueblo.
—China, si te parece bien.
—Perfecto. ¿Algún plato en particular? —preguntó al tiempo que alargaba la mano al teléfono. Ella movió la cabeza. Marcó el número y pidió una cena para tres con extra de arroz—. Ya está, vámonos. ¿Quieres seguirme?
Cerró la ventana de su consulta, revisó una vez más la clínica y, al salir, puso la alarma. De camino llamó a sus padres. Al llegar, lo esperaban con Sam en la acera.
—Hola, Sam —saludó con una sonrisa, pero su hijo sólo lo miró.
—Llegas tarde —acusó—. Íbamos a construir mi casa en el árbol.
—Lo sé, y lo siento. La doctora que tenía la entrevista sufrió un retraso. De hecho, viene a casa con nosotros porque tiene hambre y hemos encargado comida china. ¿Qué te parece?
—Horrible. Yo quería hacer la casa… además, la abuela me ha preparado la cena —soltó.
A Nick se le hundió el corazón.
—Estoy seguro de que podrás comer un poco de pollo al limón —tentó, pero su hijo se encogió de hombros—. Haremos la casa mañana, después de mi turno en la clínica. Lo prometo.
Sam emitió un sonido de incredulidad, se echó para atrás en el asiento y giró la cabeza. Nick pensó que ya se le pasaría. Por lo general, siempre se le pasaba. Se detuvo ante el chino y entró a recoger el pedido; al regresar al coche, le lanzó una sonrisa a Helen.
Ella se la devolvió y el cuerpo de Nick volvió a experimentar una sobrecarga. Se dijo que iba a tener que parar o se abochornaría… y les haría pasar vergüenza a ella y a su hijo. «Es totalmente inapropiado», pensó.
Con la excepción de que era una mujer soltera y, por algún motivo, iba a adoptar un hijo. Sintió curiosidad. Era hermosa, inteligente, tenía convicciones… quizá no pudiera retener a un hombre porque era demasiado arisca, pero eso no encajaba. Las referencias habían resaltado su habilidad para tratar con la gente y las relaciones magníficas que había mantenido con sus colegas.
Entonces, no sabía por qué una mujer así estaba sola. No debería, como no debería estarlo él, y no había ningún motivo por el que no pudiera reaccionar ante ella. Se preguntó si su soledad era fruto de algún problema de fertilidad.
—No es asunto tuyo —dijo Nick con vehemencia.
—¡Si no he dicho nada! —protestó Sam.
Comprendió que había hablado en voz alta.
—Lo siento, hijo, solo estoy un poco distraído. No me hagas caso.
—Solo si me fabricas la casa en el árbol.
—Mañana —juró. Se preguntó si lo conseguiría o si algo volvería a interponerse en el camino.
«Oh, Sue, ¿por qué?», pensó aturdido. «La vida es tan complicada sin ti».
Se detuvo ante la entrada de su garaje y apagó el motor. El coche de Helen frenó junto al suyo. Sam bajó corriendo para ir a la casa.
—¡Sam! —lo llamó—. Ven a conocer a la doctora Moore.
El pequeño se dio la vuelta con expresión de absoluto desafío y regresó al lado de su padre.
«Qué niño tan hermoso», pensó Helen con un aguijonazo de envidia, y bajó del coche. «Hermoso e indomable». Sonrió.
—Hola. Tú debes ser Sam. Yo soy Helen. Lamento de verdad haber retrasado a tu padre. Tengo entendido que ibais a construir juntos una casa en un árbol y yo lo impedí. Lo siento mucho.
Él se encogió de hombros y movió un pie.
—No es nada. No importa. Siempre pasa.
Al lado del pequeño, Nick se encogió de hombros con gesto impotente y triste, y el corazón de Helen se volcó con él. No le había preguntado por su esposa…
Las preguntas personales no figuraban en su repertorio. Ella no permitía ninguna intrusión en su vida y tampoco hurgaba en la de los demás, pero en ese momento deseó haberlo hecho, porque era evidente que padre e hijo aún sufrían por lo que les había sucedido.
Centró la atención en la casa y, al instante, quedó fascinada. Construida con ladrillos de un suave color rojo, resultaba curiosa e interesante, larga y de techos bajos. Además, tenía una extraña protuberancia redondeada en un extremo.
—Qué casa más asombrosa —comentó, siguiéndolo por las amplias puertas dobles al vestíbulo.
—Era un molino, y en esta parte se almacenaba el grano. Ven a la cocina, sacaré unos platos.
Lo siguió, consciente en todo momento de la mirada venenosa y resentida que recibía del pequeño. No había nada que pudiera decir para mejorar las cosas, pero con el tiempo ya lo superaría. Además, era problema de Nick, no suyo.
Tenía otras cosas en que pensar… como la cocina fabulosa de la casa. Era maravillosa, como la de un cocinero de verdad, limpia, funcional pero evidentemente usada, con frisos de roble en las paredes, encimeras de granito negro y utensilios por todas partes. Era el tipo de cocina que siempre había querido y nunca se había podido permitir. Suspiró. Sam se sentó sobre un taburete alto y la miró con ojos centelleantes.
