Vendrá la muerte y tendrá tus ojos - Magela Baudoin - E-Book

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos E-Book

Magela Baudoin

0,0

Beschreibung

En este libro de cuentos, Magela Baudoin nos recuerda que el día a día puede convertirse en literatura. En sus páginas hay desencuentros familiares, rencores entre hermanos a pesar del amor, niñas y mujeres rebeldes. Hay dolor y resignación, pero también mucha valentía. «El don de la memoria es un arma de doble filo en las historias de este libro. ¿Recordamos más lo que necesitamos para sobrevivir? ¿De cuántas catástrofes estamos hechos? Magela Baudoin tiende una mirada infinita que revela los ángulos más oscuros, temibles y preciosos de la vida. En estas páginas la ternura corta». —Socorro Venegas «Con una mirada incisiva, capaz de traspasar las densas capas de las realidades más diversas, Magela Baudoin nos abisma en estos relatos al dolor de la pérdida, a la oscuridad de la violencia y la locura, a la nostalgia de lo irrecuperable, a la muerte anticipada y ondulante del que ve que su memoria desaparece, a lo turbio y a lo luminoso de otras vidas. Y lo hace con audacia narrativa, con imaginación y destreza, y con una sensibilidad que le permite insuflarle al horror poesía y belleza». —Piedad Bonet

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 246

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Recuerdo mi niñez cuando yo era una anciana Las flores morían en mis manos porque la danza salvaje de la alegría les destruía el corazón.

ALEJANDRA PIZARNIK

Es un tipo de memoria muy pobre la que sólo funciona hacia atrás.

LEWIS CARROLL

A Sergio, Luciana, Rodrigo y Fernanda. También, y sobre todo, a Eli.

SÓLO VUELO EN TU CAÍDA

Para mi hermana Natalia

Prolija memoria, permite, siquiera, que por un instante sosieguen mis penas.

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

EL TRAJE

Adriano no podía tardar más de treinta minutos. Te veo en la funeraria, hijo, se había despedido papá. Tenía el tiempo justo para sacar el dinero de la mesa de noche de mamá y elegir la ropa con que Nico entraría al ataúd; también debía elegir la muda que Filis necesitaba para cambiarse el uniforme sucio. Debía apurarse pues papá y mamá lo estaban esperando para pagar los servicios funerarios y Filis estaba llena de sangre, todavía en la clínica, con Neera. No sabía qué era peor: si contratar el ataúd y vestir a Nico o consolar a Filis. El suyo era el trabajo más fácil, se decía, y quería con todas sus fuerzas hacerlo bien y rápido, tratando de mantener a raya su voz y su corazón vacilantes. No sentir, sólo hacer. Levantar cincuenta kilos en discos de fierro y empujar para no quedar triturado por el peso de los acontecimientos. Cerrar los ojos y sólo empujar. Mas su fuerza lo estaba traicionando. Los tobillos le temblaban de tal modo que no había podido presionar los pedales y echar a andar el auto. Adriano golpeó el volante. Por suerte nadie, excepto su cuñado, lo había visto. Sergio le quitó la llave y condujo callado. Adriano lo agradeció. Sabía cómo encontrar valor en la ira. Se bajó del auto resuelto a salir del departamento tan pronto como entraran. Abrió la puerta principal del edificio y se fijó en que las manchas de sangre del atrio habían sido limpiadas.

El departamento había quedado a oscuras. Sergio encendió la luz del pasillo y los detuvo una corriente de aire helado que provenía de una ventana abierta, de la habitación de Adriano y de Nico. Compartir habitación nunca le había molestado a Adriano, ni antes de irse de intercambio ni al regresar. En realidad, Nico le había hecho más suave el retorno porque no lo examinaba, no tenía desilusiones sobre el futuro y, además, por alguna razón que Adriano no entendía, lo admiraba. Nico quería ser como él, a pesar de haber descartado la beca en Estados Unidos para quedarse a estudiar en Bolivia. ¿Quién quiere estudiar en Bolivia? Adriano tenía un desapego por el porvenir que le ponía a mamá los pelos de punta y a todos los demás podía parecerles, en algún punto, dejadez, distracción, lentitud. Despierta, hijo, le reclamaba papá. Pero a Nico aquel gusto de Adriano por lo insignificante le parecía lo mejor. Mi hermano es el más de la puta, decía Nico. Juntos se habían vuelto adictos a las artes marciales, a la ciencia ficción y, ahora último, a las revistas de manga, que Nico había descubierto y lo traían loco.

