Viaje a la sabiduría - Antonio Fornés - E-Book

Viaje a la sabiduría E-Book

Antonio Fornés

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Beschreibung

"La filosofía es valiosísima... porque no sirve para nada" (Antonio Fornés, en La Contra de La Vanguardia) Vivir más intensa y plenamente requiere de una actitud decidida a afrontar los grandes retos de la existencia, que muchas veces evitamos por comodidad o rutina. Antonio Fornés, doctor en Filosofía y autor del conocido libro de superación personal Reiníciate, invita semanalmente a los oyentes del programa Viaje al centro de la Noche de Radio Nacional de España a viajar filosóficamente con él y a pensar juntos los asuntos más importantes de la existencia partiendo de una palabra, concepto o personaje. En este libro presenta una selección de sus viajes más apasionantes por el mundo de la filosofía y los grandes pensadores. Es toda una invitación a hacer algo imprescindible para mejorar nuestra vida: pensar y reflexionar sobre nosotros mismos.

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Viaje a la sabiduría

Historias filosóficas con moraleja

Antonio Fornés

Primera edición: octubre de 2018

© del texto: Antonio Fornés Murciano

© del prólogo: Amaya Prieto Barriuso

© de esta edición:

Editorial Diéresis, S.L.

Travessera de les Corts, 171, 5º-1ª

08028 Barcelona

Tel : 93 491 15 60

[email protected]

Diseño: dtm+tagstudy

Impresión : masquelibros

ISBN: 978-84-948849-3-1

IBIC: HBJF1

Depósito legal: B 24231-2018

Todos los derechos reservados.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los autores del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la fotocopia y el tratamiento informático, y su distribución mediante alquiler o préstamos públicos.

www.editorialdieresis.com

Twitter: @EdDieresis

Instagram: eddieresis

Al sabio viajero que despertó en mí la fascinación por conocer. A mi padre.

Las sombras de la noche deprisa caían,

cuando iba cruzando por una aldea alpina

un joven que enarbolaba, entre nieve y hielo,

una bandera con un estandarte extraño:

¡Excelsior!

Henry Longfellow

PRÓLOGO

Conocí a Antonio Fornés cuando cayó en mis manos su libro Creo. Aunque sea absurdo o quizá por eso. Enseguida pensé que era un libro a contracorriente, porque plantear la cuestión de Dios en el siglo XXI desde el punto de vista filosófico era, por lo menos y, por tanto, interesante. Y así fue.

Javier Hernández y yo le hicimos una entrevista para el programa de RNE Viaje al centro de la Noche y, como nos supo a poco, al terminar le propusimos que hiciera una sección para el programa. El hombre, el filósofo, que sonaba al otro lado de la línea desde Barcelona nos sedujo no solo por lo que decía sino por cómo lo decía. Porque hacer fácil lo difícil no solo es un arte, sino un don. El don de la comunicación.

Antonio Fornés sabe explicar conceptos filosóficos complejos para todos los públicos sin caer en la superficialidad o la banalidad. Desde la humildad de quien no tiene que demostrar lo que sabe, sino compartirlo, y de quien no quiere llevar la razón, sino razonar. Incluso sobre la idea de Dios, o, precisamente, sobre la idea de Dios, que no es ni más ni menos que pensar sobre el sentido de la vida y cómo la vivimos. Una cuestión que, defiende Fornés, como Albert Camus y tantos otros en el pasado, no podemos dejar de lado, porque la muerte es la única certeza de la vida y eso, parece que lo hemos olvidado los hombres y las mujeres de este siglo. Frente al hedonismo absurdo de nuestra sociedad, Antonio Fornés nos invita a «pensar de vez en cuando que lo importante no es vivir lo mejor posible sino lo más posible». Siendo ese «más» una referencia cualitativa a la reflexión y el pensamiento, porque como también nos recuerda, «pensar nos engrandece y nos retrotrae a nuestra auténtica naturaleza de seres humanos».

