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Una noche bajo las estrellas Ella rompió todas las reglas… La ayudante de biblioteca Nell Frost tenía la intención de mostrarse implacable. Tras llegar al magnífico castillo de Luis Santoro, estaba decidida a decirle exactamente lo que pensaba de que él hubiera seducido a su sobrina y fuera a casarse con ella. Sin embargo, Nell había subestimado al poderoso español... Luis sabía que Nell se había equivocado de hombre, pero aquella joven ingenua vestida con prendas sencillas podría serle de utilidad. Él necesitaba una amante temporal, aunque con dos condiciones: nada de matrimonio ni de hijos. Un encanto irresistible Para la mayoría de las mujeres, Ryan Armstrong era irresistible… Después de los negocios, lo que más le gustaba al increíblemente sexy Ryan era salir con mujeres. Por su parte, Laura no quería ser una más en la lista de Ryan. No le gustaba perder el tiempo con hombres arrogantes y menos aún con uno capaz de adivinar los pensamientos de la mujer que había bajo aquellos formales trajes de chaqueta. Ryan era el último hombre de la tierra con el que Laura estaba dispuesta a compartir dormitorio durante todo un fin de semana, pero ella necesitaba su ayuda. Si Ryan trataba de aprovecharse, Laura temía no ser capaz de resistirse a la tentación. Una aventura en el paraíso Aquella aventura tuvo consecuencias… El magnate Loukas Christakis había aprendido por las malas a no confiar en las mujeres. La única que le importaba era su hermana pequeña, que estaba a punto de casarse. Y por eso permitió a regañadientes que Belle Andersen, la diseñadora del vestido de novia, se instalase en su isla privada a confeccionarlo, ¡para poder vigilarla! Pero la inocente y trabajadora Belle resultó ser una inesperada tentación para Loukas. Lo que se suponía que iba a ser una breve aventura, tuvo consecuencias. Y, tal y como Belle estaba a punto de descubrir, Loukas iba a hacer lo que fuese necesario para conservar lo que sentía que era suyo…
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 490 - enero 2025
© 2009 Kim Lawrence
Una noche bajo las estrellas
Título original: Mistress: Pregnant by the Spanish Billionaire
© 2011 Miranda Lee
Un encanto irresistible
Título original: The Man Every Woman Wants
© 2011 Chantelle Shaw
Una aventura en el paraíso
Título original: After the Greek Affair
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-477-6
Créditos
Una noche bajo las estrellas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Un encanto irresistible
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Una aventura en el paraíso
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro...
EL MÉDICO se marchaba del castillo de Santoro cuando el sonido del motor de un helicóptero lo hizo detenerse en seco. Mientras se cubría los ojos con una mano para que no le cegara el sol, el aparato aterrizó y una alta figura descendió del mismo.
La figura resultaba perfectamente reconocible incluso en la distancia. Al ver al médico, echó a correr y llegó a su lado antes de que el helicóptero volviera a despegar.
–¿Cómo estás, Luis?
Había pocas personas en el mundo que parecieran necesitar menos un médico que Luis Felipe Santoro.
A pesar del esfuerzo físico de la carrera, la mano que le extendió al médico estaba seca y fría. Además, el traje y la corbata que llevaba puestos presentaban un aspecto impoluto. Resultaba difícil imaginar que Luis Santoro había sido en su infancia un niño de salud muy delicada. Aquella frágil constitución, combinada con una personalidad aventurera, e incluso arriesgada, significaba que el médico lo había tenido que tratar de numerosos golpes y cardenales y en una ocasión de una extremidad rota.
Al médico le parecía probable que sus padres hubieran querido aplacar aquel amor por el riesgo antes de dejarlo al cuidado de la abuela y que esto hubiera provocado que Luis dijera que su abuela era «el único miembro de la familia al que podía tragar».
Para el doctor, resultaba irónico que el único miembro de la familia que ni quería ni necesitaba la fortuna que el resto de la familia tanto ansiaba fuera el que probablemente terminaría heredando el patrimonio de la anciana. Luis había ganado su primer millón antes de cumplir los veintiún años y era ya increíblemente rico por derecho propio.
–Me sorprende verte. Cuando llamé a tu despacho, me dijeron que estabas cruzando el Atlántico de camino a Nueva York.
–Así era –respondió Luis. No había dudado en cambiar sus planes de viaje ni un segundo–. ¿Cómo está mi abuela?
El médico trató de explicar del modo más positivo posible el estado de su paciente, pero la salud de doña Elena ya no era lo que había sido cuando era más joven.
Luis resumió la situación muy concisamente, tal y como era habitual en él.
–Entonces, me estás diciendo que, aunque ha mejorado ligeramente desde que te pusiste en contacto conmigo, es posible que mi abuela no mejore.
Luis siempre se había enorgullecido de ser una persona realista, pero aquélla era la primera vez que se permitía creer que su abuela no era indestructible. Reconocer que el declive de la anciana era inevitable no evitó que sintiera una profunda desazón.
–Siento que las noticias no sean mejores, Luis –suspiró el médico–. Por supuesto, si se me vuelve a necesitar…
Con expresión sombría, Luis inclinó la cabeza con un gesto de cortesía.
–Adiós, doctor.
Aún estaba observando cómo el médico se marchaba, pensando en el gran vacío que la muerte de su abuela le dejaría en su vida, cuando una voz alegre lo sacó de sus pensamientos.
–¡Luis!
Al escuchar su nombre, se dio la vuelta. Vio que quien lo llamaba era Ramón, el capataz de su abuela, que se dirigía corriendo hacia él.
Ramón había reemplazado al anterior capataz cinco años atrás y había realizado profundas y muy necesitadas reformas en la finca. A lo largo de los años, los dos hombres habían desarrollado una buena relación de trabajo y una excelente amistad. Cuando Luis descubrió la desesperada situación económica de su abuela, la experiencia y la energía de Ramón lo habían ayudado a salvar la finca de una inminente ruina económica.
Luis daba las gracias porque su abuela aún desconociera que él había inyectado una gran cantidad de dinero en la finca por lo cerca que ella había estado de perderlo todo.
–Visita sorpresa –comentó Ramón mientras se acercaba.
–Podríamos decir eso –respondió Luis. Se aflojó la corbata y se desabrochó el primer botón de la camisa.
–¿Tu abuela…?
Luis asintió. Ramón cerró los ojos un instante mientras le daba una palmada en la espalda.
–Sé que no es buen momento, pero me estaba preguntando si debería seguir adelante con los preparativos para la celebración del cumpleaños la semana que viene o…
–Sigue adelante. ¿Ha surgido algo más?
–Pues ahora que lo dices…
–Está bien. Dame una hora para ir a ver a mi abuela, cambiarme y darme una ducha y…
–En realidad, esto que ha surgido es algo que debe tratarse con inmediatez…
–¿A qué te refieres? –preguntó Luis, intrigado.
–Bueno, hay una mujer, una mujer muy guapa, que quiere verte.
–¡Una mujer!
–Y muy guapa.
–Cuando te pregunté si había surgido algo más, me refería más bien a algo relacionado con la finca –admitió Luis–. Y esta mujer, perdón, esta guapa mujer, y me molesta Ramón que pienses que ese detalle podría suponer una diferencia, ¿tiene nombre?
–Señorita Nell Frost. Inglesa, según creo.
Luis sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
–No sé de quién se puede tratar.
–Es una pena. Yo esperaba que se tratara de tu regalo de cumpleaños para doña Elena y que fuera a ser la próxima señora de Santoro. Eso sí que le haría feliz a tu abuela –comentó Ramón con una carcajada. Cuando vio que su chiste no encontraba aprecio alguno en su interlocutor, carraspeó y cambió de tema–: Bueno, ¿qué vas a hacer?
