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Cuando el placer es más dulce que la venganza… Independiente por naturaleza, Thalia renunció a su familia, a su riqueza… y al tórrido romance que mantenía con el millonario Santiago. Decidida a volar por su cuenta, subastó sus servicios profesionales para una fundación filantrópica. Pero quien ganó la puja quería más que su asesoramiento… ¡Santiago quería recuperarla! Habiendo crecido en la más absoluta pobreza, Santiago se juró no volver a sentirse jamás vulnerable, que fue exactamente como se quedó tras la marcha de Thalia. El plan era llevarla a Río para seducirla de nuevo y ser él quien terminara la relación. Pero bajo el sol brasileño, su amargura se transformó en una pasión ciega que dejó su gran plan de venganza pendiente de un hilo…
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Seitenzahl: 186
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2024 Lucy King
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una dulce venganza, n.º 3092 - junio 2024
Título original: The Flaw in His Rio Revenge
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410627949
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
A LAS veintitrés horas de una noche de septiembre, en el elegante salón de baile de un hotel de siete estrellas en Atenas, estaba a punto de concluir la subasta benéfica de la fundación Stanhope Kallis. Había sido precedida de una suntuosa cena de seis platos acompañada en abundancia por los más exquisitos vinos y, en consecuencia, durante la última hora, los invitados bien alimentados y ricos, decididos a competir en generosidad, habían pujado millones de euros por residencias de lujo, arte de gusto cuestionable y cajas de vino.
Sin embargo, Santiago Ferreira, que había pagado por su asiento una cifra de cinco dígitos, había bebido y comido moderadamente y había reservado su dinero para el último lote.
Sobrio, esperando su ocasión e ignorando la pueril competición por superarse unos a otros que estaba teniendo lugar, removió el café lentamente mientras observaba a la directora general de la fundación, Thalia Stanhope, que seguía la subasta desde un lateral del escenario. Llevaba el cabello oscuro recogido en un elegante moño alto y las perlas que decoraban sus orejas y su cuello resplandecían contra su piel cetrina. Lucía un vestido ceñido largo, de color cereza, que resaltaba su sinuosa figura.
Mirándola detenidamente, Santiago pensó fríamente que era más hermosa de lo que recordaba. Tan serena e imperturbable a pesar de su apasionada sensualidad. Hija de un banquero aristócrata inglés y de una celebridad griega del sector naviero que había crecido rodeada de privilegios y había sido educada en las instituciones más exclusivas del mundo, era el epítome de la clase, la sofisticación y de la riqueza heredada.
Él, al contrario, era el hijo, para entonces huérfano, de una madre soltera pobre y de un hombre rico que se había negado a reconocerlo, al que nunca había llegado a conocer; y había crecido en una chabola de una favela de Rio de Janeiro en la que regían las drogas y las armas. Apenas había recibido educación, había aprendido a leer y escribir a los catorce años y era brusco, nada sutil; tosco, más que elegante. Y su riqueza era de reciente adquisición.
Era el polo opuesto a ella, tal y como Thalia le había recordado cruelmente en una ocasión. Pero eso no había impedido que se embarcaran en un apasionado romance la noche que se habían conocido en Naxos, en la boda de una antigua compañera de trabajo de él con el hermano gemelo de ella. Había bastado una mirada de un extremo al otro de la barra para que estallara una bomba de calor entre ellos que lo propulsó hacia ella, a pesar de que la experiencia de su madre con el mundo de los privilegiados le había enseñado que relacionarse con alguien como Thalia era una completa locura.
–Baila conmigo –le había susurrado en el perfecto inglés que había llegado a dominar.
–Sí –replicó ella con la respiración agitada en su inmaculado inglés de clase alta.
No podía recordar nada de la música a cuyo ritmo se mecieron, ni de lo que los rodeaba. Solo había sido consciente del calor del cuerpo de Thalia pegado al suyo, de su acelerado pulso y de sus incendiarios besos. Más tarde, habían rodado sobre la cama, prendiendo fuego a las sábanas hasta el amanecer y se habían encontrado subsiguientemente cada vez que coincidían en el mismo continente, lo que había ido pasando con creciente frecuencia.
