Tierras salvajes - Diana Palmer - E-Book
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Tierras salvajes E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

El oficial de las Fuerzas Especiales, Winslow Grange, veía las ventajas económicas de emplearse como mercenario. Después de trabajar en Texas en el rancho de su amigo Jay Pendleton, volver a las selvas de Sudamérica no iba a ser un trabajo fácil, pero ¿qué era eso para un boina verde? El corazón de una mujer, sin embargo, era pisar terreno peligroso. Estando en Texas, su mayor problema había sido evitar a Peg Larson, hija de su capataz, y las complicaciones que podría acarrearle. Pero ahora estaba en Sudamérica, y cuando más concentrado debía estar en ayudar al general Emilio Machado a recuperar el control de la pequeña nación sudamericana de Barrera, la aparición por sorpresa de Peg se iba a convertir en una distracción inevitable, porque estaba decidida a demostrarle que podía serle útil dentro y fuera del campo de batalla. Grange estaba a punto de descubrir que, una vez que la joven había conseguido traspasar su armadura, atravesar las tierras salvajes del Amazonas iba a resultarle más fácil que defenderse de sus encantos.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.

TIERRAS SALVAJES, Nº 152 - abril 2013

Título original: Courageous

Publicada originalmente por HQN™ Books

Traducido por Ana Belén Fletes Valera

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3043-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Dedicado a Mel y a Syble, con todo mi amor

Prólogo

A Peg Larson le encantaba pescar. Aquello era como poner el cebo en el anzuelo, solo que en vez de para pescar una lubina o un besugo en alguno de los riachuelos que rodeaban Comanche Wells, Texas, la táctica estaba destinada a pescar un hombre alto y apuesto.

Echaba de menos ir a pescar. Faltaba solo un par de semanas para Acción de Gracias, y hacía demasiado frío, incluso en el sur de Texas, para sentarse en la orilla de un río. A principios de primavera, le gustaba tomar asiento con su bote de gusanos y su sencilla pero fiable caña de pescar. Tensaba el hilo con ayuda de un plomo y dejaba que el colorido corcho rojo, blanco y azul que le regalara su padre cuando tenía cinco años quedara flotando en la superficie.

Pero aún quedaban meses para que comenzara la temporada de pesca.

De momento, Peg tenía en mente otro tipo de presa.

Se miró en el espejo y suspiró. Tenía un rostro dulce, pero no era realmente guapa. Poseía unos ojos grandes de color verde claro y largo cabello rubio, que llevaba en una cola de caballo la mayor parte del tiempo, sujeto con una goma o lo que tuviera más a mano. No era lo que se dice alta, pero sí tenía unas piernas largas y una bonita figura. Se quitó la goma y el pelo cayó enmarcándole el rostro. Se lo cepilló hasta dejarlo brillante como una cortina de oro pálido. Se pintó los labios, un poco nada más, y se aplicó los polvos que su padre le había regalado por su cumpleaños unos meses atrás. Suspiró al ver su reflejo.

Con buen tiempo podría haberse puesto los vaqueros cortos (vaqueros viejos a los que les cortaba las perneras) y una camiseta favorecedora que le resaltara los pechos pequeños pero firmes y respingones. En noviembre había menos opciones.

Los vaqueros eran viejos, de un color azul claro, muy gastado en algunos sitios de tanto lavarlos, pero se le ajustaban a las redondeadas caderas y a las largas piernas como una segunda piel. Se había puesto una camiseta rosa de algodón suave, manga larga y escote redondo discreto, pero sexy. O al menos a ella se lo parecía. Era una chica de diecinueve años que había tardado en desarrollarse, curtida en luchar en el instituto para mantener a raya a la masa impetuosa que pensaba que practicar sexo antes del matrimonio era algo tan asumido y sensato que solo una chica rara lo rechazaría.

Peg se rio para sí al recordar las discusiones sobre el tema con algunas conocidas. Sus amigas de verdad pensaban como ella, iban a misa en una época en la que la religión en sí recibía reproches desde todos los flancos. Pero en Jacobsville, Texas, el condado en el que se encontraba el instituto, ella pertenecía a la mayoría. La diversidad cultural estaba presente en el centro, que salvaguardaba los derechos de todos los alumnos. Pero la mayoría de las chicas de la zona, como Peg, no se doblegaban a la presión o la coerción en lo que a temas morales se refería. Ella quería tener marido e hijos, un hogar propio, un jardín con flores por todas partes y, por encima de todo, quería que Winslow Grange diera vida a su cuento de hadas.

Su padre, Ed, y ella trabajaban en el rancho nuevo de Grange. Este había salvado a la mujer de su jefe, Gracie Pendleton, cuando un presidente sudamericano depuesto la raptó con el fin de conseguir dinero para expulsar del poder a su enemigo.

Grange fue con un puñado de mercenarios a México en plena noche y la salvó. Jason Pendleton, un millonario con un corazón de oro, le regaló un rancho situado dentro de la inmensa propiedad Pendleton, en Comanche Wells, junto con un capataz y un ama de llaves, Ed y su hija, Peg.

Antes de trabajar para Grange, Ed trabajaba en el rancho Pendleton, mientras que Peg levantaba castillos en el aire relacionados con el guapo y enigmático señor Grange. Era un hombre alto y moreno, de ojos penetrantes y una atractiva tez bronceada. Había sido comandante del Ejército en la guerra de Irak, durante la cual había hecho algo poco convencional y se había dado de baja del Ejército para evitar un consejo de guerra general. Su hermana se suicidó por un hombre de la zona, según decía la gente. Era un superviviente en el buen sentido de la palabra, y ahora trabajaba con el líder latino depuesto, Emilio Machado, tratando de recuperar su país, Barrera, que estaba en la selva amazónica.

