Falsa reputación - Lucy King - E-Book

Falsa reputación E-Book

Lucy King

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Beschreibung

El corazón de Imogen corría mucho más peligro del que ella pensaba… Se ha visto a la famosa Imogen Christie muy arrimada al guapo empresario Jack Taylor. Señorita Christie, ¿le parece una actitud inteligente? Todos sabemos lo que le pasó con su último novio… ¡ahora está prometido a su mejor amiga! Teniendo en cuenta la fama de playboy de Jack, resultaría sorprendente que duraran más de una noche. Pero los periodistas les habían visto por Londres la noche anterior y la mañana siguiente, todo un récord para Jack, así que tal vez él tuviera que añadir una nueva palabra a su vocabulario: "relación".

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lucy King. Todos los derechos reservados.

FALSA REPUTACIÓN, N.º 2209 - Enero 2013

Título original: The Couple Behind the Headlines

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2598-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Doscientas cincuenta mil libras?

Imogen se quedó mirando el catálogo con la boca abierta. Tenía que haber un error tipográfico o algo así. Porque no era posible creer que alguien soltara un cuarto de millón de libras por... esa cosa.

Imogen se armó de valor, se dio la vuelta y se quedó mirando el lienzo que colgaba de la pared. Sintió un escalofrío. El aguijón de la sociedad era tan espantosamente feo que todas las células de su cuerpo se estremecieron en protesta. Tenía un aspecto tan primitivo que parecía hecho por su sobrino de cinco años en plena rabieta. Era tan horrible que ni todo el champán que estaban ofreciendo podía paliar su impacto.

Y era enorme. El artista, que había esparcido una llamarada de colores estridentes en el lienzo al parecer al azar, sin duda pensaba que su creatividad era demasiado grande para confinarse.

Si El aguijón de la sociedad fuera un caso aislado, podría lidiar con él mientras se aprovechaba al máximo de la barra libre de champán. Pero no lo era. Las blancas paredes de la galería estaban llenas de esas cosas. Bajo las imperdonables luces brillantes colgaban dos docenas de lienzos, todos manchados con los mismos brochazos de color, todos igual de espantosos, y todos con el mismo precio asombroso.

Imogen frunció el ceño. Era la primera en admitir que no era una experta en arte moderno, pero en su opinión el lote completo debería ser arrojado al Támesis. Pero al parecer era la única que opinaba así, pensó mirando a su alrededor. La gente inclinaba la cabeza y se daba golpecitos con el dedo índice en la boca mientras soltaban tonterías esotéricas sobre alegorías y metafísica.

Girándose otra vez hacia el cuadro que tenía delante, Imogen entornó la mirada mientras trataba de encontrarle el sentido, pero no lo consiguió.

Aquello le parecía una locura. ¿Quién en su sano juicio pagaría semejante cantidad de dinero por algo tan horrible?

Hizo mentalmente una lista de todas las cosas que se podrían conseguir con un cuarto de millón de libras. Justo el día anterior su departamento había tenido que asignar esa suma a uno de los proyectos de la Fundación Christie, y todavía tenía las opciones frescas en la memoria. Gastarse el dinero en un manchurrón de colores no era una de ellas.

Pero ¿qué sabía ella de nada?

Imogen dio un paso atrás, se mordió el labio y frunció el ceño. Los recientes acontecimientos habían demostrado que no tenía mucho criterio, así que, ¿quién era ella para decir si aquellas obras eran buenas o no?

Había pasado solo dos meses desde que Connie, su mejor amiga desde el colegio, se había fugado con Max, el novio de Imogen. Y aunque la lacerante agonía había pasado a convertirse en un dolor adormilado, todavía le hacía daño.

Y más todavía aquella noche, pensó Imogen con tristeza. La última vez que estuvo en la inauguración de una exposición fue con Connie. Entonces se rieron y hablaron en voz alta y pomposamente sobre la luz, la profundidad y la perspectiva, arrasaron con los canapés y luego se fueron a una discoteca de moda.

