Tengo tanto que contarte - Care Santos - E-Book

Tengo tanto que contarte E-Book

Care Santos

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Beschreibung

¿Conoces a Olvido Rus?Alguien le pregunta a Abril si conoce a Olvido Rus. Lo que parece una pregunta sencilla es la palanca que abre una caja repleta de recuerdos. Abril y Olvido. Grandes e inseparables amigas desde la adolescencia que a pesar de haber pasado mil aventuras juntas, no han evitado que el tiempo las separe. Olvido tomó el camino del entretenimiento y se convirtio en una actriz que goza de fama mundial. Por el otro lado, Abril acaba de encontrar lo que piensa es el sentido de su existencia. Aún con sus vidas en mundos diferentes y sin que ellas lo sepan, sus vidas continuan ligadas. Abril está a punto de casarse y necesita a Olvido a su lado, pero no resultará fácil: el paso del tiempo, envidias, el cariño... todo desempeñará un papel en esta novela que es un canto realista a la amistad y el manifiesto de su poder, así como los efectos del paso del tiempo, el sentido de la vida y todo aquello por lo que merece la pena luchar. Lectura recomendada para un público joven a partir de los 14 años.-

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Care Santos

Tengo tanto que contarte

ÁNGELES ESCUDERO

Saga

Tengo tanto que contarte

 

Copyright ©1995, 2023 Care Santos and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728215265

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

A Blanca Cruset y Claudia Torres,

por sus 50 años de amistad.

Y a quienes viven la amistad como un regalo

Parte I

No dejes crecer la hierba en el camino de la amistad

Platón

De: Abril Manrubia

Para: Olvido Rus

Asunto: Demasiado tiempo después

 

Querida Olvido:

Puede que me haya vuelto loca. Si no, no estaría escribiéndote. La última dirección tuya que tengo es de hace más de diez años, y de Londres. Por eso mando este mensaje al correo para fans de tu Official Website, con la esperanza de qué alguien lo ponga en tus manos. O quién sabe, igual eres de ese tipo de famosas que leen personalmente el correo.

Tengo una noticia bomba: me voy a casar. Dentro de cinco meses. ¡A los treinta y cinco! Bueno, más vale tarde que nunca (supongo). Puede que te sorprenda lo que voy a decir, pero no quiero hacerlo sin ti. De hecho, por eso te escribo. Para pedirte que hagas un hueco en tu agenda de estrella mundial y vengas a mi boda. Te aseguro que en ninguna otra parte del mundo se alegrarán tanto de volver a verte. Aún faltan muchas semanas. No admito un no por respuesta. Te necesito a mi lado.

Tal vez, si tienes tiempo, podríamos escaparnos juntas, aunque sólo sea un par de días, a nuestro rincón, lejos de todo. ¿Te gustaría? ¿No te apetece que volvamos a ser, ni que sea por unas horas, las dos locuelas que éramos hace... cuánto tiempo? ¿Diez años? ¿Puede ser que haga tanto que no nos vemos? ¿Por qué nos ha pasado algo así? ¿Simplemente hemos dejado enfriar nuestra amistad? ¿Cómo hemos podido dejar que ocurriera?

Por favor, no me digas que nunca piensas en lo importante que fue todo lo que compartimos. No me digas que nunca echas de menos aquella época. Y, sobre todo, no me falles. ¡Tengo tanto que contarte!

Abril

* * *

De: Secretario de Olvido Rus

Para: Abril Manrubia

Asunto: Acuse de recibo

 

Estimada señorita Manrubia:

Le escribo en nombre de Olvido Rus para acusarle recibo de su correo electrónico de hace una semana y comunicarle que la señora Rus tiene contraídos importantes compromisos profesionales en las fechas de su enlace, por lo que lamenta mucho no poder asistir al mismo. En cuanto tenga algo de tiempo le escribirá para contárselo ella misma. Le ruega que la disculpe y espera que puedan verse muy pronto en otra ocasión.

Atentamente,

A. (Secretario personal de Olvido Rus)

De: Abril Manrubia

Para: Olvido Rus

Asunto: Toc, toc

 

Querida Olvido:

No pienses que voy a rendirme tan pronto. Ya sé que tienes muchos compromisos y que todos son maravillosos: rodar una película con Paul Thomas Anderson, asistir al festival de Cannes, recibir un Globo de Oro... Mi boda es un proyecto infinitamente más vulgar, claro, pero es MI gran proyecto, lo que he estado esperando durante gran parte de mi vida. Cuando conozcas todos los detalles, lo comprenderás y no podrás resistirte. Quiero tenerte conmigo. No a la famosísima Olvido Rus que sale en las revistas, firma campañas millonarias con marcas de cosméticos o se esconde de los paparazzi. Esa Olvido no me interesa: yo quiero a mi amiga, a la de verdad, la mortal, la imperfecta, la cascarrabias, la de gran corazón, la (a veces) insoportable. Yo necesito a aquella flacucha con talento, un corazón de oro y un genio de mil diablos a quien conocí en el peor momento de nuestras vidas.

