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Él es el jefe… ¡su pasión no obedece a nadie! El director ejecutivo Adam Courtney debe permanecer sin cambiar de amante durante un verano o perderá la apuesta para conseguir la empresa Helberg Holdings, donde tiene intereses personales. No hay problema… Hasta que llega a su oficina para hacer una auditoria Ella Green, una mujer con la que tuvo un breve pero intenso encuentro unas semanas antes. Para Ella, estar en la órbita de Adam a diario, sin poder tocarlo, es una tortura, pero no volverá a arriesgar su carrera por nadie. Sin embargo, cuanto más prohibido es su deseo, más arde y más rápido pierden el control…
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Seitenzahl: 203
Veröffentlichungsjahr: 2025
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© 2024 Lucy King
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una apuesta contra el deseo, n.º 220 - febrero 2025
Título original: Boss with Benefits
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410744134
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Te conozco? Porque te pareces mucho a mi próxima novia.
Sentada a la barra de la coctelería de Manhattan más popular, Ella Green hizo una mueca. La frase para ligar que acababa de soltar el tipo de su izquierda era tan repugnante como la maloliente combinación de alcohol, sudor y colonia que emanaba de él y le provocaba arcadas. Era el siglo veintiuno. ¿Acaso una mujer no podía ahogar sus penas en público un viernes de junio por la noche sin que la molestaran?
–Me temo que no me conoces –respondió con educación mientras intensificaba sus señales de rechazo y se apartaba.
–Pero me gustaría –dijo el tipo, apoyando un codo sobre la barra. Su sonrisa, que pretendía ser seductora, quedaba a medio camino entre babosa y lasciva–. Me llamo Pete. ¿Tienes nombre o debería llamarte «mi amor»?
–Uf…
–¿Tienes un mapa? Me perdí en tu mirada.
Ella suspiró.
–¿Qué? –preguntó el desconocido.
–Que vas a tener que encontrarte tú solo…
–Pero sería más divertido si tú me guiaras –dijo Pete, moviendo las cejas de forma sugerente.
–Déjalo ya…
–¿Al menos me dejarías acariciarte el brazo para poder decirles a mis amigos que me ha tocado un ángel? –insistió él.
–No.
–¿Y si te lo acaricio yo a ti?
El tipo alargó el brazo y le puso la mano encima. En un abrir y cerrar de ojos, ella se dio la vuelta, su rodilla conectó con la entrepierna de Pete y el contenido de su copa acabó en la camisa de él.
Pete soltó un aullido y se agarró los genitales con el rostro contraído de dolor.
–¡Maldita zorra!
–Lo siento –dijo ella sin sentirlo en absoluto–. El taburete está un poco inestable.
Jadeando y farfullando, Pete tiró de la tela empapada de vodka, morado de humillación y evidentemente furioso.
–Frígida de mierda…
–Imbécil borracho.
Con una mirada asquerosa, se alejó cojeando y Ella se volvió hacia la barra. No era frígida. Ni una zorra. Solo valoraba su espacio personal y no le gustaba que la manosearan contra su voluntad. Como a la mayoría de la gente, imaginaba. Aunque la mayoría de la gente probablemente no se había criado en un barrio marginal y peligroso donde era sensato aprender defensa personal desde pequeña.
–Buenos movimientos.
El comentario vino de su derecha, de un hombre de muy diferente calibre al que acababa de despachar.
Ella había estado contemplando con amargura su copa cuando él se había sentado a su lado diez minutos antes. Una extraña descarga había electrificado el aire. Un exquisito aroma amaderado había llegado hasta ella. Su piel se había erizado al percibir su cercanía e, instintivamente, lo observó de reojo para analizarlo.
Era un hombre de más o menos su edad, quizá unos años mayor. Pelo oscuro y abundante. Nariz recta. Mandíbula cuadrada con indicios de barba incipiente. Camisa azul claro con las mangas remangadas. Antebrazos bronceados y musculosos. Un reloj de aspecto caro con esfera dorada y correa de cuero marrón en la muñeca izquierda. Manos grandes, dedos largos, uñas cortas y cuidadas.
