Vislumbres de lo real - Javier Melloni - E-Book

Vislumbres de lo real E-Book

Javier Melloni

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Beschreibung

Cada tradición religiosa es depositaria de un núcleo revelatorio que le es confiado. A través de él se accede a un atisbo de realidad. Sin captar este núcleo, es imposible comprender la constelación de símbolos y de creencias que caracterizan a cada religión y que emanan de tales epicentros. El presente ensayo incursiona en la experiencia revelatoria de las principales configuraciones religiosas de la humanidad con la intención de establecer criterios de discernimiento para valorar la cualidad de tales fenómenos y manifestaciones. El autor trata de acercarse al trasfondo místico que subyace a cada tradición, señalando aquello que conlleva toda verdadera experiencia religiosa: su capacidad de abrir a una mayor realidad en la triple dimensión que constituye lo Real, esto es, hacia un mayor sentido de trascendencia, hacia una mayor finura y comprensión de lo humano y hacia un mayor respeto y reverencia por la naturaleza. Para ello, se recorren diversos aspectos que constituyen el fenómeno de revelación: los factores culturales, psicológicos, institucionales, epocales y sobre todo, la disposición interior. En último término, la posición del autor es que el ser humano está constitutivamente abierto a mayor realidad, y que nos hallamos sólo en el inicio de esta apertura.

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VISLUMBRES DE LO REAL Religiones y revelación
Diseño de la cubierta: Claudia BadoEdición digital: Grammata.es
© 2007, Javier Melloni © 2007, Herder Editorial, S. L., Barcelona
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
I.S.B.N. digital: 978-84-254-2721-3
Más información: sitio del libro
Herderwww.herdereditorial.com

Introducción

Todo es revelación,  todo lo sería de ser acogido en estado naciente.
MARÍA ZAMBRANO
Ninguna religión se considera a sí misma inventada o creada por el ser humano, sino que todas ellas se conciben depositarias de una revelación que, de un modo u otro, les ha sido confiada. Lo propio de las religiones no es señalarse a sí mismas, sino a una Realidad que las trasciende. Esta Realidad a la que están referidas (re-ligadas) la perciben como Apertura infinita que se despliega hacia lo alto, hacia lo largo, hacia lo ancho y hacia lo profundo de lo existente. De esta apertura beben, a ella se remiten, en ella descansan y en ella se pierden para reencontrarse más allá de sí mismas. En ello radica su fuerza, su tenacidad y su perseverancia. Pero también proviene de allí su potencial de altivez y arrogancia. Porque todas ellas corren el riesgo de creer que, en lugar de pertenecer a la Verdad, la Verdad les pertenece. La misma luz que las ilumina puede cegarlas si no se dan cuenta de que el receptáculo con el que recogen un sorbo de esa Verdad condiciona el gusto y la forma de percibirla. Las religiones son las mediaciones organizadas de un vislumbre de lo divino y de la diafanía de lo Real.
Todas las tradiciones religiosas están hoy expuestas a una doble interpelación: el hecho de convivir con otras creencias que se consideran igualmente reveladas y que han guiado a múltiples generaciones por la senda de lo humano hacia su plenitud, y el hecho de ser cuestionadas por la crítica de la racionalidad: ¿cómo seguir adhiriéndose a verdades no tangibles que requieren una entrega incondicional para que sean eficaces? Porque la fuerza transformadora de las religiones depende de esta total lealtad que reclaman a sus seguidores. La secularización objeta precisamente esta adhesión porque la considera irracional y fuente de desvaríos y de manipulaciones.
Lo que trataremos de desarrollar en el presente ensayo es que la veracidad, credibilidad o autenticidad de una religión entendida como cristalización histórico-cultural de una experiencia revelatoria viene dada por su capacidad de transformar tanto a las personas que la reciben como a su entorno. Estas páginas están escritas desde la convicción y el presupuesto de que hay una infinita Realidad todavía por desvelar y que el ser humano se halla sólo en el inicio de sus posibilidades. Las experiencias revelatorias son concebidas aquí como anticipaciones de mayor Realidad que han recibido determinados hombres y mujeres a lo largo de la historia de la especie humana y que las diferentes religiones han socializado. Cada tradición es una extensión y una consolidación de ese atisbo que se ha entreabierto por mediación de tales personas y que luego se ha profundizado y consolidado, aunque con frecuencia también se ha enquistado.
A mediados del siglo pasado, Mircea Eliade escribió: «Sólo hay un medio de comprender cualquier fenómeno ajeno a nuestra coyuntura ideológica actual: consiste en descubrir el centro e instalarse en él para ahí alcanzar todos los valores que rige». [1] Hay que aprender a llegar al núcleo de cada religión para captarla desde dentro, en un proceso de concentración, de modo que el esfuerzo de comprensión interreligiosa no suponga ni una distracción, ni una dispersión, ni tampoco una banalización, sino una interiorización y un ahondar en la dimensión trascendente del ser humano.
Nuestro tiempo nos urge. No podemos eximirnos de ello. Participo plenamente del axioma que Hans Küng ha repetido en los últimos años: «No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones. No habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones». Axioma que ha ampliado en su última obra sobre el islam: «No habrá diálogo entre las religiones si no se investigan los fundamentos de las religiones». [2]
Uno de los modos de acercarse a este Centro es a partir de la experiencia revelatoria de cada tradición. Ello es lo que nos proponemos en el presente ensayo. Todas las tradiciones están marcadas por un núcleo fundante que las configura de raíz, del cual emana la constelación de creencias, símbolos y significados de cada una. Este núcleo tiene un carácter de exceso y tal exceso es signo de su sacralidad, que se percibe como recibida. La captación de estas raíces sólo puede hacerse con limpieza de corazón, lo cual no tiene nada que ver con la credulidad, porque implica el ejercicio del discernimiento con ese Espíritu que alienta el mundo y que «es capaz de explorarlo todo, hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10). En este discernimiento también participa la razón en cuanto herramienta de conocimiento que se nos ha dado como humanos. Es un terreno común donde nos podemos encontrar tanto creyentes como no creyentes. A través de ella participamos del logos de las cosas, como ya creían los estoicos, y también del Dharma de las religiones orientales. Espíritu y razón, trascendencia e inmanencia, dos polos que estarán presentes a lo largo de estas páginas en recíproca fecundación.
En este bosque de símbolos, habrá que aprender a discernir aquello que es esencial de lo que no lo es, y comprender la estructuración de los diversos elementos que constituyen a cada configuración. Las diversas formas están al servicio del contenido y el único contenido es alcanzar la plenitud del Ser a través de la donación del propio ser para que haya cada vez más seres en plenitud.
Las religiones consideran haber recibido indicaciones hacia esa plenitud, y estas indicaciones son necesarias, porque el ser humano también parece estar empeñado en destruir y en autodestruirse. Fácilmente nos ofuscamos y extraviamos el camino. Cada religión llama a esta ofuscación de un modo diverso, pero el resultado es el mismo: la pérdida de las señas de nuestro origen y de nuestro fin, el extravío y la agonía del ser. Cada tradición será tratada con reverencia, pero también con esa necesaria inteligencia a la que estamos obligados por el principio de discernimiento que acabo de mencionar. Es demasiado lo que está en juego. Nuestro tiempo requiere las tres cosas: reverencia, lo cual significa entrar descalzos en tierra sagrada, propia y de los demás; conocimiento, lo cual es mucho más que información, ya que requiere empatía e internalización; y discernimiento, para separar el trigo de la paja que se ha ido acumulando en los graneros de las religiones. Este ensayo desea servir a nuestro tiempo, capaz tanto de profundidad y de lucidez como de inocencia.