Intentó sonreírle, pero él desvió la cara, de modo que se concentró en el padre. Fue un error. Él se movía fluidez y eficiencia. Sin duda alguna tenía un cuerpo bien tonificado por el ejercicio. Tuvo que controlar sus pensamientos para no perderse en ellos.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó con la necesidad de algo concreto en qué ocupar la mente.
—Creo que conseguiré sacar la comida de sus recipientes —sonrió—. Aunque podrías buscar algo para beber. ¿Qué te apetece? Echa un vistazo en la nevera.
La nevera era sorprendente… uno de esos artilugios americanos con dispensador de cubitos en la puerta del congelador. La inspeccionó. Había una variada disposición de botellas en el anaquel de la puerta, con vino blanco, refrescos, agua mineral… demasiado donde elegir.
—¿Alguna preferencia? —preguntó un poco perdida.
—Preferiría agua mineral. Sam puede que quiera un refresco. ¿Qué deseas, hijo?
—No sé —se encogió de hombros, incómodo—. Agua.
Su padre enarcó una ceja y la boca del pequeño bajó aún más en las comisuras.
—Por favor —añadió de mala gana.
Helen tuvo que contener una sonrisa.
—Eso hace tres aguas —comentó de buen humor—. ¿Dónde hay vasos? —Nick señaló un armario y continuó abriendo recipientes—. Huele bien.
—Con suerte, sabrá bien. Espero que tengas hambre. Me parece que he pedido mucho, y Sam me ha dicho que él ya ha cenado —justo en ese momento, como si hubiera esperado la señal, el estómago de ella sonó—. Imagino que eso es un sí —sonrió, y Helen le devolvió el gesto. ¿Te encuentras bien aquí, o prefieres cenar en el comedor?
—Aquí es perfecto. Es una cocina bonita, la envidio.
—Lo siento, pero es mía. Sam, ve a lavarte las manos —el niño bajó del taburete y se marchó. Nick suspiró y se mesó el pelo—. Siempre termino por decepcionarlo —musitó—, pero no lo puedo evitar. La vida resulta más difícil para los niños con un solo padre. Te aconsejo que lo pienses muy bien antes de embarcarte en esa aventura.
—Lo he hecho —musitó—. No te preocupes, soy consciente de lo difícil que puede ser. Mi madre me crió sola.
—Solo tenlo en cuenta. Venga, empieza. No pienso guardar el resto para el desayuno.
—¿No deberíamos esperar a Sam? —preguntó, pero él negó con la cabeza.
—Regresará cuando esté listo.
Le entregó una cuchara y Helen se sirvió de los distintos platos. Ni siquiera pensó en las calorías. Estaba demasiado hambrienta. Nick también, ya que se llenó el plato.
—Aún no te he preguntado cuándo podrás empezar a trabajar.
Ella se detuvo con el tenedor lleno de arroz ante la boca.
—En cualquier momento —respondió—. Estoy de vacaciones a partir de hoy; pero necesito arreglar el alojamiento y trasladarme más cerca, desde luego.
—¿Tienes una casa que vender?
—No —ella negó con la cabeza—. El comprador tenía prisa por adquirirla, de modo que se la dejé. En este momento, estoy en un hotel. Consideré que era mejor estar preparada que verme atrapada en una cadena interminable.
—¿Qué tipo de alojamiento buscas?
—No sé —se encogió de hombros—. Un lugar bonito donde poder criar a un niño. No me importa tener que restaurarla, lo disfrutaría. Pero nada demasiado caro. No quiero tener una hipoteca cuantiosa con un trabajo a tiempo parcial.
—Tenía una paciente —comentó pensativo—, murió hace un par de meses. Su cabaña era bonita… pero muy pequeña y necesita algunos arreglos, pero con un poco de imaginación, puede quedar preciosa; además, posee un jardín magnífico. De hecho, todavía tengo la llave… olvidé devolverla. La subasta es el lunes por la noche y creo que el precio de salida es bastante bajo. ¿Quieres echarle un vistazo?
—¿Esta noche? ¿Está muy lejos? El único problema es que tengo que regresar.
—Está a la vuelta de la esquina, pero lo más fácil es saltar la valla que hay al final del jardín. Por eso tengo la llave. Solía cuidar de ella.
Se encogió de hombros. «¿Por qué no?», se dijo. Tenía que vivir en alguna parte.
—Suena estupendo.
—Come, entonces —instó él, agitando el tenedor—. No se te permite verla hasta que hayas repetido, como mínimo.
Helen comió. Comió hasta que creyó que reventaría. Luego lo miró y sonrió.
—¿Es suficiente?
—Bastará para empezar —sonrió él también.
—¿No va a venir? —inquirió Helen con la vista clavada en el plato de Sam.