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Mantuvo en secreto a la heredera real... pero él la convertirá en su reina aunque no quiera. El príncipe Casimir de Byzenmaach no podía quitarse de la cabeza a Anastasia Douglas. Se dejó arrastrar por ella y se olvidó durante un tiempo de sus obligaciones reales. Siete años después, debía casarse y, al investigar a la inolvidable Anastasia, descubrió que le había ocultado que había tenido una hija de él. No se detendría ante nada hasta que las tuviera a las dos.
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Seitenzahl: 220
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Kelly Hunter
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una heredera para el rey, n.º 183 - enero 2022
Título original: Shock Heir for the Crown Prince
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-516-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CASIMIR, PRÍNCIPE heredero de Byzenmaach, se despertó con una mujer metida en la cabeza y un dolor en… las entrañas. Se dio la vuelta para ponerse de espaldas y gruñó cuando la gruesa sábana de algodón le rozó de tal manera que hizo que moviera las caderas una y otra vez…
Tardó más de lo habitual en dejar a un lado esos recuerdos de cuando se acostó con ella. Se levantó de la cama desnudo y recorrió las alfombras de seda antiguas hasta la puerta que daba al muro que llevaba a los baños, un capricho de mármol blanco y con una cúpula que habría sido del agrado de los gladiadores romanos.
Sintió el aire frío en cuanto abrió las inmensas puertas dobles y terminó de despertarse. Era pleno verano en Byzenmaach, pero en las montañas nevadas del norte siempre hacía un frío invernal. Le gustaba sentir el frío en la piel para que la entrada en la piscina de agua caliente fuese más agradable todavía. Nada le aliviaba la tensión y le aclaraba la cabeza como estar cinco minutos debajo de la cascada artificial que había a un extremo de la piscina y otros cinco sumergido en las aguas silenciosas del extremo opuesto. Ese baño era uno de los motivos principales para que la remota fortaleza fuese su residencia habitual.
No discutía que lo etiquetaran de hedonista y la búsqueda del placer era parte esencial de su naturaleza.
No era lo único.
Ana, la mujer que tenía metida en la cabeza, había sido un error de juventud, una locura hedonista que lo perseguía desde entonces. Ella era una estudiante de idiomas que vivía en Ginebra y él volvía a su país aburrido de las conversaciones oficiales. El bar donde se conocieron se llamaba El cervatillo y el tonel.
¿Quién se acordaba de esas cosas siete años después?
¿Cómo era posible que todavía, siete años después, su cuerpo se remontara a Anastasia Douglas cuando necesitaba… aliviarse? ¿Cómo era posible que todavía se acordara de cómo le gustaba el café cuando tenía que recordar infinidad de cosas más importantes? Doble, solo, con un terrón de azúcar y casi hirviendo.
El pelo, como un enmarañado nubarrón negro, enmarcaba el delicado rostro mientras suspiraba de placer o soplaba para que se enfriara un poco el café antes de llevárselo a los labios.
Las cosas que podía hacer con la boca… Se estremeció y no fue por el frío de la madrugada.
Había habido algo en el aire y en el agua de la noche que la conoció, algo que hizo que se comportara con una relajación mayor de la habitual. Había dado el primer paso, había desplegado todo su atractivo y habían acabado desnudos en su diminuto apartamento de estudiante a las afueras de la ciudad. Se había quedado a pasar la noche y no se había marchado a la mañana siguiente, se había quedado otras cuatro noches más y se había olvidado de todo lo que no fuera ella, de conocerla y amarla, de entrar en su vida sin encontrar resistencia.
Él había monopolizado sus noches y se había infiltrado en sus días.
Se habían tumbado al sol en un parque con la cabeza de ella apoyada en el abdomen mientras leía poesía rusa en un ruso impecable primero y en inglés después. Dominaba los dos idiomas por igual, o eso decía ella, gracias a su madre rusa y a su padre inglés, pero sus traducciones habían sido confusas.
Según ella, la poesía rusa no estaba escrita para que se leyera en inglés, lo cual, hacía que él se preguntara por qué intentaba algo que era imposible. Ella le había contestado que quería ser intérprete, quizá en el Parlamento Europeo o en la ONU, y que tenía que ser la mejor de entre las mejores, que estaba practicando.
