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Sola, embarazada y sin dinero, Iona Lockwood deseaba establecerse en algún lugar y echar raíces, porque últimamente la vida le había hecho pasar algunos malos tragos. Cuando Daniel Hamilton encontró a Iona viviendo en el edificio vacío que había comprado, el rico arquitecto supo que debía pedirle que se fuera de allí. Pero no podía darle la espalda a una mujer embarazada, por eso, en lugar de echarla, le ofreció el puesto de su ama de llaves. Al entrar en su hermosa casa, Iona se sintió como Cenicienta, pero sabía que la vida no era un cuento de hadas. Estaba allí para trabajar, no para enamorarse del millonario que la había salvado.
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Seitenzahl: 182
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Caroline Anderson
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una verdadera cenicienta, n.º 2216 - abril 2019
Título original: His Pregnant Housekeeper
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1307-875-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
QUÉ diablos…?
Daniel se detuvo un instante y miró, asombrado, a aquella mujer.
Ella estaba tratando de meter un colchón enorme en un contenedor e iba a hacerse daño. El contenedor era suyo y ella no tenía por qué meter nada en él, pero puesto que ya estaba metida en faena, no le quedaba más remedio que ayudarla.
–Espera… Déjame.
Se guardó las llaves del coche en el bolsillo, agarró el colchón y lo levantó hacia el contenedor…
–¡No!
Para ser tan menuda, era sorprendentemente fuerte.
–¡Así no! –exclamó ella, y rodeó el contenedor para tirar del colchón–. ¡No lo estoy metiendo, lo estoy sacando!
Él la miró. Se fijó en que no llevaba maquillaje, en el mechón de pelo castaño que se escapaba de la coleta que llevaba, en su mirada decidida y en sus labios sensuales.
–¿Perdón?
–He dicho que lo estoy sacando…
–Te he oído. Pero no lo comprendo. Es un colchón viejo. ¿Para qué quieres sacarlo del contenedor?
–¿Quizá porque es mejor que el que tengo? Por favor, no está manchado, o no lo estaría si no lo hubieran tirado al contenedor. Es una lástima. Así que voy a reciclarlo.
–¿Rec…? –cruzó los brazos, los apoyó sobre el colchón y la miró fijamente. ¿De veras quería ese colchón?
–Así es, y sólo tenemos un minuto antes de que el guarda de seguridad pase otra vez por aquí. Así que, o me ayudas, o te quitas de en medio y me dejas que lo saque, pero ¡no te quedes ahí esperando a que llegue!
Daniel miró hacia la puerta de la caseta del guarda de seguridad y después a la chica.
–¿Quieres que te ayude a robar el colchón? –le preguntó incrédulo y conteniendo la risa.
–No es robar. Lo han tirado –dijo ella–. Entonces, ¿qué? ¿Te quitas de en medio para que pueda sacarlo, o vas a ayudarme?
Él dudó demasiado porque antes de que pudiera reaccionar ella agarró el colchón y lo movió sola.
Y él no podía permitirlo. ¿Y si se hacía daño? Era una chica menuda.
«Maldita sea».
–Apártate –dijo él, suspirando con resignación y mirando de nuevo hacia la puerta de la caseta del guarda. Si lo pillaban… Agarró el colchón y le preguntó–. ¿Adónde hay que llevarlo?
–A la vuelta de la esquina… No está muy lejos.
No lo era, pero parecía bastante lejos. Cuando una esquina del colchón rozó contra el suelo, Daniel pensó que había llegado el momento de aceptar la propuesta de Nick para a entrenar en el gimnasio de su casa. O sus bíceps sufrían la falta de entrenamiento o el colchón había sido de buena calidad en su momento, algo que le extrañaba puesto que del viejo hotel no salía nada que mereciera la pena.
Ella se detuvo antes de lo que él esperaba y sacó unas llaves.
–Es aquí –dijo ella y abrió la puerta que llevaba hasta la parte en ruinas del hotel–. Ten cuidado –le dijo mientras subía por las escaleras–, no hay luz porque han cortado la electricidad de esta parte –le advirtió. Al llegar arriba, abrió una puerta y entró en una habitación.
Él se detuvo en el rellano para tomar aire y percibió un fuerte olor a humedad. «No me extraña que necesite un colchón nuevo», pensó mientras trataba de meterlo por la puerta, preguntándose si se había vuelto loco.
Sin duda, no debería hacer aquello. No debía facilitarle las cosas a aquella chica para que se quedara allí. Nick y Harry lo matarían, pero…
Ella se agachó para retirar algunas cosas de en medio y dijo:
–Aquí estará bien.