–¿Que qué voy a hacer? –preguntó Luis. Él no veía problema alguno–. Simplemente dile que no es conveniente verla ahora y sugiérele que concierte una cita.
–No creo que eso sirva de nada. Eso ya lo he intentado yo y no he conseguido que se vaya.
–Pues que la saquen los guardias de seguridad. O, mejor aún, que se encargue Sabina de echarla.
–Sabina ya lo ha intentado. Fue ella la que sugirió que tal vez quisieras hablar con esa mujer.
Luis frunció el ceño. Sabina era, oficialmente, el ama de llaves del castillo, pero, en realidad, era mucho más. En la casa, sus sugerencias tenían casi tanto peso como las órdenes de doña Elena.
Él suspiró con resignación.
–¿Dónde está?
–Lleva más o menos una hora sentada en el jardín. Y hace calor.
Luis lo miró asombrado. Efectivamente, la temperatura era de más de treinta grados a la sombra.
–¿Y por qué está sentada en el jardín?
–Creo que está protestando.
–¿Protestando? –repitió Luis, perplejo–. ¿Sobre qué?
Ramón se esforzó por contener una sonrisa.
–Bueno, creo que se trata de algo que tiene que ver contigo. ¿Te he dicho ya que es muy guapa? –añadió.
NELL levantó la mano para protegerse los ojos de los rayos del sol que calentaban su desprotegida cabeza. Se le estaba formando un dolor de cabeza muy parecido a los estadios preliminares de una migraña.
Se secó el sudor que le caía por la frente. Sentía la piel sucia y acalorada.
¿Cuánto tiempo llevaba sentada allí? Parecía que hubiera transcurrido una eternidad desde que llegó al castillo. Se sacó el arrugado papel en el que había impreso el correo electrónico. Ya no sabía ni el tiempo que llevaba allí. De hecho, cada vez le estaba resultando más difícil centrarse en sus pensamientos.
No sabía quién se había sorprendido más cuando se sentó en el suelo y lanzó su ultimátum, si el hombre de la cálida sonrisa o ella misma. El hombre se había mostrado tan amable que Nell se había sentido un poco culpable, aunque también había experimentado una extraña sensación de liberación. Después de pasarse la mayor parte de su vida adulta cediendo ante otras personas, había llegado su turno de mostrarse obstinada e insistente.
–En realidad, se me da bastante bien –descubrió con una sonrisa.
Luis, que se estaba acercando a la solitaria figura sentada en medio de cuidado jardín, se detuvo cuando ella habló.
La voz era profunda, con una inesperada nota de sensualidad que hubiera encajado mejor con una mujer más mayor de lo que ella aparentaba ser. Ramón le había dicho que se trataba de una mujer, pero a Luis le pareció que era más bien una muchacha.
Una muchacha con un cabello que relucía como el oro bajo el sol y que llevaba un vestido de verano que dejaba al descubierto unas esbeltas y torneadas pantorrillas. Tal vez todo su cuerpo era igual de esbelto, pero el amplio vestido lo ocultaba a sus ojos. Mientras Luis la observaba, una ráfaga repentina de viento le levantó la falda y sugirió que dicha esbeltez llegaba al menos hasta los muslos.
Si no hubiera tenido cosas más importantes en mente… Si ella no hubiera sido tan joven, Luis admitía que podría haber estado interesado. Además, estaba hablando sola.
Sin embargo, como no era el caso, podría observarla con total objetividad.
–De ahora en adelante, todo el mundo va a ceder ante mí. Soy una mujer fuerte y poderosa. Dios, y eso que ni siquiera estoy aún en la flor de la vida. ¿Dónde se ha ido ese hombre de la sonrisa tan agradable? ¿A pedir refuerzos o a buscar a la alimaña de Luis Felipe Santoro?
–Ha ido a buscar a Luis Felipe Santoro –dijo él. Estaba acostumbrado a que, al menos a la cara, se le describiera en términos más halagüeños.
Nell, que no se había dado cuenta de que estaba hablando en voz alta, se fijó en los brillantes zapatos negros que tenía a escasos metros de distancia.
–¿Quién es usted? –añadió él.
Nell levantó la vista para mirarlo.
–Yo soy la que hace las preguntas –le espetó en tono beligerante–. ¿Quién es usted?
–Soy Luis Santoro.
Un suspiro de alivio se escapó de los secos labios de Nell. Se levantó temblorosamente. El hombre que se había materializado era alto, moreno y guapo, aunque este genérico adjetivo no parecía apropiado para él considerando la especial individualidad de sus rasgos.
Nell lo miró. Él tenía una firme mandíbula, bien afeitada, frente alta, piel dorada, fuertes pómulos y una amplia boca sensualmente esculpida. Cuando los ojos de ella chocaron con la mirada firme e impaciente de él, Nell experimentó un escalofrío que la recorrió como una descarga eléctrica de la cabeza a los dedos de los pies.
Parpadeó para romper aquella conexión. Los ojos de aquel hombre eran realmente extraordinarios. Eran oscuros, casi negros, de mirada profunda y enmarcados por unas definidas cejas negras y el único rasgo de su rostro que no era marcadamente masculino: unas largas pestañas negras que cualquier mujer habría envidiado.
–Usted no puede ser Luis Felipe Santoro –le espetó ella.
Para empezar, aquel hombre no parecía estar en la adolescencia ni ser un estudiante. ¿Le había dicho Lucy que así era o lo habría dado ella por sentado?
Mientras observaba al hombre con el que su sobrina tenía intención de casarse, le costaba pensar. Su rostro era casi tan perfecto como el de una antigua estatua griega. En cuanto al resto…
Nell tragó saliva. Se sentía incómoda con la visceral reacción que había experimentado en cuanto al resto de aquel hombre. Parecía tener el cuerpo de un nadador olímpico. Además, emanaba de él un agradable aroma, cálido y masculino.
–¿Que no puedo ser? ¿Y por qué no? –preguntó él con curiosidad.
–Tiene usted que tener… ¿qué? –replicó ella mirándolo de arriba abajo. Todo en él parecía ser firmes músculos, lo que le provocó una extraña sensación en el estómago ante tan descarada masculinidad–. ¿Treinta años?
–Treinta y dos.
–Treinta y dos –repitió ella.
Luis se preguntó por qué aquella mujer parecía estar tan asqueada por su respuesta.
–¡Es repugnante!
Nell dio un paso al frente. La satisfacción con uno mismo no era, en su experiencia, un rasgo atractivo y los hombres tan guapos como aquél debían de estarlo. Y mucho.
Por supuesto, su experiencia era limitada.
–¿Sabe lo que pienso de los hombres que se aprovechan de jovencitas impresionables?
–Estoy seguro de que me lo va a decir ahora mismo –replicó él lacónicamente.
Aquella actitud de descaro incendió a Nell aún más.
–¿Cree usted que esto es una broma? Estamos hablando del futuro de una jovencita. Lucy es demasiado joven para casarse.
–¿Quién es Lucy?
La rubia frunció los labios y siguió mirándolo como si él fuera una especie de monstruo depravado. La novedad de verse insultado verbalmente estaba empezando a cansarlo, pero el placer de ver la agitación con la que subía y bajaba su pecho la compensaba ampliamente.
Aquella sensación de deseo resultaba irracional, pero el anhelo sexual era así, imprevisible. Afortunadamente, él no tenía ningún problema en mantener sus instintos carnales a raya.
–No se haga el inocente conmigo. ¿De verdad tiene intención de casarse con ella o ha sido tan sólo una frase hecha para metérsela en la cama?
–No tengo intención alguna de casarme con nadie. Además, jamás he tenido que prometer matrimonio a ninguna mujer para llevármela a la cama.
