Un retrato de amor - Lucy King - E-Book

Un retrato de amor E-Book

Lucy King

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Beschreibung

Bianca 3054 ¿Lo único en lo que coincidían? ¡Su atracción! El último retrato de la artista Willow Jacobs iba a hacerle triunfar. Hasta que el hijo de la retratada, Leonidas Stanhope, exigió que nunca viera la luz del día. Él era todo lo que ella no: estirado, reservado y más rico que sensato. Pero ella se mantendría firme. Sin embargo, sus negociaciones no pudieron detener su ardiente reacción ante el griego, ¡especialmente al percibir ese mismo ardor reflejado en la feroz mirada de Leo! Podría ser la oportunidad de la inocente Willow de experimentar un placer que creía imposible... ¿Su siguiente paso? Pedirle una noche entre sus sábanas…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Lucy King

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un retrato de amor, n.º 3054 - diciembre 2023

Título original: Virgin’s Night with the Greek

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411804653

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

QUE ha hecho, ¡qué!?

Ante la bomba que acababa de soltar su hermana pequeña, Leonidas Stanhope se dejó caer en el sillón de su escritorio, el estómago encogido y la cabeza palpitando de manera familiar.

–Posar para un cuadro –repitió Daphne mientras contemplaba por la ventana la vista de Londres de finales de mayo–. Desnuda. Para Lazlo. Como regalo de cumpleaños. Cumple setenta.

–¿Setenta?

–Ya –contestó Daphne–. Un fanático del bótox. Podría haberle dado un vale para inyectarse más.

–Habría sido demasiado sutil.

Leo cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz. Llevaba años tapando los escándalos de su madre, desde convertirse, a los diecinueve años, en el cabeza de familia tras la repentina muerte de su padre, doce años atrás. Era agotador.

¿Nunca iban a acabarse los escándalos de esa mujer? Tenía casi sesenta. ¿A qué edad despertaría la dignidad para darle un respiro? Al parecer no a corto plazo.

–Creía que Lazlo y ella se habían separado.

–Eso fue hace dos meses –Daphne se dejó caer, abatida, en el sillón–. Se han reconciliado. Dice que echaba de menos el sexo.

Leo hizo una mueca.

–El retrato formará parte de una exposición de jóvenes artistas británicos en la Tate Modern. En quince días, tres antes de mi boda. ¿Puedes creértelo?

–Desgraciadamente, sí puedo –contestó él, ahogando un suspiro–. Es tan egocéntrica que dudo que se le haya pasado por la cabeza el momento. O la conveniencia.

–Llegará a la prensa –continuó Daphne, con voz temblorosa mientras sus ojos oscuros se humedecían–. Los tabloides harán su agosto. Y las fotos… Dios. En nuestra boda todos hablarán de ello y la mirarán embobados, como si el atuendo que piensa llevar no fuera suficientemente malo. Blanco. ¿En serio? No podré soportarlo, Leo. ¿Cómo lo detenemos? Ari le suplicó que al menos esperara unas semanas, pero ella le dijo que ningún camarero le daba órdenes, y le colgó.

–Me lo imagino –Leo encajó la mandíbula.

–Entonces, ¿harás algo?

Por supuesto. Solucionar problemas y gestionar personas era, básicamente, lo que hacía, ya fuera como CEO del imperio bancario y naviero Stanhope Kallis, o como protector hermano mayor.

Pero, sobre todo, lo haría por la desesperación en la voz de su hermana. Las lágrimas y el dolor que ella intentaba reprimir se le clavaron como un cuchillo, y una oleada de ira lo invadió.

Daphne había superado mucho para llegar hasta allí. Ocho años atrás, con catorce años, le habían diagnosticado leucemia mieloide aguda. Había pasado más tiempo en el hospital que fuera. Había recibido transfusiones de sangre y combatido infecciones. Se había sometido a quimioterapia y radioterapia. El pronóstico no fue bueno, pero ella nunca perdió el optimismo. Y sonreía aún en los peores momentos.

Y aunque llevaba tres años en remisión, con inmejorables perspectivas, y aunque él nunca había entendido la atracción del amor romántico, con la emoción y el caos que parecía acompañarlo inevitablemente, Leo no permitiría que nada ensombreciera un día que nadie había esperado ver.

–Déjamelo a mí.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

BAJO la deliciosamente fría agua, Willow Jacobs llegó al final de la piscina, ejecutó una voltereta y emergió sin apenas salpicar para iniciar otro largo.