Pero aquella noche estaba sola, y Connie la serpiente estaría posiblemente en casa, acurrucada en el sofá con Max planeando la boda.

A Imogen le dio un vuelco al corazón. Se había dicho a sí misma millones de veces que tenía que superarlo y estaba haciendo muchos progresos. Pero de vez en cuando, sobre todo cuando menos se lo esperaba, la situación volvía a golpearle en la cabeza.

Como ahora.

Sintió un picor en los ojos pero contuvo las lágrimas y estiró los hombros. ¿Qué le importaba a ella lo que estuviera haciendo Connie? ¿Y qué si la amistad que tenían, que había empezado en la escuela infantil y había continuado durante veinticinco años, se había desintegrado en los diez segundos que había tardado en leer la nota de Max? ¿Y qué si su exnovio y su ex mejor amiga iban a casarse?

A ella no le importaba. Había tenido mucho tiempo para reflexionar sobre la traición y había llegado a la conclusión de que en realidad le habían hecho un favor. ¿Quién necesitaba amigos capaces de algo así?

Y en cuanto a Max... sí, si duda era guapísimo con aquel pelo oscuro y ondulado, los ojos brillantes y su encanto. Pero era una completa pérdida de tiempo y estaba mejor sin él.

La prensa la había acusado también a ella de ser una pérdida de tiempo. Solían hacerlo con frecuencia, y a veces con razón. Pero no le importaba porque tenía planeado cambiar aquello y demostrarles a sus críticos que tenía algo que ofrecerle al mundo.

Por su parte, Max parecía encantado de pasarse el resto de su vida perfeccionando aquel aire de estudiada indolencia. Así que, si Connie quería pasarse el resto de la suya cultivando aquel ego, adelante.

Imogen sacudió la cabeza ante su propia ingenuidad. Lejos de ser la pareja perfecta que ella siempre pensó que eran, ahora sabía que Max y ella eran como el agua y el aceite. Lo más extraño de su relación no era cómo había terminado, sino que hubieran durado tanto.

Dirigió otra mirada a aquella monstruosidad llamada El aguijón de la sociedad. Ya estaba harta de todo: de los playboys ricos, de las mejores amigas traidoras y de cuadros pretenciosos que se consideraban obras de arte. Había conseguido lo que había ido a buscar. Las dos copas de champán helado habían hecho un trabajo excelente para olvidar el impacto y el dolor que había sentido al saber lo del compromiso.

Imogen apretó los dientes, se giró sobre los talones y chocó contra algo duro. Algo que soltó un gemido y que la rodeó con sus brazos para no perder el equilibrio.

Durante un instante sintió como si el mundo se hubiera detenido. Se quedó allí de pie, asombrada, aplastada contra aquel ser y con la cabeza dándole vueltas por el asombro.

Entonces el impacto pasó y su cerebro registró más cosas. Como el hecho de que era un hombre. Alto. Fuerte. Cálido. Sus brazos eran como barras de hierro que le sostenían la espalda.

Y olía de maravilla.

Imogen no recordaba cuándo fue la última vez que había estado tan cerca de un hombre así. Si es que lo había estado alguna vez. Y para su horror, el cuerpo empezó a responder. El estómago le dio un vuelco. Se le aceleró el latido del corazón y le subió la temperatura. Durante una décima de segundo deseó apretarse más contra él. Sentir que sus brazos la protegían.

Imogen parpadeó varias veces para recuperar la cordura. Tenía que detener aquello en ese momento. Había vivido recientemente un mazazo emocional y lo último que necesitaba era lanzarse a los brazos de otro hombre. Metafóricamente hablando, por supuesto.

¿Y por qué diablos la llevaba a pensar que necesitaba protección? Era perfectamente capaz de protegerse a sí misma. Estaba acostumbrada.