–Entonces –replicó ella, furiosa. El rubor de la ira le había cubierto el rostro, dándole color a su blanca piel–, ¿por qué cree Lucy que se va a casar con usted?
–No tengo ni idea.
–Tal vez esto le refresque la memoria –dijo ella. Extendió la mano con la que sujetaba el papel en el que estaba impreso el correo electrónico.
Cuando él no mostró intención alguna de tomarlo, Nell bajó la mano y se dispuso a leerlo.
–«Querida tía Nell…».
–¿Y usted es la tía Nell? –le interrumpió él. Aquella mujer no se parecía en nada a ninguna tía que él hubiera conocido.
–Sí. «Querida tía Nell: llegué aquí la semana pasada. Valencia es una hermosa ciudad, pero hace mucho calor. He conocido a un hombre maravilloso, Luis Felipe Santoro. Está trabajando en un hotel increíble que hay aquí y que se llama Hotel San Sebastián. Estamos muy enamorados. Es mi media naranja» –leyó Nell mientras lanzaba dardos con la mirada al español, que ni siquiera tenía la decencia de parecer avergonzado–. «Casi no me lo puedo creer yo misma, pero hemos decidido casarnos en cuanto nos sea posible». Supongo que sabe usted que se está tomando un año sabático y que lleva seis meses viajando por Europa. Tiene un futuro muy brillante, una beca para la universidad…» –añadió, tras levantar la mirada.
–No. No lo sabía –respondió él, cortésmente.
Un gruñido de impotencia se escapó de la garganta de Nell. Apretó los ojos y terminó el contenido del correo sin necesidad de leerlo.
–«Lo querrás tanto como yo, o casi tanto, ¡ja, ja! Sé que tú sabrás el mejor modo de darles la noticia a mis padres. Con mucho cariño, Lucy» –concluyó. Abrió los ojos y levantó la barbilla. Deseó que la diferencia de altura entre los dos no fuera tan grande–. Bueno, ¿qué tiene que decir ahora? ¿Va a seguir negándolo? ¿O acaso me va a sugerir que Lucy se lo ha inventado todo?
–Estoy impresionado.
–¿Impresionado por qué?
–Tenía usted el nombre de un hotel y mi nombre, pero ha conseguido encontrarme. Es impresionante.
Nell lanzó un grito de triunfo.
–Entonces, admite que es usted. En realidad, no ha sido fácil encontrarlo.
Aquello era decir poco. Cuando llegó al aeropuerto, descubrió que su equipaje había terminado en otro lugar. Los empleados del elegante hotel se habían mostrado poco cooperadores, por no decir groseros, cuando ella había mencionado el nombre de Luis Felipe Santoro. Evidentemente, tenían la intención de llevarse la dirección de su casa a la tumba. Si no hubiera sido por un amable portero que le había dicho que podría encontrar al hombre que estaba buscando en el castillo de Santoro, su búsqueda podría haber terminado allí mismo.
Además, el único coche de alquiler que había encontrado no tenía aire acondicionado y, por si esto fuera poco, se había perdido tres veces de camino al castillo. La distancia en el mapa era engañosa. Aunque estaba bastante cerca del Mediterráneo, la histórica finca estaba en una zona de difícil acceso. Había sido un día infernal. Tan sólo la determinación de evitar que Lucy cometiera un terrible error la había empujado a seguir.
¿Y si después de todo aquello Lucy ya se había casado con su español?
–Dígame –suplicó agarrándole de la manga–, ¿está usted casado?
–Lo estuve, pero ya no –respondió él, tras un instante de silencio.
Dios Santo… Lucy no sólo se había liado con un hombre de más edad, sino que se había liado con un hombre de más edad que ya tenía un matrimonio fallido a sus espaldas. Además, su manera de responder sugería que la ruptura no había sido amistosa.
–Es usted una mujer de recursos.
–Soy una mujer que se está quedando sin paciencia muy rápidamente. Quiero ver a Lucy y quiero verla ahora mismo. No sé de qué trabaja usted aquí, pero me imagino que sus jefes no se sentirán demasiado impresionados si les digo lo que ha estado usted haciendo.
–¿Me está amenazando?
–¡Sí! –exclamó ella, a pesar de que resultaba difícil imaginarse a un hombre menos amenazado que el amante de Lucy.
¡El amante de Lucy! Aquella frase sonaba tan mal por tantos motivos. Además, no le parecía justo que su sobrina adolescente tuviera oficialmente más experiencia en el terreno sexual que ella.
–Yo no trabajo aquí.
Nell le soltó el brazo y lo miró con confusión.
–¿Acaso se aloja usted aquí?
–Ni me alojo aquí ni esto es un hotel. Ésta es la casa de mi abuela, doña Elena Santoro.
Nell palideció. Se dio la vuelta y observó el imponente castillo de Santoro, un castillo de verdad, fortificado con torreones y todo.
–¿Que usted vive aquí? –preguntó ella. Eso explicaba la actitud de superioridad y el desdén con el que aquel hombre se había dirigido a ella–. Bueno, eso no cambia nada.
–Yo no soy el hombre que está usted buscando. No conozco a su sobrina.
–¡No le creo! –exclamó ella.
–Sin embargo, sí conozco al hombre que está usted buscando. Entre y se lo explicaré.
–No pienso entrar en ninguna parte. ¡No me pienso mover de aquí! –exclamó Nell mientras se cruzaba de brazos.
–Como quiera, pero no me gustaría estar mañana en su piel –dijo mirando al cielo azul y luego al rostro de la joven–. Tiene usted la piel muy blanca, de la que se quema –añadió, con una expresión distraída mientras observaba la pálida curva de la garganta de Nell.
–Y pecas –murmuró ella.
Aquel comentario pareció despertarlo de su ensoñación. Nell pensó que, posiblemente, él estaba sufriendo también el calor al notar el rubor que atrajo su mirada a los afilados contornos de los maravilloso pómulos de Luis Felipe Santoro.
EL DOLOR sordo que le martilleaba en las sienes se intensificó mientras observaba como él volvía a entrar en palacio sin detenerse ni una sola vez para mirar atrás. Estaba tan seguro de que ella lo seguiría del modo en el que, sin duda, las mujeres llevaban siguiéndolo toda su vida que ni siquiera se molestó en comprobarlo.
A Nell le habría encantado poder darse el lujo de no hacer lo que él esperaba, pero con ese gesto no habría conseguido nada. Si Luis Santoro decía la verdad y sabía con quién estaba Lucy, a ella no le quedaba más remedio que seguirlo. Además, él tenía razón sobre lo del calor. La crema protectora que se había puesto aquella mañana habría perdido su efecto hacía ya mucho tiempo.
El frescor reinante en el interior del castillo era una delicia después del opresivo calor del sol valenciano. Nell apretó el paso para alcanzar a Luis.
–¿Quién es el hombre? –le preguntó mientras se colocaba delante de él para interceptarle el paso.
Luis se detuvo, pero lo hizo muy cerca de ella, tal vez demasiado. Nell recibió una especie de descarga eléctrica, producto del aura sexual que él proyectaba, que le atravesó el cuerpo. Fue la sensación más extraña y turbadora que ella había experimentado jamás. Se colocó una mano sobre el pecho esperando que el hecho de que se hubiera quedado sin respiración se debiera a su falta de forma física.
–Mi primo –respondió él mirándola con sus ojos oscuros.
Nell abrió la boca para pedir más información pero él colocó una mano sobre la pared, por encima de su cabeza. Ella cerró los ojos y sintió que el pánico se apoderaba de ella. Contuvo el aliento y lo soltó un instante después, cuando se encontró empujada a través de una puerta que había a sus espaldas y que conducía a una grande y espaciosa sala.
