Urbanismo Ecológico. Volumen 3 -  - E-Book

Urbanismo Ecológico. Volumen 3 E-Book

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Por un lado, nos parece obvio que hay que trabajar fuera de las estructuras profesionales y disciplinarias; por el otro, no es tan fácil hacerlo. A menudo los esfuerzos colaborativos se ven obstaculizados por divergencias de lenguaje y de terminología, ni qué decir por modos de pensar y trabajar distintos. Esta serie de textos breves, escritos por profesores de distintos departamentos y escuelas de la Harvard University, intenta resaltar no solo los puntos en común en las aproximaciones a la ecología, sino también sus diferencias. Giuliana Bruno, por ejemplo, explora la relación entre el urbanismo ecológico y las artes visuales en la obra de la artista islandesa Katrin Sigurdardóttir, cuya práctica demuestra que el urbanismo ecológico es un ?producto de la vida mental, alentado por el movimiento de la energía mental y el movimiento empático de la emoción?. Verena Andermatt Conley explica Las tres ecologías de Félix Guattari, mientras que Leland Cott trata la reutilización de las ciudades, lo que Guattari llama ?transducción?. Lawrence Buell escribe sobre el urbanismo ecológico como metáfora urbana; Preston Scott Cohen y Erika Naginski, sobre el papel que desempeña la naturaleza en la teoría de la arquitectura; y Lizabeth Cohen nos recuerda que ?el urbanismo sostenible no puede traducirse en ciudades verdes para blancos ricos?. Finalmente, el texto de Margaret Crawford argumenta en favor de un urbanismo disperso capaz de integrar agricultura y horticultura, y de un modelo de ciudad drásticamente diferente al impuesto por normas pasadas. Amy C. Edmondson, profesora de la Harvard Business School, señala que existen investigaciones que demuestran que los esfuerzos colaborativos entre personas similares tienen más éxito que aquellos entre grupos diversos. Es necesario un liderazgo fuerte para coordinar dichos esfuerzos, así como respeto recíproco y que se reconozcan los diferentes lenguajes y formas de trabajo. La exploración que David Edwards hace de la purificación del aire viene seguida por el provocador ensayo de Susan S. Fainstein sobre la justicia social. En lo que inicialmente parece contradictorio es donde pueden surgir nuevas posibilidades. ¿Tiene relación la calidad del aire con la justicia social? Por supuesto que sí. En la reunión de contradicciones podemos encontrar respuestas para la ciudad actual y futura. Por ejemplo, Edward Glaeser aboga por una forma de vida más templada, lejos de los extremos del calor y el frío excesivos, aunque esas zonas templadas sean a menudo las mejor preservadas: ?Si Estados Unidos quiere ser más ecológico, debe construir más en San Francisco y menos en Houston?. ¿Bajo qué parámetros estas ciudades son más ecológicas? Uno de los temas que este ensayo explora: los parámetros y el lenguaje que empleamos para evaluar el urbanismo ecológico. Donald E. Ingber, director del Wyss Institute for Biologically Inspired Engineeiring de la Harvard University, nos enseña cómo las ciudades podrían evolucionar en el futuro, al tiempo que nos advierte que nos exigirán nuestra colaboración en formas hasta hora inauditas. Las secciones ?colaborar? aparecen tres veces en este libro, en parte para reforzar la idea de que la colaboración es un aspecto esencial del urbanismo ecológico. A todos los que contribuyeron a esta sección se les pidió que hablaran brevemente sobre la sostenibilidad desde su propia disciplina. Los textos se han dispuesto alfabéticamente para generar un orden temático arbitrario que resalte no tanto las similitudes como las divergencias entre los distintos métodos. Varios de los textos en esta sección tratan sobre la relación entre la sostenibilidad y los diferentes estilos de vida. John Stilgoe nos recuerda que es mejor apagar las luces, pero no como un castigo para alcanzar la sostenibilidad, sino para volver a disfrutar la noche.

