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Gena Showalter

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Beschreibung

Aden Stone, un adolescente de dieciséis años, había tenido una semana infernal: Lo habían torturado unas brujas. Lo había hipnotizado un hada vengativa. Lo había espiado el vampiro más poderoso de la Historia. Ah, y además, lo habían matado dos veces. Su novia vampiro le devolvió la vida, pero Aden nunca se había sentido más fuera de control. En su interior había una oscuridad, algo que estaba apoderándose de él, cambiándolo... Y lo peor era que, como estaba destinado a morir, ahora la muerte lo acechaba a cada paso. Cualquier día podía ser el último para él. Una vez, las tres almas que tenía atrapadas en la cabeza podían haberlo ayudado. Y él mismo podría haberse defendido. Sin embargo, a medida que la oscuridad crecía en su interior, las almas se debilitaban. Y su novia también. Cuanto más vampiro se hacía él, más humana se volvía Victoria, hasta que todo lo que conocían, incluso su amor, se vio amenazado. La vida no podía ir peor. ¿O sí?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Gena Showalter. Todos los derechos reservados.

AMENAZADOS, Nº 10 - mayo 2012

Título original: Twisted

Publicada originalmente por Harlequin® Teen

Traducido por María Perea Peña

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

DARKISS es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0098-4

ePub: Publidisa

A los sospechosos habituales: Haden, Seth, Chloe, Riley, Victoria, Nathan, Meg, Parks, Lauren, Stephanie, Brittany y Brianna. ¿Qué puedo decir, chicos? En un mundo en el que la Reina de la Toma de Decisiones soy yo, pueden crecer colmillos. Salir garras. Surgir oscuridades. Bienvenidos.

De nuevo, para la increíble editora Natashya Wilson, por su perspicacia y su dedicación. No se asustó ni una sola vez cuando le dije: «No lo sé. Ya lo pensaré después». Lo cual describe mi proceso de creación.

A la gente maravillosa de Harlequin, que me aceptaron y me convirtieron en una más.

A P.C. Cast, Rachel Caine, Marley Gibson, Rosemary Clement-Moore, Linda Gerber y Tina Ferraro, por ayudarme a dirigir el concurso de Unravelled el año pasado. ¡Estoy en deuda con ustedes, señoras!

A Pennye Edwards, la mejor suegra del mundo. Ella me mantuvo cuerda mientras escribía este libro. Bueno, tan cuerda como puede estar una chica como yo.

A mi amor. Cuando me encerraba en mi cueva a escribir, él se aseguraba de que la bestia estuviera alimentada. Aunque tuviera que meter la comida por debajo de la puerta y salir corriendo para salvar la vida.

A Jill Monroe y a Kresley Cole. Si no estuviera casada ya, y ellas no estuvieran casadas ya, me casaría con ellas. De verdad.

Y en esta ocasión, no voy a dedicarme este libro a mí misma. Voy a dedicárselo al tinte que utilizo, castaño oscuro. Después de escribir este libro, necesito más que nunca ese tinte milagroso.

1

Aden Stone miró a la muchacha que estaba dormida sobre el lecho de piedra. Su pelo era negro, del color de una medianoche con viento, oscuro, pero brillante como la luz de la luna sobre la nieve. Tenía los hombros esbeltos. Tenía las pestañas largas y negras y los pómulos altos, marcados. Tenía los labios carnosos, rosados, húmedos.

Él la había visto relamerse varias veces, y entendía el motivo. Por muy dormida que estuviera, percibía el olor de algo delicioso, y ansiaba probarlo.

Probarlo… Sí…

Tenía la piel blanca como la nieve, pero con un rubor perfecto en los lugares adecuados. Ni una sola mácula. Ni una sola arruga, ni una línea de expresión, aunque tuviera ochenta años.

Joven, para los de su raza.

Llevaba una túnica negra hecha jirones que le tapaba hasta los dedos de los pies. O que le habría tapado hasta los dedos de los pies de no ser porque ella había arrugado la tela hacia arriba en una de las piernas, que había flexionado e inclinado hacia fuera. Un festín para la mirada de Aden, y tal vez, incluso una invitación para que bebiera de la vena de su muslo.

Debía resistirse a la tentación.

No podía resistirse a la tentación.

Era la muchacha más bella que había visto en su vida. Tenía una apariencia frágil y delicada. Era como las obras de arte de valor incalculable del único museo que había visitado en su vida. El bedel le había apartado la mano de una palmada cuando intentó tocar algo que no debía.

«No hay necesidad de cuidar a esta», pensó Aden con una sonrisa. Ella sabía cuidar de sí misma, podía romperle el cuello a un hombre con un solo movimiento de la muñeca.

Era una muchacha vampiro. Y era suya. Era su enfermedad y su cura.

Aden posó una de las rodillas en aquel lecho improvisado. La camiseta que había extendida debajo de la chica, para que la protegiera ligeramente de la dureza del suelo, se estiró bajo el peso de Aden, tiró de la muchacha y la hizo rodar en dirección a él. Ella no gimió ni suspiró, como habría hecho un ser humano. Permaneció en silencio, y su expresión siguió siendo serena, inocente… confiada.

«No deberías hacer esto».

Pero iba a hacerlo.

Tenía unos pantalones vaqueros rasgados y manchados de sangre; eran los mismos que llevaba la noche de su primera cita, la noche en que había cambiado todo su mundo. Ella llevaba aquel vestido negro, y nada más. Algunas veces, la ropa era lo único que les impedía hacer algo más que beber el uno del otro.

Beber el uno del otro. O alimentarse. Una palabra muy suave para lo que ocurría en realidad. Él nunca le haría daño de verdad, pero cuando la locura lo poseía, y cuando la locura se apoderaba de ella, olvidaban el afecto. Se convertían en animales.

«No deberías hacer esto», le repitió la conciencia.

«Solo un sorbo más y la dejaré en paz».

«Eso es lo que dijiste la última vez. Y la vez anterior. Y la anterior».

«Sí, pero esta vez lo digo en serio». Al menos, eso esperaba.

En circunstancias normales, estaría hablando con las tres almas que vivían atrapadas en su cabeza. Sin embargo, ya no estaban en su cabeza, sino en la de ella, y él había tenido que recurrir a hablar consigo mismo. Por lo menos, hasta que el monstruo despertara. Un monstruo de verdad, que estaba paseándose por su mente entre rugidos, y con un desesperado apetito de sangre. Aquel monstruo se lo había transferido la chica y era el culpable de su nueva afición: chupar de la yugular.

Aden se inclinó hacia delante y puso las manos en las sienes de la muchacha vampiro. Aunque estaban a un suspiro de distancia, quería estar aún más cerca de ella. Siempre quería estar más cerca.

Le giró la cabeza hacia la izquierda y expuso la elegante longitud de su cuello. El pulso latía constante bajo su piel.

Al contrario que los vampiros de los mitos, la muchacha no estaba muerta. Era una criatura viva, que había nacido, no había sido creada, y estaba más llena de vida que cualquier otra persona que él hubiera conocido. Si no la mataba accidentalmente, claro.

«No, no lo haré».

«Tal vez ocurra. No hagas esto».

«Solo un sorbo…».

Se le hizo la boca agua. Inhaló… y se sintió como si estuviera respirando por primera vez. Todo era tan nuevo, tan maravilloso… Casi podía saborear la dulzura de su sangre. Se pasó la lengua por los dientes; sentía dolor en las encías. No tenía colmillos, pero quería morderla. Quería beber de ella. Beber, beber, beber.

Podía morderla aunque no tuviera colmillos. Y, si fuera humana, podría dejarla sin una gota de sangre. Sin embargo, era una muchacha vampiro, y por ese motivo tenía la piel tan dura y suave como el marfil. Era imposible alcanzar una de sus venas con los dientes. Aden necesitaba je la nune, la única sustancia que podía quemar aquel marfil. El problema era que se les había terminado. Ya solo había una manera de conseguir lo que quería.

-Victoria –dijo con la voz ronca.

Ella no debía de haberse recuperado de su último encontronazo, porque no lo oyó. Aden sintió una punzada de culpabilidad. Debería levantarse y alejarse de ella. Debería dejar que se recuperara. Ella ya le había dado demasiada sangre durante aquellos últimos días. ¿Semanas? ¿Años? No podía quedarle mucha.

-Victoria –repitió él. No pudo evitar pronunciar nuevamente su nombre. Aquella hambre nunca lo abandonaba. Únicamente crecía y crecía, y le atenazaba el alma.

Sin embargo, tomaría solo una gota, tal y como se había prometido a sí mismo, y la dejaría en paz. Ella podría seguir durmiendo.

Hasta que necesitara más.

«No volverás a tomar nada, ¿no te acuerdas? Esta es la última vez».

-Despierta, cariño –dijo. Después la besó con más fuerza de la que hubiera querido. Un beso para la Bella Durmiente.

Victoria abrió los ojos y él se vio reflejado en unos globos de purísimo cristal, profundos e insondables.

-¿Aden? –preguntó. Se desperezó como una gatita, arqueando la espalda y estirando los brazos por encima de la cabeza, y ronroneó-. ¿Otra vez vuelve a ser insoportable?

La túnica se le abrió sobre el pecho, tan solo un poco, pero lo suficiente para que él pudiera ver el tatuaje que tenía justo encima del corazón. Era de tinta negra, pero estaba ya descolorido y pronto desaparecería, como habían desaparecido los demás. Eran tatuajes con muchos círculos que se conectaban en el centro. Y no eran solo un bonito adorno, sino una protección contra la muerte; aquel tatuaje que aún permanecía en su piel era lo que le había salvado la vida a Victoria cuando le había dado la mayoría de su sangre la primera vez.

Ojalá supiera cuánto hacía desde aquello, pero era como si el tiempo hubiera dejado de existir. Solo existían aquel momento, aquel lugar y ella. Siempre ella. Y siempre el hambre y la sed que se unían y formaban una urgencia que lo consumía.

Victoria apoyó la rodilla sobre su cadera y él se tendió a su lado, contra ella. Era una posición muy íntima, pero no tenían tiempo para disfrutar de ella. Solo tenían un minuto, o tal vez dos, antes de que las voces destrozaran la concentración de Victoria y la bestia reclamara su atención a base de rugidos.

Un minuto, antes de que se convirtieran en seres tan oscuros como requería su naturaleza.

-Por favor –susurró.

Ante su campo de visión habían aparecido unas telarañas negras que eran cada vez más gruesas, más agobiantes, hasta que solo pudo ver su cuello. El dolor de las encías le resultaba inaguantable, y temió que se le cayera la baba.

-Sí –dijo ella, sin vacilación. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.

Sus lenguas se encontraron y, por un momento, él se perdió en su dulzura. Ella era como el chocolate mezclado con algo picante, cremosa pero también especiada.

Si él fuera un chico normal y ella fuera una chica normal, seguirían besándose y él intentaría llegar más lejos. Tal vez ella se negara; o tal vez le rogara que continuase. De cualquier forma, solo se preocuparían el uno del otro. Sin embargo, siendo lo que eran, no había nada que tuviera importancia, salvo la sangre.

-¿Estás listo? –le preguntó ella en un susurro.

Era su droga y su traficante al mismo tiempo, empaquetado con el mismo envoltorio irresistible. Quería odiarla por ello. Parte de él, su parte nueva y siniestra, la odiaba. El resto de su persona la amaba inconmensurablemente.

Por desgracia, Aden tenía la triste premonición de que aquellas dos partes entrarían en guerra algún día.

Y en las guerras siempre moría alguien.

-¿Estás listo? –preguntó ella otra vez.

-Hazlo –respondió él, con un gruñido ronco, más de animal que de humano.

¿Acaso seguía siendo humano? Durante toda su vida había sido un imán para lo paranormal. Tal vez nunca hubiera sido humano. Aunque, en aquel momento, no le importaba la respuesta.

Sangre.

La ferocidad del beso se incrementó. Sin apartarse, Victoria se pasó la lengua por los colmillos y se cortó la carne hasta el centro. Entonces brotó el néctar de los dioses. El gusto a chocolate y especias fue sustituido de inmediato por el del champán y la miel, y lo embelesó. Aden se sintió mareado, y la temperatura de su cuerpo aumentó.

Succionó la sangre rápidamente, antes de que la herida se cerrara, y tomó todas las gotas que pudo. Cada uno de los tragos le producía una sensación de embriaguez. Su temperatura aumentó un grado más, y otro más, hasta que aquel fuego lo quemó y lo abrasó.

Aden reconoció aquella sensación. No hacía mucho tiempo que su mente se había fundido con la de un vampiro que se encontraba en una pira funeraria, y él mismo se había sentido como si estuviera entre llamas.

Poco después, su mente se había fundido con la de un hada. Un hombre hada que tenía un puñal clavado en el pecho.

Ambas experiencias habían sido lecciones de dolor, pero ninguna de las dos podía compararse a su propio apuñalamiento, cuando había sido su propio cuerpo el que había recibido la agresión. De no haber sido por la muchacha que estaba a su lado en aquel momento, habría muerto.

Victoria y él habían decidido celebrar su triunfo sobre un contingente de hadas y un ejército de brujas… juntos, a solas. Y de entre las sombras había aparecido un demonio con forma humana y había apuñalado a Aden en un abrir y cerrar de ojos.

Victoria debería haber dejado que muriera. Aquel apuñalamiento había sido predicho por una de las almas. Aden se lo esperaba. Tal vez no estuviera preparado para recibirlo, pero sabía que no iba a tener futuro más allá de aquel momento.

Y, en realidad, Victoria y él habrían estado mejor si ella lo hubiera dejado morir. Nadie contradecía al destino sin pagar un precio por ello. Él debería estar muerto, y Victoria debería estar libre de aquella carga. Sin embargo, ella había sentido pánico. Él lo sabía porque recordaba sus gritos agudos. Todavía sentía cuánto lo habían apretado sus manos, de qué modo lo había zarandeado mientras a él se le escapaba la vida. Y peor todavía, recordaba sus lágrimas calientes, porque a ella se le habían caído sobre su cara.

Y ahora, ella estaba pagando por sus acciones. Y tal vez continuara haciéndolo hasta que Aden la matara por accidente, o hasta que ella lo matara a él. Una vida a cambio de otra. ¿No era así como funcionaba el universo?

En aquella ocasión, Aden esperaba morir del infierno que la sangre de Victoria estaba creando dentro de él. En vez de eso, se sentía calmado. No solo estaba más sereno, sino que también se encontraba mejor: su cuerpo se había fortalecido, y sus huesos y sus músculos vibraban con energía.

Aquello nunca le había ocurrido mientras se alimentaba de su sangre. Y no tenía por qué suceder en aquella ocasión.

Bebían, luchaban y se desmayaban. Él no se recargaba como si fuera una pila.

Cuando la sangre de su lengua se secó, él recordó su necesidad, y dejó de preocuparse de las repercusiones y de sus propias reacciones.

-Victoria.

-¿Más? –preguntó ella, mientras le arañaba la nuca y los hombros. Ella también debía de estar sintiendo aquella hambre.

Aunque ya no albergaba su monstruo, su naturaleza de vampiro hacía que anhelara la sangre. Tal vez fuera porque solo había conocido eso, o tal vez porque era tan adicta como él.

-Más –respondió.

De nuevo, ella se pasó la lengua por los colmillos y abrió otra herida. La sangre volvió a brotar, aunque no tanta, y no tan rápidamente. Sin embargo, él succionó, succionó y succionó.

Nunca era suficiente.

En pocos segundos, la sangre dejó de salir. Él no quería hacerle daño, no podía, pero se dio cuenta de que le estaba mordiendo la lengua; al contrario que su piel, su lengua era suave y maleable. Ella gimió, pero no de dolor. Aden se había cortado accidentalmente la lengua y también estaba sangrando, y su propia sangre estaba brotando en la boca de Victoria.

-Más –dijo ella.

Él enredó las manos en los mechones sedosos de su cabello.

Hizo que inclinara la cabeza, de modo que los dos tuvieran mejor acceso. Era delicioso. Una vez, Victoria le había contado que los humanos morían cuando los vampiros intentaban transformarlos en uno de los suyos. También le había dicho que los vampiros morían durante la transformación. En aquel momento, Aden no había comprendido el motivo.

Ahora sí lo entendía. Sin embargo, saberlo le había costado caro.

Cuando ella había tomado lo que a él le quedaba de sangre y había vertido la suya en su boca, no solo se habían intercambiado el ADN, no solo habían cambiado a las almas por el monstruo. Habían intercambiado todo. Recuerdos, gustos, desagrados, habilidades y deseos, en un sentido y en otro, y viceversa, hasta que al final, no eran capaces de saber lo que era de uno y lo que le pertenecía al otro.

En aquel momento, Aden oyó un rugido suave, algo como un bostezo, al fondo de su mente. El monstruo. En realidad, «demonio» era un nombre más acertado para Fauces. Aden se sentía completamente poseído por él. Era un sentimiento al que debería estar acostumbrado, pero Fauces no se parecía en nada a las almas. El monstruo no era afable como Julian, ni libidinoso como Caleb, ni afectuoso como Elijah. Fauces solo pensaba en la sangre y el dolor. En beber sangre y en causar dolor.

