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Ómnibus Temático 83 El hijo de nadie Caroline Anderson Lo único que deseaba era convertirse en su esposo y en el padre del hijo que iba a tener... Maisie McDowell sentía verdadero interés por la llegada de su nuevo vecino, pero un primer encuentro de lo más prometedor desembocó en una fuerte confrontación. Más tarde, Maisie descubrió con horror que James Sutherland era su nuevo médico… el mismo que le comunicó la noticia de que estaba embarazada. Maisie estaba segura de que no podía ser cierto, pero un test demostró que James no se equivocaba, dejándola profundamente confundida. Cuando la verdad salió a la luz, James estuvo a su lado en todo momento para ofrecerle su apoyo… y mucho más. La barrera del deseo Nicola Marsh Creía que las relaciones sólo traían dolor y que jamás podría tener hijos… pero estaba a punto de descubrir lo equivocada que estaba en ambas cosas… Keely Rhodes tenía la intención de seducir al guapísimo y famoso Lachlan Brant. La había invitado a pasar con él el fin de semana, seguramente con la intención de hacer algo más que trabajar... y lo mismo esperaba ella. Las amigas de Keely creían que Lachlan era el hombre perfecto, así que la animaron a aceptar la invitación. Al regresar, Keely tenía muchos más cotilleos para sus amigas, porque había ocurrido algo que creía imposible… ¡Se había quedado embarazada!
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Seitenzahl: 313
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 83 - junio 2023
© 2004 Caroline Anderson
El hijo de nadie
Título original: The Baby from Nowhere
© 2005 Nicola Marsh
La barrera del deseo
Título original: Impossibly Pregnant
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-974-9
Créditos
El hijo de nadie
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
La barrera del deseo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
YA VEO que tus nuevos vecinos están mudándose.
–Ya era hora. La casa llevaba casi un año vacía.
Maisie bajó la muestra de papel de pared y miró por la ventana del dormitorio.
–¡Caray! Es un camión de mudanzas bastante grande.
Kirsten, menos preocupada por disimular, estaba asomada por la ventana y miraba abiertamente lo que estaba pasando.
–Están sacando algunas cosas muy bonitas…
Un equipo de hombres fornidos y sudorosos estaba vaciando el interior del enorme camión. A Kirsten le interesaba el contenido del camión, pero el interés de Maisie se había dirigido a otro lado.
Un hombre supervisaba los movimientos de los operarios. Estaba de pie junto a la cabina y de vez en cuando miraba con el ceño fruncido la lista que tenía entre las manos.
–Si el camión estaba lleno, han debido de pasar toda la mañana trabajando –comentó Kirsten.
Era muy posible, a juzgar por la cantidad de páginas que formaban la lista.
Maisie había vuelto con Kirsten durante el descanso para comer. Quería sacar a los perros y que su amiga le diera su opinión sobre el papel para la pared. Al parecer se había perdido casi toda la operación. Era una pena. Volvió a fijarse en el hombre. Era alto, delgado y el sol se reflejaba en los mechones rubios de su cabello. Notó que el pulso se le aceleraba un poco y pensó que tenía que salir más a menudo.
–Vaya, es muy bonito…
Miró a Kirsten con extrañeza. ¿Bonito? Ella no lo habría llamado bonito. Quizá monumental, pero ¿bonito? A no ser que Kirsten se refiriera al perro…
–Esa mesa. Es impresionante.
Maisie volvió a mirarla. ¿Impresionante? Tampoco era para tanto. La mesa estaba bien, pero el perro que había aparecido a los pies de él, un golden retriever, sí era impresionante.
Don Supervisor había cambiado la lista por un macetero con un helecho enorme y el perro jugueteaba a su alrededor y amenazaba con tirar la planta mientras él intentaba llevarla al invernadero. Dijo algo al perro, pero no tuvo ningún éxito y, después de dar un par de zancadas, dejó el macetero en el suelo y se agachó para acariciar las orejas del perro entre risas. Era contagioso y Maisie notó que sonreía para sus adentros y que no podía apartar la mirada de él. Era magnífico…
–Mmm –murmuró elogiosamente.
–Creía que no te gustaban las antiguallas –le dijo Kirsten con sorpresa.
–¿Cómo?
Maisie la miró con perplejidad hasta que se dio cuenta de que su amiga seguía hablando de los muebles. Claro que Kirsten estaba asomada a la otra ventana y quizá no se hubiera fijado en él porque la perspectiva era algo distinta.
Maisie sí se había fijado y tenía que apartarse de la ventana antes de que fuera tarde. Sin embargo, fue tarde. Él levantó la mirada y ella creyó que se le iba a parar el corazón. La miró directamente con unos ojos azules y gélidos tan hipnotizadores que ella no pudo dejar de mirarlos.
¿Azules y gélidos? Él estaba suficientemente lejos como para no poder ver el color de sus ojos, pero ella lo supo con absoluta certeza. Tomó aire y lo soltó con un resoplido. Estaba como el pan. Sin embargo, había muchos hombres apuestos por allí. Aunque todos estaban casados o tan pagados de sí mismos que dejaban de interesarle a los pocos minutos.
