Una atracción sin remedio - Kathie Denosky - E-Book
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Una atracción sin remedio E-Book

Kathie Denosky

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Beschreibung

Lo que necesitaba era un hombre! La abuela de Brenna Montgomery estaba empeñada en casar a su nieta, y había elegido a Dylan Chandler como su futuro esposo. Pero Brenna no quería un sheriff duro y sexy que hacía que le temblaran las rodillas con solo mirarlo. Sabía que si accedía a participar en el plan de su abuela estaría poniendo en peligro su ya maltrecho corazón. La guerrera, sofisticada y bella Brenna era el tipo de mujer que Dylan trataba de evitar a toda costa... pero su obligación era proteger a la recién llegada. A pesar de sus esfuerzos, pronto se dio cuenta de que era incapaz de mantener a Brenna al margen de sus planes más personales. Pero, ¿estaba dispuesto a pagar el precio de tan arrolladora pasión: el matrimonio?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Kathie DeNosky

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una atracción sin remedio, n.º 1207 - julio 2014

Título original: A Lawman in her Stocking

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4672-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

–¿Sheriff, está usted ahí?

Dylan Chandler sintió que se le hacía un nudo en el estómago, al oír aquella voz femenina. Resonaba en el cavernoso espacio que compartían la estación de bomberos y la oficina del sheriff de Tranquility, Texas, con una inconfundible nota de miedo e indignación. En su larga carrera como defensor de la ley, Dylan había aprendido que siempre era el preludio de grandes problemas. Apoyó la mano en la viga de madera y miró para abajo.

Estaba en lo cierto. Brenna Montgomery, la nueva vecina de Tranquility, parecía haber visto un fantasma. Y el encuentro debía haberle revuelto el estómago. Dylan la había visto solo una vez, de lejos, la noche en que ella había hecho una solicitud para abrir una tienda de artesanía en el pueblo. Él había llegado tarde a la reunión del Consejo, y por eso no habían sido presentados oficialmente. Pero, por la expresión de su rostro, conocerla de cerca no iba a ser exactamente un placer.

Quizá, si permanecía en silencio, ella no se diera cuenta de que estaba colgado de una cuerda y se marchara a la oficina del sheriff adjunta. Al menos así podría ponerse la camisa. Desgraciadamente, ella vio el cabo de la cuerda y alzó la vista hacia las vigas del techo, descubriéndolo. No tenía más remedio que presentarse.

–Soy el sheriff Chandler. ¿Qué puedo hacer por usted, señorita?

Dylan enrolló las piernas a la cuerda, bajó hasta donde estaba ella y agarró la camisa. Se la puso, se metió los faldones por dentro de los vaqueros y esperó a que contestara. Pero al ver que ella permanecía en silencio, vaciló. Quizá llevara la cremallera de los pantalones desabrochada. Dylan bajó disimuladamente la vista, fingiendo mirarse las botas. La cremallera estaba subida, pero seguía llevando puesto el arnés. Con lo fuerte que se lo había atado, se le notaba todo.

–¿Qué era lo que quería, señorita Montgomery? –volvió a preguntar Dylan desatando las cuerdas de nylon y dejando el arnés sobre una silla.

Los preciosos ojos azules de aquella mujer se aclararon de pronto, mientras sus mejillas se coloreaban de rosa. Brenna apartó la atónita mirada de las cuerdas y preguntó:

–¿Por qué diablos estaba usted colgado del techo?

–Tenía que probar el nuevo equipo de escalada para rescate y salvamento –respondió Dylan ocultando una sonrisa.

Brenna asintió, pero permaneció callada. Dylan estuvo a punto de echarse a reír. Parecía que aquella mujer tenía dificultades para mirarlo a la cara. Tras unos instantes de silencio, Dylan puso la mano sobre la parte baja de su espalda y la guió, atravesando una puerta, hacia su oficina. Luego tomó asiento frente a la mesa de despacho y volvió a preguntar:

–Y bien, ¿por qué no me cuenta de qué se trata, señorita Montgomery?