–Siéntate. Pediré algo para tomar.
–¿Tu primo? –preguntó ella. No tomó asiento a pesar de que las rodillas le temblaban.
–Todo encaja. Tenía un trabajo para vacaciones en el hotel que tú has mencionado. De hecho, yo mismo le conseguí ese trabajo.
Nell seguía sin sentirse convencida.
–¿Y qué me dices del nombre?
–A los dos nos bautizaron con el nombre de Luis Felipe. No es la primera vez que surge la confusión, pero sí es la más… divertida.
–Los dos os llamáis Luis Felipe.
–Lo sé. Indica una dramática falta de imaginación. A los dos nos pusieron el nombre de nuestro abuelo, pero en la familia a él solemos llamarlo Felipe.
–¿Y cuántos años tiene ese primo tuyo?
–No estoy seguro. ¿Dieciocho, diecinueve? Nell lo miró fijamente.
–¿Y me lo preguntas a mí? ¿Cuántos primos tienes?
Luis se apoyó sobre la chimenea con un gesto distraído. Entonces, movió un pesado candelabro con un dedo.
–Siento estar aburriéndote.
Aquella ácida observación hizo que Luis se fijara de nuevo en la esbelta figura que estaba allí, mirándolo con las manos en las caderas.
–Lo siento –comentó, con una sonrisa–. Sólo ése.
–¿Y no sabes cuántos años tiene?
–No se puede decir que estemos muy unidos.
–Pero es tu primo. Tu familia.
–Todas las familias son diferentes. Creo que mi actitud para con la familia identifica a más personas que la tuya.
–¿Acaso no te preocupa que tu primo arruine su vida?
–Una persona aprende de los errores. Tal vez tu sobrina necesita aprender de los suyos. Además, ¿quién soy yo para interponerse en el camino del amor verdadero?
Nell entornó la mirada y no se preocupó de ocultar el profundo desprecio con el que observó a Luis.
–Ya. La verdad es que a ti te importa un comino todo el mundo. Eres un ser completamente egoísta y no tienes intención de levantar un dedo para evitar que tu primo cometa el mayor error de su vida porque sólo te preocupas por ti mismo.
Luis estaba escuchando como ella lo acusaba de no poseer sentimiento familiar alguno cuando recordó la broma de Ramón. ¡La futura señora Santoro! Sonrió tristemente y reconoció que Ramón tenía razón. Una futura esposa para él sería el regalo de cumpleaños que más le gustaría a su abuela. Sabía que la idea que se le estaba formando en la cabeza era una locura, pero… de repente se encontró preguntándose: «¿Por qué no?».
Él nunca podría darle a su abuela la esposa y el heredero que ella anhelaba por lo que aquélla era una alternativa en la que nadie salía perjudicado. Podría funcionar.
Además, ¿por qué tenía que esperar al cumpleaños de su abuela?
Siempre había dos maneras de considerar una situación. A algunas personas su idea le parecería un momento de inspiración, mientras que a otras les parecería un momento de locura. A Luis no le importaba lo que pudiera parecer. Sólo le importaba el resultado.
–Tengo una proposición para ti. Sé dónde están.
Nell lo miró con los ojos de par en par.
–¿Lucy y tu primo?
–Sí.
–¿Dónde?
Luis apartó la imagen de la casita junto al mar, donde Rosa y él habían vivido. Si cumplía su parte del trato, tendría que ir allí por primera vez en muchos años. Por primera vez desde la muerte de Rosa.
–Antes de que te lo diga, tienes que hacer algo por mí.
Luis vio cómo la alarma se reflejaba en los ojos de Nell. Esbozó una cínica sonrisa.
–Tranquila, no me refiero a esa clase de cosas. Tú no eres mi tipo.
–Pues mira qué pena tengo –le espetó ella con gesto irónico–. Bueno, ¿qué sería lo que yo tendría que hacer?
–Quiero que vengas conmigo para que conozcas a mi abuela.
Nell se quedó atónita.
–¿Y eso es todo? –preguntó. Estaba segura de que había algo más.
–Tienes que seguirme en todo lo que yo diga.
–No entiendo por qué.
–No necesito que lo entiendas. Como te he dicho, simplemente necesito que me des la razón en todo lo que yo diga, sea lo que sea.
–¿Pero por qué?
–¿Quieres encontrar a tu sobrina y a mi primo?
Nell lo miró fijamente.
–Está bien –dijo. ¿Qué otra cosa podía hacer?–. ¿Y después me dirás dónde están?
–Querida, te llevaré yo personalmente. ¿Trato hecho?
Nell miró fijamente la mano que él le ofrecía durante un largo instante antes de extender la suya. Mientras los fríos dedos de Luis apretaban los de ella, trató de ignorar las voces de alarma que le decían que estaba cometiendo un grave error.
Le resultó más difícil aún ignorar el hormigueo que sentía por la piel y que no tenía nada que ver con los rayos del sol y sí mucho con aquel breve contacto físico.
EL CASTILLO era un laberinto. Nell siguió a Luis por lo que le parecieron kilómetros de pasillos de piedra antes de que se detuvieran por fin.
–Éstas son las habitaciones de mi abuela –dijo él mientras extendía la mano hacia la puerta–. Espera aquí. Volveré inmediatamente.
A Nell no le quedó más opción que obedecer y esperar a que él regresara. Mientras observaba un tapiz que cubría la pared de enfrente, no dejaba de pensar que aquello era una locura. Después de todo, ella no conocía a Luis Santoro y, por lo tanto, no podía estar segura de que él fuera a cumplir su palabra. Sin embargo, antes de que pudiera cambiar de opinión, él regresó. Sin decir ni una sola palabra, le tomó la mano izquierda y le colocó un anillo en el dedo.
–¿Qué estás haciendo? ¿Qué… qué es eso? –tartamudeó ella mirando el anillo. Era muy pesado y presentaba un diamante de color rosado rodeado por lo que parecía que eran rubíes.
La joya parecía ser una antigüedad. Nell no era ninguna experta, pero no creía que aquélla fuera una pieza de bisutería.
–Un anillo –respondió él levantando la ceja.
–Eso ya lo veo. ¿Qué es lo que está haciendo en mi dedo?
–Es atrezzo.
–¿Atrezzo para qué?
–No es relevante.
Nell sacudió la cabeza.
–No pienso moverme de aquí hasta que me expliques lo que está pasando.
Luis la miró durante un instante y luego sacudió filosóficamente la cabeza.
–Mi abuela…
–¿La dueña de este castillo?
–Sí, la dueña del castillo y de la finca sobre la que éste se asienta, está enferma. Tal vez incluso…
Luis se detuvo. Le resultaba imposible pronunciar con palabras aquella posibilidad, como si el hecho de decirlo hiciera que fuera más posible que ocurriera. Observó a la joven que lo estaba mirando a él con la sospecha y la cautela reflejados en sus ojos claros sin poder continuar la frase.
–¿Incluso qué? –lo animó Nell.
–Tal vez incluso se esté muriendo.
Nell lo miró con tristeza.
–Lo siento.
–Bueno, es ley de vida y mi abuela tiene ochenta y cinco años.
Nell sintió que se le ponía la piel de gallina al escuchar aquel pronunciamiento tan lógico, realizado además con una voz tan carente de sentimientos.
–Siento que tu abuela esté enferma, pero eso sigue sin explicar lo del anillo… ni nada de esto –comentó indicando todo lo que les rodeaba con un gesto de la mano.
–Es deseo de mi abuela que yo me case y le proporcione un heredero.
Nell lo observó con los ojos abiertos de par en par, como si pensara que estaba tratando con alguien completamente demente y posiblemente peligroso. Comenzó a negar con la cabeza y dio un paso atrás.