–¿Qué demonios estás mirando?
–Nada –mintió Maisie mientras se apartaba precipitadamente de la ventana–. ¿Quieres una taza de té?
–Mmm. Podrías llevarle una a él. No está nada mal. No me extraña que estuvieras tan interesada. Es más, ya que lo dices, tomaré esa taza de té. ¿Está soltero? No contestes, da igual. Mataré a su mujer. Menudo bombazo, ese hombre y sus muebles maravillosos.
–¡Eres una sinvergüenza! –replicó Maisie entre risas.
Maisie se quedó parada al notar algo que la abrumaba. ¿Celos? ¿Se podía llamar celos a esas ganas incontenibles de derribar a Kirsten para que no pudiera andar por allí?
–Estoy segura de que no querrá té –aseguró tajantemente–. Hace demasiado calor. Además, te recuerdo que tú empezaste a fisgar. También creo que está soltero.
Lo último se le ocurrió de repente, pero Kirsten se paró en seco detrás de ella en las escaleras y dejó escapar una risa acusadora.
–Vaya, te lo tenías muy callado, eres curiosa… –soltó Kirsten con tono de victoria.
–En absoluto –Maisie intentó no ruborizarse–. El constructor comentó algo, pero podría estar equivocada.
En realidad, el constructor dijo que no podía entender que un hombre soltero quisiera vivir solo en un sitio tan grande, pero ella se había quedado sin batería en el móvil y estaba de guardia, por lo que no pudo seguir sonsacándole.
–Haz limonada –propuso Kirsten, que estaba empeñada en acceder a aquel hombre–. Sería un detalle de buena vecindad en un día tan caluroso y sé que tienes limones. Además, estoy segura de que te encantaría echar una ojeada a los cambios.
–Estaría bien. No creo que la pobre señora Keeble reconociera la casa. La han cambiado de arriba abajo, pero estoy segura de que lo necesitaba. Hacía años que no le daban un repaso. Entonces, ¿limonada?
–Sin duda.
Hizo una buena cantidad con la bolsa de limones que había comprado y que se había olvidado de usar. Kirsten se hizo con una caja gigante de galletas que una cliente agradecida había regalado a Maisie y las dos cruzaron la verja del jardín de su vecino cuando los hombres de la mudanza se montaban en el camión y se alejaban.
Él estaba en el camino observando su jardín con satisfacción. Cuando las vio acercarse, frunció levemente el ceño.
–Hola –lo saludó Maisie con su mejor sonrisa de buena vecina–. Hemos pensado que a lo mejor les apetecía tomar algo fresco, porque hace mucho calor, ¿verdad? Aunque me parece que hemos llegado tarde para los hombres de la mudanza. Por cierto, me llamo Maisie y vivo en la casa de al lado.
–Yo me llamo Kirsten –intervino Kirsten con su mejor sonrisa de mujer fatal mientras extendía la mano–. Bienvenido a Butley Ford.
Maisie suspiró para sus adentros e intentó no fijarse en cómo él miraba, con una sonrisa, las piernas morenas e interminables de Kirsten. Efectivamente, aquel hombre tenía los ojos de un azul gélido, pero por lo menos había dejado de fruncir el ceño. Estrechó la mano de Kirsten, pero desvió la mirada hacia Maisie y su sonrisa se hizo… ¿menos protocolaria? ¿Sorprendida?
¿Qué iba a sorprenderlo? Maisie no tenía nada de sorprendente. Un metro sesenta y cinco centímetros; pelo corto, oscuro e indomable; ojos de color caramelo… era muy normal. Entonces, ¿por qué la miraba de aquella manera?
Él le extendió la mano.
–Hola, me llamo James. Encantado de conoceros. Habéis sido muy amables, pero no hacía falta que os molestarais.
Fantástico. Iba a rechazarlas y se sentiría como una idiota además de haber desperdiciado los limones. Aunque estaban empezando a estropearse y no era un desperdicio excesivo, y eso demostraba cuánto se había equivocado al creer que la miraba…
–¡Uf!
La jarra se inclinó y le mojó el pequeño pecho con limonada helada.
–Perdona, esta maldita perra no tiene modales. Tango, ¡abajo!
Él apartó a la perra, que no dejaba de agitar la cola, agarró la jarra que sujetaba Maisie y le dio un pañuelo inmaculadamente blanco.
–Lo siento, está un poco nerviosa.
¿Un poco? Maisie se frotó el pecho sin ningún resultado y miró al animal con rencor.
–¿Está tu mujer dentro? –preguntó Kirsten, que iba al grano.
–No –contestó él con un tono que dejaba claro que había captado la indirecta de Kirsten–. No tengo mujer –añadió él al cabo de un segundo interminable.
–¿Una galleta? –le preguntó Kirsten, como si fuera una recompensa por estar soltero.