Toda duda se disipó. El exterior frío y distante de Thalia ocultaba un volcán de pasión nueva para Santiago. Y ella parecía igualmente fascinada con él. En cuanto cerraban la puerta del hotel en el que se citaban, Thalia abandonaba toda reserva, junto con su ropa, y se lanzaba a sus brazos, sorprendiéndolo con una ardiente pasión y un deseo que lo dejaban tembloroso y le cegaban el entendimiento. La química que había entre ellos era espectacular, su mutuo deseo insaciable. Sus videollamadas tan pornográficas que a Santiago siempre le sorprendía que sus dispositivos no se quemaran.
Y de pronto, doce semanas más tarde, hacía trece meses, Thalia había cortado con él. Le había dicho que tenían que hablar, lo que, como todo el mundo sabía, solo podía significar una cosa, y, tras acabar con él, Thalia había recogido sus cosas con total indiferencia y se había marchado. Para Santiago había supuesto una primera vez, puesto que siempre era él quien terminaba sus relaciones. Él era quien llevaba la batuta. Nunca antes había mirado el teléfono por si tenía alguna llamada perdida o algún mensaje. Nunca lamentaba nada; seguía adelante sin mirar atrás y jamás se arrepentía.
Por eso aquella ruptura seguía irritándolo, como si tuviera una astilla clavada que no consiguiera quitarse. Por eso pensaba en ello día y noche y no conseguía pasar página. No había estado preparado para dejarla ir; lo había tomado desprevenido. Lo había humillado y desconcertado con una gélida altivez que no había manifestado antes. Le había robado el poder y la fuerza, y lo había dejado sumido en un estado de confusión y duda que no había sentido en años.
Después de meses de amargura y victimismo, decidió que no podía permitir aquella perturbación en su vida personal. Se había prolongado en exceso y había alcanzado su límite. De donde él procedía, la debilidad y la inseguridad podían conducir a la muerte. Pronto en la vida había llegado a la conclusión que la obsesión por el sexo opuesto conducía al desánimo y la desesperación. La pérdida del control, a su vez, llevaba a decisiones equivocadas y a la impulsividad.
Por eso estaba allí aquella noche. No solo para conseguir el asesoramiento que necesitaba, sino también para enmendar un error. Varios, de hecho, porque él no era un objeto con el que los ricos pudieran jugar y arrinconar a continuación, tal y como habían hecho con su madre. No era inferior a Thalia, como ella había insinuado antes de dejarlo en el hotel de París. Además, a él no lo rechazaba nadie.
Necesitaba dar por cerrado el episodio; vengarse. Para ello, pensaba acabar con cualquier objeción que pusiera y avivar su romance. La conquistaría para concluir lo que habían comenzado y cuando llegara el momento, cuando perdiera interés en ella, la dejaría ir. Así, dejando las cosas en su sitio, con Thalia humillada y él victorioso, conseguiría finalmente pasar página.
Era un plan sencillo, pero efectivo y de cuyo éxito no dudaba. Él tenía una determinación férrea y podía ser muy persuasivo cuando se lo proponía. Había retrasado el momento hasta firmar la venta de su negocio de software, seis semanas atrás. Haber pasado de millonario a billonario lo ponía a la misma altura que Thalia en términos económicos y le dejaba todo el tiempo libre necesario para lograr su objetivo.
–Finalmente, llegamos al último lote –dijo el subastador. Cada músculo de Santiago se tensó y la adrenalina le recorrió las venas–. Si están pensando en crear una fundación benéfica, ampliar su ONG u organizar una campaña de recogida de fondos, esta es su oportunidad. Nuestra directora general, Thalia Stanhope ofrece cien horas de asesoramiento para llevarlo a cabo. Tras una década de experiencia en el sector, es la máxima experta en su campo: lo que ella no sepa, no merece saberse. La puja empieza en cincuenta mil. ¿Alguien da más?
Las placas de puja centellearon de inmediato y en cuestión de segundos el precio del lote había ascendido a un cuarto de millón.
¿Quién hubiera imaginado que había un espíritu tan solidario en aquel salón?, se dijo con amargura Santiago, intentando ignorar la velocidad acelerada de su pulso. ¿Era posible que lo que les impulsara fuera la perspectiva de pasar tanto tiempo con Thalia? Puesto que él mismo había estado subyugado por ella, por su exquisita fachada y su desbordada pasión, lo podía comprender.
Pero lo que motivara a los demás postores era irrelevante. Podían entretenerse lo que quisieran antes de que él se llevara el lote… Y ya había llegado el momento de activar su plan.
–Cincuenta millones de euros –dijo en un tono pausado que acalló el murmullo de voces imperante.