1 La noción de revelación

El ser humano, ese animal de profundidades.
JOSÉ ANTONIO MARINA
Revelar, del re-velare latino, [3] significa «apartar el velo», dejarlo caer, manifestar lo que estaba oculto tras él. Es también un «aparecer» (phanêroô), un «hacer conocer» (gnôrizô), un «desvelar» (apokaluptô). El hecho de que se haya aplicado este término al campo de la fotografía no deja de ser pertinente: mediante un determinado procedimiento químico, la huella que ha quedado grabada en la placa libera la imagen presente pero escondida. En la superficie se halla la impresión, pero es inaccesible a la vista. Para que salga a la luz se tienen que realizar determinadas operaciones en una cámara oscura. Las religiones son esas cámaras, estos ámbitos de revelación, donde, mediante determinadas prácticas (textos, normas, dogmas, símbolos y ritos), se desvela una visión de la realidad. Si no se entra en ellas es imposible acceder a la realidad que a través de ellas se manifiesta. Sin embargo, a diferencia de las placas fotográficas, en toda revelación religiosa se da también, y simultáneamente, un ocultamiento: si bien se descorre el velo, es mucho más lo que queda sin ser mostrado que lo que ha sido atisbado. El re- como partícula de retroceso adquiere entonces uno de sus otros sentidos, el intensificador: el velo re-vela densamente para que lo Trascendente no se considere nunca agotado. Toda revelación aumenta el Misterio, no lo desgasta.
Con todo, hay que decir que el concepto de revelación es más propio de las religiones monoteístas o personalistas, las cuales conciben la existencia de un Ser trascendente que se manifiesta a sí mismo o que muestra algún aspecto de sí mismo. El ser humano no puede poner la mano sobre ello. En cambio, en las religiones oceánicas o suprapersonales, más que de revelación, se habla de iluminación o de despertar, lo cual se concibe como un proceso de transparentación o diafanización de la conciencia mediante la supresión del ego que comporta una nueva percepción de la realidad. A pesar de ello, utilizaré el término revelación porque es más cercano a nuestro universo mental y porque no traiciona la experiencia religiosa de Oriente, tal como intentaré mostrar, en la medida en que pretende indicar una experiencia de apertura y de conocimiento de la realidad diversa de la ordinaria. Lo que varía es considerar si esta experiencia procede de fuera o de dentro.

1. Elementos del acontecimiento revelatorio

En todo proceso revelatorio se pueden destacar tres aspectos. En primer lugar, la mostración de un contenido sobre algo que trasciende el mundo o la realidad ordinaria, en la que, muchas veces, el Ser que se revela es al mismo tiempo su contenido. En segundo lugar, la existencia de un receptor que se halla implicado de manera enteramente pasiva, el cual queda transformado por la radicalidad y contundencia de tal experiencia y queda marcado por un antes y un después en su comportamiento y en su vida. El tercer elemento es la comunicación de esa revelación a otras personas, las cuales son llamadas a adherirse incondicionalmente para que su contenido sea eficaz. Veamos con un poco más de detenimiento cada uno de estos factores.