Ella había compartido con él sus ambiciones, sus metas, su cuerpo y su casa. Él no había compartido casi nada con ella. Ella no había sabido que él era el príncipe heredero de Byzenmaach, que tenía un linaje impoluto y que tenía aviones privados y castillos excavados en las montañas. No le había contado que era Casimir, hijo cumplidor y heredero al trono, y estudiante de política desde que pudo sentarse en las rodillas de su padre y escuchar.
Durante cuatro días y cinco noches, no había sido Casimir, que tenía una madre y una hermana fallecidas, un padre enfermo y responsabilidades para las que no había estado preparado. Se había llamado Cas, solo Cas, y la libertad de ser solo Cas había sido muy liberadora.
Quizá por eso seguía recordando a Anastasia Douglas desde entonces. Sus sonoros jadeos, la suavidad de su piel, su manera de rodearlo con piernas y brazos… Era posible que la hubiera identificado con la libertad o con un espejismo de la libertad. Era posible que todavía le quedara en el subconsciente el recuerdo de las ganas de haber elegido su propio camino, aunque hacía mucho que había aceptado sus responsabilidades como príncipe.
El agua tenía reflejos azules y plateados a la tenue luz del amanecer. El vapor se elevaba hacia la cúpula y gruñó de placer cuando metió un pie en al agua caliente. Le gustaba que el agua estuviese tan caliente que casi no pudiera soportarla… como le gustaba el café a Ana.
Entró hasta que el agua le llegó por los muslos, aunque el aire frío y el agua caliente no mitigaron la erección.
Pronto le pediría la mano a la princesa Moriana de Arun, un principado vecino. Moriana era inteligente, culta, conocedora de los asuntos de Estado y estaba increíblemente bien relacionada. No sería un matrimonio por amor, pero tampoco lo rechazaría. Sabía que Moriana sería beneficiosa para él y para Byzenmaach.
Moriana, no Anastasia.
Intentó desviar los pensamientos, pero era inútil, Ana ganaba siempre.
Dio media vuelta, salió de la piscina y fue a la ducha, que estaba medio escondida en un entrante de mármol junto a la puerta más alejada. Abrió los grifos para ajustar la temperatura y dejó que cayeran unos goterones antes de meterse debajo. Tomó el aceite para el cuerpo en vez del jabón y… se alivió con la mano.
Quizá debiera enterarse de lo que estaba haciendo Anastasia en esos momentos para intentar sacársela de la cabeza. A lo mejor estaba casada y encantada de la vida con su marido y un par de hijos. A lo mejor ya no era la mujer que había amado a Cas, no a Casimir, y le había deseado que fuera feliz.
Recuerdos nuevos, recuerdos menores, para sustituir los que todavía lo ofuscaban. Ana sonriente y saciada con esa piel como el alabastro y el pelo sedoso; Ana de rodillas delante de él, que murmuraba «más» y «por favor»; Ana con esa sensualidad desbordante que despertaba la de él…
Sin presiones, sin tener que pensar en su reputación, sin exigencias ni expectativas. El placer por el placer. Unas manos y unos labios diestros que sabían lo que tenían que hacer, palabras apasionadas que entendía con el alma aunque las palabras en sí fueran un misterio para él.
Podía rememorarlo aunque no pudiera hacer nada más. Cerró los ojos, levantó la cara debajo del agua y dejó que los recuerdos se adueñaran de él.
ALTEZA, ¿ME concedéis un minuto?
Casimir levantó la mirada de los papeles que tenía sobre la mesa e hizo un gesto con la cabeza para que entrara Rudolpho. El asesor principal del rey parecía más agobiado que de costumbre, pero no era de extrañar dado que el rey, el padre de Casimir, estaba muriéndose. Para Rudolpho, leal a más no poder, el traspaso de poder de Leonidas a Casimir estaba resultándole un proceso desagradable. Fuera el príncipe heredero o no, Rudolpho era, por encima de todo, un incondicional del rey, y no le gustaban todos los cambios que Casimir quería introducir.
