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Esta imponente obra, referente imprescindible para la filosofía y las ciencias sociales contemporáneas, desarrolla un concepto de razón comunicativa en forma de una compleja reflexión acerca de la dialéctica inherente a una modernidad racionalizada que puede muy bien convertirse en un abismo para sí misma. En palabras de su autor, «la teoría de la acción comunicativa permite una categorización de la trama de la vida social con la que se puede dar razón de las paradojas de la modernidad». «Apropiación sistemática de la historia de la teoría sociológica», este libro constituye uno de los mejores análisis de la Europa de posguerra y de su orden político, económico, social y cultural. Cuando algunos de los supuestos de ese orden empiezan a convertirse en pasado, da las claves de él y permite examinar a fondo, mirándolas al trasluz, las principales cuestiones del presente.
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Teoría de la acción comunicativa
Teoría de la acción comunicativa
Tomo IRacionalidad de la acción y racionalización socialTomo IICrítica de la razón funcionalista
Jürgen Habermas
Traducción de Manuel Jiménez Redondo
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Filosofía
Primera edición: 2010
Primera reimpresión: 2014
Segunda reimpresión: 2018
Título original: Theorie des kommunikativen Handelns. Band I. Handlungsrationalität und gesellschaftliche Rationalisierung. Band II. Zur Kritik der funktionalistischen Vernunft
© Editorial Trotta, S.A., 2010, 2014, 2018
Ferraz, 55. 28008 Madrid
Teléfono: 91 543 03 61
Fax: 91 543 14 88
E-mail: [email protected]
http://www.trotta.es
© Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1981
All rights reserved by and controlled through Suhrkamp Verlag, Berlin
© Manuel Jiménez Redondo, 2010, para la traducción sobre la cuarta edición revisada de 1987
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-1364-147-8
Para Ute Habermas-Wesselhoeft
Prefacio a la tercera edición
Prefacio a la primera edición
I. RACIONALIDAD DE LA ACCIÓN Y RACIONALIZACIÓN SOCIAL
I. INTRODUCCIÓN. ACCESOS A LA PROBLEMÁTICA DE LA RACIONALIDAD
1. «Racionalidad»: una determinación preliminar del concepto
2. Algunas características de la comprensión mítica y de la comprensión moderna del mundo
3. Relaciones con el mundo y aspectos de racionalidad de la acción en cuatro conceptos sociológicos de acción
4. La problemática de la «comprensión» en las ciencias sociales
II. LA TEORÍA DE LA RACIONALIZACIÓN DE MAX WEBER
1. Racionalismo occidental
2. El desencantamiento de las imágenes religioso-metafísicas del mundo y el nacimiento de las estructuras de conciencia modernas
3. La modernización como racionalización social: el papel de la ética protestante
4. Racionalización del derecho y diagnóstico de nuestro tiempo
III. PRIMERAS CONSIDERACIONES SISTEMÁTICAS: ACCIÓN SOCIAL, ACTIVIDAD TELEOLÓGICA Y COMUNICACIÓN
IV. DE LUKÁCS A ADORNO: LA RACIONALIZACIÓN COMO COSIFICACIÓN
1. Max Weber en la tradición del marxismo occidental
2. La crítica de la razón instrumental
II. CRÍTICA DE LA RAZÓN FUNCIONALISTA
V. EL CAMBIO DE PARADIGMA EN MEAD Y DURKHEIM: DE LA ACTIVIDAD TELEOLÓGICA A LA ACCIÓN COMUNICATIVA
1. La teoría de la comunicación como base de las ciencias sociales
2. La autoridad de lo santo y el trasfondo normativo de la acción comunicativa
3. La estructura racional de la lingüistización de lo sagrado
VI. SEGUNDAS CONSIDERACIONES SISTEMÁTICAS: SISTEMA Y MUNDO DE LA VIDA
1. El concepto de mundo de la vida y el idealismo hermenéutico de la Sociología comprensiva
2. Diferenciación de sistema y mundo de la vida
VII. TALCOTT PARSONS: PROBLEMAS DE CONSTRUCCIÓN DE LA TEORÍA DE LA SOCIEDAD
1. De la teoría normativista de la acción a la teoría sistémica de la sociedad
2. Desarrollo de la teoría sistémica
3. Teoría de la modernidad
VIII. CONSIDERACIONES FINALES: DE PARSONS A MARX A TRAVÉS DE WEBER
1. Retrospección sobre la teoría weberiana de la modernidad
2. Marx y la tesis de la colonización interna
3. Tareas de una teoría crítica de la sociedad
Bibliografía
Índice onomástico
Índice general
La preparación de la nueva edición de este libro tiene lugar en un momento en que se ha iniciado una recepción seria del mismo. Las primeras reacciones de disgusto e incomprensión han ido apagándose; también entre la opinión especializada la polémica1 y los reflejos más bien defensivos2 ceden ante la discusión objetiva3. En la crítica habida hasta ahora se dibujan frentes que no deberían sorprender en el contexto actual. Se sigue defendiendo la filosofía de la conciencia frente al cambio de paradigma que este libro introduce, en especial se sigue defendiendo el concepto fenomenológico de mundo de la vida frente a la tentativa que este libro emprende de reformularlo en términos de una teoría de la comunicación4. Richard Rorty manifiesta sus reservas con respecto a la pretensión universalista a la que ha de atenerse la reconstrucción del concepto de razón en el sentido de racionalidad comunicativa pese al abandono del fundamentalismo que caracteriza a la filosofía trascendental tradicional en lo tocante a cuestiones de fundamentación5. Th. McCarthy reivindica contra el concepto procedimental de racionalidad una parte de la herencia hegeliana, no dándose por satisfecho con la descomposición de la razón en distintos complejos de racionalidad y en sus correspondientes aspectos de validez6. Y a este contexto pertenece también la renovada crítica del formalismo ético, es decir, la defensa de la eticidad frente a la simple moralidad7. H. Schnädelbach se decanta firmemente por un uso descriptivo del concepto de racionalidad y discute las implicaciones normativas de la comprensión de sentido, que intento fundamentar partiendo de la relación interna entre significado y validez8.
Hasta donde alcanzo, se trata en estos casos de objeciones que más bien me exigirían una mayor precisión y continuidad del desarrollo de mis tesis que una corrección de errores9. Así pues, esta nueva edición aparece sin modificaciones; sólo he considerado oportunas dos rectificaciones introducidas en la edición americana (tomo I, pp. 318 y 366), aparte de haber añadido algunas referencias bibliográficas.
Pero desearía al menos mencionar dos objeciones especiales que me parecen justificadas. J. Berger10 me llama la atención, en el contexto de la tesis acerca de la colonización, sobre una parcialidad innecesaria. Fenómenos que hoy atraen la atención de quienes hacen un diagnóstico del momento presente, de ningún modo pueden ser explicados apelando únicamente a la inducción sistémica de perturbaciones en mundos de la vida racionalizados; sino que son más bien imperativos del mundo de la vida los que por su parte provocan bloqueos en un sistema económico capitalista que no puede menos de orientarse a la neutralización de sus entornos. Al ser mi objetivo el reformular con sentido el concepto marxiano de abstraccción real, me atuve excesivamente en las consideraciones sobre temas de actualidad a una sola de esas dos direcciones posibles de análisis y, por tanto, no agoté el potencial analítico del planteamiento aquí desarrollado.