Se produjo un silencio sepulcral. Entonces el subastador recuperó la voz y un minuto más tarde, tras el golpe del mazo y con una sensación triunfal de satisfacción que lo desconcertó puesto que había sabido desde el principio cómo iba a terminar la subasta, Thalia ya era suya.
CINCUENTA millones? ¿A qué estaba jugando Santi Ferreira? ¿Quién pagaba quinientos mil euros la hora de asesoramiento? ¿Se había vuelto loco?
Dominando su perplejidad y apagando la llamarada de emoción que la asaltó, Thalia consiguió hacer su discurso final y agradecer todas las donaciones y el apoyo dado a su fundación. Luego bajó del escenario pausadamente, como si el suelo no acabara de abrirse bajo sus pies.
Qué equivocada había estado al asumir que su presencia era casual, pensó contrariada, mientras pasaba de largo junto a alguien que reclamaba su atención e iba directa hacia Santiago, decidida a averiguar qué tramaba.
A pesar de que había más de seiscientos invitados, había sido consciente de su llegada en cuanto había entrado. Dada su altura, su poderosa constitución y su espectacular rostro, era imposible que pasara desapercibido. Pero, aunque Thalia había sabido a su pesar dónde estaba y con quién hablaba en cada momento, había evitado coincidir con él. La última vez que se habían visto no había sido precisamente agradable y ninguno de los dos había hecho nada por ponerse en contacto con el otro. Con el paso del tiempo, ella había creído estar a salvo, pero era evidente que se había equivocado. Dado que uno no gastaba cincuenta millones impulsivamente, Santiago debía llevar tiempo planeando aquella jugada.
A su espalda, en el escenario, empezó a tocar una orquesta de swing al estilo de los años cincuenta, pero su atención estaba centrada en el hombre que había trastocado su velada radicalmente.
A medida que se aproximaba a él, el corazón se le aceleraba y el estómago se le llenaba de mariposas. No conseguía adivinar qué estaba pasando y se sentía en desventaja. Tendría que ser clara desde el principio y poner las cosas en su sitio porque, cualquiera que fuera el motivo por el que Santiago había ganado la puja, no podían trabajar juntos. Para ella era imposible. Santiago era demasiado apabullante, demasiado… todo. Por eso mismo ella había tenido que terminar su relación a pesar de ser lo último que quería hacer.
Recordaba el momento en el que se habían conocido con total nitidez. Aunque le avergonzara admitirlo, había esperado la boda de su hermano gemelo con aprensión, y había resultado ser tan difícil como había sospechado. Estaba sentada en la barra, tomando una copa y tratando de aplacar los confusos sentimientos que despertaba en ella la boda de Atticus con Zoe porque, entre otras cosas, suponía que el estrecho vínculo con su gemelo se cercenaba, cuando un sexto sentido hizo que se le erizara el vello y sintiera una presión en el pecho.
Con la boca seca y el pulso acelerado, había levantado la vista y, al mirar alrededor, sus ojos lo encontraron. El hombre más guapo y sexy que había visto en su vida la miraba desde el otro extremo de la barra. Alto, de anchos hombros, con el cabello rubio alborotado, como si acabara de levantarse de la cama. Y unos ojos… que parecían arder y que la observaban con tal intensidad que la habían dejado sin aliento y la habían atrapado en su magnetismo.
Los invitados, la música, sus turbulentas emociones, todo se había disuelto. Él era lo único que existía y solo podía oír el rumor de su propia sangre. Entonces él había dejado el vaso, había esbozado una sonrisa devastadora, y la bola de calor que había estallado en su cuerpo había estado a punto de calcinarla.
En medio de su aturdimiento, con el deseo bombeándole la sangre, pensó que aquel hombre que se aproximaba sin apartar la vista de ella y con una mirada que dejaba claras sus intenciones, podía ser exactamente lo que necesitaba. Una deliciosa distracción. Un guapísimo y sexy revolcón de una noche que pudiera ayudarla, aunque solo fuera pasajeramente, a olvidar.
Y aquella noche Santiago había satisfecho todas sus expectativas. En sus brazos, en la pista de baile, sintiendo su firme torso presionado contras sus senos, su mente se había vaciado de todo pensamiento. Después, en el dormitorio, había conseguido que olvidara su propio nombre, tan habilidosamente y tantas veces que cuando él le había preguntado por su agenda y había comprobado que los dos coincidirían en Italia la semana siguiente, no había dudado en aceptar su sugerencia de volver a verse.