«Muy atractivo de perfil», había concluido mientras un escalofrío le recorría la espalda. «Posiblemente mucho más de frente».
Había apartado la mirada a regañadientes antes de que la pillara observándolo. Él había llamado al camarero para pedir un whisky grande; su acento refinado indicaba que venía del otro lado del Atlántico. Aparcando su curiosidad y dejándolo con lo que fuera que le hacía estudiar su copa, Ella había vuelto a sus amargas reflexiones sobre la tremenda injusticia de la vida, que hacía que el innombrable de su ex estuviera nominado a un premio de la industria mientras ella seguía intentando recomponer su carrera después de que la breve pero ilícita aventura laboral de ambos explotara hacía un año.
Su voz profunda y sexi hizo que Ella se girara. Sus miradas se encontraron y, durante un momento sobrecogedor, el mundo se detuvo en seco. Se le cayó el alma a los pies. Su corazón se saltó un latido y después comenzó a acelerarse.
«Tenía razón», pensó aturdida, con la cabeza dándole vueltas y la temperatura por las nubes. Era aún más atractivo de frente. Sus ojos eran como el océano. Tan azules y profundos como el Pacífico.
Después de lo que pareció una hora, pero que solo pudo ser un segundo, Ella parpadeó, rompiendo la chispeante conexión. Su entorno volvió a enfocarse y el mundo se puso de nuevo en marcha.
–No sé a qué te refieres –respondió Ella, todavía un poco sin aliento por el impacto que aquel hombre estaba teniendo en ella–. Ha sido un accidente.
Sus hipnotizantes ojos brillaron con divertida ironía.
–Por supuesto que lo ha sido.
–Los peligros de un suelo irregular.
–Cierto, dijiste que el taburete era inestable.
–Es una combinación peligrosa.
–Y yo aquí deliberando si debía intervenir.
–¿Cómo lo habrías hecho? –preguntó ella, imaginándoselo de inmediato quitándose la camisa para enfrentarse a su exadmirador, con todos sus músculos en tensión para defenderla. Lo cual era extraño, ya que ella era una auditora financiera con buen ojo para los números, pero su imaginación era casi inexistente. Y, además, nunca había necesitado que la rescataran.
–No había pensado en eso.
Qué lástima.
–Por suerte, puedo cuidarme sola.
–El que no ha tenido suerte ha sido Pete.
–Se lo advertí.
–Más que de sobra. –Asintió él–. Sus frases eran espantosas. Necesita aprender a aceptar un no por respuesta. –Recorrió con la mirada su rostro, su cabello, su cuerpo, abrasándola como un láser. Luego, con el destello de una sonrisa devastadora, añadió–: Aunque no puedo culparlo por intentarlo.
En respuesta a su escrutinio visual –mucho más bienvenido que el lascivo de Pete–, Ella se sonrojó de pies a cabeza y vibró de placer.
–Gracias. Creo.
–Soy Adam.
Se giró y extendió su mano, que ella tomó automáticamente.
–Ella –se presentó, apenas capaz de recordar su nombre mientras pequeñas descargas subían por su brazo hasta su cabeza, cortocircuitando su cerebro.
–¿Puedo rellenar tu copa?
Con esa voz y esos ojos podía hacer lo que quisiera. Si extendiera la mano y le quitara el vestido, allí mismo, en ese mismo instante, sería incapaz de detenerlo. De hecho, probablemente le diría que se diera prisa. Y eso era preocupante para una obsesa del control que tomaba decisiones con la cabeza, no con el corazón. Pero no podía recordar la última vez que se había sentido tan atraída por un hombre al instante. Nunca.
–Eres muy directo –dijo ella, examinando con valentía la perfección de sus rasgos masculinos y la impresionante anchura de sus hombros mientras el calor que giraba en su interior se fundía en un charco de lujuria que se asentaba en su vientre–. ¿No quieres decirme que, aunque no seas fotógrafo, puedes visualizarnos a los dos juntos?