E. Skjei11 me ha señalado una dificultad en el análisis de los imperativos simples (tomo I, pp. 346 s.). Para comprender un acto de exigencia «Ip», no basta con comprender las condiciones de cumplimiento de «p», es decir, no basta con saber qué debe hacer o dejar de hacer el destinatario. El oyente entiende el sentido ilocucionario de la exigencia sólo cuando sabe que el hablante puede abrigar la esperanza de imponer su voluntad al oyente. Tiene que conocer que el hablante une a su exigencia una pretensión de poder que se basa en la posibilidad de disponer de un potencial de sanción. Por eso, de las condiciones de aceptabilidad de una manifestación fáctica de voluntad forman parte, junto a las condiciones de realización, también las condiciones de sanción. Pero estas últimas, claro está, no se siguen del contenido semántico del acto ilocucionario mismo. Pues un potencial de sanción sólo puede estar unido con un acto de habla de forma contingente o externa. Esta circunstancia me llevó a suponer que tales imperativos simples habían de tratarse de forma similar a las perlocuciones (tomo I, p. 377). Pero entonces, los actos ilocucionarios, entre los que sin duda deben contarse también los imperativos, habrían de poder encuadrarse en los contextos de acción estratégica, lo cual conduciría a una consecuencia paradójica: en la realización de tales imperativos el hablante tendría que poder actuar, en un mismo respecto, orientándose al entendimiento y a la vez orientándose al éxito. En mi respuesta a Skjei he señalado el camino por el que quisiera solventar esta dificultad12.
Siguiendo una propuesta de Klaus Schüller he ampliado el índice (véase más abajo, pp. 983-990) dando una visión mucho más detallada de los temas tratados, que tiene por fin facilitar la orientación del lector. A este fin sirve igualmente la aparición de mi libro Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos13.
Fráncfort, mayo de 1984
J. H.
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1. St. Breuer, «Die Depotenzierung der kritischen Theorie»: Leviathan 10 (1982), pp. 133 ss.; E. Vollrath, «J. Habermas’ fundamentalistischer Fehlschluß»: Der Staat 22 (1983), pp. 406 ss.
2. R. Bubner, «Rationalität und Lebensform», en Handlung, Sprache und Vernunft, Frankfurt a. M., 1982, pp. 295 ss.; N. Luhmann, «Autopoiesis, acción y entendimiento comunicativo», en Organización y decisión. Autopoiesis, acción y entendimiento comunicativo, Barcelona, 2005, pp. 99-132; R. Münch, «Von der Rationalisierung zur Verdinglichung der Lebenswelt»: Soziologische Revue 5 (1982), pp. 390 ss.
3. H. Brunkhorst, «Paradigmakern und Theoriedynamik der kritischen Theorie der Gesellschaft»: Soziale Welt 34 (1983), pp. 22 ss.; Íd., «Kommunikative Vernunft und rächende Gewalt»: Sozialwissenschaftliche Literatur-Rundschau 8-9 (1983), pp. 7 ss. A. Giddens, «Reason without Revolution?»: Praxis International 2 (1982), pp. 318 ss. D. Misgeld, «Critical Theory and Sociological Theory»: Philosophy of Social Science 14 (1984), pp. 78 ss. T. Nørager, «Normativiteten hos Habermas», en J. E. Andersen, H. J. Schanz y P. Stounbjers (eds.), Det Moderne, Aarhus, 1983, pp. 68 ss. D. M. Rasmussen,«Communicative Action and Philosophy»: Philosophy and Social Criticism 9 (1982), pp. 1 ss. J. Thompson, «Reading and Understanding», en Times Literary Supplement, 8 de abril de 1983. A. Wellmer, «Reason, Utopia and the Dialectic Enlightenment»: Praxis International 3 (1983), pp. 83 ss.
4. U. Matthiessen, Das Dickicht der Lebenswelt und die Theorie des kommunikativen Handelns, München, 1983.
5. R. Rorty, «Habermas y Lyotard acerca de la postmodernidad», en Ensayos sobre Heidegger y otros pensadorers contemporáneos, Barcelona, 1993, pp. 229-245.
6. Th. McCarthy, «Rationality and Relativism», en J. B. Thompson y D. Held (eds.), Habermas: Critical Debates, London, 1982, pp. 57 ss.; Íd., «Reflections on Rationalization in the Theory of Communicative Action»: Praxis International 4 (1984), pp. 177 s.
7. R. Bubner, «Rationalität, Lebensform und Geschichte», en H. Schnädelbach, Rationalität, Frankfurt a. M., 1984, pp. 198 ss.; sobre esto: J. Habermas, «Über Moralität und Sittlichkeit», en H. Schnädelbach, Rationalität, pp. 218 ss.
8. H. Schnädelbach, «Transformation der kritischen Theorie»: Philosophische Rundschau 29 (1982).
9. La teoría discursiva de la ética la he continuado desarrollando entretanto en J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa. Madrid, 2006.
10. J. Berger, «Die Versprachlichung des Sakralen und die Entsprachlichung der Ökonomie»: Zeitschrift für Soziologie 11 (1982), pp. 353 ss.
11. El artículo de Skjei y mi respuesta al mismo aparecen en Inquiry 28 (1985), n.° 1.
12. Ciertamente, es correcto que con los imperativos simples se consigue un efecto de vínculo, coordinador de la acción, a través de una pretensión de poder y no a través de una pretensión de validez; pero fue una equivocación analizar el funcionamiento de esta pretensión de poder conforme al modelo de la influencia estratégica ejercida sobre un oponente. Solamente en casos límite encuentra respeto una manifestación imperativa de voluntad sólo en virtud de la desnuda sumisión a la violencia de las sanciones con las que se amenaza. En casos normales, los imperativos simples funcionan enteramente en el marco de la acción comunicativa, ya que la posición de poder en la que el hablante apoya la pretensión que él entabla con su imperativo es reconocida por el destinatario, e incluso es reconocida cuando esa posición se basa simplemente en un poder al que fácticamente se está acostumbrado, o en todo caso no se basa expresamente en una autoridad normativa. Por tanto, trato de hacer plausible que no puede mantenerse una neta distinción entre imperativos simples e imperativos dotados de una autoridad normativa, sino que más bien se da un continuum entre el poder al que se está fácticamente acostumbrado y el poder transformado en autoridad normativa. Pues entonces todos los imperativos a los que atribuimos una fuerza ilocucionaria pueden analizarse conforme al modelo de exigencias dotadas de autoridad normativa. Y así, lo que equivocadamente di por una diferencia categorial, pasa a reducirse desde este punto de vista a una diferencia gradual.
13. Trad. española, Madrid, 1989.
En el prólogo a La lógica de las ciencias sociales prometí hace ya algo más de un decenio una teoría de la acción comunicativa. Mientras tanto, el interés metodológico por una fundamentación de las ciencias sociales en una teoría del lenguaje se ha visto sustituido por un interés sustancial. La teoría de la acción comunicativa no es una metateoría, sino el principio de una teoría de la sociedad que se esfuerza por dar razón de los cánones críticos de los que hace uso. Entiendo el análisis de las estructuras generales de la acción orientada al entendimiento no como una continuación de la teoría del conocimiento con otros medios. En este aspecto, la teoría de la acción que Parsons desarrolló en 1957 en su The Structure of Social Action, con la conexión que establece entre reconstrucciones de la historia de la teoría sociológica y análisis conceptual, constituyó ciertamente un modelo; pero, al mismo tiempo, la orientación metodológica de esa obra me indujo a error. La acuñación de conceptos fundamentales y la respuesta a cuestiones sustanciales, forman —en eso tiene razón Hegel— un todo indisoluble.
