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Ella rechazó su petición... pero ¿dejaría que él apagara la pasión? El rey Theodosius tenía que casarse para conservar el trono, pero su carta para pedírselo, muy poco romántica, dejó fría a la princesa Moriana. Entonces, Theo decidió hacerle una oferta que no podría rechazar: si se planteaba ser su esposa, él iniciaría a su inocente reina en los placeres de lecho conyugal...
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Seitenzahl: 221
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Kelly Hunter
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una novia para el rey, n.º 184 - febrero 2022
Título original: Convenient Bride for the King
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-517-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
LA PRINCESA Moriana de Arun era una mujer comprensible, tenía toda la paciencia del mundo y estaba dispuesta a conceder el beneficio de la duda hasta dos veces, pero no sabía lo que podría llegar a hacer si tenía la certeza de que iban pasándosela de mano en mano como si nadie quisiera quedársela.
Augustus, su hermano, había dicho que no podía hablar con ella esa mañana, que tenía reuniones y un reino que gobernar, que no se trataba de que quisiera evitarla hasta que hubiera recuperado el equilibrio después de las escandalosas calabazas del día anterior… el muy cobarde.
¿Qué le importaba que Casimir de Byzenmaach ya no quisiera casarse con ella? Ni siquiera había sido idea de Casimir, y mucho menos de ella. Lo normal era que se concertara un matrimonio para el hijo de un rey. Aun así, e inexplicablemente, le había dolido que Casimir la hubiese dejado después de tanto tiempo. Había hecho que se sintiera insignificante, no deseada, sola y, sobre todo, menospreciada. ¿Para qué habían servido las interminables maniobras sociales y el comedimiento que había guiado todos sus pasos? Para nada.
El palacio real de Arun era austero porque sus antepasados habían querido que lo fuera. Era gris, severo y siempre hacía un poco de frío, invitaba más a cumplir las obligaciones que a perder el tiempo con frivolidades. Prevalecía lo funcional sobre lo hermoso, independientemente de toda la belleza que ella veía colgada de las paredes. Tenía jardines con claustros, aptos para cabezas bien ordenadas.
Su hermano ocupaba el ala sur del palacio, en las habitaciones más sombrías, y ella se había preguntado más de una vez por qué lo haría. El secretario ejecutivo de su hermano, un hombre que llevaba al servicio de la Casa de Arun desde antes de que ella hubiese nacido, levantó la mirada con una expresión afable y serena.
–Princesa, qué sorpresa tan agradable.
A ella le parecía que su aparición ni era una sorpresa ni era agradable, pero aceptó el cumplido del hombre.
–¿Está dentro?
–Está atendiendo una llamada importante.
–Entonces, sí está dentro –insistió ella mientras seguía hacia la puerta cerrada–. Perfecto.
El hombre suspiró y pulsó un botón del intercomunicador. Aunque, naturalmente, no dijo nada. Moriana estaba segura de que tenía un botón especial para ella, uno que anunciaba la llegada de Moriana la Roja.
Su hermano la miró cuando entró, le dijo a su interlocutor que lo llamaría más tarde y dejó el teléfono.
Hacía frío. Además, la primavera había sido implacable y el verano estaba retrasándose.
–¿Por qué parece un congelador? –le preguntó ella–. ¿No tenemos calefacción? ¿No podrías gobernar desde una habitación más cálida?
–Tú también podrías lleva ropa más abrigada.
Sin embargo, su atuendo no tenía nada de malo. Llevaba un vestido de lana fina con manga larga que le llegaba hasta encima de las rodillas, unas medias y unas botas altas de cuero. Si se hubiese puesto un chaquetón, habría parecido que iba a la Antártida.
–Fuera hace un día muy agradable –replicó ella–. ¿Por qué te metes en las habitaciones más frías?
–Si fueran mejores, más gente querría visitarme y no podría hacer mi trabajo.
Tenía unos ojos casi negros y unas pestañas muy tupidas, como ella. Sonreía con indulgencia, estaba apoyado en el respaldo del asiento y tenía los dedos de las manos entrelazados. Era posible que ese aire de ser el rey del universo diera resultado con alguien, pero ella se había criado con él y lo había visto con varicela cuando tenía seis años o con resaca cuando tenía dieciséis. Conocía el sonido de su risa y el motivo de sus pesares. Podía emplear su autoridad regia en público y ella la acataría, pero allí, en privado, cuando estaban los dos solos, no era más que su hermano mayor y algo enojoso.