Durante tres febriles meses, se había entregado a la extraordinaria química que había entre ellos, pensando en él casi obsesivamente hasta que no pudo ahogar por más tiempo una voz interior que le preguntaba con una creciente insistencia cómo iba a saber quién era tras perder a su hermano gemelo si no pasaba sola el suficiente tiempo como para averiguarlo. ¿Cómo iba a encontrar su propio camino si seguía cruzándose con el de otro?
Atticus era la única persona del mundo que la comprendía verdaderamente; siempre había sido su cómplice y su apoyo. Juntos habían sobrevivido a una traumática infancia. Pero había llegado el momento de ser independiente. Y eso no sucedería si buscaba refugio en Santi, que la había arrastrado a un mundo diferente en el que no tenía otra cosa que pensar más que en su siguiente encuentro.
En el fondo de su ser y aunque sabía que lo correcto era acabar su relación, solo pensarlo la mantenía despierta de noche y le provocaba náuseas de día. Tener que explicar los motivos de su ruptura cuando apenas era capaz de articularlos le formaba un nudo en el estómago. Pero finalmente, con sus inesperadas y profundamente hirientes acusaciones de arrogancia y esnobismo como respuesta a su comentario de que debían hablar, Santi había conseguido que le resultara más fácil.
El corazón de Thalia latía violentamente cuando, al aproximarse, Santi se puso en pie, espectacular en su inmaculado traje negro, con la mirada fija en ella y una socarrona sonrisa. Thalia notó que llevaba el cabello más corto y pensó distraídamente que le gustaba más largo, aunque el remolino que quedaba a la vista resultaba encantador. Entonces Santi se soltó la pajarita lentamente y se desabrochó los dos primeros botones de la camisa, dejando expuesto un seductor triángulo de piel morena, y un torrente de recuerdos que Thalia intentó contener, asaltaron su mente. Ella desnudándolo; él desnudándola. Las caricias, el calor, el deseo insaciable…
Un golpe de agridulce nostalgia la sacudió y sintió el acuciante impulso de tomarlo de la mano y dirigirse con él al primer dormitorio que encontraran para comprobar hasta qué punto sus recuerdos eran fidedignos.
Pero eso, se dijo irguiendo la espalda, no iba a suceder. Habían quemado todos los puentes que los unían y ella avanzaba con firmeza por la senda del autoconocimiento. Estaba gestionando adecuadamente la relación con su absorbente madre y con sus otros cuatro hermanos. En cuanto a su carrera profesional, estaba saliéndose del confort y la seguridad de su fundación y abriéndose a explorar nuevos territorios. Estaba siendo valiente y asumiendo retos y no estaba dispuesta arriesgar nada de todo eso.
–Buenas noches –saludó Santi con el sexy acento brasileño que le hacía estremecer y le endurecía los pezones.
Apretó los dientes ante aquella indeseada reacción de su cuerpo y se alegró de que la tela del vestido fuera lo bastante gruesa como para que no se notara.
–Yo no estoy tan segura de que lo sean –dijo con la frialdad tras la que había aprendido a esconder sus pensamientos y emociones–. Pero cincuenta millones es una gran suma con la que ayudar a mucha gente.
–Me alegro.
–Sin embargo, tengo que admitir que me ha sorprendido.
Los negros ojos de Santiago brillaron con lo que pareció… ¿Triunfo? Thalia se tensó.
–Ha pasado mucho tiempo
Un año, cuatro semanas y tres días, pensó Thalia, pero no porque los hubiera contado.
–Así es.
–¿Qué tal te ha ido?
Era una buena pregunta. Tras su ruptura, y durante más tiempo del que jamás hubiera imaginado, se había quedado destrozada, una muñeca herida. Una vez creyó superarla, tuvo que lidiar con el asunto del matrimonio de su hermano, que seguía resultándole terriblemente amargo y estresante. En aquel instante, aquella noche, no estaba segura de cómo se sentía. Desconcertada, inquieta, sorprendida y levemente mareada por el efecto del aroma natural de Santiago podría haber servido de respuesta.
–Fantásticamente –mintió sin pudor–. ¿Y a ti?
–Excepcionalmente bien.
–Me alegro mucho.
–Has estado evitándome toda la velada.
¿Lo había notado? ¿Había estado tan pendiente de ella como ella de él? Su desorbitada puja no podía deberse a un berrinche pasajero.
–Si querías llamar mi atención, Santi, bastaba con que me hubieras llamado.