El agua resbalaba por su cuerpo como un bálsamo. El calor del sol griego de principios de verano calentaba su piel. Con cada brazada, sentía aliviarse la tensión de las manos, brazos, hombros y espalda. Con cada patada, los dolores derivados de permanecer demasiado tiempo sentada en una misma postura se diluían como acuarelas bajo la lluvia.

Llevaba casi un mes trabajando, aunque las jornadas de diez horas no le molestaban. No cuando estaba pintando el mejor cuadro de su vida. Desde el momento en que aplicaba el pastel sobre el papel, las líneas surgían con rapidez y la forma tomaba cuerpo, como si sus manos y sus dedos no necesitaran ninguna intervención consciente por su parte.

Willow sabía que aquella rara y preciosa alquimia no procedía del entorno, por lujoso y confortable que fuera. Tampoco era atribuible a un repentino flujo de talento, que tenía de sobra. Procedía de su sujeto, tan encantadoramente fascinante como absolutamente egocéntrico.

Selene Stanhope, cabello negro y ojos rasgados, no solo era exquisitamente bella, poseedora de un cuerpo espectacular que contradecía su edad y los seis hijos que había tenido, sino también una mujer de la alta sociedad griega que había vivido una vida adinerada y ostentosa. Cuando no paraba de refunfuñar sobre su hijo mayor, sobre lo estirado y reprimido que era, sobre cómo su única misión en la vida era aparecer y estropearle la diversión, le gustaba rememorar. Contar historias la iluminaba, y era esa luz interior la que daba al retrato una vivacidad única.

Era una lástima que estuviera a punto de terminarlo, reflexionó Willow mientras topaba con el borde y se giraba de nuevo. Podría escuchar las hazañas de Selene eternamente. Fiestas que culminaban, literalmente, columpiándose de las lámparas de araña. Vacaciones en islas caribeñas privadas en compañía de glamurosas celebridades. La ropa, la extravagancia, los hombres…

Historias envidiablemente atrevidas y apasionadas. Y aunque comprendía que suponían un reto para un hijo estirado y emocionalmente estéril, ofrecían una tentadora visión de un exótico mundo aristocrático en el que Willow, clase media, eternamente arruinada, nunca viviría.

Por otra parte, completar el cuadro significaba dinero. Significaba enmarcar y enviar la obra a una exposición en la que jamás habría soñado exponer.

El que su obra se expusiera en un lugar tan ilustre salvaría la distancia que la separaba del éxito. Recibiría más encargos, quizá incluso mejores, y consolidaría una apasionante carrera que adoraba y le proporcionaba la versatilidad que necesitaba para gestionar la endometriosis, que condicionaba su vida.

Por tanto, aunque su estancia en la villa de Kifissia llegara a su fin, era más motivo de celebración que de tristeza. Siempre estaría agradecida a Selene por haberse fijado en ella durante aquel evento londinense en el que trabajaba de camarera, y por haberse arriesgado con ella. Gracias a la franqueza y los contactos de su cliente, el futuro de Willow se abría ante ella, más brillante y esperanzador que nunca. Tras años de aprender a gestionar la agonía mensual mientras intentaba introducirse en el selecto mundo del arte y ganarse la vida, por fin todo salía bien.

Al comprender lo que significaba todo aquello, sintió un alivio tan inmenso que se le aceleró el pulso. La cabeza le daba vueltas y las piernas flaquearon. Aturdida, Willow controló mal la respiración e inhaló una bocanada de agua. Escupió. Tosió. Manoteó. Se hundió. A punto de volver a emerger y recuperar el control, alguien la agarró por detrás y la arrastró sobre algo duro.

La conmoción y el pánico se apoderaron de ella. Instintivamente, se retorció, chapoteó y forcejeó, pataleando y luchando por respirar. Pero la banda de acero que le aprisionaba la cintura era imposible de mover.

–Suéltame –exclamó agitada mientras quienquiera que la aprisionaba comenzó a remolcarla.

–Estate quieta –le murmuró al oído una voz masculina grave con un ligero acento–. Te tengo.

No necesitaba que la «tuvieran». Estaba bien.

–Suéltame ahora mismo –jadeó, sin aliento, forcejeando frenéticamente para liberarse.

–Deja de forcejear. Lo estás empeorando.

–¿Yo lo estoy empeorando?

–Intento evitar que te ahogues.

–No me estaba ahogando.

–Tienes suerte de que apareciera.

–¿Suerte? ¡Ja! Suel-ta-me.

Willow le golpeó el antebrazo, pero el idiota cabeza mula la ignoró. No aflojó el agarre ni un milímetro, por mucho que ella intentara darle un codazo en el costado o un puntapié en la ingle. De hecho, su brazo pareció tensarse, privando a sus pulmones del aliento como no había hecho la inhalación de agua.