Él la miró y se quedó boquiabierto.
¿Estaba embarazada?
Se había metido a vivir de forma ilegal en el hotel, retrasando el proyecto de rehabilitación, afectando a los plazos y a los presupuestos, ¿y estaba embarazada?
Aquello iba de mal en peor.
Dejó el colchón en el suelo y ella aprovechó para tumbarse sobre él, suspiró, sonrió y rebotó sobre los muelles. Al saltar se le levantó la camiseta y él pudo ver que llevaba el pantalón abrochado con unos imperdibles. Al parecer, el bebé había conseguido que no pudiera abrocharse la cremallera. Y a través de los agujeros él pudo ver un pedazo de piel pálida, de apariencia vulnerable, bajo la luz tenue.
Él sintió el deseo de acariciarla, de colocar la mano sobre su vientre abultado y de hacer promesas absurdas…
Desvió la mirada y se fijó en que ella tenía las manos colocadas bajo la cabeza y los ojos cerrados. Dio una palmadita sobre el colchón y sonrió, abriendo una pizca los ojos.
–¡Es estupendo! Mucho mejor que el suelo, ¡pruébalo!
«¿Que lo pruebe? ¿Quiere que me tumbe a su lado? ¿Está loca?». Pensó en los motivos por los que aquello le parecía una mala idea. Primero, era un colchón robado, aunque fuera de su propio contenedor. Segundo, lo había sacado del mencionado contenedor, y tercero, ella estaba tumbada en él, demasiado sexy para ser una mujer embarazada y pidiéndole que se tumbara a su lado.
Retrocedió hacia la puerta.
–Hmm, no puedo. No tengo tiempo. Tengo que ir a casa para hacer una llamada –«a Nick y a Harry, a decirles que he conocido a la okupa que vive en su hotel. ¡Y qué está embarazada!».
Ella se puso en pie y, tras pasar junto a él, se dirigió a la habitación contigua.
–En ese caso, podrías tirar esto por mí, porque apesta.
–¿El qué? –preguntó él, y la siguió.
–El colchón viejo, por supuesto. Si no, ¿qué?
Él cerró los ojos un instante.
–¿Quieres que tire un colchón apestoso en el contenedor de alguien? –inquirió él, preguntándose qué diablos hacía con una mujer embarazada que no tenía derecho a vivir en aquel hotel y que además estaba retrasando el proyecto de rehabilitación.
Ella sonrió y, al ver el brillo de sus dientes en la semioscuridad, él sintió que se le aceleraba el corazón.
–Bueno, en realidad sólo es un cambio. Estoy segura de que con todas las molestias que les estoy causando, a los promotores no les importará que tire un colchón apestoso. El otro día se empapó con la lluvia, cuando se desprendió el techo.
¿En el colchón? ¿Se había derrumbado el techo sobre el colchón de una mujer embarazada? Él tragó saliva y la siguió a la habitación.
Tenía razón. El colchón apestaba y estaba lleno de escayola. ¿Y ella pretendía que lo bajara a la calle, en un barrio donde trataba de crearse una buena reputación, para tirarlo en su propio contenedor?
«Maldita sea», pensó él, y agarró el colchón. Incluso mojado, pesaba menos que el otro.
–Abre la puerta –dijo con resignación, y lo bajó por las escaleras hasta la calle.
–Uf, sí que apesta –dijo ella, caminando a su lado–. Me preocupaba que tanto moho fuera perjudicial para el bebé.
«Peor habría sido que se le cayera el techo encima», pensó él, y dobló la esquina con el colchón. «Seguro que me pilla el guarda de seguridad. Estupendo». Podía imaginarse la conversación que mantendría con él.
Ella hizo que se detuviera junto a la valla. Miró hacia el aparcamiento y susurró:
–Adelante.
Él llevó el colchón y lo metió en el contenedor, justo en el momento en el que el vigilante de seguridad se asomaba por la puerta de la garita.
–¡Eh! ¿Qué diablos estás haciendo? –gritó el vigilante.
La chica agarró la mano de Daniel y tiró de él para que saliera corriendo.
Al doblar la esquina, ella se tropezó y él la agarró y la metió en el umbral de una puerta, tapándole la boca con la mano y sintiendo el abultado vientre contra su cuerpo. Ella trataba de contener la risa y él sólo podía pensar en la suavidad de sus labios, en su vientre abultado y en la fuerza de su mano mientras trataba de retirarle la suya.
Entonces, el bebé pegó una patada y él sintió un fuerte deseo de protegerla.
