Un hombre audaz - Diana Palmer - E-Book
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Un hombre audaz E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

El antiguo agente de fronteras Dalton Kirk pensó que su vida había acabado, literalmente hablando, cuando una banda de traficantes lo dio por muerto. Desafiando todo pronóstico, sobrevivió a la dura prueba y regresó a su cercano rancho de Wyoming para dedicarse a una vida mucho más tranquila y hogareña. Hasta que la encantadora Merissa Baker llamó a su puerta. Merissa era consciente de su reputación de excéntrica, ya que veía cosas antes de que sucedieran, y había tenido una visión en la que Dalton se encontraba en peligro. Aunque sus creencias chocaban con la lógica de Dalton, estaba decidida a salvar al atractivo ranchero, del que, secretamente, se había enamorado. ¿Visiones? Todo aquello resultaba ridículo para Dalton… hasta que empezaron a suceder cosas que demostraban que Merissa tenía razón. Para entonces, Dalton ya no era el único objetivo, sino que también lo era Merissa. ¿Sería Dalton lo suficientemente audaz como para confiar en lo desconocido? ¿Y estaría este hombre de Wyoming dispuesto a amar? "Diana Palmer es una hábil narradora de historias que capta la esencia de lo que una novela romántica debe ser." Affaire de Coeur

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Diana Palmer

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un hombre audaz, n.º 228 - mayo 2017

Título original: Wyoming Bold

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Traducido por Fernando Hernández Holgado

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9747-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

 

A Ellen Tapp, mi amiga de la infancia, con cariño

Capítulo 1

 

Era una de las peores ventiscas en la historia del Rancho Real, en Catelow, Wyoming. Asomado a la ventana, Dalton Kirk hizo una mueca al ver que los copos de nieve parecían crecer a cada momento. Estaban a mediados de diciembre. Por lo general aquel tiempo tan malo solía llegar después.

Sacó su móvil para llamar a Darby Hanes, su capataz.

—Darby, ¿qué tal marchan las cosas por ahí?

—El ganado está bien hundido en la nieve —replicó Darby con voz entrecortada por las interferencias—, pero comida tendrá. Aunque cuesta llegar hasta él.

—Espero que no esto no dure mucho —comentó desanimado.

—Yo también, pero ya sabes que necesitamos esta nieve para compensar lo poco que ha llovido en primavera. Yo no me quejo —rio Darby entre dientes.

—Ten cuidado.

—Claro que sí. Gracias, jefe.

Colgó. Odiaba las ventiscas, pero Darby estaba en lo cierto acerca de su desesperada necesidad de nieve. El verano seco se lo había puesto difícil a los rancheros del Oeste y del Medio Oeste. Solo esperaba que fueran capaces de alimentar el ganado. En una emergencia, por supuesto, las instituciones federales y estatales podían ayudar lanzando desde el aire balas de heno a los animales.

Fue al salón, encendió el televisor y puso el canal de Historia. Haría bien en entretenerse en lugar de preocuparse tanto, pensó con humor.

 

 

Mavie, el ama de llaves, frunció el ceño cuando creyó haber oído algo en la puerta trasera. Estaba aclarando los platos en la cocina, nerviosa porque la tormenta parecía estar arreciando.

Curiosa, fue a asomarse tras los blancos visillos y se llevó un buen susto al descubrir un rostro pálido y ovalado mirándola a su vez con unos ojos verdes abiertos como platos.

—¿Merissa? —inquirió, sorprendida.

Abrió la puerta. Allí, envuelta en una capa color rojo sangre con capucha, estaba su vecina. Merissa Baker vivía con su madre, Clara, en una cabaña en medio del campo. Eran lo que la gente de la localidad llamaba una familia «peculiar». Clara sabía curar quemaduras y hacer desaparecer verrugas. Conocía todo tipo de remedios a base de hierbas contra las enfermedades y se decía que poseía la capacidad de adivinar el futuro. Se rumoreaba también que su hija tenía las mismas habilidades, solo que magnificadas. Recordaba que, cuando Merissa había estado en edad escolar, sus compañeros la habían rehuido y acosado tanto que su madre había tenido que sacarla del colegio local a causa de los problemas de estómago que le sobrevinieron. Las autoridades educativas le habían asignado un profesor para que la ayudara con las tareas y superara los cursos. Y ella se había graduado con notas que habían hecho avergonzar a la mayoría de sus compañeros.

Había intentado trabajar en la localidad, pero su reputación había inquietado a algunos empresarios de mentalidad conservadora, de manera que se había quedado en casa para ayudar a su madre, ganándose la vida con una combinación de adivinadora del futuro y diseñadora de webs, cosa en la que era muy buena. Al principio solo había contado con un viejo ordenador y una precaria conexión a Internet, pero luego, conforme el negocio había ido creciendo, había empezado a ganar dinero. Con el tiempo se había podido permitir un mejor equipamiento y mayor velocidad de conexión. A esas alturas, se había convertido en una profesional de éxito, Diseñaba páginas web para un escritor famoso y diversas empresas.

—¡Sal de la nieve, niña! —exclamó Mavie—. ¡Estás empapada!

—El coche no me arrancaba —explicó Merissa con su voz suave y melodiosa. Era casi tan alta como Mavie, que medía un poco más de uno setenta. Tenía el cabello espeso y corto, rubio platino, y unos ojos color verde claro que le llenaban toda la cara. Barbilla pequeña y redonda, boca en forma de arco, de un rosa natural, y orejas diminutas. Y una sonrisa capaz de derretir a las piedras.

—¿Qué estás haciendo aquí con esta ventisca?

—Tengo que ver a Dalton Kirk —dijo con tono solemne—. Es urgente.

—¿A Tank? —inquirió estupefacta Mavie, utilizando el cariñoso mote con que era conocido el hermano pequeño de los Dalton.

