Un pueblo olvidado, pero feliz - Luis Calderón Cubillos - E-Book

Un pueblo olvidado, pero feliz E-Book

Luis Calderón Cubillos

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Luis Calderón Cubillos nos entrega una nueva obra, esta vez con un género totalmente distinto que nos sorprende como ha sido desde un comienzo con sus Historias Policiales, pero, ahora, con una novela corta, o como se diría a mediados del siglo XX Nouvelle. Pues la sitúa al comienzo de los años 50, donde los valores como el recato en las damas, sin desconocer la búsqueda de la liberación, descubre cuan fuertes pueden ser las mujeres. Es el tiempo cuando la lucha femenina está en el apogeo por el derecho a voto. Y el partido Femenino de Chile, se inclina, quien lo diría hoy, por la elección nada menos que de don Carlos Ibáñez del Campo. Otro punto es, la educación de los varones en el trato hacia ellas, trae la nostalgia de los romances para siempre, el amor en su expresión más noble: poder confiar en el otro. "Un pueblo olvidado, pero feliz" sin duda es una novela que también no olvida los problemas sociales, entregando de alguna manera la clave para que esa brecha social se disipe y así todos podamos participar de vivir en un pueblo olvidado, pero feliz.

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©Copyright 2021, by Luis Calderón Cubillos [email protected] Colección El tren de las Novelas «Un pueblo olvidado, pero feliz» Novela chilena, 256 páginas Primera edición: julio de 2021 Edita y Distribuye Editorial Santa Inés Santa Inés 2430, La Campiña de Nos, San Bernardo de Chile (+56 9) 42745447Instagram: santaines editorialFacebook: Editorial Santa Iné[email protected] Registro de Propiedad Intelectual N° 2020-A-1419 ISBN: 9789566107187 eISBN:9789566107194 Edición Gráfica y Literaria: Patricia González Ilustración de Portada: Luis Calderón Cubillos Diseño de Portada: Benjamín Vergara Edición de Estilo y Ortografía: Susana Carrasco Edición elecrónica: Sergio Cruz Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados

El autor

LUIS CALDERON CUBILLOS, Quillota, Chile, 1966, hijo de Marta Cubillos Olivares y de Juan Calderón Arévalo, sus estudios primarios los cursó en la escuela N° 60, de la localidad rural La Tetera y los secundarios en el Liceo Industrial de la ciudad La Calera y liceo A-12 de la ciudad de Quillota.

A los 18 años, ingresa a cumplir con su servicio militar en la Armada de Chile, permaneciendo dos años en dicha institución alcanzando el grado de Licenciado. Regresa a su pueblo natal donde trabaja en el campo ayudando a sus padres y terminando sus estudios en un colegio nocturno. Posteriormente, el año 1990, ingresa al cuerpo de Carabineros de Chile, que es la policía de dicho país, donde vive las más extraordinarias aventuras, estando muchas veces al borde de la muerte, motivo por el cual se decide a escribir sobre lo frágil y delgada que es la línea de la vida.

Participa en ferias de libros y eventos culturales. Además, es comentarista literario en el semanario «Futuro» de Villa Alemana, ciudad donde reside actualmente.

Ha publicado: «Francisco, un héroe de 15 años», «No se duerman (historias policiales)», «En un rincón de tu corazón», «Un ir y venir (las vueltas de la vida)», «La muerte con silueta de mujer» y, ahora, nos entrega «Un pueblo olvidado, pero feliz».

Prólogo

Alejandro regresa a su pueblo después de terminar sus estudios secundarios y universitarios en la capital con la esperanza de reencontrase con sus antiguos amigos de juegos, pero no encontró a ninguno. No obstante, en el carro del tren en el que regresaba venían otros pasajeros con diferentes características, los que una vez llegado al pueblo de San Pedro, fue conociendo uno a uno, convirtiéndose en los verdaderos protagonistas de esta historia: Jorge, un joven poeta; Favio, un hombre de negocios; José, un candidato a político; y, Virginia, una decidida joven que lo hace aceptar la igualdad de géneros. A todos ellos, hay que agregar a Hortensia, la hermana del protagonista, que se descubre como una adelantada a su época, en la lucha de clases y la liberación femenina. Una historia donde dos jóvenes de mundos diferentes, nos enseñan que todas las discriminaciones y obtáculos que nos impone la sociedad, no son nada si los enfrentas con un amor fuerte y verdadero.

Luis Calderón Cubillos

Un pueblo olvidado, pero feliz

Alejandro Estrada mira el paisaje que pasa rápidamente a la vista de sus ojos, son campos muy verdes, rodeados de álamos que parecen soldados en una larga fila, además a los pies de los cerros se puede ver una selva tupida de eucaliptus. Los cerros son de un color verde y sus puntas se ven de color café y plomizo. Alejandro mira por la ventana del tren que parece adormecerlo en ese vaivén casi monótono, además los postes que pasan cada cinco segundos también tienen algo que aportar con ese chucu, chucu que lo sume en recuerdos. Observa a su alrededor y puede ver a los ocupantes de este carro, los que cada uno sumido en sus pensamientos se ignoran entre sí.

Un señor gordo de cara rechoncha, mejillas rojizas y con un puro en su boca, el que fuma como si se fuera a acabar el mundo, ve por la ventana y cada cierto tiempo saca de su bolsillo un reloj al que mira achicando sus ojos para ver la hora, viste terno de color café que, al parecer, dejó de ser su talla hace bastante tiempo porque uno de sus botones delanteros parece gritar ¡cuidado, sálvese quien pueda! Está próximo a salir disparado al no poder soportar el volumen de su abdomen. El señor gordo hace caso omiso de las súplicas de su botón y sigue moviéndose en su asiento.