Casimir tendría que abandonar pronto la fortaleza de invierno e instalarse permanentemente en el palacio de la capital y, pronto también, dejaría de presenciar la inapelable marcha de su padre hacia la muerte. Su padre y él no estaban muy unidos. Una parte de él, muy considerable, lo detestaba, otra lo compadecía y una tercera, diminuta, buscaba su aprobación.
Rudolpho estaba más rígido que de costumbre. Algo iba mal.
–¿Alguna noticia de mi padre?
–Ha pasado una tarde agradable. La morfina ayuda y ya está dormido –Rudolpho se acercó a la mesa sin dejar de mirar los montones de papeles que había a los lados del ordenador portátil–. Tenéis que delegar parte del trabajo…
–Lo haré en cuanto haya entendido exactamente lo que estoy delegando –algunos de sus cometidos eran una novedad para él y era muy meticuloso–. Creía que te habías marchado hacía tiempo del palacio…
Rudolpho dejó un sobre amarillo sobre la mesa como si le quemara la mano.
–Ha llegado el informe que pedisteis sobre Anastasia Douglas. Me he tomado la libertad de abrirlo.
–Abres todo.
–Y no todos los informes que veo me dejan sin respiración. ¿Lo sabíais?
La voz del hombre mayor había adoptado un tono firme y preciso, pero Casimir también había captado algo que no sabía bien qué era. ¿Miedo? ¿Desesperación? ¿Decepción?
–¿Qué tendría que saber?
–Estaré en mi despacho.
Rudolpho se dio la vuelta y se marchó con la espalda muy recta por el desagrado.
Era decepción. Casimir miró el sobre con recelo.
Recuerdos nuevos para sustituir a los antiguos, se recordó en tono sombrío. Era para dar un carpetazo, no por curiosidad. No tenía que preocuparse, lo había pedido él.
Entonces, ¿por qué le tembló la mano cuando tomó el sobre y sacó lo que había dentro?
Había fotos, muchas fotos, y la primera era un primer plano de la cara de Ana. Una cara ovalada con la frente amplia y la barbilla en punta, con unos ojos cautivadores y unos labios que prometían el éxtasis, con unas cejas y unas pestañas negras y tupidas que hacían que sus ojos azules fueran más fascinantes. En esa foto, tenía el pelo recogido con una coleta. En la foto siguiente, le caía ondulado alrededor del cuello y por encima de los hombros. Era un rostro que dejaría sin aliento a cualquier hombre. Casimir se llevó una mano a la cara y se la frotó antes de pasar a la foto siguiente.
Estaba más bella y no le sorprendía.
La foto siguiente era de Ana caminando deprisa, a juzgar por la postura del cuerpo, con una falda gris oscuro, chaqueta y un bolso colgado del hombro izquierdo. Parecía vestida para ir a trabajar y había otras dos fotos con una vestimenta parecida.
Otra foto la mostraba con pantalones vaqueros y una camiseta rosa de manga corta. Estaba delante de la puerta de un colegio con una niña al lado. El fotógrafo las había tomado por detrás, mientras Ana ajustaba la correa de la mochila de la niña. Entonces, era madre… Se alegró por ella. Seguramente, tendría un marido al que amar y una vida familiar sólida. Miró su mano para ver si llevaba anillo, pero la foto no permitía ver tanto detalle.
La foto siguiente era una foto de estudio de la niña en el colegio. Entonces, se paró el mundo y se le nubló la vista. No… Sí.
Casimir había tenido una hermana durante siete años, una hermana tres años menor que él. Hasta que los rebeldes del norte se la llevaron y la mataron cuando su padre no cedió a sus exigencias. Les mandaron algunas partes de su cuerpo para demostrarlo.
Su madre no se repuso jamás y se quitó la vida un año después, dejó solos a su marido y a su hijo.
Cas y su padre no hablaban de eso. No lo habían hablado nunca y, seguramente, no lo hablarían jamás. Los psicólogos ni se lo habían planteado, era demasiado arriesgado dejar que alguien entrara en la cabeza del joven príncipe heredero de Byzenmaach. Cas tuvo que sobrevivir lo mejor que pudo.