La esperanza que abrigué inicialmente de que me bastaría con reelaborar las Christian Gauss Lectures dadas en la Universidad de Princeton en 1971 y que publicaré en otro contexto1, resultó fallida. Cuanto más me internaba en la teoría de la acción, en la teoría del significado, en la teoría de los actos de habla y en otros ámbitos parecidos de la filosofía analítica, tanto más me perdía en detalles y se me escapaba el sentido global de la empresa. Cuanto más trataba de ajustarme a las pretensiones explicativas del filósofo, tanto más me alejaba del interés del sociólogo, que hubo de acabar preguntándose a qué venían finalmente aquellos análisis conceptuales. Me resultaba difícil encontrar el nivel de exposición adecuado para aquello que quería decir. Ahora bien, los problemas de exposición, como muy bien sabían Hegel y Marx2, no son externos a los problemas de contenido. En esta situación, me resultó importante el consejo de Thomas A. McCarthy, que me animó a comenzar de nuevo. El libro que ahora presento lo he escrito durante los últimos cuatro años, con la única interrupción del semestre que pasé en Estados Unidos como profesor invitado. La categoría de acción comunicativa la desarrollo en el capítulo III, que lleva por título «Primeras consideraciones intermedias». Permite acceder a tres complejos temáticos que se ensamblan entre sí: se trata en primer lugar de un concepto de racionalidad comunicativa, que he desarrollado con el suficiente escepticismo, pero que es capaz de hacer frente a las reducciones cognitivo-instrumentales que se hacen de la razón; en segundo lugar, de un concepto de sociedad articulado en dos niveles, que asocia los paradigmas de mundo de la vida y sistema, y no sólo de forma retórica. Y finalmente, de una teoría de la modernidad que explica el tipo de patologías sociales que hoy se vuelven cada vez más visibles, mediante la hipótesis de que los ámbitos de acción comunicativamente estructurados quedan sometidos a los imperativos de sistemas de acción organizados formalmente que se han vuelto autónomos. Es decir, que la teoría de la acción comunicativa nos permite una categorización de la trama de vida social, con la que se puede dar razón de las paradojas de la modernidad.
En la Introducción justifico la tesis de que la problemática de la racionalidad no le viene impuesta a la Sociología desde fuera. A toda Sociología que no abandone la pretensión de ser una teoría de la sociedad se le plantea en tres niveles distintos el problema del empleo de un concepto de racionalidad (que naturalmente será siempre un concepto cargado de contenido normativo). No puede eludir ni la cuestión meta-teórica de las implicaciones que tienen en lo concerniente a la racionalidad los conceptos de acción por los que se guía, ni la cuestión metodológica de las implicaciones que tiene, en lo concerniente a la racionalidad, el no poder acceder a su ámbito de conocimiento si no es en términos de «comprensión», ni, finalmente, la cuestión propia de una teoría empírica de en qué sentido la modernización de las sociedades puede ser descrita como racionalización.
La apropiación sistemática de la historia de la teoría sociológica me ha ayudado a encontrar el nivel de integración en que hoy puede hacerse un productivo y fecundo uso científico de las intenciones filosóficas desarrolladas desde Kant hasta Marx. Trato a Weber, a Mead, a Durkheim y a Parsons como clásicos, es decir, como teóricos de la sociedad que todavía tienen algo que decirnos. Los excursos esparcidos por los capítulos dedicados a esos autores, lo mismo que la Introducción y que los capítulos III y VI que llevan por títulos «Primeras consideraciones intermedias» y «Segundas consideraciones intermedias», están dedicados a cuestiones sistemáticas. Las «Consideraciones finales» recogen después los resultados de los capítulos sistemáticos y de los dedicados a historia de la teoría sociológica. En esas «Consideraciones finales» trato, por un lado, de hacer plausible la interpretación que propongo de la modernidad, analizando las tendencias a la juridificación, y, por otro, de precisar las tareas que hoy se plantean a una teoría crítica de la sociedad.
Una investigación de este tipo, que sin sonrojarse hace uso del concepto de razón comunicativa, se expone a la sospecha de haber caído en la trampa de un planteamiento fundamentalista. Pero las supuestas semejanzas entre un planteamiento realizado en términos de una pragmática formal y la filosofía trascendental clásica, conducen a una pista falsa. A los lectores que abriguen esa desconfianza les recomiendo que empiecen por la sección con que cierro este libro3. No podríamos asegurarnos de la estructura racional interna de la acción orientada al entendimiento si no tuviéramos ya ante nosotros, aunque sea de modo fragmentario y distorsionado, las formas existentes de una razón remitida a quedar encarnada simbólicamente y situada históricamente4.
En lo que se refiere a la actualidad, el motivo de esta obra salta a la vista. Desde fines de los años sesenta, las sociedades occidentales se aproximan a un estado en el que la herencia del racionalismo occidental ya no resulta incuestionable. La estabilización de la situación interna, conseguida (de forma quizá particularmente impresionante en Alemania) sobre la base del compromiso que el Estado social representa, se está cobrando crecientes costes culturales y psico-sociales; también se ha cobrado mayor conciencia de la labilidad, obviada pasajeramente, pero nunca realmente dominada, de las relaciones entre las superpotencias. Lo que está aquí en juego, y de ahí la importancia del análisis teórico de estos fenómenos, es la sustancia de las tradiciones y fuentes de inspiración occidentales.
Los neoconservadores quieren atenerse a cualquier precio al modelo de la modernización económica y social capitalista. Siguen concediendo prioridad al crecimiento económico, abrigado por el compromiso del Estado social, aunque también más estrangulado cada día que pasa. Contra las consecuencias socialmente desintegradoras de este crecimiento, buscan refugio en las tradiciones ya sin savia, pero retóricamente evocadas, de una cultura pequeño-burguesa y de sala de estar. No se ve por qué habría de esperarse un nuevo impulso desviando de nuevo hacia el mercado aquellos problemas que durante el siglo XIX, por muy buenas razones, se vieron desplazados del mercado al Estado y reacentuando así el ir y venir de los problemas entre los medios dinero y poder. Pero aún menos plausible resulta la tentativa de renovar, tras una conciencia ilustrada por el historicismo, los amortiguadores tradicionales ya consumidos por la modernización capitalista. A esta apologética neoconservadora se le enfrenta una crítica al crecimiento, extremada en términos antimodernistas, que elige como blanco de sus invectivas la supercomplejidad de los sistemas de acción económico y administrativo y la autonomía adquirida por la carrera de armamentos. Las experiencias derivadas de la colonización del mundo de la vida, que la otra parte pretende absorber y amortiguar en términos tradicionalistas, conducen en ésta a una oposición radical. Pero cuando esa oposición llega a transformarse en la exigencia de una des-diferenciación a cualquier precio, de nuevo se está perdiendo de vista una distinción importante. La limitación del crecimiento de la complejidad monetario-administrativa no puede significar en modo alguno el abandono de las formas modernas de vida. La diferenciación estructural de los mundos de la vida encarna un potencial de racionalidad que de ninguna manera puede ser reducido a la categoría de incremento de la complejidad sistemática.
Pero esta observación sólo concierne al trasfondo motivacional5, no al tema propiamente dicho. He escrito este libro para aquellos que estén interesados en cuestiones de fundamentos de la teoría de la sociedad. Las citas de las publicaciones en lengua inglesa de las que no hay traducción se reproducen en lengua original*. De la traducción de las citas en francés se ha encargado Max Looser, al que estoy muy agradecido**.
He de dar las gracias ante todo a Inge Pethran, que se encargó de mecanografiar las distintas versiones del manuscrito y de confeccionar el índice bibliográfico; esto no ha sido sino un eslabón más en la cadena de una estrecha colaboración que dura ya diez años y sin la que en muchas ocasiones no hubiera sabido qué hacer. Doy también las gracias a Ursula Hering, que colaboró en la confección de la bibliografía, así como a Friedhelm Herborth de la editorial Suhrkamp.
El libro se basa, entre otras cosas, en cursos que he impartido en la Universidad de Fráncfort, en la Universidad de Pensilvania, Filadelfia, y en la Universidad de California, Berkeley. He de dar las gracias por sus etimulantes discusiones tanto a mis alumnos como a mis colegas de esas universidades, sobre todo a Karl-Otto Apel, Dick Bernstein y John Searle.