También, en otro asiento va una dama con dos niños que se ven muy inquietos mirando hacia afuera y a los demás pasajeros, su madre trata de tranquilizarlos dándoles sin que se note pequeños tirones a sus ropas y susurrándoles en sus oídos las más terribles amenazas al parecer, ya que estos niños se calman de inmediato, pero, al rato, vuelven nuevamente a molestarse entre ellos mismos y así ha sido durante todo el viaje, la mujer tratando de pasar inadvertida, pero en vano.

Otro señor vestido con terno y abrigo negro, parece un banquero u hombre de negocios, que no deja de mirar cada cierto tiempo el techo del tren y después a una libreta en la que escribe algo, podrían ser números, sumas y restas, pero también podría tratarse de un poeta que va escribiendo sensaciones que le llegan a la mente.

Pero definitivamente no tiene aspecto de poeta, es un hombre de negocios, de eso se da cuenta Alejandro porque con su mirada ya encontró al poeta del tren.

Un joven que va mirando en forma absorta el paisaje hasta que se pierde de su vista y luego anota en su libreta al parecer lo que ha visto, porque de nuevo gira su cabeza para poder ver lo que ya había pasado unos minutos antes y parece terminar una idea en su cuaderno, además su figura resalta entre los pasajeros por su desplante y manera de vestir, que es un traje de color verde suave, camisa blanca, corbatín de seda del mismo color de su bestón, cremalleras en sus puños que dejaban ver sus manos de largos dedos los que parecían no haber trabajado nunca en labores pesadas, su piel blanca, cabello ondulado y negro, que llamaba la atención de quien observara el entorno.

Otra pasajera que llamaba la atención de Alejandro era una dama que podría tener entre 20 a 25 años. Viajaba sola y con un bolso a su lado, el que no soltaba a pesar de la insistencia del cobrador de boletos de subirlo a la parrilla ubicada arriba de cada asiento.

Alejandro pensaba cómo sería el recibimiento en su pueblo después de tanto tiempo lejos. Esperaba que aún estuvieran las personas que había dejado y se imaginaba que estarían cambiadas físicamente y que los más viejos, posiblemente, fallecidos.

El silbato del tren lo sacaba de sus divagaciones cada cierto tiempo y volvía la mirada a su entorno dentro del carro, donde los personajes ya descritos seguían en sus asientos, cada uno absorto en sus pensamientos y planes próximos.

Alejandro Estrada había partido de ese pueblo cuando terminó su educación primaria, porque no había dónde seguir estudiando. Entonces, sus padres lo enviaron a la capital a un internado para cursar sus estudios medios y, luego, ingresar a la Universidad de Chile, la más prestigiosa de la época. En todo ese tiempo, habían pasado cerca de diez años y ya se encontraba titulado de abogado, motivo por el cual y como se había cumplido el objetivo de su permanencia en la capital, sus padres le enviaron una carta donde indicaban que esperaban con ansias su regreso.

El tren pasaba en ese momento por un puente sobre varios brazos de un río, un puente muy alto y sobre todo angosto que cabían solo los rieles por sobre donde pasaba el tren, eso sí rodeado de barandas metálicas que impedían ver con cierta claridad el paisaje que presentaba el río, no así los árboles y vegetación de los cerros vecinos.

Los niños, asombrados con la majestuosidad del puente, se pegaban a la ventana para no perderse ningún detalle de todo a su alrededor, el río dividido en tres partes por especies de pequeñas islas de tierra y piedras, por las que se veían animales bebiendo agua acompañados de algunos hombres que podrían ser sus arrieros. A la madre, parecía darle vértigo la altura así que trataba de no mirar hacia afuera.

El joven que apodaremos poeta también miraba ese paisaje del río y a la vez al cielo y en su rostro se dibujaba una tenue sonrisa, al mismo tiempo que esbozaba unas líneas en su libreta, terminando de escribir finalmente con un aire de satisfacción.

La dama del bolso también observa el paisaje y, al parecer, le llamó demasiado la atención una pequeña casita que se alcanzaba a divisar entre los árboles y la vegetación del cerro que pasaba al frente de ellos ahora.

Unos metros más allá se divisa un claro, una especie de pradera cual sabana, donde pastan muchos animales, la mayoría reces, que eran vigiladas por unos hombres sentados sobre unas rocas a una cierta altura. Esta imagen le llamó la atención al hombre de negocios que dejó su libreta de apuntes a un lado y prestó atención al número de animales que se veían en esa pradera.

De pronto, se siente nuevamente el silbato y, en ese momento, Alejandro ve aparecer al cobrador de boletos por una puerta de las que se ubican a cada extremo de los carros, anunciando la aproximación del siguiente pueblo.

—Señores pasajeros, ya estamos por llegar a San Pedro, preparen sus equipajes.

—¡Mamá, ya estamos llegando! —gritaron los niños.

El tren por fin llega al pueblo e, inmerso en una gran nube de humo, se detiene en la estación emitiendo un gran sonido como un suspiro gigante. Alejandro mira por la ventana antes de levantarse para observar el entorno de esa estación que tantos recuerdos le traía a su memoria.

Al bajar, no hay no hay muchas personas esperando en la estación, pero sí al frente de esta donde se encuentra una pequeña plaza de unos cincuenta metros de diámetro, de una media cuadra. Allí, se ven personas en sus asientos que conversan con sus acompañantes, pero que, al llegar el tren, sus miradas se trasladan hacia la estación y a los pasajeros que arriban.

Alejandro se detiene un momento en el andén por si ve a alguien que le parezca conocido, pero han pasado diez años y, probablemente, ya no se encuentren ahí. Así que cambia de idea y camina hacia la plaza atravesándola hasta llegar a la calle principal por donde transita hasta llegar a su casa.