Dylan recogió su sombrero vaquero y se lo puso, antes de volver la vista hacia ella. Aquella mujer tenía un cabello pelirrojo precioso, no podía comprender por qué se había hecho aquel horrible moño. Parecía un gorro de béisbol plantado en medio de la cabeza.

–Quería informarle de que un caballero… –Brenna se interrumpió bruscamente–. Sheriff, ¿está usted escuchándome? –continuó ella, poniendo los brazos en jarras.

–Sí, ¿qué pasa con ese caballero? –preguntó Dylan fijándose entonces en su silueta, muy femenina.

–Hay un caballero en Main Street que acosa a las mujeres.

–¿Aquí?, ¿en Tranquility?, ¿está usted segura?

Ante aquella pregunta, Brenna se ruborizó e indignó. El rubor destacaba las pecas de su nariz. Sus enormes ojos azules y sus labios, de forma perfecta, le hacían evocar a Dylan largas noches invernales, bajo cálidas mantas, en una cama de matrimonio. Se había distraído mirándola. Ella había dicho algo, pero no la había oído. Lo mejor era olvidarse de su aspecto y ocuparse del asunto que tenía entre manos.

–¿Cómo es eso?

–Le digo que ese hombre me agarró y me besó –afirmó Brenna, perdiendo la paciencia.

Dylan suspiró. ¿Qué había sido de la encantadora mujer que había encandilado a los miembros del Consejo? Durante toda una semana, el único tema de conversación del alcalde y del resto del Consejo había sido aquella dulce y preciosa mujer, la nueva vecina. Dylan sacudió la cabeza. Siempre le había impresionado lo fascinadoras que se mostraban las mujeres cuando querían algo, y lo guerreras que eran, en cambio, cuando las cosas les salían al revés. Podía soportar los gritos y la indignación, pero, ¿por qué tenía que ser Brenna Montgomery tan condenadamente… preciosa?

¿Y qué clase de ropa llevaba?, se preguntó Dylan al oír el crujido de la larguísima falda. El cuello de la camisa le llegaba hasta la barbilla, y la falda negra le arrastraba por el suelo. Así vestida, parecía la maestra de una película del Oeste.

–¿Y eso es todo?, ¿un beso?

–¿No le parece suficiente? –preguntó ella incrédula–. No creerá usted que me lo he inventado, ¿no?

–No.

Dylan sintió que se le hacía un nudo en el estómago. A pesar de la ropa y del moño, siempre había sentido debilidad por las pelirrojas. Y Brenna Montgomery era pelirroja, además de tener los labios más deseables del mundo.

Brenna sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Siempre que estaba nerviosa, sentía una imperiosa necesidad de comer chocolate. Y la brillante mirada del sheriff, de ojos verdes, la ponía muy nerviosa. Se había sobresaltado tanto, al encontrarlo medio desnudo y colgado del techo, que no había sido capaz de nada, excepto de admirar sus maravillosos músculos al descubierto. ¡Vaya músculos!

Aquellos bíceps, aquel estómago duro y plano, y aquella piel masculina desnuda la habían pillado por sorpresa. Y las cuerdas atadas al torso y piernas, destacando sus impresionantes atributos, la habían dejado sin habla.

Evidentemente, el sheriff Dylan Chandler no era un hombre como otro cualquiera. De hecho era un hombre de lo más especial. La estrella de plata que llevaba en el pecho demostraba que era de los buenos pero, ¿no llevaban los buenos sombrero blanco? Aquel sheriffllevaba un vaquero negro, y con los cabellos de ébano y la barba incipiente de las mejillas su aspecto resultaba salvaje, relativamente peligroso, y totalmente fascinante. Molesta ante su propia reacción, Brenna respiró hondo y reunió coraje, antes de decir:

–¿Qué piensa hacer al respecto?