–Quiero mucho a Lucy, pero si piensas que yo voy a… Hay ciertos sacrificios que no estoy dispuesta a hacer. Deja que el que herede todo esto sea el otro Luis Felipe. Él sí que está dispuesto a casarse –dijo. ¿Y también a proporcionar herederos?–. Ay, Señor. Necesito encontrar a Lucy.
Durante un segundo, él pareció completamente perplejo por lo que ella había respondido.
–¿Sacrificio? ¿Tú crees…? –le preguntó. Entonces, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reírse–. No te estoy pidiendo que te cases conmigo. Además, Felipe no sería un administrador adecuado para la finca.
Nell frunció los labios. Le irritaba profundamente que a él pareciera divertirle tanto la idea.
–Entonces, no quieres una esposa.
El rostro de Luis se puso más serio. De hecho, comenzó a reflejar un descarnado y sorprendente dolor.
–Tuve una esposa. No necesito a nadie que ocupe su lugar en mi vida o en mi corazón.
¿Significaba aquello que su esposa lo había dejado? La imagen de Luis Santoro con el corazón roto por sentirse rechazado resultaba casi imposible de visualizar. En realidad, Nell se sentía mucho más cómoda creyendo que él no tenía corazón, por lo que decidió cambiar de tema.
–Entonces, ¿crees que tú sí serías un administrador adecuado? ¿Significa eso que te imaginas como rey de este castillo? Es decir, no te importa si tu primo se lleva la chica, pero no el dinero.
–No hay dinero.
Nell hizo un gesto de desaprobación con los ojos.
–Y ahora voy yo y me lo creo. Es decir, si tú no tienes ni un solo gramo de avaricia en el cuerpo, ¿a qué viene todo esto? –le espetó.
–Mi abuela me crió. Ella me ha enseñado todo lo que sé. Le debo todo y deseo que ella muera en paz.
–Pero…
Luis la miró con exasperación y se hizo un gesto como si se cerrara una cremallera en la boca.
–¿Te vas a quedar callada para que yo pueda terminar de hablar?
–Si vas al grano… –observó ella levantando la barbilla y mirándole con desaprobación.
–Mi abuela es una mujer intachable. Se ha ocupado de esta finca en solitario durante muchos años. Su esposo murió cuando ella era aún una mujer joven. Quiere que yo sea feliz y cree que para eso necesito una… –se interrumpió y esbozó una sonrisa antes de terminar la frase– media naranja. Una esposa.
–¿Yo? ¡Ni hablar!
–Eso es exactamente lo que yo pienso.
–No voy a mentir por ti.
–No te estoy pidiendo que lo hagas. Espero que con el anillo baste.
–¿Pero y si ella no se…?
–¿No se muere? –susurró él–. Es posible –admitió–. Es dura y ha estado enferma antes. Si eso ocurre –añadió. Nada de su actitud sugería lo desesperadamente que se aferraba a aquella esperanza–, simplemente le diré que te has visto obligada a regresar a Inglaterra. Las relaciones a distancia son difíciles y la nuestra terminará de muerte natural, posiblemente debida a tu infidelidad.
–Pareces haber pensado en todos los detalles.
–Tengo esa reputación.
–Pues a mí se me ocurre otra posibilidad. Tal vez te hayas convencido de que estás haciendo esto para hacerla feliz porque te avergüenza admitir hasta dónde serías capaz de ir para asegurarte de que heredas este lugar.
Luis la miró atónito. Al ver su reacción, ella dio un paso atrás. La ira que se reflejaba en los ojos del español reflejaba la de ella.
Luis, por su parte, decidió que no tenía por qué justificarse ante aquella mujer ni ante nadie. La opinión que ella tuviera de él no tenía importancia alguna.
–No tienes que preocuparte por cuáles son mis motivaciones. Simplemente debes tener un aspecto dulce y enamorado –se burló mientras le colocaba un dedo debajo de la barbilla.
Nell, cuyo pulso latía desbocado y ya no sólo por miedo, se mantuvo rígida mientras él la observaba.
–Pues no pareces enamorada.
Apartó la mano de él y miró hacia un punto detrás de él. Se dijo que no debía tener pánico. Que podía marcharse cuando quisiera. Él no podía detenerla. Lo único que tenía que hacer era marcharse.
–Eso es porque no lo estoy –replicó ella. Se pasó la lengua por los labios con gesto nervioso–. Todo esto es demasiado raro. Necesito tiempo. He cambiado de opinión. Creo…
–No es una opción.
Sin previo aviso, él inclinó la cabeza sobre la de ella y apretó los labios contra los suyos. El tórrido beso no empezó lentamente para hacerse más apasionado. Resultó duro, exigente. Comenzó a un nivel de intimidad para el que nada la podía haber preparado. Mientras la boca de Luis se movía con una sensualidad innata por la de ella, el deseo prendió en su cuerpo y los sentidos se vieron inundados con el tacto y el sabor de él.
Cuando la lengua realizó su primera erótica incursión, algo se disolvió y se rompió dentro de ella. De repente, comenzó a devolverle el beso. Le extendió los dedos sobre el firme torso mientras gemía contra sus labios y se apretaba contra él, respondiendo así a la frenética necesidad de sentirse más cerca.
En el momento en el que Luis levantó la cabeza, pareció tan sorprendido como ella, aunque Nell decidió que tal vez lo había imaginado porque, un segundo más tarde, Luis se quitó las manos de ella de encima y la empujó hacia la puerta.
–No pienses –le susurró al oído.
Nell, aún aturdida por lo ocurrido, no pudo reaccionar a tiempo. Su fuerza de voluntad parecía haberla abandonado. No se podía creer que le hubiera devuelto el beso. Para intentar reaccionar, le lanzó una mirada asesina.
–Si vuelves a hacer eso, haré que te arrepientas de ello –le espetó.
Luis no respondió. Él mismo ya se estaba arrepintiendo de lo ocurrido. Observó los jugosos labios de Nell y pensó en su sabor. Entonces, apartó aquel pensamiento. Para ser un hombre que se enorgullecía de su férreo control, aquel asunto debería haber sido más sencillo.
Si había algo en lo que Luis no destacaba, era en la espontaneidad, especialmente cuando la espontaneidad se refería a Nell Frost.
Nell, por su parte, sentía resentimiento y humillación. Luis la había besado para callarla y hacerla entrar en la habitación de su abuela. Lo peor de todo era que lo había conseguido con tan sólo un beso. Un beso que ella había correspondido.
La sala en la que entraron estaba en penumbra. Nell pudo distinguir los muebles y una frágil figura incorporada sobre los almohadones de una enorme cama de madera tallada. Ella habló en español, pero Luis respondió en inglés.
–¿Estás sorprendida? Lo dudo. No me digas que no te habías enterado ya de que yo había llegado –dijo Luis mientras se dirigía hacia la cama y se inclinaba sobre la anciana.
Al ver el andador al lado de la cama, Nell rememoró dolorosos recuerdos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Habían pasado ocho semanas. No podía llorar precisamente en aquel momento. Poco a poco, fue recuperando el control y se secó las lágrimas que le habían humedecido los ojos.
–Te he traído una visita y ella no habla español.
El contraste entre la dura actitud de unos instantes y la ternura con la que hablaba a la anciana acrecentó el nudo que se le había formado en la garganta. Deseaba seguir pensando que él no tenía buenas razones o sentimientos, pero si Luis Santoro no quería mucho a aquella anciana, era un buen actor.
–Ésta es Nell.