–¿Qué puedo hacer por ti? –siguió él.
–¿Has visto esto? –le preguntó ella enseñándole unas hojas color crema.
–Depende…
Moriana tiró la indignante carta encima de la mesa de ébano. Las cartas no solían hacer un ruido estruendoso, pero esa la había tirado ella.
–Theo me ha mandado una propuesta.
–Muy bien… –replicó él con cautela y sin dejar de mirarla.
–Una propuesta de matrimonio.
Su hermano torció los labios.
–Ni se te ocurra –le advirtió ella.
–Bueno, tampoco es tan raro –comentó Augustus–. Estás libre, él se siente cada vez más presionado para que tenga un heredero y, políticamente, sería ventajoso.
–Nos detestamos. No hay ni un solo motivo para que Theo quiera pasar una tarde conmigo, y mucho menos toda la vida.
–Yo tengo una teoría al respecto…
–No empieces.
–Sería más o menos la siguiente. Él te tiró de la coleta cuando erais pequeños y tú le dejaste un ojo morado. Sois enemigos irreconciliables desde entonces, pero si pasaras algún tiempo con él, comprobarías que no es ni la mitad de malo de lo que crees. Es un hombre viajado, leído, sorprendentemente inteligente y un negociador consumado, todo lo que tú admiras.
–¿Un negociador consumado? ¿Lo dices en serio? Su propuesta de matrimonio es una carta modelo. Ha puesto mi nombre en el encabezamiento y la ha firmado con el suyo.
–Además, tiene sentido del humor.
–¿Quién ha dicho eso?
–Todo el mundo menos tú.
–¿Eso no te indica nada?
–Sí.
Ella tomó una silla dura e incómoda porque eso era lo único que había en esa habitación. Se sentó, suspiró y cruzó las piernas como dictaba la etiqueta. Sin embargo, las descruzó al cabo de unos segundos, se alisó la falda por encima de las rodillas, se puso muy recta y lo miró fijamente.
–¿Lo has organizado tú?
Lo consideraba perfectamente capaz y los reyes de los tres reinos vecinos estaban muy unidos, confabulaban juntos cada dos por tres.
–¿Yo…? No.
–¿Ha sido Casimir?
El del compromiso matrimonial roto y la hija recién descubierta.
–No creo. Ha enterrado a su padre, está organizando la coronación, es padre de repente y tiene que cautivar a la madre de su hija… Diría que está muy ocupado.
Moriana tamborileó los dedos en la espantosa mesa. Lo hizo porque le daba tiempo a asimilar lo que le había dicho su hermano y porque sabía que le irritaba.
–Entonces, ¿de quién ha sido esa idea disparatada?
Él miró un momento sus dedos antes de abrir el cajón de la mesa y de sacar una regla.
–Deja de torturar a mi pobre mesa.
–¿Vas a pegarme si no? Por favor…
Ella, sin embargo, dejó de tamborilear y se miró detenidamente las uñas. No habían sufrido daños. Quizá se las pintara de negro más tarde, a juego con la mesa y con su estado de ánimo. Quizá debería empezar poco a poco con su rebelión.
–No has contestado a mi pregunta –siguió ella–. ¿De quién fue la idea?
–Doy por supuesto que fue de Theo.
Moriana levantó la mirada y vio que su hermano la miraba con firmeza, como si supiera algo que no sabía ella.
–No es una ofensa, Moriana, es un honor. Naciste y te criaste para ocupar un puesto como el que te ofrece Theo. Podrías aportar mucho a su liderazgo y a la estabilidad de la zona.
–No –replicó ella en tono tajante–. No puedes crearme remordimiento para que lo haga. Estoy cansada de ser la princesa ejemplar que hace lo que le dicen sin pensar en lo que quiere. Voy a irme a Cannes a pasármelo bien en ambientes disolutos y en orgías con actores famosos.
–¿Cuándo? –le preguntó Augustus sin parecer impresionado.
–Pronto. ¿Crees que no voy a hacerlo? ¿Me consideras una mojigata que no sabría pasárselo bien ni aunque quisiera? Pues voy a querer, quiero sentir las caricias apasionadas de un amante, quiero que un hombre me mire con deseo, quiero hacer, por una vez en mi vida, algo que me complazca. Voy a deshacerme de todas esas cosas que me enseñaron a valorar, de mi reputación, de mi sentido del deber hacia mi país y mi rey, de mi virginidad…
–Muy bien. No nos precipitemos.