–No –dijo él, bajando la voz una octava–. Aunque puedo visualizarnos.
–¿Cómo?
–No quieres saberlo.
–Sí quiero.
Él se inclinó y murmuró:
–Implica una cama grande y nada de ropa.
Dios. No se andaba con rodeos. Si tenía alguna duda de si la atracción era mutua, acababa de esfumarse.
–Cuéntame más.
–Todavía estoy trabajando en los detalles –afirmó él, alejándose lo justo para que ella pudiera ver que sus pupilas estaban muy dilatadas–. Pero si quieres oír una de esas frasecitas, puedo decirte que hoy me sentía un poco apagado hasta que tú me encendiste. Perverso, lo sé, pero es así. Eres preciosa y desafiante. Otra combinación peligrosa.
Si algo era peligroso, era él. Ella siempre había disfrutado del coqueteo de ida y vuelta y las miradas intensas, hasta que la pésima experiencia con su ex la había obligado a concentrarse en reconstruir su carrera excluyendo todo lo demás. Pero lo que estaba sucediendo en ese momento estaba en otro nivel completamente distinto.
Aquel hombre la miraba con tanto calor que sentía que podría incendiarse en cualquier momento.
Solo llevaban hablando cinco minutos, pero ya podía visualizarlos retorciéndose juntos en esa cama. Sus pechos hormigueaban. Quería saltar sobre su regazo y sellar su boca con la suya mientras le arrancaba la camisa y ponía sus manos sobre su pecho desnudo.
Era una locura. Incomprensible. Y para alguien que había tenido que renunciar a la diversión durante los últimos doce meses para concentrarse en su carrera, y que había echado mucho de menos la intimidad de tipo ardiente y sudoroso, era absolutamente emocionante.
–¿Qué estabas bebiendo?
Era una excelente pregunta. ¿Dopamina líquida? ¿Dinamita?
–Martini.
–¿Y cómo te gusta?
–Cuanto más sucio, mejor.
Una leve sonrisa curvó su hermosa boca y detonó pequeñas bombas de emoción dentro de ella.
–Una mujer que encaja con mi corazón.
–No busco el corazón de nadie –replicó ella, con un estremecimiento imperceptible. Nunca lo había buscado, nunca lo haría. Incluso el pensamiento de renunciar a su duramente ganada independencia le provocaba sudores fríos. ¿Compromiso? ¿Sacrificio? No, muchas gracias. Había tenido que subir innumerables escalones para salir del empobrecido, fétido y peligroso parque de caravanas en el que había crecido y hacer algo de sí misma. Conquistar el mundo de la auditoría era su prioridad número uno y no necesitaba distracciones.
Pero la lujuria que en ese momento devastaba su sistema…, eso sí podía permitírselo.
–Yo tampoco –dijo él con igual intensidad.
–¿Soltero?
–Siempre.
–No podrías ser más perfecto –respondió Ella tras un suspiró.
–Ni tú tampoco.
Durante un largo y ardiente momento, se miraron fijamente, el aire entre ellos vibraba de energía. La mano de él encontró su rodilla desnuda, y su piel primero se estremeció y después ardió cuando ascendió por el muslo. Ella se inclinó como magnetizada y rozó con sus dedos los de la otra mano de él, que descansaba en la barra. La electricidad que fluía por el circuito que formaban era tan poderosa que no le habría sorprendido que sus efectos se sintieran hasta en Brooklyn.
La mirada de él descendió hasta su boca y el corazón de ella retumbó. El deseo que irradiaba era casi palpable. Nunca había experimentado una química tan instantánea y abrasadora ni se había sentido tan… carnal.
La voz sensata y racional de su cabeza –a la que solía prestar gran atención– insistía en que aquello no era un simple coqueteo, que estaba fuera de su elemento, que no debería hacer lo que sospechaba que iba a hacer. «No debes perder el foco», le exigía. Reconstruir su carrera había sido su objetivo principal durante los últimos doce meses y tenía que mantenerse firme.