No puedes decirme que no. Si tienes poco tiempo, si realmente tus compromisos son ineludibles, ven sólo unas pocas horas, pero no dejes de venir. Ya te lo dije: te necesito. Te necesitamos. No finjas que no sabes quién es el principe azul, aunque ni por un momento pensaras que llegaríamos tan lejos. Por favor, encuentra el tiempo. Ya lo has hecho otras veces.

Un beso de tu amiga,

Abril

1

¿Conoces a Olvido Rus?

La pregunta la formula mi peluquera mientras me pinta el pelo con una sustancia que apesta. Sobre mi regazo, una revista del corazón, abierta por una doble página que dice: «Olvido Rus, despampanante en la entrega de los Globos de Oro». En la foto se la veía sola, segura de sí misma, encaramada a unos tacones de diez centímetros, luciendo un traje rojo y gaseoso que le sentaba como un guante. Al cuello, una gargantilla de brillantes. Por supuesto, todo de marca, y no cualquiera. Su postura era desafiante, casi retadora. Posaba como lo habría hecho la protagonista de su última película. Sólo le faltaban el látigo y la metralleta. La peluquera mira la revista por encima de mi hombro. Hace un comentario del peinado. Algo así como: «Lleva el pelo demasiado aplastado. Debería haberse hecho un moldeado». He recordado los rulos calientes puestos a hervir, aquellas quejas constantes, su melena negra y brillante, que a mí me parecía preciosa y ella encontraba aplastada, como mi peluquera, y se me ha escapado un pensamiento en voz alta: «Sí, ése siempre fue su problema. Cualquier cosa que se hace en el pelo se le baja en seguida».

Y entonces, los ojos muy abiertos y ese tono de fascinación que se le pone a la gente al hablar de los famosos. Y la pregunta:

—¿Conoces a Olvido Rus?

—Sí. Somos amigas —respondo.

Amigas. Hubo un tiempo en que esa palabra significaba mucho para mí, para nosotras. Hoy no estoy segura de lo que significa.

Es extraña la memoria. En sólo un segundo puede hacerte retroceder hasta el principio de todo. Hasta el día en que llegamos a aquel lugar horrible. Cumbres Blancas, escuela de verano. Dicho así, no parece el Infierno. No olvido el día de mi llegada porque era mi cumpleaños, el decimosexto. El viaje, en compañía de mi padre y de Miranda, había sido un desastre. Más de seis horas de autopista y caras largas desde Madrid hasta aquel pueblucho de la provincia de... ¿Málaga? Y todo sin apenas pronunciar palabra, con aquella música horrible sonando todo el tiempo. Tenía uno de mis presentimientos, el peor, de que aquél iba a ser el verano más horrible de mi vida. Aunque, tal y como estaban las cosas, tal vez aquello no podía considerarse un presentimiento, sino un mero dato objetivo.

Era muy consciente de que había desilusionado a quien más me quería en el mundo y debía pagar por ello. Él interpretaba su papel de padre abnegado con una hija que se empeña en poner las cosas difíciles. La llegada a Cumbres Blancas fue aún peor. Conocí a Fabio (bueno, entonces era el señor Amarelo), que nos recibió con un catálogo completo de sonrisas falsas. Sonrisas que, por supuesto, terminaron en el mismo momento en que me quedé a solas con él. Era tarde, todo el mundo había cenado ya. Amarelo me preguntó si quería tomar un poco de fruta para no irme a la cama con el estómago vacío. No contesté. En realidad, no quería nada. Ni fruta, ni irme a la cama, ni tener que aguantarlo, ni quedarme allí ni nada de nada. Mi padre soltó una de sus frases desagradables:

—¡Contesta ahora mismo, Abril! El director te ha hecho una pregunta.

Pero Amarelo se adelantó incluso a mi respuesta. Con el tono de voz más conciliador, apaciguó a mi padre:

—No se preocupe, señor Manrubia. Déjela en nuestras manos.

Suena terrible, ¿verdad? Porque lo era.

—Ahora te acompañaremos hasta tu habitación —dijo Amarelo aún sonriendo—. Mañana tendrás tiempo de conocer las normas del centro y al resto de las alumnas. De momento, debes saber que el silencio nocturno aquí se valora mucho. Y que el incumplimiento de las normas conlleva una amonestación inmediata.

Asentí. Me despedí de mi padre con un beso en la mejilla. A Miranda ni siquiera la miré. Me di cuenta de lo mucho que ese comportamiento la ofendía, y también del daño que le estaba haciendo a mi padre, pero me dio lo mismo. Hacía demasiado tiempo que lo que ocurría a mi alrededor me traía sin cuidado.