Dylan se echó el sombrero hacia delante y se cruzó de brazos, mirándola con el ceño fruncido. Había logrado asustar a más de un gamberro, con esa mirada. Por un segundo creyó que ella se echaría atrás, pero era evidente que no había logrado intimidarla. En absoluto. Dylan sonrió. Por primera vez, en seis años, alguien había destapado su juego. Nada más y nada menos que una pelirroja con pecas.

–¿Quiere usted presentar una queja formal, señorita Montgomery?

–No, no quiero presentar ninguna queja formal. El hombre era mayor, y no se puede decir que me amenazara exactamente, pero no quiero que vuelva a ocurrir. Asusta mucho, que un extraño te abrace en mitad de la calle y te bese, aunque sea en la mejilla.

–Comprendo, señorita Montgomery. ¿Le ofreció aquel hombre una rosa, antes de besarla? –Brenna asintió. Dylan sonrió–. Tengo idea de quién puede ser, y no corrió usted ningún peligro. Hablaré con él, pero creo que acaba de recibir la bienvenida de Pete Winstead.

–No me importa quién sea, ese hombre me asustó.

–Fue solo un beso en la mejilla.

–Sí, pero no tiene usted ni idea de cuánto puede asustar eso. De donde yo vengo, puede considerarse incluso… –Brenna hizo una pausa buscando la palabra más adecuada, y por fin terminó la frase–… un asalto.

–¿Le dijo algo aquel hombre, durante el asalto? –preguntó Dylan, echándose a reír.

–Sí, pero estaba tan asustada que no le entendí –declaró Brenna ruborizada e indignada–. Además, olía a cerveza.

–¿Tiene usted algo contra los hombres que beben cerveza, después de un agotador día de trabajo?

–Bueno… no…

–Entonces deje que le explique cómo funcionan las cosas aquí, señorita Montgomery. Casi todos los hombres de este pueblo acuden al Luke’s Bar and Grill después del trabajo, a oír los últimos cotilleos. Es la tradición: beber una cerveza, escuchar una historia o dos, y volver a casa –explicó Dylan encogiéndose de hombros–. Pete no es diferente a los demás. Va al Luke’s con regularidad. Pero jamás le he visto beber más de dos cervezas de una sentada.

–Comprendo que el pueblo es pequeño y, créame, quiero formar parte de la comunidad como cualquier otro vecino, pero el problema no son los hábitos de bebida de Pete Winstead. Cuando un desconocido agarra a una mujer y la besa en medio de la calle, la asusta. Y su trabajo es impedirlo.

Dylan dejó caer los brazos, lleno de frustración. Se consideraba un buen sheriff, y no necesitaba que ninguna señorita de ciudad le explicara cómo tenía que hacerlo. En una ocasión otra mujer lo había intentado, y no permitiría que volviera a suceder.

–He dicho que hablaré con él. Y ahora, ¿alguna cosa más, de la que desee quejarse, señorita Montgomery?

–No serviría de nada, ¿no cree, sheriff?

Antes de que Dylan pudiera responder, Brenna giró sobre los talones y se marchó, dando un portazo. Dylan se metió las manos en los bolsillos y la observó. Brenna se recogió las ridículas faldas y se subió a un Toyota. Sin duda el incidente la había asustado, pero Dylan se había enfrentado otras veces a los problemas que causaban las mujeres como Brenna Montgomery. Primero te conmovían, y luego querían cambiarlo todo de arriba abajo. La queja era buena prueba de ello. No llevaba ni dos semanas en Tranquility, y ya estaba tratando de alterar las simpáticas y viejas costumbres de su tío Pete.

Dylan sacudió la cabeza. Sin duda, aquella mujer causaría graves problemas. Por desgracia, aun con esa ropa, Brenna Montgomery era el problema más deseable sobre el que jamás hubiera puesto los ojos. Tranquility no volvería a ser el mismo, si ella se quedaba.