Peg no sabía gran cosa sobre otros lugares. No había salido nunca de Texas y la única vez que había subido a un avión había sido para un breve trayecto en el aeroplano para fumigar los cultivos de un amigo de su padre. Era una chica inocente en todo lo relacionado con el mundo y los hombres.

Pero Grange no sabía hasta qué punto lo era y ella no tenía intención de decírselo. Llevaba semanas coqueteando con él a la más mínima oportunidad. Con elegancia, claro está, pero estaba decidida a ser la única mujer en el sur de Texas que pudiera conseguir a Winslow Grange.

No quería que se formara una mala opinión de ella, por supuesto, tan solo quería que se enamorase perdidamente de ella hasta el punto de que le pidiera que se casara con él. Se imaginaba viviendo con él. No es que no lo hiciera ya, pero solo trabajaba para él. Ella lo que quería era poder tocarlo cuando le apeteciera, abrazarlo, besarlo, hacer… otras cosas con él.

Cuando estaba cerca, sentía que su cuerpo hacía cosas extrañas. Se notaba tensa. Excitada. Sensaciones desconocidas afloraban dentro de ella. No había salido con muchos hombres porque ninguno la atraía de verdad. De hecho, había llegado a pensar que tenía un problema porque le gustaba ir de compras con sus amigas o ir sola al cine, pero lo cierto era que no le gustaba tanto salir todas las noches con chicos como a otras chicas. A ella le gustaba experimentar con platos nuevos en la cocina, hacer pan y cuidar el jardín. Tenía un huerto que daba sus frutos durante la primavera y el verano, y se ocupaba de las flores todo el año. Grange se lo consentía porque le gustaban las verduras orgánicas que servía en la mesa. Gracie Pendleton intercambiaba flores y bulbos con ella, porque a ella también le gustaba la jardinería.

De modo que Peg apenas salía. Una vez, un hombre muy agradable la había llevado al teatro en San Antonio a ver una comedia. Disfrutó de la noche, pero cuando la llevaba a casa, intentó que parasen en el motel en el que se hospedaba. No volvió a quedar con él. El siguiente que la invitó a salir la llevó a ver los reptiles al zoo de San Antonio y después quiso llevarla a ver la familia de pitones que tenía en casa. Aquella cita acabó mal también. A Peg no le importaba ver serpientes siempre y cuando no fueran agresivas y trataran de morder, pero compartir un hombre con varias era ir demasiado lejos. Aunque también había sido un hombre muy agradable. Después, salió una vez con el sheriff Hayes Carson. Un hombre muy agradable, la verdad, muy educado y con un divertido sentido del humor. La llevó al cine a ver una película fantástica. Estuvo muy bien. Pero Hayes estaba enamorada de otra chica, y todo el mundo lo sabía, menos él. Salía con otras para demostrar a Minette, la dueña del periódico local, que no estaba loco por ella. Minette se lo había tragado, pero Peg no. Y no tenía intención de enamorarse de un hombre que amaba a otra.

Después de aquello no salió con nadie más. Hasta que su padre aceptó trabajar para Grange. Peg lo había visto por el rancho. Se le antojaba fascinante. No sonreía casi nunca y apenas hablaba con ella. Estaba al tanto de su pasado en el Ejército y que la gente lo consideraba un hombre inteligente. Hablaba idiomas y ayudaba a Eb Scott, que dirigía su propia agencia para combatir el terrorismo en Jacobsville, no lejos de Comanche Wells, en asuntos de lo más peregrinos. Eb era un antiguo mercenario, como muchos otros en la zona. Corría el rumor de que muchos de ellos se habían aliado con el general Emilio Machado para ayudarlo a arrebatarle el poder al usurpador que le había depuesto y encarcelaba inocentes y los torturaba. Parecía un tipo bastante malo, y confiaba en que ganara el general.

Pero lo que le preocupaba era que Winslow tomara parte en la invasión. Era militar y había estado en la guerra de Irak. Pero hasta los buenos militares podían resultar muertos. Peg estaba preocupada. Quería decirle cuánto, pero nunca le parecía buen momento.

Le gastaba bromas, jugaba con él y le preparaba todo tipo de platos y postres especiales. Él era amable y se lo agradecía, pero era como si no la mirase de verdad a ella. De manera que ideó una campaña para captar su interés. Llevaba poniéndola en práctica varias semanas ya.

Lo había abordado en el establo con una blusa aún más escotada que la llevaba en ese momento y se había agachado exageradamente para recoger algo. Sabía que tendría que fijarse, pero él apartó la vista y se puso a hablar sobre la novilla de pura raza que estaba a punto de parir.

Tras aquello, Peg intentó pasar rozándose accidentalmente con él, tan cerca que casi aplastó los pechos contra el torso de él. Al levantar la vista para ver el efecto, él desvió la mirada, carraspeó y salió a ver cómo seguía la vaca.

En vista de que los movimientos de acercamiento físico parecían no surtir efecto, optó por un nuevo enfoque. Cada vez que estaba a solas con él, se las apañaba para sacar temas de temática sensual en la conversación.

—¿Sabes? —tanteó un día tras salir al establo con una taza de café para él—, dicen que algunos métodos anticonceptivos son muy eficaces. Casi un cien por cien de eficacia. Prácticamente ninguna mujer podría quedarse embarazada a menos que lo hiciera a propósito.