Pero tal vez tuviera razón en lo de forcejear. Solo conseguiría perder una energía que debería reservar para tierra firme. Si cedía a su superioridad física y le dejaba seguir con su innecesaria misión de rescate, todo acabaría infinitamente más rápido.

Rindiéndose por el bien de su fuerza y cordura, Willow se dejó caer contra él y casi instantáneamente recibió como respuesta un gruñido:

–Así está mejor.

Pero mientras la remolcaba con amplios y seguros movimientos, ella no estuvo segura de estar mejor. Respirar le resultaba más fácil, pero nunca había estado tan cerca de un hombre, la espalda pegada a su torso.

Obviamente la habían besado, tenía veinticuatro años, pero eso era lo más lejos que había llegado. Con su problema, el sexo podía resultar insoportable y, francamente, ya tenía suficiente dolor todos los meses como para añadir más. No solo le aterraba pensar en ello, también temía la incomodidad de tener que dar explicaciones. Temía ser ridiculizada, que la compadecieran, que la llamaran… estirada y frígida. Y a pesar de los besos, algunos de ellos muy agradables, nunca había conocido a nadie por quien quisiera hacer ese sacrificio y correr ese riesgo.

¿Todos los torsos eran así de duros? ¿Todos los antebrazos tan firmes? Como él había modificado su posición, al menos sus nalgas ya no chocaban contra él, gracias a Dios, pero con la cabeza apoyada en su hombro y su aliento abanicándole la cara, estaba casi tumbada sobre un hombre al que no conocía y al que ni siquiera había visto. Cuando menos era inquietante.

Para su alivio, llegaron al borde de la piscina en unos instantes. En cuanto el brazo de acero la soltó, Willow se apartó y se agarró al bordillo. Respiró hondo para calmarse y se volvió hacia su salvador, dispuesta a exigirle explicaciones.

Pero al verlo, se quedó muda. Su pulso se aceleró y sus pulmones volvieron a comprimirse. Tenía los ojos de color ámbar, una piel olivácea que atestiguaba su herencia griega y una estructura ósea que habría emocionado a Miguel Ángel. Tenía el pelo oscuro pegado a la cabeza, pero ella sabía por las fotos que había visto que era negro con mechas ocres. Muy guapo y muy serio. Exactamente como lo había descrito su madre.

Y mientras recordaba las infinitas quejas de Selene sobre su hijo mayor, sobre el control y poder que, al parecer, le gustaba ejercer sobre ella, y los frecuentes comentarios sobre lo mucho que desaprobaría el retrato si conociera su existencia, lo único que Willow podía pensar mientras el corazón se aceleraba y le invadía la cautela, era: ¿qué diversión estaría planeando arruinar allí?

 

 

Mientras una furibunda Willow se impulsaba hacia las escaleras, Leo se sacudió el agua del pelo y salió de la piscina de un salto.

Hacía un cuarto de hora que había llegado a la villa, situada en uno de los barrios más exclusivos y caros de Atenas, frustrado por no haber podido cumplir la promesa hecha a su hermana. El director de la Tate Modern no había reaccionado como él esperaba a su petición de cancelar la exposición y, como era de imaginar, ni Lazlo ni su madre respondían a sus llamadas. Solo quedaba apelar directamente a la artista. Por eso, había volado desde Londres esa mañana en el jet familiar.

Tras localizar a Selene en el salón y explicarle el motivo de su visita, averiguó el paradero de Willow y se dirigió a la piscina.

Se preguntó brevemente si la oferta que había pensado hacerle para deshacerse de ella y del cuadro sería suficiente, o si ella se daría cuenta de la oportunidad y le obligaría a doblarla. Pero de repente la había visto detenerse, agitarse y hundirse bajo el agua, y el instinto innato de salvar a cualquiera en apuros había anulado cualquier sospecha sobre ella.

Leo no se arrepentía lo más mínimo, por mucho que Willow se quejara de no necesitar su ayuda. Sería despiadado en los negocios, y estaba decidido a neutralizar la amenaza que suponía para la felicidad de Daphne, pero no permitiría que se ahogara.

Lo que sí lamentaba era estar empapado, descalzo y sin chaqueta. Con la camisa pegada al pecho y los pantalones pegados a los muslos, la imagen que ofrecía distaba mucho del control y autoridad inquebrantable que prefería mostrar.

Al menos tenía la estatura y corpulencia a su favor, pensó sombríamente mientras se quitaba los calcetines y recogía la chaqueta. Cuando la llevaba aferrada contra su pecho, Willow le había parecido considerablemente más pequeña que él. Delicada, a pesar de las patadas. Y, cuando por fin se había relajado, muy flexible y suave.