—Sí.

—¿Puedo preguntar de qué se trata? —preguntó Mavie, confusa, porque no creía que la familia tuviera asunto alguno que tratar con Merissa.

Merissa sonrió dulcemente.

—Me temo que no,

—Ah. Voy a buscarlo, entonces.

—Esperaré en la cocina. No quiero mojar la alfombra —dijo la joven con una risa que resonó como un campanilleo.

Mavie fue al salón. En la televisión estaban dando un anuncio. Dalton había bajado el volumen.

—Malditas sea —masculló él—. Un minuto de programa y luego cinco minutos de anuncios. ¿De verdad esperan que la gente se quede sentada viendo tantos de una vez? —resopló. En seguida frunció el ceño al ver la expresión de Mavie—. ¿Qué pasa?

—Conoces a las Baker, ¿verdad? Viven en la cabaña que hay carretera abajo, la de la alameda.

—Sí.

—Ha venido Merissa. Dice que tiene que hablar contigo.

—Está bien —se levantó—. Dile que pase.

—No quiere pasar al salón. Se ha empapado mientras caminaba hasta aquí.

—¿Ha venido a pie? ¿Con esta ventisca? —señaló la ventana, donde se podían ver los enormes copos que no cesaban de caer—. ¡Pero si ya han caído más de dos palmos de nieve!

—Dijo que el coche no le arrancaba.

Suspiró. Apagó la televisión y dejó a un lado el mando a distancia. Siguió luego a Mavie a la cocina.

Reparó en la esbelta figura de su visitante. Era muy bonita. Sus labios eran de un rojo natural. Sus ojos eran enormes, verdes, de mirada cálida. Tenía un rostro en forma de corazón con una barbilla redonda que le daba un aspecto vulnerable. Llevaba una capa roja con capucha y, en efecto, estaba empapada.

—Merissa, ¿verdad? —preguntó con tono suave.

Ella asintió. Con los hombres, era muy recelosa. En realidad les tenía miedo. Esperaba que no se le notara demasiado.

Dalton era muy grande, como todos los chicos de los Kirk. Tenía el pelo muy negro, los ojos oscuros y un rostro enjuto y anguloso. Llevaba tejanos, botas y una sencilla camisa de franela. No parecía en absoluto el hombre acaudalado que era.

—¿Qué puedo hacer por ti?

Ella desvió la mirada hacia Mavie.

—Oh. Aprovecharé para limpiar un poco el polvo —dijo Mavie con una sonrisa. Los dejó solos, cerrando la puerta a su espalda cuando salió al pasillo.

—Corres un peligro terrible —le espetó Merissa, sin preámbulos.

Parpadeó asombrado.

—¿Perdón?

—Lo siento. Tengo la costumbre de soltar estas cosas así, no ha sido mi intención —se mordió el labio—. Tengo visiones. Mi madre también las tiene. El neurólogo dice que es debido a las migrañas, cosa que también tengo, pero, si solo fuera eso, ¿cómo es que las visiones siempre acaban haciéndose realidad? —suspiró—. Tuve una visión en la que aparecías tú. Tenía que decírtelo en seguida, antes de que resultaras herido.

—De acuerdo, te escucho —pensó, para sus adentros, que necesitaba un buen psicólogo antes que un neurólogo. Pero no tenía intención de decírselo. Era muy joven: apenas veintidós años, si no recordaba mal—. Adelante.

—Hace unos meses fuiste atacado en Arizona por cuatro hombres —dijo. Había cerrado los ojos. Si no lo hubiera hecho, habría visto la repentina rigidez de Dalton y la tensión de sus rasgos—. Uno de los hombres que estaba contigo llevaba una camisa de cachemira…

—¡Maldita sea!

Merissa abrió los ojos y esbozó una mueca al ver que la estaba fulminando con la mirada.

—¿Cómo es que sabes eso? —le preguntó, avanzando hacia ella con tanta rapidez que tuvo que retroceder y chocó contra una silla. A punto estuvo de caerse. Se agarró a la mesa justo a tiempo. ¿Quién te lo dijo? —exigió, pese a que se había detenido.

—Nadie. Yo lo vi —intentó explicarse. «¡Cielos, sí que es rápido!», exclamó para sus adentros. Nunca había visto a un hombre moverse así.

—¿Que lo viste? ¿Cómo?

—En mi cabeza. Fue una visión —se esforzó por explicarse de nuevo. Tenía las mejillas ruborizadas. Sabía que pensaba que estaba loca—. Por favor, déjame terminar. El hombre de la camisa de cachemira llevaba un traje y tú confiabas en él. Había otro hombre, uno de piel atezada que lucía muchas joyas de oro. De hecho, tenía una pistola bañada en oro y con perlas incrustadas.

—¡Ese detalle yo se lo conté únicamente a mis hermanos! —dijo, furioso—. ¡A ellos, a mi supervisor y, luego, a los tipos del departamento de Justicia!

—El hombre de la camisa de cachemira —continuó ella—. Él no es quién tú crees que es. Está relacionado con un cártel de la droga —volvió a cerrar los ojos—. Tiene negocios con un político importante. No sé qué tipo de negocios, eso no puedo verlo. Pero lo sé. Ese otro hombre aspira a conseguir un cargo institucional, la dirección de una importante agencia del gobierno con mucho dinero y poder político… —tragó saliva y abrió los ojos—. Quiere hacerte matar.

—¿A mí? —inquirió—. ¿Por qué?