Se detiene frente a una gran puerta de una casa colonial de color café, toma un aro de bronce que hay en ella y golpea en dos ocasiones, se pueden sentir unos pasos que parecen correr por dentro de la casa.

—¡Ya voy, un momento! —se escucha una voz desde el interior, al parecer, de la sirvienta.

—Hola, buenos días, soy Alejandro, me esperaban para hoy —dice a manera de saludo el joven.

—¡Ah, usted es el señorito Alejandro, pase, a su casa nomás llega! —contesta Margarita y le muestra el pasillo que conduce desde la puerta hasta el salón.

—¡Qué pasa! ¡Qué bullicio es ese! —dice una mujer que sale en dirección a la puerta.

—¡Madre, qué gusto de verla! Acabo de llegar en el tren de las 11.

—¡Hijo, has llegado, qué felicidad! ¡Juan, mira quien llegó! —y llama a gritos a su marido.

—¡Qué pasa, mujer! ¡Que son esos gritos! —dice un hombre de edad madura saliendo del salón.

—¡Hola padre, cómo está, acabo de llegar en el tren de la mañana, quería llegar muy temprano!

—¡Hijo, tanto tiempo, qué bueno que ya llegaste! Aunque no te esperábamos a esta hora —le dice dándole un gran abrazo con sus correspondientes palmoteos en la espalda.

—Sí, la verdad tomé el primer tren de la mañana. Fueron tres horas muy agotadoras, pero ya estoy aquí, descansaré unas horas y, después, saldré a recorrer el pueblo.

Juan, el dueño de casa, era un hombre de unos 60 años, medianamente gordo, de cabello cano, pero no del todo, de piel rosada y nariz ancha, generalmente andaba de traje y corbatín, siempre le gustó el buen vestir y, ahora, ya jubilado de sus actividades mercantiles, solo se dedicaba a discutir con sus amigos sobre la bolsa y cómo subían las propiedades. De hecho, se reunía en su casa con ellos en tertulias en donde siempre hablaban de lo mismo.

La señora de la casa de nombre Marta era buena anfitriona, siempre atenta a lo que solicitaba su esposo en esas reuniones de caballeros, como él decía. Ella también bordeaba los 60 años y, al contrario de su esposo, era delgada y aún de cabello negro, el que se lo tomaba en su cabeza en una especie de tomate o moño, le gustaba estar en la cocina acompañando a Menche, la cocinera y, de vez en cuando, ayudándola. Sus vestidos eran sencillos, sin ostentaciones, la sencillez era su lema y, además, era muy buena para conversar.

A parte de ellos, existía una hermana menor que había estudiado solo en esa zona, que no había querido ir a la capital porque no necesitaba estudiar más, ya que no era bien visto que la mujer estudiara tanto. Para qué si cuando se casaba solo se quedaba en su hogar y ya. Ella era delgada como su madre y de cabellos muy negros con trenzas, su nombre era Hortensia, le gustaba vestirse siempre de colores lila y verde manzana, tenía sus razones.

Después de instalarse en su pieza, Alejandro se recuesta en la cama, muy blanda en comparación con los asientos duros del tren. Ahora se recuerda de los pasajeros que venían en su carro, como por ejemplo de la mujer que no quería soltar el bolso, al recordarlo se sonrió y, poco a poco, comenzó a dormirse.

Con la bulla del salón, se despertó Hortensia y muy lentamente se levantó. Cuando llegó al salón, ya no había nadie, por su madre se entera que su hermano ha llegado, quiso ir a golpear al dormitorio, pero no la dejaron. Entonces, no encontró nada mejor que salir a la calle y cruzar hacia la plaza por si veía a sus primas para contarles la novedad del día, la llegada de su hermano desde la capital a radicarse para siempre en San Pedro.

Ya era mediodía y la gente comenzaba a deambular por el pueblo en más cantidad, las diligencias y trámites las habían hecho en la mañana y, ahora, ya estaban desocupadas. A Hortensia le dio calor porque ya había pasado una hora parada en la plaza frente a su casa y se aprontaba a regresar sofocada, cuando vio venir a sus primas por la calle principal.

—¡Hola, primas, qué bueno que las veo! ¿Saben quién llegó?

—Estabas sola, ¿quién llegó? —contestan Matilde y Leonor, sus primas.

—Mi hermano Alejandro esta mañana, debe estar durmiendo en su cuarto ahora.

—¡Ah! Debe ser muy cansador el viaje —dice Matilde.

—¡Qué emoción que haya llegado! Debe haber aprendido mucho en sus estudios, y ¿cuándo lo podremos ver si dices que ahora está durmiendo? —dice Leonor.

—¡Cuando despierte! ¡jajaja! —ríe Hortensia.

—Sí sé, ¿pero van a hacer una fiesta de bienvenida? —pregunta Leonor.

—Era una broma eso de cuando despierte, vamos si quieren de inmediato a la casa a ver a mi hermano.

—No, mejor cuando sea oficial y vengamos con nuestros padres.

—Papá piensa hacer un cóctel e invitará a los tíos y demás amigos —dice Hortensia.

—¡Vamos a la Golosita a servirnos unas bebidas!

—Ya, vamos, hace mucho calor aquí —responden las otras dos y caminan por la única calle que es la más importante y, por lo mismo, se llama calle Principal, se dirigen al final que es donde está la fuente de soda en cuestión.

Mientras tanto en la casa, ya se había levantado Alejandro y baja desde el segundo piso donde está su dormitorio al salón, encontrando a su padre leyendo el periódico.

—¡Ah, hijo, ya has descansado! ¿Tan luego te

repusiste? —le preguntó.

—Sí, fue un corto, pero reparador descanso, de verdad muero de ganas de ver el pueblo.

