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Una novia inesperada Lydia Fletcher cambió el delantal blanco de chef por un vestido de novia para competir en un concurso cuyo premio era una boda con todos los gastos pagados. Estaba decidida a darle a su hermana la boda de sus sueños, pero no imaginaba que durante el concurso conocería al impresionante aunque desconfiado viudo Massimo Valtieri. Nuestro antiguo idilio Anita della Rossa, organizadora de bodas, era experta en asegurar finales felices... excepto el suyo propio. Porque Giovanni Valtieri, su amor desde la adolescencia, había roto la relación cinco años antes de forma inesperada, manteniendo sus motivos tan en secreto como el amor que todavía sentía hacia ella. ¿Resurgiría la pasión con su reencuentro en la Toscana?
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Seitenzahl: 340
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Caroline Anderson. Todos los derechos reservados.
UNA NOVIA INESPERADA, N.º 2498 - Febrero 2013
Título original: Valtieri’s Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
© 2012 Caroline Anderson. Todos los derechos reservados.
NUESTRO ANTIGUO IDILIO, N.º 2498 - Febrero 2013
Título original: The Valtieri’s Baby
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2652-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Cubierta
Portadilla
Créditos
Índice
Una novia inesperada
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Nuestro antiguo idilio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Publicidad
Cuando el taxi se detuvo delante del Jet Center, en el City Airport de Londres, Massimo se quedó boquiabierto.
La mujer que se encontraba en el exterior del edificio era impresionante. Su belleza cegaba como la luz de un faro; incluso a pesar de llevar, sorprendentemente, un vestido de novia y una diadema de plástico de muy mal gusto. Tenía la piel clara, una larga melena rubia que se mecía al viento y curvas suaves y femeninas en los lugares adecuados. Resultaba tan alegre, vivaz y encantadora que sintió una punzada de emoción en el pecho.
Una punzada que no había sentido en muchos años.
Justo entonces, ella sonrió y se apartó el pelo con una mano mientras gesticulaba con la otra hacia el hombre al que había parado en la entrada. Al parecer, vendía algo. Massimo no supo qué, pero vio que le daba una tarjeta al hombre y que este se rio, sacudió la cabeza en un gesto negativo y se alejó después.
A continuación, la mujer dejó de sonreír y se giró hacia su compañera, que llevaba unos vaqueros y una chaqueta. Massimo la miró de arriba abajo, pero no la encontró interesante; en cambio, la rubia le gustaba tanto que la volvió a mirar.
Su extraño aspecto no impedía que la encontrara exquisita. Había algo en ella que le llamaba poderosamente la atención.
Pagó al taxista, alcanzó su bolsa de viaje, salió del vehículo y se dirigió a la entrada. La mujer, que estaba charlando en ese momento con otro hombre, miró a Massimo y le dedicó una sonrisa encantadora.
De haber podido, se habría parado y le habría preguntado qué vendía; pero tenía prisa, de modo que siguió hasta el mostrador.
–Buenos días, señor Valtieri. Me alegra verlo otra vez en el Jet Center... el resto de su grupo ha llegado ya.
–Gracias... –Massimo carraspeó y señaló a la mujer de la entrada–. ¿Qué hace? ¿Es alguna campaña publicitaria?
El recepcionista sonrió con ironía.
–No, señor. Tengo entendido que quiere volar a Italia.
Massimo arqueó una ceja.
–¿Con un vestido de novia?
El recepcionista se rio.
–Eso parece. Es algún tipo de concurso para ganar... una boda.
Massimo se sintió extrañamente decepcionado. No la conocía de nada y, en consecuencia, no le debía importar que estuviera a punto de casarse; pero por algún motivo, le importó.
–Le rogamos que saliera del edificio –continuó el recepcionista–, pero no podemos evitar que se quede en el exterior. Además, es del todo inofensiva. Y por lo visto, a nuestros clientes les hace gracia.
Massimo pensó que a él también le hacía gracia. La encontraba divertida, enigmática y muy sexy.
–¿A qué parte de Italia quiere ir?
–Creo recordar que dijo algo sobre Siena; pero si me permite una opinión, no debería involucrarse –respondió, frunciendo el ceño–. Tengo la impresión de que está un poco...
–¿Loca?
El recepcionista volvió a sonreír.
–Es su definición, señor; no la mía.
Mientras la observaban, la mujer dijo algo a su acompañante, se encogió de hombros y se frotó los brazos. Massimo pensó que debía de estar helada. Septiembre era un mes extraño en Londres, y aquel día se había levantado un viento de lo más desagradable, procedente del estuario del Támesis.
Ya se estaba diciendo que el frío de aquella mujer no era asunto suyo, cuando vio que caminaba hacia otro hombre. Un hombre al que Massimo conocía; al menos, por su reputación. Era Nico, la última persona del mundo que le habría recomendado a una joven de aspecto tan encantador y excéntrico como ella. Y para mayor desgracia, tenía un aeródromo privado cerca de Siena, a una hora de viaje en coche.
No lo podía permitir. Debía hacer algo.
Salió del edificio, se dirigió a Nico y le dijo, en italiano, que la dejara en paz. Nico se encogió de hombros, sonrió a la mujer y se marchó.
Massimo se giró entonces hacia la desconocida, cuyos ojos, de color azul, habían perdido su calidez anterior y lo miraban con frialdad. Pero era tan bella y tenía una boca tan dulce y tan besable que se quedó sin aliento.
Fue como si un tren lo acabara de arrollar.