No la conocía de nada, sólo sabía que reclamaba la propiedad del hotel y que el hijo del antiguo propietario, que se lo había vendido a ellos justo antes de morir, les aseguraba que su reclamación era completamente falsa y que conseguiría echarla en poco tiempo.
Seis semanas antes, aquello les había parecido bien, pero después ella se había negado a marcharse. Además, Dan acababa de conocerla, y el hecho de que estuviera embarazada, cambiaba las cosas. De pronto, sentía la necesidad de saber más cosas sobre ella. Y trató de convencerse de que en realidad era por el bien del hotel y no por el brillo que desprendía su mirada ni por haber sentido el movimiento del bebé, pero en el fondo de su corazón, algo le decía que no era así.
Por primera vez, en casi un año, Daniel Hamilton estaba interesado por una mujer y, todo lo demás, el sentido común incluido, se había convertido en algo insignificante.
Daniel asomó la cabeza y miró hacia la calle.
–No hay rastro del vigilante de seguridad. Creo que se ha ido.
–Bien. Suponía que no se molestaría demasiado. Es muy vago.
Ella volvió la cabeza hacia un lado. Sabía que debía moverse, pero le gustaba sentir el cuerpo musculoso de Daniel contra el suyo.
–Bueno, supongo que debería ir a buscar algo para comer –dijo ella con resignación, y pensando en comerse otra lata de judías frías.
Él la soltó y ella se sintió desnuda.
–¿No has comido? –preguntó él con el ceño fruncido.
Ella no podía ver sus ojos debido a la oscuridad, pero la expresión de su rostro parecía amable.
–No, no he comido. Si no, no estaría pensando en comida –le explicó con paciencia.
Él esbozó una sonrisa y salió a la calle. Por primera vez, y gracias a la luz de las farolas, ella pudo verlo con claridad.
–¿Te apetece comida para llevar?
–Creía que tenías que hacer una llamada –dijo ella.
–Puede esperar –dijo él–. Yo también tengo que comer algo. Podemos llevarlo a la playa… Te invito.
Ir a la playa le parecía bien. No estaba dispuesta a ir a su casa, pero la playa le parecía un lugar seguro.
–De acuerdo –dijo ella, dispuesta a aceptar cualquier oferta de comida. Llevaba semanas hambrienta. Sabía que era por el embarazo, y que el bebé consumía todo lo que ella ingería. Además, no ganaba dinero y todo lo que tenía lo destinaba a pagar los honorarios de los abogados.
–¿Comida china, india, tailandesa, italiana…?
–Tailandesa, no –dijo ella–. ¿China?
–Perfecto. Hay un buen restaurante en el paseo. Vamos, podemos ir caminando desde aquí, ¿a menos que no te apetezca?
Ella negó con la cabeza.
–Puedo caminar. Estoy en forma… Aunque esté embarazada y hambrienta.
–Entonces, vamos a que comas algo. ¿Alguna preferencia?
–Gambas, arroz tres delicias y verduras salteadas –dijo ella, aprovechando que él iba a invitarla.
Él sacó el teléfono móvil, marcó un número e hizo el pedido. También pidió noodles y pollo al jengibre. ¡También eran sus platos favoritos!
El restaurante estaba en el paseo marítimo. Ella había ido allí una vez, con Jamie, nada más regresar a Yoxburgh. Le parecía que había pasado una eternidad.
–¿Entras?
–Claro.
Ella lo miró de arriba abajo, aprovechando la luz del restaurante, y se percató de que era muy atractivo. Era alto, tenía los pómulos y el mentón prominentes, los labios sensuales y el cuerpo musculado.
Vestía una camisa blanca con el cuello abierto y las mangas arremangadas, de forma que sus fuertes y bronceados antebrazos quedaban al descubierto. Tenía anchas espaldas, el vientre liso, las piernas largas y musculosas, y los vaqueros se ceñían a su cintura de forma que provocaban que pensara en cosas indebidas. Estaba en forma, y para comérselo. Su cabello oscuro era suave, y ella deseaba acariciárselo. Se preguntaba qué aspecto tendría el suyo, después de varias semanas lavándoselo con agua fría y jabón de fregar platos.
Horrible.
Tragó saliva y miró hacia otro lado. Él no estaba a su alcance, y no comprendía por qué perdía el tiempo con ella.
Por lástima, probablemente. Pero no era tan estúpida como para rechazar su comida.
Él agarró la bolsa. Salieron del restaurante y se dirigieron a la playa.
–¿Aquí? –se detuvo junto a un banco del paseo.
Ella asintió. La luz de las farolas iluminaba la zona, la luna se reflejaba sobre el agua y la comida olía de maravilla.