–¿Precipitarnos? –preguntó Moriana en un tono grave porque las princesas no chillaban–. Podría haberme acostado con el mozo de cuadras cuando tenía dieciocho años. Era guapo y despreocupado y montaba a caballo como un demonio. A los veintidós años podría haberme acostado con un jeque multimillonario. Me derretía solo con su mirada. Un año después conocí a un músico con unas manos de ensueño. Me lo habría llevado a la cama encantada de la vida, pero no lo hice. ¿Quieres que siga?
–No, por favor.
–Casimir no es virgen –siguió ella en tono sombrío–. ¡Dejó embarazada a una chica de diecinueve años cuando él tenía veintitrés! ¿Sabes lo que yo estaba haciendo cuando tenía veintitrés años? Daba clases de baile para poder sentir el contacto de la mano de alguien.
–Yo creía que eran clases de esgrima.
–Lo mismo te digo. Es posible que quisiera sentir un… pinchazo –se había negado, durante todos esos años, a todos los placeres que eran normales para los demás–. He esperado. Moriana de Arun no podía tener amoríos, amantes o hijos, solo podía cumplir con sus obligaciones. ¿Y todo para qué? Para que la prensa me calumnie porque soy demasiado fría y demasiado seria, porque me dedico tanto a recaudar fondos y a ampliar mi educación que no tengo tiempo para los hombres. Quiero decir, no me extraña que Casimir de Byzenmaach se buscara otra, ¿no?
–Nadie ha dicho eso –replicó Augustus con un gesto de fastidio.
–¿No has leído los periódicos de hoy?
–Nadie ha dicho eso aquí –se corrigió Augustus.
–¿Qué he hecho mal, Augustus? Me prometieron a un niño cuando yo tenía ocho años. Ahora recibo una carta pidiéndome matrimonio de un rey playboy que me ha aborrecido toda su vida… ¿y tú dices que debería sentirme honrada? –a Moriana se le quebró la voz–. ¿Por qué me vendes tan fácilmente? ¿Tan poco valgo?
Ella se puso muy recta y volvió a alisarse la falda para cerciorarse de que el dobladillo quedaba en su sitio. Le espantaba perder la compostura, le espantaba sentirse ávida de amor. Estaba programada para complacer a los demás y lo había estado desde que nació.
Sin embargo, que pretendieran que se desviviera por la petición de Theo…
–El tío de Theo está incordiando otra vez y se pregunta si Theo es apto para gobernar. Leo todos los informes que llegan –añadió ella–. Entiendo que Liesendaach necesita estabilidad y afianzar el futuro y también entiendo que nosotros, en Arun, prefiramos tratar con Theo que con su tío, pero yo no soy la solución para ese matrimonio precipitado.
–En realidad, eres una solución fantástica –Augustus estaba mirándola atentamente–. Llevas años queriendo tener una familia y Theo necesita un heredero. Podrías estar embarazada antes de un año.
–No…
Efectivamente, quería tener hijos y, neciamente, había llegado a creer que a esa edad ya estaría casada y tendría varios hijos.
–Theo y tú tenéis objetivos parecidos, yo solo me limito a constatar lo evidente.
Moriana se rodeó la cintura con los brazos y se miró la punta de las botas, unas botas que eran algo más oscuras que el vestido morado. El collar de perlas entonaba con los pendientes, también de perlas. Era la imagen perfecta de una princesa… y estaba desmoronándose por dentro.
–Es posible que ya no quiera tener hijos. Es posible que tener hijos de sangre real que se sientan queridos y a salvo sea una tarea imposible.
–Nuestros padres lo hicieron bastante bien.
–¿De verdad?
Sabía que debería morderse la lengua, pero le brotaban todos los años que había intentado agradar a los demás sin conseguirlo.
–¿Crees que me siento querida? –siguió ella–. ¿Por quién? ¿Por ti, que solo piensas en casarme como sea a cambio de la estabilidad de la zona? ¿Por Casimir, que nunca me quiso y tampoco tuvo las agallas de decírmelo? ¿Por Theo, que me ha pedido matrimonio mediante una carta modelo y tiene infinidad de amantes? ¿De verdad crees que he disfrutado del amor incondicional de mis padres y de su aprobación durante los últimos veintiocho años? Por todos los santos, Augustus, ¿en qué planeta vives? No es en uno en el que te acuerdas de que existo salvo que pueda servirte para algo.