–¿Se puede saber qué le ha dicho? –preguntó Lydia, furiosa–. ¡Me acababa de ofrecer un asiento en su avión privado!
Lydia no había entendido ni una sola palabra, pero no necesitaba entender italiano para reconocer el tono brusco y desagradable que aquel individuo había usado con su benefactor. Justo cuando estaba a punto de conseguir lo que quería.
–Créame, no quiere ir en ese avión.
–¿Por supuesto que quiero!
–No. Lo siento mucho, pero no lo puedo permitir –insistió Massimo, con voz tajante–. No sería seguro para usted.
Por su firmeza y su insistencia, Lydia pensó que debía de trabajar para el servicio de seguridad del aeropuerto. Lo volvió a mirar a los ojos y tuvo que hacer un esfuerzo para no admirar demasiado su color, de chocolate negro.
Unos ojos cálidos, profundos, implacables.
Unos ojos ante los que no tuvo más opción que rendirse.
–Está bien, aunque habría estado perfectamente a salvo. Pero descuide, me iré enseguida... no es necesario que llame a los guardias.
Para sorpresa de Lydia, él sonrió.
–¿Llamar a los guardias? Yo no soy del servicio de seguridad. He intervenido porque mi conciencia me lo exigía –explicó–. ¿Es verdad que quiere ir a Siena?
–Sí, pero acaba de decir que no es seguro...
–Que no es seguro que viaje con Nico –puntualizó.
–¿Y con usted sí?
–Indudablemente –respondió–. Para empezar, mi piloto no está borracho; y para continuar, yo no soy un...
Massimo dejó la frase sin terminar.
–¿Un qué? –preguntó ella.
Él se pasó una mano por el pelo y la miró con impaciencia, como si la estuviera ayudando contra su voluntad.
–Ese hombre tiene mala reputación, señorita.
–¿Y usted no?
–Bueno, digamos que yo respeto a las mujeres –declaró con una sonrisa de ironía–. Si necesita referencias, puede hablar con mi hermano el abogado o con mi hermano el médico... supongo que darían fe de que lo que digo es cierto. Y también la darían mis tres hermanas. Y, por supuesto, Carlotta; trabaja para la familia desde hace tantos años que estuvo presente cuando yo nací y ahora cuida de mis hijos.
Al oír que tenía hijos, Lydia bajó la mirada y vio que llevaba anillo de casado. Se sintió tan aliviada que volvió a sonreír.
–Participo en un concurso –le explicó–. El premio es una boda, en un hotel que está cerca de Siena. Yo soy una de las dos finalistas, pero tengo que llegar al hotel en primer lugar si quiero ganar el premio... Esta es Claire, de la emisora de radio que organiza el concurso.
Massimo dedicó una sonrisa a Claire; era bastante bonita, pero no le interesaba tanto como aquella mujer de boca sensual y vestido estrambótico.
Sacudió la cabeza y declaró:
–Debe de estar loca para ir a Siena sin nada más que un vestido de novia y un pasaporte. ¿Cómo es posible que su prometido se lo permita?
–No tengo prometido. Y si lo tuviera, no necesitaría su permiso para nada –replicó Lydia.
–¿Entonces? –preguntó, confuso.
–La boda es para mi hermana. Tuvo un accidente, pero su novio y ella habían planeado... bueno, eso no importa. Si quiere ayudarme, le estaré muy agradecida; si no, discúlpeme, pero el tiempo pasa y tengo prisa.
–Descuide, la ayudaré.
Lydia lo miró con asombro.
–Soy Massimo Valtieri. Si está preparada, la puedo llevar a Siena ahora mismo.
Ella sintió un estremecimiento de placer al oír su nombre, pronunciado con voz clara y acento italiano; pero se dijo que sería por el frío.
–Yo soy Lydia Fletcher... y si puede conseguir que llegue a Siena en primer lugar, tendrá mi afecto de por vida.
Él asintió y le estrechó la mano.
Al sentir el contacto firme y cálido de sus dedos, Lydia tuvo la sensación de que la tierra temblaba bajo sus pies. Y, por lo visto, él sintió algo parecido. Lo notó en sus ojos, que brillaron brevemente y le hicieron preguntarse si, después de ese momento, las cosas volverían a ser igual.
***
El avión era pequeño, pero perfecto en todo lo demás.
Y en lo tocante a Lydia, absolutamente perfecto. Tenía asientos cómodos, mucho espacio para estirar las piernas, un piloto sobrio y un plan de vuelo que, indudablemente, serviría para que su hermana ganara la boda de sus sueños.
Era tan afortunada que no se lo podía creer.
Se puso el cinturón de seguridad y tomó a Claire de la mano cuando el aparato empezó a rodar por la pista.
–Lo hemos conseguido. Nos vamos a Siena... –declaró en voz baja.
Claire sonrió.
–Lo sé. Es increíble. Lo vamos a conseguir... sabía que ganarías, Lydia.
Los reactores rugieron, el pequeño avión se estremeció y la fuerza de la aceleración las apretó contra sus asientos. Segundos después, sobrevolaron el Támesis y tomaron rumbo sur, hacia Francia. El indicador del cinturón de seguridad se apagó.
–Esto es tan emocionante... –continuó Claire–. Lo voy a poner en el diario.
Claire encendió su ordenador portátil y Lydia se giró hacia Massimo, que se había sentado al otro lado del pasillo.
Él se quitó el cinturón de seguridad y la miró a los ojos con una sonrisa.