—¿Vas a salir? Pronto almorzaremos. Si vas a caminar y ves a tu hermana, avísale que en esta casa se almuerza de vez en cuando —dice su padre con ironía.

—Bueno, padre, le aviso y la traigo de una oreja —ríe Alejandro y sale a la calle principal del pueblo, directo desde la puerta de casa, ya que no se tenía la costumbre de tener un antejardín.

Alejandro se detiene un momento, se arregla su bestón y su cuello para continuar su paseo por esa calle en dirección a donde le lleven sus pies.

Pasa un niño gritando los titulares del diario y Alejandro le da una moneda para recibir el periódico, que lo lleva bajo su brazo mientras camina. Se dirige al final de esa calle y entra a un restorán que le pareció interesante, dirigiéndose a una mesa a orillas de la ventana para no perderse detalle de la calle como también de las personas que transitan por la vereda, además de ese lugar se divisaba algo de la plaza que a ese extremo de la calle, estaba finalizando.

Se acomoda en esa mesa mientras espera su pedido, lee el periódico con toda la tranquilidad que le da la sensación de ser el primer día de su vida.

Había pasado un cuarto de hora cuando siente que golpean el vidrio de la ventana y ve a su hermana saludando desde afuera, riéndose junto a dos amigas que también sonríen, le hace una seña para entren.

—¡Hola, Alejandro, en la mañana no te quise despertar, bienvenido al hogar! —le dice Hortensia, abrazándolo efusivamente.

—¡Qué grande que estás, Tenchita! ¡La última foto tuya era de hace cuatro años! —responde Alejandro.

—¡Ellas son tus primas, Alejandro! ¿Qué no te acuerdas de ellas?

—La verdad que no, si no tenía fotos de ellas y la última vez que las vi, tenían como diez años, pero obviamente ha pasado el tiempo y ya no son las niñas que dejé —sonríe el joven.

—¡Hola primo, yo soy Leonor! —saltó a su brazo la prima más sobresaliente de las dos.

—¡Bienvenido, primo, yo soy Matilde! —lo abraza esta prima, que es más reservada.

—Bueno, acompáñenme a servirse un jugo —invita Alejandro alegremente.

—Gracias, pero ya nos vamos. Acuérdate que acá tenemos horarios y es la hora del almuerzo —dice Hortensia tomando del brazo a Leonor.

—Además, ya tomamos mucha bebida en la Golosita —dice Matilde.

—Es verdad, me esperan para cancelar aquí y las acompaño a la casa —dice Alejandro.

Después de pagar, Alejadro sale con su hermana y sus primas hacia la calle observando todo a su alrededor, que le parece muy acogedor y agradable, mientras tanto su hermana lo toma del brazo y le va señalando los últimos cambios efectuados en el pueblo, a lo que Alejandro le responde a cada momento con un —¿en serio?— y así siguen hasta llegar.

En la casa, ya los esperaban para el almuerzo su madre y las cocineras con la mesa puesta. Hortensia llegó con las primas así que pusieron más servicios en la mesa, ese detalle no importaba, Marta era una magnífica anfitriona.

—¡Ah, qué bien! ¿Se encontraron en el camino? —consulta la madre saludando a los jóvenes.

—Sí, madre, yo estaba en el salón de café y las vi pasar —explica Alejandro.

—Sí, madre, nos dio alcance y nos saludamos, ¡tanto tiempo que no nos veíamos! —se apresuró en aclarar ese detalle Hortensia. La verdad era que al salón de café no entraban niñas, quizás porque allí entraban personas más adultas por así decirlo, hombres para cerrar algún negocio, etc, y además que las niñas del pueblo eran inconscientemente más asiduas a la Golosita, restorán que debido a lo mismo se había convertido más al estilo juvenil y de esa forma había quedado.

—Margarita, llame al señor —se dirigió la señora de la casa a la empleada.

—¡Voy volando! —responde Margarita y se dirige al escritorio donde se encuentra don Juan sumergido en sus asuntos.

Un par de minutos después, llega al salón don Juan y se sienta en la cabecera de mesa, lugar señalado y destinado para el jefe de familia desde esos años.

—¡Qué alegría, hoy es el primer día de muchos que almorzaremos con nuestro hijo! —dice don Juan—. Bueno, comamos —y la familia comenzó a servirse el almuerzo.

—¡Al ataque! —dijo por lo bajo Hortensia, mirando a sus primas y a su hermano con una sonrisa cómplice.

Cerca de las seis de la tarde las primas se retiraron, llevando la invitación para sus padres sobre la cena de bienvenida a Alejandro en la casa del tío Juan.

Desde ya, la dueña de casa se dispuso con las cocineras a planear esa cena. La señora Marta las puso en línea frente a ella y cual militar en revista a sus tropas, las arengó para que ese día no faltara nada, sea comida, vinos, champaña y hasta de su presentación personal les habló. Era día martes y la convivencia o malón como se llamaba a ese tipo de fiestas familiares era para el sábado.

Alejandro cerca de las siete de la tarde se prepara para salir a dar una vuelta a la plaza que queda frente de la casa. Le hubiera gustado que se encontrara lejos para tener que caminar más, pero de todas formas caminaría por la calle principal por si se encontraba con algún conocido de antaño. Observa su entorno, cuando divisa una figura a lo lejos y se acerca lentamente.

—Buenas tardes, amigo, buenas tardes casi noches — dice Alejandro al pararse frente a un joven que está sentado en un banco de la plaza.

—Buenas tardes, señor —responde el joven con una sonrisa, pero con cara de pregunta.

—Hoy, lo vi en el tren de la mañana, ahí venía usted —responde Alejandro a la duda del rostro del joven.