En estos tiempos en los que tendemos a leer o a escuchar tan solo lo que confirma nuestros juicios previos, es decir, nuestros prejuicios, son más necesarios que nunca la Filosofía y filósofos como Antonio. Porque confundimos el ser crítico con criticarlo todo, y, en todo caso, esa crítica debería partir de una autocrítica. De un cuestionamiento no solo de lo que pensamos sino, especialmente, de por qué pensamos lo que pensamos. Filosofía, en suma. En mayúsculas. Sin dogmatismos. Sin miedo a ampliar nuestra mirada y a cambiar de opinión. Sin miedo a pensar distinto, a la duda, a reconocernos equivocados e incluso ignorantes. Solo desde ahí se puede amar el saber, que es, en definitiva, la Filosofía.

Sí, cada vez que escucho a Antonio Fornés me emociono. Y pido perdón por usar esta expresión en un libro en el que se subraya acertadamente que vivimos en la sociedad del sentimentalismo hueco, de la emoción adolescente, que confunde felicidad con placer perentorio. Digamos que mi placer es netamente intelectual, radiofónico si queréis.

No se puede decir más en más poco tiempo, como comprobaréis en cada una de las pequeñas historias filosóficas que siguen y que conforman todo un viaje al centro de la sabiduría. Quizás a algunos no os parezca una virtud en sí misma, pero sí en la radio. En la radio el tiempo es oro y fugitivo.

Cada semana en nuestro programa jugamos con una idea (Viajamos Sonriendo, Con lluvia, Góticos, Como Quijotes, Con profecías, Esperando, Con café, Con máscara, En malas compañías...) y Antonio la coge al vuelo y pone el foco, la palabra, el pensamiento, en el punto exacto. Diría más, necesario. Lo reconozco, en ocasiones me produce cierto pudor enviarle los títulos de los programas a nuestros colaboradores, el historiador Eduardo Juárez Valero y el librero Jesús Trueba, junto a Antonio Fornés, porque no se lo ponemos fácil… Hemos viajado con La Pepa, Con hache, Porque la vida es una tómbola, Con Violeta Parra,Chachi y hasta En pelotas. Y sobre estas propuestas acaso absurdas, Antonio aprovecha para hablarnos de Montaigne, Kant, Sócrates, Voltaire, Hannah Arendt o San Agustín, cerrando sus jugosas intervenciones con una última frase que suelo repetir en voz alta porque siempre es un punto y seguido, una invitación a seguir pensando, a tirar del hilo, para que cada uno saque sus propias conclusiones. De eso trata la filosofía, ¿no?

Cada semana aguardamos expectantes sus grabaciones: ¿por dónde nos saldrá «nuestro» filósofo? Y nunca nos decepciona; siempre lo hace por un camino no transitado, inesperado o sorprendente. Un desvío en el camino, que es precisamente el objetivo de nuestro programa de radio.

En la radio, las palabras se las lleva el viento. Lo cual, para qué vamos a negarlo, a veces es frustrante. Horas y horas de trabajo destinadas a desaparecer en el éter (menos mal que ahora están los podcasts). Pero también es liberador en este mundo en el que todo pesa tanto, en el que todos nos damos tanta importancia, empezar de cero cada día, transitando sencillamente el vacío. Ser únicamente un instante. Como escribió Pepe Hierro, el alma es aire, humo y seda. La radio también. No obstante, el trabajo de Antonio merece quedar atrapado en negro sobre blanco.

Querido lector o lectora, tienes en tus manos el azul de la noche inmensa (citando de nuevo al poeta). Una noche en la que la filosofía y la razón son luz. Luces necesarias en un mundo deslumbrado, en el que quizá sean más importantes que nunca. O igual de necesarias que siempre.

En estos textos encontrarás una invitación a pensar, a repensar. Como decían en el mítico programa de TVE La Bola de Cristal, «vamos a aprender a desaprender cómo se deshacen las cosas». Empecemos por el principio, por nosotros mismos. Como dice Antonio:

«Frente a la posverdad contemporánea, al gregario populismo político y la indiferencia por la cultura, siempre nos quedará como invencible arma intelectual el atrevido y glorioso grito de guerra de los ilustrados: sapere aude, ¡atrévete a pensar!».

Gracias, Antonio.