–¿Se encuentra bien?
–Maravillosamente bien –contestó ella, devolviéndole la sonrisa–. No sé cómo darle las gracias. Siento haber sido tan brusca al principio.
–No se preocupe por eso. No ha sido tan brusca conmigo como yo con Nico.
–¿Qué le ha dicho? –preguntó con curiosidad.
–Será mejor que no se lo traduzca.
–Bueno, creo que me lo puedo imaginar...
–¡Espero que no!
Ella soltó una risita.
–No se preocupe, no entiendo ni una palabra de italiano –afirmó–. Y discúlpeme por haber desconfiado de usted... ganar el concurso es muy importante para mí.
–Sí, ya me lo imagino. ¿Qué le pasa a su hermana?
–Jennifer tuvo un accidente hace unos meses y ha estado en silla de ruedas, aunque mejora poco a poco. Ya puede andar con muletas, pero Andy, su novio, tuvo que dejar su empleo para cuidarla... ahora vive con ella y con mis padres, a los que ayuda en la granja.
–Comprendo.
–Podrían casarse en la granja, pero mi abuela vivió en Italia una temporada y Jen siempre soñó con casarse allí. Desgraciadamente, no tienen el dinero necesario; así que, cuando me enteré del concurso, me apunté enseguida. ¿Quién iba a imaginar que llegaría tan lejos? Le estoy tan agradecida que no sé qué decir.
Lydia dejó de hablar un momento y sonrió.
–Oh, vaya... tendré que pedirle disculpas otra vez. Me temo que hablo demasiado cuando me emociono.
Massimo se recostó en el asiento, encantado con ella.
–No se disculpe. Recuerde que tengo tres hermanas y tres hijos, dos de los cuales son niñas... estoy acostumbrado a esas cosas.
–Y también tiene dos hermanos, si no recuerdo mal...
–Ah, sí. Gio es el abogado y Luca, el médico... está casado con una inglesa, Isabelle –declaró–. Y por si no tuviera bastante con ellos, hay que sumar a mis padres y a un millón de tíos, tías y primos.
–Y dígame... ¿a qué se dedica? –preguntó con curiosidad.
–Se podría decir que soy agricultor. Tengo viñas y olivos –contestó–. E incluso una fábrica de quesos.
Ella echó un vistazo a su alrededor y dijo:
–Pues debe de hacer mucho queso para viajar en un avión privado...
Él se rio con suavidad.
–No tanto. En realidad, nuestra empresa se dedica esencialmente al vino y al aceite de oliva. El aceite de la Toscana es más intenso que el del sur de Italia porque recogemos las aceitunas antes para evitar las heladas... por eso tiene un sabor tan particular –explicó Massimo–. Pero la cantidad no nos importa tanto como la calidad. Nuestros productos son artesanales. De hecho, he viajado a Inglaterra para cerrar un acuerdo con varios establecimientos.
–¿En serio? ¿Y tiene muestras?
Massimo volvió a reírse.
–Por supuesto. Si no las tuviera, no podría convencer a los clientes de que nuestros productos son los mejores... pero he ido en mal momento. La vendimia está a punto de empezar y debo volver a casa. Por eso alquilé este avión, para ahorrar tiempo.
Al saber que el avión no era suyo, Lydia se sintió más atraída por él. Ahora lo encontraba más asequible que antes.
–¿Lleva las muestras en el avión?
–¿Por qué lo pregunta?
–Porque me gustaría probarlas.
Él sacudió la cabeza.
–Lamentablemente, nos hemos quedado sin vino...
–Bueno, no me refería al vino, aunque estoy segura de que será delicioso. Estaba pensando en el aceite de oliva. Es por interés profesional.
Massimo arqueó una ceja.
–¿Interés profesional? ¿Es que su familia tiene olivos? ¿En Inglaterra? –preguntó con incredulidad.
–No, claro que no –respondió, divertida.
–Entonces, ¿a qué se debe su interés?
Lydia estuvo a punto de responder que era chef, pero se lo calló porque no podía ser chef si no tenía un restaurante.
–A que me encanta cocinar –dijo.
Él se levantó del asiento, se dirigió a la parte trasera del aparato y volvió unos segundos más tarde con una botellita de aceite de oliva.
–Aquí está.
Massimo abrió la botellita y se la dio. Lydia aspiró lentamente y dejó que el intenso aroma le llenara los pulmones.
–Umm... es maravilloso. ¿Puedo probarlo?
–Naturalmente.
Lydia se puso una gota de aceite en el dedo, se lo chupó y gimió con satisfacción. Él se excitó tanto que recuperó la botellita y la cerró para tener las manos ocupadas mientras intentaba recobrar la calma.
Estaba asombrado. Nunca había reaccionado de esa forma ante una mujer. De hecho, hacía años que no sentía deseo por ninguna y que ni siquiera pensaba en el sexo. Pero Lydia Fletcher lo había cambiado todo.
–Sabe realmente bien... –Lydia se frotó las manos para eliminar cualquier resto de aceite–. Es una pena que no tengamos un poco de pan para probarlo mejor.
Massimo sacó una tarjeta y se la dio, intentando no admirar su escote.
–Envíeme un mensaje de correo electrónico cuando vuelva a casa y le enviaré una botella de aceite nuestro y otra del vinagre balsámico que produce uno de mis primos en Módena. Su producción es pequeña, pero es de lo mejor que he probado nunca.
–Si es tan bueno como sus aceites, será fabuloso...