–¿Habrías contestado?
Lo habría hecho hasta el agosto anterior. Durante días, después de separarse en París, había esperado una disculpa que nunca llegó.
–Supongo que nunca lo sabremos.
–¿Quieres tomar algo?
–No, gracias.
–Entonces, bailemos.
El recuerdo de lo que sucedió la última vez que habían bailado le paró el corazón antes de que volviera a latirle aceleradamente.
–Ni hablar –contestó, negándose a pensar en los apasionados besos que la habían hecho enloquecer aquella noche.
–Por los viejos tiempo.
Thalia se estremeció.
–No tengo ningún interés en recordarlos.
–¿De qué tienes miedo?
Thalia no pensaba admitir que le desesperaba sentirse tan afectada por su presencia.
–De pisarme el vestido.
–No permitiré que eso pase.
Santiago posó la mano en la parte baja de su espalda y Thalia sintió que le quemaba a través de la tela. Pero, aunque instintivamente supo que debía separarse de él y romper el contacto, no se movió. No estaba dispuesta a dejar traslucir lo que le hacía sentir ni a hacer una escena. De hecho, ya estaban llamando suficientemente la atención. Así que se obligó a dominarse y lo siguió a la pista de baile. Y cuando Santiago le tomó la mano y le rodeó la cintura con el otro brazo, estrechándola contra sí, no quiso pensar en cuánto había echado de menos el calor y la fuerza de su cuerpo, o el roce de su piel contra la de ella.
–Hablemos de las condiciones –dijo él, moviéndose con fluidez mientras ella intentaba evitar fijarse en sus labios o apoyar la cabeza en el hueco entre su cuello y su hombro mientras se decía que aquella tortura no duraría.
–¿De verdad quieres mi asesoramiento?
–¿Qué otra cosa podría querer?
–No tengo ni idea –ese era el problema, que Santiago era impenetrable y Thalia no podía adivinar qué pretendía–. Pero tenemos un pasado y has pagado una cifra exorbitante por mi tiempo.
Santiago chasqueó la lengua.
–¡Qué desconfiada!
–¿Puedes culparme?
–Por eso, no.
Thalia frunció el ceño. ¿De qué estaba hablando? ¿Por qué otro motivo podía culparla? Si alguien tenía derecho a estar ofendida era ella. Era él quien había sido brutalmente cruel cuando ella confiaba en acabar como buenos amigos.
–No sé si te entiendo.
–He vendido mi negocio.
–He leído algo al respecto. Tengo entendido que ha sido un acuerdo muy beneficioso. Enhorabuena.
–Gracias,
–Debes de sentirte muy orgulloso.
El brillo de algo indefinido iluminó por un instante los ojos de Santiago.
–Es solo dinero –dijo, encogiéndose de hombros.
–Una gran suma. De hecho, puede que ahora seas más rico que yo.
–Es bastante posible. Algún día compararemos el saldo de nuestras cuentas.
–¿Qué vas a hacer con todo ese dinero?
–Pretendo dedicar una gran cantidad a obras de filantropía. Como no sé cómo hacerlo ni quiero dedicar tiempo a averiguarlo, necesito tu ayuda.
–Me siento halagada.
–He oído que eres la mejor en tu campo.
Lo era. O al menos eso había creído hasta el momento.
Llevaba trabajando en la fundación de más de sesenta años desde hacía una década, contribuyendo a ayudar a mejorar la vida de millones de personas en todo el mundo. Se dedicaba al análisis de problemas sociales complejos, establecía programas de salud y educativos y apoyaba las iniciativas locales de mejora. Creaba comunidades e influía positivamente en los resultados obtenidos
Thalia se había unido a la organización en cuanto acabó la universidad, y se había sumergido en el trabajo, empezando desde abajo hasta ser nombrada directora general hacía cinco años. Como tal, se ocupaba de las operaciones de recaudación de fondos y de la asignación de estos a los distintos proyectos.
Y hasta hacía poco tiempo, había disfrutado cada minuto de la experiencia.
Siempre había sabido que su apellido le confería cierto estatus y había impulsado su carrera. Tenía unos contactos excepcionales y una enorme fortuna. Por ser quien era, un miembro del clan Stanhope Kalli, la invitaban a los eventos más exclusivos, donde tenía acceso a algunas de las personas más ricas y filantrópicas del mundo. Nunca le había importado porque asumía que el privilegio iba acompañado del correspondiente grado de responsabilidad.