La había mirado como si tuviera monos en la cara, había carraspeado y se había alejado.

De acuerdo, Roma no se construyó en un día. Lo había intentado de nuevo. En una ocasión, se quedó a solas con él en la cocina mientras su padre estaba en su partida de póquer con los amigos.

Se inclinó sobre Winslow hasta casi rozarle el hombro con el pecho para servirle una porción de pastel de manzana casero con helado con la segunda taza de café solo.

—He leído un artículo en una revista que dice que lo que importa con los hombres no es el tamaño, sino lo que saben hacer con ello… ¡Ay, qué torpe!

Le había volcado la taza de café.

—¿Te has quemado? —se apresuró a preguntar mientras recogía el estropicio.

—No —respondió él con frialdad. Se levantó, tomó el trozo de pastel, se sirvió otro café y salió de la habitación. Peg oyó que se metía en su habitación. Y cerraba la puerta de un portazo.

—¿He dicho algo malo? —había preguntado ella a la habitación vacía.

Era obvio que tampoco iba a atraerlo con aquella táctica. Así que intentaría conseguirlo mostrándose recatada y sensual. Tenía que hacer algo. Pronto se iría a Sudamérica con el general y tal vez no volviera a verlo en mucho tiempo. Se le partía el corazón. Tenía que encontrar la manera de conseguir que se fijara en ella, que sintiera algo por ella. Ojalá supiera más cosas sobre los hombres. Leía artículos en revistas, buscaba en Internet, leía libros. Pero nada la preparaba para la seducción.

Hizo una mueca. No quería seducirlo por completo. Solo quería hacerlo enloquecer hasta el punto de que pensara que el matrimonio era la única opción posible. Bueno, no, tampoco quería que se casara con ella mediante trampas. Únicamente quería que la amara.

¿Cómo demonios iba a conseguirlo?

Winslow no salía con nadie. Bueno, había salido una o dos veces con una chica de la zona y se rumoreaba que sentía un amor no correspondido por Gracie Pendleton. Pero no era mujeriego. Al menos en Comanche Wells. Peg imaginaba que habría tenido bastantes oportunidades de estar con mujeres mientras estaba en el Ejército. Lo había oído hablar de las fiestas de la alta sociedad a la que había asistido en la capital de la nación. Había estado rodeado de mujeres ricas y hermosas, a las que posiblemente les habría parecido tan atractivo y deseable como se lo parecía a ella. Se preguntaba si sería un hombre experimentado. Más que ella desde luego que sí. Estaba dando palos de ciego, tratando de seducir a un hombre usando unas habilidades que no poseía.

Se miró al espejo una última vez, con optimismo, y salió a impresionar a Winslow Grange.

Este estaba sentado en el salón viendo en la televisión un especial sobre anacondas grabado en la jungla amazónica, lugar al que en breve se marcharía.

—Son enormes —exclamó ella, sentándose en el brazo del sofá junto a él—. ¿Sabías que cuando las hembras están en celo, los machos llegan desde muchos kilómetros a la redonda para realizar una danza de apareamiento que dura…?

Él se levantó, apagó la televisión mientras mascullaba toda suerte de imprecaciones entre dientes y salió cerrando de un portazo.

Peg suspiró.

—Bueno, o me tiro por un puente —dijo para sí.

Su padre, Ed Larson, apareció en la puerta con expresión perpleja.

—Acabo de cruzarme con Winslow, que iba de camino al establo —comentó despacio—. Iba diciendo las mayores barbaridades que he oído en mi vida y, cuando le he preguntado que qué le pasaba, me ha dicho que está deseando irse y que como se encuentre con una anaconda piensa meterla en una caja y enviártela por mensajero.

Pegó lo miró con los ojos como platos.

—¿Qué?

—Un hombre muy extraño —dijo Ed, sacudiendo la cabeza a un lado y a otro mientras entraba en la casa—. Pero que muy extraño.

Peg sonrió de oreja a oreja. Parecía que sí estaba teniendo algún efecto sobre él. Había despertado la pasión en Winslow Grange. Aunque solo fuera en forma de estallido de cólera.

Al día siguiente preparó bizcocho de coco de postre. Era el favorito de Winslow. Espolvoreó coco rallado y azúcar glaseado por encima, y le puso unas guindas de adorno.

Lo sirvió tras la cena tensa y silenciosa.

—Coco —exclamó Ed Larson—. Peg, eres un cielo. Igual que el que hacía tu madre —añadió con una sonrisa tras el primer bocado y cerró los ojos.

La madre de Peg había muerto de cáncer unos años atrás. Había sido una buenísima cocinera y la persona más dulce que Peg había conocido. Tenía la habilidad de convertir en amigos a los enemigos con compasión y empatía. Peg no había tenido nunca un enemigo de verdad, pero confiaba en que el ejemplo de su madre sirviera para guiarla en caso de que lo tuviera alguna vez.

—Gracias, papá —contestó ella con dulzura.

Winslow estaba dando cuenta de su trozo de bizcocho. Vaciló entre comerse las guindas o dejarlas, y al final apartó un par de ellas mientras se terminaba el trozo.

Peg lo miró con los inocentes ojos muy abiertos.

—¿No te gustan… las guindas? —preguntó frunciendo los labios de forma sugerente.

Este dijo algo que hizo que Ed enarcara las cejas pronunciadamente.