Amaya Prieto Barriuso

Directora y presentadora de Viaje al centro de la Noche

de RNE

LA FILOSOFÍA COMO VIAJE

Empecemos por hablar de un viaje que nunca ocurrió.

Una ascensión al Monte Ventoso, o como dirían los franceses y los amantes del ciclismo, al Mont Ventoux, llevada a cabo por el gran Francesco Petrarca. Con casi total probabilidad, Petrarca nunca subió físicamente a la cima de esta imponente montaña de la Provenza de casi dos mil metros de altura y, sin embargo, escribió una deliciosa carta sobre esa imaginaria ascensión que ha pasado a la posteridad como el primer texto de excursionismo de la historia. Es lo que tiene ser un artista excepcional. Por supuesto, el relato es mucho más que la mera descripción de una caminata montañera. Tras el pretexto excursionista, el autor, de una forma aparentemente simple pero sin duda genial, nos habla de otro viaje mucho más trascendente y decisivo para él: del viaje interior en busca de las profundidades de uno mismo, la emocionante exploración de nuestra propia identidad como seres humanos en busca de autoconocimiento y verdad.

Un viaje, por tanto, absolutamente filosófico. Pues, al fin y al cabo, ¿qué otra cosa es la filosofía sino un viaje? No creo, sinceramente, que exista una metáfora más precisa para definirla. El filósofo es un auténtico viajero que, ante la evidencia de que el conjunto de ideas y creencias que ha recibido por parte de la sociedad no dan respuesta ya a las cuestiones que plantea el mundo en el que vive, es capaz de embarcarse, reconociendo su ignorancia, en una emocionante expedición vital en busca de auténtico saber. Una aventura sin fin que le llevará a caminar por tortuosas sendas, y a descubrir territorios hasta entonces desconocidos, transformándose al tiempo que camina, pues el hombre, en el mismo momento que decide abandonar lo que Kant denominó la autoculpable minoría de edad y preguntarse por el porqué de las cosas y, sobre todo, por el porqué de sí mismo, de su existencia, es ya un ser humano diferente al que era hace apenas unas horas. Por decirlo en términos cervantinos, el viajero filosófico sabe bien que el camino es siempre mucho mejor que la posada, y que es el hecho de viajar en pos del conocimiento lo que le hace diferente, más digno, más sabio, mejor, en definitiva.

Por ello el filósofo, a diferencia del turista, que siempre tiene un ojo puesto en el camino de vuelta, no teme nunca perderse; al contrario, como buen viajero, eso es justamente lo que ansía, ya que cuanto más alejado está de las falsas certezas de la mayoría, de los lugares comunes, de las respuestas prefijadas, de lo políticamente correcto, más cerca se siente de su destino. No resulta una casualidad, por tanto, que la pequeña historia de la subida al Monte Ventoso resulte, fundamentalmente, la narración de una conversión, la del hombre que decide abandonar el falso calor de la rutina y la comodidad de la ignorancia para partir, por el camino de la pregunta continua, en busca de la razón, es decir, de su auténtica humanidad. Volvamos pues a la historia petrarquiana.

Nos cuenta Petrarca que realizó la supuesta ascensión con su querido hermano, Gherardo, monje cartujo, a quien siempre admiró por su fortaleza espiritual. Escribe el poeta que al poco de empezar la excursión se encontraron en una cañada con un viejo pastor que les preguntó a dónde se dirigían. Al escuchar que pretendían llegar a la cima de la montaña, el cabrero se lamentó diciéndoles que él también, en su juventud, había intentado la ascensión, pero que no lo había conseguido, y que lo único que había obtenido de aquella triste aventura fue cansancio, desilusión y unos pantalones rotos por las zarzas… Así que, con palabras aparentemente prudentes, intentó convencerles de que abandonasen aquella idea y se conformasen, como los demás, con atisbar la cumbre desde la falda del monte. Lo que nos describe aquí el poeta aretino es una actitud muy presente en nuestros días y absolutamente dañina: la resignación.