Reuniendo todo el coraje que pudo, aspiró con fuerza el aire y trató de no reaccionar ante el embriagador aroma a sándalo y jabón que le subió por las fosas nasales.

–Oh, lo siento –murmuró apartándose y alzando la vista para ver quién había provocado semejante efecto en ella.

Y estuvo a punto de desmayarse.

Todos los pensamientos sobre Connie, Max y la necesidad de protegerse desaparecieron cuando clavó la vista en el hombre más guapo que había visto en su vida.

Para empezar, tenía unas pestañas oscuras y largas por las que ella habría matado. Y luego estaban las líneas de expresión que le rodeaban los labios y que sugerían que se reía mucho.

Tragando saliva al recordar lo poco que se reía ella ahora, Imogen se centró en el color de sus iris. Aquel tipo de azul era poco habitual. Le hacía pensar en el cielo de verano y en el Mediterráneo. Y por si todo aquello no fuera bastante estaba el brillo. El brillo que se asomaba a las profundidades de sus ojos y sugería peligro, excitación y travesuras. Diversión.

Imogen trató de controlarse mientras le deslizaba la mirada por el resto del rostro, que superó todavía más sus expectativas. Tenía el pelo como hecho para despeinarle y una boca con aspecto de dar los besos más arrebatadores.

La combinación de aquella cara y aquel cuerpo resultaba letal, pensó conteniendo un escalofrío. Para quien estuviera interesada. Y ella no lo estaba.

–Ha sido culpa mía –dijo él con una sonrisa soltándola.

Imogen dio un paso atrás precipitadamente.

–Y sin derramar una gota –dijo mirando las copas de champán–. Impresionante.

–Estoy acostumbrado.

¿A que las mujeres chocaran contra él? No le extrañaba.

–Qué afortunado.

El hombre sonrió todavía más e Imogen sintió que algo en su interior se derretía. Seguramente su débil resistencia.

–La afortunada eres tú –aseguró él ofreciéndole una de las copas–, porque te he traído una copa de champán. Me da la impresión de que te vendría bien.

¿La había estado observando? Al imaginar aquellos ojos mirándola se le aceleró el corazón y tuvo que tragar saliva para combatir la repentina sequedad de la boca.

–Ya me iba –dijo con tono más ronco del que le hubiera gustado.

El hombre miró hacia el cuadro que tenía detrás y luego otra vez a ella.

–Espero que el escorpión no sea la causa –dijo.

–¿Es un escorpión? Nunca lo hubiera adivinado.

–Representa la lucha del hombre contra la injusticia del capitalismo.

Imogen ladeó la cabeza y frunció el ceño.

–Resulta un poco hipócrita pedir un cuarto de millón de libras por un lienzo con unos cuantos brochazos que al parecer representan la injusticia del capitalismo, ¿no te parece?

–Sinceramente, no he pensado en ello –dijo él con indiferencia.

Imogen se preguntó distraídamente qué había sido de su intención de marcharse. Tomó la copa que le estaba ofreciendo y se la llevó a los labios.

–Gracias –murmuró dando un sorbo.

–Y dime, ¿qué te parece el cuadro?

–¿Sinceramente? Hace que me sangren los ojos –afirmó ella con más aspereza de la que pretendía.

El hombre echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

–Y yo que creía que tenía una gran luz, profundidad y perspectiva –aseguró pasándose la mano por el pelo.

Imogen se quedó paralizada durante un segundo y le miró a los ojos. Un pensamiento se le cruzó por la mente.

–Oh, no serás el artista, ¿verdad?

Él alzó las cejas.

–¿Tengo aspecto de ser el artista?

Imogen le miró de arriba abajo y sintió cómo la sangre le bullía en las venas. Pero se las arregló para convencerse de que era una reacción perfectamente normal a un hombre extremadamente guapo. Desde luego no se parecía a ninguno de los artistas que había conocido.

–La verdad es que no –dijo con la mayor naturalidad posible.

–Gracias a Dios.