—Por el hombre de la camisa de cachemira —explicó—. Él estaba con el tipo que te disparó, y que ahora se ha convertido en la mano derecha del líder del cártel de la droga. Pero eso es secreto. El cártel está invirtiendo dinero para que él pueda llegar a dirigir esa agencia del gobierno, de alto nivel. Una vez que resulte elegido, caso de que eso llegue a suceder, se asegurará de que los cargamentos de droga atraviesen la frontera sin interferencia alguna. Yo no sé cómo —alzó la mano como adelantándose a su pregunta—. Intentarán matarte para que no puedas delatarlo.

—Diablos. Yo identifiqué al tipo que me disparó ante la policía. Tienen mi declaración —resopló—. Todo está allí: lo del sicario con la pistola dorada, las joyas de oro, las botas de piel de cocodrilo, el diente de oro con un diamante incrustado… —soltó una seca carcajada—. Ya es demasiado tarde para que intenten acallarme.

—Yo solo te estoy contando lo que vi —balbuceó ella—. No se trata del hombre de la pistola dorada, sino del que llevaba la camisa de cachemira. Trabaja para el político. Ya ha intentado matar a un sheriff, un hombre que habría podido reconocerlo. El sheriff recibió un tiro… —cerró los ojos y torció el gesto, como si le doliera la cabeza. Lo cual era cierto—. Tiene miedo de los dos. Si tú lo reconoces, sus vínculos con el político saldrán a la luz y este acabará en prisión. Y él también. No es la primera vez que mata para proteger a su jefe.

Tank se sentó. Aquello era demasiado. Le despertaba los recuerdos de pesadilla del tiroteo. Los impactos de las balas, el olor a sangre, la desquiciada mirada del hombre de tez morena mientras accionaba su pistola automática. Y realmente había habido otro hombre allí, el tipo de la camisa de cachemira, como ella decía, el que había vestido de traje…

—¿Por qué yo no recuerdo eso? —murmuró en voz alta. Se llevó una mano a los ojos—. Había un hombre de camisa de cachemira. Me pidió ayuda, Me dijo que iba a cerrarse un trato de drogas, uno importante. Yo le llevé hasta allí en mi coche. Me dijo que era de la DEA… —se interrumpió para quedársela mirando boquiabierto.

—Eso no lo habías recordado antes —observó ella.

Él asintió. Estaba pálido como la cera. Gotas de sudor perlaban el labio superior de su boca bien cincelada.

Ella se arrodilló en el suelo junto a su silla y tomó su mano enorme, aquella con la que no se estaba frotando los ojos.

—Tranquilo —le dijo con un tono de voz que le recordó a la que se imaginaba que tendría un ángel misericordioso—. No pasa nada.

No le gustaba que lo trataran como a un niño. Retiró bruscamente la mano, pero lo lamentó cuando vio su expresión dolida mientras se incorporaba y apartaba.

Ella no podía imaginarse los recuerdos que le había despertado. Él seguía intentando lidiar con ellos, y con poco éxito.

—La gente dice que eres una bruja —le espetó.

No se dio por ofendida. Simplemente asintió con la cabeza.

—Ya lo sé.

Se la quedó mirando fijamente. Había algo como de otro mundo en ella. Era casi frágil, pese a su altura. Serena, dócil. Parecía perfectamente en paz consigo misma y con el mundo. El único torbellino anidaba en sus enormes ojos verdes, que lo miraban con una mezcla de miedo y de compasión.

—¿Por qué me tienes miedo? —le preguntó de pronto.

Ella se removió, incómoda.

—No es nada personal.

—¿Por qué? —insistió.

—Eres muy… grande —vaciló, estremecida.

Él ladeó la cabeza, frunciendo el ceño.

Ella forzó una sonrisa.

—Tengo que irme —le dijo—. Solo quería que supieras lo que he visto, para que puedas estar bien alerta.

—Tengo una fortuna invertida en equipamiento de videovigilancia en el rancho, debido a los toros de alta calidad que tenemos.

Ella asintió.

—Eso no significará ninguna diferencia. Encargaron a un asesino profesional que acabara con el sheriff de Texas. Él también tenía cámaras de seguridad. O al menos eso pensaba él.

Tank exhaló un largo suspiro. Se levantó, ya más tranquilo.

—Conozco a gente en Texas. ¿Dónde trabaja de sheriff?

Volvió a removerse inquieta. Él la intimidaba con su estatura.

—Al sur de Texas. En algún lugar al sur de San Antonio. No sé nada más. Lo siento.

Esa pista debía de resultar fácil de seguir. Si habían disparado contra un agente de la ley, el suceso debía de haber sido publicitado, de manera que podía rastrearlo en la red. Deseaba hacerlo, aunque solo fuera para demostrar la falsead de su supuesta «visión».

—Gracias de todas maneras. Por la advertencia —sonrió, sarcástico.

—No me crees. Bueno, como quieras. Simplemente… ten cuidado. Por favor —se volvió y se subió la capucha.

Tank recordó entonces que había llegado hasta allí a pie.

—Un momento —fue al armario del pasillo, sacó una pelliza de pastor y se la lanzó—. Te llevo a casa —le dijo, buscando en el bolsillo las llaves del coche. Luego recordó que las había dejado colgadas en el gancho junto a la puerta trasera. Esbozando una mueca, las recogió de allí.

—No deberías hacer eso —le dijo ella, incómoda.

—¿El qué? ¿Llevarte a casa? Hay una ventisca. ¡Con este tiempo, ni siquiera puedes ver dónde pones los pies! —le dijo al tiempo que señalaba la ventana con una mano.

—Colgar las llaves ahí —vaciló. De repente tenía una mirada extraña, opaca—. No deberías hacerlo. Él las encontrará fácilmente y conseguirá acceder a la casa.

—¿Él? ¿Quién? —inquirió él.

Ella alzó rápidamente la mirada y lo miró perpleja.

—No importa —masculló Tank—. Vamos.