Si mi exposición, al menos así lo espero, presenta unos fuertes rasgos discursivos, ello es reflejo del ambiente de discusión de nuestro ámbito de trabajo en el Instituto de Starnberg. En los coloquios de los jueves, en los que participaron Manfred Auwärter, Wolfgang Bonß, Rainer Döbert, Klaus Eder, Günter Frankenberg, Edit Kirsch, Sigfried Meuschel, Max Miller, Gertrud Nunner-Winkler, Ulrich Rödel y Ernst Tugendhat, se discutieron diversas partes del manuscrito de forma muy productiva para mí. A Ernst Tugendhat le debo además toda una plétora de anotaciones y precisiones. También me han resultado instructivas las discusiones mantenidas con colegas que —como Johann Paul Arnasson, Sheila Benhabib, Mark Gould y Thomas McCarthy— han pasado largas temporadas en el Instituto o que —como Aaron Cicourel, Helmut Dubiel, Lawrence Kohlberg, Claus Offe, Ulrich Oevermann, Charles Taylor y Albrecht Wellmer— han visitado regularmente el Instituto.
Instituto Max Planck de Ciencias Sociales,
Starnberg, agosto de 1981
J. H.
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1. Cf. J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa. Complementos y estudios previos, Madrid, 1989, pp. 19-112.
2. M. Theunissen, Sein und Schein, Frankfurt a. M., 1978.
3. Véase más abajo, tomo II, pp. 937 ss.
4. Acerca de la relación entre verdad e historia, cf. C. Castoriadis, Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, 1988.
5. Cf. mi conversación con A. Honneth, E. Knödler y A. Widmann, en Ästhetik und Kommunikation 45 (1981); también en J. Habermas, Ensayos políticos, Barcelona, 1987.
* Traduzco también al castellano las citas que en el original aparecen en lengua inglesa; las citas de los autores de lengua inglesa que en el original aparecen en alemán, las he traducido de los correspondientes originales. [N. del T.]
** En la presente versión española todas las citas han sido traducidas de las obras originales. [N. del T.]
No obstante, para ayuda del lector de lengua española, siempre que ha sido posible se ha preferido dar en nota la referencia a la edición española correspondiente, añadiendo las páginas donde se localiza la cita, pero manteniendo en todo caso la traducción dada en la presente edición por Manuel Jiménez Redondo. Para la localización de las referencias españolas ha sido esencial la ayuda de Francesc Hernàndez i Dobon. [N. del E.]
La racionalidad de las opiniones y de las acciones es un tema que tradicionalmente se ha venido tratando en la filosofía. Puede incluso decirse que el pensamiento filosófico nace del convertirse en reflexiva la razón encarnada en el conocimiento, en el habla y en las acciones. El tema fundamental de la filosofía es la razón1. La filosofía se viene esforzando desde sus orígenes por explicar el mundo en su conjunto, la unidad en la diversidad de los fenómenos, con principios que hay que buscar en la razón y no en la comunicación con una divinidad situada más allá del mundo y, en rigor, ni siquiera remontándose al fundamento de un cosmos que comprende naturaleza y sociedad. El pensamiento griego no busca ni una teología ni una cosmología ética en el sentido de las grandes religiones universales, sino una ontología. Si las doctrinas filosóficas tienen algo en común, es su intención de pensar el ser o la unidad del mundo por la vía de una explicitación de las experiencias que hace la razón en el trato consigo misma.
Al hablar así, me estoy sirviendo del lenguaje de la filosofía moderna. Ahora bien, la tradición filosófica, en la medida en que sugiere la posibilidad de una imagen filosófica del mundo, se ha vuelto cuestionable2. La filosofía ya no puede referirse hoy al conjunto del mundo, de la naturaleza, de la historia y de la sociedad, en el sentido de un saber totalizador. Los sucedáneos teóricos que pudiesen sustituir a las imágenes del mundo han quedado devaluados no solamente por el progreso fáctico de las ciencias empíricas, sino también, y más aún, por la conciencia reflexiva que ha acompañado a ese progreso. Con esa conciencia, el pensamiento filosófico retrocede autocríticamente por detrás de sí mismo; con la cuestión de qué es lo que puede proporcionar con sus competencias reflexivas en el marco de las convenciones científicas, se transforma en meta-filosofía3. Con ello, el tema se transforma, y, sin embargo, sigue siendo el mismo. Siempre que en la filosofía actual se ha consolidado una argumentación coherente en torno a los núcleos temáticos de más solidez, ya sea en Lógica o en teoría de la ciencia, en teoría del lenguaje o del significado, en Ética o en teoría de la acción, o incluso en Estética, el interés se centra en las condiciones formales de la racionalidad del conocimiento, del entendimiento lingüístico y de la acción, ya sea en la vida cotidiana o en el plano de las experiencias organizadas metódicamente o de los discursos organizados sistemáticamente. La teoría de la argumentación cobra aquí una significación especial, puesto que es a ella a quien compete la tarea de reconstruir las presuposiciones y condiciones pragmático-formales del comportamiento explícitamente racional.
Si este diagnóstico no apunta en una dirección equivocada; si es verdad que la filosofía en sus corrientes postmetafísicas, posthegelianas, parece tender al punto de convergencia de una teoría de la racionalidad, ¿cómo puede entonces la Sociología tener competencias en lo tocante a la problemática de la racionalidad?
El caso es que el pensamiento, al abandonar su referencia a la totalidad, pierde también su autarquía. Pues el objetivo que ahora ese pensamiento se propone de un análisis formal de las condiciones de racionalidad no permite abrigar ni esperanzas ontológicas de llegar a teorías substantivas acerca de la naturaleza, la historia, la sociedad, etc., ni tampoco las esperanzas que abrigó la filosofía trascendental de una reconstrucción apriórica de la dotación trascendental de un sujeto genérico, no empírico, de una conciencia en general.
Todos los intentos de fundamentación última en que perviven las intenciones de la Filosofía Primera han fracasado4. En esta situación se pone en marcha una nueva constelación en las relaciones entre filosofía y ciencia. Como demuestra la filosofía de la ciencia y la historia de la ciencia, la explicación formal de las condiciones de racionalidad y los análisis empíricos de la materialización y evolución histórica de las estructuras de racionalidad, se entrelazan entre sí de forma peculiar. Las teorías acerca de las ciencias experimentales modernas, lo mismo si se plantean en la línea del positivismo lógico, que del racionalismo crítico o del constructivismo metódico, presentan una pretensión normativa y a la vez universalista, que ya no puede venir respaldada por supuestos fundamentalistas de tipo ontológico o de tipo trascendental. Tal pretensión sólo puede contrastarse con la evidencia de contraejemplos, y, en última instancia, el único respaldo con que pueden contar es que la teoría reconstructiva resulte capaz de destacar aspectos internos de la historia de la ciencia y de explicar sistemáticamente, en colaboración con análisis de tipo empírico, la historia efectiva de la ciencia, narrativamente documentada, en el contexto de las evoluciones sociales5. Y lo dicho de una forma de racionalidad cognitiva tan compleja como es la ciencia moderna, puede aplicarse también a otras figuras del espíritu objetivo, es decir, a las materializaciones de la racionalidad cognitivoinstrumental, de la racionalidad práctico-moral, e incluso quizá también de la racionalidad práctico-estética.
Ciertamente, los estudios de orientación empírica de este tipo tienen que estar planteados en sus categorías básicas de tal manera que puedan conectar con las reconstrucciones racionales de contextos de sentido y de soluciones de problemas6. La psicología evolutiva cognitiva ofrece un buen ejemplo de ello. En la tradición de Piaget, por ejemplo, el desarrollo cognitivo en sentido estricto, así como el cognitivo-social y el moral, quedan conceptuados como una secuencia internamente reconstruible de etapas de la adquisición de una determinada competencia7. Cuando, por el contrario, como ocurre en la teoría del comportamiento, las pretensiones de validez, que es donde las soluciones de problemas, las orientaciones racionales de acción, los niveles de aprendizaje, etc., tienen su piedra de toque, son redefinidos en términos empiristas quedando así eliminados por definición, los procesos de materialización de las estructuras de racionalidad ya no pueden ser interpretados en sentido estricto como procesos de aprendizaje, sino en todo caso como un aumento de las capacidades adaptativas.