—¡Ah! Y usted, ¿también venía en ese tren?

—Sí, me presento, mi nombre es Alejandro Estrada Mardones y venía de regreso a la casa paterna después de diez años de ausencia.

—Son muchos años, mi nombre es Jorge Velásquez Acuña.

—Lo veía anotar cosas en una libreta durante el viaje, amigo Jorge.

—Usted es muy observador, amigo Alejandro, sí me gusta escribir, suelo hacerlo —responde Jorge, su nuevo amigo.

—¿Y se puede saber qué escribe? Si no es mucha la intromisión en sus asuntos —consulta Alejandro con suma curiosidad.

—Poesías —dijo Jorge y de nuevo esbozó una sonrisa.

—¡Qué interesante! ¿Y en este pueblo se puede escribir poesías?

—Sí, por eso me vine por una temporada, a la paz de un pueblo provinciano, la capital es muy ajetreada, todo pasa muy rápido, no es para escribir ni inspirarse.

—Sí, de todas formas encontrará sosiego en este lugar, se lo recomiendo, yo lo viví desde niño.

—Qué bien, me lo imaginaba.

—¿Y dónde está alojando, amigo Jorge?

—En casa de una tía, al final de esta calle —dice señalando la calle principal.

—Yo vivo acá al frente, en esa casa de color durazno, el sábado tengo una fiesta de bienvenida, si no le parece inapropiado le dejo la invitación.

—Me gustaría, así podré conocer a alguien más de este pueblo.

—Estamos en las mismas, yo no he podido encontrar a nadie de mi época de niño, ya todos han marchado, bueno lo espero el sábado a las ocho para que no se pierda detalles de los invitados.

—Está bien Alejandro, ahí estaré a las ocho, le hablaré a mi tía, quizás ella conozca a sus padres.

—Tiene razón, ¿y quién es su tía? —pregunta Alejandro.

—Se llama María Acuña López, vive al final de esta calle, una casona de color rojo.

—Preguntaré a mis padres por ella, amigo Jorge.

—Bueno, yo me estaba retirando cuando se acercó usted, amigo Alejandro, así que lo dejo y emprendo mi regreso —se excusa el poeta.

—Ah, disculpe que lo haya entretenido, no era mi intención pero ya ve, he conocido a un amigo.

—Claro que sí, y espero tener ese privilegio tambien.

Se levanta de su asiento y camina por uno de los senderos de la plaza hacia la calle principal, mientras tanto Alejandro observa a su nuevo amigo poeta que visto ahora sin abrigo se puede apreciar que es muy delgado, pero Alejandro recuerda que él, cuando lo vio en el tren se había fijado en sus manos, en sus dedos muy delgados y huesudos que parecían manos de un pianista, y que por ende corresponderían a un hombre también muy delgado. —¿No estará enfermo este cristiano? —pensó.

Alejandro se dirige a mirar la estación, de cierta forma para recordar algún momento de su niñez, en eso está cuando un hombre avisa a grandes voces que pronto llegará un tren. Su mirada se queda en el mismo niño que vendía periódicos en la mañana que también está ahí, ahora sentado en una banca de la estación balanceando sus pies despreocupadamente.

El tren se detiene y bajan más personas que en la mañana cuando él llegó, —¿de dónde vendrá este tren? —se pregunta y va a mirar a la boletería donde están los itinerarios, salidas y llegadas de trenes, ahí se da cuenta que esa gente viene de trabajar en las ciudades vecinas y cercanas, de la costa, y él en la mañana había llegado del sentido contrario de donde había llegado este tren, o sea, de la capital. Este tren debería venir de la ciudad de Valparaíso, y se fija que de verdad, son hombres de trabajo, con bolsos y uno que otro con maletín, todos ellos bajan y atraviesan la línea férrea y pasan por la plaza hasta llegar a la calle principal y ahí se desparraman en diferentes direcciones según sean sus domicilios.

Alejandro piensa que si él se para ahí todos los días a esta hora, llegaría a conocer a todas las personas que bajan del tren, aunque sea de vista, porque aunque la cantidad de pasajeros no era menor, de todas maneras sería fácil ir recordándolos a todos.

El viernes anterior al sábado que se iba a efectuar la fiesta de bienvenida para Alejandro, se encontraba a la hora del almuerzo toda la familia reunida saboreando un rico plato que era nada menos que la típica cazuela preparada por las manos mágicas de Menche, la cocinera.

—La otra tarde me hice de un amigo acá —dice Alejandro ya cuando su padre había hablado todos los temas que cotidianamente traía a la mesa.

—¿Sí? ¡Qué bien! ¿Es del pueblo lo conocemos? —pregunta su madre.

—¿O también es un regresado al pueblo como tú? —acota su padre sonriendo.

—Lo conocí en el tren cuando llegué el lunes y lo volví a encontrar el miércoles en la plaza.

—¿Y vive cerca de aquí? —recién se integra a la conversación Hortensia.

—Sí, de hecho se hospeda en la casa de su tía, quizás ustedes la conozcan.

—¿Quién será esa tía? Este pueblo es pequeño, puede ser que la conozcamos —dice su madre pidiendo aprobación de los demás integrantes de la mesa.

—Su nombre es María Acuña López, vive al final de la calle, una casona roja.

—Ah, si la conocemos de vista, claro que sí como a toda la calle —respondió su madre.

—Como a todos en esta calle —rectificó don Juan que le gustaba hablar bien las frases— ¿Y qué hace tu nuevo amigo, en que trabaja? —pregunta.

—Es poeta, por lo que dijo y por lo que vi —responde Alejandro.

—Te pregunté, hijo, en qué trabaja tu amigo —vuelve a decir su padre, ahora con cara de pregunta.