Una conserje me acompañó hasta mi habitación. Por los pasillos, nuestros pasos retumbaban como en las películas de cárceles. Yo sólo podía pensar que todo aquello parecía una pesadilla horrible y que al despertar me sentiría muy aliviada.

—Es aquí —dijo la mujer, señalando una puerta y entregándome un llavín—. Que duermas bien.

En cuanto los pasos de la mujer se perdieron en el pasillo, me decidí a entrar. Busqué a tientas un interruptor, pero no di con él. Entré como pude, dejé la mochila en el suelo y esperé a que mis ojos se acostumbraran un poco a la oscuridad. Distinguí la puerta del baño, entré y encendí la luz, esta vez a la primera. Permanecí un buen rato frente al espejo, mirándome, pensando cómo había llegado hasta allí, cómo papá se había dejado convencer, cómo podía Miranda ser tan bruja. Porque, por supuesto, de todo aquello tenía la culpa Miranda. Era ella la que había seducido a mi padre, ella la que deseaba pasar todo el tiempo a solas con él, ella la que le había metido en la cabeza que la única solución para mí era pasar el verano en un sitio horrible como aquél. Todo lo que me estaba ocurriendo era culpa suya.

Cuando me cansé de compadecerme a mí misma, salí y traté de localizar un interruptor. Quería sacar mi ropa de la maleta, inspeccionar un poco mi nuevo sitio. Como un hámster recién llegado a su nueva jaula. El pulsador estaba allí mismo, junto a la puerta del baño. Lo toqué y una luz blanca, intensa, un poco impertinente, invadió la habitación. Recuerdo que lo primero en que reparé fue en lo blanco que era todo. Había dos camas, también blancas. Pensé: «Parece un hospital». En realidad era peor, porque ni siquiera había tele. Y casi en el mismo instante, una voz destemplada y nasal me increpó:

—¡Apaga la luz! ¿Qué coño haces?

Una cabeza despeinada salió de entre las sábanas de una de las camas, seguida de un brazo rematado en una mano con los dedos en garra. La mano cayó sobre otro interruptor y al instante la habitación volvió a quedar a oscuras.

—Disculpa —balbuceé, asustada por la inesperada aparición.

Desconcertada y con el corazón a mil me senté en el borde de la cama libre y traté de pensar en el asunto. Aquello sólo podía ser un error. Las habitaciones, había dicho mi padre, eran individuales. Debían de haberme dado la llave de otra persona.

Comprobé que el número del llavín coincidía con el de la puerta. Me di cuenta de que estaba en la habitación número trece y lo interpreté como una mala señal. ¡Yo no podía dormir en una habitación con el número 13! ¡Era terriblemente supersticiosa! Agarré la llave, salí del cuarto y fui en busca del director. Lo encontré cerrando la puerta de su despacho para irse a dormir. Aquel día estaba haciendo horas extra.

—¿Hay algún problema, Manrubia? —preguntó en un tono cansino.

—Creo que se trata de un error —dije—. En mi cuarto hay otra persona. Bastante maleducada, por cierto. Se ha puesto a chillar nada más verme.

Se quedó mirándome sin decir ni hacer nada. Más tarde aprendería que aquélla era una estrategia habitual de Fabio: dejar que los demás hablen demasiado.

—Necesito cambiar de habitación —añadí.

—No necesitas nada, Manrubia. Esa otra persona es Olvido Rus, tu compañera de cuarto. Es normal que esté cabreada si la has despertado a las... —consultó su reloj— doce cuarenta y cinco minutos. ¿Tú no habrías gritado un poco?

—¿Mi... qué? —pregunté—. En la publicidad pone que las habitaciones son individuales.

—Error. En la publicidad pone que disponemos de habitaciones individuales. Bajo demanda.

—Yo quiero una habitación individual.

—Me temo que eso no lo decides tú. Tu padre y su esposa fueron muy claros en su petición. Compartes habitación por expreso deseo suyo. De modo que deberías regresar a tu cuarto y tratar de dormir un poco, por tu propio bien. La campana sonará a las siete.

No soportaba que llamara esposa a Miranda. No se había casado con papá ni iba a hacerlo, sólo era un rollo como tantos, una idiota de temporada, sólo que un poco más duradera de lo habitual. Tampoco soportaba que pluralizara, como si ella pudiera decidir algo que tuviera que ver conmigo. Sentía rabia e impotencia.

—¿Puedo hacer algo más por ti, Manrubia?

También me sacaba de quicio que me llamaran por el apellido, pero me faltaba poco para descubrir que en aquel lugar las cosas eran distintas.

—Supongo que no —musité.

—Bien, entonces buenas noches. —El director se alejó por el pasillo y yo regresé a mi habitación.