Sonrojado, se quitó la servilleta y se levantó, apretando los sensuales labios en una delgada línea.

—Lo lamento —espetó—. Disculpadme.

Ed miró a su hija.

—¿Qué demonios le pasa últimamente? —preguntó medio para sí—. Te juro que no había visto a nadie tan nervioso.

Terminó su trozo de bizcocho ajeno a la expresión de Peg.

—Supongo que será por ese asunto de Barrera. Normal que uno se preocupe. Es el encargado de planear y llevar a cabo una campaña militar contra un dictador con un pequeño ejército y sin que se den cuenta las agencias de inteligencia —añadió—. Yo también estaría tenso.

Peg esperaba que Winslow estuviera tenso, pero no por esos motivos. Se ruborizó al recordar lo que le había dicho. Había sido un comentario grosero, en absoluto propio de ella. Tendría que ser menos descarada. No quería espantarlo por ser demasiado directa. Se maldijo por su falta de tacto. Cada vez estaba más enfadado. Eso le recordó otra posible complicación. Excederse podía costarle el empleo a su padre. Tenía que cambiar de estrategia una vez más.

Conque le dio vueltas durante un par de días y al final decidió intentar algo diferente. Se rizó el pelo, se puso su mejor vestido de los domingos y se sentó en el salón a ver Sonrisas y lágrimas a la hora en que sabía que Winslow regresaría de revisar las alambradas.

Este vaciló cuando entró y la vio sentada en el sitio que solía ocupar él en el sofá y se detuvo junto a ella.

—Una película muy antigua —comentó.

Ella sonrió con timidez.

—Sí, lo es, pero la música es preciosa y además va sobre el romance de cuento de hadas entre una monja y un aristócrata, que termina casándose con ella.

Él enarcó una ceja.

—¿No es un poco sosa para tu gusto? —preguntó él con sarcasmo.

Ella lo miró con sus enormes ojos verdes.

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué ha pasado con las anacondas y los métodos anticonceptivos? —preguntó.

Ella ahogó un gemido.

—¿Crees que las anacondas deberían utilizar métodos anticonceptivos? —preguntó ella, horrorizada—. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo te parece a ti que se podría poner un preservativo a una anaconda macho?

Grange salió tan deprisa que a Peg le pareció ver que iba dejando un rastro de fuego tras de sí. Pero nada más hubo salido por la puerta, juraría haber oído una risa honda y suave.

Capítulo 1

—No quiero ir al baile de Cattleman’s Ball —dijo Winslow categóricamente, fulminando al otro hombre con la mirada. Había hostilidad en sus ojos oscuros. Claro que normalmente era así.

Su jefe se limitó a sonreír. Jason Pendleton conocía bien a su capataz.

—Lo pasarás bien. Te vendrá bien tomarte un respiro.

—¡Que me tome un respiro! —Winslow elevó las grandes manos al cielo y se dio media vuelta—. Me voy a Sudamérica con un grupo de especialistas en Operaciones Especiales encubiertos con la intención de arrebatar el control del gobierno a un dictador sanguinario…

—Justo por eso tienes que tomarte un respiro —respondió Jason sin más.

Winslow se dio media vuelta con las manos hundidas en los bolsillos de los vaqueros.

—Mira, no me gusta mucho relacionarme con la gente. No se me da bien —dijo haciendo una mueca.

—¿Y crees que a mí sí? —razonó Jason—. Pero me veo obligado a codearme con presidentes de empresas, funcionarios del gobierno, auditores federales… Tú también podrás hacerlo.

—Supongo que sí —contestó con un largo suspiro—. Ha pasado mucho tiempo desde que conduje a mis hombres a la batalla.

Jason enarcó una ceja.

—Fuiste a México a liberar a mi mujer cuando la raptó el que ahora es tu jefe.

—Aquello fue una incursión. Ahora hablamos de una guerra.

Se volvió y apoyó los brazos en la cerca, mirando sin ver el ganado de pura raza que comía de un bala de heno

—Perdí hombres en Irak —siguió diciendo Winslow.

—Debido en su mayoría a las absurdas órdenes de tu superior, según recuerdo, no a incompetencia por tu parte.

—Me encantó que le hicieran un consejo de guerra —comentó Winslow con seriedad.

—Le estuvo bien empleado —Jason se apoyó contra la cerca junto a él—. Lo que importa es que dirigiste bien a tus hombres. Esa es una capacidad muy valiosa para el presidente destituido que lucha ahora por devolver la democracia a su país. Si lo consigues, como creo que harás, erigirán una estatua en tu honor en alguna parte.

Winslow soltó una carcajada.

—Pero el baile es una tradición local. Todos los de por aquí asistimos y hacemos donaciones para alguna causa benéfica de la región. Nos reunimos, bailamos, charlamos y nos divertimos. Te acuerdas de lo que es, ¿verdad, Winslow? La diversión.

Este hizo una mueca.

—¡Cómo sois los exmilitares, por Dios! —suspiró Jason.

—No empieces otra vez —le dijo Winslow—. Recuerda que gracias a mi experiencia como militar Gracie no está muerta en una cuneta vete tú a saber dónde.

Jason meneó la cabeza.

—Pienso en ello todos los días.

No le gustaba recordarlo siquiera. Gracie había estado a punto de morir. Su noviazgo había sido inconstante y complicado. Ahora estaban casados y esperaban su primer hijo. Gracie creyó haberse quedado embarazada poco después de la boda, pero al final resultó que no era así. Esta vez no era ningún error. Estaba resplandeciente con su embarazo de seis meses. Eran felices juntos. Pero el camino hacia el altar no había sido sencillo.