1.1. El contenido de la revelación

Toda revelación supone la recepción de un contenido que aporta algún tipo de conocimiento y orientación sobre la realidad esencial, un conocimiento que tiene carácter soteriológico, esto es, salvífico. En lo que se desvela está en juego la Vida, la Vida verdadera, lo único que realmente importa, lo que da consistencia a los demás ámbitos de la realidad. Detrás de toda revelación está en juego la dirección y sentido de lo existente, su origen y su destino. Por ello toda revelación es sagrada y por ello también es fundamental para el ser humano discernir lo que es revelación de lo que es invención, alucinación o engaño.
Ahora bien, lo que las religiones consideran revelación no atañe únicamente al ámbito de lo trascendente, sino que, desde él, habla de lo humano y de lo cósmico. Todo contenido de revelación comprende, inseparablemente, atisbos sobre Dios o la Realidad Última, sobre el ser humano y sobre la sustancia del mundo. Su modo de transmitirlo no es fragmentario, sino que pone en relación los tres ámbitos desde un horizonte de trascendencia y de finalidades últimas. De aquí su carácter religante, religioso.
Lo que comunica es siempre, de un modo u otro, una paradoja que está constituida por una afirmación y una negación inseparables: implica una afirmación sobre el Ser trascendente, a la vez que supone una negación de las categorías ordinarias con que la mente humana tiende a concebirlo; es también una afirmación sobre la condición humana y su sacralidad, pero a la vez conlleva una negación de ciertas evidencias que llevan a instalarnos en ellas; es una afirmación de la consistencia y sacralidad del entorno cósmico, pero supone también una superación de lo que espontáneamente captan los sentidos.
El efecto revelatorio comporta, pues, un triple descentramiento de las propias evidencias, tanto de las personales como de las aceptadas por el grupo: hacia la Realidad o el Ser trascendente, hacia los demás y hacia las cosas del mundo. Sin este triple excentramiento —que, en su fondo, es un único descentramiento, porque lo que hace es desplazar el propio centro hacia algo mayor que uno mismo— no hay revelación, sino repetición del propio psiquismo o del contenido cultural bajo la forma de disfraz religioso. Ahora bien, este descentramiento supone, al mismo tiempo, un recentramiento, en la medida en que devuelve a cada persona a su más profundo centro, haciéndola crecer desde su propio fundamento. La revelación no es una alienación, sino una anticipación de realidades y de comprensiones a las que la conciencia antes no tenía acceso. No saca de la realidad, sino que abre y se adentra más en ella. Al abrir, altera, pero esta alteración no enajena sino que permite descubrir ámbitos de mayor luminosidad y profundidad que los que antes se habían percibido.

1.2. La experiencia de revelación

La experiencia revelatoria varía según se conciba su Fondo. Existen fundamentalmente tres modos. El primero lo comprende como la dimensión sagrada del mundo, presente en las cosas mismas, que las vivifica desde dentro. Tal es lo propio de las religiones aborígenes. En su cosmovisión, o mejor, en su cosmosensación, dioses, mundo y humanos forman un todo entrelazado. Todos los seres se perciben como habitados, transidos de un alma que hay que aprender a captarlo.
El segundo modo lo concibe como un Ser trascendente que tiene la iniciativa de mostrarse. A esta concepción corresponden las religiones monoteístas o personalistas, principalmente el judaísmo, el cristianismo y el islam, y entre las cuales se hallan también el zoroastrismo, el sikhismo y la fe bahá'í. Todas ellas conciben la revelación como un ámbito que se halla en otras dimensiones distintas que la ordinaria, desde donde Alguien o Algo «desciende», «se muestra». Se pueden asociar con las místicas de la trascendencia, referidas y atraídas por el Totalmente Otro, más propias de Occidente y del Medio Oriente. Frente al mito de Prometeo, que osa robar el fuego de los dioses, la experiencia religiosa de las religiones monoteístas está radicalmente marcada por el carácter descendente por parte de Dios, que se manifiesta libre y gratuitamente. La revelación es iniciativa del Ser divino, que no se reserva sino que desea darse. En la Biblia queda resaltado a través de múltiples relatos, comenzando por la Creación, donde repetidamente se insiste en el impulso divino: «Y dijo Dios: —Que se haga la luz; y la luz se hizo; y dijo Dios: [...]» (Gn 1,3ss); prosigue con las promesas y alianzas hechas a Abraham, a Moisés y a los profetas; el Nuevo Testamento está constituido por el descendimiento encarnatorio, y el islam, por el descendimiento del Libro eterno. Los mediadores son sólo receptáculos, no conquistadores, que se sienten elegidos para sorpresa y desconcierto de sí mismos.
El tercer modo de comprender ese Fondo que se abre corresponde a las tradiciones más orientales y extremo orientales, las cuales conciben la revelación como fruto de un despertar interno, resultado del desprendimiento del ego. Los rishis, los sabios, los tathagata o los maestros, son los «que han visto», «los que saben» o «los que han llegado», fruto de su trabajo de transparentación. No se trata de ninguna otra dimensión que haya que alcanzar, sino de abrazar esta misma realidad pero en grados de mayor transparencia. Pueden considerarse místicas de la inmanencia, atraídas por la transformación interior que permite percibir las cosas de un modo diferente. En el hinduismo, a esta experiencia cognitivo-transformativa se le llama anubhava; en el buddhismo, bhavanamaya panna; en el taoísmo, chih. Lo propio de esta experiencia es precisamente su falta de contenido verbal-racional:
En el estado de pura existencia se alcanza aquello que se denomina la unión del individuo con el Todo. En este estado hay un flujo ininterrumpido de experiencia, pero el experimentador no puede ser consciente de él porque no sabe que hay cosas, y menos aún diferencia alguna entre ellas, como tampoco la hay entre sujeto y objeto y entre «yo» y «no-yo» porque, en este estado, lo único que existe es la Unidad, la totalidad. [4]
Ante tales palabras, la religión queda desnuda y desnudada, ya que no hay nada a lo que religarse. En todo caso, todo es religión y ello hace innecesaria cualquier mediación que religue.
Todavía se puede mencionar un cuarto modo de revelación, que sería la indagación científica y filosófica, así como la creación artística. Lo que permite hablar de revelación en estos ámbitos es el hecho de que se da un conocimiento de las cosas o una percepción de la realidad que no procede únicamente del propio esfuerzo, sino que se experimenta, de algún modo, como don y donación. Ello no excluye el trabajo de la mente, pero el resultado final no se percibe únicamente como una conquista sino como algo que es dado. La entronización de la diosa razón durante la Revolución francesa puede ser considerada desde esta clave: como la necesidad de simbolizar el don de la razón como herramienta intelectiva que nos ha sido dada para acceder a la realidad. La capacidad de pervertirla no sólo es exclusiva de la secularización o del racionalismo, sino también del instinto religioso cuando se rigidiza o ideologiza.