 

 

Se dirigían al garaje cuando Darby Hanes llegó a bordo de una de las camionetas del rancho. Bajó rápidamente, sacudiéndose la nieve de su chaquetón de lana. Pareció sorprendido de ver a Merissa, pero se tocó el sombrero con un dedo y sonrió.

—Hola, Merissa —la saludó.

Ella le sonrió a su vez.

—Hola, señor Hanes.

—Estuve revisando las cercas —explicó, suspirando—. He vuelto a por la motosierra. Un árbol caído nos ha tumbado una —sacudió la cabeza—. Mal tiempo hace. Y el pronóstico es aún peor.

Merissa se lo había quedado mirando fijamente, sin hablar. Dio un paso hacia él.

—Señor Hanes, por favor no vaya a tomarse esto a mal, pero… —se mordió el labio—. Tiene usted que llevarse a alguien con usted cuando vaya a talar ese árbol caído.

El hombre la miró con los ojos muy abiertos.

Ella volvió a removerse inquieta, como tambaleándose bajo una pesada carga.

—¿Por favor?

—Oh, no… ¡No será una de esas premoniciones! —rio Darby—. No se ofenda, señorita Baker, pero… ¡necesita usted salir más! ¡Salir de casa, ver más gente!

Ella se ruborizó, avergonzada.

Tank entrecerró los ojos y estudió sus pálidos rasgos. Se volvió luego hacia Darby.

—La cautela nunca sobra. Llévate a Tim contigo.

Darby suspiró y sacudió nuevamente la cabeza.

—Es un derroche de personal, pero si tú lo dices… Así lo haré, jefe.

—Yo lo digo.

Darby se limitó a asentir. Su expresión era elocuente. Era licenciado en Física y hombre muy pragmático. No creía en las cosas sobrenaturales. Tank tampoco, pero el gesto de preocupación de Merissa no dejaba de inquietarlo. Sonrió simplemente a Darby, que alzó las manos con gesto resignado y fue a buscar a Tim.

Tank la guió hasta su gran camioneta negra, de doble cabina, y la ayudó a subir al asiento del pasajero.

Una vez que se hubo sentado ante el volante y encendido el motor, se dio cuenta de que ella lo estaba mirando todo con expresión fascinada.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Este vehículo… ¿puede cocinar y hacer la colada, también? —bromeó, con la mirada clavada en el enorme tablero de control—. Quiero decir que parece como si pudiera hacer cualquier cosa. Tiene hasta radio de satélite…

—Este es un rancho grande y pasamos mucho tiempo lejos de la casa. Tenemos GPS, móviles… Todo lo imaginable. Las camionetas están cargadas de aparatos electrónicos con un propósito. Y con grandes y caros motores V-8 —explicó para en seguida añadir con un brillo malicioso en sus ojos oscuros—: Si no fuéramos ecologistas fanáticos que producimos nuestra propia energía, nos condenarían por el inexcusable uso de gasolina.

—Yo también conduzco un V-8 —confesó ella con una tímida sonrisa—. Por supuesto, el mío tiene veinte años y arranca cuando quiere. Hoy no ha querido, por ejemplo.

Él sacudió la cabeza.

—Quizá Darby tenga razón. Pasas demasiado tiempo sola. Deberías conseguirte un trabajo.

—Ya lo tengo —le dijo—. Diseño webs. Trabajo en casa.

—De esa manera no conocerás mucha gente.

Su expresión se volvió tensa.

—Me las arreglo bien sin la mayoría de la gente. Y, desde luego, ellos se las arreglan muy bien sin mí. Tú mismo lo has dicho. La gente me tiene por una bruja —suspiró—. La vaca del viejo señor Barnes se quedó sin leche y él me echó la culpa. Y solo porque vivía cerca de donde él. «Todo el mundo sabe que las brujas hacen esas cosas»: eso fue lo que me dijo.

—Amenázalo con ponerle una denuncia. Eso le callará la boca.

Parpadeó sorprendida y giró la cabeza hacia él.

—¿Perdón?

—Ofensas. Delito de odio —explicó.

—Ah. Entiendo —suspiró—. Pero me temo que eso solamente conseguiría empeorar las cosas. En lugar de «la bruja», sería «la bruja que denuncia a todo el mundo».

Tank rio por lo bajo.

Ella inspiró profundamente y se estremeció. Apenas se veía nada entre la nieve.

—Seguro que tendrás problemas con este tiempo. Dicen que los antiguos pioneros de las caravanas solían quedarse con el ganado durante las tormentas y le cantaban para tranquilizarlo, de manera que no saliera de estampida. Al menos durante las tormentas de verano con rayos, según lo que he leído.

Él se mostró agradablemente sorprendido.

—Esos antiguos pioneros mimaban a su ganado. De hecho, nosotros tenemos un par de vaqueros cantantes que hacen guardias por las noches con nuestra cabaña.

—¿Y se llaman Roy y Gene?

Tardó en darse cuenta de la broma. Al final soltó una carcajada.

—¡No! Tim y Harry.

Ella sonrió. Su rostro se iluminó por completo. «Es guapísima», pensó Tank.

—La broma era buena —reconoció. Había aludido a los famosos vaqueros cantantes y actores Roy Rogers y Gene Autry.

Se estaban acercando a la cabaña. No era gran cosa. Había pertenecido a un viejo solitario antes de que los Baker la compraran más o menos por el tiempo en que nació Merissa. Su padre se había marchado de repente cuando ella solo contaba diez años. Habían corrido rumores sobre el motivo. La mayoría de la gente pensaba que habían sido las escalofriantes habilidades de su madre las que habían precipitado el divorcio.

Tank detuvo la camioneta.

—Gracias por haberme traído —le dijo ella, subiéndose la capucha—. Pero no tenías por qué haberlo hecho.