Imogen recuperó la compostura. Si aquel hombre se había tomado la molestia de llevarle una copa de champán, lo menos que podía hacer era hablar con él unos minutos antes de irse.

–¿Y por qué sabes tanto sobre esta obra en particular?

–Porque es mía.

–Dios, ¿por qué? –preguntó asombrada revisando la opinión que tenía sobre él.

Tal vez fuera guapísimo, pero su gusto artístico dejaba mucho que desear.

–La gané en una subasta benéfica.

Imogen alzó las cejas.

–¿Alguien más apostó por ella? –la idea de que hubiera dos personas interesadas en aquel objeto le resultaba asombrosa.

–Un amigo mío –reconoció él asintiendo con una sonrisa–. Pero al final se retiró.

–Un hombre inteligente.

Él se encogió de hombros.

–No le quedaban muchas opciones. Me gusta ganar.

Imogen le miró con escepticismo y se fijó en la firmeza de la mandíbula. Y dedujo que, efectivamente, le gustaba ganar a toda costa.

–Bueno, a mí me parece que en esta ocasión has perdido –dijo reprimiendo un escalofrío ante la excitante idea de verse perseguida y conquistada por alguien así.

El hombre la miró durante un largo instante.

–Tal vez tengas razón –murmuró finalmente.

Imogen trató de decirse que aquel hombre era un idiota con más dinero que sentido común, pero no lo consiguió.

–Así que en realidad lo adquiriste por casualidad.

–Eso parece –él inclinó la cabeza y sonrió–. Pero fue una casualidad feliz, porque con el paso de los años ha aumentado su valor.

–¿Y eso es importante?

–El beneficio es siempre importante.

Imogen frunció el ceño.

–Bueno, supongo que en ese caso la simple apreciación de algo bello no entra en la ecuación.

Al hombre se le iluminó entonces la mirada mientras la recorría con ella.

–No sé –murmuró.

Imogen sintió que se le sonrojaban las mejillas y sintió una oleada de calor en sitios en los que nunca pensó que volvería a sentirla. No quería sentirla, se recordó. Estiró la espalda y alzó la barbilla.

–En cualquier caso, te doy el pésame.

–¿Y por qué no me haces una oferta de compra? –sonrió.

Imogen pensó que en aquel momento podría ofrecerle todo lo que él quisiera.

–Debes de estar de broma –aseguró componiendo una mueca de horror–. No es mi estilo en absoluto.

–Lástima –dijo él pasándose la mano por la mandíbula–. Tengo la deprimente sensación de que no va a venderse nunca.

–¿Y te sorprende?

–No mucho. Pero, si no se vende, Luke, el amigo que se retiró de la subasta, nunca me dejará olvidarlo. Se pasará la vida pinchándome –reconoció torciendo el gesto–. Bueno –dijo apurando su copa y dejándola en la bandeja de un camarero que pasaba por ahí–. Yo sé por qué estoy aquí, pero, si este no es tu estilo, ¿qué haces tú aquí?

Imogen se quedó muy quieta. Se le borró la sonrisa y apretó con más fuerza el pie de la copa.

Oh, Dios, ¿qué podía decir? No podía contarle la verdad. Que hacía solo media hora que se había enterado del compromiso oficial de Max y Connie. A través de Facebook, nada menos. Que se había quedado tan desconcertada, tan perdida y tan dolida porque no se hubieran molestado siquiera en llamarla para contárselo personalmente que salió de la oficina en busca de la fuente más cercana de alcohol, que resultó ser la galería de la puerta de al lado.

De ninguna manera. Se lo guardaría para sí misma. Así que, consciente de que estaba esperando una respuesta, Imogen se encogió de hombros y empastó una sonrisa.

–He decidido que necesito ampliar mis horizontes –dijo pensando que después de todo no estaba mintiendo.

–Entiendo –el hombre esbozó una media sonrisa muy sexy y le brillaron los ojos–. ¿Necesitas ayuda?