Pero no tenía ninguna posibilidad.
Nada importaba excepto satisfacer el impulso primario de actuar según la necesidad que la atravesaba. Como un tren que retumba sobre las vías, se dirigía en una única dirección, su destino brillaba como un faro desde el momento en que sus miradas se habían encontrado. No es que fuera a estar allí mucho tiempo, se aseguró a sí misma. Volvería a la realidad muy pronto.
–¿Te gustaría continuar esta conversación en un lugar más privado? –propuso Ella, tan desesperada por aliviar el palpitante dolor entre sus piernas que era incapaz de pensar en otra cosa.
Él no dudó. Ni siquiera parpadeó.
–Sí –respondió con voz ronca–. Me gustaría mucho.
Adam Courtney no tenía ni idea de qué demonios estaba haciendo cuando cerró la puerta del baño y echó el pestillo. No solía ligar con mujeres en bares, por muy sexis y guapas que fueran. Había renunciado a ese tipo de comportamiento egoísta e imprudente hacía catorce años, a los dieciocho, cuando su madre murió porque él había estado demasiado ocupado divirtiéndose como para salvarla, y Charley, su hermana de entonces ocho años, se había quedado a la deriva.
Desde entonces, no había recaído. Sus relaciones, todas muy breves, eran infrecuentes y discretas. «No me convertiré en mi insensible y mujeriego padre», se había recordado a lo largo de los años en las raras ocasiones en que su control amenazaba con flaquear. Su reputación de firmeza e integridad estaba indisolublemente ligada a la de Courtney Collection, el imperio de artículos de lujo que llevaba más de un siglo en su familia y que ahora dirigía, y no haría nada que lo pusiera en peligro.
Sin embargo, no dudó ni un momento cuando aquella mujer le sugirió que le diera un par de minutos y luego se reuniera con ella. Su reputación ni siquiera le pasó por la cabeza. Por primera vez en años, no pensaba con el cerebro. Desde el momento en que vio sus preciosos ojos marrones, se había dejado llevar por las exigencias de su cuerpo, y estaba demasiado golpeado por los acontecimientos recientes como para resistirse al poder del deseo que lo había invadido.
La había notado en cuanto llegó al bar, donde pretendía librarse de la tensión que lo perseguía desde hacía semanas consumiendo grandes cantidades de whisky. Había sido imposible no hacerlo. El pelo le caía por la espalda en largas ondas doradas que brillaban con la tenue luz y parecían de seda. Su vestido sin mangas, color marfil, se adhería a sus generosas curvas y revelaba unos brazos bronceados y tonificados. Una breve mirada a su izquierda, cuando tomó posesión del taburete a su derecha, le había indicado que su perfil era exquisito, su tez impecable. Y a juzgar por las miradas que atraía, no era el único que lo pensaba.
Pero, aunque había despertado su interés, no tenía intención de hablarle. Parecía preocupada y él tenía mucho en qué pensar. Como Helberg Holdings, el grupo empresarial que llevaba más de una década en su punto de mira, que atravesaba graves dificultades financieras y, por tanto, estaba listo para una adquisición.
En cuanto se enteró, hacía siete meses, de que su malhumorado propietario había muerto, empezó a comprar acciones a precio de saldo, y la victoria, pensó con sombría satisfacción mientras su participación crecía de forma constante, pronto sería suya. Una vez estuviera en su poder, vendería todo excepto Montague’s, el negocio de joyería que su madre adoraba y que perteneció a Courtney Collection hasta que su padre se lo vendió por despecho a Reed Helberg por un dólar. Trataría de devolverle su antigua gloria y, entonces, quizá, la aplastante culpa que lo había abrumado durante tanto tiempo se aliviaría un poco.