—Lo sé. Gracias por la advertencia —vaciló—. ¿Qué es lo que viste…. con Darby? —le espetó de pronto, odiándose a sí mismo por haberle hecho la pregunta.

Ella se tragó el nudo que le subía por la garganta.

—Un accidente. Pero, si se lleva a alguien consigo, no creo que le pase nada —alzó una mano—. Ya lo sé, tú no crees en todas estas tonterías. Yo solo digo lo que sé, cuando creo que puedo ayudar —lo miró con expresión dulce—. Habéis sido muy amables con nosotras durante todos estos años, todos vosotros. Cuando no podíamos salir a causa de las tormentas de nieve, nos mandabais provisiones. Una vez que nuestro coche se quedó atascado en una cuneta, mandasteis a uno de vuestros vaqueros para que nos lo sacara —sonrió—. Eres una buena persona. No quiero que te pase nada malo. Así que quizá esté loca, pero, por favor… ten mucho cuidado.

—De acuerdo —sonrió.

Ella sonrió también, tímida, y bajó de la camioneta. Cerró la puerta y corrió hacia el porche. Su capa roja, resaltando contra el blanco algodonoso de la nieve, le recordó a la protagonista de una película que había visto sobre un hombre-lobo. Era un tono rojo crudo, como de sangre, contrastando con un blanco inmaculado.

Una mujer mayor, con el cabello plateado, la estaba esperando en el porche. Miró por encima del hombro de Merissa e hizo un amago de saludo, algo incómoda. Merissa también se despidió con la mano. Ambas se apresuraron a entrar.

Por unos momentos Tank se quedó allí con el motor encendido, mirando fijamente la puerta cerrada, hasta que por fin metió una marcha y se alejó.

 

 

—¿De qué diablos te estás riendo? —preguntó Mallory a su hermano cuando poco después entraba en el salón.

Mallory y su esposa, Morie, tenían un niño de pocos meses de edad: Harrison Barlow Kirk. Ahora sí que eran capaces de dormir por las noches, para alivio de la casa entera. Cane, el hermano del medio, y su mujer, Bodie, estaban esperando una criatura, así que el barullo empezaría de nuevo para la primavera. Pero a nadie le importaba. Todos los hermanos estaban encantados con la noticia.

Un enorme árbol de Navidad se alzaba en una esquina, con una montaña de regalos que llegaba ya hasta el nivel de la primera fila de ramas. Era artificial. Morie era alérgica a los de verdad.

Tank se estaba riendo por lo bajo.

—¿Te acuerdas de las Baker?

—¿Las mujeres raras de la cabaña? —inquirió Mallory con una sonrisa—. Merissa y su madre, Clara. Por supuesto que me acuerdo de ellas.

—Merissa vino aquí para advertirme sobre un intento de asesinato.

Mallory se quedó perplejo.

—¿Un qué?

—Dice que un hombre va a venir a matarme.

—¿Te importaría explicarme por qué?

—Según ella, la cosa está relacionada con el tiroteo de Arizona, el que sufrí cuando estaba con el patrullero de la frontera —explicó. El recuerdo todavía le llenaba de inquietud—. Uno de los que dispararon teme que yo pueda reconocer a su compañero y causar problemas a un político que aspira a un cargo en el gobierno federal. Un asunto de drogas.

—¿Y cómo ha sabido ella todo eso?

Tank hizo una mueca, agitando las manos con burlona expresión teatral.

—¡Tuvo una visión!

—Yo no me lo tomaría tan a broma —repuso Mallory de forma extraña—. A una mujer del pueblo le aconsejó que no cruzara un puente en su coche. Dijo que había tenido una visión en la que se derrumbaba. La mujer fue de todas formas y, un día después, el puente se cayó justo cuando ella estaba pasando. Sobrevivió de milagro.

Tank frunció el ceño.

—Escalofriante.

—Hay gente que tiene habilidades en las que los demás no creen —dijo Mallory—. En cada comunidad hay alguien capaz de curar quemaduras y quitar verrugas, localizar pozos, incluso vislumbrar el futuro. No es algo lógico, algo que se pueda demostrar por el método científico. Pero yo lo he visto en acción. Recordarás que si ahora mismo tenemos en un pozo fue porque contraté a un zahorí para que viniera a encontrarlo.

—Un brujo de agua —se estremeció Tank—. Bueno, yo no creo en esas cosas y nunca creeré.

—Pues yo solo espero que Merissa esté equivocada —rodeó cariñoso con un brazo los hombros de su hermano—. Detestaría perderte.

Tank se echó a reír.

—No me perderás. He sobrevivido a una guerra y a un asalto con armas automáticas. Tal vez sea indestructible.

—Nadie lo es.

—Tuve suerte, entonces.

Mallory se echó a reír.

—Mucho.

 

 

Dalton se sentó ante su portátil cuando se acordó de lo que había comentado Merissa sobre el sheriff que había sido atacado en el sur de Texas.

Bebió un sorbo de café y se rio de sí mismo por haber dado fe a una historia tan disparatada. Hasta que echó un vistazo a las últimas noticias de San Antonio y descubrió que un sheriff del condado Jacobs, al sur de San Antonio, había sufrido un intento de asesinato a manos de desconocidos supuestamente relacionados con un conocido cártel de la droga, en la frontera de México.

Tank se quedó sin aliento mientras contemplaba anonadado la pantalla. El sheriff Hayes Carson del condado de Jacobs, Texas, había resultado herido por un supuesto sicario en noviembre y posteriormente secuestrado, junto con su novia, por miembros de un cártel de la droga que operaba en la frontera. El sheriff y su novia, que era la responsable de un periódico local, habían concedido una entrevista tras la dura prueba sufrida. El propio líder del cártel, a quien sus enemigos llamaban El Ladrón, resultó muerto cuando alguien lanzó una granada de mano debajo de un su coche blindado cerca de una población llamada El Cotillo, justo en la frontera con México. El asesino no había sido capturado.