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Colaborar I

Por un lado, nos parece obvio que hay que trabajar fuera de las estructuras profesionales y disciplinarias; por el otro, no es tan fácil hacerlo. A menudo los esfuerzos colaborativos se ven obstaculizados por divergencias de lenguaje y de terminología, ni qué decir por modos de pensar y trabajar distintos. Esta serie de textos breves, escritos por profesores de distintos departamentos y escuelas de la Harvard University, intenta resaltar no solo los puntos en común en las aproximaciones a la ecología, sino también sus diferencias. Giuliana Bruno, por ejemplo, explora la relación entre el urbanismo ecológico y las artes visuales en la obra de la artista islandesa Katrin Sigurdardóttir, cuya práctica demuestra que el urbanismo ecológico es un “producto de la vida mental, alentado por el movimiento de la energía mental y el movimiento empático de la emoción”. Verena Andermatt Conley explica Las tres ecologíasde Félix Guattari, mientras que Leland Cott trata la reutilización de las ciudades, lo que Guattari llama “transducción”. Lawrence Buell escribe sobre el urbanismo ecológico como metáfora urbana; Preston Scott Cohen y Erika Naginski, sobre el papel que desempeña la naturaleza en la teoría de la arquitectura; y Lizabeth Cohen nos recuerda que “el urbanismo sostenible no puede traducirse en ciudades verdes para blancos ricos”. Finalmente, el texto de Margaret Crawford argumenta en favor de un urbanismo disperso capaz de integrar agricultura y horticultura, y de un modelo de ciudad drásticamente diferente al impuesto por normas pasadas.

El trabajo de campo como arte

Giuliana Bruno

Urbanismo ecológico y/como metáfora urbana

Lawrence Buell

Blanco y negro en las ciudades verdes

Lizabeth Cohen

El retorno de la naturaleza

Preston Scott Cohen y Erika Naginski

Prácticas urbanas ecológicas: Lastres ecologíasde Félix Guattari

Verena Andermatt Conley

Modernizar la ciudad

Leland D. Cott

Entornos urbanos productivos

Margaret Crawford

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El trabajo de campo como arte

Giuliana Bruno

Al ser un fenómeno cultural de largo alcance, el urbanismo ecológico se extiende más allá de la arquitectura, el paisajismo, el urbanismo y la planificación urbana para entablar relaciones sobre todo con las artes visuales: sus visiones, metodologías y modelos imaginarios pueden presentarse vigorosamente en forma de obras de arte.

La artista islandesa Katrin Sigurdardóttir crea maquetas de arquitectura cuya construcción interna alude a un trabajo de campo activo. Lleva a cabo instalaciones medioambientales táctiles animadas por el movimiento del espectador que, a su vez, activa ese espacio de una forma imaginativa. Sin título (2004), por ejemplo, consiste en una larga pared aserrada que formalmente se parece a una línea de la costa nórdica que los visitantes del museo pueden recorrer imaginariamente al pasearse por la instalación. Esta gran estructura arquitectónica, que en apariencia se cierra sobre sí misma, despliega la imagen de un paisaje remoto en el que se conectan cultura y naturaleza. Lo mismo sucede en Isla (2003), que parece una isla en miniatura y produce el mismo efecto a una escala escultórica distinta. En ambas obras, esta forma de travesía arquitectónica imaginaria permite experiencias de ocupación distintas al desarrollarse como una geografía creativa.

La obra de Sigurdardóttir nos recuerda que, como producción del espacio, el urbanismo ecológico es un fenómeno complejo en el que no se puede separar lo perceptivo y lo figurativo de la función y del uso. La artista trabaja con un espacio figurativo que se utiliza a un nivel conceptual y se habita a un nivel perceptivo. Su espacio muestra señales de uso, como sucede con la obra Parcelas extrañas (2005),

cuyas siete cajas de embalaje crean imaginariamente segmentos de un barrio neoyorquino. Estas unidades separadas del habitar urbano pueden viajar: las cajas pueden transportarse por separado, encontrar su lugar en ubicaciones distantes y desplegar pruebas de sus viajes con documentos de tránsito. Juntas, las cajas crean un paisaje urbano con todos los viajes potenciales que conllevan por separado, de manera que ilustran el mismísimo imaginario arquitectónico del urbanismo ecológico.