—Iba a pedirle que saliera conmigo justo antes de que te casaras con ella —dijo Winslow para enfadarlo—. Me compré un traje nuevo y todo.

—No fue dinero malgastado. Aún se lleva ese estilo. Te lo puedes poner para el baile. Además —añadió Jason con una amplia sonrisa—, no sé de qué te quejas. Te regalé un terreno y un rebaño de pura raza Santa Gertrudis.

—No tenías que haberlo hecho, de verdad —dijo Winslow finalmente—. Fue demasiado.

—Yo creo que no. Eres el empleado más valioso que tengo. Fue un extra. Bien merecido.

Winslow sonrió.

—Gracias —dijo y haciendo otra mueca añadió—: Pero no tenías que haber incluido también a Ed Larson y a su hija.

—Peg es una chica muy dulce y cocina de maravilla.

Winslow lo fulminó con sus ojos oscuros.

—Está todo el tiempo detrás de mí. Dice cosas que…

—No tiene más que diecinueve años. Claro que dirá cosas…

—¡Intenta seducirme, por el amor de Dios! —exclamó y sus altos pómulos se tiñeron de rojo.

Jason enarcó las cejas.

—Sabes que ya no estamos en la época victoriana, ¿verdad?

—No pienso meterme en un lío con una chica de diecinueve años —repuso él con sequedad—. Voy a la iglesia, pago mis impuestos y hago donaciones a causas benéficas. ¡Si ni siquiera bebo!

Jason sacudió la cabeza.

—Me rindo. Eres una causa perdida.

—Quieres ver una causa perdida, mira a tu alrededor —empezó a decir Winslow—. Tenemos el índice más alto de divorcios, una economía en un estado terrible y las empresas más codiciosas de la faz de la Tierra…

Jason levantó una mano.

—Lo siento, pero tengo que estar en Nueva York la semana después de Acción de Gracias —dijo haciéndose el gracioso.

—Simplemente quería dejar claro lo que pienso.

—Tendrás que llevarte la tribuna a otra parte. En cuanto al baile, si no llevas a Peg, ¿a quién piensas llevar?

Winslow parecía desesperado.

—Iré solo.

—Así la gente tendrá de qué hablar durante un mes.

—¡No pienso llevar a Peg! ¡Su padre trabaja para mí! Y ella también, ya de paso.

—Te puedo dar una lista de la cantidad de personas que han ido con empleados suyos a otras ediciones del baile si quieres —dijo Jason por lo bajo.

Winslow sabía a lo que se refería. Muchas de las parejas de esa lista habían terminado casándose.

—Serán solo tres horas —continuó Jason—. ¿Qué puede haber de malo? Además, ¿no te vas del país dos días después?

—Sí.

—Tómatelo como un recuerdo feliz para el camino.

Winslow cambió de posición y apartó la mirada, pasándose la mano por el pelo negro al mismo tiempo.

—Peg no tendrá dinero para comprarse un vestido para la fiesta.

—Hay una boutique nueva en la ciudad. Bess Truman, la diseñadora, está intentando promocionar su negocio, y por eso ha vestido a las mujeres solteras de la ciudad con sus trajes. ¿Te acuerdas de Nancy, la farmacéutica? La vistió con un vestido verde de noche para un evento que salió en la televisión local. A Bonnie, su ayudante, le prestó uno rojo. Detuvo el tráfico a causa del él y todo. A Holly, que trabaja con ellas, le dejó uno dorado. El caso es que Bess le ha prestado uno a Peg también.

—¿Piensas decirme de qué color es? —dijo Winslow arrastrando las palabras con sarcasmo.

—Tendrás que esperar a la fiesta —contestó el otro con una sonrisa—. Gracie me ha dicho que es el más bonito de todos.

Winslow seguía dudando.

—Invítala —dijo Jason totalmente serio—. Llevas mucho tiempo solo. No sales nunca con nadie. Ya es hora de que recuerdes por qué a los hombres les gustan las mujeres.

Winslow entornó los ojos.

—Gracie te ha metido en este lío, ¿verdad?

Jason se encogió de hombros y apretó los labios.

—Las mujeres embarazadas tienen antojos. Helado de fresa con pepinillo espolvoreado, hielo picado con mango, que inviten a sus amigas a los bailes… —miró a Winslow con ojos risueños—. No querrás que Gracie se ponga triste, ¿verdad?

—Eso, tú dame en mi punto débil —masculló Winslow.

Jason sonrió de oreja a oreja.

Winslow se encogió de hombros.

—Está bien. Debería estar comprobando las armas y entrenando a mis hombres, pero me tomaré la noche libre y acompañaré a Peg a un baile al que no me apetece asistir. ¿Por qué no?

—Y sé agradable, de acuerdo? —dijo Jason con un gruñido de resignación—. Aunque solo sea por una vez.

Winslow le hizo una mueca.

—Odio ser agradable. Yo no soy agradable. Fui comandante en un escuadrón en Irak.

—Así practicas para cuando tengas que engatusar a esos insurgentes para que se rindan ante tu jefe, el general.

Winslow sonrió con frialdad.

—No me va a hacer falta. Llevo varias armas automáticas y unas cuantas granadas.

Jason se limitó a sacudir la cabeza.