Pues bien, dentro de las ciencias sociales es la Sociología la que mejor conecta en sus conceptos básicos con la problemática de la racionalidad. Como demuestra la comparación con otras disciplinas, las razones de ello se relacionan unas con la historia de la Sociología, mientras que otras son razones sistemáticas. Consideremos en primer lugar la Ciencia Política. Ésta tuvo que emanciparse del derecho natural racional. El derecho natural moderno partía todavía de la doctrina viejo-europea que veía en la sociedad una comunidad políticamente constituida e integrada por medio de normas jurídicas. Las nuevas categorías del derecho formal burgués ofrecían, ciertamente, la posibilidad de proceder reconstructivamente y de presentar el orden jurídico-político, desde un punto de vista normativo, como un mecanismo racional8. Pero de todo ello hubo de desembarazarse radicalmente la nueva ciencia política para poder afirmar su orientación empírica. Ésa se ocupa de la política como subsistema social y se descarga de la tarea de concebir la sociedad en su conjunto. En contraposición con el normativismo del derecho natural, excluye de la consideración científica las cuestiones práctico-morales referentes a la legitimidad o las trata como cuestiones empíricas relativas a una fe en la legitimidad, que hay que abordar en cada caso en términos descriptivos. Con ello rompe el puente con la problemática de la racionalidad.
Algo distinto es lo que ocurre con la Economía Política, que en el siglo XVIII entra en competencia con el derecho natural racional al poner de relieve la legalidad propia de un sistema de acción, el económico, integrado no primariamente por medio de normas, sino a través de funciones9. Como Economía Política, la ciencia económica mantiene inicialmente todavía, en términos más bien de teoría de las crisis, una relación con la sociedad global. Estaba interesada en la cuestión de cómo repercute la dinámica del sistema económico en los órdenes que integran normativamente la sociedad. Pero con todo ello acaba rompiendo la Economía al convertirse en una ciencia especializada. La ciencia económica se ocupa hoy de la economía como un subsistema de la sociedad y prescinde de las cuestiones de legitimidad. Desde esa perspectiva parcial puede reducir los problemas de racionalidad a consideraciones de equilibrio económico y a cuestiones de elección racional.
La Sociología, por el contrario, surge como una disciplina que se hace cargo de los problemas que la Política y la Economía iban dejando de lado a medida que se convertían en ciencias especializadas10. Su tema son las transformaciones de la integración social provocadas en el armazón de las sociedades viejo-europeas por el nacimiento del sistema de los Estados modernos y por la diferenciación de un sistema económico que se autorregula mediante el mercado. La Sociología se convierte par excellence en una ciencia de las crisis, que se ocupa ante todo de los aspectos anómicos de la disolución de los sistemas sociales tradicionales y de la formación de los sistemas sociales modernos11. Con todo, también bajo estas condiciones iniciales hubiera podido la Sociología limitarse a un determinado subsistema social. Pues desde un punto de vista histórico son la Sociología de la Religión y la Sociología del Derecho las que constituyen el núcleo de esta nueva ciencia.
Si con fines ilustrativos, es decir, sin entrar por de pronto en más discusión, utilizamos el esquema funcional propuesto por Parsons, saltan a la vista las correspondencias entre las distintas ciencias sociales y los subsistemas sociales:
Figura 1
Naturalmente, no han faltado intentos de convertir también la Sociología en una ciencia especializada en la integración social. Pero no es casualidad, sino más bien un síntoma, el que los grandes teóricos de la sociedad de los que voy a ocuparme provengan de la Sociología. La Sociología ha sido la única ciencia social que ha mantenido su relación con los problemas de la sociedad global. Ha sido siempre también teoría de la sociedad, y a diferencia de las otras ciencias sociales, no ha podido deshacerse de los problemas de la racionalización, no ha podido redefinirlos ni reducirlos a un formato más pequeño. Las razones de ello son, a mi entender, principalmente dos: la primera concierne lo mismo a la Antropología cultural que a la Sociología.
La correspondencia entre funciones básicas y subsistemas sociales tiende a ocultar el hecho de que en los ámbitos que son de importancia en aspectos concernientes a reproducción cultural, a integración social y a socialización, las interacciones no están tan especializadas como en los ámbitos de acción que representan la economía y la política. Tanto la Sociología como la Antropología cultural se ven confrontadas con el espectro completo de los fenómenos de la acción social y no con tipos de acción relativamente bien delimitados que puedan interpretarse como variantes de la acción «racional con arreglo a fines», relativas a los problemas de maximización del lucro o de la adquisición y utilización del poder político. Esas dos disciplinas se ocupan de la práctica cotidiana en los contextos del mundo de la vida y tienen, por tanto, que tomar en consideración todas las formas de orientación simbólica de la acción. A ellas ya no les resulta tan simple marginar los problemas de fundamentos que la teoría de la acción y la interpretación comprensiva plantean. Y al hacer frente a esos problemas, tropiezan con estructuras del mundo de la vida que subyacen a los otros subsistemas especificados funcionalmente con más exactitud y en cierto modo más netamente diferenciados. Más tarde nos ocuparemos de cómo se relacionan las categorías paradigmáticas «mundo de la vida» y «sistema»12. Aquí sólo quiero subrayar que el estudio de la «comunidad societal» y de la cultura no puede desconectarse tan fácilmente de los problemas de fundamentos de las ciencias sociales como el estudio del subsistema económico o del subsistema político. Esto explica la tenaz conexión de Sociología y teoría de la sociedad.
Ahora bien, el que sea la Sociología y no la Antropología cultural la que muestre una particular disponibilidad a abordar el problema de la racionalidad sólo puede entenderse teniendo en cuenta otra circunstancia. La Sociología surge como ciencia de la sociedad burguesa; a ella compete la tarea de explicar el decurso y las formas de manifestación anómicas de la modernización capitalista en las sociedades pre-burguesas13. Esta problemática resultante de la situación histórica objetiva constituye también el punto de referencia desde el que la Sociología aborda sus problemas de fundamentos. En el plano meta-teórico elige categorías tendentes a aprehender el aumento de racionalidad de los mundos de la vida modernos. Los clásicos de la Sociología, casi sin excepción, tratan todos de plantear su teoría de la acción en términos tales que sus categorías capten el tránsito desde la «comunidad» a la «sociedad»14. Y en el plano metodológico se aborda de modo correspondiente el problema del acceso en términos de comprensión al ámbito objetual que representan los objetos simbólicos; la comprensión de las orientaciones racionales de acción se convierte en punto de referencia para la comprensión de todas las orientaciones de acción.
Esta conexión entre a) la cuestión meta-teórica de un marco de teoría de la acción concebido con vistas a los aspectos de la acción que son susceptibles de racionalización, b) la cuestión metodológica de una teoría de la comprensión que esclarezca las relaciones internas entre significado y validez (entre la explicación del significado de una expresión simbólica y el posicionamiento frente a las pretensiones de validez que esa expresión lleva implícitas), queda, finalmente, c) puesta en relación con la cuestión empírica de si, y en qué sentido, la modernización de una sociedad puede ser descrita desde el punto de vista de una racionalización cultural y social. Tales nexos resultan particularmente claros en la obra de Max Weber. Su jerarquía de conceptos de acción está hasta tal punto centrada en el tipo que representa la acción racional con arreglo a fines, que todas las demás acciones pueden ser clasificadas como desviaciones específicas respecto a ese tipo. El método de la comprensión lo analiza de tal forma, que los casos complejos pueden quedar referidos al caso límite de la acción racional con arreglo a fines: la comprensión de la acción subjetivamente orientada al éxito exige a la vez que se la evalúe objetivamente (conforme a criterios con que decidir sobre su corrección). Finalmente, salta a la vista la relación que estas decisiones concernientes a conceptos básicos y estas decisiones metodológicas guardan con la cuestión central de Weber de cómo explicar el racionalismo occidental.