Resignarse es empezar a morir. Cuando pensamos que ya lo hemos hecho todo, que no necesitamos más, que no vale la pena seguir intentando mejorar, en cierta medida estamos prefigurando nuestra propia muerte. Lo propio del hombre es estar inquieto, sentir angustia ante la vida, pues el simple hecho de vivir es ya en sí mismo problemático: ¿por qué vivimos?, ¿para qué? Petrarca nos advierte que debemos huir de aquellos que se declaran satisfechos, que se conforman, que no aspiran a más; él sabe bien que el lugar del hombre está en el camino, en la pregunta, en la búsqueda. Por eso, los dos excursionistas no hacen caso al resignado pastor y siguen, esperanzados, su marcha.

Sin embargo, como el de la auténtica sabiduría, el sendero que lleva hacia la cumbre del Monte Ventoso es dificultoso, así que, a diferencia de su hermano Gherardo, quien toma los atajos más rectos y rápidos por muy pronunciada que sea la cuesta, al pobre Petrarca le asusta la altura y lo empinado del camino, así que da rodeos en busca de veredas más llanas y fáciles. La consecuencia de todo ello es que mientras Gherardo asciende rápidamente, el poeta sigue en la parte baja de la montaña, cansado y desanimado por un esfuerzo que no le lleva a ningún lado. Si antes Petrarca se enfrentaba metafóricamente con la resignación, ahora lo hace con el miedo. Teme a las alturas, pero sobre todo teme al fracaso, sin reparar en que, en realidad, el auténtico fracaso consiste en no avanzar, en no enfrentarse a la pendiente, en tener miedo al miedo. No se da cuenta de que es cuando preferimos no pensar, cuando dejamos pasar el tiempo delegando nuestras propias decisiones vitales en manos de otros, o simplemente silenciamos nuestra mente gracias a la televisión, internet o, qué sé yo, los videojuegos, cuando realmente perdemos, pues dejamos de ser auténticamente humanos, es decir seres únicos e irrepetibles.

Conviene recordar aquí las leyendas artúricas, que en su aparente ingenuidad no son, ni mucho menos, un mal ejemplo de vida. En ellas el caballero siempre sale al camino, al viaje, en busca de hazañas, de arriesgadas empresas, es decir el caballero digno de ese nombre es el que abandona el confort del hogar y de los días grises en los que nunca pasa nada para aventurarse por la vida en busca de vivir realmente. Curiosamente, en todos estos relatos medievales, tras apenas unas horas de marcha, el caballero inevitablemente acaba llegando a una encrucijada de caminos frente a la que debe decidir. En la metáfora artúrica de la existencia humana siempre aparecen dos caminos: uno amplio, llano, sencillo y cómodo que parece pedir a gritos que el caballero transite por él. El otro camino, en cambio, es estrecho, oscuro, cuesta arriba, cubierto de piedras y maleza que hacen que avanzar por él resulte difícil e incómodo. ¿Hacia dónde dirigirse? La elección del caballero decidirá su vida y mostrará su temple, pues la decisión en sí misma es una prueba, un testimonio práctico de la virtud del caballero. Solo aquellos que eligen el camino difícil, los que están dispuestos a probarse y no se dejan llevar por la comodidad, demuestran ser auténticos caballeros y se hacen dignos, por tanto, de una vida plena. Probablemente la mayoría de nosotros deberíamos leer más leyendas de caballeros artúricos y meditar sobre sus enseñanzas implícitas…

Pero retomemos la historia petrarquiana. Tras muchas dudas, Petrarca decide seguir el ejemplo de su hermano y toma el camino apropiado, la angosta y dura vía que lleva a la cumbre. El autor de los sonetos a Laura nos dice que el sol empezaba a declinar cuando alcanza la cima, otra metáfora, en este caso referida a la avanzada edad del poeta. Cuenta que el espectáculo que se le ofrece desde aquella altura resultaba maravilloso: podía contemplar desde allí los montes de la región de Lyon, el mar de Marsella y el que baña Aigües Mortes, así como también el serpenteo plateado del Ródano. El excursionista se siente pletórico, deslumbrado ante el espectáculo del mundo.