Se paró en el umbral de la puerta abierta y observó las dos camas deshechas. Las almohadas yacían una en el piso y la otra sobre el cobertor, doblada. Nico y él las usaban como sacos de boxeo. Ahora todo era tan grande y tan vacío que había eco. Se aproximó a la ventana abierta. No había un solo vidrio sobre la cama, como él había supuesto. El vidrio del ventanal estaba entero. Sacó el pecho hacia afuera del edificio, experimentó por unos segundos el magnetismo del vértigo y compuso una explicación de inmediato, un manto que amortiguara la caída y que pudiera protegerlos. Mamá no soportaría las dudas. Adriano le había dicho muchas veces a Nico que el que pegaba primero pegaba dos veces, que llevaba la ley de la ventaja. No iba a permitir que se instalara otra verdad que la suya: el juego. Eso es lo que le diría a la policía, a sus padres y hermanos, a los amigos. Nico había estado saltando de una cama a la otra, lanzando las patadas que él mismo le había enseñado. Sergio presionaba: Ya vámonos, hermano. Pero Adriano iba y volvía de una cama a la otra, midiendo la extensión de un salto, la abertura de una patada, el ángulo del desplazamiento. Nico había caído de espaldas, boca arriba, no de bruces. Por eso tenía, en el rostro intacto, los ojos asombrados y los labios entreabiertos. Vamos, Adriano, la ropa. Sí, su hermano había perdido el equilibrio jugando. Había caído de espaldas por la ventana abierta. Ésa era la historia. Adriano revolvió el clóset y no encontró nada adecuado. ¿Hay ropa «adecuada» para un entierro? ¿Debería elegir algo nuevo y elegante o más bien lo que más le gustaría usar a Nico?

De todas maneras el guardarropa de su hermano era más bien escueto: tres pantalones, un par de chompas viejas, ninguna camisa de vestir, nada a la moda. Filis siempre se quejaba de que «no tenían ropa» y abarcaba a Nico en su consigna para hacerse escuchar, pero la única que lo hacía era Neera, que aparecía con una falda para Filis, con un par de zapatos para ambos, con un blue jean nuevo para Nico. A todos los demás, lo de la ropa les parecía superficial, una exageración, un efecto idiota del colegio caro que apenas se podía pagar. Pobrecita la niña que no tiene qué ponerse, se había burlado el mismo Adriano muchas veces. Ponía énfasis en el «pobrecita», riéndose. Lo más pasable que tenía Nico era el uniforme de karate blanco, con el cinto verde. ¿Qué dices?, preguntó y Sergio asintió. ¿Medias? ¿Calzoncillos? Sergio volvió a asentir. Adriano había llevado a Nico al karate para que aprendiera a defenderse, pero Nico nunca estuvo muy bien dotado para la pelea. No le gustaba golpear, sino elevarse en el aire, hacer figuras, volteos, patadas y caer de pie como un felino. Adriano, vamos de una vez, hombre. Sí, sí.