Tank se recostó en su silla con un sonoro suspiro. Seguía preocupándole lo que Merissa le había contado sobre el tiroteo que sufrió, con detalles que él únicamente había compartido con sus hermanos y con las fuerzas de la ley. Ella no podía haberlos averiguado de una fuente convencional.

A no ser que… bueno, ella tenía un ordenador. Y diseñaba páginas web.

El cerebro le estaba trabajando a toda velocidad. Merissa poseía habilidades suficientes para romper códigos informáticos de seguridad. Sí, tenía que ser eso. De alguna manera se las había arreglado para acceder a información sobre su persona contenida en alguna web gubernamental.

Las dificultades que entrañaba aquella teoría no lograban penetrar en su confusa mente. No estaba dispuesto a considerar la idea de que una joven a la que apenas conocía poseyera poderes sobrenaturales. Todo el mundo sabía que los videntes no eran más que estafadores que le decían a la gente lo que esta quería escuchar y vivían de ello. No existía la clarividencia ni todas aquellas tonterías.

Él era un hombre inteligente. Tenía una licenciatura. Sabía que era imposible que Merissa hubiera conseguido toda aquella información por otro medio que no fuera uno puramente físico, probablemente también ilegal.

¿Pero cómo podía conocer detalles que él mismo había olvidado, como el tipo del traje, el agente de la DEA, el mismo que lo había atraído a una emboscada para luego desaparecer?

Apagó el ordenador y se levantó. Tenía que haber una explicación lógica y razonable para todo aquello. Solo tenía que encontrarla.

Se había dejado las llaves del coche en la camioneta. Se puso el abrigo y se abrió paso entre la nieve hasta el garaje, para recuperarlas. La nieve era cada vez más profunda. Si no dejaba de nevar, iban a tener que poner en práctica medidas de emergencia para alimentar el ganado que se hallara en los pastos más lejanos.

Wyoming con tormentas de nieve podía ser un lugar mortal. Recordaba haber leído sobre gente que se quedaba atrapada y moría congelada en poquísimo tiempo. Pensó en Merissa y en su madre, Clara, las dos solas en aquella aislada cabaña. Esperaba que contaran con leña y provisiones suficientes, solo por si acaso. Tendría que enviar a Darby para que les echara un vistazo.

Frunció el ceño cuando descubrió que Darby no había regresado todavía. Habían pasado ya varias horas. Sacó el móvil y marcó su número.

Fue Tim quien respondió.

—Ah, hola, jefe —dijo Tim—. Iba a llamarte, pero quería asegurarme antes. Darby se hirió con una rama cuando estábamos tirando el árbol.

—¿Qué? —exclamó Tank.

—Se pondrá bien —se apresuró a asegurarle Tim—. Está magullado y se ha roto una costilla, así que pasará algún tiempo de baja, pero no es nada grave. Me dijo que, si hubiera ido allí solo, probablemente ahora estaría muerto. El árbol lo aprisionó. Yo pude quitárselo de encima. Pero si yo no lo hubiera acompañado… Dice que le debe la vida a esa chica Baker.

Dalton soltó el aliento que había estado conteniendo.

—Ya —murmuró con voz temblorosa—. No lo dudo.

—Perdona por no haberte llamado antes —añadió Tim—, pero tardé algo en llevarlo al pueblo, a la consulta del médico. Estaremos de vuelta en seguida. Tengo que recoger unos medicamentos en la farmacia para Darby.

—De acuerdo. Conduce con cuidado —le recomendó Tank.

—Descuida, jefe.

Dalton cortó la llamada. Estaba casi blanco. Mallory, que entraba en aquel momento con una humeante taza de café, se detuvo en seco.

—¿Qué pasa?

—Que acabo de curarme de mi actitud escéptica respecto a los fenómenos paranormales —respondió Tank con una seca carcajada.

Capítulo 2

 

Dalton no podía encontrar el número de móvil de Merissa. De haberlo hecho, le habría dado las gracias por la información que había salvado la vida de Darby.

De todas formas, buscó la dirección de su negocio en Internet y le envió un correo electrónico. Ella respondió casi inmediatamente.

Me alegro de que Darby esté bien. Cuídate, le escribió.

 

 

Después de aquella experiencia, Tank se tomó mucho más en serio su consejo. Y lo primero que hizo fue llamar a Jacobsville, Texas. A la oficina del sheriff Hayes Carson.

—Esto le va a parecer extraño —le dijo a Hayes—. Pero creo que usted y yo tenemos una conexión.

—Estamos hablando por teléfono, así que yo diría que, efectivamente, tenemos una conexión —repuso secamente el sheriff.

—No, me refiero al cártel de la droga —Tank inspiró profundo. No le gustaba hablar de ello—. No hace mucho tiempo tuve una experiencia en la frontera de Arizona. Estaba con una patrulla fronteriza. Un hombre que se identificó como agente de la DEA me llevó a un lugar donde sospechaba iba a descargarse un convoy de droga y caímos en una emboscada. Me acribillaron a balazos. Me recuperé, pero me llevó mucho tiempo.

Hayes se mostró inmediatamente interesado.

—Eso sí que es curioso. Precisamente estamos buscando a un falso agente de la DEA aquí, en Texas. Yo detuve a un traficante hace un par de meses en compañía de un agente de la DEA, vestido de traje, sobre el que nadie pudo facilitarme información. Ni siquiera su gente sabía quién era, pero pensamos que puede que esté relacionado con el cártel que opera en la frontera. Varios de nosotros, incluido el FBI local y la DEA, hemos intentado darle caza desde entonces. Nadie puede recordar su aspecto. Incluso hicimos que la secretaria del jefe de policía local, que tiene una estupenda memoria fotográfica, recurriese a un dibujante para que elaborara su retrato. Pero nadie, ninguno de nosotros se acordaba de haberlo visto.