Las fotos de su madre y su hermana seguían ocupando lugares de preferencia por todo el palacio, eran un recordatorio constante del fracaso, la pérdida y el dolor. Una de las primeras cosas que haría como rey sería retirarlas a un comedor que no se usaba casi nunca y cerrar la puerta.
Era una orden casi insignificante para que la diera un rey recién nombrado.
No podía dejar de mirar la foto de la niña.
La melena de pelo negro y rebelde, el remolino en la sien de la niña, la nariz aristocrática, esos ojos…
Se llevó las manos a sus ojos y se los frotó, pero la foto seguía allí.
No iba a librarse de eso.
Siguieron más fotos y todas con un aluvión de sensaciones. De lejos, la niña podía ser una niña cualquiera, pero de cerca, esos ojos penetrantes de color ámbar… La foto de ella en el jardín con los brazos levantados como si quisiera atrapar las motas de polvo que flotaban en el aire…
Que el cielo se apiadara de él. Volvía a tener diez años, pero esa vez no había dejado a su hermana sola en el jardín porque él había ido a buscar un frasco para atrapar a la mantis religiosa… y ella había desaparecido cuando volvió.
La habían secuestrado y no volvería nunca.
No era débil, ni mucho menos, pero preferiría arrancarse los ojos antes que ver otra foto de la hija de Anastasia Douglas. Cerró los ojos y se concentró en respirar.
Rudolpho había vuelto con una copa y una botella de coñac francés. Vio las venas y las manchas en las manos del hombre mientras servía una copa más que generosa y se la entregaba a él.
–No sé cuál es el protocolo en estos casos –comentó Rudolpho en tono malhumorado–, pero bebed, estáis blanco.
–Ella… No es… –Cas tomó aire para serenarse–. No es ella…
–No, no es ella –confirmó Rudolpho sin alterarse–, pero el parecido es asombroso.
¿Hasta dónde habéis llegado?
Cas levantó la foto de la niña en el jardín y Rudolpho hizo un gesto de fastidio.
–Hazme un resumen –le pidió Casimir.
Rudolpho suspiró y miró fugazmente el coñac. Casimir le hizo un gesto para que se sirviera, pero solo consiguió ofenderlo. Rudolpho era un producto de otros tiempos y no se sentaría a beber con Casimir, el príncipe heredero, por nada del mundo. Era algo que no se hacía, que infringía todos los protocolos.
–La niña tiene seis años y partida de nacimiento inglesa por haber nacido en el hospital Portland de Londres y porque es la nacionalidad que ha elegido su madre.
Esa vez fue Cas quien puso el gesto de fastidio al pensar en que una niña de Byzenmaach había pedido otra nacionalidad.
–La madre es Anastasia Victoria Douglas –siguió Rudolpho–. Tiene veintiséis años y está soltera. Es intérprete en el Parlamento Europeo y en la Secretaría General de las Naciones Unidas. En este momento, reside en Ginebra, donde está casi todo su trabajo.
–¿Y el padre? –tuvo que preguntar él, aunque sabía la respuesta.
–Padre desconocido.
Casimir, próximo rey de Byzenmaach, tenía una hija ilegítima de seis años, una hija que era un calco de su hermana difunta.
–Vuestro nombre no figura en la partida de nacimiento –siguió Rudolpho sin inmutarse–. Es posible que la hija no sea vuestra, es posible que Anastasia Douglas no sepa quién es el padre.
Cas rebuscó entre las fotos y levantó el retrato de la niña con uniforme del colegio. Rudolpho tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para mirarla.
–Es posible que la madre tenga debilidad por los hombres con ojos color ámbar. Lo que quiero decir es que la madre de la niña no se ha puesto en contacto con vos en siete años, que no os ha pedido nada, ni el reconocimiento. Ella se ocupa muy bien de su hija. Tiene un techo, va a un buen colegio y sus abuelos la quieren. Es una niña inteligente y no le faltarán salidas en la vida.
–¿Estás proponiéndome que no la reconozca?
Rudolpho se quedó en silencio.
–¿Ese es tu consejo? –insistió Cas.
–También podríais traerla aquí –contestó Rudolpho por fin–, y hacer todo lo posible para protegerla.
Eso le indignó.