–Tranquilízate, Brenna. Posiblemente el sheriff tenga razón, en lo de ese Deke –comentó Abigail Montgomery.

–Pete –la corrigió Brenna.

–Lo que sea –continuó la abuela, sacudiendo la mano con un gesto despectivo–. A mí lo que me interesa no es el viejo, sino el fascinante hombre del arnés. Cuéntamelo todo.

–¿Y qué quieres que te cuente? –preguntó Brenna suspirando resignada–. Escuchó mi queja y me dio su opinión.

–Ya sabes a qué me refiero. ¿De qué color tenía los ojos?, ¿y el cabello?, ¿cómo era de alto? ¿Era un tipo simplemente guapo, o realmente atractivo?

Exasperada, Brenna se quedó mirando a su abuela. Desde que se había jubilado como profesora de instituto, un año antes, Abigail tenía un solo propósito en la vida: encontrarle marido. Había llegado incluso a vender la casa heredada de sus padres, que ambas compartían, para mudarse con ella a Tranquility, Texas. Y todo para seguir presionándola.

–Abuelita, cada vez que conozco a un hombre, ocurre lo mismo. ¿No te cansas?

–Brenna Elaine Montgomery, tienes veintisiete años, y el romance más serio que has tenido nunca ha sido ese de la universidad, con Tim Miller.

–Tom Mitchell –la corrigió Brenna–. Y te aseguro que me dio una buena lección: los hombres utilizan a las mujeres, y luego las abandonan.

–Por si no te acuerdas, te dije desde el principio que ese tipo no merecía la pena. Y cuando te pidió dinero para terminar la carrera de Derecho, supe que estaba en lo cierto –afirmó Abigail sacudiendo la cabeza–. Pero no juzgues a todos los hombres igual, por culpa de ese gañán.

–Bueno, aún no he encontrado a ningún hombre que me tiente lo suficiente como para descubrir si estoy en lo cierto.

–Quizá ese Devin…

–Dylan.

–Lo que sea. Quizá él te demuestre que te equivocas –afirmó la abuela guiñando un ojo–. ¿Sabes?, quizá sea por eso por lo que estás siempre tan tensa. Necesitas a un hombre como Darwin, que te ayude a relajar tanta tensión.

–¡Abuela!

–¡Digo lo que pienso! –insistió Abigail remangándose e inclinándose hacia delante–. Y ahora cuéntame cosas de ese sheriff Chancellor. Ya sabes que nunca me canso de hablar de hombres guapos.

–Se llama Chandler.

–Lo que sea.

–No piensas dejar de insistir, ¿verdad? –preguntó Brenna frunciendo el ceño.

–No, absolutamente –contestó Abigail guiñando un ojo–. Te apuesto mis Reebok nuevas a que ese tipo es un verdadero hombre. Probablemente más guapo aun que Mel Gibson y ese musculoso Ronald Schwasenhoofer.

–Arnold Schwarzenegger.

–Lo que sea.

Brenna se levantó de la mesa y dejó su plato en el lavavajillas. Estaba tratando de retrasar lo inevitable. Abigail Montgomery podía haber trabajado como interrogadora en el departamento de investigación de la CIA.

–¿Y cómo es que has llegado a la conclusión de que ese sheriff tiene que ser algo especial?

–No he pasado más de cuarenta años trabajando con adolescentes para nada. Tú lo encuentras atractivo, lo sé –afirmó Abigail.

–No es cierto.

–Sí lo es. Vamos, suéltalo.

–Es alto… –comenzó Brenna alzando los brazos y dejándolos caer, en un gesto de impotencia.

–¿Cómo de alto?

–Yo diría que más de metro ochenta. Tiene el cabello negro y los ojos verdes –informó por fin Brenna, tratando de aparentar indiferencia–. Debe tener poco más de treinta años. Y eso es todo, no sé más. Ni me importa.