Faltaba Filis. Había sido Neera, la mayor, quien le pidió una muda para Filis, luego de lavarle la cara y las manos manchadas de sangre en el baño de la clínica. Su hermana llevaba todavía la polera del colegio, una polera que había que tirar a la basura, había dicho Neera, y un blue jean gastado que seguramente también habría que botar. El óxido, el olor, el sabor de la sangre eran fulminantes para Adriano. Alguna vez había sido donante y en cada pinchazo, al ver entrar el chorro delgado y oscuro en el tubo de ensayo, le venía la náusea y el desmayo instantáneo. Filis se burlaba de él: ¡En tu tamañote!, le decía. Y, a pesar de eso, aquel día sí había podido. Había alzado a Filis, le había besado las manos con la sangre seca. Ella no hablaba y él tampoco. Sólo Neera podía ponerlos en marcha. Ve, ve rápido que no puede estar más así, mira cómo ha dejado la silla manchada. Neera se parecía a mamá, sólo que su debilidad era Filis; la de su madre era... Mamá había entrado al quirófano a una operación inútil, que todos sabían que no resultaría, pero que igual intentaron en busca de un milagro. Adriano, ¡vamos! Filis tampoco tenía demasiadas opciones, pero sí una camisa y un pantalón oscuros. Medias, zapatos. Sí, una chamarra para el frío. Salieron rápido, cerraron la puerta del departamento, sin echar llave, y cuando el ascensor se abrió en la planta baja, Adriano dijo: «¡Mierda, el dinero!».

Era más de la medianoche cuando llegaron a la clínica, luego de pasar por la funeraria. Todo parecía distinto: más lento y neutral. No quedaba nadie en los pasillos ni en las sillas de espera y las enfermeras pasaban casi levitando con sus sacos de lana sobre los uniformes blancos. Neera los esperaba en la antesala del consultorio donde reposaba Filis sobre una camilla. Mamá estaba en la funeraria con papá, vistiendo a Nico. Papá había tosido para no llorar al ver el traje de karate. A esas alturas, Adriano había perdido la noción del tiempo: era un piloto perdido sin instrumentos en la inmensidad de una nube. Donde quiera que miraba todo era gris.

¡Por fin!, dijo Neera al verlos aparecer y, antes de que pidiera nada, Adriano y Sergio le fueron pasando lo que habían traído para Filis: pantalón, camisa, medias, zapatos. ¿Y la ropa interior?, preguntó Neera. No habían pensado en eso; a pesar de que sacaron calzoncillos para Nico, ni se les había cruzado por la mente. Ella les sonrió con piedad. Sergio vio que le temblaban los labios. Es horrible, dijo ella y Sergio vio a Filis consumida por la penumbra. No pudo evitar pensar en la niña que lo recibía cuando recién iba a visitar a Neera. Hola, mocosa, le dijo, pero Filis no le respondió. En el baño, Filis no quiso que su hermana la cambiara. Recibió la ropa y cerró la puerta.

LA PRENSA

Los agentes de la policía habían hablado con papá en una esquina, bastante próximos a la puerta de Emergencias. Ahí había estado Nico antes de que lo trasladaran a la sala de operaciones. Neera los observaba a distancia, tratando de adivinar a través de los gestos de su padre mientras abrazaba a Filis, que estaba sentada a su lado en una mudez que luego se volvería una marca de su personalidad. Toda una vida era suficiente escuela para saber leer el lenguaje de los gestos. Papá fruncía el ceño impaciente y le aparecía esa arruga vieja y profunda que los asustaba de niños. Trataba de ser consistente en su aplomo y lo conseguía, pero estaba nervioso. Manejaba las manos de un modo más rígido que sereno, casi cortante. ¿Qué le pasa?, dijo en voz baja Neera, justo cuando su padre metió las manos en los bolsillos del pantalón. ¿Estaba nervioso o en realidad estaba reprimiendo la fuerza de un tractor, de una mole mecánica cuya única voluntad era la de aplastar?