Él hizo una mueca con la boca.
–Gracias. ¿Por qué no pasáis? No sé si encontraré vasos…
–No queremos molestarte…
–Qué preciosidad…
Maisie y Kirsten hablaron a la vez y Maisie lanzó una miraba penetrante a su amiga, que ésta desdeñó con una pericia fruto de los años de práctica.
Sin embargo, James la miraba a ella, no a Kirsten, como si esperara escuchar su respuesta. Ella sonrió levemente, se encogió de hombros y los siguió dentro de la casa.
La perra saltaba a su alrededor entre ladridos. Maisie calculó que tendría unos nueve meses y los retrievers seguían siendo cachorros hasta que tenía artritis. Necesitaba adiestramiento. Un adiestramiento amable y consecuente.
Era una idea recurrente, se dijo a sí misma mientras se concentraba en no hacer más el ridículo.
Volvió a pasarse el pañuelo por el pecho mojado y suspiró. Naturalmente, su camiseta blanca de algodón se transparentaba. Pensó algo muy grosero y entró detrás de James.
Habían entrado por la puerta trasera, por el viejo office que estaba amueblado con piezas que parecían de roble y un fregadero enorme de porcelana blanca; de ahí habían pasado a una cocina de ensueño.
Los muebles de roble rodeaban a los cuatro fogones en un extremo de la habitación. En el otro extremo había una chimenea con dos butacas y entre las dos zonas, en medio de la habitación, una gran mesa antigua de cocina con un montón de cajas encima. Maisie pensó que a la señorita Keeble le habría gustado. Siempre se lamentaba de no poder ocuparse del sitio y le habrían encantado los sofás, como a sus perros, naturalmente.
Tango, mejor educada o con más calor, estaba tumbada sobre el frío suelo de baldosas de piedra y dejó escapar un suspiro.
–Qué encanto… –le dijo Maisie.
La perra meneó la cola y esbozó algo parecido a una sonrisa.
–Es un chucho estúpido. Eso es lo único sensato que ha hecho en todo el día –James se pasó la mano por el pelo–. Los hombres de la mudanza traían sus propias bebidas y no tengo ni idea de dónde pueden estar los vasos…
–¿Ahí? –Kirsten señaló una caja.
–Vasos –James leyó la etiqueta con una sonrisa forzada–. Bingo.
Cortó la cinta adhesiva con una llave, levantó la tapa y sacó tres vasos altos.
–Es lo bueno de tener alguien que haga la mudanza –siguió él–. Yo los habría metido en una caja vieja y habría tardado semanas en encontrarlos.
–Todavía tienes tiempo –comentó irónicamente Maisie–. Llevo tres años en mi diminuta casa y hay cajas que siguen sin abrir.
–Toma.
Kirsten había aclarado los vasos y había servido la limonada.
–Por favor, sentaos –les pidió James mientras señalaba el sofá.
Maisie se sentó y Kirsten, como era de esperar, se sentó en el otro sofá. Maisie se preguntó dónde se sentaría James, pero él apoyó las caderas en la mesa de cocina y tomó un sorbo. Soltó un gruñido de placer que casi hizo que Maisie diera un respingo, luego suspiró y vació el vaso.
–¡Vaya! Limonada de verdad. Mi enhorabuena, señoras.
–Gracias –se adelantó Kirsten antes de que Maisie pudiera abrir la boca.
Maisie suspiró y tomó una galleta de la caja, su caja, resignada a que su cintura creciera otro centímetro más. Por lo menos había recuperado el apetito después de tener ese virus.
Kirsten, naturalmente, rechazó una galleta, pero James la aceptó y la partió limpiamente en dos con esos dientes casi demasiado perfectos. Maisie tuvo que contener un suspiro.
–Perdona, pero tengo que volver al trabajo –Maisie se bebió la limonada y se levantó–. Espero que no tengas problemas para instalarte.
–Estoy seguro de que será una pesadilla –James volvió a poner la tapa de la caja de galletas–. Toma, llévatela. No puedo comérmelas todas.
–Quédatela –le pidió Maisie, que sabía muy bien qué pasaría si se llevaba la caja abierta–. Así no tendrás que cocinar durante un día o dos.
–Hay algunos bares y restaurantes buenos por la zona –intervino Kirsten–. Podría enseñártelos si quieres…
Los ojos de James brillaron burlonamente por un instante, pero inmediatamente recuperaron la seriedad.
–Estoy seguro de que los encontraré cuando los necesite –replicó él delicadamente mientras sujetaba la puerta para que Kirsten tuviera que salir con Maisie–. Gracias otra vez por vuestro recibimiento.
Esa vez, tenía los ojos clavados en Maisie y sonreía de una forma sincera y cálida. Muy cálida.
–Ha sido un placer –consiguió decir Maisie–. Te lavaré el pañuelo y te lo devolveré.
–No te preocupes. Siento que te mancharas la camiseta.