Ella se le quedó mirando mientras un escalofrío le recorría la espina dorsal. ¿Ayuda? Dios mío, a juzgar por el brillo de sus ojos entendía perfectamente qué clase de ayuda le estaba ofreciendo. La clase de ayuda en la que no estaba interesada, se recordó.

–Gracias, pero no –dijo con una firmeza que no sentía.

–¿Estás segura? Porque se me da bien ampliar horizontes.

–No me cabe la menor duda.

Él sonrió y, aunque no se movió ni un milímetro, Imogen sintió que se había acercado más.

–Cena conmigo y te enseñaré lo bien que se me da.

Capítulo 2

Imogen parpadeó sorprendida, aunque no entendía por qué le sorprendía tanto la invitación. No era la primera vez que la invitaban a cenar. Tal vez se debiera a que la intensidad de su atención la había dejado muda.

–¿Cenar? –murmuró finalmente.

–Eso es –asintió él–. Cenar. Es lo que viene después de la comida y antes del desayuno. Suele hacerse a esta hora. ¿Qué me dices?

Imogen estaba convencida de que la respuesta tenía que ser no. No quería saber nada de los hombres, y además necesitaba centrarse en reparar sus vapuleados sentimientos en lugar de dejarse arrastrar por el hechizo de un hombre tan magnético y peligroso.

Pero su sentido común empezaba a deshacerse bajo su hipnótica mirada. Resultaba tentador. Tras dos meses de desdicha le vendría bien a su autoestima recibir algo de atención. Y tras tres copas de champán a su estómago le vendría bien la comida. ¿Qué daño le harían un par de horas en compañía de un hombre atractivo y atento?

Sintiendo cómo se le subía el ánimo, Imogen se rio por primera vez en semanas y se sintió ligera como hacía meses que no se sentía.

–Ni siquiera sé cómo te llamas.

–Jack Taylor –le tendió la mano.

–Imogen Christie –respondió ella estrechándosela.

Durante un instante se quedó tan desconcertada por el tacto de su mano en la suya que no registró el nombre. Estaba demasiado ocupada maravillándose por el modo en que su cuerpo parecía haber cobrado repentinamente vida y pensando en lo bien que se lo iba a pasar en la cena. Pero unos segundos después se le congeló la sonrisa y el estómago le dio un vuelco.

Diablos. ¿Jack Taylor? No es Jack Taylor, ¿verdad? Sobre el que había leído, sobre el que le habían advertido...

Retiró la mano de la suya al sentir una punzada de desilusión. Fragmentos aleatorios de información le cruzaron por la mente. Hechos que debía de haber almacenado inconscientemente durante años y que ahora formaban una larga lista. Según la prensa económica, aquel hombre era una especie de superestrella de la inversión. Ganaba millones al día asumiendo riesgos que podían considerarse una locura o una genialidad según el punto de vista. Tenía un gran patrimonio y un éxito mundial.

Al parecer sucedía lo mismo con sus actividades extra curriculares. Según la clase de prensa que prefería los cotilleos a las finanzas, Jack Taylor era una leyenda. Era guapo y encantador, carismático y al mismo tiempo distante. Era un auténtico rompecorazones, como había averiguado a la larga la pobre Amanda Hobbs. Imogen no la conocía personalmente, pero era amiga de una amiga suya, y por eso sabía que había estado saliendo con él hasta que la dejó abandonada y tuvo que viajar a Italia para recuperarse.

La desilusión de Imogen se convirtió en algo más frío, porque Jack Taylor era como Max. Justo la clase de hombre que ella había jurado evitar.

Según los rumores, unos años atrás estuvo incluso metido en una apuesta por Internet por una mujer. Recordó que el nombre de usuario que había utilizado era «Magnífico sexo garantizado». ¿No le decía eso todo lo que necesitaba saber?