Eso pensó Neera, aunque quién sabe si no era ella la que quería dar pelea, a pesar de sus esfuerzos de autocontrol y de la mirada de su padre que le exigía, como siempre, ¡valor! Sacar fuerzas de una cantera que, en esas circunstancias, Neera no encontraba. No se llora en los momentos difíciles, carajo, decía papá. Podía repetirlo de memoria. De sus hermanos, ella era quien más sabía someter su corazón a la índole de un monasterio. Pero cuando apareció la prensa no pudo. Sabía a lo que venían; ella misma había estado del otro lado miles de veces. No se dio cuenta de cuándo ni con quién dejó a Filis. Tal vez con Sergio, que era su novio o compañero o marido. Neera nunca sabía cómo presentarlo desde que decidieron vivir juntos. Sólo saltó y les cerró el paso en el hall de la clínica, que en ese momento parecía un hormiguero. Maldita ciudad en la que no pasa nada, se dijo. Camarógrafos de televisión; re-porteros de radio con las grabadoras como armas de guerra; fotógrafos de crónica roja. Neera no se fue por los costados: Lo siento, compañeros, de aquí no pasan, dijo y se dio cuenta de que la voz la traicionaba. No los conocía, policiales nunca fue su área. Uno de los fotógrafos lanzó la luz de su flash hacia donde estaba Filis todavía llena de sangre. Neera giró la cabeza siguiendo el recorrido del disparo y le dio un manotazo que casi hizo caer la cámara. Tuvo conciencia por unos segundos. Llenó entonces de aire su esternón y, en vez de cargarse de paciencia, los echó. Luego le dijo a Sergio: «¡La fregué!». Llamó por teléfono a jefes, amigos y conocidos de otros periódicos y del suyo. Les habló sin diplomacia aunque con la vehemencia de un alegato de piedad que no fue del todo convincente, como pudo constatarlo en las crónicas rojas de algunos de los diarios del día siguiente. La explosión del World Trade Center seguiría en los periódicos paceños, pero ahora junto a la muerte de un niño en circunstancias extrañas. Un niño caído del edificio más alto de la ciudad. Un niño muerto, en ausencia de sus padres, sólo en compañía de su hermana, también menor de edad. Se conjeturaba sobre un posible suicidio. «Niño se lanza de noveno piso», tituló uno. A pesar de que florecía el morbo en un charco de dudas, a Filis nadie le preguntó lo que pasó esa tarde: ni la policía, ni sus compañeros, ni sus padres, ni sus hermanos. Nunca, ni en ese momento ni años después. Al día siguiente, Neera compró los diarios de camino al cementerio, pero los dejó en el asiento de atrás del taxi. Esperaba que no hubiera tiempo para que los suyos los leyeran. Confiaba en que nadie sería tan desubicado de contarles.

Estaba consciente de que la noche anterior los reporteros no se habían ido por ella sino porque Nico todavía no estaba muerto. En ese momento no había noticia o, si la había, todavía no era un titular. El tiempo se volvía un caleidoscopio. Papá había llevado a sus hijos a una habitación pequeña y de luz blanca, rodeada de estantes cuyas cajas estaban perfectamente organizadas y nominadas: gasas, jeringas, paracetamol, amoxicilina, dexametasona, ranitidina, diazepan… Papá los había reunido, pero fue mamá la que dijo que iban a entrar al quirófano. Ni un quiebre: amoxicilina, dexametasona, diazepan. Era como si todos estuvieran apretando el estómago, aguantando la respiración debajo del agua, sabiendo que en algún momento tendrían que subir a la superficie y escuchar que el niño estaba muerto. Mamá les había explicado que las posibilidades eran remotas y que a pesar de que el procedimiento resultara, podría ocurrir que Nico quedara... ¿Vegetal?, completó Neera y se arrepintió de haberlo hecho frente a los rostros pétreos e innegociables de sus padres; sintió vergüenza de sí misma por haber pensado que ella no lo quería vegetal, que si era así, prefería que muriera.

Luego Nico murió y los hechos fueron más atropellados. La despedida, los trámites, la gente. Mañana habrá tiempo para llorar, Dios, oró papá al mando. Papá que siempre había sido agnóstico o esotérico o quién sabe qué, ¿pero católico? Era casi una cuestión de supervivencia, recordaría con los años mamá, como si papá empujara a presión los ladrillos de una pared, los contuviera con su cuerpo, con las manos, incluso con su cara, para que no se salieran de su sitio y de esa manera la construcción quedara en pie, aunque estuviera a punto de desplomarse. Papá, mamá, Neera, Adriano, Filis. Todos tenían un lugar y algo que hacer. Incluso Héctor, en la distancia, tenía un papel. Pobre Héctor, fue el único de los hermanos que no se despidió, pero también fue el único que pudo llorar. Lloró por todos hasta ahogarse de ira y de reproches. ¡Malditos! Tal vez un día papá lograría hacerle ver a Héctor que aquello no fue una afrenta y que hubo, en el sacrificio de no estar, una recompensa, aunque fuera diminuta, incluso perversa.