Pero podría ser que esa conexión fuese contingente, que no fuese sino una señal de que a Max Weber le preocupaba precisamente esa cuestión y de que ese interés, que habría que considerar más bien marginal desde un punto de vista teórico, acabara repercutiendo sobre los fundamentos que Weber puso a su construcción teórica. Pues basta con desligar los procesos de modernización del concepto de racionalización y situarlos bajo otro punto de vista para que, por un lado, los fundamentos de teoría de la acción queden exentos de connotaciones de la racionalidad de la acción, y, por otro, la metodología de la comprensión se vea libre de ese problemático entrelazamiento de cuestiones de significado con cuestiones de validez. Frente a estas dudas voy a defender la tesis de que son razones sistemáticas las que llevan a Weber a tratar la cuestión del racionalismo occidental (una cuestión, sin duda, accidental desde un punto de vista biográfico y en cualquier caso accidental desde la perspectiva de una psicología de la investigación), la cuestión del significado de la modernidad y la cuestión de las causas y consecuencias colaterales de la modernización capitalista de las sociedades que se inicia en Europa, desde los puntos de vista de la acción racional, de la organización racional de la propia existencia de los sujetos agentes, y de la racionalización de las imágenes del mundo. Voy a sostener la tesis de que la conexión, que su obra nos ofrece, entre precisamente esas tres temáticas de la racionalidad le viene impuesto por razones sistemáticas. Con lo que quiero decir que a toda Sociología con pretensiones de teoría de la sociedad, con tal de que proceda con la radicalidad suficiente, se le plantea el problema de la racionalidad simultáneamente en el plano meta-teórico, en el plano metodológico y en el plano empírico.
Voy a comenzar con una discusión preliminar del concepto de racionalidad (1) situando ese concepto en la perspectiva evolutiva del surgimiento de la comprensión moderna del mundo (2). Tras desarrollar esas cuestiones preliminares, trataré de mostrar la conexión interna que existe entre la teoría de la racionalidad y la teoría de la sociedad; y ello tanto en el plano meta-teórico, mostrando las implicaciones que en lo que respecta a racionalidad tienen los conceptos de acción que son hoy corrientes en Sociología (3) como en el plano metodológico, mostrando que tales implicaciones resultan del acceso en términos de comprensión al ámbito objetual de la Sociología (4). El propósito de este bosquejo argumentativo es mostrar que necesitamos de una teoría de la acción comunicativa si queremos abordar hoy de forma adecuada la problemática de la racionalización social, en buena parte marginada después de Weber de la discusión sociológica especializada.
Siempre que hacemos uso de la expresión «racional» suponemos una estrecha relación entre racionalidad y saber. Nuestro saber tiene estructura proposicional: las opiniones pueden hacerse explícitas y exponerse en forma de enunciados. Voy a presuponer sin más aclaraciones este concepto de saber, pues la racionalidad tiene menos que ver con el conocimiento o con la adquisición de conocimiento que con la forma en que los sujetos capaces de lenguaje y de acción hacen uso del conocimiento. En las manifestaciones [Äusserungen: manifestaciones, emisiones, proferencias] lingüísticas se expresa explícitamente un saber, en las acciones dirigidas a un fin se expresa un poder, una capacidad, un saber implícito. Pero también este know how puede en principio tomar la forma de un know that15. Si buscamos sujetos gramaticales que puedan completar la expresión predicativa «racional», se ofrecen en principio dos candidatos. Más o menos racionales pueden serlo las personas, que disponen de saber, y las manifestaciones (Äusserungen) simbólicas, las acciones lingüísticas o no lingüísticas, comunicativas o no comunicativas, que encarnan un saber. Podemos llamar racionales a los hombres y a las mujeres, a los niños y a los adultos, a los ministros y a los cobradores de autobús, pero no a los peces, a los sauces, a las montañas, a las calles o a las sillas. Podemos llamar irracionales a las disculpas, a los retrasos, a las intervenciones quirúrgicas, a las declaraciones de guerra, a las reparaciones, a los planes de construcción o a las resoluciones tomadas en una reunión, pero no al mal tiempo, a un accidente, a un premio de lotería o a una enfermedad. Ahora bien, ¿qué significa que las personas se comporten racionalmente en una determinada situación?, ¿qué significa que sus manifestaciones deban considerarse «racionales»?
El saber puede ser criticado por no fiable. La estrecha relación que existe entre saber y racionalidad permite sospechar que la racionalidad de una emisión o de una manifestación depende de la fiabilidad del saber que encarnan. Consideremos dos casos paradigmáticos: una afirmación con que A manifiesta con intención comunicativa una determinada opinión y una intervención teleológica en el mundo con la que B trata de lograr un determinado fin. Ambas encarnan un saber falible, ambas son intentos que pueden resultar fallidos. Ambas manifestaciones, tanto la acción comunicativa como la acción teleológica, son susceptibles de crítica. Un oyente puede poner en tela de juicio que la afirmación hecha por A sea verdadera; un observador puede poner en duda que la acción ejecutada por B vaya a tener éxito. La crítica se refiere en ambos casos a una pretensión que los sujetos agentes necesariamente han de vincular con sus manifestaciones, si es que éstas efectivamente son lo que quieren ser, una afirmación o una acción teleológica. Esta necesidad es de naturaleza conceptual. Pues A no está haciendo afirmación si no entabla una pretensión de verdad en relación con el enunciado p afirmado, dando así a conocer su convicción de que en caso necesario ese enunciado puede fundamentarse. Y B no está realizando ninguna acción teleológica en absoluto, esto es, no pretende en realidad lograr con su acción fin alguno, si no considera que la acción planeada tiene alguna perspectiva de éxito, dando con ello a conocer que si fuera preciso podría justificar la elección de fines que ha hecho en las circunstancias dadas.
Lo mismo que A pretende que su enunciado es verdadero, B pretende que su plan de acción tiene perspectivas de éxito o que las reglas de acción conforme a las que ejecuta ese plan son eficaces. Esta afirmación de eficiencia comporta la pretensión de que, dadas las circunstancias, los medios elegidos son los adecuados para alcanzar el fin que el agente se propone. La eficiencia de una acción guarda una relación interna con la verdad de los pronósticos condicionados subyacentes al plan de acción o a la regla de acción. Y así como la verdad se refiere a la existencia de estados de cosas en el mundo, la eficiencia se refiere a intervenciones en el mundo con ayuda de las cuales pueden producirse los estados de cosas deseados. Con su afirmación, A se refiere a algo que como cuestión de hecho tiene lugar en el mundo objetivo. Con su actividad teleológica, B se refiere a algo que ha de tener lugar en el mundo objetivo. Y al hacerlo así, ambos entablan con sus manifestaciones simbólicas pretensiones de validez que pueden ser criticadas o defendidas, esto es, que pueden fundamentarse. La racionalidad de sus manifestaciones (Äusserungen) se mide por las relaciones internas que entre sí guardan el contenido semántico, las condiciones de validez y las razones que en caso necesario pueden alegarse en favor de la validez de esas manifestaciones, en favor de la verdad del enunciado o de la eficiencia de la regla de acción.