—Ese hombre se mimetiza con el ambiente.

—Desde luego que sí —repuso Hayes, pensativo—. ¿Cómo se le ocurrió conectar su caso con el mío?

Tank soltó una tímida carcajada.

—Esto sí que le va a parecer extraño. Una adivina de la localidad vino ayer a advertirme de que me había convertido en blanco de un político que tiene algo que ver con el cártel de droga y con un misterioso agente de la DEA.

—Una adivina. Oh-oh.

—Ya lo sé, usted pensará que estoy loco, pero…

—Da la casualidad de que la esposa de nuestro jefe de policía tiene esas mismas habilidades —fue la sorprendente respuesta del sheriff—. A Cash Grier le ha salvado la vida un par de veces porque sabía cosas que no debería saber. Ella lo llama «clarividencia» y lo atribuye a su ascendencia céltica.

Tank se preguntó si los ancestros de Merissa serían también celtas. Se echó a reír.

—Bueno, ahora me siento mucho mejor —bromeó.

—Ojalá pudiera volar hasta aquí para hablar tranquilamente conmigo —dijo Hayes—. Tenemos un expediente enorme sobre las operaciones de El Ladrón y de los hombres que lo sustituyeron después de su inesperado asesinato.

—A mí también me gustaría —confesó Tank—. Pero ahora mismo tenemos mucha nieve. Y con las Navidades tan cerca, es una mala época. Pero, cuando mejore el tiempo, le llamaré y concertaremos una entrevista.

—Buena idea. Su ayuda nos serviría de mucho.

—¿Se está recuperando bien de su secuestro?

—Sí, gracias. Mi novia y yo vivimos una aventura muy interesante, por llamarlo de alguna manera. No se la desearía ni a mi peor enemigo —rio—. Ella apuntó a uno de nuestros captores con un AK-47: fue realmente convincente. Y luego confesó, cuando todo hubo terminado, que no sabía si el arma estaba cargada y el seguro echado. ¡Qué chica!

Tank se echó a reír.

—Y qué hombre afortunado es usted, para ir a casarse con una chica así…

—Sí que lo soy. Nos casamos mañana, por cierto. Y luego nos iremos a pasar unos cuantos días a la capital de Panamá, de luna de miel. La semana que viene es Navidad, así que para entonces ya deberíamos estar de vuelta. ¿Usted está casado?

—Ninguna mujer de Wyoming está lo bastante loca como para quedarse conmigo —repuso Tank, irónico—. Mis dos hermanos sí que están casados. Yo solo estoy esperando a que algún alma caritativa me recoja.

—Pues buena suerte.

—Gracias. Cuídese.

—Lo mismo le digo. Me ha gustado mucho hablar con usted.

—Igualmente.

Tank colgó y fue a buscar a su hermano Mallory. Lo encontró en el salón, siguiendo la preciosa melodía de una famosa película. Mallory, como el propio Tank, era un dotado pianista. Y la esposa de Mallory, Morie, era mejor todavía que los dos.

Mallory advirtió la presencia de su hermano en el umbral y dejó de tocar, sonriente.

Tank alzó una mano.

—No estoy reconociendo que seas mejor que yo. Solo estaba pensando que Morie nos supera con mucho a los dos

—Por supuesto que sí —repuso Mallory con una sonrisa. Se levantó de la banqueta—. ¿Problemas?

—¿Recuerdas lo que te dije sobre el comentario que me hizo Merissa, acerca de un sheriff de Texas cuyo caso estaba relacionado con el tiroteo que sufrí yo?

Mallory asintió, expectante.

Tank suspiró. Se sentó en el brazo del sofá.

—Bueno, pues resulta que existe, de hecho, un sheriff en Texas que fue secuestrado por un cártel de la droga… quizá el mismo cártel que disparó contra mí.

—¡Santo Dios! —exclamó Mallory.

—El sheriff se llama Hayes Carson. Sufrió un intento de asesinato a manos de un señor de la droga al que arrestó, justo antes de Acción de Gracias. Su novia y él fueron secuestrados por varios hombres de El Ladrón y retenidos en la frontera con México. Escaparon. Pero Carson dice que, antes de eso, tuvo un encontronazo con uno de los matones del cártel en el que estuvo implicado un agente de la DEA, vestido de traje. La secretaria del jefe de policía local vio al tipo. La mujer tiene una memoria fotográfica estupenda, pero, cuando el dibujante de la policía bosquejó su retrato, ni Carson ni los federales pudieron reconocerlo.

—Curioso —murmuró Mallory.

—Sí. Yo me acordé, después de que Merissa viniera aquí, que fue un agente de la DEA, también vestido de traje, quien me llevó a la emboscada de la frontera.

Mallory exhaló un largo suspiro.

—Dios mío.

—Merissa dice que los mismos tipos andan detrás de mí porque tienen miedo de lo que yo pueda recordar. Lo peor de todo es que no recuerdo nada que pueda ayudar a acusar a alguien. Solo recuerdo el dolor y la certidumbre de que iba a morir allí, en el polvo, cubierto de sangre y completamente solo.

Mallory le puso una mano en el hombro con gesto cariñoso.

—Pero eso no sucedió. Un compasivo ciudadano te vio y avisó a la policía.

Tank asintió.