Mamá quería enterrar a Nico. Enterrarlo ya. No soporto verlo en un cajón, dijo, escueta y absoluta en su dolor. Nadie pudo convencerla de esperar. Cuánto habrían dado Adriano, Neera o la misma Filis por poder llorar ese día. Sobre todo Filis que era llevada de un lugar a otro, acomodada en la es-quina menos expuesta, tratada con esa suavidad que evitaba las preguntas y que, por lo tanto, la lastimaba tanto. Cuando miraba a su madre, Filis quería tragarse sus palabras: Mamá, Nico se tiró por la ventana. A papá se lo había dicho de otro modo: Nico se cayó de la ventana. Muchos años después, Filis se lo dijo así a su terapeuta: Un llanto seco nos estrangulaba y nos alejaba a unos de otros, con océanos de lágrimas no de-rramadas, con océanos de culpa. El único que había llorado verdaderamente era el pobre Héctor, huérfano, en la distancia, dijo papá. ¿Pobre por qué?, dijo Filis en voz baja y su padre fingió no escucharla. Neera, Héctor, Adriano, Filis. Era muy raro oír a papá nombrar a sus hijos, en orden, sin decir, al final: Nico.

UNA FOTOGRAFÍA

Eran las siete de la mañana, tal vez un poco más tarde. Adriano fue el último en salir del departamento. Todos estaban ya dentro del ascensor cuando, en un impulso de último minuto, decidió entrar al departamento de nuevo. Un momento, dijo, no tardo. Filis, que sostenía la puerta del ascensor con el pie, se miró fugazmente en el espejo. Papá, al notarlo, le pasó la mano por el cabello, atado en una cola. Falta Héctor, dijo Filis. Mamá los observaba detrás de sus gafas oscuras, o quizás no miraba nada. Adriano entró abrazado de su guitarra y con el peso de su cuerpo hizo descender unos centímetros la caja del elevador. Se recorrieron. Nadie hizo preguntas, como si fuera normal llevar el instrumento al cementerio. Esa mañana, el cielo era una cavidad diáfana y dolorosamente azul en La Paz. Demasiada claridad, dijo mamá, recostando la cabeza en el vidrio. Mejor, pensó papá, apretándole la mano, en un gesto que mostraba su veterana intimidad. El camino se les hizo largo y papá comenzaba a conducir con impaciencia, pero los vehículos se sucedían unos a otros, lentamente, en la sonoridad de un vigoroso día laboral.

Filis sentía el mundo circular a mucha velocidad del otro lado de la ventana. El tráfico ya no era pausado, se había disuelto en el desahogo de una larga avenida trabada de curvas, que la expulsaba desde su asiento hacia una náusea irregular e intensa. Le dolía el vientre. Apretó los ojos y se aferró al agarrador de la puerta. Sintió el sol en la cara, en un parque de diversiones cuyos juegos exhibían las coyunturas de un largo pasado. El sol en la cara y el viento trasegando el hedor de un río cargado con las aguas del centro de la ciudad; de la ciudad garita, de la ciudad mercado. Éstos eran los parques que atracaban en La Paz, parques y circos atroces e irresistibles, recordaría en el futuro Filis. Nico corría feliz delante de ella para llegar a las sillas voladoras, indiferente a los columpios faltantes, a las cadenas oxidadas y a los ruidos de las maquinarias. Las sillas giraban sobre la muchedumbre, huyendo de su eje, del todo horizontales. Nico gritaba, con los brazos abiertos: «¡Filis, ¿no quieres volar?!». Ella respondía desde la barda que no, que ni loca. El asco volvió a embestirla.