–Es fabuloso, pero no tanto.
Lydia se rio y se guardó la tarjeta.
–Por lo visto, el aceite es el negocio de su familia.
Massimo asintió.
–Desde hace trescientos años –explicó–. Somos muy afortunados... la tierra de nuestra propiedad es magnífica, las pendientes están en la dirección correcta y, cuando no lo están, las dedicamos a pastos. Además, también tenemos un bosque de castaños; lo cual nos permite exportar castañas en lata.
–¿Y qué hace su esposa? –se interesó–. ¿Lo ayuda con el negocio? ¿O se limita a tener hijos para usted?
La sonrisa de Massimo desapareció y sus ojos se ensombrecieron.
–Angelina falleció hace cinco años.
Ella se arrepintió de haber preguntado y de haber roto con ello el tono desenfadado de su conversación. Se inclinó hacia él, le puso una mano en el brazo y dijo:
–Lo siento.
–No lo sienta, no es culpa suya. Y, por otra parte, cinco años es mucho tiempo.
Massimo pensó que era tanto tiempo como para que las generosas curvas de aquella mujer le hicieran olvidar a su difunta esposa. Se sintió tan culpable que sacó la cartera y le enseñó las fotografías que llevaba encima.
Los ojos de Lydia se empañaron.
–Sus hijos deben de echarla mucho de menos.
Él volvió a asentir.
–Sí, aunque ya no sufren tanto como al principio.
Massimo lo había pasado tan mal tras el fallecimiento de Angelina que se había concentrado totalmente en el trabajo para dejar de pensar en ella.
Y seguía dedicado en cuerpo y alma a sus ocupaciones.
Por lo menos, hasta ese día.
Porque la súbita aparición de Lydia Fletcher le había hecho pensar en cosas que creía olvidadas. Y no estaba preparado para ello. No lo podía afrontar en ese momento. Tenía demasiado que hacer.
Se guardó la cartera, se excusó y se marchó con el resto del grupo para hablar sobre los contactos que habían hecho en Londres y sobre la estrategia de mercadotecnia de la empresa. Pero Lydia seguía allí, a sus espaldas. Con ese vestido ridículo y tan revelador que le hacía perder el sentido.
***
A Lydia se le hizo un nudo en la garganta.
Lo había vuelto a hacer. Había hablado demasiado y había metido la pata hasta el fondo. Por lo visto, era incapaz de no meterla. Y ahora, cabía la posibilidad de que Massimo Valtieri se arrepintiera de haberle ofrecido un par de asientos en su avión.
De haber podido, habría retirado sus palabras. Pero la vida no funcionaba así; no podía retirar lo dicho; solo podía asumirlo, dejar de meterse en la vida de los demás y, por supuesto, dejar de pensar en aquellos ojos de color chocolate.
–Todavía no puedo creer que nos lleve a Siena –dijo Claire en ese momento.
–Ni yo. Ha sido increíble.
Claire ladeó la cabeza.
–¿Qué te estaba enseñando? Se ha puesto triste de repente...
–Fotografías de su esposa. Al parecer, falleció hace cinco años y los dejó solos a él y a sus hijos –explicó.
–Pobrecillos. Crecer sin madre debe de ser terrible. A mí me daría algo si no pudiera llamar por teléfono a la mía para contarle lo que me pasa.
Lydia asintió. También adoraba a su madre y también lo compartía todo con ella.
Se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez. Y ya se las estaba secando cuando notó que alguien le ponía una mano en el brazo.
Era Massimo.
–¿Lydia? –preguntó, frunciendo el ceño.
Lydia sacudió la cabeza.
–No se preocupe por mí. Es que soy una tonta sentimental.
Él se puso en cuclillas y la tomó de la mano.
–Siento haberla entristecido. No era mi intención.
–Lo sé... es que nuestra conversación me ha hecho pensar en mi madre. A mis veintiocho años de edad, no soy precisamente una niña; pero la echo de menos de todas formas.
Massimo asintió.
–Sí, ya me lo imagino. ¿Quiere que le traiga algo? ¿Café? ¿Té? ¿Agua? ¿Algo más fuerte quizás?
–No, es un poco pronto para bebidas fuertes –respondió, intentando recuperar el humor.
–Menos mal que no se ha ido con Nico. Si hubiera subido a su avión, ya estaría por la segunda botella de champán.
–¿Tiene agua mineral con gas?
–Por supuesto... ¿Y a usted, Claire? ¿Le apetece beber algo?
–Sí, gracias. También tomaré agua.
Massimo se alejó por el pasillo central del avión y Lydia intentó recuperarse de la impresión que le había causado. Ya se había dado cuenta de lo alto y fuerte que era, pero sus hombros le habían parecido aún más anchos cuando se puso en cuclillas a su lado; entre otras cosas, porque se había quitado la chaqueta.
Momentos después, reapareció con dos vasos de agua mineral. Lydia se fijó en sus grandes manos y, al pensar en su contacto, se le endurecieron los pezones.
–Gracias por el agua, señor Valtieri.
–Prego –dijo él–, pero creo que a estas alturas deberíamos tutearnos, ¿no te parece?
Ella sonrió.
–Sí, tienes razón.
–¿Tenéis hambre? –preguntó Massimo a las dos mujeres–. Os puedo traer un poco de fruta y unas pastas.
Claire sacudió la cabeza y Lydia dijo:
–No, no, estoy demasiado entusiasmada como para comer.
