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A esta hora de la noche es una serie de relatos en torno a la maternidad que abarca desde los meses previos a la concepción hasta el momento en que el hijo comienza a independizarse del cuerpo que lo gestó y alimentó. Cómo hacerse madre en pleno duelo por la pérdida de la propia madre es la pregunta que atraviesa A esta hora de la noche en el orden de lo íntimo: la historia personal se despliega como en abanico a partir de experiencias, más que nuevas, renovadas, como la crianza, el colecho, y el cuidado, que se descubren presentes en la memoria de la infancia. En diálogo con autoras como Jane Lazarre, Esther Vivas, Natalia Ginzburg, Rivka Galchen y Rachel Cusk, cómo hacerse madre en el oleaje de preguntas, perspectivas, nuevos mandatos y exigencias desatados por la conversación bullente que propiciaron los feminismos es la otra gran pregunta del libro, un nuevo relato de Cecilia Fanti centrado, como La chica del milagro, en el cuerpo que atraviesa, una vez más, una experiencia transformadora.
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Fanti, Cecilia
A esta hora de la noche / Cecilia Fanti. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Rosa Iceberg, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-47026-9-2
1. Narrativa Argentina. 2. Maternidad. I. Título.
CDD A863
Dirección editorial: Marina Yuszczuk
Diseño y maquetación: Matías Duarte
Foto de cubierta: Anita Bugni
© Cecilia Fanti© 2020, Rosa Iceberg
Rosa Iceberg, Buenos Aires, Argentina
ISBN 978-987-47026-9-2
Edición en formato digital: noviembre de 2020
Conversión a formato digital: Libresque
Este libro se publica con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes.
Cecilia Fanti
A esta hora de la noche
A mi mamá
A Bea
A Pedro
A veces, cuando están preñadas se reviran. Se reviran, se les mete algo en la cabeza y es imposible ponerse en su lugar para entender qué les pasa. Porque en esos momentos no piensan. Si deciden irse, pueden atravesar grandes distancias. Van a los tumbos, se tropiezan y siguen adelante. No tienen sentido. Uno trata de ayudar y hace lo que puede, sale a buscarlas con la esperanza de que estén bien. Se queda al lado. Las revisa. En general, cuando nacen los terneros se ponen bien.
Cynan Jones, Tiempo sin lluvia
Tal vez nuestras heridas, añadió, sean el único lugar en el que puede arraigar el futuro.
Rachel Cusk, Tránsito
En el norte de Brasil las palmeras te miran de costado. El viento que empieza a soplar al mediodía las deja ladeadas y parejas. Todas saludan en una única dirección: la del mar. Vinimos hasta acá para sacarme la tristeza. Una semana en un paraíso al que llegamos después de dos aviones y un transfer desde un aeropuerto montado en una carpa. El paisaje hasta llegar a nuestro hotel me llena de fracaso. Bordeamos pueblos pobres, pobrísimos. Perros flacos, viejos a la sombra, construcciones sin ventanas, nenas descalzas y con el pelo enredado. Viajamos montados en el asiento de atrás de una cuatro por cuatro que, después de una hora de viaje, tracciona finalmente en la arena, e ingresamos en el terreno diseñado para los ojos del turista. Pareciera no haber nada, solo paisaje. A lo lejos el cielo parece lleno de farolitos chinos que planean contra el horizonte. De un lado, empezamos a distinguir las siluetas de las personas montadas en barriletes gigantes que tocan el agua y vuelven a levantarse. Enfrentada, se impone la línea de hoteles caprichosamente rústicos con sus reposeras y sus huéspedes brillantes y salados.
En la puerta de nuestra habitación, una choza de imitación con cama king size, minibar, baño con cortina y productos naturales de belleza, hay un cartel con un corazón dibujado: “Sejam bem vindos, Cecilia y Agustín”. Los pies me pesan en la arena, me saco la ropa y busco mi traje de baño. El primer chapuzón se lleva el cansancio del viaje y la tristeza empieza, lenta, a ceder. Sonrío apenas a esos ojos bien negros que nos miran y nos preguntan en un portugués cerrado pero cautelosamente amable cómo viajamos y si deseamos algo de beber. Sin perder la sonrisa, jamás.