Sus ojos se desviaron un instante hacia la tela húmeda y transparente y ella notó que la temperatura subía. Luego, antes de cerrar la puerta, volvió a mirarla a los ojos y a sonreír, aunque esa vez fue una sonrisa más de cortesía que otra cosa.
A Maisie le flaqueaban las piernas, pero tomó el camino hacia la calle con Kirsten a su lado.
–¡Caray! Estoy enamorada. Es…
–Impresionante –terminó Maisie–. Ya me he dado cuenta. ¿A qué se dedicará?
–Tiene que hacer algo importante en Londres. Evidentemente, tiene un montón de pasta. ¿Has visto la cocina? Daría cualquier cosa por tener una igual.
–Yo daría cualquier cosa por el fregadero del office. Olvídate de la cocina.
–Es una pena que nos hayamos ido tan pronto. Estaba deseando echar una ojeada a la casa. Tiene unas antigüedades maravillosas, debe de tener una verdadera fortuna. Además de ser guapísimo. Esto no es justo. Dios podría haber repartido un poco.
–Yo compartiré –le prometió Maisie entre risas–. Tú puedes quedarte las antigüedades.
–¡Ni lo sueñes!
Maisie pensó que, efectivamente, sólo podía soñar con estar un poco cerca de semejante fantasía.
Tomaron el camino que transcurría junto a la tapia del jardín y llegaron a la casita de Maisie.
–Necesitas una puerta en la tapia –bromeó Kirsten–. Te resultaría muy cómoda…
–Hay una –confirmó Maisie–. Está cubierta de enredadera, pero la hay. Es de cuando el pabellón pertenecía a la casa. Era la consulta del médico. Él vivía en la casa grande y sólo tenía que cruzar la puerta para visitar a los pacientes.
–Mmm –murmuró Kirsten con un brillo malicioso en los ojos–. A lo mejor te convendría sacar la podadera…
–O no –Maisie miró el reloj–. Sólo tengo tiempo de cambiarme la camiseta antes de volver a la consulta. ¿Qué vas a hacer?
–Bueno… sé qué me gustaría hacer –Kirsten se rió–, pero iré contigo al pueblo si no quiero perderme. Aunque tampoco es una mala idea…
–Eres incorregible. ¿No tienes que visitar a ningún cliente?
–No, sólo papeleo y pedidos, y perseguir a un operario inútil.
–¡Qué suerte! Yo tengo la consulta llena. Puntos de sutura, vacunas… Tengo que tratar un picor incurable en la piel. Estoy segura de que es alergia al trigo, pero ella no deja de darle las cortezas de las tostadas al pobre perro. Muchos animales de compañía estarían mejor sin sus amos.
–Menos Tango –Kirsten esbozó una sonrisa–. ¿La llevará pronto al veterinario? Mejor aún, ¿no necesitará una decoradora? No puede saber qué hacer con tantas habitaciones y necesitará un buen entorno para poner tantas maravillas.
Los ojos de Kirsten brillaron con picardía y Maisie se rió. Su amiga era implacable.
–Algo me dice que dentro de un par de días va a recibir uno de tus folletos –comentó Maisie irónicamente.
–¡Qué idea tan buena! ¡Eres genial!
Maisie, que sabía que era inútil competir con la belleza y simpatía de Kirsten, suspiró para sus adentros y tiró la toalla. Si Kirsten deseaba a James, lo tendría, independientemente de lo que él sintiera. Maisie estaba segura de eso.
James, acalorado, sudoroso y con los músculos agotados, puso el colchón sobre la cama de caoba y se sentó encima para recuperar el aliento. Se había vuelto loco. No conseguía recordar por qué le había parecido una idea tan buena irse a vivir allí. ¿Por qué encerrarse, un hombre soltero, en una casa enorme con casi una hectárea de jardín y lejos de sus amigos?
Tener un sitio para guardar los muebles con los que se había criado no era un buen motivo. Levantó la cabeza y miró por la ventana. Allí estaba el verdadero motivo.
Las marismas, salpicadas de ovejas y bandadas de pájaros, se extendían por la izquierda hasta donde le alcanzaba la vista. A la derecha estaba el precioso pueblo de Butley Ford que tanto amaba y recordaba desde su infancia. Justo enfrente, un camino llevaba directamente, a través de las marismas, hasta la orilla del río por la que había paseado hacía tantos años con su abuelo.
Su abuelo había muerto hacía mucho tiempo, como también lo habían hecho sus padres. Sólo quedaban él y su hermana, pero ella se había ido a navegar por el Pacífico con su nuevo amor y le había dejado a Tango hasta que volviera, según ella.
Si volvía. Ya había pospuesto el regreso una vez y James tenía la sensación de que la próxima vez que supiera algo de ella sería para decirle que no iba a volver.
Miró a la perra, que observaba por la ventana el nuevo y fascinante paisaje. Meneaba alegremente el rabo y volvió la cabeza para mirarlo con optimismo.