—No me inmiscuyo tanto en sus cosas, padre —responde un desconcertado Alejandro.

—¡Qué emocionante! Poeta… no sería extraño que también tocara el piano —dice su hermana Hortensia.

—No sería extraño, claro que no —dice Alejandro, recordando los dedos largos y lo que había pensado de su amigo la primera vez que lo vio en el tren.

Después de finalizar el almuerzo, don Juan se dirigió al salón, directamente a su sillón preferido y su hijo lo siguió. Alejandro tomó un libro de la biblioteca que estaba en una pared del salón y se dispuso a hojear las páginas. Don Juan siguió leyendo su periódico que lo había dejado en la mañana, le encantaba la página de anuncios de ventas, por si aparecía algo que le interesara. Hortensia se les unió en el salón con unas revistas de moda en sus manos y se acomodó en un sillón, luego llegó la madre, la señora Marta que se había detenido en la cocina con las empleadas, y se sentó a un lado de su hija.

El sábado por fin llegó. Durante todo el día, la señora Marta anduvo detrás de las empleadas y la cocinera para que todo lo que necesitaba estuviera en casa y a punto para la noche.

—¡Por fin usaremos el tocadiscos, Alejandro! —dijo Hortensia a su hermano con su cara llena de felicidad, que demostraba gran entusiasmo.

—¿Por qué no lo usaban antes? —pregunta Alejandro.

—Porque nos daba vergüenza a mis primas y a mí escuchar música aquí en casa, preferíamos ir a la fuente de soda de la esquina.

—¿La del otro día donde estaban cuando yo llegué?

—Sí, la Golosita.

—¿Y tienen discos? Digo para escuchar algo.

—Bueno, un par hay por ahí, nada más, pero podríamos conseguirnos.

—Llama a las primas, diles que traigan lo que tengan, si no vas a tener que tocar el piano tú.

—Sí, voy a llamarlas ahora —dijo esto y se dirigió al escritorio de su padre donde se encontraba el teléfono, que de verdad don Juan era el único que lo ocupaba un poco más y tampoco se diría que mucho ya que no tenía a quién llamar si todos sus amigos eran del mismo pueblo, salvo las llamadas que sí hacía cuando se comunicaba a la capital, durante el tiempo que Alejandro estuvo estudiando.

Alejandro se recordó de su nuevo amigo, a quien le había dicho que a las ocho llegara, también no sé por qué se acordó de la dama que iba sola en el tren, la que no soltaba el bolso. Cuando evocó esta imagen, nuevamente volvió a sonreír.

A las siete de la tarde, llegaron sus primas con los discos, los que se juntaron con los que tenía Hortensia, así que no eran pocos.

—De todas maneras, tenemos el piano por si se aburren de esos discos —comentaba la señora Marta, que aún seguía fiel a la música de piano y orquestada.

—Sí, claro y tocamos la misma de siempre —dijo aburrida Hortensia.

—¡Pero Alejandro no la ha escuchado, hija, y su amigo tampoco! —responde su madre sonriendo, como quien tiene la razón y se retira hacia la cocina.

—Bueno, chicas, acompáñenme a mi cuarto, yo debería estar lista.

—De acuerdo, vamos —y las tres subieron al cuarto de Hortensia.

A las ocho de la noche, Alejandro salió a la puerta de su casa y se quedó parado ahí viendo cómo pasaba la gente por la calle principal dirigiéndose a la plaza y, algunos, a la fuente de soda de más arriba.

—Hola amigo, Alejandro —estaba tan absorto en lo que miraba que no se dio cuenta cómo llegó a su lado, Jorge, el poeta.

—¡Amigo, no lo había visto! ¿De dónde apareció?

—De por ahí, ¿llegué a buena hora?

—Sí, claro, pase adelante —le mostró el pasillo que conducía al salón y entraron ambos.

Adentro, el salón estaba preparado para la ocasión, la mesa cuan larga era estaba cubierta con entremeses, dulces, una ponchera de vidrio llena de licor, vasos para el efecto; en una esquina, el tocadiscos que llegaba a brillar con todo el lustre que le sacó Margarita, la empleada y, más al fondo, se podía apreciar un piano de cola negro como el azabache.

—¡Hay un piano, qué interesante! —dice Jorge al mirar a su entorno.

—Sí, mi hermana y las primas son virtuosísimas en el piano —se sonríe Alejandro—. Ya las conocerás.

—Yo también algo me defiendo en ese arte —responde Jorge.

En eso, la señora Marta ingresa al recibidor por una puerta de la cocina y se dirige a los jóvenes.

—¡Bienvenido, joven, a esta casa!

—Madre, él es Jorge Velásquez, Jorge ella es mi madre Marta.

—Un gusto conocerla, señora, muy hermosa su casa.

—Gracias, siéntase como en la suya, ya llegarán los demás invitados para que los conozca.

—Gracias, es usted muy amable.

—¡Madre, están golpeando la puerta!

—¡Margarita, vaya a abrir! —la madre llama hacia la cocina para que la empleada salga, quien abre y entra con una pareja más o menos de la misma edad de los dueños de casa, unos 60 años; el hombre de sombrero y traje negro, la mujer de vestido y bléiser gris, ambos se dirigen a saludar a la señora Marta de inmediato.

—Buenas noches, señora Marta, un gusto saludarla y poder ver a su hijo de regreso.

—Gracias y aquí está mi hijo Alejandro ya de regreso —los saluda tomando del brazo al joven.

—Alejandro, ellos son don José Arismendi y su esposa Angelina, no sé si los recuerdas.

—No madre, un gusto conocerlos señor y señora Arismendi.

—¡Qué grande que estás! Veo que ya no te acuerdas de nosotros —dice el señor recién llegado.