Estas consideraciones que vengo haciendo tienen por objeto el reducir la racionalidad de una elocución o manifestación a su susceptibilidad de crítica o de fundamentación. Una manifestación cumple los presupuestos de la racionalidad si y sólo si encarna un saber falible guardando así una relación con el mundo objetivo, esto es, con los hechos, y resultando accesible a un enjuiciamiento objetivo. Y un enjuiciamiento sólo puede ser objetivo si se hace a propósito de una pretensión transubjetiva de validez que para cualquier observador o destinatario tenga el mismo significado que para el sujeto agente. La verdad o la eficacia son pretensiones de este tipo. De ahí que de las afirmaciones y de las acciones teleológicas pueda decirse que son tanto más racionales cuanto mejor puedan fundamentarse la pretensión de verdad proposicional o la pretensión de eficacia vinculadas a ellas. Y de modo correspondiente utilizamos la expresión «racional» como predicado disposicional aplicable a las personas de las que podemos esperar, sobre todo en situaciones difíciles, tales manifestaciones.
Esta propuesta de reducir la racionalidad de una elocución o manifestación a su susceptibilidad de crítica adolece, sin embargo, de dos debilidades. La caracterización es, por un lado, demasiado abstracta, pues deja sin explicitar aspectos importantes (1). Por otro lado, es aún demasiado estrecha, pues el término «racional» no solamente se utiliza en conexión con manifestaciones que puedan ser verdaderas o falsas, eficaces o ineficaces. La racionalidad inmanente a la práctica comunicativa se extiende sobre un espectro más amplio. Remite a diversas formas de argumentación como a otras tantas posibilidades de proseguir la acción comunicativa con medios reflexivos (2). Y como la idea de desempeño (Einlösung) discursivo* de las pretensiones de validez ocupa un puesto central en la teoría de la acción comunicativa, introduzco un largo excurso sobre teoría de la argumentación (3).
(1) Voy a limitarme, por de pronto, a la versión cognitiva en sentido estricto del concepto de racionalidad, es decir, a un concepto de racionalidad que está definido exclusivamente por referencia al empleo de un saber descriptivo. Este concepto puede desarrollarse en dos direcciones distintas.
Si partimos del empleo no comunicativo de un saber proposicional en acciones teleológicas, estamos tomando una predecisión en favor de ese concepto de racionalidad cognitivo-instrumental que a través del empirismo ha dejado una profunda impronta en la autocomprensión de la modernidad. Ese concepto lleva consigo la connotación de una autoafirmación con éxito en el mundo objetivo posibilitada por la capacidad de manipular informadamente las condiciones de un entorno contingente y de adaptarse inteligentemente a ellas. Si partimos, por el contrario, del empleo comunicativo de saber proposicional en actos de habla, estamos tomando una predecisión en favor de un concepto de racionalidad más amplio, que enlaza con la vieja idea de logos16. Este concepto de racionalidad comunicativa lleva consigo connotaciones que en última instancia se remontan a la experiencia central de la capacidad de aunar sin coacciones y de generar consenso que tiene un habla argumentativa en que diversos participantes superan la subjetividad inicial de sus respectivos puntos de vista y gracias a una comunidad de convicciones racionalmente motivada se aseguran a la vez de la unidad del mundo objetivo y de la intersubjetividad del contexto en que desarrollan sus vidas17.
Supongamos que la opinión «p» representa un contenido idéntico de saber del que disponen A y B. Supongamos ahora que A participa (como uno entre varios interlocutores) en una comunicación, y hace la afirmación «p», mientras que B elige (como actor solitario) los medios que en virtud de la opinión «p» considera apropiados en una situación dada para conseguir un efecto deseado. A y B utilizan diversamente un mismo saber. La referencia a los hechos y la susceptibilidad de fundamentación de la manifestación posibilitan en el primer caso que los participantes en la comunicación puedan entenderse sobre algo que tiene lugar en el mundo. Para la racionalidad de la manifestación es esencial que el hablante entable en relación con su enunciado «p» una pretensión de validez susceptible de crítica que pueda ser aceptada o rechazada por el oyente. En el segundo caso la referencia a los hechos y la susceptibilidad de fundamentación de la regla de acción hacen posible una intervención eficaz en el mundo. Para la racionalidad de la acción es esencial que el actor base su acción en un plan que implique la verdad de «p», conforme al que poder realizar el fin deseado en las circunstancias dadas. A una afirmación sólo se la puede llamar racional si el hablante cumple las condiciones que son necesarias para la consecución del fin ilocucionario de entenderse sobre algo en el mundo al menos con otro participante en la comunicación; y a una acción teleológica sólo se la puede llamar racional si el actor cumple las condiciones que son necesarias para la realización de su intención de intervenir eficazmente en el mundo. Ambas tentativas pueden fracasar: es posible que no se alcance el consenso que se busca o que no se produzca el efecto deseado. Pero incluso en el tipo de estos fracasos, queda de manifiesto la racionalidad de la elocución o manifestación; también los fracasos son susceptibles de explicación18.
Por ambas líneas puede el análisis de la racionalidad partir de los conceptos de saber proposicional y de mundo objetivo; pero los casos a los que nos hemos referido se distinguen por el tipo de empleo del saber proposicional. Bajo el aspecto del primer empleo es la manipulación instrumental, bajo el aspecto del segundo es el entendimiento comunicativo lo que aparece como telos inmanente a la racionalidad. El análisis, según sea el aspecto en que se concentre, conduce en direcciones distintas.
Voy a glosar brevemente ambas posiciones. La primera posición, que por simplificar las cosas voy a llamar «realista», parte del supuesto ontológico de que el mundo es el conjunto de todo aquello que es el caso, para explicar sobre esa base las condiciones del comportamiento racional (a). La segunda posición, que voy a llamar «fenomenológica», da a ese planteamiento un giro trascendental y se pregunta reflexivamente por la circunstancia de que quienes se comportan racionalmente tengan que presuponer un mundo objetivo (b).
(a) El realista tiene que limitarse a analizar las condiciones que un sujeto agente tiene que cumplir para poder proponerse fines y realizarlos. De acuerdo con este modelo, las acciones racionales tienen fundamentalmente el carácter de intervenciones en un mundo de estados de cosas existente, efectuadas con vistas a la consecución de un propósito y que se van controlando conforme a su eficacia. Max Black enumera una serie de condiciones que tiene que cumplir una acción para poder considerarse más o menos racional (reasonable) y ser accesible a un enjuiciamiento crítico (dianoetic appraisal):
1. Sólo las acciones que caen bajo el control actual o potencial del agente son susceptibles de un enjuiciamiento crítico...
2. Sólo las acciones dirigidas a la consecución de un determinado propósito pueden ser racionales o no racionales...
3. El enjuiciamiento crítico es relativo al agente y a su elección del fin...
4. Los juicios sobre racionalidad o no racionalidad sólo vienen al caso cuando sólo se dispone de un conocimiento parcial sobre la accesibilidad y eficacia de los medios...
5. Un enjuiciamiento crítico puede siempre apoyarse con razones19.
Si se desarrolla el concepto de racionalidad utilizando como hilo conductor las acciones dirigidas a la consecución de un determinado fin, esto es, las acciones resolutorias de problemas20, queda también claro, por lo demás, un uso derivativo del término racional. Pues a veces hablamos de la racionalidad de un comportamiento inducido por estímulos, de la racionalidad del cambio de estado de un sistema. En ambos casos tales reacciones pueden interpretarse como soluciones de problemas sin que el observador necesite poner a la base de la adecuación de la reacción observada una actividad teleológica ni atribuir ésta, a título de acción, a un sujeto capaz de decisión, que hace uso de un saber proposicional.