Sigurdardóttir nos muestra que la imagen de una ciudad es un ensamblaje interno en verdadero movimiento: el mapa mental del lugar en que vivimos, que llevamos con nosotros. Este tipo de tejido urbano, materializado en Parcelas extrañas, se vuelve terroso en Recorrido (2005), cuyas once cajas de embalaje forman la imagen de un paisaje natural. En el mapa de la artista tienen lugar desplazamientos y condensaciones que, en su recorrido imaginario, hilvanan materiales del inconsciente y revisten una forma mnemotécnica. El trabajo del recuerdo queda expuesto en Hierba verde de casa (1997, arriba), una maleta/caja de herramientas con múltiples compartimientos plegables que, al abrirse, despliegan su bagaje de recuerdos. Cada compartimiento contiene una maqueta de un parque o un paisaje que, en algún momento, estuvo cerca de las casas que la artista

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tuvo en las distintas ciudades en las que ha vivido. Este paisaje de la memoria nos lleva de Reikiavik a Nueva York, San Francisco y Berkeley. La maleta mnemotécnica fue construida por una artista en tránsito y funciona como un estudio móvil, viajando con ella como un equipaje, y llevando consigo el viaje del habitar.

El interior de esta maleta es un paisaje exterior que a su vez contiene los rastros de un mundo interior. Y, así, el mapa interior de un espacio vivido se construye como un desplegable, una estructura que vuelca las cosas de dentro afuera. En la obra de esta artista, lo interior y lo exterior son dos caras de una misma arquitectura, y experimentamos la inversión que vemos en las telas reversibles, donde dentro y fuera no están diferenciados, sino que son intercambiables. Las instalaciones de Sigurdardóttir trabajan como si la arquitectura fuera un tejido, un espacio vestido con una tela reversible para que todo lo interno pueda volverse hacia fuera, y viceversa. Esta forma de dar la vuelta al espacio se repite en Planta segunda (2003), una versión del gran paisaje plegable de Sin título, que también nos recuerda a la miniatura Isla. La misma lógica de dar la vuelta se utiliza aquí bajo la forma del vestíbulo del apartamento de la artista en Nueva York, que se retuerce para encajar en el mapa de un lecho fluvial islandés, conectando así el paisaje del lugar de origen con el urbanismo del hogar escogido.

Mientras que los recuerdos migratorios de los espacios vividos se mantienen unidos en la construcción de texturas del imaginario arquitectónico del urbanismo ecológico, el tejido generador de la arquitectura despliega su propia naturaleza reversible. Así, este paisaje cultural muestra su uso interno de muchas maneras, una huella de los recuerdos, la atención y la imaginación de aquellos habitantes pasajeros que los han atravesado en diferentes momentos. Estos entornos artísticos pueden contenernos a nosotros, los espectadores, en su diseño geofísico y podemos guiar nuestras propias historias, pues también estas llevan nuestra respuesta emocional al espacio, como muestra la artista en su obra Fyrirmynd/maqueta (1998-2000). En lo que todavía constituye otra inversión de dentro afuera, se traza una carretera en miniatura a partir del diagrama de los caminos neuronales que se activan en nuestros cerebros cuando respondemos emocionalmente ante una percepción. Al hacer que el tejido del espacio vivido sea perceptible mediante caminos reversibles y plegables, la artista expone la textura neurológica de la fabricación arquitectónica, demostrando que, como imaginario arquitectónico, el urbanismo ecológico es un producto de la vida mental alentado por el movimiento de la energía mental y el movimiento empático de la emoción.

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Urbanismo ecológico y/como metáfora urbana

Lawrence Buell

Como humanista medioambientalista, al explayarme sobre “urbanismo ecológico” seguro que doy la impresión de ser alguien que viene desde los confines más remotos del tema. Me acerco a la materia como un lego profundamente interesado, curioso por saber en qué puede consistir esta rúbrica luminosa, sugerente, pero hasta ahora ignota. Como “ecocrítico” especializado en discursos y representaciones artísticas y literarias, pienso inmediatamente en términos de una metáfora, pues algunos tropos originales se nos insinúan como posibles lentes a través de las cuales imaginar qué es y qué podría ser el urbanismo ecológico. ¿Puede entenderse como una agenda? ¿Como una escuela, un nexo, un diálogo o un mercado? Puede que quepa imaginarla como todo esto, y más. Sin embargo, independientemente de cómo quieran sus impulsores definir su proyecto, la metáfora siempre será una parte constituyente –aunque no obstruyente– de la conformación, comunicación y recepción de lo que pueda entenderse por urbanismo ecológico.