Sin embargo, últimamente la disponibilidad de acciones se había desplomado, y el precio se estaba disparando hasta un nivel que empezaba a desafiar incluso sus bolsillos excepcionalmente profundos. Se enfrentaba a la posibilidad real de que la empresa se le escapara de las manos, y eso no podía suceder. Fuera cual fuera la amenaza –rivales, maquinaciones internas, lo que fuera–, necesitaba neutralizarla.
Adam estaba contemplando la posibilidad de contratar a un investigador privado para indagar qué estaba pasando cuando el idiota de Pete hizo su espectáculo. No había podido resistirse a comprobar si ella estaba bien con el pretexto de expresar su admiración por cómo había manejado la situación, pero nunca podría haber anticipado que se sentiría como si le hubiera alcanzado un rayo cuando sus ojos se encontraron.
Sin embargo, eso fue exactamente lo que sucedió.
En una fracción de segundo, su pulso se disparó y su cabeza se vació de todo excepto de la necesidad de verla desnuda. Cada gota de su sangre se precipitó hacia su entrepierna y la erección que tuvo fue tan dura que le dolió.
Habían hablado –apenas recordaba sobre qué– y solo había podido concentrarse en su boca. La quería sobre la suya, sobre su piel, tomándolo tan profundamente como pudiera. Ella lo había mirado con hambre, destruyendo años de férreo control de sus instintos. Y si ella no lo hubiera sugerido, no dudaba de que lo habría hecho él.
En ese momento estaba de pie frente al tocador de mármol negro y dorado, de espaldas a él, con los pies separados y las manos aferradas a los bordes. Sus cálidos ojos marrones se encontraron con los de él en el espejo art déco, brillantes de emoción e invitación. Cualquier duda que pudiera haber tenido sobre la sensatez de lo que estaba a punto de hacer fue arrastrada por un atronador tsunami de deseo.
–Tenemos que ser rápidos –dijo ella con voz entrecortada, las mejillas sonrojadas y el pecho agitado.
–Eso no será un problema. –Gracias a su reciente obsesión con Helberg Holdings, llevaba meses sin tener relaciones y estaba tan tenso que se sentía a punto de explotar.
Dio un paso adelante y, presionándose contra ella, le apartó el cabello a un lado y posó sus labios en su cuello. Su piel tenía un ligero sabor salado. El aroma a coco de su champú le inundó la cabeza. Pensó brevemente en las muchas vacaciones que sus agotadoras jornadas de dieciséis horas no le habían permitido tomar, pero entonces ella se estremeció y gimió, frotando sus nalgas contra su entrepierna, y dejó de pensar en cualquier otra cosa.
Impulsado por la primitiva necesidad de estar dentro de su húmedo y acogedor calor, Adam se desabrochó el cinturón y bajó la cremallera de sus pantalones. Se bajó la ropa que le estorbaba y, apretando los dientes, se puso el preservativo que había sacado de su cartera. Quería tocarla por todas partes, lenta y minuciosamente, saboreando la experiencia, pero eso no era una opción dadas las circunstancias. Así que puso las manos sobre sus brazos desnudos y las deslizó por su cuerpo, sobre sus suaves curvas, hasta llegar al dobladillo de su vestido. Le temblaban mientras lo levantaba y se quedaron completamente inmóviles cuando la encontró desnuda donde esperaba ver ropa interior.
–Pensé que nos ahorraría algo de tiempo –murmuró ella en respuesta al siseo de su respiración.
–Me impresionas –dijo él, con la sangre bombeando aún más rápido por sus venas mientras deslizaba una mano entre sus piernas, sintiendo la humedad, y presionaba sus dedos contra su centro.
Ella gimió y se inclinó hacia adelante, separando más los pies para permitirle mejor acceso.
–Date prisa –pidió innecesariamente, porque él ya estaba presionando su entrada con su gruesa punta. Ella movió las caderas, excitada, y con una firme y suave embestida, Adam se hundió profundamente en ella.
El corazón de él dio un vuelco y comenzó a latir con fuerza. Ella maldijo suavemente, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, su cabello dorado brillando bajo la tenue luz. Hechizado tanto por esa visión como por el feroz deseo que lo atravesaba, apenas fue consciente de su mano deslizándose por su espalda hasta alcanzar aquellas gloriosas hebras mientras comenzaba a moverse dentro y fuera de ella con largas y firmes embestidas.