Luis extendió una mano hacia ella. Nell respondió sin pensar al ver el mensaje que él le transmitía con la mirada. Dio un paso al frente y le agarró la mano. Sintió una oleada de calor por todo el cuerpo cuando él tiró de ella y le rodeó la cintura con un brazo para pegarla junto a su cuerpo.
De repente, Nell comprendió a Lucy. Si su primo tenía la mitad de los poderes de seducción de aquel hombre, no era de extrañar que su inexperta sobrina se hubiera enamorado tan perdidamente.
–Enciende la luz, Luis.
Nell parpadeó cuando la luz le iluminó el rostro.
–Buena estructura ósea… –dijo la anciana. Entonces, miró a su nieto antes de volver a mirar a Nell–. No es tu tipo, Luis.
«Dígame algo que yo ya no sepa, señora», pensó Nell. Entonces, un gesto en el rostro de Luis la empujó a extender la mano como si fuera una marioneta.
–Bueno, ahora ya no tendré que cambiar mi testamento –bromeó doña Elena.
Nell tardó unos segundos en comprender el comentario. Cuando lo hizo, se vio abrumada por la desilusión. Había querido saber la razón y ya no había dudas. Resultaba irracional sentirse tan defraudada. La gente hacía cosas ruines y desagradables cuando había por medio grandes cantidades de dinero. ¿Por qué iba a ser Luis diferente?
–¿Se lo ibas a dejar todo a Felipe?
Elena Santoro sonrió débilmente. Sabía perfectamente que su nieto más joven no tenía aprecio alguno por la finca y menos entusiasmo aún por las responsabilidades que la acompañaban. Felipe casi se había sentido aliviado cuando ella le había explicado que su intención era que el mayor lo heredara todo, aunque él podría disponer de la casa de Sevilla y de la colección de arte que ésta contenía.
–Posiblemente –bromeó. Entonces, miró a Nell–. ¿Conoces a Felipe?
–Todavía no –respondió ella. Casi sentía pena por Felipe.
–Es un buen muchacho. Muy artístico, aunque espero que se le vayan olvidando esas tonterías. Habrás notado que no hablo de mis hijos. Si les dejara la finca a ellos, la dividirían y la venderían a los especuladores antes de que yo me enfriara en mi tumba –susurró. Entonces, empezó a toser estrepitosamente–. Estoy bien, no te preocupes, Luis –añadió mientras golpeaba cariñosamente la mano solícita de su nieto–. Entonces, Nell, ¿cuándo os vais a casar?
–Aún no tenemos fecha –respondió Luis.
A pesar de su fragilidad física, la mirada de la anciana no tenía nada de débil cuando miró a su nieto.
–¿Acaso esta muchacha no sabe hablar, Luis? Deja que sea ella la que responda.
Nell levantó la barbilla. Si Luis tenía miedo de lo que ella pudiera decir, se lo merecía.
–Claro que sé hablar –dijo ella mirando a Luis con gesto desafiante.
–Pues háblame de ti.
–¿Qué le gustaría saber? Tengo veinticinco años y soy ayudante de biblioteca.
–¿Cómo conoció Luis a una ayudante de biblioteca?
–Tal vez fue el destino.
Luis sonrió y acarició el cabello de Nell como si hubiera realizado aquel gesto tan tierno cientos de veces. Había que reconocer que, aunque su moralidad distara mucho de ser la adecuada, era un buen actor.
–¿Tienes familia, Nell? –le preguntó de nuevo la anciana.
–Tengo una hermana y un hermano. Los dos son mayores que yo y están casados.
–¿Vives sola?
–Vivo con mi padre –dijo, sin pensar. Entonces, recordó–. Qué tonta –murmuró–. Se me sigue olvidando. Vivía con mi padre.
–¿Ha muerto tu padre?
Luis notó por primera vez las ojeras que tenía en el rostro y sintió una increíble ternura hacia ella al ver como se apretaba las manos contra los ojos y se los frotaba como si fuera una niña respondiendo a las preguntas de su abuela.
–Hace ocho semanas –susurró–. Ocho semanas.
Repitió aquellas dos palabras con voz casi sorprendida. Aquellas semanas habían estado llenas de asuntos de los que ocuparse. No había tenido tiempo de lamentar la muerte de su padre. Pensó en el montón de maletas que había dejado cuando se montó en el primer vuelo disponible. Los de la mudanza llegarían por la mañana y no habría nadie que los dejara entrar.
Pensó también en Clare, que llegaría para recoger los muebles de más valor que había reclamado para su propia casa. Nell se imaginó lo enfadada que se pondría su hermana y en los de la mudanza, allí, de pie junto a la puerta. Aquella imagen debería preocuparla más, pero no era así.
–La casa sólo estuvo una semana en venta antes de que se vendiera –dijo, sin comprender por qué les contaba aquello–. De todos modos, habría sido demasiado grande para mí.
–¿Tu padre llevaba enfermo mucho tiempo, Nell? –preguntó la anciana con voz suave.
Nell asintió y notó que Luis decía algo que sonaba enojado en español. Su abuela respondió diciendo:
–¿No ves que necesita hablar? La pobre ha estado conteniendo sus sentimientos.
–Tuvo un ictus. Le paralizó parcialmente el lado izquierdo. Como tenía algunos problemas de movilidad, yo no fui a la universidad.
Si ella hubiera ido a la universidad, la única opción para su padre habría sido una residencia y Nell sabía lo mucho que su padre adoraba su casa. Con unas cuantas modificaciones en la casa, su padre había adquirido una cierta independencia hasta el punto de que, poco antes de su muerte, había estado animando a Nell para que fuera a la universidad.
–Estaba muy bien. Por eso fue un shock que él… Murió de neumonía.
Nell oyó como se le quebraba la voz. No quería llorar, pero sabía que, si empezaba, no podría contenerse.
Cuando las lágrimas comenzaron a manar, giró la cabeza y se encontró con el torso de Luis. Una mano la inmovilizó allí y otra la abrazó contra su cuerpo.
–Esto no ha sido una buena idea –le dijo Luis a su abuela mientras abrazaba el cuerpo de Nell. El sonido de los sollozos de ella lo desgarraba por dentro. Nunca en toda su vida se había sentido tan impotente. Ni tan responsable.
Debería haber reconocido la vulnerabilidad de aquella mujer, pero no lo había hecho y aquél era el resultado. Apoyó la barbilla en lo alto de la cabeza de Nell y la acunó entre sus brazos.
–Tranquila… tranquilla… –susurró él.
–Esta muchacha tiene sentido del deber. Eso me gusta.
–Yo creo que ya ha tenido bastante –dijo Luis antes de tomarla en brazos y de sacarla así de la habitación.
LOS SOLLOZOS de Nell atravesaron el corazón de Luis. Cada sollozo parecía salirle desde lo más profundo de su ser. Resultaba muy doloroso escucharla, sentir como le desgarraban el cuerpo.
Luis la miró. Le parecía que no iba a terminar nunca de llorar. Sin embargo, poco a poco, Nell se fue calmando hasta que dio un último y profundo suspiro y levantó la cabeza del hombro de él. Al hacerlo, la húmeda mejilla de él rozó la de ella.
Luis no hizo intento alguno por detenerla mientras se deslizaba a la parte contraria del sofá.
Nell levantó la mano para apartarse el cabello húmedo que le cubría los ojos.
–Lo siento –musitó sin mirarlo. Le molestaba haber perdido el control, pero más aún le molestaba haber perdido el control delante de Luis Santoro–. Ya estoy bien.
–Por supuesto que sí –dijo él mientras le ofrecía una caja de pañuelos de papel que les había llevado Sabina–. Sobre lo de tu padre…
–No quiero hablar al respecto. Ya has conseguido lo que querías.
–¿Sí?
–Bueno, tu abuela va a dejarte su fortuna, ¿no? Supongo que eso es mejor que tener que trabajar para ganarse la vida.