Las reacciones comportamentales de un organismo movido por estímulos externos o internos, los cambios de estado que el entorno induce en un sistema autorregulado pueden entenderse como cuasi-acciones, es decir, como si en ellos se expresara la capacidad de acción de un sujeto21. Pero en estos casos sólo hablamos de racionalidad en un sentido traslaticio. Pues la susceptibilidad de fundamentación que hemos exigido para que una manifestación o emisión pueda considerarse racional significa que el sujeto al que ésta se atribuye ha de ser capaz de dar razones cuando lo exija el caso.
(b) El fenomenólogo no se sirve sin más como hilo conductor de las acciones encaminadas a la consecución de un fin o resolutorias de problemas. No parte simplemente del presupuesto ontológico de un mundo objetivo, sino que convierte ese presupuesto en problema preguntándose por las condiciones bajo las que se constituye para los miembros de una comunidad de comunicación la unidad de un mundo objetivo. El mundo sólo cobra objetividad por el hecho de ser reconocido y considerado como uno y el mismo mundo por una comunidad de sujetos capaces de lenguaje y de acción. El concepto abstracto de mundo es condición necesaria para que los sujetos que actúan comunicativamente puedan entenderse entre sí sobre lo que sucede en el mundo o lo que hay que producir en el mundo. Con esta práctica comunicativa se aseguran a la vez del contexto común de sus vidas, del mundo de la vida que intersubjetivamente comparten. Éste viene delimitado por la totalidad de las interpretaciones que son presupuestas por los participantes como un saber de fondo. Para poder aclarar el concepto de racionalidad, el fenomenólogo tiene que estudiar, pues, las condiciones que han de cumplirse para que se pueda alcanzar comunicativamente un consenso. Tiene que analizar lo que Elvin Gouldner, refiriéndose a Alfred Schütz, llama mundane reasoning. «El que una comunidad se oriente a sí misma al mundo como algo esencialmente constante, como algo que es conocido y cognoscible en común con los demás, provee a esa comunidad de razones de peso para hacerse preguntas de tipo peculiar, de las que es un representante prototípico la siguiente: ¿Pero cómo es posible que él lo vea y tú no?»22.
Según este modelo, las manifestaciones racionales tienen el carácter de acciones que tienen sentido, de acciones que son inteligibles en su contexto, con las que el actor se refiere a algo en el mundo objetivo. Las condiciones de validez de las expresiones simbólicas remiten a un saber de fondo, compartido intersubjetivamente por la comunidad de comunicación. Para este trasfondo de un mundo de la vida compartido, todo disenso representa un peculiar desafío: «La asunción de un mundo compartido por todos (mundo de la vida) no funciona para los mundane reasoners como una aserción descriptiva. No es falsable. Sino que funciona más bien como una especificación no corregible de las relaciones que en principio se dan entre las experiencias que los perceptores tienen en común sobre lo que cuenta como un mismo mundo (mundo objetivo). Dicho en términos muy toscos, la anticipada unanimidad de la experiencia (o por lo menos, de los relatos de esas experiencias) presupone una comunidad con otros que se supone están observando el mismo mundo, que tienen una constitución física que los capacita para tener una verdadera experiencia, que tienen una motivación que los lleva a hablar sinceramente de su experiencia y que hablan de acuerdo con esquemas de expresión compartidos y reconocibles. Cuando se produce una disonancia, los mundane reasoners están dispuestos a poner en cuestión este o aquel rasgo. Para un mundane reasoner una disonancia constituye una razón suficiente para suponer que no se cumple una u otra de las condiciones que se suponía se cumplían cuando se anticipaba la unanimidad. Una mundane solution puede encontrarse revisando, por ejemplo, si el otro era o no capaz de tener una verdadera experiencia. La alucinación, la paranoia, la parcialidad, la ceguera, la sordera, la falsa conciencia, en la medida en que se las entiende como indicadores de un método defectuoso o inadecuado de observación del mundo, se convierten entonces en candidatos para la explicación de las disonancias. El rasgo distintivo de estas soluciones —el rasgo que las hace inteligibles a otros mundane reasoners como posibles soluciones correctas— es que ponen en cuestión, no la intersubjetividad del mundo, sino la adecuación de los métodos con que hacemos experiencia del mundo e informamos sobre él»23.
A este concepto más amplio de racionalidad comunicativa desarrollado a partir del enfoque fenomenológico se le puede insertar el concepto de racionalidad cognitivo-instrumental desarrollado a partir del enfoque realista. Existen, en efecto, relaciones internas entre la capacidad de percepción decentrada (en el sentido de Piaget) y la capacidad de manipular cosas y sucesos, por un lado, y la capacidad de entendimiento intersubjetivo sobre cosas y sucesos, por otro. De ahí que Piaget elija el modelo combinado que representa la cooperación social, según el cual varios sujetos coordinan sus intervenciones en el mundo por medio de la acción comunicativa24. Los contrastes entre ambos conceptos de racionalidad sólo empiezan a resultar llamativos cuando, como es habitual en las tradiciones empiristas, la racionalidad cognitivo-instrumental extraída del empleo monológico del saber proposicional se la intenta desgajar de la racionalidad comunicativa, por ejemplo los contrastes en los conceptos de responsabilidad y autonomía. Sólo las personas capaces de responder de sus actos pueden comportarse racionalmente. Si su racionalidad se mide por el éxito de las intervenciones dirigidas a la consecución de un fin, basta con exigir que puedan elegir entre alternativas y controlar (algunas) condiciones del entorno. Pero si su racionalidad se mide por el buen suceso de los procesos de entendimiento, entonces no basta con recurrir a tales capacidades. En los contextos de acción comunicativa sólo puede ser considerado capaz de responder de sus actos quien sea capaz, como miembro de una comunidad de comunicación, de orientar su acción por pretensiones de validez intersubjetivamente reconocidas. A estos diversos conceptos de responsabilidad se les pueden hacer corresponder distintos conceptos de autonomía. Un mayor grado de racionalidad cognitivo-instrumental tiene por resultado una mayor independencia con respecto a las restricciones que el entorno contingente opone a la autoafirmación de los sujetos que actúan con vistas a la realización de sus fines. Un grado más alto de racionalidad comunicativa amplía, dentro de una comunidad de comunicación, las posibilidades de coordinar las acciones sin recurrir a la coerción y de solventar consensualmente los conflictos de acción (en la medida en que éstos se deban a disonancias cognitivas en sentido estricto).
La restricción añadida entre paréntesis es necesaria mientras desarrollemos el concepto de racionalidad comunicativa valiéndonos como hilo conductor de las manifestaciones o emisiones (Äußerungen) constatativas. También M. Pollner limita el mundane reasoning a los casos en que se produce un desacuerdo sobre algo en el mundo objetivo25. Pero como es obvio, la racionalidad de las personas no sólo se muestra en su capacidad para llegar a un acuerdo sobre hechos o para actuar con eficiencia.
(2) Las afirmaciones fundadas y las acciones eficientes son, sin duda, un signo de racionalidad, y a los sujetos capaces de lenguaje y de acción que, en la medida de lo que les es posible, no se equivocan sobre los hechos ni sobre las relaciones fin/medio los llamamos, desde luego, racionales. Pero es evidente que existen otros tipos de manifestaciones que, aunque no vayan vinculadas a pretensiones de verdad o de éxito, no por ello dejan de contar con el respaldo de buenas razones. En los contextos de comunicación no solamente llamamos racional a quien hace una afirmación y es capaz de defenderla frente a un crítico, aduciendo las evidencias pertinentes, sino que también llamamos racional a aquel que sigue una norma vigente y es capaz de justificar su acción frente a un crítico interpretando una situación dada a la luz de expectativas legítimas de comportamiento. E incluso llamamos racional a quien expresa verazmente un deseo, un sentimiento, un estado de ánimo, a quien revela un secreto, a quien confiesa algo que hizo, etc., y que después convence a un crítico de la autenticidad de la vivencia así desvelada sacando las consecuencias prácticas y comportándose de forma consistente con lo dicho.