–Perfecto –dijo ella, tratando de no pensar en él y de concentrarse en la comida. Se sentó en el banco y esperó a que él abriera los envases de comida.
–Lo siento, no hay tenedor –dijo él, y le entregó los palillos para comer.
–Los palillos están bien –dijo ella, y los abrió. Probó una gamba y añadió con una amplia sonrisa–. Madre mía. Está deliciosa.
Aquello fue lo último que comentó durante mucho rato.
–¿Mejor? –preguntó él cuando parecía que ella ya había terminado de comer.
–Oh, sí –dijo ella con una sonrisa–. Creo que voy a explotar, pero sí, ha sido fantástico. Gracias… Y gracias también por haber cargado con el colchón.
Él se rió.
–¿Cuál de ellos? –preguntó él–. ¿El que robaste, o el que donaste?
Ella se rió, y sus ojos brillaron como el mar.
–Los dos –dijo ella, y miró pensativa hacia el mar.
–Un centavo por tu pensamiento –dijo él, al cabo de un instante.
Ella suspiró.
–Me preguntaba si ha merecido la pena cambiar los colchones. Quiero decir, no será para mucho tiempo. No puedo quedarme ahí, todo el mundo lo sabe, pero si no… Bueno, no conseguiré nada para mi hija, y tiene derecho a estar allí, y yo lucharé por ella.
–¿Ella? –preguntó él, ignorando el resto. Ya tendría tiempo de pensar en lo demás, cuando hablara con Nick y Harry, pero de momento…
–El bebé. Es una niña. Me lo dijeron al hacerme la ecografía. Quería saberlo. Sólo estamos ella y yo, y quería empezar a conocerla. Ése me pareció un buen comienzo. Ahora podemos tener conversaciones más importantes.
Daniel sonrió.
–¿Ya has pensado en un nombre para ella?
–Desde luego no será Yoxburgh –dijo entre risas.
–¿Perdón?
–Yo me llamo Iona –le explicó con una sonrisa–. Al parecer, es el nombre del lugar donde me concibieron. Podría haber sido mucho peor. Conociendo a mi madre, he tenido suerte de no llamarme Glastonbury o Marrakesh.
Él se rió.
–He de reconocer que Iona es mucho más bonito, y que siempre he sentido debilidad por las islas de Escocia –estiró la mano y dijo–: Me llamo Daniel –omitió el apellido porque no quería estropear aquel momento. Pronto se enteraría de quién era en realidad y lo odiaría–. Así que tu hija… ¿Dónde va a nacer? –preguntó él retirando la mano.
–No lo sé. Depende.
–¿De qué?
–De si gano lo que estoy peleando –suspiró–. Es una larga historia.
–Tengo tiempo –dijo él, y se apoyó en el respaldo del banco sin dejar de mirarla.
–Es un lío –advirtió ella.
–No lo dudo. Suele serlo –convino él, y esperó a que ella continuara.
Ella permaneció en silencio un instante y alzó la barbilla.
–Conocí a Jamie en un viaje. Llevo recorriendo el mundo desde que soy pequeña, mi madre es antropóloga y un poquito hippy, y yo me he pasado la vida de un lugar a oro. No estoy segura de que supiera quién era mi padre, aparte de que su nombre era Rick, pero es irrelevante porque él nunca ha formado parte de nuestras vidas.
–Estudié en diferentes colegios, y a veces, cuando no había uno cerca, me enseñaba mi madre. Al final, conseguí nota suficiente para entrar en la universidad.
–¿Y qué estudiaste?
–Derecho. Quería ser abogada de Derechos Humanos, pero no terminé la licenciatura. Mi madre pilló una enfermedad tropical cuando yo estaba en el segundo año de carrera. Estuvo a punto de morir, así que fui a cuidarla y nunca regresé a la universidad. Se recuperó sorprendentemente, pero para entonces, yo ya había perdido muchas clases y tenía que repetir el curso. Así que decidí irme a viajar por mi cuenta, con la intención de regresar a la universidad en el siguiente curso académico, pero no lo hice. Me fui a Tailandia, conocí a Jamie y comenzamos a viajar juntos. Recorrimos el mundo, y le enseñé algunos de los sitios donde yo había estado. Al cabo de un año, regresamos a Yoxburgh para ver a su padre –se calló un instante y frunció la frente–. Su padre, Brian, no estaba bien. Quería que Jamie se quedara para que lo ayudara a llevar el hotel, pero él no quería. Deseaba marcharse y que yo me fuera con él. Yo me negué, así que él se marchó y yo me quedé con Brian, ayudándolo con el hotel y estudiando a la vez. Como hablo varios idiomas, gracias a la forma en la que me crié, trabajaba como traductora e intérprete para sacar algo de dinero. Brian no podía pagarme, así que necesitaba el trabajo. Después, en noviembre, Jamie regresó tras haber estado fuera casi un año. Yo pensé que se quedaría, pero me equivoqué. Y ni siquiera se quedó hasta la Navidad. Se llevó dinero de su padre y regresó a Tailandia. Al cabo de quince días, enfermó de encefalitis japonesa y murió. Nunca se enteró de que estaba embarazada.