Lydia no fue completamente sincera. Estaba entusiasmada, pero no con el viaje, sino con Massimo. Y no tenía ni pies ni cabeza. En primer lugar, porque daba por sentado que el sentimiento no era recíproco; y en segundo, porque su relación con Russell había terminado tan mal que no quería volver a estar con ningún hombre en mucho tiempo.
–¿Cuánto tiempo falta para que lleguemos? –preguntó, haciendo verdaderos esfuerzos por no admirar sus bíceps.
–Algo más de una hora –respondió él–. Y ahora, si me disculpas, tengo trabajo que hacer... llamadme si necesitáis algo.
Massimo volvió con sus compañeros y Lydia se estremeció cuando él se sentó y echó hacia atrás sus anchos hombros.
Nunca se había sentido tan atraída por nadie. Lo encontraba tan desconcertante que intentó achacarlo a la emoción de viajar a Siena y a la posibilidad de ganar el concurso. Por suerte, solo quedaba una hora de viaje; si todo iba bien, llegaría a su destino y se alejaría de aquel hombre sin ponerse en una situación verdaderamente embarazosa.
Se giró hacia la ventanilla y se dedicó a contemplar los Alpes, que sobrevolaban en ese momento. Al cabo de un buen rato, el paisaje cambió y las montañas dieron paso a extensiones de bosques y de campos con plantas tan ordenadas que llegó a la conclusión de que debían de ser olivos y viñas.
Habían llegado a la Toscana.
Poco después, se encendió la luz de advertencia del cinturón de seguridad. Massimo volvió a su asiento, sonrió a Lydia y declaró:
–Ya falta poco.
El avión inició la maniobra de descenso y, antes de que ella se diera cuenta, aterrizó y se detuvo frente a un edificio.
–¡Hemos llegado! –dijo a Claire.
–Lo sé... es increíble.
Ya estaban en lo alto de la escalerilla cuando Massimo se acercó a ellas.
–Si me dais la dirección del hotel, os llevaré en coche.
–¿En serio?
Él sonrió.
–Bueno, no voy a permitir que pierdas el concurso después de haberte traído a Siena...
–Muchísimas gracias, Massimo.
Lydia se alzó las faldas del vestido para empezar a bajar; pero, en su entusiasmo, perdió pie y cayó rodando por los escalones hasta quedarse tumbada en la pista, completa y absolutamente inmóvil.
Massimo bajó tan deprisa como pudo. La caída había sido tan estrepitosa que hasta tuvo miedo de que se hubiera matado. Pero no estaba muerta. Tenía pulso.
Claire apareció un momento después y preguntó:
–¿Está bien?
Él suspiró.
–Creo que sí.
Lydia soltó un gemido y se movió un poco.
–¿Lydia? ¡Lydia, dime algo! Abre los ojos, por favor...
Lydia abrió los ojos muy despacio y se quiso sentar, pero Massimo se lo impidió.
–Quédate tumbada... es posible que tengas alguna lesión en el cuello –le explicó–. ¿Te duele algo?
–Sí, la cabeza... ¿Qué ha pasado?
–Que te has caído por las escaleras.
–Dios mío. No puedo creer que sea tan estúpida...
Lydia se llevó una mano a la cabeza y se pegó un buen susto al ver que tenía sangre.
–Oh, no...
–Tranquilízate –intervino Claire–. Te pondrás bien.
Massimo le puso su chaqueta debajo de la nuca, para que estuviera más cómoda. Su herida había empezado a sangrar tanto que le preocupó.
La tomó de la mano y se dedicó a dar instrucciones a diestro y siniestro. Cuando Lydia oyó las palabras «ambulanza» y «ospedale», intentó incorporarse otra vez; y una vez más, él se lo impidió de inmediato.
–No te muevas. La ambulancia te llevará al hospital.
–No necesito ir al hospital. Estoy bien, en serio... ¡Tengo que ir a ese hotel!
–No –dijeron Massimo y Claire al unísono.
–Pero el concurso...
–Eso no importa. Estás sangrando. Tienes que ir al hospital –alegó él.
–Iré después.
Massimo sacudió la cabeza y habló con voz dura e implacable.
–No.
Cuando Lydia lo miró, se dio cuenta de que había palidecido. Pero no se le ocurrió que estuviera realmente preocupado por ella; de hecho, pensó que sería porque no soportaba la visión de la sangre.
–Claire cuidará de mí. Márchate, Massimo. Tú tienes muchas cosas que hacer...
–De ninguna manera. Me quedaré contigo.
Massimo tragó saliva. Lydia parecía tan frágil en ese momento que se acordó de su difunta esposa y cerró los ojos con fuerza, en un intento por borrar las imágenes.
–Tengo que ir al hotel –insistió ella.
–Eso no es posible.
–Massimo tiene razón –dijo Claire–. No seas tonta. Quédate donde estás.... ya iremos después. Tenemos tiempo de sobra.
Lydia no tuvo más remedio que rendirse a lo inevitable. Y se quedó allí, tumbada, sangrando por la cabeza, con un vestido ridículo, mientras los minutos pasaban lentamente y, con ellos, se llevaban el sueño de su hermana.
La ambulancia llegó y Claire se fue con Lydia.
Massimo quería ir con ella; estaba tan preocupado que sentía una presión en el pecho tan insoportable como si un elefante se le hubiera sentado encima; pero le pareció más apropiado que la acompañara su amiga y las siguió en el coche, tras haber pedido a sus colegas que se pusieran en contacto con su familia para decirles que le había surgido un problema y que llegaría más tarde.