Abrí la puerta con sigilo, me quité los zapatos y aparté las mil cosas que había sobre mi colcha —una caja de tampones, un sujetador rojo, un diccionario de inglés y el primer teléfono móvil que yo veía en mi vida (yo tardaría aún algunos años en tener uno)—, me tumbé sin desvestirme y cerré los ojos. Creo que aquella noche no dormí ni un par de horas.

* * *

Cuando desperté por la mañana vi a mi compañera de cuarto salir del baño completamente vestida y con poco maquillaje. Me pareció altísima y también algo desgarbada. Su cama estaba hecha. Me inquietó imaginarla despierta, mirándome dormir, con mis cosas a su alcance. Lo poco que había visto me bastaba para saber que no quería nada con ella.

—Me voy —dijo abriendo la puerta, y sin ni mirarme, soltó—: Te alegrará saber que voy a solicitar que nos cambien a dos habitaciones individuales.

Podría haberle dicho que era inútil intentarlo, pero callé y la dejé marchar. Miré el reloj, pensé que tenía por delante el primer día de un largo verano y volví a cerrar los ojos agotada.

Cuando poco después vi a Olvido en acción, me quedé impresionada. No sólo era muy alta y muy guapa: también tenía una personalidad arrolladora y un encanto personal innegable. Entró en el comedor con paso decidido, se puso en la cola del café sin dejar de mirar el móvil y cuando le tocó el turno agitó la melena, sonrió y le pidió a la camarera un expreso doble. Ésta le preguntó si tan joven ya tomaba café, y ella respondió:

—Yo creo que mi madre me lo daba en biberón.

Rieron. Ella agarró su bandeja, se sentó a una mesa iluminada por un rayo de sol naciente y siguió con su teléfono. Estaba seria, concentrada; el café esperaba sobre la bandeja y todos hacían esfuerzos por no mirarla. Parecía un cuadro de Hopper. Y era preciosa.

Oí a alguien comentar que apenas se parecía a su madre. Había quien discrepaba:

—Se parece en los gestos elegantes —decían—. Lo demás debe de ser del padre que, por lo menos, sería un jugador de baloncesto.

—Calla, idiota. ¿No sabes quién es su padre? El escenógrafo americano aquel tan famoso, ¿cómo se llama? Uno muy espigado.

—Ahora no caigo.

—Sí, mujer... ¡pero si la semana pasada salió en la tele, que le dieron un premio!

Así era el día a día de Olvido: levantaba comentarios a su paso, todo el mundo opinaba sobre su vida. Ella había aprendido a mantenerse al margen, a fingir que no le importaba. En realidad, todo aquello la asqueaba, pero yo no lo sabía aún. Yo ni siquiera sabía quién era su madre. El día que lo pregunté me tomaron por idiota.

—¿No lo sabes? Es la hija de Cornelia Rus.

Cornelia Rus, la famosísima actriz de teatro. La admirada, querida, multipremiada y atareadísima Cornelia Rus. Una madre que nunca tuvo tiempo para su única hija porque siempre estuvo demasiado ocupada en sus giras o en sus proyectos internacionales: una Medea en Atenas, una Salomé en Aviñón, un puesta en escena innovadora de Esquilo para el festival de Mérida... En la vida de Cornelia no había sitio para lo personal. O lo personal se confundía demasiado a menudo con lo profesional.

Tenían razón en lo del escenógrafo. El padre de Olvido era un figurinista, pintor y escenógrafo estadounidense que pasó por la vida de Cornelia como un cometa alrededor de la Tierra. Coincidieron en un solo proyecto y surgió un flechazo, y de ahí un romance, tan fugaz que antes de que ella sospechara que podía estar embarazada ya habían decidido no volver a caer más en la tentación. Él nunca quiso ejercer de padre de Olvido ni Cornelia se lo permitió, pero siguieron viéndose de vez en cuando y manteniendo una extraña relación de amistad. Una amistad distante, que se traducía en una cena de vez en cuando —en cualquier parte del mundo— y que Olvido nunca entendió.

Olvido no soportaba la forma de ser de su madre. Tampoco que fuera tan popular ni que de vez en cuando saliera en los periódicos. No aguantaba a los periodistas que se apostaban frente a su casa, las perseguían a todas partes y llamaban a todas horas. Mucho menos el tono de falsa cordialidad que utilizaba su madre para atenderlos, enferma de orgullo, fuera la hora que fuese.

Por supuesto, todas las relaciones en la vida de Cornelia eran fugaces y poco relevantes. Los hombres quedaban eclipsados por su enorme personalidad. Y por su enorme talento para el egoísmo. Olvido se crió acompañada de canguros y asistentas, echando de menos a su madre pero sin reconocerlo jamás, soñando con acompañarla en sus viajes, con compartir algo de su tiempo, pero en balde. Para Cornelia, su hija era una carga que podía aliviar con dinero. Y aquel internado, la mejor solución para un verano de muchísimos compromisos.

Nunca olvidaré la primera vez que le hablé de su madre. Fue al día siguiente de mi llegada. Pensé que el tema nos ayudaría a limar asperezas, ya que por lo visto estábamos condenadas a convivir. Fue en una pausa de clase de inglés.

—Debe de ser genial ser hija de Cornelia Rus.

Contestó sin ni mirarme, con el tono más cansino que pueda imaginarse.

—Huy, sí: es lo mejor del mundo.

—Sólo la he visto actuar una vez —dije—, quiero decir en vivo. Pero me pareció una actriz aluci...

No me dejó terminar. Su voz era cortante como el filo de una navaja cuando dijo:

—No quiero hablar de mi madre, gracias.

—Supongo que tú también quieres ser actriz.

—¡Es lo último que sería en el mundo! ¡Antes me iría al espacio que meterme en ese mundo de hipócritas! —respondió.

Así terminó nuestra primera conversación. Creo que ese día comencé a conocer a Olvido. No por sus palabras, sino por sus silencios. Lo que no decimos habla mucho de nosotros. Referirse a Cornelia Rus significaba para ella estar en tensión, alerta. Hasta el más idiota se habría dado cuenta de lo que le ocurría. Era como si se encendieran las luces rojas de alarma advirtiendo:

¡Atención!

TEMA PELIGROSO

La segunda conversación no fue mucho mejor.

No debería gustarme el cine. Si no me gustase, no sabría cómo se llama en el lenguaje audiovisual esta sensación tan horrible que tengo: plano aberrante. La cámara ligeramente inclinada, creando una atmósfera emocional inestable. A lo mejor no sería tan intenso el vértigo cuando el zoom que me enfoca se aleja rápidamente de mí. Mil veces lo he visto en las películas. La chica entra, le ponen una pasta grumosa en el plato. Avanza haciendo equilibrios. Todos la miran, ella duda, da un mal paso y se le cae la bandeja al suelo.

—¿Qué guarnición querrás con el solomillo, patatas o menestra? —me pregunta una chica joven de tez muy morena.

—Menestra. Soy vegetariana —miento sin saber por qué.

La chica no se inmuta ante mi declaración. Le quedan aún muchas menestras por servir, a ella qué más le da.

El comedor está lleno. Lo recordaré para el resto del verano, pienso. Si llego pronto, podré sentarme donde quiera, comer de prisa, pasar desapercibida. Hoy no será ese día. Veo un sitio junto a una chica de espaldas y avanzo con precaución. Arrastro la silla con el pie. Me siento. Resoplo aliviada al dejar la bandeja sobre la mesa. Aunque en seguida me muerdo el labio por la metedura de pata.

—¿No había otro sitio?

Su voz es muy cortante y la gente nos mira.

—Cambia de mesa si quieres —le digo.

La desconcierto. Sólo por un momento. Me lanza una mirada desafiante. Creo que está pensando que me ha subestimado.

—¡Tú eres gilipollas! —espeta.

En parte, estaba de acuerdo con ella, pero no dije nada. Sólo me entraron ganas de reírme. A saber por qué. Logré contenerme. La miré. Tenía una mancha de mayonesa en la camiseta. Se lo dije.

—Tienes una mancha de mayonesa en la camiseta.

Se puso hecha una furia.

—¿Y a mí qué me importa? No me hables, no me mires. No quiero tener que ver tu cara de culo esta noche.

Lancé una carcajada. Creo que se cabreó mucho. La rabia se le escapaba por los párpados, que le temblaban un poco.

—Eres tú quien tiene cara de culo, guapa.

Antes de que mis palabras se convirtieran en sonido ya me había arrepentido de abrir la boca para otra cosa que no hubiese sido morder un trozo de brócoli. Tarde.

—¡No te aguanto! —gritó Olvido, separando la silla de la mesa con tanta brusquedad que se cayó al suelo con estrépito.

Yo me levanté dispuesta a marcharme. Imposible.

Me empujó. Tan fuerte que por poco me caigo. Le devolví el empujón, aunque era mucho más alta que yo. Cuando se está enfadada con la vida, se sacan fuerzas de flaqueza. Luego llegaron los insultos. No sé cuántas cosas tuvimos tiempo de decirnos antes de que apareciera Amarelo con cara de pocos amigos y nos recordara las normas de la institución: las agresiones verbales estaban prohibidas, principalmente en el comedor por ser una zona de convivencia. Para quien rompiera esa regla principal, así como la de respetar el silencio absoluto a partir de las once de la noche, el centro reservaba el castigo más odioso y más temido:

—Dos fines de semana sin salir. Para las dos —soltó.

De modo que nada más llegar, ya me había ganado una de las «correcciones» a que hacía referencia el manual del centro (a disposición de todos los padres desesperados que no supieran qué hacer con sus hijas rebeldes).

A eso se le llama, desde luego, comenzar con buen pie.

* * *

Y luego estaba yo. Tenía mis motivos para considerarme la criatura más desgraciada del planeta, que podían resumirse en tres:

1) Mi madre había muerto hacía menos de dos años.

2) Mi padre tenía una novia a quien yo no soportaba (Miranda, hasta el nombre era ridículo).

3) Todo el mundo me detestaba.

Contra los dos primeros motivos no podía hacer nada. Con respecto al tercero, decidí darles la razón a todos y convertirme en la criatura más detestable del planeta, sin importarme qué consecuencias me traería. Si el mundo estaba contra mí, yo no tenía más remedio que contraatacar. Comencé por decir lo que pensaba. Hablaba de mamá a todas horas, sobre todo delante de Miranda. Era estupendo ver cómo le fastidiaba escucharme. A veces, olvidaba fotos de mamá sobre los muebles, en sitios muy visibles. O le recordaba a papá viajes que hicieron juntos. Lo mejor llegaba cuando me ponía cosas de mamá. Unos pendientes, o su anillo preferido. Papá se daba cuenta al instante y me decía cuánto me parecía a ella. El golpe final llegó cuando descubrí olvidado en un cajón un frasco de su perfume y decidí utilizarlo. Su olor era inconfundible. Papá se volvía a mi paso, cerraba los ojos y aspiraba melancólico aquella fragancia adictiva. Ella nos observaba irritada. Intuía cuál era mi juego.

Lo siguiente fue dejar de estudiar. Mis calificaciones cayeron en picado. Escondí las notas, falsifiqué la firma de mi padre (y debí de hacerlo bastante bien, porque todo el mundo se lo tragó). Comencé a faltar a clase, e iba entregando puntualmente los justificantes de mis ausencias debidamente acreditadas con formularios falsificados con una habilidad que me sorprendía a mí misma. Los lunes, debía entrar a tercera hora porque tenía cita de rehabilitación con el fisioterapeuta (desviación de columna y lordosis); los miércoles y viernes, a quinta y sexta, logopeda y foniatra para tratar un caso raro de disfonía disfuncional que había atacado por sorpresa mis cuerdas vocales. Tardaron semanas en descubrirme.

Durante tres meses, frecuenté un bar a dos paradas de metro de mi instituto. Allí nadie me hacía preguntas. Además, cada tarde cargaba con mi mochila y volvía a ese lugar. Todo el mundo estaba convencido de que pasaba las horas en la biblioteca. Dadas mis calificaciones, no era muy difícil de creer. Miranda me preparaba un bocadillo y me daba dinero para el transporte y para una botellita de agua. Mi rutina consistía en tirar el bocadillo a una papelera y caminar casi una hora. La recompensa: sentía que me quedaba algo de dignidad y podía disponer de casi cinco euros para pasar la tarde. Al principio me sentaba sola. Pedía una lata de coca-cola light y unas patatas fritas que, durante mucho tiempo, fueron mi única comida.

La mañana que conocí a José y a Rafa, había faltado a un examen de tecnología. El profesor se empeñaba en que tenía que completar un circuito eléctrico. Me negaba en redondo a pelar cables o a poner interruptores. Fue él quien puso sobre aviso a todo el mundo en un exceso de celo que nunca entendí. «Tendré que hablar con tus padres», me dijo. Y vaya si lo hizo.

En el bar, el primero que se acercó a mi mesa fue Rafa. Moreno, no muy alto, el pelo negro y muy rizado. Su mirada era intensa, pero dejaba entrever no sé qué aire irresistible de ser desvalido.

—¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? —Era la frase extraída de una canción famosa, pero yo entonces no lo sabía.

Lo miré sólo un segundo antes de bajar la cabeza.

—¿No vas a contestarme? —insistió.

Esta vez, ni siquiera levanté la cabeza.

—¡Esa educación! —se le ocurrió decir con cierto tonito complaciente que me irritó.

—¡Que te jodan! —solté.

Entonces se echó a reír. Y yo comencé a reírme también, contagiada por aquella situación absurda que siempre recordaríamos como nuestra primera anécdota. Hubo muchas más, y no todas divertidas.

Volví por la tarde, y desde ese día nos volvimos inseparables los tres. José tenía diecinueve años, uno menos que Rafa, y no eran del barrio ni de la ciudad. Al principio me molestaba la reserva que mostraban, sobre todo Rafa, que era algo más prudente. Hablábamos mucho, pero ellos no contaban nunca nada acerca de su vida. Ni dónde vivían, ni qué hacían ni de dónde sacaban el dinero que manejaban. Y debía de ser bastante. Me acostumbré a que me compraran cosas. Hasta entonces, en mi ropa siempre había algún roto sospechoso o un zurcido para disimular el desgarrón del pincho de la alarma. Mi estrategia era infalible. Siempre compraba algo, a ser posible caro. No levantaba ninguna sospecha al pasar por caja. Después sólo tenía que devolver la prenda en otra tienda de la misma franquicia. Pan comido. O eso creía yo.