James suspiró y se levantó. Estaba machacado y no le apetecía nada sacarla a pasear, pero ella se había portado muy bien durante todo el día y hacía una tarde preciosa.
Miró por la otra ventana, la que estaba en la pared lateral, y vio la casita de campo de su vecino más próximo. ¿Sería la casa de Maisie? Sintió un cosquilleo de curiosidad, pero la perra estaba agitada y captó su atención.
–Vamos, Tango. Vamos a buscar el camino por donde paseaba con el abuelo.
–Vamos a correr un rato, ¿vale?
Jodie y Scamp se levantaron de un salto. Scamp, el podenco, se retorcía con impaciencia mientras ella se cambiaba de zapatos y les ataba las correas, pero el otro perro de caza, mestizo y más viejo, la miraba como si no hubiera roto un plato en su vida.
Salieron y fueron tranquilamente junto a ella, aunque llevaran toda la tarde esperando ese momento. Eran unos buenos perros y ya estaban bastante educados. Eran unos buenos amigos y por las noches también eran una compañía maravillosa. Además, por las mañanas no hablaban. Y Maisie detestaba con todas sus fuerzas a la gente que hablaba por las mañanas, sobre todo al gallo.
Fueron hasta el final de camino, llegaron al sendero que transcurría entre los campos y lo siguieron hasta la orilla del río. Maisie giró a la izquierda y echó a correr sin soltar a los perros. Era temporada de cría y no se fiaba de que no fueran a molestar a los polluelos. Ya tenía bastante con mantenerlos lejos de las gallinas. Podían estar bien educados, pero no eran santos.
Tampoco lo era Tango. Se acercó hacia ellos ladrando y agitando la cola, hasta que se paró bruscamente como si hubiera caído en la cuenta de que a lo mejor no era bien recibida. Seguía agitando la cola, pero no parecía tan confiada y Maisie observó a sus dos perros que olisqueaban al cachorro.
–Perdona… se me ha escapado.
Maisie levantó la mirada y se encontró al lado de un jadeante James. Evidentemente, había estado corriendo y estaba inclinado, con las manos en las rodillas e intentando recuperar el resuello.
–Deberías llevarla con correa. La aves acuáticas están criando y ni siquiera tiene collar.
Lo dijo más ásperamente de lo que había querido y se arrepintió en cuanto las palabras salieron de su boca.
Él la miró con una ceja arqueada, sacó una correa del bolsillo y la agitó con el collar colgando de un extremo.
–Lo he intentado –replicó él con cierto tono de reproche.
Maisie sintió un ligero remordimiento. Al fin y al cabo, iban a ser vecinos y ella no quería empezar con mal pie. Ya iba a tener bastantes problemas cuando él conociera a Héctor.
–Lo siento… No lo sabía. Hay tanta gente que…
–No te preocupes.
James seguía respirando con algo de dificultad y Maisie reprimió una sonrisa.
–¿Has salido a correr? –le preguntó ella inocentemente.
–No exactamente. Ha sido idea de Tango.
–Seguro que ha pensado que era divertido –Maisie hizo una mueca con la boca.
–Seguro –él se irguió con las manos en las esbeltas caderas cubiertas por unos vaqueros y sonrió con cautela–. Ya que estoy tan cerca de ella, será mejor que le ponga la correa.
–Me parece bien –Maisie sí sonrió entonces–. Los pájaros estarán más seguros y tú no correrás el riesgo de que te dé un infarto.
Él la miró fijamente y dejó escapar una risotada.
–¿Te parece que estoy en tan mala forma?
–¿Lo estás? –preguntó ella a su vez mientras se encogía de hombros.
James le puso el collar a Tango y volvió a erguirse.
–La verdad es que no. Hemos recorrido todo el río, por el camino de la rectoría, hasta el embarcadero. Luego hemos vuelto al bosque. Entonces, se me ha escapado y la he seguido corriendo hasta que os ha visto y ha acelerado. Naturalmente, no he podido alcanzarla.
Él se puso al paso de ella y ella se dirigió hacia el camino de la rectoría por otro sendero que atravesaba las marismas.
–¿Por qué… Butley Ford?
Maisie no supo si lo preguntó por darle conversación o por satisfacer su curiosidad.
–Siempre me ha gustado –James se encogió de hombros–. Venía de vacaciones cuando era un niño y me quedaba con mi abuelo. Necesitaba cambiar de aires cuando encontré esta casa. Además, me salió un trabajo. Estaba…
–¿Predestinado?
Él se rió extrañamente.
–Parece una tontería, pero eso me pareció.
–No creo que sea una tontería. Esas cosas pasan.
–¿Y tú? –James la miró con curiosidad–. ¿Por qué acabaste aquí? ¿Desde cuándo llevas aquí?
–Tres años. Había un trabajo y mi casa estaba esperando alguien que la habitara. Me pasó algo parecido a ti.
Él asintió con la cabeza.
–Como muchas cosas en la vida.
–¿Crees en el destino?