Durante esos días de vacaciones voy a comer tapiocas, fruta tropical, pescado en todas sus formas. Voy a tomar agüita de coco, mucha cerveza y algunas caipirinhas. En las mañanas camino por la orilla y guardo caracoles en el bolsillo. En las tardes vemos cómo peregrinan los turistas como nosotros hacia una duna alta; desde ahí, apiñados y ruidosos, ven caer el sol; Agustín y yo nos quedamos en el llano, mirando a los perros que persiguen algunos barriletes humanos y corren y ladran y se mojan en la orilla. Durante las noches, caminamos por la playa con una linterna, siempre en línea recta, la vía láctea sobre nuestras cabezas, la luna llenísima; un cielo diamante sobre nosotros, los cuellos estirados como si quisiéramos tocarlo con la punta de la nariz.
Somos los únicos huéspedes en nuestro hotel pero el clima tropical no invita al terror: ninguno de nosotros va a enloquecer ni los empleados del hotel, con su calidez y buena voluntad, parecen dispuestos a hacer más que sus tareas diarias con la pausa que dispone la arena hirviente.
En Buenos Aires, nos dicen, el dólar corre sin que nadie pueda atraparlo. Un poco como mi tristeza, pienso, que como Carmen San Diego siempre logra escaparse. Me pregunto cuándo va a dejar de apretar tanto la muerte, cuándo voy a volver a sentir mi esternón hincharse, mis costillas ceder y abrirse. Cuándo va a aparecer un hueco, algo de espacio. Una tregua.
Aunque no llovió ninguno de los días, el viento caluroso que se levantaba por la tarde nos invitaba a la siesta, a la calma, a afirmar que había lugar para el amor y la sonrisa, a leernos en voz alta, abrazarnos. Algunas tardes soñé y casi todas bruxé. Una de ellas, vi cómo un caracol de mar se movía entre la ropa.
De cada caminata elijo un puñado de caracoles por sus vetas, sus texturas y relieves, por una imagen prosaica de la Venus de Botticelli. Aunque no son especiales, encontrarlos me da alegría. Es posible que no los traiga de vuelta a casa.
Conocí el mar cuando tenía diez años: un amigo de mi papá me llevó a Villa Gesell a la casa de una tía mía que estaba veraneando allá con sus hijos, mis primos. Para disimular la falta, que por otra parte todos ellos conocían, fingí naturalidad y nada de sorpresa cuando vi la espuma, la arena oscura, el ruido continuo, el viento frío y húmedo contra la cara, las marcas blancas en la piel cuando me secaba al sol, la sensación de la arena pegada en todo el cuerpo: los pies, las rodillas, las nalgas, las orejas. Los caracoles en todas sus formas, rotos en la arena, en trenzas que costaban dos pesos, en pulseras que las chicas bronceadas de curvas incipientes ponían en sus tobillos, en souvenires que predecían el clima o colgaban de un cartel que decía “Recuerdo de Villa Gesell”. “Vine a Gesell y pensé en vos”.
De alguna manera son estos caracoles los que conectan pasado y futuro. Lo que no era posible cuando chica pero elijo cuando grande. No perder nada. Descubrir algo nuevo que trae placer y desafío, que no tiene ningún costo y detiene la mirada. La concentra. Mueve al cuerpo y lo dispone a tomar algo.
En estos días recuerdo y deseo lo pequeño. Soy ahora una mujer que se permite la sorpresa. Pienso en cómo mi mamá se vuelve recuerdo, se aleja más y más. Mamá nunca conoció Brasil, pero cuando estaba recién operada de cáncer, es decir, cuando apenas le habían sacado un tumor y le habían prometido una vejez de por lo menos un par de años más, le dijo a su cuñada que cuando se sintiera mejor ellas dos se irían a las playas brasileñas. Se lo dijo con señas, porque ya en ese momento, con una sonda nasogástrica y la imposibilidad de hablar, tendríamos que haber intuido que quizás no habría Brasil, ni vejez. Mamá murió un año después de su primera operación de cáncer de colon mirando, para los mortales, el techo blanco y vulgar de su habitación.
Pienso en lo poco que vi a mi familia desde su muerte, en cómo basta la ausencia de uno de sus integrantes para que los vínculos empiecen a borronearse.
Los secretos pertenecen a una zona oscura, como el misterio, como esos peces que de tanto vivir en el fondo del mar tienen un aspecto desordenado y confuso. Mamá enunció poco sus deseos, quizás por superstición, o porque creyó que si los guardaba para ella se cumplirían. Lo que decía a viva voz, aunque como falta, era el deseo de ser abuela, de tener nietos, de volver a ser hogar.
Volvemos de Brasil, sin saberlo, con un hijo a cuestas. Algunos días después, la certeza se va a convertir en un Evatest positivo. A destiempo, pienso, con mamá todo tuvo siempre la marca de la falta.
En esta casa el agua caliente se termina rápido, la ducha tiene muy poca presión y, como casi todos los días, estoy llegando tarde a mi trabajo en la librería. Me bañé rápido. Agustín me prepara un café con menos leche de la que me gustaría. Todavía en pijama, se sienta frente a su computadora. Desde hace meses estamos buscando un departamento más grande para mudarnos: más grande, más cerca de mi trabajo, de su mamá que está enferma; un departamento más luminoso, menos ruidoso y céntrico, con un espacio exterior. Queremos todo eso aunque las cuentas no cierren. Lo intentamos cada vez y fracasamos. Le digo que va a tener el baño listo en unos minutos y él me dice que me va a mandar algunos links con casitas que vio. Dice casitas y sigue mirando su computadora. Quiere bañarse una vez que yo me haya ido, cuando la casa quede toda para él durante el resto del día y disponga de los espacios, de los olores, las luces prendidas, los platos apilados. Trato de apurarme pero no puedo. La duda, la mañana, la idea de viajar una hora de San Telmo a Colegiales. Hago pis una vez más y, en un acto reflejo, agarro la caja del Evatest que había comprado en el último atraso y no llegué a usar.
Una vez había escuchado a una excompañera de trabajo: cuando estás, no tenés que esperar ni un minuto, es inmediato. Hago pis como quien cambia una lamparita, resuelve un cambio de estado, busca una certeza. Se dibuja una rayita y después otra. Dos ventanas marcadas. Estoy embarazada y lo sabía. Salgo con el test de embarazo en la mano y le digo a Agustín: estoy embarazada y me tengo que ir corriendo. Discutimos. Hice el test sola y apurada, sin previo aviso. Lo dejo con la noticia y la sorpresa. Lo dejo afuera de ese primer momento. Yo lo supe y se lo conté. Pero ¿acaso no vivimos juntos? ¿Acaso no lo hicimos juntos? Sí, pero estoy apurada. Me abraza pero sé que está enojado. Le digo que me perdone, que el apuro, que el atolondramiento, que no fue intencionado. Cuando estoy apurada hago todo junto: pis, un test de embarazo, el armado de una mochila, la caminata apretada hasta la parada del colectivo. Me dice que a la noche vamos a hablar y que no lo puede creer.
No tengo nervios. Le digo mi destino al chofer, espero a la máquina, paso la Sube y me siento. En general me pasa así: estoy llena de expectativa y ansiedad hasta que el objetivo aparece cumplido. Entonces ya lo incorporo. Es parte de mí. Viajo en el 152 y ya estoy embarazada. Estoy segura porque me habita la idea de que podría arruinarse pronto, de no ser del todo cierto, de que el embarazo se termine como el comienzo de una nueva tragedia vital. Que sea cortísimo. Le escribo a mi médico de cabecera y le pido una orden para un análisis de sangre. Le digo que creo que estoy embarazada y responde, seco y profesional, que puedo pasar por el consultorio a buscar la orden para el análisis. No agrega una carita feliz ni hace ninguna pregunta. Solo me tomo las cosas de manera personal.
Elijo el camino de la amistad: escribo un mensaje en el que uso la palabra “creo”. Creo que estoy embarazada. Mi amiga me sentencia: los falsos positivos no existen. Después me pide cautela. Le digo que por supuesto, pero en realidad siento la obstinación de eso que está prendido, agarrado, evaluando cuán viable es crecer y desarrollarse en mi vientre.
En uno de los primeros asientos del colectivo hay una mamá con su hijo de más o menos dos años. Se están matando de risa y él, a upa, se inclina con sus ojos achinados y sus cachetes rojísimos y hace volar su pelo lacio y amarillo como las tipas que empiezan a florecer en los árboles de la plaza de Retiro. Los miro y escucho sus risotadas, felices. El sol les entra directo en el abrazo. Me dejo cautivar por este espectáculo poco habitual en un colectivo, a las diez de la mañana, en la Ciudad de Buenos Aires. No puedo sacarles los ojos de encima, y cuando él se da vuelta descubro que tiene síndrome de Down. Agarra la cara de su mamá y le besa la nariz, los ojos, y después se tira de nuevo para atrás. Se ríe. No le importa el colectivo atestado, no le importan las miradas. Incorporo una posibilidad en mí. Me bajo frente a la estación de tren y lloro. Esos diez minutos en el colectivo fueron sosiego, intimidad, invasión a ese pequeño mundo privado y cotidiano. Avanzo lenta y lloro. Cruzo la calle, atravieso el hall principal de la estación y llego al andén. Pierdo el tren. Voy a ser mamá.
Tengo miedo de lo que no puedo ver y crece. La ginecóloga me dice vos no estás embarazada, tenés apenas un test positivo; para que estés embarazada debería haber saco gestacional, embrión y latido. Nos extiende la orden de una ecografía y nos dice que volvamos con esos resultados. Pocos días después escuchamos el latido, vemos la transmisión en vivo de mi útero, una pelotita de 7 mm a flote, un hematoma justo abajo del embrión, un ritmo constante. El ecografista nos señala la presencia de todos los elementos que esperábamos y es cauteloso. Desde la camilla sigo el recorrido de su dedo por el monitor mientras escucho un tucutucutucutucutucu acelerado e hipnótico. Él guarda silencio hasta que nuestro entusiasmo de lágrimas, apretones de manos y caricias lo anima a felicitarnos.
A la semana siguiente, volvemos triunfantes a la ginecóloga. Ahora sí, le digo con la ecografía en alto, estoy embarazada y, sin pensarlo, mi mano se extiende directo para que ella la agarre y me felicite. La médica duda pero extiende también la suya, que está bronceada y luce una alianza de oro en el dedo anular. Después, enumera y escribe una lista en un recetario: crema para evitar marcas en la piel, óvulos de progesterona para que desaparezca el hematoma, ácido fólico para el desarrollo del embrión, fibra para no constiparme, buen descanso, poco esfuerzo. Dice que hemos de tener preguntas pero nosotros no sabemos todavía cuáles hacer; siento paciencia e incertidumbre.
Sin embargo estoy feliz y me invade la confianza: el embarazo colma a mi cuerpo doliente, lo acompaña, lo transforma. La muerte de mamá está apenas unos meses atrás, meses lentos y agobiantes. Su casa quedó desarmada a medias, su ropa en bolsas de consorcio esperando ser donada, los placares con zapatos que no encontraron par, las plantas casi secas, la heladera vacía, el polvo sobre el juego de comedor, sus llaves colgadas a un costado de la puerta de entrada. Todo quedó quieto salvo mi cuerpo.
La médica nos recuerda, con cautela, que perder un embarazo en el primer trimestre es normal, sobre todo en primerizas. Completamente normal, agrega. Lo tranquilizador, sonríe, es que siempre pueden volver a intentarlo. Agustín se mueve en la silla cuando ella termina de hablar y yo le comento el deseo de hacerme un análisis genético. La incomodidad invade el consultorio y la ginecóloga nos aclara que en Argentina el aborto es ilegal: y, cualquier cosa que pase, yo no puedo ni voy a ayudarlos. Insiste en que ella no le ve demasiado sentido. No acostumbra a pedírselo a pacientes jóvenes y sin ningún antecedente relevante, como yo. La médica lo mira a Agustín. Como nosotros, dice, y nos pregunta por qué queremos hacerlo. Después, busca en los cajones de su escritorio unos volantes promocionales y nos dice que todos los laboratorios ofrecen más o menos lo mismo. No nos recomienda ninguno en particular, no conoce el tema en profundidad.
Reacciono con algo de desconcierto y la necesidad de darle una respuesta que me libere de la consulta pronto. Prefiero saber a no saber, respondo.
A pesar de que todavía no sé nada, quiero llegar al misterio en términos prácticos lo más pronto posible. Y también incómodos. Si sé qué pasa puedo decidir mejor, pero esto no se lo digo. El análisis genético no está en protocolos y ninguna prepaga ni obra social cubre su costo, que es de alrededor de 1000 dólares. El testeo se realiza a partir de la décima semana de embarazo. Con una muestra de sangre de la madre –que licúan hasta identificar el ADN del feto– corren una serie de exámenes. Los resultados descartan o confirman anomalías cromosómicas y anuncian el sexo del bebé. Es asertivo y no estadístico como el scan fetal y los estudios de rutina y protocolo.