Se sentía ridícula por haber dejado en suspenso su existencia durante una década y no haber puesto en cuestión que la prometieran cuando era una niña. Podría haber pedido un plazo a Casimir, podría haber presionado para que el compromiso fuera sólido, podría haberse negado a muchas cosas y no haber intentado complacer a personas a las que no les importaba un rábano. Señaló la ofensiva carta de Theo.
–Él ni siquiera finge sentir alguna atracción o cierto afecto.
–¿Eso es lo que quieres?
–¡Sí! Quiero estar con alguien que me quiera. ¿Por qué es tan difícil entenderlo?
–Es posible que él lo haga.
–¿Qué?
–Es posible que Theo te quiera.
–¿No esperarás de verdad que me lo crea? –Moriana lo miró sin salir de su asombro–. Sí lo esperas… Debes de creer que soy idiota.
–Es una teoría.
–¿Quieres que la rebata? Puedo contar con los dedos de una mano, y me sobrarían dedos, las veces que se ha portado bien conmigo. La primera fue en el funeral de nuestra madre, cuando me tambaleé en las escaleras de la iglesia y él me sujetó antes de que me cayera, me sentó, me llevó agua, se sentó a mi lado en silencio y se tragó que no soportara a las mujeres vestidas de negro. La segunda, y última, fue durante una cumbre sobre el agua, cuando un asistente borracho me puso una mano en la espalda y Theo le dijo que se la rompería si no la retiraba.
–Me encanta –comentó su hermano con media sonrisa–. Sabe dónde estás aunque la habitación esté llena de gente y puede decir cómo vas vestida.
–Es muy observador.
–Es algo más.
–Discrepo. Es posible que me haya deseado una o dos veces, te lo concedo, pero solo por diversión y porque no podía conseguirme –Moriana tomó la carta modelo y la dobló–. No, Augustus. Es una oferta inteligente y Theo es un hombre inteligente, puedo ver muy bien los beneficios políticos que tiene para él, pero no tiene ninguno para mí, ninguno que yo quiera.
–Te escucho –replicó Augustus sin alterarse.
–Muy bien –Moriana esbozó una sonrisa tensa–. Es posible que yo también le mande una carta para rechazarlo. «Estimado solicitante. Lamento comunicarle que su petición ha sido rechazada después de haberla meditado cuidadosamente. Le deseo mejor suerte para la próxima vez».
–Eso sería como invitarle a que volviera a intentarlo. Te recuerdo que se trata de Theo.
–Tienes razón –Moriana volvió a pensar en cómo decirlo–. «Le deseo mejor suerte con otra».
–Mejor –su hermano sonrió aunque sus ojos siguieron nublados por la preocupación–. Moriana…
–No sigas –le interrumpió ella–. No intentes chantajearme para que lo haga.
–No voy a hacerlo. Eres libre de elegir, de descubrir quién y qué te hace feliz.
–Muy bien, muy bonito, debería sincerarme más contigo.
Augustus se estremeció. Moriana rodeó la imponente mesa de su hermano y le dio un beso en lo alto de la cabeza, sobre todo, porque sabía que le irritaba una demostración de afecto tan efusiva.
–Lo siento –susurró ella–. Me gusta lo que está haciendo Theo por su país, aplaudo el progreso y la estabilidad que está llevando a la región y quiero que siga así. Se le puede admirar por muchos motivos en este momento y me casaría con él y lo aprovecharía al máximo si creyera que le gustaba o que había alguna posibilidad de que satisficiera mis necesidades. Sin embargo, esta vez quiero atención, cariño y fidelidad a cambio de mis servicios, incluso amor, por qué no, y Theo no sabe qué es eso.
Augustus, rey de Arun y hermano de Moriana la Roja, vio que su hermana daba media vuelta y se dirigía hacia la puerta.
–Moriana… –era más fácil hablarle cuando se alejaba que decírselo a la cara–. Yo te quiero y quiero que seas feliz.
Ella trastabilló, pero no miró atrás mientras salía y cerraba la puerta. Augustus, el peor hermano del mundo, se llevó las manos a la cara, tomó aire y recogió el teléfono. No sabía si Theo seguiría al otro lado, pero era una posibilidad y él había cometido un error. Se llevó el teléfono a la oreja, pero no oyó nada.