Su cuerpo, por supuesto, no le interesaba. Las curvas, apenas contenidas por el diminuto bikini negro que llevaba, eran generosas y sus piernas estaban bronceadas y torneadas, pero él nunca se distraía por una mujer. Él no era su madre, dominada por el capricho, la emoción, la carnalidad. No era egocéntrico e irreflexivo, escandaloso y vergonzante. Ya no.

De joven, había vivido una existencia bastante hedonista y despreocupada, la riqueza y los privilegios de su familia permitiéndole dedicarse a su afición por navegar con los mejores barcos, creyéndose invencible. Pero desde el fatal ataque al corazón de su padre, que le había catapultado antes de lo previsto al papel que estaba destinado a desempeñar, y para el que no estaba preparado, había sido un modelo de fortaleza y moderación, centrado y motivado. Con la excepción ocasional de algún miembro de su familia, estaba acostumbrado a que le obedecieran, a que se cumplieran sus exigencias.

Por tanto, no se lamentó cuando Willow se secó con una toalla y se puso una sedosa bata rosa que ocultaba su cuerpo. Borró de su memoria la sensación del trasero chocando contra él mientras la remolcaba, y la piel suave y satinada bajo sus dedos. No volvería a tener motivos para encontrarse tan cerca de ella como para distinguir motas de ámbar en la profundidad verde esmeralda de sus ojos. Las uñas de sus pies, cada una pintada de un color diferente, ofendían su necesidad de orden, y decidió no mirarlas, y lo mismo ocurría con los numerosos pendientes y el brillante piercing de la nariz.

Lo único importante era asegurarse de que la boda de su hermana se celebrara sin contratiempos.

 

 

De no estar ocupada considerando por qué Leo Stanhope visitaba a su madre, intuyendo que no podía ser nada bueno, Willow habría pensado que era una auténtica lástima que se pusiera la chaqueta, porque la camisa, transparente tras el baño, mostraban unos músculos impresionantes.

Sin embargo, su aspecto era tan irrelevante como su impresionante tamaño y el descarnado físico que había puesto de manifiesto hacía tan solo un momento. Si por alguna desafortunada casualidad se había enterado de lo del retrato y estuviera allí para expresar su descontento, ella debía mantenerse alerta. Si no era así, si solo había querido ahorrarse el papeleo de un hipotético ahogamiento, solo tenía que presentarse, murmurar un agradecimiento y regresar al trabajo. En cualquier caso, y lo segundo era infinitamente preferible, la corrección profesional, estaba segura, era el camino a seguir.

–Willow Jacobs –saludó, tendiéndole la mano con su mejor sonrisa–. Tú debes ser Leo.

Él le estrechó la mano con un apretón superficial, pasó junto a ella con el ceño fruncido y agarró una de las seis sillas de la mesa de la piscina.

–Sé quién eres –contestó, señalando el asiento–. Siéntate. Tenemos que hablar.

–¿Sobre qué? –el estómago de Willow se encogió. Estaba allí por ella.

–El retrato de mi madre… desnuda.

Como se había temido.

La expresión de Leo y la severidad de su tono sugerían que no aceptaría discusiones y, por lo que había contado Selene, estaba acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido. Mala suerte, pues Willow no tenía intención de hacerlo. Y menos si iba en detrimento de su futuro. Había demasiado en juego.

Aunque él estuviera allí de pie, oscuro y ardiente, con el sol poniéndose a su espalda, dándole un brillo divino, gracias a Selene sabía que no era tan invencible como le gustaba hacer creer.

–Prefiero quedarme de pie –contestó ella, levantando la barbilla y cruzándose de brazos para reforzar el mensaje de que no iba a dejarse intimidar.

–De acuerdo –Leo se acercó a ella, deteniéndose a escasos centímetros–. Iré directo al grano –añadió, lo bastante cerca como para que ella percibiera la tensión, como para tocarlo.

–Sí, por favor –Willow reprimió el impulso de dar un paso atrás para salir de la poderosa órbita y se mantuvo firme.

–Tu cuadro no se expondrá.

–¿Qué? La decisión no es tuya.

–Nunca verá la luz del día –Leo encajó la mandíbula.

–Es absolutamente necesario –contestó ella, irguiéndose–. Es excepcional. Mi mejor trabajo hasta la fecha.

–Eso es irrelevante.

Willow se enfureció. Por guapo y bien hecho que fuera, su presunción era pasmosa.

–No para mí.

–Te pagaré el doble de lo que te paga mi madre.

–No.

–El triple.

–No.

–¿Cuánto quieres?