En este caso, mi confianza nace de la conciencia de que se trata de una práctica antigua dentro del urbanismo, basada en metáforas para proveer de compendios esquemáticos la relación entre lo construido y lo natural en el espacio urbano. Revisando la historia de cómo la literatura y otros formatos imaginan el espacio urbano, encontramos una cornucopia de metáforas “definitorias” empleadas de mil formas para este propósito. Algunas son recientes, otras milenarias, y entre ellas se incluyen –aunque no agoten la lista de posibilidades– la ciudad/naturaleza como binomio, como macroorganismo global, como palimpsesto, como fragmento(tanto en el sentido de distritos fisurados como en el de marcos espaciales por los que uno se guía seriadamente), como red, como

dispersión, como apocalipsis(la ciudad como forma de ocupación utópica o distópica por excelencia)... y puede decirse que todas ellas cuentan con sus ventajas y defectos heurísticos a la hora de entender la materialidad del medio ambiente y la experiencia existencial del urbanismo.

El caso específico al que quiero referirme aquí es el de la metáfora de la ciudad como organismo, que cuenta con una larga tradición en la imaginación poética. El poeta romántico William Wordsworth se imagina a sí mismo parado al amanecer en el puente londinense de Westminster, imaginando el “grandioso corazón” que “reposa” bajo la escena de tranquilidad bucólica (“La tierra no tiene nada más hermoso que mostrar”), y su sucesor estadounidense Walt Whitman personifica al “Manhattan de un millón de pies”. En Finnegans Wake,James Joyce mitifica a Dublín como una configuración de tierra primigenia y deidades fluviales en las figuras de Humphry Chimpden Earwicker y Anna Livia Plurabelle. Sin embargo, estas personificaciones urbanas gozan aún de mayor continuidad en la historia y la teoría propias del urbanismo. El historiador cultural Richard Sennett sostiene que en la ciudad “los espacios toman forma en gran medida a partir de cómo la gente vive su propio cuerpo”, trazando en su libro Carne y piedraeste presunto linaje, que va desde la teoría de la polisclásica ateniense hasta las metrópolis multiculturales y fragmentadas actuales. Según él, la práctica arquitectónica se ve influenciada, en todos sus niveles, por las estrategias imperantes de exposición u ocultamiento corporal. La teórica de la cultura Elizabeth Grosz somete este modelo –y creo que con razón– a una crítica feminista excesivamente intencional y teleológica, abogando por que entorno y cuerpo se “produzcan el uno al otro” de maneras mutuamente transformadoras. Pero este

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contraargumento solo refuerza la idea que subyace en la analogía cuerpo-ciudad.

Más llamativa incluso para nuestro actual propósito es la frecuencia con la que el lenguaje del holismo corporal se filtra a los modismos de la planificación urbana, como cuando los paisajistas y los urbanistas reciclan el cliché de Frederick Law Olmsted, según el cual los parques son “los pulmones de la ciudad”, o utilizan la metáfora de “arteria” para hablar de las grandes autopistas. O como cuando los ingenieros y analistas medioambientales hablan del “metabolismo urbano” y de la “huella ecológica” de la ciudad no ya como frases hechas, sino como realidades sujetas a mediciones cuantitativas. En pocas palabras, ni los escritores de ficción ni los académicos humanistas tienen nada parecido a un monopolio sobre la metáfora orgánica urbana. Al contrario, esta parece gozar de más vitalidad y ser más duradera tanto en la cultura popular como (quizás por esa misma razón) en un abanico impresionantemente amplio de vocabularios profesionales.

Dicho todo esto, pasemos ahora a la pregunta: “¿y qué?”. ¿Qué bien, o qué mal, nos hace confiar en una metáfora de la ciudad como organismo en estos diversos contextos? Entre sus ventajas obvias estarían las siguientes: en primer lugar, nos facilita un modo accesible y atrayente de considerar la escena urbana como una Gestaltunitaria que se presenta a sí misma como vital en lugar de estática; no como algo incontrolable e indescifrablemente extraño, sino como algo potencialmente íntimo y simbiótico con sus ocupantes humanos. Potencialmente, la ciudad como cuerpo también podría evocar y fortalecer un sentido compartido de identidad colectiva. Y más allá de esto, aunque fuera en un sentido muy rudimentario, también nos habla de una ética ambiental: la suposición de que una ciudad tendría que funcionar como un cuerpo sano.