–Sí… –Ella gemía sin parar, otorgándole el permiso que ni siquiera sabía que estaba buscando para cerrar su puño alrededor de los sedosos mechones cerca de su cuero cabelludo y tirar suavemente de ellos.
Jadeando, arqueando instintivamente la espalda, lo recibió aún más profundo, la penetración en aquel ángulo era tan intensa que vio estrellas. Ella abrió los ojos y sus miradas volvieron a encontrarse en el espejo, con una intimidad inesperada que le oprimió el pecho. Pero no tenía la capacidad de preguntarse por qué. Su control se desintegraba rápidamente. La exquisita tensión dentro de él se intensificaba, los músculos de su estómago, espalda y pecho se contraían. Sus dedos se apretaban en su cabello y sus embestidas se aceleraban.
La respiración de ella era áspera y la mirada en sus ojos era salvaje, desesperada. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar cuando, de repente, ella se tensó y se cubrió la boca con una mano, ahogando su grito mientras se deshacía a su alrededor. Todo dentro de él se contrajo en espiral, absorbido en un único punto, un agujero negro en la profundidad de su ingle. Embistió una última vez, fuerte y profundo, y todo el universo colapsó antes de explotar.
Cuando finalmente el sentido regresó a sus extremidades y su cabeza dejó de dar vueltas, Adam se retiró con cuidado y se ocupó del preservativo, su cuerpo aún estremeciéndose con pequeñas punzadas de placer persistente. Mientras se recomponía y recuperaba el control, Ella se enderezó lentamente, se colocó el vestido y el cabello, luego se giró para mirarlo, sonrojada, radiante, todavía algo despeinada.
–Ha sido… –Negó con la cabeza, pareciendo atónita–. Ni siquiera sé cómo definirlo
Él tampoco. Nunca había experimentado nada parecido. Normalmente solía ser mucho más delicado, aunque por lo general disponía de más tiempo y prefería una cama. Lo único que sabía era que quería llevarla a su casa y repetirlo una y otra vez en todas las posiciones posibles durante toda la noche, y no solo porque así borraría de su cabeza los pensamientos sobre juntas directivas difíciles y precios de acciones preocupantes.
–¿Qué tal si tomamos ese martini?
Por un momento, ella pareció dudar y su pulso se aceleró. Pero entonces negó con la cabeza y tomó su bolso.
–Tal vez en otra ocasión –respondió ella, colgándose la correa al hombro mientras la decepción golpeaba a Adam en el estómago como una bola de demolición–. Pero gracias.
Con la más leve de las sonrisas, le dio un beso rápido en la mejilla al pasar junto a él, luego abrió la puerta y salió fuera.
Cuatro semanas después
Adam llegó a la oficina a las ocho de la mañana después de un fin de semana festivo por el Cuatro de Julio que no había sido muy alegre para él precisamente. De hecho, las últimas cuarenta y ocho horas habían sido tan frustrantes y estresantes que le habían provocado una jaqueca que aún le palpitaba en las sienes.
Los problemas habían comenzado el sábado temprano, después de una partida de squash que había organizado con Zane Demarco y Cade Landry en respuesta al informe que había recibido de los investigadores privados contratados para indagar en Helberg Holdings.
Zane era un tiburón empresarial de la zona más modesta de los Hamptons, a quien conocía de sus días de remo en Cambridge y a quien consideraba un amigo. A Cade, un solitario de carácter duro de Luisiana que había ascendido de obrero de la construcción a importante promotor inmobiliario en poco más de una década, lo había conocido desde su llegada a Nueva York.
Los tres se cruzaban en eventos y se reunían ocasionalmente para charlar o machacarse jugando al squash. Eran igual de ambiciosos, igual de competitivos y siempre habían operado en diferentes esferas de negocios.
Hasta ahora.