De camino, se acordó de que Luca trabajaba a veces en el hospital de Siena y decidió llamarle por teléfono.
Su hermano contestó al instante.
–Hola, Massimo. ¿Has tenido un buen vuelo?
Massimo estuvo a punto de reírse.
–No exactamente. ¿Dónde estás? ¿En qué hospital?
–En el de Siena. ¿Por qué lo preguntas?
Esa vez, Massimo se rio. De puro alivio.
–Porque voy de camino. Ofrecí asiento a dos chicas en el avión y una de ellas se ha caído por la escalerilla. Estoy siguiendo a la ambulancia... Tiene una herida en la cabeza, Luca –añadió con preocupación.
–Te espero en la entrada de urgencias. No te preocupes por nada, Massimo. Nos encargaremos de ella.
Massimo se despidió, cortó la comunicación y siguió conduciendo mientras hacía esfuerzos por dominar su miedo y su sentimiento de culpabilidad.
Se dijo que no podía ser, que no podía tener tan mala suerte, que no era posible que se repitiera la desgracia que había sufrido con Angelina. Se dijo que un rayo no caía dos veces en el mismo sitio e intentó dejar de pensar en su difunta esposa.
Massimo aparcó el coche y se dirigió a la entrada del hospital. Luca los estaba esperando, como le había prometido.
Se acercaron a la ambulancia, sacaron a la herida y la llevaron al interior del edificio. Claire caminaba junto a la camilla, sin soltar la mano de su amiga, que insistía una y otra vez en la necesidad de que la llevaran al hotel.
Luca se llevó a las dos mujeres y Massimo se quedó en la sala de espera, paseando de un lado a otro.
Minutos después, su hermano reapareció y frunció el ceño.
–¿Te encuentras bien?
–Sí –mintió.
–¿De qué conoces a esa mujer?
Massimo le dio una breve explicación de lo sucedido y añadió al final:
–No te extrañes demasiado por el vestido de novia. Es que participa en un concurso para ganar una boda.
–¿Para ganar una boda?
Massimo se encogió de hombros.
–No dejes que se muera, Luca.
–No le pasará nada –le prometió.
Massimo supo que su hermano solo había dicho eso para tranquilizarlo. A fin de cuentas, acababan de llegar y no conocía su estado real.
–Mantenme informado, por favor.
Luca asintió y se fue, dejándolo sentado en la sala. Sin embargo, Massimo estaba tan nervioso que se levantó y empezó a pasear otra vez.
Se dijo que no podían tardar mucho.
Pero la espera se le hizo tan dura que, cuando Luca reapareció con Claire, tenía la sensación de que habían pasado varias horas.
–Parece que solo ha sufrido unos cuantos arañazos y golpes sin importancia –explicó su hermano–. La herida de la cabeza no parece importante.
–La de Angelina tampoco lo parecía –le recordó Massimo.
–Ella no es Angelina. No se va a morir.
–¿Estás seguro?
–Sí, completamente seguro. Le hemos hecho una resonancia magnética. Se encuentra bien –contestó.
Massimo debería haberse sentido aliviado, pero el recuerdo de Angelina pesaba tanto que su angustia persistió.
–No te preocupes. Está bien. Esto no es lo mismo –añadió Luca.
Massimo asintió y su hermano lo llevó a ver a Lydia. Estaba tumbada en una cama y tenía manchas de sangre en la parte delantera de su espantoso vestido de novia, pero, por lo demás, su aspecto era bueno.
–¿Cómo te encuentras?
–Bien. Me van a tener un rato en observación, pero solo tengo unas cuantas magulladuras y un tobillo hinchado, porque me lo torcí al caer... Ojalá pudiera decir lo mismo de mi estado emocional. Si no llego pronto al hotel, perderé el concurso; pero los médicos se niegan a darme el alta –respondió–. Siento mucho lo que ha pasado, Massimo. Márchate si quieres. Claire se quedará conmigo. Puede que no me den el alta hasta dentro de unas horas.
–Sí, es posible, pero no me iré a ninguna parte.
Massimo no dijo por qué insistía en quedarse; no lo dijo porque no era asunto suyo y porque no quería preocuparla sin necesidad. Cuando Angelina sufrió el accidente, él no se lo tomó en serio; pensó que no era grave y no se quedó con ella, a su lado. Pero no iba a cometer el mismo error con Lydia.
Luca se fue a trabajar y, mientras los médicos volvían a comprobar el estado de Lydia, Massimo y Claire salieron de la habitación y se sentaron a tomar un café.
–Voy a la calle a hacer una llamada telefónica –dijo Claire al cabo de un rato–. ¿Me avisarás si hay alguna novedad?
–Por supuesto.
Claire se marchó y Massimo pensó que querría llamar a la emisora de radio para avisar del accidente que Lydia había sufrido.
Cuando la joven volvió, tenía expresión de tristeza.
–Jo ha llegado.
–¿Jo?
–La otra finalista. Me temo que Lydia ha perdido el concurso... será mejor que me lo calle. Si se lo digo ahora, se llevará un disgusto terrible.
–Deberías decírselo. Al menos, dejará de preocuparse por el concurso y se relajará un poco –dijo.
Claire se rio con suavidad.
–Veo que no la conoces muy bien.
Massimo sonrió a regañadientes.
–No, claro que no.
Lydia alzó la cabeza cuando volvieron a la habitación y miró a Claire a los ojos.