–No soy sobornable –contestó ella con la misma franqueza que él.

–Me cuesta creerlo –él arqueó una ceja, escéptico.

–¿Y qué significa eso exactamente? – Willow lo miró horrorizada. ¿Insinuaba lo que parecía?

–No eres demasiado conocida. ¿Cómo conseguiste pintar a mi madre?

–Aunque no es asunto tuyo –respondió ella con frialdad–, nos conocimos en la inauguración de una galería de arte en Londres. Yo era camarera. Ella elogió mi pelo. Charlamos. Mencionó que quería hacerse un retrato. Le envié algunas fotos de mi trabajo y ya está.

–¿Siempre tardas un mes?

–Normalmente, de dos a tres semanas –para ajustarse a su ciclo menstrual, aunque no iba a contárselo–. El suyo tardó más porque no paraba de marcharse.

–Y te instalaste aquí.

–Ella me invitó –molesta, Willow se lo explicó–. Insistió. Me dio la impresión de que se sentía sola.

–¿Sola? –Leo rio sin humor–. Eso es ridículo. Está constantemente rodeada de gente, algunos de los cuales se han aprovechado de su ridícula generosidad.

–Bueno, alguien cantó una vez sobre estar solo en una habitación abarrotada, y piensa lo que quieras, pero yo no soy una de esas personas que se aprovechan de tu madre.

Leo entornó la oscura mirada mientras consideraba las palabras de Willow quien, a pesar de la indignación que sentía, supuso que podría entender de dónde venía su preocupación. Su familia no solo era una de las más glamurosas del mundo, también una de las más ricas. Leo no sabía nada de ella y, comprensiblemente, no confiaba en la sensatez de Selene.

–¿Cuál es tu objeción al retrato? –ella ignoró sus motivos, porque, o la creía o no la creía–. ¿Lo has visto?

–¿Qué? –Leo se estremeció–. No. No se me ocurre nada peor.

–Deberías. Es muy elegante. Tu madre es preciosa. Una mujer enamorada, y se nota.

–Siempre está enamorada. O cree estarlo.

–¿Tienes algún problema con el amor? –el desdén en su voz despertó la curiosidad de Willow.

–Tengo algún problema con un cuadro a tamaño natural de mi madre, desnuda, expuesto en público –Leo encajó la mandíbula.

–No sabes la suerte que tienes de tener una madre a la que pintar y exponer –aseguró ella, tragando el pequeño nudo de la garganta–. La mía murió hace una década, con treinta y nueve años. Yo tenía catorce. Daría lo que fuera para poder pintarla, vestida o desnuda, como ella quisiera.

Una indefinible emoción cruzó el rostro de Leo, pero por fortuna no pronunció el manido e inútil «lo siento».

–Dime lo que quieres –ofreció en su lugar, arrancándola de su melancolía y volviendo a centrar sus pensamientos–. Algo habrá.

Su arrogancia era escandalosa, pero Willow no se dejaría intimidar. Ninguna cantidad de dinero, nada, le haría cambiar. No cuando tenía a su alcance todo con lo que había soñado profesionalmente.

–Leo –contestó con una sonrisa tensa–, no es por el dinero. Al menos, no del todo. Es una oportunidad, esta exposición es única. Quiero que mi nombre esté en boca de todo el mundo del arte. Quiero ser la artista a la que se llame para un retrato en pastel. He esperado mucho tiempo para esta oportunidad. Podrías ofrecerme el sol, la luna y las estrellas y sería en vano. Nada me hará cambiar de opinión.

–¿No? –preguntó Leo tras una pausa–. Bueno, ¿qué te parece esto? El cuadro se expondrá dentro de dos semanas, el lunes, ¿verdad?

–Así es –Willow asintió con cautela.

–Mi hermana se casa el jueves siguiente.

–Eso he oído.

Selene le había enseñado el vestido que pensaba llevar. Willow apenas había conseguido disimular su horror y guardarse para sí su opinión sobre que la madre de la novia vistiera de blanco en el día más especial para su hija.

–El que haya boda es un milagro –continuó Leo–. Cuando Daphne tenía trece años le diagnosticaron leucemia. No esperaban que viviera más de cinco años. Pero aquí está. Y ha encontrado a alguien con quien quiere pasar el resto de su, esperemos, larga vida. Esta boda es un gran acontecimiento. Una celebración de la supervivencia, y de su relación. Asistirán setecientos invitados. Familiares. Amigos. La élite de Europa. No permitiré que Daphne, o su prometido, sean eclipsados por nada ni nadie. Y mucho menos por un escandaloso retrato de nuestra irreflexiva, egocéntrica y hedonista madre.