–¿Sigues ahí? –preguntó él al cabo de un momento.
–Sí.
–Ojalá no lo hubieras oído…
–Ella es sensacional.
El rey Theodosius de Liesendaach, a miles de kilómetros de allí, resopló y se pasó una mano por el pelo muy corto. Tenía el pelo rubio y los ojos azul grisáceo de sus antepasados, el físico de un guerrero y ninguna mujer lo había rechazado. Hasta ese momento. No sabía si sentirse ofendido o aplaudirle.
–El mozo de cuadras… ¿De verdad?
–Ojalá yo no hubiera oído eso –replicó Augustus–. ¿Puede saberse por qué le has mandado una carta modelo para pedirle matrimonio? Creía que querías su colaboración.
–Quiero su colaboración. Tengo que reconocer que no me esperaba una negativa tan rotunda.
–¿Creías que tu oferta iba a entusiasmarle?
–Creía que se la pensaría al menos.
–Se la ha pensado y mucho –replicó Augustus con ironía–. ¿Cuándo se presenta la petición para que te destronen?
–Dentro de dos semanas, si mi tío consigue el apoyo que necesita, y le falta poco.
La petición se basaba en un artículo de la constitución de Liesendaach que permitía destronar a un rey que no tenía intención de casarse y tener un heredero. Ese artículo no se había invocado en trescientos años.
–Necesitas un plan B –comentó Augustus.
–Tengo un plan B. Voy a hablar cara a cara con tu hermana.
–Ya le has oído. No le interesa.
–El mozo de cuadras –murmuró Theo–. Un actor libertino. ¿Prefieres a uno de ellos?
–¿Acaso eres tú más digno? Una infame carta modelo, Theo… –parecía como si Augustus estuviera empezando a enojarse–. ¿No podías haberte presentado al menos? Creía que la querías más de lo que aparentabas. Si no, no habría promovido esto.
–La quiero.
Era todo lo que debería ser la futura reina de Liesendaach. Segura de sí misma, competente, conocedora de la política y hermosa. Muy hermosa. Había estado dando largas durante años a que Liesendaach tuviera una reina y, en ese momento, Moriana, princesa de Arun, estaba libre.
–Tu hermana se reservó para alguien que no la quería y tú, como hermano o como rey, no hiciste nada para acabar con ese compromiso. Ha pasado años marginada y esperando y toda su seguridad en sí misma, que tanto le había costado conseguir, quedó truncada por una cortés indiferencia. ¿La quieres? ¿Le ha importado lo más mínimo a Casimir? A mí me parece que no podrías haberla querido menos. Es posible que yo no la ame como ella quiere que la amen. Sinceramente, no amo a nadie así y no lo he hecho en toda mi vida, pero, al menos, yo me doy cuenta de que existe.
–Te equivocaste con la carta modelo –comentó Augustus después de un silencio.
–Eso parece.
–Te aconsejo que dejes que se apacigüe antes de que intentes algo.
–No. ¿Por qué no dejas nunca que tu hermana se acalore?
Desde niño le había fastidiado ver que las imposiciones reales sofocaban el espíritu ardiente de Moriana. Ese fue, más tarde, uno de los motivos para que discutiera tanto con ella. No había sido el único, la frustración sexual también había intervenido en parte, pero cuando Moriana y él chocaban, la pasión de ella permanecía encendida… y eso le gustaba.
–Tengo que verla –Theo se pasó una mano por el ya despeinado pelo–, pero no estoy pidiéndote que intercedas por mí. Te he oído hacerlo y, sinceramente, no te lo agradezco. ¿Qué diplomático eres? Efectivamente, están presionándome para que me case y tenga un heredero, pero no es el argumento que yo habría utilizado.
–Solo lo mencioné de pasada. También canté todas tus alabanzas y te defendí más de lo que te mereces, pero gracias.
–Puedo darle lo que quiere; cariño, atención e, incluso, fidelidad.
Amor, no, pero tampoco se podía tener todo…
–Eso lo dices tú, no ella.
–Tengo que hablar con ella.
–No –insistió Augustus–. Tienes que arrastrarte.