Héctor había llamado de madrugada desde Buenos Aires: ¿Qué hace la nena despierta?, le había dicho. Era la primera vez que Filis hablaba después de la muerte de Nico, tal vez el único diálogo que tuvo en esos días. No puedo dormir. Yo tampoco, dijo él. Héctor había llorado como una criatura en las faldas de su esposa. No podré recordarlo, Alejandra, le había dicho a su mujer. La imagen que guardaba en la memoria correspondía a una infancia que ahora le parecía remota. Al Nico adolescente no lo había conocido en verdad. No lo había visto transformarse, pegar el estirón. Chango, jodido. No lo había retratado. Héctor era fotógrafo. Tenía un taller de revelado en el baño del departamento, a la antigua, y cajas repletas de fotos; muchas de Nico y de Filis. Frente a la cámara, Nico creaba, hacía muecas y no tenía el menor miedo a inmortalizar el ridículo. Filis, en cambio, pasaba horas frente al espejo, practicando esa sonrisa escueta y un poco necesitada que repetía como si la produjera en serie. Cada vez que se reunían, Héctor actualizaba las fotos. Míralo aquí, Alejandra, sin dientes, totalmente k’asa ventana. Le gustaba jugar con él, fingir que sabían hablar en aimara, como papá que sí lo hablaba: kamisaraki, le decía en vez de «hola». Waliki, waliki, respondía Nico. Desde que Nico había comenzado a cambiar la voz, Héctor lo molestaba por teléfono: ¡Cómo anda el hombre de paja! Filis al principio no entendía, pero después comprendió que «paja» se refería a la frecuencia con que su hermano paraba en el baño. Gringo k’ank’a, cochino. Nico se mataba de la risa. No se habían visto hacía casi dos años. Héctor había postergado la vuelta a casa por sus viajes y porque sus padres lo habían visitado con cierta frecuencia. Por desidia, se castigaba él. Míralo aquí, tiene los ojos muy tristes. Siempre le había parecido que la alegría de Nico era un poco volátil. Voy a volverme loco, Alejandra, repítelo: ¡Nico fue feliz! ¿Por qué no me convences? Aquí también lo veo muy triste, yo también soy un hombre triste. ¿Quién puede saber si fue feliz, mierda, si nunca había nadie en esa casa, si todos estábamos tan ocupados? ¿Cómo puedo preguntárselo a Filis? Héctor se amordazaba con sus propias teorías. La voz de Filis lo conmovió, el abismo inconmensurable de su silencio. ¿Te cuento algo hasta que te dé sueño?, le dijo Filis. Ella sentía la ansiedad de su hermano, su afecto inhábil. Decidió contarle de las sillas voladoras. Héctor la escuchó. El sol en la cara y la explosión de un sollozo que él deglutía a la fuerza. Vamos a colgar, hermana. No le agradeció sino hasta muchos años después. Esa madrugada, se había consolado con la idea de un vuelo en vez de la caída. Sólo así pudo tomar el avión a casa.

EL ENTIERRO

Llegaron al cementerio donde los esperaban amigos y familia. Bajen que es tarde, dijo papá. Adriano miró su reloj y sólo ofreció la hora por respuesta. Son apenas las ocho, dijo. Neera y Sergio ya estaban en la capilla del cementerio desde las siete. Él de gris y ella de un negro pleno que se la comía y le empequeñecía el cuerpo. Igual que mamá y que Filis, no llevaba maquillaje y estaba muy pálida, pero a diferencia de ellas tenía el rostro alerta, disponiendo cada cosa como si fuera parte del personal contratado. Todos le preguntaban: que si el café, que si las tarjetas de los ramos de flores, que quiénes cargarían el ataúd… Mamá y papá no pudieron acercarse rápido porque las personas les cerraban el paso para darles el pésame. Algunos incluso lloraban, pero ambos estaban serenos y terminaban consolándolos, amables y agradecidos. Filis, más atrás, de la mano de Adriano, se había quedado sorprendida por la cantidad de chicos que llegaban del colegio. Eso en verdad la animó unos segundos. Tal vez Nico había muerto para salvarla. Un bus escolar los había traído: a sus compañeros y a los de Nico, a los maestros actuales y a los antiguos. Se le aproximaban y ella sólo decía: «Gracias por venir», apretando la mano de su hermano. Estoy aquí, le decía él, cambiando miradas con Neera que luego de un rato los llamó porque era la hora de la misa. El cura había llegado, se colocaba la estola sobre los hombros y Filis, que se puso entre sus dos padres porque Adriano había ido a buscar quién sabe qué, no quería que comenzara porque si lo hacía tendría que terminar y entonces sería la hora de cargar el cajón y echarle tierra y Nico desaparecería para siempre. Lo dejaría de ver y esa sola idea la dejaba sin aire. Al menos ahora estaba el cuerpo. Era posible observarlo. Ni siquiera muerto, Nico podía dejar de jugar; en su rostro no había dolor, sino... ¡Ganaste!, dijo Filis. El cura le introdujo a Filis la ostia en la boca. Las palabras de papá contenían el agua de una represa a punto de romperse. Las de mamá fueron más limpias: Te amo, hijo, desde siempre y para siempre. Adriano y Neera cantaron. Él comenzó con la guitarra, que derramaba un sonido hondísimo. Neera lo ayudó pues él no pudo pronunciar ni una palabra de la primera estrofa. Así que ella comenzó y Adriano la siguió con la voz astillada: Close your eyes/ Have no fear/ He’s on the run and your daddy’s here. Luego todos hicieron el coro.