–¿Crees que no puedo? –preguntó Cas, que había dejado desprotegida a su hermana–. ¿Que soy como él?
–Creo… –Rudolpho hizo una pausa como si estuviera eligiendo las palabras–. Creo que esta bastarda inocente parece la reencarnación de vuestra hermana. Será el objetivo de vuestros enemigos desde el primer momento y carne de primera página para la prensa.
Se hizo otro silencio sepulcral y tenso.
–Esto quedará entre nosotros –comentó Casimir.
–Puede quedar entre nosotros para toda la vida si es lo que deseáis –replicó Rudolpho mirándolo a los ojos.
¿Podría hacerlo? Casimir miró las fotos repartidas por la mesa. ¿Podría olvidarse de ella como se había olvidado de todos los recuerdos de su hermana de siete años y de una madre que era demasiado débil para vivir en este mundo? ¿Podría guardar todas las fotos y no volver a mirar atrás? ¿Podría seguir con su vida como si esa niña no existiera?
La niña era sangre de su sangre y tenía la responsabilidad de protegerla.
–¿Cómo se llama? –preguntó con brusquedad.
–Alteza, cuanto menos sepáis, más fácil será…
–¿Cómo se llama?
–Sophia –contestó Rudolpho con resignación–. Sophia Alexandra Douglas.
Un nombre muy apropiado para la hija de un rey. ¿Había sabido Anastasia Douglas con quién estaba acostándose?
–Alteza…
–¡Basta!
No quería oírlo fuera lo que fuese.
–Alteza, por favor, meditadlo con mucho cuidado porque no habrá marcha atrás si dais a conocer a la niña en Byzenmaach. La amoldarán a lo que quieran y también tendréis que protegerla de eso.
–¿Cómo hizo mi padre conmigo? –le preguntó Casimir en un tono delicado y letal.
Rudolpho se quedó en silencio porque no diría nada contra el rey al que había servido cuarenta años.
–¿Estás preguntándome si puedo aceptar a esa niña como a una persona con sus virtudes y defectos? ¿Si puedo protegerla de lo que esperan otros? ¿Está preguntándome si sabré ser padre de una niña que lleva las expectativas de todo un país sobre sus espaldas? ¿Eso es lo que te preocupa?
Rudolpho no contestó.
–Yo pasé por eso, ¿quién va a protegerla mejor que yo?
Casimir volvió a tomar la copa con el ceño fruncido. Sabía muy bien qué haría su padre con esa información y pasaría lo que había dicho Rudolpho. Utilizaría a la niña para aunar las esperanzas de todo el país hasta que hubiera herederos legítimos y luego se desharía de ella porque ya no cabía en el mundo perfecto de Byzenmaach. Ella no lo tendría fácil, ningún niño de Byzenmaach lo tenía.
Esa mesa, esa habitación y todo lo que había dentro tenía el tufo del deber y del peso que lo acompañaba.
–¿Crees que no me doy cuenta de que, por una parte, lo mejor que podría hacer es dejar tranquilas a las dos?
Aun así…
–Es mía –siguió Casimir–, es sangre de mi sangre, es mi hija y mi responsabilidad.
Eso lo resumía todo.
Aun así… Aun así… ¿Podía exponerla a los peligros que la acechaban en Byzenmaach?
–Hay algo más –Rudolpho lo miró con cautela–. No éramos los únicos que las observaban. Anastasia Douglas y su hija ya estaban vigiladas. Había un equipo en su casa y otro en el colegio de la niña. Creemos que les interesaba más la niña que la madre.
Él se quedó helado por el miedo.
–¿Quiénes eran?
–No lo sabemos. Desaparecieron antes de que pudiéramos ocuparnos de ellos. Son buenos. He dejado a un equipo de seguridad encubierto para que no las pierdan de vista a la espera de más órdenes –le explicó Rudolpho–. Creo que no sería acertado que vuestro padre tomara decisiones en estos momentos.
Rudolpho quería decir que a su padre solo le quedaban algunos días de vida.
–Yo me ocuparé.
–Si necesitáis asesoramiento…
–No, gracias –le interrumpió Casimir con una sonrisa desolada.