–¡Uh, oh! Entonces debe tener un montón de michelines –sacudió la cabeza Abigail–. Tranquila, con lo mal que cocinas, perderá peso enseguida.

–Pues la verdad es que tiene el estómago plano –aseguró Brenna pasando por alto la afirmación sobre su destreza en la cocina.

–¿Le quedan dientes?

–Tiene una dentadura preciosa –afirmó Brenna recordando su devastadora sonrisa.

–Un tipo atractivo de verdad, ¿eh?

–Abuelita, ¿quieres parar ya? –comentó Brenna poniendo los brazos en jarras y reprimiendo una sonrisa–. No tiene la nariz grande, pero aunque la tuviera, no dejaría de ser guapo.

–¡Ah, ha! –gritó Abigail, triunfante–, ¡por fin vamos al grano! Así de guapo, ¿eh? –sonrió traviesamente, guiñando un ojo–. Apuesto a que besa como nadie.

–Abuela…

–¿Seguro que no necesitas el coche esta noche?

–No –sacudió Brenna la cabeza sorprendida, al ver lo rápidamente que había cambiado su abuela de tema de conversación–, puedo ir andando a clase. ¿Por qué?

–Quiero ir a Alpine con una de mis nuevas amigas.

–Eso está muy bien –comentó Brenna contenta de que su abuela hubiera hecho amigas tan pronto–. ¿Qué habéis planeado?

–Vamos de caza, a buscarte marido. ¿Alguna preferencia?

–Abuelita, por favor, no empieces.

–Tranquila –contestó Abigail girando los ojos en sus órbitas–. Vamos al cine. ¿Quieres que te lleve, de camino?

–No, gracias. No está lejos, me viene bien hacer ejercicio.

–No comprendo por qué te preocupa tanto mantener la línea, cuando no te interesan los hombres –sacudió la cabeza Abigail.

–Abuela…

–Está bien, me callo. Por el momento –añadió Abigail mirando el reloj–. Hora de ir a recoger a mi amiga –continuó levantándose de la silla–. Pero recuerda, quiero tener un nieto antes de que sea demasiado vieja. Y ese sheriff Antler…

–Chandler.

–Lo que sea. Parece un buen candidato –señaló Abigail despidiéndose.

Brenna caminó hacia el centro del pueblo disfrutando del suave clima del sudoeste de Texas y admirando las Davis Mountains, a pocos kilómetros de distancia. La vista era tan espectacular, que se olvidó de los comentarios de su abuela. Estaba nerviosa, pensando en lo que iba a hacer.

Respiró hondo y reprimió el deseo de comer chocolate. Lo conseguiría, se dijo. Reuniría coraje para compartir su amor por la artesanía con las mujeres de Tranquility. Otro de sus planes era rehacer su personalidad, y no estaba dispuesta a rendirse. Durante los cuatro años en que mantuvo relaciones con Tom, él le había repetido mil veces que su sueño de emprender un negocio propio y enseñar artesanía era una estupidez muy poco ventajosa. Brenna apretó los dientes, recordando. Había recorrido mucho trecho, desde el momento en que Tom descubrió, un año antes, que tenía más cosas en común con su compañera de clase de derecho que con ella. Aun así, le quedaba mucho por hacer. Brenna tenía la intención de demostrarle que se equivocaba con relación a la enseñanza de la artesanía, así como con su costumbre de comer chocolate cuando se ponía nerviosa. Lograría acabar con esa costumbre.

Cuando llegó a la sala del Ayuntamiento, más de dos docenas de mujeres contemplaban la exposición que ella misma había preparado horas antes. Algunas de ellas incluso habían ocupado un lugar en las mesas de trabajo. Entusiasta ante tan buen recibimiento, Brenna entró y sonrió. Lo único que lamentaba era que Tom no estuviese presente, para demostrarle que se equivocaba.