Ha llevado consigo hasta allí un libro, no uno cualquiera, claro, sino uno de sus preferidos: las Confesiones de san Agustín. Para el poeta, todo lo escrito en aquel texto resulta provechoso intelectualmente, así que lo abre al azar, y las palabras con las que se encuentra le conmueven profundamente:

«Se van los hombres a contemplar las cumbres de las montañas, las grandes mareas del mar y el ancho curso de los ríos, la inmensidad del océano y las órbitas de los planetas; y de sí mismos no se preocupan».

Tras leer esta admonición agustiniana, Petrarca se queda un buen rato callado ante la mirada sorprendida de su hermano, que le pide que siga leyendo. Pero el poeta ha decidido dedicar un tiempo a examinar su vida, él mismo nos lo explica: «Me he puesto a considerar en silencio la insensatez de los hombres, que, descuidando la parte más noble de sí mismos, se dispersan en vanos espectáculos y especulaciones inútiles buscando fuera lo que podrían encontrar en su interior».

Petrarca inicia el descenso con una sonrisa en su rostro. Ya no es aquel temeroso caminante que inició la ascensión, ha cambiado radicalmente, pues el poeta ha realizado el más difícil y al mismo tiempo el más dichoso de los viajes, el que atraviesa nuestra propia existencia a través del pensamiento y la reflexión, es decir, se ha adentrado en el mundo de la filosofía.

Sirva la excelsa historia de la petrarquiana subida al Monte Ventoso para ejemplificar por qué, cuando Amaya Prieto Barriuso, brillante directora y presentadora del programa de Radio Nacional Viaje al centro de la noche, tuvo la amabilidad de proponerme colaborar con ella acepté encantado rápidamente. El suyo es un delicioso espacio radiofónico en el que se usa la metáfora del viaje para tratar los más diversos temas invitándonos a reflexionar a partir de una palabra, expresión, idea o nombre propio. Me pareció que una estructura temática de ese tipo le iba como anillo al dedo a este modesto filósofo que soy yo para dibujar, a través de las ondas, pequeñas historias y reflexiones que sirvieran de señales indicativas, para todos aquellos oyentes de Amaya que se lanzaran al camino por excelencia: a la filosofía.

Lo que sigue a continuación es la concreción en palabras de estas señales indicativas. Espero, querido lector, que te resulten ilustrativas, sugerentes y, sobre todo, entretenidas.

VIAJAMOS CON FUERZA

Nuestro pequeño planeta es apenas un granito de arena en la infinita playa del universo. ¿Y el ser humano? El ser humano es poco más que un instante de apagado murmullo frente a la tenebrosa inmensidad de la nada.

Siendo como somos algo tan y tan minúsculo, ¿en qué radica entonces nuestra fuerza de seres humanos, si es que la tenemos? La respuesta es fácil y perfectamente filosófica: en la razón. Es nuestra capacidad de conciencia y raciocinio la que nos dota no solo de una gran fuerza, sino de la mayor de las dignidades. Así, en estos tiempos de triste reinado de la eficacia técnica y económica, resulta más necesario que nunca rechazar la priorización de los aspectos prácticos del conocimiento y poner el acento, en cambio, en la acción transformadora del puro conocer. Pues entender es fundamentalmente una experiencia vital, un momento de iluminación intelectual que nos agita y conmueve en nuestro interior.

Pensar nos engrandece y nos retrotrae a nuestra auténtica naturaleza de seres humanos. Tengamos en cuenta que cuando el hombre se abstiene de actuar, cuando es capaz de tomar distancia real de las cosas, justo en ese momento es cuando deja de ser un individuo más, perfectamente sustituible, y se convierte en una persona única. Probablemente el conocimiento no conseguirá, al menos a corto plazo, que mejore nuestra situación social, ni que ganemos más dinero, pero nos permitirá ver con mayor profundidad el mundo que nos rodea; cada vez que aprendemos algo nuevo nos elevamos, nos subimos a un pedestal desde el que tenemos una visión privilegiada que nos permite mejorar nuestra comprensión de la realidad.