Filis hubiera querido tener las manos enlazadas a las de su madre, pero no. Mamá estaba lejos. Filis permanecía a su lado, quieta, con la frente apoyada en el hombro de su padre. Papá acababa de recibir el informe forense y el acta de defunción, «muerte accidental». A todos los que preguntaban les habían contado lo mismo, incluso antes del parte oficial: ¡muerte accidental! Era lo más lógico, explicaba Adriano: Nico saltando de cama en cama, la pérdida del equilibro, la ventana abierta y la caída. Pero la verdad es que nadie había estado con él, en la habitación, en ese momento. El sol en la cara de mamá. A esa distancia, papá podía verla cerrar los ojos detrás de las gafas y abrirlos con las pestañas cargadas de lágrimas. Filis miraba el rectángulo hondo cavado en el pasto iridiscente. Le resultaba imposible pensar en Nico dentro del ataúd. Tal vez debimos haberlo cremado, dijo, pero la idea del fuego le pareció peor que la de los gusanos. Cambió el ángulo de su mirada y entonces le costó unos segundos enfocar con nitidez. Una chica, que había visto en el colegio pero que no conocía, gemía en voz baja. Tenía el rostro entre las dos manos y, cuando se dejaba ver, se le notaban los párpados muy hinchados. No era amiga de Nico ni suya y, sin embargo, lloraba tanto. Qué hace aquí, pensó Filis. En el colegio era un ejemplar intrascendente, del «espectro de las sombras», como llamaba Filis al grupo al que ella misma pertenecía. No eran amigas. La chica no era fea, pero nada más. Su fama tampoco la ayudaba, según recordaba Filis, pero tampoco sabía demasiado ni le interesaba. No era del tipo que le gustaba a Nico, se dijo recordando la expresión de su hermano: Nada que ver, le habría dicho si ella le hubiera preguntado. Más tarde, en casa, mamá preguntó: «Había una chica que lloraba como una Magdalena. ¿Se fijaron? ¿Quién era?». Filis levantó los hombros. «Nadie —dijo—. No era nadie».

LA CHICA «PUNK»

A él no le importaba mi reputación y todo eso, ¿cachas? Miraba detrás de la máscara punk que yo usaba. La chica «punk». Al principio, lo evitaba porque me sentía descubierta. Desnuda de adentro, digo, porque del cuerpo hasta fotos circulaban por ahí. ¿Nunca las viste? No sé por qué le interesaba ver debajo de todo ese maquillaje que yo me ponía para asustar. También tuve claro eso: era preferible que huyeran de mí, que creyeran que yo era más fuerte… Imbéciles. Un día decidí que podían decir lo que quisieran a mis espaldas, pero que nunca nadie más se animaría a humillarme. No sé cómo tú aguantaste tanto. Aprendí a burlarme de sus caras de morbo: devoradora de hombres, ninfómana maldita, satánica. Aprendí a patear las mesas, a ponerme lentes de contacto de colores diferentes, a delinearme de negro los ojos.