–Querida, esto es lo mejor que ha ocurrido en Tranquility en décadas –comentó la señora Worthington, dando un paso adelante–. Sabía que nos ayudarías a dar un poco de cultura a este pueblo. Yo la he echado de menos, desde que me casé con Myron y me mudé aquí.

Brenna sonrió. Cornelia Worthington era la mujer del alcalde, presidenta de la Beautification Society, y líder natural de las damas del pueblo. Y su aprobación suponía el permiso para dar clase.

–Gracias, señora Worthington, pero me temo que mis clases no llegan a la altura que usted pretende. La pintura popular se considera más una artesanía que un arte.

–¡Oh, querida! –exclamó la señora Worthington–, qué modesta es usted, para su talento. Estoy muy contenta de haberla descubierto y de haberla convencido para que dé estas clases.

Brenna apenas pudo reprimir un gesto atónito. Prácticamente había tenido que arrodillarse ante la mujer del alcalde, para conseguir que le prestaran aquella sala para las clases. Al fin y al cabo, todo se desarrollaría bajo la atenta vigilancia de la Beautification Society, formada por las mujeres del pueblo.

–Señoras, si quieren ustedes tomar asiento, comenzaremos –anunció Brenna dirigiéndose a la parte delantera de la clase.

–Mildred, ¿por qué has tardado tanto? –preguntó la señora Worthington a una mujer que llegaba tarde.

–Se me ha estropeado el coche. Por suerte, Dylan pasaba por allí de camino a la partida de póquer del Luke’s, y se ofreció a traerme.

–¡Dylan! –exclamó la señora Worthington–, es maravilloso ver que un hombre se interesa por las artes.

Al oír el nombre del sheriff, Brenna se dio la vuelta. Ahí estaba, apoyado en la puerta, sonriendo. Su seguridad en sí mismo la alteraba, haciéndola recordar el encuentro de aquella misma tarde. Pero en ese momento estaban en su terreno, y las cosas serían muy diferentes.

Dylan tragó al ver que Brenna se dirigía hacia él. Le estaba costando asimilar su nuevo aspecto, tan distinto del de unas pocas horas antes. Ya entonces, en su despacho, le había parecido guapa, con aquella ropa fea y grande. Aun así, había subestimado su atractivo. No necesitaba seguir preguntándose por sus curvas o por la longitud de sus cabellos, aunque más valía que hubiera podido seguir fantaseando. Habría sido infinitamente más fácil.

Brenna llevaba una camisa azul que acariciaba sus altos y generosos pechos y unos vaqueros gastados que destacaban sus largas piernas y sus caderas. Y sabía balancearlas, al caminar. El cabello pelirrojo, con brillos dorados, le llegaba hasta la cintura y parecía tan sedoso, que Dylan deseó enredar en él los dedos.

–Dylan, cariño, estás todo colorado –comentó Mildred–. ¿Te encuentras bien?

–Eh… claro, estoy… bien –contestó él a duras penas, mirando a su alrededor para ver si alguien había notado su estado.

Dylan juró entre dientes. En aquella sala se reunía la mayor colección de cotillas que hubiera visto nunca. Si aquellas viejas gallinas descubrían que encontraba atractiva a Brenna Montgomery, se lanzarían sobre él como tiburones. A su lado Mildred Bruner, funcionaria del condado y responsable de las licencias matrimoniales de todo el condado. De todos era de sabido que era una romántica incurable y que llevaba siempre encima el libro de solicitudes, por si alguien le pedía uno de esos billetes al paraíso del matrimonio.

Si no se marchaba, Mildred sacaría el libro de solicitudes. Para el amanecer, el resto de gallinas habría logrado que todo el pueblo hiciera apuestas sobre cuándo se celebraría la boda. Dylan volvió a jurar entre dientes. No buscaba esposa. Y aunque así fuera, Brenna Montgomery no era una candidata.