—¡Claro, si eras aún un niño cuando te fuiste —dice la señora Arismendi.

—Tenía doce años, pero de todas formas no recuerdo mucho de lo que dejé en el pueblo.

—¿Y te has encontrado con algún amigo de ese tiempo? —pregunta el caballero.

—Aún no, viejos amigos no, pero sí nuevos amigos. Les presento a Jorge Velásquez, a quien conocí cuando llegué al pueblo —y les señala al poeta que hasta ese momento solo miraba la escena.

—Un gusto conocerlo amigo, José Arismendi para servirle y ella mi esposa Angelina.

—El gusto es mío —responde Jorge y la conversación se desvía a otros asuntos mientras que, en ese momento, sale de su escritorio don Juan, el dueño de casa.

—Buenas noches, amigos, qué bueno que ya están aquí —dice a manera de saludo.

—No podíamos perdernos una de tus veladas, Juan —responde don José Arismendi.

—Pasemos al salón, estaremos más cómodos —los invita el anfitrión.

En ese momento, se oyen ruidos en la puerta. Es el resto de los invitados que llegan. Margarita seguía en la tarea de abrir la puerta. Primero, entran dos damas y, posteriormente, dos hombres. Alejandro, al fijarse en ellos, se concentra en el señor gordo y siente una sensación de que al parecer ya lo había visto en algún lugar.

—Buenas noches, señores —saludan a don Juan, a su esposa y al matrimonio que ya se encontraba ahí. Los recién llegados son como una pareja cómica, uno muy delgado y el otro un gordo que ya no cabía en su traje.

—Alejandro, ven un momento —llama don Juan a su hijo que se encontraba con Jorge en un esquina del salón.

—Él, es mi amigo banquero, Fernando Camiletti y su esposa Xiomara.

—Mucho gusto señor y señora Camiletti —los saluda cortésmente Alejandro.

—Y acá, el señor Favio Urra y esposa Viviana, una familia de comerciantes.

—Un gusto en conocerlos, señor y señora Urra —los saluda y se retira amablemente.

Al llegar junto a Jorge, vuelve la mirada a los recién llegados y entonces se da cuenta dónde había visto al gordo, el botón que quería explotar, recordó dónde, ¡en el tren! Era el pasajero de terno café, gordito y de mejillas rojizas que fumaba un puro. —¡Mire, donde lo vuelvo a encontrar! —pensó Alejandro y le contó la anécdota a su amigo, de dónde había visto al señor gordo con su puro y que el botón de su bestón quería explotar al ya vencer la resistencia del hilo que lo unía.

—De verdar, así es, tienes razón —le comentaba Jorge cuando las niñas bajaban por la escala desde el segundo piso hacia el salón.

—Tenchita, primas, les presento a Jorge Velásquez, un novel poeta.

—¡Qué emocionante! —dijeron casi al unísono las tres niñas y, desde ese momento, se podría decir que la fiesta comenzó.

Los cinco jóvenes se fueron al lugar donde estaba el tocadiscos a poner otros que habían bajado las niñas y sacaron el que había puesto Alejandro y Jorge que ya lo habían tocado mucho en estos minutos que llevaban en el salón. Con las presentaciones de los recién llegados no tuvieron tiempo de sacar el disco y ya se estaba rayando, pusieron un disco nuevo de Louis Armstrong, que era más bien lento así que los más adultos se dispusieron a bailar.

—Juan, ¿no has pensado ingresar a la política? —pregunta Jose Arismendi en un descanso de la música y ya cuando se había decidido a descansar un momento.

—No creo, no creo que sea lucrativo —responde Juan.

—Yo estoy postulando a un cupo en la cámara de diputados, deberías seguir mi ejemplo.

—O sea, necesitas votos, de eso me hablas.

—Sí, claro, primero dándome a conocer, que me conozca la gente, pero no quiero ser el único del pueblo, por eso te decía si a ti te parece.

—De verdad, no se me había ocurrido, José, no se me había ocurrido —termina don Juan, mirando un punto en el horizonte como amasando la idea.

—Yo creo que para la política debe haber vocación —dice Alejandro que se había acercado a su padre y alcanzó a oír la conversación.

—Yo creo que un poco de vocación y otro poco de ambición —responde don José.

—Sí, cuarenta de vocación y sesenta del resto —responde don Juan entrando en el juego y captando la génesis de las ideas de su amigo José.

—Yo creo que el político que no tiene vocación termina por hacer las cosas mal y, finalmente, acaba por retirarse —reflexiona Alejandro.

—O, simplemente, que no sea reelegido más —dice don Juan.

—Pero antes de que eso ocurra, hay tiempo de sacar provecho del cargo —dice don José con una sonrisa burlesca y casi maquiavélica.

—Bueno, pero no sería el primero que piensa así, por lo que ya se ve en estos tiempos —acota Alejandro.

—Alejandro, en la capital, ¿qué alcanzaste a ver sobre estos casos? —pregunta don José.

—De lo único que escuchaba era sobre la palabra corrupción.

—¡Ah! Pero, ¿de qué bando? —pregunta don José, presumiendo que los liberales deberían ser los más corruptos, no su partido y así, echarle la culpa a los demás y que los conservadores fueran los más intachables.

—De todos, don José, cual más cual menos…

—¿Ves, José? Por eso, prefiero mantenerme lejos de la política —comenta don Juan.

—Sí, es verdad que es un mundo difícil, amigo Juan, pero si decido seguir, ¿cuento con tu apoyo?

—Por supuesto, no lo dudes, si necesitas mi ayuda no te preocupes, tienes mi voto.

No se dieron cuenta en qué momento Alejandro los dejó solos y se dirigió donde se encontraban los jóvenes en el otro extremo del salón.