–¿Has llamado a la emisora?
–Sí.
–¿Jo ha llegado ya?
Su amiga no contestó, pero Lydia ya había adivinado la respuesta. Por la expresión de Claire, era evidente que Jo y su acompañante, Kate, se les habían adelantado.
–Hemos perdido el concurso, ¿verdad?
Claire asintió al fin.
–Sí.
Lydia tragó saliva, hizo un esfuerzo por contener las lágrimas y dejó pasar unos momentos antes de hablar.
–Felicítala de mi parte cuando hables con ella.
–Lo haré, aunque tendrás ocasión de felicitarla en persona. Pasaremos la noche en el mismo hotel –explicó Claire–. Nos iremos en cuanto te den el alta.
–No, no, podrían pasar horas... ve tú y descansa un rato. Diré a las enfermeras que te llamen por teléfono si hay alguna novedad. O, mejor aún, te llamaré yo cuando esté a punto de salir e iré al hotel en un taxi.
–No te voy a dejar sola, Lydia.
–No estará sola –intervino Massimo–. Yo me quedaré con ella. Me quedaría de todas formas, aunque tú no te fueras.
Claire dudó, pero Lydia la tomó de la mano y le dedicó una sonrisa.
–No te preocupes por mí. Como ves, Massimo se va a quedar conmigo... y además, su hermano trabaja en el hospital. Estoy bien, Claire. Márchate de una vez. Te veré más tarde.
Claire asintió.
–De acuerdo, si insistes...
–¿Puedes traerme mi bolsa de viaje antes de irte?
–Sí, claro. ¿Dónde está?
–No lo sé. Quizás, debajo de la cama...
Claire sacudió la cabeza.
–No, no está ahí.
–Es posible que se quedara en la pista del aeropuerto –declaró Massimo–. Me encargaré de que alguien la recoja.
–Te quedaría muy agradecida. Mi pasaporte está dentro.
Massimo salió un momento a hacer una llamada y volvió un par de minutos después.
–Ya está solucionado. La tendrás esta misma noche –declaró.
–Gracias, Massimo.
–Prométeme que me llamarás en cuanto te den el alta –dijo Claire.
–Te lo prometo.
Claire dio un abrazo a Lydia y se marchó.
Lydia tragó saliva e intentó refrenar su tristeza.
–No te preocupes, te pondrás bien –dijo Massimo con dulzura.
–Es posible, pero he causado tantos problemas...
–La vida es así, Lydia. ¿Se lo vas a decir a tu familia?
Ella pensó que debía llamar a Jennifer para darle la mala noticia, pero no tenía fuerzas para hablar con ella.
–Más tarde. Ahora estoy demasiado cansada.
–Entonces, descansa. Me quedaré contigo.
Él se sentó y ella cerró los ojos, extrañamente reconfortada por su presencia.
Cuando los volvió a abrir y vio que Massimo había desaparecido, sintió pánico. Pero Massimo solo se había alejado unos metros; estaba mirando uno de los carteles de la pared, con las manos en los bolsillos.
De repente, él giró la cabeza y la miró.
–¿Estás bien?
Ella asintió.
–Sí, ya no me duele tanto la cabeza. Será mejor que llame a Jen.
Massimo se acercó y le acarició la mejilla.
–Lo siento mucho, cara. Sé que ese concurso significaba mucho para ti.
–No importa... siempre fue una idea absurda. Jen se puede casar en la granja. Además, me apunté al concurso sin creer que lo podía ganar, así que, pensándolo bien, no he perdido nada en absoluto.
–Claire me ha dicho que Jo llevaba mucho tiempo en el hotel. Aparentemente, habría ganado aunque no te hubieras caído por la escalerilla del avión –declaró en un intento por animarla–. Ha sido muy rápida.
Lydia no se dejó engañar. Estuvo segura de que Massimo se lo había inventado para que se sintiera mejor; pero no tuvo ocasión de mencionarlo porque el médico apareció entonces con su veredicto.
Cuando el recién llegado terminó de hablar, Massimo le tradujo sus palabras.
–Dice que te puedes ir cuando quieras. Estás perfectamente bien. Sin embargo, quiere que descanses unos días antes de volver a casa.
Ella le dio las gracias al médico y puso los pies en el suelo con intención de levantarse, pero se tuvo que parar un momento porque se mareó.
–¿Estás bien?
–Sí, sí... pediré un taxi para ir al hotel.
–No te molestes. Te llevaré yo.
–Ya te he causado demasiados problemas, Massimo. No te preocupes por mí. Solo necesito un taxi.
A pesar de lo que Lydia había dicho, se le llenaron de lágrimas los ojos cuando por fin se levantó de la cama.
Era evidente que la pérdida del concurso y del sueño de su hermana la habían afectado más de lo que estaba dispuesta a admitir. Y Massimo se volvió a sentir culpable, aunque no supo por qué. Él no tenía la culpa; se había limitado a ofrecerle dos asientos en el avión para que llegara a Siena. Pero las cosas habían cambiado tanto desde entonces que se había quedado a su lado, en el hospital, como se habría quedado si el accidentado hubiera sido uno de sus hijos.
–¡Ay!
–¿Se puede saber qué estás haciendo? No puedes caminar en este estado... te has torcido el tobillo.
Ella se detuvo y lamentó su mala suerte. Ni siquiera se podía cambiar de ropa, porque la tenía en la bolsa de viaje.
–Siéntate aquí.