1.3. Receptividad y adhesión

La noción de revelación supone que se da un excentramiento en el que la recibe. Ello implica una apertura existencial, un estado de receptividad y de entrega, esto es, de transparencia, que es indispensable para poder acoger el acontecimiento revelatorio, tanto por lo que se refiere a la experiencia personal del mediador fundamental e iniciador de cada religión, como en la actitud de sus seguidores. La revelación tiene fuerza transformadora en la medida en que se da una adhesión incondicional a ella. Esta entrega es lo que hace tan difícil la aceptación de otra revelación. Estamos ante una cuestión constitutiva de nuestra psicología. La prohibición de adorar a los dioses extranjeros es un modo de asegurar la unificación de la persona en una sola dirección. No se pueda avanzar en la fe como mero observador.
En las tradiciones monoteístas, la importancia del acontecimiento revelador implica inseparablemente la adhesión al mediador —o mediación— a través del cual Dios se ha manifestado, así como al contenido revelado. La respuesta no se concibe en términos de indagación cognitiva sino de entrega incondicional. De aquí la centralidad incuestionable de la Torah en la tradición hebrea, [5] de Jesucristo en la tradición cristiana, [6] del Corán y su Profeta en el islam, [7] del Gurú Nanak en el sikhismo y de Bahá'u'lláh en la fe bahá'í, etcétera. Según este modelo, el ser humano es concebido constitutivamente como «oyente de la Palabra». [8] Su existencia consiste en ser receptáculo de la comunicación de Dios. La revelación le hace un ser abierto. Es más, le supone esta apertura. Cuanta más apertura haya, más revelación podrá darse. Así, la revelación es inseparable de la disposición del que la acoge. Sin acogida no hay revelación. Por ello estamos ante una categoría religiosa, no sólo cognitiva o epistemológica, porque implica a la totalidad de la persona. Lo importante no es el conocimiento que otorga, sino la transformación integral que este contenido revelatorio conlleva.
En las religiones de inmanencia no hay tanto un legado doctrinal en el que creer, sino más bien la aceptación de un camino hacia el despertar. Y, sin embargo, no se puede obviar que tal camino tiene un marco conceptual en que se ancla y que no es puesto en cuestión.
De ahí de nuevo la paradójica y tensa —aunque también fecunda— relación entre las mediaciones religiosas y la inmediatez de la experiencia mística. Esta paradoja es particularmente sorprendente en el buddhismo, puesto que el Buddha se presenta como un simple hombre que enseña a los demás hombres la vía del despertar, pero acaba constituyéndose en el centro de toda la realidad.
En las religiones aborígenes, la adhesión al contenido revelatorio se hace a través de las ritualizaciones colectivas, en las que todos los miembros del grupo activan su pertenencia mediante celebraciones periódicas por las que consolidan sus vínculos entre ellos, con las divinidades y con el entorno natural.

2. Modelos de revelación

Lo propio de toda religión es su coherencia interna. Cada una de ellas es una configuración que emana de un núcleo revelatorio. Sólo alcanzando ese núcleo se puede acceder a su verdadero sentido. Se han señalado seis criterios de credibilidad para discernir un contenido revelado: la coherencia interna de los diversos elementos; la plausibilidad de lo que presenta; la adecuación a la experiencia; sus frutos prácticos; sus frutos teóricos, esto es, su fecundidad intelectual; y su valor para entablar diálogo con otros marcos revelatorios. [9]
En base a la estructura cosmoteándrica (cosmos-theos-andros) que configura lo real, [10] vamos a distinguir tres tipos de religión que están constituidas por tres tipos de revelación: las religiones cósmicas o de la naturaleza; las religiones teístas, que conciben la existencia de un Dios trascendente de carácter personalista; y las religiones interiores u oceánicas, afines a una concepción a-dual, en las que trascendencia e inmanencia constituyen las dos caras de la misma realidad. Las primeras hablan de las entidades cósmicas, las segundas de la abisal naturaleza divina y las terceras de la insondable capacidad de la conciencia humana. Esta clasificación se aproxima a las clasificaciones que vienen haciéndose en los últimos años por los estudiosos del fenómeno religioso. [11]
Con todo, hay que decir que una aproximación por modelos puede ser válida mientras no se absoluticen, ya que toda sistematización supone una simplificación de una realidad más compleja. Sirven como presentación pedagógica y orientativa, pero hay que manejarlos conscientes de que cuando una realidad es catalogada bajo un determinado parámetro, se le impide que manifieste elementos que no pertenecen a la óptica con la cual se la mira. El hinduismo, por ejemplo, contiene elementos de las religiones personalistas que no se perciben si sólo se lee en clave oceánica. Con todo, son innegables sus acentos suprapersonales, tal como en algunos místicos del cristianismo o del islam se pueden encontrar referencias transpersonales, sin negar que su marco es claramente personalista.
Para situar los tres modelos en base a la estructura cosmoteándrica, podemos vincularlos a tres ejes básicos: el vertical, el horizontal y el central. Todo ello se puede expresar mediante el siguiente gráfico, en el que aparecen las cuatro direcciones en las cuales el homo religiosus contacta con lo Trascendente: [12]
Podemos poner en relación las revelaciones de la naturaleza o aborígenes con el eje vertical, en el que el ser humano siente que forma parte del todo cósmico en un mundo tripartito de carácter vertical: el supramundo, el mundo visible y el inframundo; todas las entidades participan de esta tríada. El eje vertical, a través de la metáfora espacial altura/profundidad, da una explicación mítica del mundo en la cual la polaridad cielo/infierno es un modo de expresar los estados psico-espirituales internos. La verticalidad es intemporal y puede encontrar en cualquier punto o instante el eje horizontal, atravesándolo repentinamente. Si bien asociamos primordialmente el eje vertical con las religiones aborígenes, está presente en todas las configuraciones religiosas, en las que lo trascendente tiende a ubicarse en un arriba (ana), desde donde desciende hasta abajo (kata), tal como queda simbolizado en las teofanías de las montañas bíblicas, en la encarnación del Verbo que desciende según el imaginario cristiano, así como también desciende (nazala) la revelación en el Corán. Menos frecuente es situar la trascendencia en un abajo. Aparece en los mitos de las aguas que cubren la tierra primordial; en los mitos órficos, donde el héroe se sumerge en las profundidades; en las Upanishads es frecuente la imagen de la cueva del corazón; también el Evangelio habla del tesoro escondido que sólo se encuentra tras cavar (Mt 13,44); Eckhart hablará del Fondo originario, el Fundamento abismal del que emerge el mundo manifestado. También encontramos este abajo radical en la kénosis de Cristo, en el despojo del Hombre-Dios que desciende hasta los infiernos de lo humano y de la historia (Flp 2,5-8).
Las religiones teístas, además de participar de este eje vertical, se despliegan sobre todo en el eje horizontal desde un origen hacia una meta, descubriendo el sentido de la temporalidad. De aquí que, paradójicamente, las religiones teístas y de la trascendencia queden complementadas por el valor de la historia y por el cuidado de la comunidad, tal como sucede en el judaísmo, el cristianismo, el islam, el sikhismo y la fe bahá'í. Las religiones históricas se despliegan sobre esta horizontalidad, remitiéndose, por un lado, a los orígenes (arché) —tanto de la propia religión como de la humanidad— y, por otro, a un final (télos) escatológico hacia el cual convergen todos los acontecimientos humanos. Este eje horizontal, que transcurre en el tiempo, suscita el sentido de la historia, tanto la colectiva como la referida a la existencia individual. Las religiones monoteístas están transidas por esta doble polaridad: existe un momento revelatorio fundante que tiene una preeminencia absoluta (la constitución de la Torah, el acontecimiento de Cristo, la revelación del Corán a Muhammad, etcétera), pero, al mismo tiempo, se espera una consumación final que se dará en el futuro. En cambio, en el modelo oceánico, el carácter circular del hinduismo, del buddhismo y del taoísmo hace que este avance «hacia delante» no sea significativo, porque el progreso no se da hacia el futuro, sino hacia dentro, ya que la linealidad del eje horizontal, en verdad, está cerrada en su curvatura. El crecimiento, en el modelo oceánico, se da hacia la profundidad.
Las religiones de la interioridad se concentran en el punto de convergencia de los dos ejes, anulando así tanto la espacialidad vertical como la temporalidad horizontal. Este centro, que es sede tanto de la conciencia como del corazón, es el que atribuimos a las religiones oceánicas, en la medida en que se caracteriza por el trascendimiento de las coordenadas espacio-temporales: «Así como los radios de la rueda están fijados en el cubo y en la llanta, así también todos los seres, todos los dioses, todos los mundos, todos los alientos, todos los âtmans están fijados en Âtman», dice una Upanishad.[13] En el buddhismo y en el taoísmo, ese centro se concibe vacío porque es el que posibilita todo lo demás: «Treinta radios convergen en el medio, pero es el vacío que hay entre ellos lo que hace marchar el carro». [14]
En el eje vertical encontramos la figura del chamán, que viaja por los tres mundos, adquiriendo un conocimiento restaurador. A las religiones que se desplazan preponderantemente por el eje horizontal les correspondería más el arquetipo del profeta, mientras que el arquetipo del místico estaría más asociado con las religiones oceánicas, en las que se diluye o se trasciende la espacio-temporalidad. En las religiones aborígenes, lo que se busca es, sobre todo, conseguir el equilibrio con el entorno natural y la armonía con el mundo de los espíritus; en las religiones histórico-proféticas, lo que autentifica la experiencia revelatoria es la incidencia en la vida de la comunidad y el compromiso con una historia que hay que mejorar; en las oceánicas, el acento está puesto en la superación de los límites del yo en un estado transtemporal donde se experimenta una unión plenificante con la totalidad.
Al eje vertical le corresponde un lenguaje eminentemente mítico-simbólico y la actuación ritual; al eje horizontal le corresponden la palabra, el desarrollo conceptual-doctrinal, el sentido de lo comunitario y el compromiso histórico; al centro le corresponden el Silencio y el trabajo de autotransparentación. Pero en los tres modelos religiosos encontramos mito, concepto y silencio, así como ritualización, compromiso ético y abismamiento místico.
Si bien es cierto que el punto de encuentro en el Centro de las cuatro direcciones sería lo específico de las religiones oceánicas-transpersonales, hay que decir que también es el lugar del núcleo revelatorio de todas las demás. Es su lugar y no-lugar por excelencia, punto de convergencia y de expansión de donde emana la experiencia de lo Absoluto. En el cristianismo, esta centralidad la ocupa Cristo: «Que podáis comprender cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la plenitud total de Dios» (Ef 3,18); en el buddhismo, la ocupa el Buddha, icono de la naturaleza última; en el taoísmo, el Tao, que es un espacio vacío; etcétera.
Cada religión tiene un Centro del que emana el resto, y cada una de ellas pone un acento particular en cada una de estas dimensiones. En función de sus acentos, se desarrolla uno u otro aspecto de ellas. Los tres modelos revelatorios contienen simbolismo, palabra y silencio, pero con predominancias indiscutiblemente diferentes.
Pero todavía se puede decir más. Como resultante del encuentro del eje vertical con el horizontal, no sólo se produce un punto de contacto que se pierde en su propia profundidad, sino que se origina una diagonal, donde el desplazamiento de la historia es impulsado por un movimiento ascendente e interior:
Podemos considerar que la diagonal aparece como una resultante de nuestra mentalidad contemporánea, donde el encuentro de las religiones puede ser vislumbrado como una convergencia hacia adentro (profundidad mística) y un hacia delante (utopía social), rasgando el cuadrante superior derecho hacia un punto asintótico entre escatología e historia. Volveré sobre esta cuestión en el último capítulo.

2 Revelación en las diversas tradiciones religiosas

Muy gradualmente y de muchas maneras  ha hablado Dios a nuestros padres.
Carta a los Hebreos 1,1
El acontecimiento revelatorio es, para cada tradición, su núcleo fundante, y ese núcleo que la funda es considerado revelación, en tanto que es percibido como radicalmente recibido, como fuente de vida y camino de plenitud. De él dimana toda la configuración religiosa —relatos, creencias, normas y ritos— como su epicentro, ya que es por donde la opacidad de lo Real ha sido perforada y se ha accedido a —o mejor, se han recibido— fulguraciones de la Ultimidad. En este segundo capítulo vamos a rastrear el núcleo esencial de las tradiciones más significativas, agrupándolas en los tres modelos anunciados: cósmico, personalista y oceánico.
Vamos a sobrevolar el paisaje de las diferentes religiones respetando el lenguaje propio de cada una de ellas. Como el águila que desciende en picado para coger una presa, sacaremos a la luz algunos textos más significativos que nos den a conocer el sabor y el tono específico de cada tradición. Una vez presentado este contenido básico, que me ha parecido conveniente incluir para homologar conocimientos, retomaré todo este material para revistarlo desde diversos ángulos.

1. Religiones aborígenes y revelaciones cósmicas

Por razones de orden cronológico, y también por veneración y respeto a nuestros ancestros, comenzaremos presentando la experiencia revelatoria de las religiones llamadas aborígenes o primigenias, porque están «en los orígenes», en la raíz de todas las demás, en los albores de la experiencia mística y religiosa de la humanidad, todavía presentes en muchas culturas del planeta. En ellas, la experiencia revelatoria está vehiculada por una figura clara y difusa a la vez: el chamán. Clara porque su rol en la comunidad está netamente identificado: es el que pone en contacto con otras dimensiones de la realidad con diversos fines: desde conseguir remedios curativos hasta trasmitir mensajes que afectan al destino de la comunidad. Pero también es una figura difusa, porque puede incluir la del curandero, el sanador, el adivino, el hechicero, el brujo, el mago, el médium y también el embaucador. Lo que aquí nos interesa es cómo y en qué medida es un puente con la trascendencia y un pasaje de revelación. Chamán significa «el que conoce». [15] Es un término que proviene de los pueblos manchú y tungú nordasiáticos y que por extensión se aplica a las demás religiones aborígenes del planeta. El chamán se mueve en el ámbito del exceso y se le reconoce el valor de héroe porque, arriesgando su vida y su cordura, se adentra en el supramundo y en el inframundo y regresa con información valiosa para la comunidad. Con frecuencia es una persona enferma, que encuentra su lugar en el grupo gracias a una inversión de las limitaciones de su dolencia. Como ha dicho Mircea Eliade, «el chamán no es sólo un enfermo, sino un enfermo que se ha curado, que ha logrado curarse a sí mismo». [16] El chamán resulta creíble por parte de la comunidad porque él ha pasado previamente por experiencias límite en las que no ha sucumbido sino que, por contrario, ha salido fortalecido. Expresado con los términos propios de su cosmovisión, entre estas experiencias destacan:
— la presencia de algún signo o prodigio durante su nacimiento;
— la apertura del pecho que hace vivir una muerte mística en la que simbólicamente sus órganos son cambiados durante el sueño o durante un trance;
— haber descendido a los infiernos psíquicos, haberse enfrentado a sus monstruos —personales y colectivos— y haberles perdido el miedo;
— frecuentes dolores de cabeza que preceden a las visiones o que suceden a ellas;
— calor místico durante el trance que puede llegar a hacerse visible en forma de halo de luz;
— ascenso a regiones celestes donde ha estado en contacto con seres de luz;
— la percepción frecuente o continua de alguna presencia-guía junto a él.
Expresado en términos psicológicos, lo común a los caminos iniciáticos es el proceso de implosión, «explosión hacia dentro», en el que se da un renacimiento hacia capas más profundas de uno mismo y de la realidad. Para ello hay que pasar por una parálisis catatónica del ego, donde el sujeto se encoge, se contrae y se comprime hacia adentro, para acceder a un nuevo nivel de comprensión y de conocimiento y convertirse así en chamán. La explosión que sigue tras el encuentro con la capa de muerte se puede manifestar en cuatro direcciones: hacia una pena genuina que permite revivir pérdidas o muertes antiguas no asimiladas; hacia el orgasmo en personas bloqueadas sexualmente; hacia la ira en los que tienen una agresividad reprimida; y hacia una alegría plena de vivir. [17]
Maestros del éxtasis, lo que separa a estos hombres-espíritu de la comunidad es la intensidad de su propia experiencia religiosa y el estar en relación con dimensiones que el resto del grupo teme o ignora. El chamán es, al mismo tiempo, el gran conocedor del alma humana. Sólo él la ve, así como también ve a los espíritus. Conoce sus formas y sus destinos. Tiene un especial vínculo con los elementos de la naturaleza, particularmente con el fuego. También es el que ayuda a hacer el tránsito hacia el otro mundo en el momento de la muerte, porque ha estado en el transmundo durante sus viajes místicos. Su función es la de interpretar los signos y los mensajes que continuamente asaltan y asedian la cotidianeidad y cuyo desciframiento es indispensable para la vida de la comunidad. Asimismo, es el encargado de restablecer el equilibrio interno entre los diversos miembros así como con el entorno natural. Habla con el alma de las cosas y éstas le hablan a él. Comprende su sentir. Percibe cuando están enfermas o heridas, tal como sabe interpretar las dolencias o angustias de las personas. Por todo ello, sus visiones son respetadas y obedecidas por el grupo, ya que le va la vida en ello.
La cosmovisión chamánica pertenece a culturas de tradición oral en las que no hay establecida ninguna doctrina formal, aunque el sistema de creencias está sólidamente establecido mediante relatos míticos y arquetípicos. Su horizonte se organiza a partir de círculos concéntricos: la familia, el clan, la tribu, el resto del mundo, que se suele concebir como un disco que flota sobre la superficie de un mar universal, cubierto por el firmamento, como si fuera una tienda que delimitara el fin del mundo. Más allá de este mundo visible, están el supramundo y el inframundo, lo cual les da una visión tripartita de la realidad. Los tres planos están interconectados a través de lugares sagrados: cuevas, agujeros, simas, cimas, árboles, rocas, cascadas; también a través de ciertos animales: águilas, chacales, ciervos, zorros, serpientes, grandes peces, etcétera. A través de esas aberturas se renuevan los poderes sobrenaturales perdidos a causa del cisma entre el cielo y la tierra que los mitos narran y que esos lugares y animales sagrados conservan. Sólo el chamán es capaz de trepar por el Árbol axial que une los tres mundos. Ni sus raíces más hondas ni sus más altas ramas son accesibles al resto de la comunidad. Disolviendo su ego por medio del éxtasis o el trance, se hace savia de ese Árbol y recorre sus profundidades y sus alturas. Cuando regresa, chamaniza, respondiendo a las preguntas que se le había hecho antes de su pérdida de conciencia. El valor de su conocimiento visionario se autentifica por su capacidad de regenerar la vida de los miembros del grupo y de su entorno y hacerlos avanzar. Sus ausencias se justifican porque volverá con un conocimiento que no es accesible a los demás.
Estos viajes pueden ser inducidos por medio de sustancias, o por medio de rituales de música y danza, por meditaciones y ayunos o por estados catalépticos que le advienen repentinamente, en los que se altera su estado ordinario de conciencia. Lo propio del chamán respecto del médium o de otros personajes extáticos es que puede controlar sus visiones. He aquí un testimonio sobre los ritos de los samoyedos de Siberia septentrional:
Primero, el sacerdote empieza a tañer una cosa parecida a un tamiz grande, con una piel en un extremo como un tambor [...]. Luego, canta como solemos hacer en Inglaterra para azuzar, huchear o gritar a los perros de caza, y el resto de la compañía le responde con esta voz: Igha, Igha, Igha, y a continuación el sacerdote les responde con sus voces. Y los demás le responden con las mismas voces tantas veces, que al final se pone como loco y cae al suelo como muerto [...].
Les pregunté por qué se echaba de ese modo, y me respondieron: Ahora nuestro Dios le dice lo que tenemos que hacer y adónde tenemos que ir. [18]
Otro de los medios es el ayuno y el aislamiento durante días, semanas o incluso durante meses. Así narraba un esquimal iglulik en 1929 su experiencia en la iniciación chamánica, en medio de un deliberado aislamiento:
A veces me ponía a llorar y me sentía infeliz sin saber por qué. Entonces, sin ningún motivo, de repente todo cambió, y experimenté una alegría intensa e inexplicable, una alegría tan intensa que no pude contener, sino que tuve que romper a cantar una potente canción, en la que sólo tenía cabida esta única palabra: ¡Alegría!, ¡Alegría! Y tuve que emplear toda la fuerza de mi voz. Luego, en medio de este acceso de deleite misterioso e irresistible, me convertí en chamán sin que yo mismo supiera cómo se había producido. Pero era un chamán. Veía y oía de un modo totalmente distinto. Había obtenido mi quamaneq, mi iluminación, mi luz chamánica del cerebro y del cuerpo, y de un modo tal que no era sólo yo quien veía a través de la oscuridad de la vida, sino que la misma luz irradiaba de mí y, si bien era imperceptible para los seres humanos, era visible para todos los espíritus de la tierra, el cielo y el mar, y éstos vinieron entonces a mí y se convirtieron en mis espíritus auxiliares. [19]
El recurso a la soledad para abrirse al otro conocimiento está presente en todas las culturas y tradiciones, tanto aborígenes como actuales. Así lo expresa el mismo testimonio: «Las mejores palabras mágicas son las que le llegan a uno, de un modo inexplicable, cuando está solo en medio de las montañas [...]. El poder de la soledad es grande y supera nuestra comprensión». [20] Entre los quechuas del altiplano boliviano, los tiempos de soledad se consideran indispensables para «llenarse de luz», según la expresión que ellos mismos utilizan.
El chamán utiliza el lenguaje simbólico y arquetípico del subconsciente y del supraconsciente. Sus palabras no son abstractas sino narrativas. Mito, en cuanto relato interpretativo, y realidad son inseparables porque el mundo es tal como el símbolo lo configura, unificando los fragmentos de sentido que se hallan dispersos. Si bien los mitos se refieren al pasado legendario de la tribu, la revelación chamánica tiene que ver con las necesidades presentes y futuras de la comunidad y de sus miembros. En diversos pueblos de Asia Central y de Alaska, las sagas orales no narran los acontecimientos históricos de sus líderes, sino las experiencias espirituales de carácter chamánico de sus héroes, celebrando así sus hazañas en el mundo del espíritu. En este sentido, no hacen ninguna diferencia entre los personajes de sus mitos y los hombres o mujeres vivos dotados de poderes espirituales. En ciertos pueblos, los mitos no están cerrados sino que expresan una potencialidad de la realidad que, como los héroes de los propios mitos, puede convertirse en algo mayor. Los hombres de conocimiento pueden alterar estos mitos, no a su antojo, sino según un grado de inspiración que es reconocido por el grupo.
Entre los chamanes es frecuente la visión en sueños de un viaje al escenario de la creación o a una montaña visitada por sus dioses creadores. El chamán es aquel que es capaz de transmitir informaciones que no percibe el yo cotidiano y que proceden del reino del espíritu, un reino trascendente e intangible que se hace inmanente y accesible por medio de la palabra que, al ser emitida por él, se encarna en el mundo ordinario. La comunicación del chamán con los espíritus puede concebirse de dos maneras: o bien su alma viaja en éxtasis a las regiones del más allá o bien los espíritus entran en él y lo inspiran. Estos dos modos no son excluyentes.
Los elementos de la naturaleza forman parte del drama cósmico tanto como los seres espirituales. No hay discontinuidad entre unos y otros. El chamán es el que ve sus interconexiones. Entre los xumu del Perú, el ritual chamánico va acompañado del siguiente canto:
De nuevo estamos aquí para obtener sabiduría. Danos tranquilidad y dirección para comprender los misterios de la selva, el conocimiento de nuestros antepasados, para convertir el pasado en futuro [21] .
Hay que establecer una jerarquización de temas y ámbitos porque no se puede, sin más, llamar a todo revelación, aunque lo sea en el sentido de que se desvela un conocimiento que no es accesible en el plano ordinario. No todo tiene la misma densidad e importancia cognitiva. No es lo mismo recibir una información sobre un remedio curativo que tener un conocimiento sobre algo que afecta o va a afectar al destino de la tribu, o recibir conocimientos sobre el mundo del Más Allá. Entre los mixes del norte de Oaxaca (México) una mujer sabia llamada María Sabina, que tenía dones curativos, desde pequeña se había sentido atraída, como decía ella misma, «por un lenguaje misterioso que hablaba de los astros, los animales y de otras cosas que yo ignoraba»; ello la llevaba más allá de los límites de su propia existencia. Después de comer hongos, «oía voces procedentes de otro mundo» y, aunque analfabeta, «leía en un Libro de la Sabiduría, que me enseñaba cómo llamar al Señor de las Montañas, cómo ver desde el origen y cómo curar con el Lenguaje y la sabiduría que éste confiere». Según sus propias palabras, en sus veladas, «me convertía en Dios y penetraba en el otro mundo, cuya visión da el sentido de éste». [22] Nótese la fuerza de las expresiones que utiliza: «ver desde el origen», «curar con el Lenguaje».
La figura primordial del chamán de las religiones cósmicas y aborígenes se difracta en dos, según los modelos de religión que siguen. En las revelaciones teístas, se convierte en el profeta, mientras que en las religiones oceánicas será el místico, el yogui o el sabio. En ambos casos, su rol ha quedado más contenido o institucionalizado, pero los elementos básicos coinciden: seguimos encontrado a seres entregados y atravesados por el Absoluto.

2. Religiones teístas y revelaciones proféticas

2.1. Mazdeísmo: la revelación hecha sabiduría

Dentro de las revelaciones proféticas, nos retrotraemos hasta el mazdeísmo o zoroastrismo, pues se trata de una religión significativa por varias razones: pertenece a la antigua Persia, fue contemporánea de la religión bíblica e influyó sobre ella durante la cautividad en Babilonia y también posteriormente, [23] ya que se hallaba en plena expansión. Fue Ciro (550-530 a.C.) quien permitió el retorno de los israelitas a su tierra (538 a.C.), [24] por su parte, Darío I (550-486 a.C.), conquistador de regiones de la India, Tracia y Macedonia, es considerado uno de los precursores de los derechos humanos por su respeto a los demás pueblos. No es una religión semítica sino indoeuropea. Ello hace que existan muchos paralelismos entre las divinidades zoroástricas y las védicas del hinduismo. Está en la base del chiismo islámico aunque éste no la tolere. Continúa viva en pequeños reductos de Irán y de la India, donde a sus fieles se les conoce como los parsis, por razón de sus orígenes. Su cosmovisión parte de un Dios trascendente, Ahura Mazda («Señor Sabio»), del que no surge ningún mal, simbolizado por el sol y por el fuego, bajo el cual se da una lucha sin cuartel entre el espíritu del bien (Spenta Mainyu) y el espíritu del mal (Angra Mainyu, más tarde Ahrimán), que se prolongará hasta que el universo sea restaurado por un mesías (Saosyant). Es una religión dualista, por cuanto postula la existencia de dos realidades cósmicas enfrentadas, pero no es diteísta, ya que Ahura Mazda está por encima de esta dualidad. Es en el ámbito de las criaturas donde se entabla el combate. Todo ello dará pie al futuro maniqueísmo, surgido en esas mismas tierras siglos más tarde.
El personaje más destacado del maniqueísmo es Zarathustra (conocido por los griegos como Zoroastro), modernamente célebre por haber sido recreado por Nietzsche y por Strauss. Este profeta, histórico y legendario a la vez, se sitúa entre los siglos IX-VIII a.C. [25] Vivió probablemente entre las tribus dedicadas a la cría de ganado, en la estepa del Irán oriental. Debió de ser un sacerdote consagrado a ofrecer sacrificios y también a componer himnos (Gâthâ), los cuales están dedicados al fuego, hijo del sol (símbolo de Ahura Mazda, el Señor de la suprema Sabiduría), que purifica y espiritualiza. También se le atribuyen otros libros del Avesta, las escrituras sagradas, tres cuartas partes de las cuales se perdieron en tiempos antiguos. Actualmente el Avesta está lleno de tratados prolijos y menos inspirados que se fueron añadiendo en siglos posteriores. Zarathustra introdujo importantes renovaciones en el mazdeísmo, entre las cuales está el haber pasado de una concepción cíclica del tiempo a una concepción lineal con un final escatológico inminente; también cambió los ritos cruentos y frenéticos tradicionales por un culto iniciático y escatológico. Sin embargo, no quedan muy bien definidos los límites. En los escritos de Zarathustra se expresa que por medio del rito (yasna) el oficiante adquiere la condición de maga, [26] por la que vive una experiencia extática que le proporciona la iluminación (chisti). El estado de maga se obtiene, sobre todo, mediante el sacrificio del haoma, «licor de la inmortalidad», que el sacerdote ingiere durante el transcurso de la ceremonia. El haoma es rico en xvarenath, fluido sagrado, ígneo, luminoso, vivificante y espermático. Ahura Mazda es el poseedor por excelencia de esta «llama líquida», que también brota de la frente de Mitra y de la frente de los soberanos, como una luz solar. Todo ser humano posee su xvarenath que se hará visible el día de la transformación final. El sacerdote, al ingerir el haoma, se acerca a Ahura Mazda y anticipa la renovación universal. En sus himnos se puede percibir un pathos