Ahora que le miraba con todo aquel encanto y seguridad en sí mismo, con los ojos brillantes y pícaros, se preguntó cómo era posible que se le hubiera pasado por alto su innata arrogancia, el inconfundible aire de riqueza. La sonrisa brillante de un hombre que sabía que las mujeres caían en su cama como fichas de dominó.

Bien, pues esta mujer no, pensó Imogen con firmeza recuperando la compostura. Había escogido mal fijándose en ella. Muy mal.

Una parte de ella se sentía halagada por ser objetivo del famoso Jack Taylor, pero no caería en su cama ni en ningún otro sitio. Era inmune. Y desde luego la cena no era una opción.

–Conozco un sitio maravilloso justo al doblar la esquina –estaba diciendo él.

Imogen hizo un esfuerzo por volver a centrarse en la conversación.

–Lo cierto es que no creo que sea tan buena idea después de todo –dijo echando los hombros hacia atrás y sonriendo con tirantez.

Se hizo una pausa. Seguramente no le habrían rechazado en su vida. Jack ladeó la cabeza y la miró fijamente.

–¿Por qué no?

–Estoy ocupada.

–Entonces, ¿qué tal otra noche?

–Gracias, pero no.

–¿Estás segura?

–Dime una cosa, Jack –dijo ella encantada de comprobar que sonaba tan despectiva como pretendía–. ¿Nunca te ha dicho nadie que no?

Él sonrió, claramente divertido por su tono.

–Últimamente no.

–Bueno, siempre hay una primera vez para todo –afirmó ella con irritación.

Con eso tendría que haber bastado. Ya tendría que haber captado el mensaje de que no estaba interesada y ahora se daría la vuelta y se marcharía en busca de una presa más fácil.

Pero para su asombro, ni siquiera se le borró la sonrisa. De hecho le brillaron todavía más los ojos. Y sin previo aviso, le puso una mano en el cuello y se inclinó hacia delante.

Imogen no podía moverse. Al sentir su mano, el latido de su corazón se convirtió en un mazazo, y para su horror no pudo hacer nada al respecto. Sentía los pies clavados en el suelo y el cuerpo de piedra. Todos sus sentidos, lo único que no se le había paralizado, cobraron vida y se centraron en lo que Jack estaba haciendo.

¿Y qué era exactamente lo que estaba haciendo?, se preguntó distraídamente mientras le miraba. Un amago de sonrisa se asomó a los labios de Jack, labios que se entreabrieron y atrajeron su atención, dejándola sin el poco aliento que le quedaba.

Oh, Dios, no iría a besarla, ¿verdad? No allí, en medio de toda aquella gente. Aunque el público era la menor de sus preocupaciones. No, su mayor preocupación era qué haría ella si la besaba.

Pero mientras ella entraba en pánico ante la idea, Jack inclinó la cabeza y le murmuró al oído:

–De acuerdo, si no tienes mucho tiempo, ¿qué te parece si nos saltamos la cena y pasamos directamente al postre?

Se hizo el silencio durante un instante mientras sus palabras se abrían paso en su cabeza. Pensó que no habría oído bien, porque seguro que no podría estar sugiriendo lo que parecía.

Pero cuando se incorporó y vio el brillo de deseo en sus ojos se dio cuenta de que no había oído mal.

–Eso es indignante –jadeó, aunque no estaba segura de si se debía a la audacia de su proposición o al escalofrío que le recorrió el cuerpo.

Jack dio un paso atrás y le deslizó la mirada por el rostro lentamente, como si quisiera retener cada milímetro en la memoria.

–¿Lo es? –murmuró.

Incapaz de respirar, Imogen vio cómo el brillo de sus ojos se convertía en algo parecido al triunfo. Y de pronto se dio cuenta de que ya estaba harta de todo.

El dolor y la frustración de los últimos meses le formaron un gran nudo en la boca del estómago. Era consciente a medias de que estaba perdiendo el control, pero no podía hacer nada al respecto. Así que alzó la barbilla y dijo fríamente: