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Andreu Martín nos sumerge con extraordinaria habilidad descriptiva en el inframundo barcelonés. Tras ganar más de cuatrocientos millones de pesetas en la lotería, un hombre ruin y malvado de la Barcelona de finales del s. XX decide empezar a tentar a todo tipo de personas a cometer actos execrables. Uno de ellos asesina a martillazos a su familia. El policía encargado de la investigación del crimen está a punto de adentrarse en un infierno para el que pocos tendrán explicación.-
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Seitenzahl: 272
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Andreu Martín
Saga
A martillazos
Copyright © 1988, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726962048
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Cuando Sánchez ganó cuatrocientos veintiséis millones de pesetas en la Lotería Primitiva, creyó que se volvía loco.
Su primera reacción fue de incredulidad y estupor. Se sintió flotar en el aire, caer blandamente en un pozo muy profundo, tan blanco y luminoso que le cegaba y dolía en los ojos. En el periódico venía la clave ganadora, seis números que se correspondían perfectamente con los que él había tachado en la papeleta, fíjate bien, no te vayas a equivocar, y eso significaba que le habían tocado muchos millones, pero muchísimos millones, y él permanecía asustado, de pie frente a la barra del bar, mirando el periódico abierto y conteniendo la respiración.
Le preguntó al Nando qué le debía por el café y los coñás, ejem, tuvo que aclararse la garganta porque no le salían sonidos, «como cuánto te debo», el Nando le dijo que ciento sesenta, como siempre, y él pagó, con mucho cuidado para no temblar, una moneda de cien, y otra de cincuenta, y dos duros, uno y dos, y salió a la calle con la necesidad de caminar y de que el aire le diera en el rostro.
Caminó pensando, a cada paso, «no puede ser». «No-pue-de-ser-no-pue-de-ser-no-puede-ser-no-puede-ser-nopuedeser-no-puede-s er-nopuedeser-nopuedeser-no-p-uedes-er».
Quiso reír. Le hubiera gustado eructar una carcajada violenta y enloquecida, que todos le tomaran por loco, «ja-ja-ja», pero no le salía. Hizo el intento, mientras caminaba más de prisa, más de prisa, «nopuedeser-nopuedeser-jajajá», pero no le salía. No tenía ganas de reír. Quería hacerlo, pero no podía. Tenía miedo. En realidad, tenía miedo.
«No le debo nada a nadie, no-le-debo-nada-nadie, no-le-de-bo-nada-nadie, noledebonadanadie». Eso era lo que le obsesionaba: que no le debía nada a nadie, que nunca nadie le hizo ningún favor, que siempre se había estado arrastrando ante las miradas indiferentes de los demás, que le consideraban un pobre hombre. No le debía nada a nadie. Ni a doña Juana de la pensión...
La vio recogiéndole del suelo, ayudándole a ponerse en pie aquel día que estaba tan borracho. Celebrando la primera vez que cobró el paro. Cuidándole el día que le dieron la paliza en el bar del Nando. Y cuando estuvo enfermo y la mujer le daba el caldo a cucharadas.
«Hija de puta», decía, murmuraba, pensaba y tal vez sentía mientras caminaba de prisa, de prisa, deprisadeprisa, yendo a ninguna parte. La gente le miraba porque hablaba solo. ¿Doña Juana? Hijaputa que le registraba los bolsillos mientras él dormía, o estaba demasiado borracho, hijaputa que no le perdonaba un fin de mes, hijaputa entrometida, que hablaba mal de él a su espalda, que comentaba con todo el mundo que Sánchez bebía, que Sánchez se la pelaba en el cuarto de baño, hijaputa que pegaba el oído a la puerta del cuarto de baño, riéndose de él, que convocaba a los otros huéspedes de la pensión. «Vengan, vengan, óiganle jadear».
—No te dedo nada, hijaputa —dijo. ¿Y qué si le oían? Que le oyeran. ¿Y qué si le miraban? Que mirasen. Era rico. Estaba forrado de millones y, sobre todo, no le debía nada a nadie. Ni a doña Juana, ni al Nando del bar, cabrito de Nando—. Yo ya te he pagado el café y el coñá. Eso es lo que te debía. Pagado y en paz. Vete a tomar por culo, Nando.
¿Y quién más? ¿Quién más podía pedirle algo?
Nadie. Ni familia, ni amigos, ni nadie. Afortunadamente, nadie vendría a reclamarle nada. Sus padres habían muerto de viejos en el pueblo, su hermano en el accidente de coche. Todos los amigos que había tenido en su vida habían resultado ser mierda, mierda absoluta. Una novia, una y no más, y había resultado ser una golfa asquerosa. Nadie. Ligues, conocimientos, gentuza de la que había procurado aprovecharse antes de que se aprovecharan de él, pero nada más. Nadie a quien realmente hubiera que tener en cuenta. Él solito había ganado aquella fortuna y él solito la gastaría como le saliera de los huevos. Los que quisieran chupar del bote que llenaran boletos de la Primitiva como había hecho él. Si le había tocado a él, por algo sería. A los demás, que les dieran por el culo. Ahora se iban a enterar de lo que significaba vivir de aquella manera, vivir como había vivido él hasta entonces.
Hijo de puta, ya se los imagina, llamando a su puerta, pidiendo, suplicando, gimoteando. Y él ahuyentándolos a escupitajos. «Largo de aquí, fuera, desgraciaos». Les escupiría a todos. Se iban a enterar, todos.
Llegó a esta determinación, que le dejó satisfecho, y entonces se pudo detener, en una plazoleta soleada que no reconoció.
El siguiente problema era cómo cobrar, qué hacer con el dinero. Ingresarlo en un banco. Él no tenía cuenta corriente. Iría a preguntar. Había uno allí cerca. Ahora le costaba dar el primer paso. Creerían que había robado la papeleta que era un timo, que la había trucado. Desconfiarían de él. La gente siempre desconfiaba de él.
Arrancó. Pasó entre niños que jugaban, entre viejos que tomaban el sol. Cruzó la calle. ¿Qué podían hacerle? Si le acusaban de haber robado aquello, que lo demostraran. Que demostraran a quién se lo había robado. La puerta del banco, de cristal blindado, estaba cerrada. Pulsó el timbre. Esperó. Dentro, unos gilipollas con corbata trabajadores de manos limpias, alargaban el cuello para mirarle bien. Incluso algunos clientes se volvían para mirarle. Le pareció que era él el encerrado, el bicho raro en jaula de zoo.
—¿Qué quiere? —dijo alguien por el altavoz que había junto al timbre.
—Que me ha tocado la Primitiva—contestó él, torpe.
— ¿Qué?
—Que me ha tocado la Primitiva —repitió, esperando que le dijeran «Y a mí qué».
No se lo dijeron. Pasó otro instante. Un hombre bajito y gordito, con gafas, corbata, andares de pato, que miraba levantando la barbilla y escondiendo el labio inferior, salió del mostrador y se acercó a la puerta seguido por un gorilón con revólver.
—Qué quiere —gritó a través del cristal blindado.
—Que me ha tocado la Primitiva —dijo él por tercera vez, seguro de que iniciaba un espantoso calvario, de que aquellos cerdos le harían sudar los millones que se había ganado él solito. ¿Pero qué se creían?
Hurgó en el bolsillo de su pantalón, sacó la papeleta, la puso contra el cristal, para que los otros lo vieran bien. Seguían sin fiarse. Oh, bueno, claro, tendría que mostrarles también el periódico, para que constatasen el resultado, pero se había dejado el periódico en el bar del Nando.
—El carné —gritó el gorila armado, haciendo gestos enérgicos, insultantes de tan autoritarios—. Enséñame el carné.
Sánchez lo buscó en el bolsillo de atrás, entre los papeles doblados que se caían a trozos. El teléfono de Muro, el tío que le dijo «Cuando estés en un apuro ven a verme», que le dieran por detrás al Muro también. Así aprendería. Dedos gruesos y sucios, mira qué uñas tan sucias, te las vas a tener que asear, que sacan el DNI de entre tanto papelorio, y lo muestran «Miradlo bien, cabrones, que sí, que soy yo, Benito Sánchez Muzas, natural de Villanueva de Campeán, provincia de Zamora».
Ya por fin se tranquilizaron. Abrió la puerta el gordito y Sánchez entró humildemente con ganas de romperle la cara, con ganas de matar al gorila pistolero que le quitaba el carné, «Me permite, por favor», «¡Quietas las manos!», se sobresaltó él en silencio. «Ah, bueno, si quieres el carné, toma el carné, pero la papeleta ni tocarla». El gordo miraba la papeleta con insistencia.
—Qué dice. ¿Que le ha tocado?
—Sí, señor.
Quiso cogerle la papeleta. «¡Quieto, parao!», le gritó Sánchez con la mirada. El otro se conformó, «Venga conmigo», y echaron a caminar por una sala llena de gente que miraba a Sánchez como con repulsión.
Sánchez avanzó con pasos agarrotados, pensando que era el último mal trago de su vida. Ahora le darían el dinero y él saldría del banco y mearía los zapatos del primer policía que viera. Ahora le darían el dinero y todos se iban a enterar. Todos los que le habían jodido la vida se iban a encontrar con un buen montón de sorpresas.
Le hicieron esperar en medio de un recinto amplio, así, bien a la vista de todos, no sea que trate de hacer algo malo. Los clientes habían fingido volver a lo suyo, pero todavía lo miraban de reojo, con recelo. El gordo sacó un periódico de algún despacho interior y lo abrió sobre una mesa, Sánchez se aproximó, manteniendo el boleto fuera del alcance de los demás. Que encontraran dónde ponía la noticia y él les mostraría lo que querían ver.
—Aquí está la combinación ganadora.
«A ver. Compare. Aquí tienen.»
El primer premio de la lotería era esa transformación de la gente que le rodeaba, esa chispa de envidia en la mirada, ese asombro. Miradas que recorrían su ropa sucia y arrugada, los pantalones deformados, las zapatillas polvorientas, miradas que se fijaban en el rostro sin afeitar, en sus cabellos despeinados.
«La madre de dios, ¿y este tío ha ganado la Primitiva?».
Pasaría algo, temió. Algo estaría mal. Se habría equivocado al mirar la fecha, o al rellenarla, o habría hecho mal una crucecita y querrían anularle el boleto.
—Vaya, hombre, pues felicidades—reaccionó primero el gordo de la corbata a rayas, siempre mirándole con la cabeza echada hacia atrás—. Pase por aquí, por favor. Pase usted.
«A lo mejor se cree que le voy a dar propina, el imbécil este».
Le condujo hacia el despacho del director, un joven que tenía el tic de agachar la cabeza de vez en cuando. Daba un golpe hacia abajo, así, clac, como si le costara tragar algo que se le hubiera atascado a la altura de la nuez. Era el propietario del periódico y había estado espiando por la rendija de su puerta entreabierta. Sonrió ampliamente, un poco confuso, y abrió de par en par en cuanto Sánchez llegó hasta él.
—Pase, pase.
Los clientes se habían apiñado y contemplaban a Sánchez con intensidad, como si quisieran retener sus rasgos, su expresión, sus facciones, con la fidelidad de una cámara fotográfica. El director del banco les cerró la puerta en las narices, a ellos y al empleado gordo y al gorila armado. El despacho era funcional y sin mucho adorno, pero los sillones eran muy cómodos. El director rodeó la mesa, se sentó, cabeceó un par de veces, como en un saludo convulso. Sin duda, aquel sujeto quería sacar algún beneficio de todo aquello. Sánchez decidió andarse con mucho cuidado.
—Bueno, ejem —tic—, felicidades, ¿eh? Me han dicho que ha ganado usted la Primitiva... —tic.
—Me llamo Roura. Narciso Roura... —le tendió la mano, que Sánchez estrechó por si acaso—. Ya sabe usted cómo funcionan estas cosas...
—No. No lo sé. La verdad es que no lo sé.
Narciso Roura se lo contó. El banco abriría una cuenta a Sánchez en aquella sucursal, y depositarían en ella el boleto de la Lotería. El Organismo Nacional de Loterías y Apuestas tardaría unos días en pagar, pero, si el señor Sánchez lo desea, podría disponer de una cierta cantidad de dinero mucho antes, en cuanto se confirmara la concesión del premio. Aquello no era muy regular, pero Narciso Roura estaba dispuesto a hacerle el favor si él abría su cuenta corriente en aquella sucursal. Además, le parecía aconsejable que hiciera una imposición a plazo fijo. Eso le permitiría cobrar una suculenta renta mensual, en adelante.
Sánchez llegó a la conclusión de que Narciso Roura era uno de esos idiotas que hacían favores a cambio de nada. Podía fiarse de él.
—... Supongo que querrá guardar el más absoluto anonimato...
—¿Anonimato? —preguntó Sánchez. Entendía lo que significaba la palabra, pero no veía por qué tenía que esconderse de nada ni de nadie.
—Sí. Que no quiere que se sepa su nombre —le explicó Narciso Roura. Tic-tic-tic.
—¿Por qué no voy a querer? —se sulfuró él. «Que se entere doña Juana, que se chinche el Nando, que se jodan todos, yo aquí forrado de millones y los demás a morder el polvo.»
—Bueno... Puede darse el caso de que le molesten con ofertas de todas clases, o que le pidan dinero...
«Que me pidan, que me pidan, que se van a joder.»
—... O... ejem... —tic— ...se ha dado el caso de robos, o de secuestros de algún ser querido, para quitarle el dinero...
—Usted no se preocupe por eso —dijo Sánchez, cabeceando como el otro—. Que vengan. Si me lo quieren quitar, que vengan, y verán con lo que se encuentran...
Se compraría una pistola. El Muro, seguramente, tendría alguna para vender. Al Muro no le diría que había sacado la Primitiva, claro. Aquel pájaro podía tenderle una trampa. Si más no, le cobraría la pistola al doble de su precio.
—Bueno, sí —rectificó—. Mejor que no se entere nadie.
—Perfecto. Puede confiar en nosotros. Y ahora, escúcheme una cosa: Si ingresa a plazo fijo doscientos millones, al siete por ciento de interés, cobrará usted catorce millones al año, o sea, más de un millón de pesetas al mes. ¿Se da cuenta de lo que significa un sueldo mensual de más de un millón?...
Al día siguiente, en la misérrima pensión de doña Juana, Sánchez se enteró de que le habían tocado cuatrocientos veintiséis millones de pesetas. El locutor de la tele se refirió «al afortunado, cuya identidad no ha podido aún ser establecida», con el tono de quien habla de un delincuente. Sánchez aún no sabía cómo reaccionar. Doña Juana le daba la espalda, pelando patatas acodada en la mesa del comedor. Comentó «Qué barbaridad». Sánchez se dijo que podía estrangularla, porque ahora ya no la necesitaba para nada. Se imaginó a sí mismo meándola de pronto. Méandole la espalda a traición.
Se fue a su dormitorio, que nunca le había parecido tan sórdido e inhóspito. Se tumbó en la cama, que nunca le había parecido tan sucia y dura. Clavó la vista en la grieta del techo, la eterna grieta del techo, la de tantas noches, y se dijo que nunca más, que todo aquello había terminado, que nunca más volvería a dormir en cama como aquélla, ni contemplaría otra grieta como la de aquel techo.
«Se acabó, que les den pol saco, que les jodan, ahora van a saber quién soy yo, se van a quedar de pasta de boniato cuando yo me ponga. Desapareceré. Me esfumaré. ¿Dónde está Sánchez? Ah, yo no sé. Ayer no vino por la pensión, ayer no vino por el bar, ayer no vino, y desde entonces que no le vemos, hace meses que no le vemos, hace años que no le vemos, ¿qué se habrá hecho de Sánchez?».
Cuatro días después, los periódicos sólo habían podido averiguar que el ganador de la Primitiva se trataba de un hombre de extracción humilde que vivía en un barrio extremo de Barcelona. Narciso Roura, el director de la sucursal bancaria, telefoneaba a Sánchez para tranquilizarlo, «esté usted tranquilo, que por nosotros nadie va a descubrir su identidad». También quería decirle que podía disponer del dinero de su cuenta cuando quisiera. Tenía doscientos veintiséis millones a su disposición y otros doscientos ingresados en una cuenta a plazo fijo para que, durante cuatro años le rindieran «un suculento sueldo mensual».
—No está mal, ¿eh?
No. No estaba mal. Sánchez confiaba en el petimetre del bigotito y los tics que le había enseñado a firmar cheques y le había conseguido una tarjeta de crédito.
«No: lo haré de otra manera. Volveré. Pero volveré con las manos llenas de anillos, con un reloj de oro y con un cochazo como de aquí allí. Sacaré un puñado de billetes y se los tiraré a la cara. Iros a la mierda todos, payasos, asquerosos. Volveré, pero primero me compraré un buen traje, me haré un buen corte de pelo, a la moda...»
Lo primero que se compró, en El Corte Inglés, fue un traje de franela gris, un par de camisas, ropa interior de colores, dos pares de zapatos (con cordones y sin) y una corbata granate. En total, se gastó noventa y cuatro mil pesetas en ropa. Pagó con la tarjeta de crédito, como un señor, y pidió que tirasen a la basura la ropa y las zapatillas deportivas que traía puestas al llegar. Luego, fue a la peluquería de los mismos almacenes y pidió que le hicieran algo a la moda. Le lavaron la cabeza y le pusieron los pelos de punta, literalmente, como un cepillo. Le afeitaron bien, le cubrieron de colonias bienolientes, le hicieron la manicura y le cobraron cinco mil quinientas pesetas.
Se fue a comer al Hotel Ritz y consiguió gastarse doce mil pesetas en un almuerzo salpicado de caprichos y de invitaciones a derecha e izquierda. Hizo que sirvieran champán en todas las mesas, y que los camareros bebieran con él, y a los postres se vio rodeado de periodistas salidos de ninguna parte.
Un poco achispado y muy feliz, se lamentó en falso de que alguien se hubiera ido de la lengua, pero se resignó a la fama e hizo sus primeras declaraciones. Sí, era de baja extracción. Parado de la construcción, concretamente. Había trabajado en el campo en su tierra, Villanueva de Campeán provincia de Zamora, y luego había conducido un camión de mudanzas, y un autocar que hacía la línea Zamora/Barcelona, y luego taxi en Barcelona, y había estado en la construcción y después en el paro. (No les habló del Ataque de Nervios.) Y, por fin, bueno, la Primitiva. No tenía casa. Ni parientes, ni amigos. Quería olvidar el pasado. Hasta que encontrara cobijo, quería hospedarse en el Hotel Ritz, que siempre le habían dicho que era de los mejores del mundo. Estaba dispuesto a pagar lo que fuera, porque cuatrocientos millones son muchos millones y cuesta mucho terminarlos. No sabía ni qué haría con tanto dinero.
—No sé. Vivir bien —dijo cuando se lo preguntaron.
Había entrado en el Ritz sólo para comer y no salió de allí hasta dos semanas después.
Se encerró en una suite y celebró su primera noche de millonario bebiendo una botella de güisqui Chivas Regal (había dicho «Súbanme el mejor güisqui que tengan»). Durante la resaca subsiguiente, se prometió que nunca más volvería a beber. Sánchez no era muy borracho, porque sabía que el alcohol era muy mal consejero. Le despertaba la mala leche, le agarrotaba los miembros y le hacía explotar de las formas más intempestivas. Envuelto en un celofán pesimista y amargo, flotando por encima de la consciencia, decidió no beber ni jugar. Sabía que el juego era una maldición, que caer en ese vicio era perderlo todo. Había conocido a varios taxistas que habían acabado atracando para poder pagar deudas de juego. Conocía a un taxista cuya mujer hacía la calle para que él no tuviera que levantarse de la timba de un bar de Avenida Mistral. Nada de beber, ni de peleas, ni de juergas nocturnas, ni de juego, ni de bingos, se prometió solemnemente en plena resaca. No sabía lo que haría, pero todo aquello seguro que no. Se juró por sus muertos que no caería en ninguna de aquellas trampas.
En la suite del Ritz, se dedicó a recibir y leer correspondencia de toda clase. Cartas perfumadas de jovencitas casaderas y cartas inoportunas de remotos familiares de Zamora, mugrientos destripaterrones que le recordaban parentescos y le decían «me alegro mucho de la suerte que has tenido», escribiendo con babas rastreras de perro ansioso, esperando unas migajas que no recibirían jamás. Brillantes folletos a todos color le aconsejaron acerca de cómo invertir su dinero, le ofrecieron casas, mansiones, chalés, pisos, y coches, equipos de música, vídeos, muebles, joyas, antigüedades; y le propusieron magníficos seguros para que protegiera todas sus adquisiciones.
Detectives Avizor, por ejemplo, le garantizaban la custodia y la seguridad de todas sus riquezas. En su carta, Sánchez creyó observar un tono socarrón y cínico, como si le estuvieran diciendo: «Sólo queremos aprovecharnos de usted». Aquello, curiosamente despertó su confianza hacia ellos.
A lo largo de quince días, en el Hotel Ritz le asediaron los asesores financieros, los agentes de seguros, los periodistas que querían declaraciones en exclusiva, y amigos, familiares lejanos y gentuza que tenía supuestos negocios substanciosos que proponerle. Le venían con números y consejos y se atropellaban para asegurarle que sus condiciones eran mejores que las del anterior. Aturullado, Sánchez conservaba la fe depositada en Narciso Roura, el joven director del banco que tenía su dinero, determinó que aquellos intrusos no eran más que vampiros ávidos de su sangre, y los envió a todos al cuerno.
Telefoneó a recepción:
—Al próximo de esos tipos que venga preguntando por mí —dijo—lo echáis a patadas.
—Sí, señor.
—¿Entendido?
—Sí, señor.
—Pero a patadas, ¿entendido? Que me entere yo. A patadas. Un día, fue a verle doña Juana.
—Aquí abajo hay una señora que quiere hablar con usted —le dijo el recepcionista—. Dice que es doña Juana.
—Que se vaya a la mierda, doña Juana. Dígale, dígale que se ponga.
Se puso doña Juana.
—Benito, hijo, que te vengo a felicitar...
—Pues se mete usted la felicidad en el culo, doña Juana. A ver si nos entendemos. No me va a sacar ni un duro, bruja —le gritó él, con rabia—. ¿Entendido?
Doña Juana dejó en recepción un paquete con todas las pertenencias que Sánchez se había dejado en la pensión. Él ordenó que las quemaran, dijo que no quería ni ver aquel montón de basura.
Luego, estuvo paseando como fiera enjaulada en la habitación. Dio puñetazos a los sillones y un manotazo a la correspondencia, que se desparramó por el suelo. Pidió que le encendieran la chimenea y quemó las cartas de quienes presumían de amigos y parientes. Sólo conservó la publicidad y las misivas de chicas que se le entregaban en cuerpo y alma (sobre todo, en cuerpo). Y el ofrecimiento de los Detectives Avizor.
La única que rompió su resistencia fue la periodista de una revista del corazón que le ofreció cinco millones de pesetas por la exclusiva de un reportaje que se titularía «El Parado de Oro». Sánchez se tomó su tiempo antes de contestar, pero, por fin, aceptó para demostrar a los imbéciles de los asesores financieros que no los necesitaba para nada. Sabía perfectamente cómo conservar y aumentar su fortuna sin ayuda. Cinco millones de pelas por decir cuatro chorradas, ahí es nada.
El reportaje y la primera página que le dedicaron consiguieron multiplicar por diez las cartas de admiradoras que le ofrecían sus favores. La mayoría le decía que era muy guapo. Sánchez se pasaba horas y horas encerrado en su suite, leyendo frases encendidas y riéndose a carcajadas (por alguna razón, las carcajadas le sonaban a hueco, como una campana cascada).
A la semana de estar en el Ritz, decidió que se merecía una buena furcia de las caras y telefoneó a un anuncio de La Vanguardia donde se ofrecían «Hembras de Calidad».
—Pagaré lo que sea, pero tiene que ser de calidad, ¿entendido? Si no, no pago y la echo a patadas.
—No te preocupes, que quedarás contento rey —le dijo la que atendió su llamada, muy mimosa—. ¿Tienes alguna preferencia, te gusta algún trato especial?
—¿Un trato especial?
—Francés, griego, sado-maso... ¿No te gustaría una que te hiciera daño, un poco de daño...?
Sánchez no sabía qué quería decir «griego». Empezó a darle un poco de asco todo aquello.
—No, no.
—¿Y una que se dejara pegar? ¿No te gustaría zurrar a un tía buenísima, subyugarla, humillarla? ¿Pellizcarle los pezones hasta que grite, completamente rendida, entregada a ti...?
Azorado, Sánchez dijo «No, no» y colgó el auricular con precipitación.
No le gustó la chica que le enviaron. No era fea y olía bien y era elegante y usaba zapatos charolados de tacón muy alto, y por tanto tuvo que pagarle, pero le repelió un poco. Casi no podía soportar su contacto. Parecía envuelta en el olor de otros hombres, como si todos los fulanos que se habían acostado con ella la hubieran impregnado de miles de personalidades distintas y contradictorias que hubieran absorbido, chupado, borrado la personalidad de la chica reduciéndola a pura fachada. Era como un robot, una máquina sin alma, desapasionada, una muerta viviente, un cuerpo vacío que aún no había iniciado su putrefacción. Pagó treinta y cinco mil pesetas de puta inservible y la despidió con la boca llena de sabor a lápiz de labios. Ese regusto dulzón permaneció en su boca hasta que pudo vomitar.
Aquel mes de Febrero hizo mucho frío y llovió mucho. Se empañaban los cristales y Sánchez tenía que limpiar el vaho con la palma de la mano si quería mirar afuera del hotel.
Reconoció que tenía miedo de salir. Y recordó el Ataque de Nervios, el terrible y mítico Ataque de Nervios que le hizo abandonar el taxi.
Un accidente tonto provocado por un dominguero estúpido y la reyerta que siguió después, a puñetazos, en la mitad de la calle. A Sánchez tuvieron que darle dos puntos en un ceja y, cuando iba a salir del Hospital, le sobrevino la certeza de que le pasaría algo malo en cuanto pisara la acera, de que alguien iba a por él. El dominguero estúpido le estaría esperando para devolverle los golpes recibidos, o un conductor loco lo atropellaría, o se abriría la tierra, daba igual, cualquier cosa, el hecho es que Sánchez estaba convencido de que algo terrible le acechaba en la calle. Así comenzó el Ataque de Nervios. Un ataque que cesó después de un mes de internamiento en el mismo hospital y de unas cuantas sesiones semanales en el Centro de Asistencia Psiquiátrica de la Seguridad Social de su barrio.
El psicólogo de aquel Centro —un hombrón de pelo blanco, como un gran dios bonachón que infundía confianza— le hizo entender que en realidad Sánchez tenía miedo de su propia rabia. Le horrorizaba pensar que los demás pudieran hacerle lo que él tenía ganas de hacerles a ellos. Eso le llevaba a encerrarse en la soledad y, cuando ya estaba a solas, completamente a solas, entonces volcaba su propia rabia contra sí mismo. O algo por el estilo. Por eso, Sánchez había llegado a la conclusión de que no debía estar solo o empezaría a hacerse daño, y por eso se obligó a salir a la calle. «Como te quedes aquí dentro un día más, te volverá el Ataque de Nervios, Sánchez, en serio, no juegues con eso».
«¿Pero qué harás ahí fuera?». Hablaba solo.
«No sé. Nada.»
«¿Qué has hecho hasta ahora?»
«Nada.»
«Porque no podías, pero ahora puedes hacer lo que quieras, lo que se te antoje. Puedes hacerlo todo. ¿Qué es lo que te hace más ilusión del mundo?».
Pidió a un empleado del hotel que fuera a comprarle ropa de todo tipo. Le firmó un talón por quinientas mil pesetas.
Mientras esperaba que le trajeran lo pedido, respondió a la pregunta que había quedado en el aire:
«Nada. No hay nada que me haga ilusión.»
«¿Nada? Imposible. No seas gilipollas. Cómete el mundo. ¿No te hace ilusión eso? ¿Comerte el mundo?
«Bueno, sí. Eso sí.»
Marcó en el teléfono aquel número que llevaba escrito en un papel sucio y arrugado.
—¿Muro? Soy Sánchez.
—Coño, Sánchez. ¿No eres tú ése que le han tocado tantos millones?
—No.
—Anda ya, coño, si te he visto en la tapa del «Semana», que no me lo podía creer. ¿Qué pasa? ¿Que te escondes? ¿Dónde te has metido ahora, granuja?
—Quiero que me vendas una cosa.
—¿Con qué letrita empieza?
—¿Cuándo podemos vernos?
—Cuando quieras y donde quieras. Estoy a tu disposición.