Peg estaba en la cocina cuando Winslow entró en el rancho. Jason le había regalado la casa con el terreno a pesar de sus protestas. Winslow seguía siendo el capataz de Pendleton Comanche Wells, la gigantesca propiedad de Jason. Pero en el tiempo libre que le quedaba se dedicaba a aumentar su rebaño y hacer reformas en el gigantesco edificio blanco. Jason pagaba el salario de Ed y él el de Peg.

Winslow le agradecía mucho la generosidad. Jason se tomaba muy en serio lo de pagar sus deudas y le parecía que le debía mucho a Winslow por haber salvado a Gracie. Este se había negado a aceptar dinero, de modo que Jason encontró otro modo de devolverle el favor: un terreno con su propio rancho y un rebaño de vacas. Todo valía una fortuna, pero era imposible librarse cuando a Jason se le metía algo en la cabeza. Gracie se había mostrado igual de categórica. Así que Winslow terminó aceptando con toda la educación que pudo. Era una recompensa muy generosa. Cierto que había sido una misión desesperada y peligrosa. Podría haber muerto, y también sus hombres. Consiguió llevar a cabo el rescate en poco tiempo y sin bajas importantes. Confiaba y rogaba al Cielo por que el ejército de invasión de Emilio Machado tuviera la misma suerte cuando entrara en la semana posterior a Acción de Gracias a liberar Barrera de aquel cruel dictador que había arrebatado el gobierno a Machado con un golpe de Estado.

Peg era una chica de diecinueve años llena de energía, de largo cabello rubio, ojos verdes y sonrisa pícara. Su padre y ella se habían quedado solos tras la muerte de su madre cinco años atrás a causa de un cáncer fulminante, y terminaron trabajando para Jason Pendleton, aunque ahora hubieran pasado a trabajar en el viejo rancho que le había cedido a él.

A ellos no les importaba. A Ed le gustaba ser el capataz de la propiedad. Ganaba lo mismo que trabajando en el rancho Pendleton, pero sus obligaciones eran mucho menos exigentes y tenía mucho más tiempo libre. Peg, por su parte, no tenía que cocinar más que para ellos tres, y se le daba bien. El cocinero de Jason se pasaba por allí con frecuencia a pedir que le hiciera tartas y bizcochos para los trabajadores, porque él no sabía hacerlos. A ella no le importaba. Le encantaba cocinar.

—Deberías estar en la universidad —dijo Winslow sin irse por las ramas cuando entró en la cocina mientras ella metía la carne en el horno.

Peg lo miró, se rio y removió las patatas que estaba cociendo.

—Ya. Iré a Harvard el próximo semestre. Recuérdame que le pida a papa el dinero.

Él la fulminó con la mirada.

—Dan becas.

—Yo era una estudiante del montón.

—Estudia y trabaja.

Peg se volvió y lo miró. Tuvo que levantar mucho la cabeza y se quedó en la barbilla. Llevaba el pelo rubio recogido en dos coletas y tenía manchada de grasa la sudadera. Y también los vaqueros. No se ponía delantal nunca. Lo señaló con la cuchara y dijo:

—¿Y qué es lo que tendría que estudiar exactamente?

—¿Economía Doméstica?

Ella lo miró con cara de pocos amigos.

—¿De verdad quieres que vaya a la universidad y viva en un residencia universitaria mixta?

—¿Cómo dices?

—Una residencia en la que chicos y chicas comparten habitación cuando ni siquiera se conocen. ¿Crees que me voy a desnudar en una habitación delante de un hombre al que no conozco?

Él se quedó mirándola boquiabierto.

—Será una broma.

—No es ninguna broma. Tienen habitaciones para parejas casadas. El resto puede elegir si quiere compartir con un chico o con una chica —le lanzó otra mirada fulminante—. Me educaron diciéndome que las cosas se hacen de una determinada manera. Por eso vivo en un lugar en el que la gente piensa como yo —se encogió de hombros—. Una vez leí ese libro antiguo de un tal Toffler. Hace treinta años predijo que habría personas que no evolucionarían con la sociedad y no encajarían en ella —se volvió hacia él—. Es lo que me pasa a mí. Llevo el pie cambiado. No encajo. No sé cuál es mi sitio. Bueno, aparte de Jacobsville. O Comanche Wells.

Winslow tuvo que admitir que no le gustaba imaginársela viviendo con estudiantes del otro sexo a los que no conocía. Por otro lado, a él tampoco le gustaría que lo obligaran a vivir con una mujer a la que no conocía. ¡Cuánto había cambiado el mundo en diez años!

Se apoyó contra la pared y dijo:

—Está bien. Supongo que tienes razón. Pero podrías ir y venir de la universidad cada día o estudiar online.

—He pensado en ello.

Winslow se quedó mirando el bonito arco que formaba su boca, su redondeada barbilla, su elegante cuello. Sus ojos eran el rasgo más bonito de su rostro, pero las coletas y la ausencia de maquillaje no le sentaban bien.

Ella se dio cuenta de lo que estaba mirando y sonrió ampliamente.

—Elementos disuasorios.

Él pestañeó varias veces seguidas.

—¿Cómo dices?

—Las coletas y la falta de maquillaje. Para no atraer pretendientes. Si no muestras interés por la ropa y el maquillaje denota que eres inteligente, ¿no? A los hombres no les gustan las chicas inteligentes.

Él enarcó una ceja.

—Si yo quisiera tener una relación, me gustaría que fuera con una mujer inteligente. Estoy licenciado en Ciencias Políticas con la especialidad en Política y Lenguas Árabes.