Con todo esto no quiero decir que la metáfora de la ciudad como organismo no presente sus lados negativos. Su holismo conduce, por ejemplo, a un cierto gigantismo en el que se funden los individuos con las masas. La fijación por la salud de la ciudad-cuerpo como conjunto puede llevarnos a poner en segundo plano otros aspectos (cuando, por ejemplo, empezamos a pensar en arterias principales, podemos perder fácilmente de vista a la gente y a los barrios pobres). Otro problema relacionado con el anterior, aunque más sutil, es

la facilidad con la que dos componentes centrales de la metáfora de la ciudad como organismo se separan de ella para irse a los extremos –el cuerpo/ciudad como jugada psicológica, la higiene medioambiental como fetiche–, como cuando la teórica de la arquitectura Donatella Mazzolini se refiere a la metrópolis como la “concretización de las grandes estructuras oníricas de nuestro cuerpo colectivo”, o como cuando la ciudad como cuerpo se ve atacada por alguna patología que debe combatirse mediante la expulsión de las presencias humanas problemáticas mediante una “purga urbana,” como dice el antropólogo Arjun Appadurai.

Pero al margen de sus posibles abusos, una defensa minimalista del valor instructivo que contiene la metáfora global de la ciudad como organismo sería que, cuando se la utiliza con un espíritu de autoconciencia crítica, nos ofrece una “vía negativa”instructiva para que los ciudadanos, urbanistas y todo tipo de gente pensante escenifiquen las formas en las que la ciudad real no se ajusta a aquello que debería ser, o que alguna vez fue. Este es, por ejemplo, el espíritu de gran parte del análisis de la “huella ecológica”.

Ahora bien, no quiero parecer el gran defensor de la metáfora de la ciudad como organismo, ni de ninguna otra. En efecto, la metáfora puede tener un poder afectivo y ayudar a la percepción a centrarse más claramente en llamar nuestra atención hacia lo que, de otro modo, bien podríamos obviar. Pero las metáforas son escurridizas, dúctiles, y están sujetas al abuso o a la ingenua (o terca) interpretación equivocada. Lo que quiero decir con esto es que, como no podemos evitarlas, debemos estar preparados para ambos escenarios. Seamos o no humanistas declarados, vivimos mucho más al son de las metáforas de lo que tendemos a darnos cuenta, tal como sugieren, entre otros muchos, George Lakoff y Mark Johnson en su esclarecedor librito Metáforas de la vida cotidiana. Los discursos de los autores que aparecen en este volumen lo confirman implícitamente. Me fascina ver que la mayor parte de las metáforas que he señalado al inicio, si no todas, se encuentran en estos discursos a distintos intervalos, sobre todo las de la ciudad/naturaleza como dicotomía, como red y como apocalipsis. Lo mismo podría decirse del proyecto del urbanismo ecológico que está desarrollando la Graduate School of Design de la Harvard University. Seguro que encontrará en la metáfora un recurso necesario.

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Blanco y negro en las ciudades verdes

Lizabeth Cohen

Cuando pienso en la sostenibilidad de las ciudades como historiadora, empiezo a preguntarme sobre lo fundamentalmente sostenibles que han sido desde la II Guerra Mundial, como lugares donde la gente quiere vivir, trabajar y actuar. Me centraré aquí en cómo los estadounidenses han percibido las ciudades como entornos atrayentes para vivir durante la segunda mitad del siglo xx.

Podemos aprender mucho sobre la popularidad de las ciudades en general, y de ciertas ciudades en particular, con solo examinar algunas estadísticas sencillas de población entre los años 1950 y 2000. Estas cifras crean un contexto histórico crucial donde poder situar cualquier discusión que queramos tener sobre el urbanismo ecológico.

Si miramos la tabla adjunta, lo primero que veremos es el rankingsegún tamaño en 1950. Aparecen en la lista las diez ciudades más grandes de Estados Unidos en 1950, seguidas por otras cinco ciudades que aparecerán entre las diez más grandes en 2000, pero que en 1950 eran mucho más pequeñas. Las cinco añadidas a las diez primeras están todas en el sur y el suroeste del país, y siete de las quince ciudades de la lista aparecen en cursiva para indicar su crecimiento entre 1950 y 2000. A excepción de Nueva York, todos estos enclaves de crecimiento urbano se ubican,