Nuestra fuerza como personas radica esencialmente en el pensamiento, en nuestra capacidad de pensar, aprender y comprender. Cada vez que lo hacemos somos un poquito más fuertes, más dignos y, sobre todo, un poquito más humanos.

Uno de mis filósofos preferidos, el francés Blaise Pascal, lo explicó mucho mejor que yo hace ya unos siglos cuando escribió:

«El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No es preciso que el universo entero se arme para aplastarle: un vapor, una gota de agua bastan para matarle. Pero aun cuando el universo lo aplastara, el hombre sería todavía más noble que aquello que lo mata puesto que sabe que muere, y de la ventaja que el universo tiene sobre él, el universo nada sabe».

VIAJAMOS ESCUCHANDO EL ESTRIBILLO

Vivimos tiempos oscuros. Tiempos plagados de respuestas y muy faltos, sin embargo, de preguntas. El hombre cargado de prejuicios e ignorante tiende a hablar; el individuo formado, en cambio, prefiere siempre la pregunta. Por desgracia, nuestra sociedad está repleta de discursos, todo el mundo habla y tiene una opinión sobre cualquier tema. Ya no se busca saber, sino tener razón. Por el contrario, el auténtico conocimiento no está en las respuestas, sino en las preguntas. Preguntar exige una apertura al mundo, un darse cuenta de nuestras propias carencias, un no olvidar aquello que no sabemos, y ser por ello capaces de la mirada crítica, que es la puerta del comprender.

Si hay un filósofo que encarna esta postura a la perfección, sin duda se trata del bueno de Sócrates. Siempre con una sonrisa en sus labios, paseaba por Atenas repitiendo una y otra vez su famoso estribillo: «Solo sé que no sé nada». Y, amparándose en él, se dedicaba a preguntar sobre cualquier tema a los atenienses más poderosos, aquellos que creían saberlo todo y que tenían, por obra y gracia del poder, todas las respuestas. Pero el humilde Sócrates, en cada una de esas conversaciones, con sus aparentemente ingenuas preguntas, acababa siempre mostrando que aquellos que presumían de conocimiento sabían en realidad muy poco.

Sócrates y su estribillo mostraban la esencia de la filosofía y del filósofo: la del hombre auténticamente libre que solo quiere dejarse persuadir por la verdad, sin someterse al liderazgo de nadie ni a las opiniones preconcebidas. Pues la primera obligación de la filosofía es poner continuamente en tela de juicio las opiniones dominantes y desenmascarar a los embaucadores. Por ello, la auténtica filosofía es siempre absolutamente revolucionaria, pues se niega a admitir toda certeza sin haberla pasado antes por el tamiz de la razón y el análisis distanciado. De ahí que el poder haya mirado siempre con desconfianza a la filosofía y a los filósofos. El anciano Sócrates sufrió en sus carnes esta incomprensión hasta el punto de que la democracia ateniense le juzgó sin piedad alguna y, para su vergüenza, lo condenó a muerte. ¿El terrible delito cometido por Sócrates? Preguntar. Cuestionarse públicamente el porqué de las cosas. Negarse a admitir sin más las opiniones de quienes le gobernaban. Cuenta Diógenes Laercio en su Vida de los filósofos más ilustres, que la colérica mujer de Sócrates, Jantipa, al conocer la sentencia rompió a llorar mientras exclamaba que no podía soportar que su marido muriera tan injustamente. Sócrates la miró por última vez con su sempiterna sonrisa y le dijo: «¿Preferirías entonces que mi muerte fuera justa?».

VIAJAMOS COMO QUIJOTES

«Pero don Quijote oye ya su propia risa, oye la risa divina, y como no es pesimista, como cree en la vida eterna, tiene que pelear, arremetiendo contra toda la ortodoxia inquisitorial científica moderna por traer una nueva e imposible Edad Media, dualística, contradictoria, apasionada. (…) Pelea contra el racionalismo heredado del XVIII. La paz de la conciencia, la conciliación entre la razón y la fe, gracias a Dios providente, no cabe».

Así escribía don Miguel de Unamuno en uno de esos libros que todo el mundo debería leer alguna vez y que se titula Del sentimiento trágico de la vida