–No –James se rió–. Creo en las coincidencias y en los sucesos aleatorios. En el azar, quizá. Creo que nos buscamos el destino al elegir lo que el azar nos ofrece. ¿Y tú?
–La verdad es que no lo he pensado. ¿Qué tal va el desembalaje?
–Qué horror –gruñó él–. Debo de haberme vuelto loco por mudarme. Es una pesadilla –llegaron a la verja de la parte trasera del jardín de la casa de él. James la miró a los ojos, sonrió y ella casi se desmayó–. Tengo una jarra con limonada en la nevera y un montón de galletas, ¿te apetecen?
Le apetecían con locura, pero tenía que dar de comer a los perros y a los gatos, ocuparse de las gallinas y, además, había prometido echar una ojeada al pony de Anna.
–En otro momento –contestó ella.
–Claro –para desilusión de ella, James no insistió–. Tengo que ordenar algunas cosas antes de que acabe el día.
James abrió la verja y la cruzó con Tango mientras se despedía de ella con la mano.
Ella sintió una sensación muy extraña de soledad. No podía hacer nada, aparte de golpear la verja y decirle que había cambiado de opinión.
Maisie se encogió de hombros. Kirsten nunca habría desperdiciado esa ocasión de oro, pero ella no era Kirsten. Avanzó por el camino que iba junto a la tapia de ladrillos que rodeaba el jardín de él y llegó al pabellón.
Habría más oportunidades de verlo. Podía esperar.
PRONTO se frustró cualquier esperanza que hubiera podido albergar Maisie de encontrarse con James durante los días siguientes.
Fue uno de esos fines de semana de pesadilla en los que ella deseó haber sido jardinera o secretaria. Cualquier cosa menos una veterinaria por cuenta propia que no podía ni sentarse un rato antes de que el teléfono sonara por alguna urgencia.
La consulta del sábado fue agobiante pero, además, cuando terminó tuvo que operar de urgencia a un perro con un objeto extraño en el oído. Lo demás fue mera rutina, como dos gatos a los que había que vacunar inmediatamente porque tenían que actualizar su certificado de vacunación antes de irse de vacaciones ese mismo día.
–Todo está preparado –le dijo Kathy, la enfermera jefe.
–Necesito una taza de té –replicó Maisie justo antes de encontrarse con una taza en la mano.
–No sé por qué, pero sabía que lo dirías –bromeó Kathy.
–Soy un animal de costumbres. Eres un encanto. ¿Qué tal está el perro?
–¿Morgan? Está bien. No para de sacudir la cabeza y de rascarse, pero le he puesto una pantalla para que no llegue. Gime y parece abatido.
Maisie se rió. Era un perro sin raza y encantador y ella no podía dejar que sufriera ni un minuto más. Dio un sorbo de té y dejó la taza.
–Vamos a anestesiarlo y a sacarle esa semilla. Espero que sea eso, porque no me ha dejado mirarlo.
–Es un poco pronto, pero la primavera ha sido muy suave.
–Y anuncia un verano caluroso.
Maisie detestaba el calor y ese día lo estaba sufriendo. Desde que tuvo el virus, había tenido calor y frío alternativamente. Sabía que iba a ser un fin de semana difícil.
Inyectó un poco de anestesia en la pata de Morgan mientras Kathy lo sujetaba.
–Espero que sea suficiente. Tampoco quiero pasarme. Me gustaría mandarlo con sus dueños dentro de un par de horas.
Los ojos de Morgan se cerraron y él se derrumbó. Seguía semiconsciente, pero no sabía que ella iba a sacarle ese cuerpo extraño sin molestarlo.
Ella volvió a comprobar el corazón de Morgan, confirmó que estaba bien y le levantó la oreja para mirar dentro.
–Efectivamente, es una semilla. ¿Está bien?
–Eso parece.
–Agárralo con fuerza por si acaso.
Maisie sacó la semilla con un fórceps. El perro ni siquiera se inmutó y ella examinó la semilla para comprobar que estaba entera.
–Parece que todo ha salido bien. La semilla no huele, así que no creo que llevara mucho tiempo ahí dentro.
Sonó el teléfono y lo contestó Kathy. Escuchó un instante, ladeó la cabeza y miró a Maisie.
–Hay un caballo con un cólico en Earl Soham.
Eso estaba a bastantes kilómetros.
–Muy bien. Toma los datos y diles que voy enseguida.
Cuando Kathy terminó de escribir, Maisie ya se había quitado los guantes.
–Bueno… Le he limpiado el oído y le he dado un antibiótico. Si no te importa terminar por mí… ¿Qué más nos queda para el fin de semana?
–Poca cosa –le contestó Kathy–. El gatito y el erizo que nació ayer.
–Muy bien. Si pudieras confirmar que están bien… Dejo a Morgan en tus hábiles manos. Gracias, Kathy, eres maravillosa.
Maisie abrió la maleta del coche para cerciorarse de que llevaba todo lo que podía necesitar. Luego, volvió a entrar para ir al cuarto de baño. El té había hecho efecto y no sabía cuándo volvería a tener la ocasión.
Por fin se puso en marcha y se preguntó qué le pasaría al caballo. Podía ser desde una indigestión leve por haber comido demasiado hasta una acumulación masiva en los intestinos. Esto último podía ser mortal y habría que llevarlo urgentemente a Newmarket para que lo operaran. Si el dueño no podía o no quería pagar la operación, habría que matar al animal.
Al final, resultó ser un cólico normal. La yegua iba de un lado a otro impacientemente, pero no se había tumbado para dar vueltas sobre sí misma, lo cual era una buena señal.
Maisie metió un tubo en la garganta de la yegua a través de la nariz. Para comprobar que había llegado al estómago y no a los pulmones, tenía que aspirar por el tubo. Si no olía mal, no era el estómago. Era una prueba muy sencilla, pero siempre le daba náuseas y esa vez no fue una excepción. Afortunadamente, había acertado y todo lo que tenía que hacer era mezclar un litro de parafina líquida con agua caliente, agitarlo bien para conseguir una emulsión e intentar meterla por el tubo, algo a lo que los animales siempre se resistían.
–Muy bien, señorita –le dijo Maisie suavemente a la yegua, que iba de un lado a otro del establo–. Aguanta un rato.
–Deberían haberle dicho en la escuela de Veterinaria que al agua y el aceite no se mezclan –comentó sensatamente el dueño con un resoplido.
–Vamos a hacer una cosa –le dijo Maisie, que iba detrás del animal–. Nos cambiaremos. Usted sujete esto y yo sujetaré a la yegua. Su altura nos vendrá bien.
–Necesita unos zancos –bromeó él.
Sin embargo, para alivio de ella, él sujetó en alto el tubo y la mezcla de parafina fue deslizándose hacia el estómago del animal.
Maisie había anestesiado a la yegua y ya estaba haciéndole efecto. La observaron durante media hora y Maisie comprobó con satisfacción que mejoraba lentamente. La yegua ya no estaba tan inquieta y Maisie le dijo al dueño que la vigilara constantemente y que, si notaba algún empeoramiento, la llamara enseguida. Luego, se quitó la bata, guardó el material y volvió al coche.
Tomó el teléfono móvil y comprobó que había varios mensajes. Tres, y todos ellos en direcciones distintas, ninguna que llevara a un cuarto de baño. Aunque, al menos, estaban más cerca de su casa. Se paró en la verja y llamó a los pacientes para intentar que fueran a la consulta. Allí sí había cuarto de baño y, además, podía pedir a los dueños de Morgan que fueran a buscarlo.
Tuvo suerte. A dos de ellos pudo asistirlos por teléfono y el tercero podía ir a la consulta. Se dirigió hacia allí. Era lo que menos podía apetecerle. Le dolía todo el cuerpo de luchar contra la yegua y, a juzgar por el dolor de la vejiga, podía tener una infección urinaria. ¿Iba a tener que pasarse todo el fin de semana pegada a un cuarto de baño?
El domingo no fue mejor y al final de la mañana del lunes estaba planteándose cambiar de profesión o pasarse una semana en cama. Se fue casa a comer y, mientras jugaba con los perros y se ocupaba de las gallinas, oyó ladrar a Tango. Era curioso. Había estado ladrando cuando salió esa mañana a trabajar, pero ella supuso que era por el cartero.
Fue a pasar la consulta de la tarde, pero cuando volvió, Tango seguía ladrando. No eran ladridos aislados, como si alguien estuviera llamando a la puerta, sino un ladrido triste y prolongado, como si la hubieran dejado sola durante horas.
Pensó que James habría empezado a trabajar y notó que la ira se apoderaba de ella. No debería haberse hecho cargo de una cachorra si no iba a poder ocuparse de ella.
Sacó a sus perros de paseo y deseó poder sacar también a la retriever, pero cuando volvió, los ladridos habían cesado.
Al parecer, él ya había vuelto.
Habría ido a decirle cuatro cosas, pero le dolía la vejiga y se fue directamente a casa. Había llamado al médico y tenía cita para el día siguiente porque le parecía que estaba empeorando y notaba una presión en vez de irritación.
¿Qué la presionaría? No pensaría en ello, pero sentía un miedo inconsciente. Su madre había muerto de cáncer cuando ella tenía doce años y su padre también había muerto hacía dos años, justo cuando ella acababa de mudarse allí. Sin embargo, no había ninguna relación posible, porque la habían adoptado.
No seguiría dándole vueltas al asunto. Ya lo comentaría con la doctora Shearer al día siguiente. Seguramente, sólo sería una infección del conducto urinario. Entonces, ¿qué era ese bulto que la presionaba? Serían imaginaciones suyas. No había tal bulto. Seguramente estaría a punto de tener la regla.
Se hizo la cena y pensó en ir a hablar con James sobre dejar abandonada a Tango, pero estaba muy cansada. Ya se lo diría cuando lo viera. Necesitaba mucha fuerza para ese encuentro…
¿Cómo supo él que estaba metido en un lío?
Había algo en el paso decidido de esa mujer menuda que hacía que le diera un vuelco el corazón. Sin embargo, todo lo demás le crecía: la presión sanguínea, el interés, el… ¡No podía estar tan interesado por su vecina!
James dejó de caminar y dejó que ella se acercara. Sin embargo, cuando estaba tan cerca que podría haberle acariciado la barbilla, ella se detuvo.
–Quería hablarte de Tango –espetó ella.
–Buenos días. Hace un día precioso.
–Ladra cuando estás fuera.
–Ya lo sé.
–Está asustada.
–¿Lo sabes?
–Sí, lo sé. Soy veterinaria.
–Ah –él ladeó la cabeza y la miró–. No pareces tan mayor…
–No cambies de tema. No deberías dejarla sola todo el día. Ayer te fuiste antes que yo por la mañana y por la noche volviste después que yo. Ni siquiera viniste a comer. Ella estuvo ladrando todo ese tiempo. No puedes dejar solo a un perro durante once horas y media, es criminal.
Él abrió la boca para corregirla, pero volvió a cerrarla. No podía discutir. Ella lo había juzgado y sentenciado sin darle la oportunidad de defenderse y, además, estaba muy cansado. Las últimas mañanas lo habían despertado a unas horas intempestivas y ya había tenido bastante. Se dejaría de consideraciones con los vecinos.
–Haremos una cosa: yo callaré a mi perra y tú callarás a tu gallo.
–No es mi gallo.
–Bueno, tampoco es mi perra –replicó él–. Además, mi vida doméstica no es de tu incumbencia. De modo que te agradecería que no te metieras y que devolvieras el gallo a su dueño, a lo mejor podemos dormir todos un poco.
–No es fácil. Ella murió.
–Qué afortunada… –farfulló él antes de marcharse.
Al menos, intentó marcharse, pero Tango y los perros de Maisie estaba enredados y su digna retirada se convirtió en un intento de separar a los perros sin que la irritante mujer que tenía enfrente hiciera nada por ayudarlo.
–Podías hacer algo útil –gruñó él.
Ella lo miró con una ceja arqueada. Soltó las correas de sus perros, se dio media vuelta y se marchó con los perros pegados a sus talones sin que ella tuviera que decirles nada.
Encima, tenía el trasero mas sexy que él había visto en su vida…
Llegó tarde, naturalmente, porque un conejo le había vomitado encima cuando estaba palpándolo. Había tenido que ir a su casa para asearse y oyó a Tango que estaba ladrando otra vez.
De poco había servido su charla, pero no tenía tiempo para preocuparse. Fue en coche para ahorrar tiempo pero, naturalmente, no encontró sitio para aparcar. Ya eran las seis y media y habría ido más deprisa andando. Se apoyó en el mostrador con la respiración entrecortada por la carrera que se había dado desde donde había dejado el coche.
–Maisie McDowell –jadeó–. Tengo cita con la doctora Shearer a las seis y media.
La recepcionista consultó la pantalla del ordenador y miró a Maisie con el ceño fruncido.
–En realidad, a las seis y veinte. Lo siento, señorita McDowell, la doctora Shearer se ha marchado.
–¿Marchado?
–Bueno, ha llegado quince minutos tarde…
Maisie esbozó una sonrisa.
–Lo siento. He tenido que ir a casa para cambiarme después del trabajo.
La recepcionista la miró elocuentemente.
–Estoy segura de que la doctora Shearer habría preferido que fuera puntual a no verla.
–Lo dudo –murmuró Maisie, dispuesta a marcharse.
Sin embargo, no soportaba la idea de seguir esperando. Necesitaba respuestas y las necesitaba esa tarde.
–Supongo que no habrá otro médico trabajando… Necesito ver a alguno esta tarde, de verdad –explicó Maisie con voz temblorosa.
La recepcionista debió de captar el temblor, porque cedió ligeramente.
–Bueno, el doctor Sutherland sigue aquí, pero ha estado muy ocupado todo el día y ya había terminado. Se lo preguntaré, pero yo no tendría muchas esperanzas.
–¿El doctor Sutherland? –preguntó Maisie desconcertada.
Ella nunca había oído hablar del doctor Sutherland. Sin embargo, la recepcionista estaba hablando por teléfono y no le hacía caso. La miró y sonrió gélidamente a Maisie.
–Ha tenido suerte. Ha dicho que la verá si es tan urgente. Pase directamente.
–Gracias.
Maisie se dio la vuelta y se dirigió hacia la consulta. No le importaba que la viera un médico, pero había esperado que la viera Jane Shearer. Prefería que fuera una doctora quien le examinara esa zona. Aun así, pensó que era preferible el doctor Sutherland a seguir esperando y llamó a la puerta.
–¡Entre!
Ella abrió la puerta, entró y se quedó clavada en el suelo.
–Maisie…