Lo que más me gustaba de mis nuevos amigos era que siempre me decían lo madura que parecía para mi edad. Lo extraño era que entre nosotros no hubo nunca nada más que amistad. Probablemente no resultaba fácil de creer, pero era la verdad: nunca les gusté a ninguno de ellos, o nunca lo supe. Perfecto, porque a mí tampoco me atraían.

—Hemos atracado un banco —me confesó un día Diego, y aunque Rafa se molestó, ya no había marcha atrás.

Hacía más de un mes que íbamos juntos a todas partes en un coche que habían alquilado. Ya ni siquiera iba andando al bar porque me recogían en la parada del bus.

—¡Estás de coña! —respondí incrédula.

—Es verdad. —Tenía la mirada fija y un brillo raro en los ojos.

—Para qué se lo cuentas, tío. Bocazas —lo increpó Rafa—. Eso a ella no le importa. Y la meterás en un lío.

Tenía razón.

Todo estalló un sábado en que íbamos a un concierto. En casa dije que iba al cine con unas amigas. Quedamos en el bar. Cuando llegué me di cuenta de que pasaba algo raro, pero no abrí la boca. José se montó en el coche y Rafa se sentó atrás sin decir palabra, así que yo ocupé el lugar del copiloto. Cuando paramos en una área de servicio de la autopista, dijeron que tenían que ir al baño. Los dos.

—Sois unos meones. ¡Vámonos ya! —protesté, sin mirar quién abría la puerta.

Era un guardia de seguridad de la autopista que nos estaba observando desde que llegamos.

—¿Dónde están? —espetó.

—Ahí —balbuceé, señalando el lavabo.

—Documentación.

Me puse chula. No sé por qué, pero lo hice. El pánico, supongo.

—¿Y por qué? No eres policía.

Antes de que pudiera pensar qué hacía, el guardia de seguridad se llevó las llaves del contacto —José se las había dejado puestas—, entró en la garita y llamó por teléfono. Entonces, aparecieron mis amigos. Subieron al coche, lanzaron una maldición y uno de los dos dijo: «Agárrate, niña». José manipuló los cables bajo el volante y el vehículo arrancó. Salimos a toda prisa, haciendo mucho ruido, como en las películas. Me di cuenta de que estaban muy pálidos. José estaba raro, y yo tenía tanto miedo que la lengua se me pegaba al paladar. Hablaban de algo que se habían «metido». Tiraron cosas por la ventanilla. Hasta ese momento, no creí que fuera cierto lo que había sospechado alguna vez en el bar: ambos consumían droga. Tal vez eran traficantes también.

Paramos en una área de descanso. Rafa me miró y dijo:

—Niña, tienes que llevarnos al hospital.

No tenía otra opción. Yo sabía conducir (ellos me habían enseñado) pero sólo había practicado en aparcamientos de hipermercados, sin tráfico, sin peligros. En aquel momento no podía pensar. Me senté al volante, pisé el embrague, puse primera y arranqué. Me limpiaba los lagrimones que resbalaban por mi cara mientras intentaba recordar todo lo que había que hacer para mantener un coche en funcionamiento. No tuve tiempo de darme cuenta de que no sabía dónde demonios había un hospital, y mucho menos, cómo llegar a él. Creo que fue al mirar por el retrovisor. Un momento, sólo un momento, porque José hacía rato que no decía nada. La curva no era muy pronunciada pero bastó para que perdiese el control. Cuando caímos a la cuneta pensé que nos íbamos a matar. Fue lo último que recuerdo: el ruido, los cristales rotos. Y que pensé: «Me he cargado a mis amigos».

Lo siguiente que recuerdo es la cara de una enfermera del turno de noche. Me pareció que la gente gritaba demasiado. Sus palabras me retumbaban en la cabeza como un eco horrible. Las palabras de alivio y de consuelo se convirtieron pronto en preguntas y reproches.

Todo salió a la luz. Mis mentiras, mis engaños y quiénes eran Rafa y José. Mi padre no salía de su asombro. Lo que más me humilló fue que no me creyesen cuando les dije que yo no consumía nada, que ni siquiera había probado la droga, que me parecía una porquería. Lo del sexo también lo dieron por seguro. Papá dijo cosas horribles de mí.

Rafa y José sobrevivieron también, pero terminaron en la cárcel. Primero Rafa. Luego José, cuando se recuperó de la sobredosis. La policía los reconoció por la grabación de las cámaras de seguridad del banco. Llevaban una recortada. Descargada, eso sí. Pero eso sólo me lo creí yo.