—Alejandro, ¿sabes que iremos con Jorge al estero este domingo? —dice Hortensia sonriendo junto a sus primas.

—¿Iremos? Suena a grupo, a revolución —dice Alejandro que seguía aún con el pensamiento en los temas de política, con sus palabras y dichos.

—Sí, iremos dije, iremos contigo, las primas y con Jorge para que se inspire para sus poemas con el paisaje del campo.

—Dudo que con tanta broma y chistes Jorge se pueda inspirar —dice Alejandro.

—Quién sabe, si con tanta belleza me pueda inspirar —responde Jorge sonriendo.

—¿Cómo? —dicen las niñas y se miran entre sí.

—Porque no sé, ni conozco el paisaje con el que me voy a encontrar en ese lugar.

—¡Ah! —responden de nuevo las niñas y los dos jóvenes más adultos se sonríen entre ellos al captar la doble intensión de la frase de Jorge, que se refería a la belleza de ellas y no del paisaje.

—¡Entonces hay que guardar algunos pasteles y bebidas para llevar! —dice Hortensia.

Haciendo una observación a los concurrentes a las tertulias de don Juan, se podría decir que sin más todos tenían una imagen con que aportar a esta historia: don José Arismendi era el hombre que tenía entre ceja y ceja ingresar a la política, y su vida y conversaciones llevaban siempre a ese punto más temprano que tarde. También se encontraba don Fernando Camiletti, director del banco del pueblo, de quien se rumoreaba que había llegado hasta ahí, solo a costa de negocios turbios e intrigas, y aun se decía que por fuera de su trabajo, practicaba la usura, o sea, prestando dinero y recibiendo de vuelta la cantidad prestada más el cincuenta por ciento.

El otro personaje conocido por Alejandro en su fiesta de bienvenida, era don Favio Urra, rico comerciante ya no del pueblo, sino de la zona, de quien se conocía para orgullo propio, que había comenzado su carrera de comerciante en una pequeña feria de un pueblito de más al norte y, ahora, tenía negocios en tres ciudades.

Otro personaje que concurría a las tertulias de don Juan, pero esta vez se había excusado de no poder ir debido a su trabajo y que Alejandro no había tenido el gusto de conocer, era don Rene Gamboa, el oficial de policía, que esa noche por problemas en el cuartel no había podido llegar.

Bien, esos cuatro personajes eran infaltables en las tertulias de don Juan, y los cinco, generalmente, pasaban un par de horas arreglando el mundo como se dice popularmente, y aparte de ellos no invitaban a nadie más. Se conocían desde jóvenes por trabajar en el comercio de Valparaíso y, ahora, don José y don Juan estaban retirados.

Los que no venían casi nunca, salvo en contadas ocasiones, eran los padres de Leonor y Matilde, su tío que vendría siendo el hermano de la señora Marta y cuñado de don Juan, quien en su juventud, cuando Juan pretendía a Marta, nunca lo apoyó porque era considerado poca cosa por la familia, es más, no lo aceptaba como cuñado. Desde esos años, «se masticaban, pero no se tragaban» como dice el refrán popular.

Cuando don Juan conoció a la señora Marta, era solo un simple empleado de una gran tienda en Valparaíso, por eso no fue aceptado ese cortejo de parte del joven.

Ese día domingo, las primas y Hortensia se levantaron muy temprano, habían dormido juntas en el mismo dormitorio para hacer más divertida la velada. Rara vez ocupaban la pieza de alojados, siempre se quedaban las tres juntas. La idea era salir con la mañana más fresca, ya que más tarde hacía mucho calor y debían caminar bastante hacia donde pensaban ir. Alejandro, media hora más tarde, salió de su pieza bostezando con su pijama y su bata, sorprendiéndose que ya estuvieran listas esperándolo.

—¡Ay, me duele la cabeza y aún tengo sueño! Díganle a Margarita que me prepare un café mientras salgo del baño.

—Nosotras te lo preparamos en un momento, tú date prisa —dijeron las niñas.

—Alguien que salga a la puerta por si viene Jorge —se alcanza a oír la voz de Alejandro antes de cerrar la puerta del baño.

—Si llega, debería golpear y le abre Margarita o ¿quieres que se enoje nuestra madre?

—Verdad que estamos en provincia, se me olvida —murmuró Alejandro.

Al rato, bajó al salón a tomar desayuno mientras su hermana y primas terminan los últimos detalles del paseo. Llenaron dos canastillos con pasteles, galletas, bebidas y se sentaron a esperar. Como ya estaban listos, decidieron salir y esperar afuera de la casa a Jorge que ya debería llegar.

—Ahí viene nuestro amigo —lo alcanza a ver Alejandro a la distancia.

Efectivamente, el joven había doblado la esquina y se acercaba por la vereda en dirección hacia ellos, también traía un bolso pequeño que con sus correas lo sujetaba en su hombro.

Después de los saludos, se dirigieron caminando al lugar predestinado para el paseo, salieron de la calle principal del pueblo y doblaron por un camino de tierra en dirección hacia donde estaba ubicado un cerro, el camino era largo. Ya a mitad del trayecto, se notaba el cansancio y la falta de ejercicio de los dos hombres. En cambio, las niñas, al parecer acostumbradas a ese camino, no parecían sentir la media hora caminando.

—¿Qué sucede, hermano? Te noto cansado —se sonreía Hortensia con cierta burla.

—Y usted, Jorge, ¿también ha perdido el color? —preguntaba Leonor al poeta.

—¿La verdad? En la capital, solo andaba movilizado, casi no caminaba —responde Alejandro con un resuello de voz.

—Yo caminaba cuando subía al cerro Santa Lucía, pero no era tanto —dice Jorge por otro lado.