—Mañana, a mediodía, te paso a recoger en coche por Rambla de Catalunya Diputación. ¿Entendido? Pero a las doce en punto del mediodía, ¿entendido? Ni un segundo más ni menos.
—Allí estaré.
—Oye.
—Qué.
—Que empieza con la pe.
—¿Qué?
—Que la cosa que te quiero comprar empieza con la letra pe.
—Ah. Ya. Que tienes miedo de los ladrones, vamos.
—Que quiero aprender a fumar en pipa, que eso hace de rico. —Muro soltó una risita tonta—. ¿Entendido? Eh, tú, Muro, di, ¿entendido?
—Que sí.
Sánchez pidió que le alquilasen un coche para el día siguiente y, vestido con traje beis, camisa blanquísima y corbata marrón tabaco, mocasines muy brillantes, bien peinado y afeitado, pasó a recoger a Muro por la esquina convenida. Muro le miraba de reojo, conteniendo su risita tonta, muy impertinente, como si el aspecto de Sánchez al volante de aquel R-11 le pareciera ridículo.
—Coño, qué bien te lo has montado, Sánchez, capullo.
—Quiero comprarte una pipa —dijo Sánchez, conduciendo por la calle Diputación, muy digno—. Pero no te voy a pagar más de diez mil por una nueva, ¿entendido? Y, si no te gusta, te bajas, ¿entendido?
—Entendido, entendido, Al Capone. Te traigo una Star 28 PK, como la que llevan los pasmas. Un último modelo que te cagas, Sánchez. Nueva. Veinte mil pelas.
—No me has oído. He dicho diez mil como mucho.
—Una de segunda mano por cinco. Pero controlada, con el número de serie raspado y esas chapuzas. Una mierda por cinco mil.
—He dicho nueva y...
—Veinte mil.
—...Diez mil.
—Mierda pa ti. —De pronto, Muro perdió la calma—. ¡La madre que te parió, Sánchez, mierda pa ti! ¡Tienes un porrón de quilos, Sánchez coño, y me vas a regatear dos mil duros de mierda! ¡Qué no! ¡Que yo regateo con los pringaos, Sánchez, pero no contigo, que te sobra la pasta! ¡Veinte mil o me bajo!
—¡Pues bájate! —El coche se detuvo ante un semáforo. Sánchez respondía con rabia idéntica a la del otro—. ¡Bájate, que no te necesito! ¡Que me la compraré de legal!
—Tú me vas a necesitar mucho, Sánchez —le dijo Muro cargado de mala leche—. Tú me vas a necesitar. Y te conviene que yo esté donde estoy.
Sánchez se paró a pensar en ello. Se le ocurrió que estaba solo. Estaba muy solo y perdido, y no sabía qué hacer, y no quería volver a ver a los colegas del bar Nando, ni a doña Juana, ni a sus parientes del pueblo, ni a los otros huéspedes de la pensión. Después de todo, veinte mil pelas no era nada comparado con la cantidad de pasta que tenía en el banco.
—Está bien, de acuerdo. Por hacerte un favor. Pero no te creas que siempre harás lo que quieras conmigo. ¿Entendido?
—Mírala qué bonita, Sánchez. No me jodas, no me digas que no vale cuatro mil duros.
Era muy bonita y muy nueva. Tenía el volumen y peso ideales para transmitir seguridad y al mismo tiempo poder llevarla cómodamente bajo la axila.
—No tendrás una funda.
—Sobaquera de segunda mano. Cuero auténtico. Está un poco usada, pero es regalo de la casa.
Sin moverse de la suite del Ritz, basándose en fotografías y explicaciones de un hábil vendedor, se compró una casa de dos pisos con jardín, garaje e invernadero, en el barrio llamado Can Caralleu, cerca de la carretera que va de Sarriá a Vallvidriera.
También a distancia, desde su habitación, compró un Renault 25 V6 Turbo Inyección, que alcanzaba los cien quilómetros en siete segundos, y los doscientos veinticinco por autopista, y costaba, con embellecedores y complementos varios, cinco millones ciento setenta mil setenta y cinco pesetas.
Pagó las seiscientas ochenta mil pesetas de la factura del Ritz y en su coche nuevo se trasladó a conocer su lujosa mansión de Can Caralleu.