En el hospital pasé una sola noche. Y al salir, tomé una decisión. No respondería a ninguna pregunta más. Si hacía falta, no volvería a hablar. Y lo cumplí. Esto fue definitivo para mi padre. Me obligó a volver al instituto. Lo hice. Pero no aprobé ni una. Ni siquiera educación física.

Él terminó por perder la paciencia. En la publicidad del internado se hablaba de «rigurosa disciplina» y de «informes semanales sobre los progresos de las alumnas». Prometían control, severidad, madrugones y ambiente «de sana convivencia fraternal». Bobadas. Pero mi padre necesitaba creerlas. Ni se lo pensó. Creo que después de dejarme allí, él y Miranda respiraron tranquilos por primera vez en muchos meses.

Así fue como terminé en Cumbres Blancas. Con una compañera de cuarto insoportable llamada Olvido. Ni ella ni yo estábamos en el mejor momento de nuestras vidas.

De: Secretario de Olvido Rus

Para: Abril Manrubia

Asunto: Nuevo acuse de recibo

 

Estimada señorita Manrubia:

Le escribo de nuevo por indicación de la señora Rus para reiterarle lo que ya le dije en mi mensaje anterior. Por desgracia, y a pesar de lamentarlo profundamente, su amiga no podrá asistir a su próximo enlace matrimonial por cuestiones de agenda. Nos gustaría, sin embargo, que nos facilitase una dirección postal para hacerle llegar un obsequio. Quedo a la espera de sus noticias.

Atentamente,

A. (Secretario personal de Olvido Rus)

* * *

De: Abril Manrubia

Para: Olvido Rus

Asunto: Progresamos

 

Estimado señor A. (me dirijo a usted puesto que es usted quien me escribe):

Dígale a la señora Rus que no quiero un obsequio. Lo que quiero es que venga a mi boda. No, no: DESEO CON TODAS MIS FUERZAS, NECESITO QUE VENGA A MI BODA. Dígale también que vamos mejorando (creo) porque en este último mensaje ya se refiere usted a ella como «su amiga». ¿Sí? ¿De verdad sigue siendo mi amiga, o esa palabra ha sido cosa suya, señor A.? Por cierto, ¿qué significa A.? ¿Antonio, Andrés, Abelardo, Alejandro, Anacleto...?

Por último, me atrevo a recordarle que cuando le ha dado la gana, la señora Rus ha olvidado sus «cuestiones de agenda» y ha hecho lo que le ha apetecido. ¿O no se escapó el año pasado del rodaje de la última de Sam Mendes para asistir al cumpleaños de su querido amigo Tim Robbins? Por lo menos eso dijeron las revistas del corazón, donde, por cierto, salía más guapa que nunca. Sólo le pido que sacrifique por mi unas horas. Llámeme ingenua, pero no me trago que ya sólo le interesen sus amigos de Hollywood. La Olvido Rus que yo conocí no habría movido ni un dedo por ellos.

Reciba un saludo.

Abril

P.S. ¿Ha leído usted el texto adjunto que le envié junto a mi anterior mensaje? ¿Me podría dar su opinión?

* * *

De: Abril Manrubia

Para: Olvido Rus

Asunto: Insisto

 

Señor A:

¡No ha contestado a mi último correo! Pensaba que la función de un secretario era responder a todos los mensajes. Porque para dejarlos sin respuesta ya está la jefa, ¿no?

Me pregunto qué ha ocurrido. ¿No merecen respuesta mis palabras, o es que «la señora Rus» no tiene nada que responder cuando le pregunto por nuestra amistad? ¿Está aquejada de una amnesia producida por la fama, el éxito y el dinero a espuertas? ¿No le gusta que le recuerde que es vulnerable, como todo el mundo?

Dígale que durante todo este tiempo yo me acostumbré a verla en televisión y en las revistas. De algún modo, es como tenerla siempre cerca. Ella... supongo que ella, simplemente, se acostumbró a no verme. Yo no soy famosa en absoluto, señor A.

Un saludo para usted (sigo sin saber su nombre y ya sabe que me gustaría) y otro para mi querida Olvido.

Abril

P.S. Aún espero su opinión sobre aquel texto que adjunté a uno de mis mensajes. Le envío otro, para que no le falte lectura.

* * *

De: Secretario de Olvido Rus

Para: Abril Manrubia

Asunto: Disculpas

 

Señorita Manrubia:

Le ruego comprenda que las relaciones de la señora Rus son muy numerosas, y aunque ella desea llevarlas todas al día, en ocasiones no es posible por una simple cuestión de tiempo. Ésta es la razón por la que, de vez en cuando, algunos mensajes no reciben respuesta inmediata, como fue el caso de su último correo, que aún no había podido atender, aunque pensaba hacerlo. Le pido disculpas si mi ritmo de trabajo es más lento de lo que usted espera.