Una mirada que ella no pudo interpretar le cruzó el rostro. No era culpabilidad, aunque lo debería haber sido.
–Tal vez no todos tenemos tu integridad moral –dijo con cierto desdén.
–No estoy sugiriendo que yo sea perfecta.
Luis la miró. Tenía los ojos y la nariz enrojecidos. «Tal vez no sea perfecta, pero sí muy atractiva». Sin embargo, no era su tipo. Hasta su abuela lo había reconocido.
–¿Qué puedo ofrecerte?
–Quiero que me lleves con Lucy.
–¿Ahora mismo? –preguntó él con incredulidad.
–Ahora mismo.
–No pareces en condiciones de ir a ninguna parte.
–Sí, bueno. Siento mucho no llegar a tus niveles de perfección estética, pero teníamos un trato y yo he hecho mi parte que, tengo que decirte, me ha dejado un amargo sabor de boca. Ahora te toca a ti. ¿Sabes de verdad dónde se encuentran? Si es así, sólo tienes que decírmelo. Iré yo sola. Tengo coche.
Luis decidió que ella era más que capaz de hacerlo si él se lo permitía. Aquella mujer era ciertamente muy obstinada o tal vez necesitaba estar en movimiento para no sentir la pena que se apoderaría de ella irremediablemente. Era un mecanismo de defensa que él reconocía muy bien. Lo había utilizado después de la muerte de Rosa. En su caso, había adoptado la forma de trabajo y más trabajo, lo que algunas personas habían considerado falta de sentimiento.
–La carretera no es buena. Sólo un cuatro por cuatro o, mejor aún, un caballo, te llevará allí.
–No monto a caballo –dijo ella. No le resultaba difícil imaginarse a Luis Santoro sobre uno.
–Entonces, tendrá que ser el cuatro por cuatro.
–¿Me vas a llevar? –preguntó ella, aliviada.
–Como, evidentemente, no estás en condiciones de ir sola, sí, te llevaré yo –afirmó él. Miró su reloj–. Tengo algunas cosas de las que ocuparme, por lo que digamos que nos marcharemos dentro de una hora. Mientras tanto, come algo. Te enviaré a Sabina, que te mostrará dónde puedes ir para refrescarte un poco.
Aquel comentario provocó que Nell se sonrojara. Lo último que quería era mirarse en un espejo.
–¿Quién es Sabina? –preguntó. Pero él ya se había marchado.
No tuvo que esperar mucho tiempo para descubrirlo. La mujer apareció momentos después con café recién hecho. Sus modales le resultaron a Nell muy tranquilizadores. La mujer le explicó en un inglés perfecto, aunque con fuerte acento, que era el ama de llaves.
Tras tomar unos bocadillos y beber un poco de café, lavarse la cara y peinarse, Nell se sintió mucho mejor. Estaba preparada… a menos que no volviera a pensar en aquel beso.
Luis regresó cuarenta y cinco minutos después. Había ido a ver a su abuela para explicarle que estaría fuera el resto del día. Muy pronto, resultó evidente que su plan había ido mucho mejor de lo que había imaginado. Su abuela estaba más animada de lo que la había visto en semanas. Escuchándola hablar de su futura nieta política y de los bisnietos que estaba deseando vivir para ver nacer, Luis se preguntó si deshacerse de aquel falso compromiso le iba a resultar mucho más difícil de lo que había anticipado.
Él mismo se había creado el problema y, sinceramente, esperaba tener que solucionarlo. Sin embargo, el futuro seguía siendo incierto y no se podía permitir tener esperanzas. No obstante, una cosa estaba clara: Nell Frost contaba con la aprobación de doña Elena. Nell Frost, a la que no podía encontrar por ninguna parte.
Observó la bandeja y miró a su alrededor. La rubia inglesa no estaba por ninguna parte. Se dio cuenta de que la puerta que conducía a la biblioteca estaba abierta, por lo que se dirigió hacia allí. Casi inmediatamente la encontró. Estaba subida en lo alto de una de las escaleras que daban acceso a los estantes más altos de la sala.
Nell estaba tan concentrada en un libro que no se dio cuenta de que él había entrado. Él la observó. La imagen era muy agradable. El sol se filtraba por las contraventanas que cubrían las ventanas y destacaba los mechones más rubios de su cabello, además de las esbeltas curvas bajo el vestido de algodón, que prácticamente se había hecho transparente. Su respuesta a aquella imagen fue más terrenal de lo que había imaginado. Irritado, tuvo que esforzarse para volver a guardar su libido. Le pareció un buen momento para recordarse que ella ni siquiera era su tipo.
–¿Haciendo en vacaciones lo que haces en el trabajo?
Nell se sobresaltó al escuchar el sonido de la voz de Luis. Volvió a colocar el libro que tenía sobre las rodillas en su sitio. Lo hizo con el cuidado que un tesoro se mereciera. Entonces, se aclaró la garganta y trató de hablar con tranquilidad, ignorando el temblor que sentía en el estómago.
–Estaba mirando tus libros.
–¿Y no podrías haberlo hecho en el suelo?
Nell ignoró la pregunta.
–¿Sabes que aquí no hay organización alguna? Y tienes unos libros muy valiosos.
–¿Y es una pena que pertenezcan a un lerdo que no los aprecia?
–Lo has dicho tú.
–Creo que a mi bisabuelo le gustaba coleccionarlos –dijo él. A lo largo de los años, le había sugerido a su abuela que la colección debería catalogarse, pero ella lo había considerado una costosa pérdida de dinero.
La indignación de Nell se acrecentó. Le parecía un sacrilegio que alguien tan poco informado pudiera tener acceso a un tesoro como aquél.
–Pues se estará revolviendo en su tumba por la condición de algunos de… En realidad, es criminal. Aquí hay algunos ejemplares verdaderamente raros…
–Jamás había visto a ninguna mujer desplegar tanta pasión por nada a menos que fuera un bolso de diseño.
–Si las mujeres que tú conoces sólo sienten pasión por bolsos, eso dice mucho de tu habilidad en la cama.
La satisfacción que sintió al realizar aquel comentario duró los dos segundos que su cerebro tardó en suministrarle una imagen de sábanas enredadas en extremidades entrelazadas, piel clara contra piel oscura.
Evidentemente, había sido un gran error introducir aquel tema cuando hablaba con Luis Santoro. Apretó los ojos para no ver las explícitas imágenes que su mente estaba creando.
–No quería…
–¿Lanzar un desafío? ¿O mancillar mi masculinidad?
Aquel comentario le provocó un escalofrío por el cuerpo. En su ansia por negar aquella sugerencia, Nell estuvo a punto de caerse de la escalera.
–¡Ten cuidado!
Nell miró durante un segundo los oscuros ojos de Luis. Un pequeño suspiro de alarma se le escapó de los labios mientras la adrenalina y el deseo le recorrían el cuerpo. Se echó hacia atrás y se acomodó de nuevo sobre la escalera. Entonces, respiró profundamente.
–A decir verdad, me interesa mucho más encontrar a Lucy que explorar tus inseguridades masculinas.
–No te preocupes. No soy tan inseguro. ¿Estás pensando bajar de ahí en un futuro cercano?
Nell comenzó a bajar con cuidado, pero, a pesar de todo, volvió a resbalarse. Cuando le quedaban tan sólo tres escalones para llegar al suelo, un par de grandes manos le agarró la cintura.
–¿Qué crees que estás haciendo? –le espetó ella mientras se daba la vuelta para mirarlo con indignación.
–Evitar un accidente. Si no tienes cuidado, señorita Frost, no deberías subirte a las escaleras.