Pero a él no lo detenía que yo fuera un año mayor, ¿o dos?, los piercings que me hacía en las orejas ni el tatuaje de espinas en mi muñeca. Tampoco que yo no lo saludara o que lo hiciera sacándole el dedo del medio. Él subía a la góndola contigo, Filis, y siempre, siempre, antes de acomodarse en su asiento, abría los ojos y levantaba un poco el mentón como para decirme: ¿Cómo es? Al principio pensé que me saludaba como una prueba de valor con sus amigos, para ganar una apuesta. Digamos después del fútbol, cuando todos se quedaban alrededor de la cancha, si yo había tenido la mala idea de pasar justo por ahí, él me saludaba con ese mismo gesto. Flaco, doblado como un arco sobre sus rodillas, alzaba la cabeza y sonreía. ¡Utaaa! ¡Viejo, que no se te note!, le gritaban. Meeen, no jodan, les respondía él. A mí me enojaba que viniera a hacerse al buen chango conmigo, al simpático, al papito, como si quisiera salvarme, como si yo le diera pena.

Recuerdo que recité unos versos de Baudelaire para la audición del puto club de teatro. Al salir, me dijo que había estado genial, que reee me aceptaban. Yo lo miré de arriba abajo, creo que hasta escupí el chicle hacia su lado: Qué cursi, viejo. Además, ¿qué te importa?, le dije, porque pensé que sólo quería darse conmigo. ¡Ni lo sueñes, cojudo! Él se reía. Se agitaba con esa misma carcajada ruidosa y delirante con la que largaba insultos desde el bus. ¡Hijos de puta!, ¿lo recuerdas?, descolgando medio cuerpo desde la ventana: Dame dame dame dame todo el power para que te demos en la madre. ¡Filis, canta!, gritaba. ¡Canta! Y a mí ustedes me daban envidia.

RESACA

El vuelo en el que venía Héctor, dos días luego del entierro, porque todo estaba repleto, llegaba a las siete de la mañana y todos fueron al aeropuerto a buscarlo: mamá y papá; Neera sin Sergio; Adriano y Filis. Hacía frío, la cordillera estaba blanca. Filis y Nico amaban los días de nevada; les gustaba ir a La Cumbre a jugar con nieve. Ésa era la cosa de vivir en una ciudad tan alta como La Paz, que «La Cumbre» no era en la cima de ninguna montaña, sino un lugar «ahicito nomás», no muy lejos, en las afueras de la ciudad. Filis pasó la vista por el Illimani y enumeró los nevados de la cordillera Real que había escalado papá cuando era joven: Illimani, Illampu, Mururata, Huayna Potosí; todos cerca de los seis mil metros de altura. La voz de su padre la envolvía, en algún lugar de la infancia: ¡El monte Fuji es una caricatura al lado de cualquiera de éstos! Cierto, los hacemos pelota a los japoneses por más de dos mil metros, le decía ella, orgullosa. Filis miró hacia la nuca de su padre, que conducía callado. Decir que siempre iban a La Cumbre era una exageración. Habían ido tres veces. Pero en la exageración se cocinaban las leyendas. En la exageración, el don de la memoria. Habían ido dos o tres veces nomás. Luego, cada vez que nevaba, Filis y Nico le rogaban a papá volver, pero nunca se podía. Él siempre estaba trabajando. Nico le habría pedido a papá ir hoy, por ejemplo, pensó Filis. Ya pues, pa, habría dicho. ¡Ya pues! Nico pedía, sabía negociar, les ganaba de tanto insistir y le decían que sí por cansancio. Ella no. Se adelantaba a lo peor: Para qué vas a preguntar, enano, si igual nos va a decir que no. Pero Nico la reprendía: «¡Cómo pues te vas a castigar tú! Que te diga él que no. Mientras tanto, el sí es tuyo, sonsa. ¿Qué es lo peor que te puede pasar? ¿Que te digan no? ¡Bah!».