LA CRITICARAN o no, Moriana seguía con sus actos benéficos. Había organizado una subasta de antigüedades para el hospital infantil e iba a celebrarse a las seis de la tarde en una de las salas del palacio que se había acondicionado para esa ocasión. Los subastadores llevaban todo el día preparando la exposición de sus cosas, los empleados del palacio iban a ocuparse del catering, las medidas de seguridad estaban en marcha y ya solo tenía que aparecer, pronunciar un discurso y convencer a algunos de los habitantes más adinerados de la zona para que se desprendieran de algo del dinero que les sobraba. Se le daba bien ser la anfitriona de esos actos, su madre la había aleccionado bien.
No obstante, nunca había conseguido estar a la altura de su madre cuando estaba viva. Había tenido que practicar con tenacidad durante años para alcanzar su nivel de competencia.
Arun no era el reino más rico de la zona. Ese honor le correspondía a Byzenmaach, que estaba gobernado por Casimir, quien había sido su prometido. Tampoco era el más bonito. Liesendaach, el reino de Theo, era mucho más bonito gracias a los reyes que durante siglos habían construido todo tipo de edificios para embellecerlo incomparablemente. No, Arun debía su fama a sus sistemas sanitarios y educativos y eso se debía en gran medida a sus desvelos en ese sentido y a los de su madre y su abuela antes que ella. Era posible que la Casa de Arun reprimiera a sus mujeres, pero ellas sabían velar por las necesidades de su pueblo.
Esa noche iba a ser un suplicio. Ese día, la prensa no había sido muy considerada con ella, pero había intentado dejarlo al margen y seguir como siempre. El problema era que nadie estaba siguiendo como siempre. Hasta Aury, su imperturbable dama de compañía, se había pasado el día mirándola con nerviosismo.
Su manjar favorito, la tarta de limón con azúcar caramelizada por encima, había estado esperándole con el té de la mañana por cortesía de la cocina del palacio. A la hora del almuerzo, un florero lleno de peonías rosas había aparecido en el aparador. Había sorprendido a uno de sus asesores de prensa discutiendo por teléfono, amenazando con retirar la credencial a alguien si publicaba un titular. Él se había sonrojado al verla, pero había seguido con sus amenazas hasta que se salió con la suya.
Esa mañana había habido cierta carencia de periódicos en el palacio y ella había tenido que leerlos por Internet.
No debería haberlo hecho.
Su dama de compañía y ella solían repasar las noticias del día. Mientras Aury la peinaba para el acto que tuviera esa noche, comentaban los titulares y, los días normales, eso estimulaba el análisis y el debate.
Sin embargo, los días normales los titulares no decían que Moriana fuese la princesa menos deseada del planeta.
–«Demasiado gélida para casarse» –leyó Moriana mientras Aury le enroscaba la trenza debajo de la nuca.
–No –Aury le apuntó con un cepillo desde el espejo–. Hoy no voy a comentar nada y tú tampoco. Dejé de leerlos para no atragantarme con el desayuno y tú deberías haber hecho lo mismo.
–«La indeseada princesa de hielo se plantea entrar en un convento» –siguió Moriana.
–Yo no pienso acompañarte al convento. Ahí les da igual cómo vayas peinada. Bueno, mejor dicho, te comentaré otro titular. «Byzenmaach llora mientras la maldición golpea de nuevo».
–¿Maldición? –Moriana no lo había entendido–. ¿Qué maldición?
–Que no hayas querido casarte con el rey Casimir para evitar el mismo destino de su madre. En concreto, que el marido maltratara física, mental y verbalmente a su esposa durante años antes de que ella tuviera un amante, diera a luz al hijo de su amante y de que su marido matara a los dos antes de que ella se suicidara.
–Vaya… –Moriana miró en el espejo a su dama de compañía–. ¿Qué periódico ha dicho eso?
–Uno regional del norte de Byzenmaach. El Mountain Chronicle.
–Buitres. Casimir no se lo merece.
Ella había oído por casualidad que sus padres hablaban de algo parecido sobre los padres de Casimir, pero no se lo había dicho a nadie, salvo a Augustus, y no lo diría nunca.
–«El rey de Byzenmaach se enfrenta a las críticas por su amante y su hija secreta» –siguió Aury.
–Ese me gusta más. Ese sí se lo merece. ¿Tenemos el programa de la subasta de esta noche?
–Sí, aquí está con la lista de invitados.
Moriana echó una ojeada a los papeles que le había dado Aury.
–¿De repente va a asistir Augustus con un invitado? No me ha dicho nada esta mañana.
Ella tampoco le había dado muchas oportunidades de que dijera gran cosa.