Consciente de que aún tenía las manos de Luis en la cintura, Nell levantó la barbilla y se apartó un mechón de cabello que le cubría el rostro. Afortunadamente, él apartó las manos, pero seguía demasiado cerca de ella.
–En realidad, no tengo problema alguno con las alturas –dijo ella. Los españoles altos con rostro de ángel eran otro asunto–. Son estos zapatos. Las suelas no se agarran bien.
Luis le miró los zapatos.
–Tienes unos pies muy pequeños –comentó tras levantar la mirada–. ¿Te encuentras bien?
–Sí –susurró ella, sin dejar de mirarse los pies.
Luis observó el rubor que le cubría el rostro y el cuello cuando instantes antes había estado muy pálida.
–Pues a mí no me parece que estés bien.
Ella levantó la barbilla, aunque evitó mirarlo a los ojos.
–No puedo evitar el aspecto que tengo.
Con un profundo asombro, Luis se dio cuenta de que no podía evitar sentirse atraído por el aspecto que ella tenía… y mucho. En mucho tiempo, sólo había buscado sexo en una mujer y lo que sentía en aquellos momentos hacia una mujer que apenas conocía le parecía una traición a la memoria de Rosa. Por supuesto, no se podía comparar con lo que sentía en aquel momento. Rosa lo había conocido como la palma de su mano, lo mismo que él a ella. Los dos habían crecido juntos y el vínculo que los unía se había estrechado cada vez más.
–Bien, ¿estás lista?
Nell respondió a la pregunta recordándole enérgicamente que había sido ella la que había estado esperando.
EL ENORME todoterreno, al contrario del coche que Nell había alquilado, tenía aire acondicionado.
–¿Dónde vamos? –le preguntó mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
–A una casita que hay al otro lado de la montaña. Junto al mar.
–¿Qué te hace estar tan seguro de que se encuentran allí?
–A Felipe siempre le ha gustado esa casa. Ha dicho en más de una ocasión que es el nidito de amor perfecto.
Luis no mostró más inclinación de hablar. Un incómodo silencio se extendió entre ellos. La carretera resultó ser tan mala como él le había dicho. Llegó a hacerse tan empinada que hasta las ruedas del cuatro por cuatro tenían dificultades a la hora de agarrarse al asfalto. En una ocasión, Nell contuvo la respiración.
Luis la miró y vio que su rostro estaba muy pálido y reflejaba una gran tensión.
–Normalmente la carretera no está tan mal. El mes pasado hubo unas tormentas muy fuertes.
–Mientras no tengamos ninguna ahora.
Poco después, la carretera se hizo más llana y comenzaron a avanzar por una zona boscosa. Nell expresó su sorpresa ante una vegetación tan abundante.
–¿No puedes ir un poco más rápido? –preguntó con impaciencia.
–Podría –respondió él mientras observaba como ella cerraba los ojos cuando tomaban una curva muy cerrada–. También podrías conducir tú, pero tendrías que tener los ojos abiertos.
–No se me dan bien las alturas –dijo–. Y tú deberías mirar la carretera, no a mí.
–Tal vez me siento impotente ante tu fatal atracción.
Luis bajó los ojos para ocultar la sorpresa ante la inesperada verdad de aquella afirmación. ¿Qué tenía el rostro de Nell que tanto lo fascinaba? Giró el rostro y observó el suave perfil de la joven antes de centrar su atención de nuevo en la carretera. Jamás había conocido a una mujer que tuviera un rostro tan expresivo.
Rosa había sido una belleza clásica. Aquella muchacha no lo era. Luis sintió deseos de buscar sus imperfecciones. Tenía los ojos muy hermosos, pero el resto de sus rasgos no eran excepcionales. Sin embargo, la boca, que era demasiado generosa para su rostro, ejercía una creciente fascinación sobre él.
Nell giró el rostro para observar el paisaje. Se dio cuenta de que una bruma estaba empezando a levantarse del suelo. Estaba muy baja y cubría la vegetación con un sudario espectral que reducía bastante la visibilidad.
–¿Crees que esta niebla va a empeorar?
–Podría ser.
La niebla sería el menor de sus problemas. Luis se había dado cuenta de que tenían el depósito de la gasolina casi vacío. Apretó los dientes. Decidió que no había razón para decírselo a Nell. Ella se enteraría tarde o temprano. Además, podría ser que llegaran a la costa antes de que el depósito se vaciara por completo.
La miró de nuevo y vio que ella había vuelto a mirar por la ventana. Tenía un aspecto tan tenso como la cuerda de una guitarra. Su cuerpo estaba completamente rígido.
–¿Por qué estás aquí?
Nell lo miró con irritación.
–Ya te lo he explicado.
–Sí. Sé que has venido a salvar a tu sobrina de las garras de mi primo. Lo que no comprendo es por qué tú.
–¿Qué quieres decir con eso de por qué yo?
–Bueno, ¿acaso tu sobrina no tiene padres? ¿Tu hermano o tu hermana?
–Lucy es la hija mayor de mi hermana Clare. También tiene un bebé de corta edad. He venido yo porque Lucy se puso en contacto conmigo. Quería que fuera yo la que se lo dijera a sus padres.
–Pero no lo has hecho.
–Si consigo ver a Lucy a tiempo, no habrá necesidad alguna de preocuparles.
–Son padres. Lo de preocuparse forma parte de la definición.
–Y yo soy sólo la tía, ¿verdad? Da la casualidad que Lucy y yo estamos muy unidas –dijo–. Supongo que estarás pensando que yo debería dejar que ella hiciera lo que quisiera.
–Es una opción. Aprendemos de nuestros errores.
Nell lo miró con desaprobación.
–¿Estás diciendo que, en algún momento de tu vida, tú también cometiste un error? No me lo puedo creer. Yo creía que tú habías alcanzado la infalibilidad ya en la cuna.
Aquel ácido comentario sólo provocó una sonrisa. Luis Santoro debía de tener la piel de un rinoceronte. Además, debía de llevar años perfeccionando aquella sonrisa tan devastadora delante de un espejo.
–No todos somos tan duros como usted, señor Santoro. Ni tan pagados de nosotros mismos.
–Creo que te deberías olvidar de eso de señor Santoro mientras lleves ese anillo en el dedo.
Nell miró automáticamente el dedo donde llevaba el anillo y, tras mirarlo con desaprobación, trató de quitárselo del dedo. Después de todo, ya no había necesidad alguna de fingimientos.
–¡Se me ha quedado atascado! –exclamó ella–. No se mueve ni un milímetro –aulló mientras trataba de sacarse el pesado anillo.
–No te preocupes –comentó él–. Siempre podemos echar mano de la amputación. También podrías habérselo dicho a los padres de tu sobrina, pero no lo hiciste. Esto es problema suyo, no tuyo.
–Ya te he explicado que ellos no podrían haber hecho nada –afirmó, aunque estaba comenzando a tener dudas. De hecho, podría ser que incluso la estuvieran buscando a ella.
–¿Y tú sí?
Nell lo miró muy irritada.
–Por si no te has dado cuenta, estoy haciendo algo, siempre suponiendo que tú estés en lo cierto y que ellos estén en esa casa. Y que no lleguemos demasiado tarde.
–¿Tan malo sería que ya estuvieran casados?
Nell apartó la vista del barranco por el que estaban pasando en aquellos momentos y que era muy profundo y lo miró con incredulidad.
–¿Malo, dices? ¿Malo? ¿Estás loco? Lucy tiene diecinueve años. Tiene la vida entera por delante, la universidad, una profesión… Está en el momento de su vida en el que debería estar teniendo aventuras, descubriendo quién es, pero no casándose con un… un…
–¿Español? –sugirió él mientras la miraba con diversión en los ojos.