Ella se quedó con el tenedor con el que estaba probando si las patatas estaban hechas en el aire.

—¿Hablas árabe?

—Varios dialectos.

Peg bajó la vista.

—Ah.

No había caído en la cuenta de que tenía estudios universitarios. De repente, se sintió totalmente inferior. Le acababa de decir que tendría que ir a la universidad. ¿Acaso no le parecía lo bastante atractiva porque no tenía un intelecto cultivado como él? ¿O simplemente quería que se fuera?

Winslow frunció el ceño. Peg parecía preocupada. Se acordó entonces de lo que le había dicho Jason sobre el vestido de la diseñadora que le habían prestado. Hizo una mueca. No tenía planeado llevar a nadie más…

—¿Te apetece ir al baile conmigo? —preguntó sin más.

Ella pasó de las dudas y la depresión a la euforia en cuestión de cinco segundos. Y se le quedó mirando boquiabierta.

—¿Yo?

—No creo que le siente muy bien el vestido de fiesta a tu padre —respondió él.

—El baile —dijo ella, confusa.

Él asintió.

—Odio las fiestas —dijo lacónicamente—. Pero supongo que podré aguantar un par de horas.

Ella asintió. Parecía no saber qué decir.

—Si quieres ir —continuó él al ver que Peg no decía nada. No sabría decir qué le ocurría.

—¡Sí!

Winslow se echó a reír. A ella, el tenedor se le cayó de la mano de pura excitación y fue a parar casualmente dentro del fregadero. Winslow soltó una carcajada mayor aún.

—Buen lanzamiento. Podrías considerar la opción de ir a la NBA.

—No juego al fútbol.

Iba a decirle que era baloncesto, pero Peg sonreía tan feliz que estaba realmente guapa. Winslow sonrió. Le brillaban los ojos oscuros.

—Era solo una broma.

—De acuerdo.

Él se despegó de la pared.

—Vuelvo al trabajo. Saldremos el sábado hacia las seis. Servirán canapés y comida fría. No creo que tengas que preparar cena, a menos que le dejes algo preparado a tu padre.

—De acuerdo —dijo ella, asintiendo.

Él sonrió y salió.

Peg no volvió a pensar en las patatas hasta que el agua empezó a borbotear dentro de la cacerola. Las probó con un tenedor limpio y retiró la cacerola del fuego. Iba a ir al baile. Se sentía como Cenicienta. Se maquillaría y se arreglaría el pelo para que Winslow Grange se sintiera orgulloso de ella. Iba a ser la noche más feliz de toda su vida. Se sentía como si flotara cuando empezó a aplastar las patatas en un recipiente grande de cerámica.

—He oído que vas a ir al baile —dijo en broma Ed Larson después de la cena.

Peg se sonrojó. No había parado de hacerlo en toda la cena. Fue casi un alivio que Winslow saliera a ver cómo estaban las vacas.

—Sí. Me sorprendió mucho que me lo pidiera. Apuesto a que Gracie hizo que su marido lo convenciera —añadió con tristeza—. Estoy segura de que ya les había dicho que no quería ir.

—Me alegro de que vaya —dijo Ed con gesto serio mientras se tomaba el café—. Corre el rumor de que su grupo parte con Emilio Machado dentro de nada. Una revolución no es algo divertido.

—¿Tan pronto? —preguntó ella sin poder contenerse. Sabía lo de la misión. En las ciudades pequeñas no cabían los secretos. Además, Rick Márquez, cuya madre adoptiva, Barbara, llevaba el café de Jacobsville, resultaba que era hijo del general Machado.

—Sí —respondió su padre.

—Morirá.

—No, no morirá —respondió él y sonrió—. Winslow fue comandante del Ejército. Sirvió en Operaciones Especiales en Irak y volvió. No le va a pasar nada.

—¿Lo crees de verdad?

—De verdad.

Peg suspiró.

—¿Por qué hay guerras?

Había una expresión distante en los ojos de su padre.

—A veces por estupideces. A veces por patriotismo. En este caso —añadió, mirándola—, para impedir que un dictador siga matando a la gente dentro de sus propios hogares por cuestionar su política.

—¡Santo Cielo!

Él asintió.

—El general Machado dirigía un gobierno democrático, con ministros elegidos personalmente en cada departamento. Recorrió su país y habló con su gente para averiguar cuáles eran sus necesidades. Organizó comités, tenía representantes de los grupos indígenas en el consejo de estado e incluso colaboró con países vecinos en la creación de acuerdos de libre comercio que fueran beneficiosos para la región —negó con la cabeza—. De modo que se va otro país para hablar de esos acuerdos y, mientras está fuera, esa serpiente se presenta con sus secuaces políticos, los coloca al mando de las fuerzas militares y derroca al gobierno.

—¡Qué tipo tan agradable! —dijo ella con sarcasmo.

—Era la mano derecha del general y su jefe político —continuó Ed—. Arturo Sapara asume el control del gobierno y cierra las cadenas de televisión y las emisoras de radio y coloca un representante en cada periódico para que le informen directamente. Controla todos los medios de información. Coloca cámaras por todas partes y espía a la gente. Dicen que las personas que no son de su cuerda desaparecen, como esos dos profesores universitarios internacionalmente conocidos que desaparecieron hace unos meses.

—Madre mía.

—La gente piensa que a ellos no les va a ocurrir nada de eso —suspiró Ed—. Y sí que ocurre en los lugares en los que se hace la vista gorda ante la injusticia.

—No me había dado cuenta de que fuera tan grave.