Massimo le acercó una silla de ruedas, que ella miró con desconfianza.
–No sé si me podré sentar con el maldito vestido –protestó, frustrada–. Lo voy a quemar en cuanto me lo quite.
Él sonrió.
–Me parece una idea excelente.
Ella no dijo nada.
–¿Seguro que quieres ir al hotel?
Lydia suspiró.
–No tengo elección... necesito una cama para esta noche y no tengo dinero para reservar habitación en otro establecimiento.
Massimo se acercó y se puso en cuclillas junto a la silla de ruedas.
–Claro que tienes elección. Te puedes venir conmigo.
–¿Contigo?
–Sí. Tengo que ir a casa a ver a mis hijos. Si me acompañas, te podrás duchar, cambiarte de ropa, cenar algo y dormir a pierna suelta –respondió Massimo–. Carlotta estará encantada de cuidarte.
Lydia tardó unos momentos en recordar el nombre. Por lo visto, Carlotta era la mujer que cuidaba de los hijos de Massimo.
–No quiero ser una molestia. ¿Seguro que no te importa?
–Seguro. De hecho, sería lo más adecuado para mí –le confesó–. El hotel está en dirección contraria a mi casa y yo perdería mucho tiempo si tengo que llevarte, ir al aeropuerto para recoger tu bolsa de viaje y devolvértela después. Además, recuerda lo que ha dicho el médico... tienes que descansar unos días antes de volver a Inglaterra. Y supongo que no querrás quedarte sola en un hotel.
Ella sacudió la cabeza, sintiéndose culpable.
–Lo siento tanto, Massimo... te he hecho perder todo un día. Si no me hubieras llevado en el avión, ya estarías con tus hijos.
–Olvídalo, Lydia, son cosas que pasan –dijo, restándole importancia–. ¿Y bien? ¿Aceptas la invitación?
Ella asintió.
–Sí, claro que sí. Muchas gracias, Massimo.
–No me des las gracias. Tengo la sensación de que todo esto ha sido culpa mía.
–¿Culpa tuya? Qué tontería. Tú no has hecho otra cosa que ayudarme... y no te lo he agradecido lo suficiente.
–Te equivocas. Me lo estabas agradeciendo cuando te caíste por la escalerilla.
Ella arqueó una ceja y sonrió.
–¿En serio? Bueno... de todas formas, no es culpa tuya.
–Lo sé, pero...
Massimo no terminó la frase. Se acordó de la caída de Angelina, de su dolor de cabeza y del momento en que perdió la consciencia en la mesa de la cocina.
–¿Massimo? ¿Qué ocurre?
–Nada, no tiene importancia.
Massimo abrió la puerta de la habitación, se puso detrás de la silla de ruedas y preguntó:
–¿Preparada?
–Sí.
–Pues vámonos.
Cuando salieron del hospital, se dirigieron al aeropuerto y recogieron la bolsa de viaje. Luego, de vuelta en el coche, Lydia llamó a Claire para decirle lo que pasaba. Le aseguró que estaría bien y le prometió que la volvería a llamar al día siguiente. Después, cortó la comunicación, se puso el móvil en el regazo y echó la cabeza hacia atrás.
En circunstancias normales, habría disfrutado a fondo del lujoso vehículo de Massimo y de las preciosas vistas de la Toscana, que atravesaban por carreteras estrechas y sinuosas; pero estaba nerviosa porque aún no había encontrado el valor necesario para llamar a Jen. No tenía corazón para destrozar sus esperanzas.
Justo entonces, Massimo le lanzó una rápida mirada y preguntó, como si le hubiera adivinado el pensamiento:
–¿Ya has llamado a tu hermana?
Lydia sacudió la cabeza.
–No. No sé qué decirle... si no me hubiera caído, habríamos ganado el concurso. He sido tan estúpida y tan patosa que no me lo podré perdonar.
Él suspiró y le dio una palmadita en la mano.
–Lo lamento mucho, Lydia.
–Ya te he dicho que no es culpa tuya...
–No lo digo por eso, sino porque sé lo que se siente cuando los sueños y las esperanzas de otra persona dependen de ti, cuando eres responsable de ellos y no consigues estar a la altura –declaró.
Lydia se giró hacia Massimo y admiró su perfil.
Un perfil fuerte, en cuya mandíbula sin afeitar se vislumbraba una sombra de barba que habría acariciado de buena gana. Bajo la luz del crepúsculo, su piel le pareció más oscura y, en cierta forma, exótica.
De repente, sintió un escalofrío y recordó que se acababan de conocer y que estaba confiando en un hombre del que no sabía nada. Pero cerró los ojos un momento y se maldijo en silencio por desconfiar. Massimo la había llevado en el avión, la había acompañado al hospital, se había encargado de que su propio hermano cuidara de ella y, por si eso fuera poco, le había ofrecido que se quedara en la casa donde vivían sus hijos.
–¿Ocurre algo? –preguntó él al notar su inquietud.
Ella decidió ser sincera.
–Estaba pensando que no te conozco. Solo sé que me iba a ir en un avión con Nico y que tú interviniste –respondió–. Pero me temo que no soy un genio cuando se trata de juzgar a las personas.
–¿No confías en mí?
Lydia sonrió.
–Sí, supongo que confío en ti. De lo contrario, no habría aceptado tu propuesta.
Él también sonrió.
–Gracias.
–De nada. Y discúlpame por pensar tonterías... como bien sabes, he tenido un día muy duro. Mi cerebro no funciona bien.