ANASTASIA DOUGLAS no solía asistir a los actos de etiqueta de la Secretaría General de las Naciones Unidas. Era una más de los muchos intérpretes aunque tuviera la fama de hacer especialmente bien su trabajo. Dominaba cinco idiomas, en vez de los tres exigidos, y podía hablar con soltura en otra media docena. Podía moverse con facilidad en los círculos diplomáticos gracias a la formación que había recibido de su madre diplomática. Conocía a fondo la política mundial y tenía la bastante experiencia en la mediación empresarial como para aprovecharla cuando la conversación se acaloraba.
Aun así, eso no explicaba qué hacía hablando de tulipanes negros con la esposa del ministro de Transporte en el Museo de Arte e Historia de Ginebra. El director le había dicho que sería importante para ella que estuviera allí, que había alguien que quería conocerla en persona antes de contratar sus servicios.
Sin embargo, le ayudaría muchísimo saber quién era esa persona y se marcharía al cabo de veinte minutos. Ya estaba llamando bastante la atención, seguramente, porque se había peinado el pelo hacia arriba y llevaba el sencillo vestido negro que le había regalado su madre en Navidad. Tenía un discreto escote barco, no tenía mangas y se le pegaba al cuerpo como las manos de un amante. Dejaba ver muy poca piel y era más que adecuado para un acto así, pero…
Daba igual que no quisiera atraer la mirada de los hombres, la atraía en cualquier caso, como atraía la mirada de las mujeres y del guarda de seguridad que estaba en la puerta. La gente siempre la miraba por el motivo que fuera, por el atractivo sexual, por el halo de misterio, por el aire sofisticado… Unos la miraba con envidia y otros deslumbrados, pero nadie permanecía indiferente.
Su madre se quedó espantada cuando ella se quedó embarazada a los diecinueve años sin saber casi quién era el padre y sin manera de ponerse en contacto con él. Se desvanecieron todos los planes para que Ana tuviera una buena boda con alguien poderoso. Todo su increíble atractivo se había malgastado con un hombre que no la había querido… pero que sí la había deseado.
Había sido, durante una semana, el centro del mundo de un hombre apasionado, atento y divertido, y lo había disfrutado enormemente. Le había sonreído en un bar y ella había sentido una calidez que le había llegado hasta la punta de los pies. Le había puesto la mano en la espalda y le había abierto la puerta cuando salieron y ella se había trastabillado
Había sido muy joven y había estado convencida de que esa conexión vibrante entre ellos duraría para siempre. Había conocido el paraíso en la tierra durante una semana inolvidable. Hasta que él se marchó sin despedirse ni darle una dirección.
Su madre le había dicho que podía estar segura de que estaría casado. Unos meses después le dijo que no tenía por qué tener ese hijo, que podía seguir con su vida y sus estudios.
Unas palabras sensatas de una mujer a la que siempre había respetado, pero ella no había podido dejar que aquella semana quedara en nada, y tampoco había podido borrársela de la cabeza.
Había pasado nueve meses embarazada hasta que averiguó quién era Cas, su Cas. No estaba casado ni era un farsante que había necesitado quedarse en algún sitio durante una semana.
Era el príncipe heredero de Byzenmaach.
Ella, naturalmente, había utilizado esa información para inventarse algo que le permitiera seguir adelante.
No la había dejado porque hubiese querido, la había dejado porque se lo había exigido el deber. Su padre se lo había prohibido y él había luchado con uñas y dientes por ella, pero lo habían doblegado. Había pasado semanas en una mazmorra pidiendo a gritos que le dejaran salir para volver con ella. Esa última siempre había sido su fantasía favorita.
Era preferible a la amarga verdad, a saber que no había sido una elección adecuada para él y que lo había sabido desde el principio, pero que, aun así, había decidido amarla y abandonarla.
Ella no se había puesto en contacto con él.
La esposa del ministro de Transporte había agotado el tema de los tulipanes y, de mutuo acuerdo, se acercaron a un grupo más amplio, lo que le permitió alejarse y dirigirse, con una copa de champán en la mano, hacia un busto griego. Bebía muy de vez en cuando, pero en actos como ese sí solía tomar una copa de lo que le ofrecieran porque creía que así encajaba mejor.