—Machado dice que no va a quedarse quieto viendo cómo sus esfuerzos por desarrollar una democracia se van al garete. Le ha llevado meses organizar una contraofensiva, pero ahora cuenta con los hombres y el dinero, y es hora de actuar.

—Espero que gane —dijo ella con una mueca—. Lo que no quiero es que Winslow muera.

Él se rio por lo bajo.

—Subestimas a ese joven —le aseguró—. Tiene siete vidas como los gatos. Además es ingenioso, lo que hace que sea tan valioso para Machado. Por ejemplo —añadió con los ojos resplandecientes a medida que se adentraba en el tema—, el norte de África a comienzos de la campaña norteafricana durante la Segunda Guerra Mundial. El mariscal de campo alemán, Rommel, no tenía más que un puñado de hombres en comparación con los ingleses, pero quería que estos pensaran que tenía más. De modo que les ordenó que atravesaran la ciudad en formación varias veces para dar la sensación de que eran muchos. Contaba además con unos ventiladores gigantes, motores de avión, enganchados a la parte trasera de los camiones con los que levantaba la arena del desierto dando así la impresión de que sus tropas eran más numerosas de lo que en realidad eran. Gracias a aquellos trucos logró engañar al adversario mucho tiempo. A eso llamo yo tener ingenio.

—Vaya. No había oído hablar nunca de ese militar alemán.

Él se quedó mirándola sorprendido.

—¿Es que no os enseñaron nada sobre la Segunda Guerra Mundial en clase?

—Sí, claro que sí. Nos hablaron del general Eisenhower que luego fue presidente. Y también sobre Churchill, el líder de los ingleses durante la guerra.

—¿Y no os dijeron nada sobre Montgomery? ¿Patton?

Ella pestañeó varias veces sin comprender.

—¿Quiénes fueron?

Su padre se terminó el café y se levantó.

—Cito las palabras de George Santayana, profesor de Harvard: «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo». Y para que lo sepas, a la historia en secundaria le hace falta una buena revisión.

—Historia Contemporánea —dijo ella con una mueca—. Muchas fechas y hechos que no sirven para nada.

—La esencia de las leyendas.

—Si tú lo dices.

Ella lo miró con cara de pocos amigos, hizo una mueca y al final cedió.

—Vamos a dejar el mundo en manos de unos ineptos cuando desaparezcan los grandes pensadores actuales.

—Yo no soy ninguna inepta —protestó ella—. Sencillamente, no me gusta la historia.

Él ladeó la cabeza.

—Pues a Winslow sí.

Ella apartó la mirada.

—¿Le gusta?

—Sobre todo la Historia Militar. Conversamos mucho sobre ello.

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que no me vendrá mal echarle un ojo en Google.

—Hay libros en la librería —dijo, horrorizado—. ¡Libros de verdad!

—Árboles muertos —masculló ella—. Matar un árbol para hacer un libro cuando hay libros electrónicos igual de buenos en la red.

Él lanzó las manos al cielo.

—Me voy. Ahora me dirás que estás de acuerdo con que cierren librerías y bibliotecas en todo el país.

Ella vaciló un momento antes de hablar.

—Me da pena —dijo inesperadamente—. Mucha gente no puede permitirse comprar libros, ni siquiera de segunda mano. En las bibliotecas el conocimiento está al alcance de cualquiera y gratis. ¿Qué hará la gente cuando no haya otro lugar en el se puedan aprender cosas aparte del colegio?

El hombre se dio la vuelta y la abrazó.

—Ahora sé que eres mi hija —se rio.

Ella sonrió de oreja a oreja.

—Quita —dijo ella, bajando la cabeza y rascó el suelo con la puntera del zapato—. No es nada —dijo arrastrando las palabras.

Él se rio y se apartó.

—¿Y la tarta? —le gritó ella.

—He cenado mucho. Tal vez más tarde coma un poco —le gritó él.

—De acuerdo.

Peg calentó una taza de café y salió por la puerta de atrás en dirección al establo. Winslow estaba sentado en un viejo sillón con el asiento de enea junto a una vaca joven, un ejemplar premiado, que era la primera vez que paría. No lo admitiría, pero se había encariñado mucho con la primera de las vacas de su rebaño de Santa Gertrudis que paría. Se llamaba Bossie. Lo estaba pasando mal.

—Pobrecita, el semental era demasiado grande —masculló, aceptando el café con una sonrisa de agradecimiento—. Si llego a saber que había sido ese, no habría dejado a Tom Hayes que me vendiera esta vaca preñada.

Peg hizo una mueca. Sabía lo de las proporciones de peso en los partos. Una madre primeriza tenía que traer un ternero pequeño. El semental que había cubierto a aquella vaca era enorme, lo que significaba que el ternero que traía era más grande de lo recomendado. Podría poner en peligro a la madre.

—Espero que lo soporte.

—Lo hará, aunque tenga que traer al veterinario y que se pase aquí esperando toda la noche. Le pagaré.

Ella se rio.

—El doctor Bentley Ryder lo haría gratis. Le encantan los animales.

—Me alegro. Porque su cuñado lo es. Un animal, digo.

—Te caen mal los mercenarios, ¿eh? —dijo ella con curiosidad.

—No todos —respondió él—. Los de Eb Scott están por encima de la media. Pero Kell Drake, el cuñado del doctor, era un militar de carrera que lo echó todo a perder por ir en busca de aventuras, ¡y nada menos que a África!

—¿Es África peor que Sudamérica?