—Recuerdo vagamente eso. Una voz, sobre todo, diciéndome que me pondría bien. Tenía acento español. Me salvó la vida —cerró los ojos—. Había otro hombre discutiendo con él, ordenándole que no hiciera nada. Pero para entonces ya era demasiado tarde: la llamada ya había sido hecha. Recuerdo también la voz de ese segundo hombre. Estaba soltando maldiciones. Tenía acento de Massachusetts —se echó a reír—. De hecho, se parecía a esas viejas grabaciones de voz de los discursos del presidente Kennedy.

—¿Qué aspecto tenía?

Tank frunció el ceño. Volvió a cerrar los ojos, esforzándose por hacer memoria.

—Apenas lo recuerdo. Llevaba traje. Era alto y muy pálido, pelirrojo —de repente se sobresaltó—. ¡No se me había ocurrido antes! —volvió a abrir los ojos y miró a Mallory—. Creo que era el agente de la DEA —frunció el ceño—. ¿Pero por qué iba a ordenar al otro hombre que no me ayudara si era un agente federal?

—¿Era el mismo que te llevó allí?

Tank frunció el ceño.

—No. No pudo haber sido él. El tipo de la DEA tenía el pelo oscuro y un acento sureño.

—¿Se lo describiste al sheriff?

Tank se levantó.

—No, pero pienso hacerlo.

Sacó su móvil y marcó el número de Hayes Carson, que ya tenía registrado.

Hayes respondió en seguida.

—Carson.

—Soy Dalton Kirk, de Wyoming. Acabo de acordarme de que un hombre avisó a la policía cuando me dispararon. Había otro tipo con él que intentó impedírselo. Era un hombre alto, pelirrojo y con acento de Massachusetts. ¿Le suena eso a alguien que pueda recordar?

Hayes se echó a reír.

—No. Nuestro tipo era alto, rubio y con un ligero acento español.

—¿Un español rubio? —replicó Tank a su vez, divertido.

—Bueno, en el norte de España hay mucha gente rubia y con ojos azules. Algunos son pelirrojos. Y la gente del norte tiene orígenes célticos, como los irlandeses o los escoceses.

—No lo sabía.

—Ni yo, pero uno de nuestros agentes federales es un fanático de la Historia. Lo sabe todo sobre Escocia. Me lo dijo él.

—Todo esto es muy extraño. El hombre que me llevó a la emboscada era alto y de pelo oscuro. El que estaba con el tipo que avisó a la policía era pelirrojo. Pero recuerdo que ambos llevaban traje —sacudió la cabeza—. Quizá el trauma me ha afectado la memoria.

—O quizá el tipo usara disfraces —Hayes estaba pensando en voz alta, concentrado—. ¿Ha visto alguna vez aquella película de El Santo que protagonizó Val Kilmer?

Tank frunció el ceño.

—Creo que sí.

—Bueno, pues el tipo era un auténtico camaleón. Podía cambiar de aspecto en un santiamén. Se ponía una peluca, cambiaba de acento, etc.

—¿Cree que nuestro tipo podría ser alguien así?

—Es posible. La gente que trabaja en misiones de espionaje y encubrimiento tiene que aprender a disfrazarse para evitar que la descubran. Puede que tenga experiencia en operaciones secretas.

—Si conociera a alguien relacionado con la inteligencia militar, quizá podría averiguar algo al respecto.

—Aquí tenemos a un tipo, Rick Márquez, que es inspector de policía en San Antonio. Su suegro es un jefazo de la CIA. Podría conseguir que nos ayudara.

—Es una buena idea. Gracias.

—No sé si podrá encontrar algo. Sobre todo con las descripciones tan extrañas que tendré que facilitarle…

—Escuche —le dijo Tank—, merece la pena intentarlo. Si alguna vez ese tipo ha usado disfraces en el pasado, existe la posibilidad de que alguien lo recuerde.

—Es posible, supongo. Pero, en las misiones secretas, me temo que usar disfraces no es precisamente una rareza —repuso Hayes y añadió, vacilando—: En mi caso particular, existe otra interesante conexión.

—¿Cuál?

—El padre de mi novia, su padre biológico, es uno de mayores jefes de los cárteles de la droga en el continente.

Se produjo un significativo silencio al otro lado de la línea.

—Él nos ayudó a acabar con El Ladrón —continuó Hayes—. Y salvó a la familia del hombre que ayudó a rescatarnos a Minette y a mí. Para ser uno de los «malos», es lo más parecido que existe a un ángel. Se le conoce como El Jefe.

—Un sheriff con un delincuente como futuro suegro —comentó Tank—. Eso sí que es una rareza.

—Es que él lo es. Puedo pedirle que pregunte a sus fuentes a ver si puede encontrar algo, como por ejemplo algún político en ascenso con relaciones con el narcotráfico.

—Eso estaría muy bien. Gracias.

—Simplemente estoy tan comprometido en esto como usted. Siga en contacto.

—Lo haré. Y, mientras tanto, ambos deberíamos extremar nuestro cuidado.

—No puedo estar más de acuerdo.

 

 

Lo siguiente que hizo Tank fue conducir hasta la cabaña de Merissa en medio de la ventisca. Lo que quería hablar con ella no era algo con lo que se sintiera cómodo haciéndolo por teléfono. Si realmente había un asesino tras él, bien podía pinchar su teléfono. Cualquiera que hubiera participado en misiones secretas poseería esa capacidad.

Cuando aparcó frente a la puerta de la pequeña cabaña, Clara, la madre de Merissa, estaba esperándolo. Sonrió cuando lo vio bajar de la camioneta y descendió los escalones a su encuentro.

—Merissa me dijo que vendrías —le dijo con una tímida sonrisa—. Ahora mismo está acostada, con una fuerte migraña. Se despertó con ella, así que la medicina no le está haciendo mucho efecto —añadió, preocupada.

—¿Una medicina prescrita por un médico? —inquirió Tank con tono suave, sonriendo levemente.

Clara bajó la mirada.