«Cielos», pensó Dan. Aquello era mucho más complicado de lo que esperaban.
Ella permaneció en silencio un momento, sin dejar de acariciarse el vientre. Él no podía apartar la mirada de su mano.
Al final, ella continuó:
–Brian estaba destrozado. Sufría del corazón y la noticia de la muerte de Jamie fue devastadora. Le dio un ataque, y le dijeron que vendiera el hotel y llevara una vida tranquila, así que puso el hotel a la venta. Consiguió que le hicieran una buena oferta, teniendo en cuenta lo deteriorado que estaba el lugar, y me dijo que se ocuparía de que mi criatura estuviera bien. Encontramos una casa en la que podríamos vivir los tres, y él había pensado darle la otra mitad del dinero a Ian, su otro hijo. Y entonces, un mes antes de que nos mudáramos, se murió. Ian, que nunca había ido a verlo hasta que no estuvo en el lecho de muerte, me dijo que su padre le había pedido que cuidara de mí. Me dio quinientas libras y una semana para que me marchara.
–¿Y el testamento? –preguntó él, tratando de contener la rabia.
–Brian dijo que iba a cambiarlo –dijo ella, y esbozó una triste sonrisa–. Como muchas otras cosas que se suponía que iba a hacer, pero tras su fallecimiento, no se encontró el testamento en ningún sitio. Él me había dicho que en el testamento original se lo había dejado todo a Jamie y a Ian, y que después de la muerte de Jamie, había decidido cambiarlo, pero nunca debió hacerlo, por eso, al no encontrar el testamento, según la ley, la parte de la herencia que le correspondía a Jamie le corresponde a su hermano.
–¿Y el bebé no tiene derecho a la parte de Jamie? –preguntó Dan.
Ella se encogió de hombros.
–No necesariamente. Depende de lo que se estipule en el testamento, pero como no lo encontramos todo se ajusta a lo que marque la ley. Pensé que Ian le daría al bebé parte de la herencia, como gesto de buena voluntad y teniendo en cuenta cuál había sido el deseo de su padre, pero al parecer, no tiene buena voluntad en lo que a mí se refiere. Por eso, mi única esperanza es demostrar que el bebé es hijo de Jamie y confiar en que aparezca el testamento y haya una cláusula al respecto.
–¿Y crees que puede aparecer el testamento?
–Lo dudo. Ian ha revisado el lugar de arriba abajo y no lo ha encontrado. Además, ya han vaciado el hotel para que entren los de la reforma. Y Brian era tan desorganizado que podría estar en cualquier sitio. Es posible que lo hayan tirado por error, pero yo no puedo ir a mirar. No tengo acceso a la estancia principal, sólo a la zona donde estoy. Además, no lo tengo permitido.
–¿Permitido?
–Es la normativa de los vigilantes de seguridad. No somos buenos amigos.
–Entonces, ¿qué pasa ahora?
–Yo vivo en el hotel, creando problemas a todo el mundo y confiando en que Ian ceda y me ayude por el bien del bebé. No pueden hacer la prueba de ADN hasta que nazca mi hija y, para entonces, yo ya habré tenido que salir del hotel. No quiero marcharme, pero no puedo tenerla allí. E Ian se niega a cambiar de opinión sin un testamento que lo obligue a darme dinero. No puedo culparlo… Él no me conoce. Nunca me había visto antes del entierro y no he vuelto a verlo desde que terminó de revolverlo todo para buscar el testamento. Sin embargo, he recibido muchas cartas amenazantes.
Dan apretó los dientes para ocultar su pensamiento. La situación de Iona era mucho más complicada de lo que esperaba. Necesitaba hablar con Nick y con Harry, pero era demasiado tarde, Iona estaba cansada y tenía que acompañarla a casa.
¿A casa?
Estuvo a punto de soltar una carcajada al recordar en qué condiciones estaba viviendo ella, con sus pocas pertenencias esparcidas por la alfombra, con el techo derrumbándose en la otra habitación, con el moho que se extendía por todo el edificio. No podía ser sano vivir en ese ambiente.