Cuando el monstruo tomaba las riendas de la situación, Aden pasaba a ser más depredador que hombre. Se odiaba a sí mismo tanto como odiaba a Victoria, lo cual era surrealista. Fauces adoraba a Aden. Sin embargo, tenía una naturaleza violenta, y aquella naturaleza demandaba una satisfacción.

Algunas veces, Aden y Victoria revertían los papeles. Las almas volvían con él y Fauces volvía a ella. Sin embargo, volvían a cambiar rápidamente. Y eso sucedía una y otra vez, una y otra vez. En cada una de aquellas ocasiones, los dos tenían la sensación de que se acercaban más y más a la locura. Eran demasiados recuerdos enmarañados y demasiados deseos contradictorios. Muy pronto atravesarían la línea por completo.

-Aden –dijo Victoria, entre jadeos-. Necesito… tengo que…

Él sabía lo que quería decir.

Victoria le hizo inclinar la cabeza hacia un lado, como él le había hecho a ella, y un instante después, hundió los colmillos en su yugular. A él se le escapó un siseo de dolor. Antes, sus mordiscos le producían una sensación maravillosa, pero en aquel momento ella estaba hambrienta y había perdido toda delicadeza. Atravesó un tendón con los colmillos. Aden no trató de detenerla. Victoria necesitaba beber tanto como él.

Sonaron unos pasos en la cueva.

Aden no sintió miedo. Victoria podía teletransportarlos a cualquier sitio que hubiera visto antes. Era ella quien los había llevado allí la noche del apuñalamiento. Él no sabía dónde estaban, solo sabía que, de vez en cuando, algún senderista entraba a la cueva. Aunque ninguno se había adentrado tanto.

Victoria y él podrían haber ido a cualquier parte, incluso a algún lugar más remoto. Tal vez hubiera sido más seguro estar tan lejos de la civilización como fuera posible. Después de todo, Aden podía ser blanco del padre de Victoria, que había vuelto de entre los muertos para reclamar su trono. O más bien, Vlad el Empalador estaba intentando reclamar su trono.

Aunque fuera humano, Aden era el rey de los vampiros por el momento. Había matado por aquel derecho. Así pues, reclamaría su trono en cuanto pudiera liberarse de la adicción a la sangre de Victoria.

¿Era aquel un pensamiento suyo, o del monstruo?

Suyo, pensó. Tenía que ser suyo. Quería ser rey, lo deseaba con tanta intensidad como deseaba alimentarse.

Antes no era así. De hecho, había estado buscando alguien que ocupara su lugar.

«Eso era antes. Además, al final, había empezado a hacer planes para mi gente».

¿Su gente?

Aquella idea solo podía ser consecuencia de la adrenalina.

Los pasos resonaron por la cueva. Se acercaban cada vez más.

Victoria apartó los colmillos de su cuello y emitió un silbido de furia mientras miraba hacia la entrada de la caverna. En circunstancias normales, si hubiera estado lúcida, habría alejado mentalmente de la entrada a cualquier visitante que se acercara a la cueva. Tenía una voz de coacción muy poderosa, y ningún humano podía resistirse a hacer lo que ella ordenaba. Salvo Aden. Él debía de haber desarrollado inmunidad hacia aquella voz, porque ella ya no podía ordenarle lo que tenía que hacer. Lo había intentado allí mismo, en la caverna, cada vez que la locura se había apoderado de ella. «Inclina la cabeza, ofréceme tu cuello…». Sin embargo, él había hecho solo lo que quería hacer.

-Si el humano se acerca más, me voy a comer su hígado y le voy a arrancar el corazón –rugió Victoria.

Aden no creyó en su amenaza. Durante aquellos últimos días, o años, ella solo había deseado la sangre de Aden, y él solo había deseado la de ella. Él siempre había percibido el olor de cualquier humano que se acercara, pero con solo pensar en beber sangre de alguno de ellos, se le revolvía el estómago. Y, sin embargo, aquel era el motivo por el que habían permanecido allí. Si Victoria o él necesitaban la sangre de otro, quisieran o no, podrían conseguirla.

El intruso se acercó más y más. Sus pasos se habían vuelto apresurados, firmes.

-¿Hay alguien ahí? –preguntó, con un ligero acento español-. No quiero hacerles ningún daño. He oído voces y he creído que tal vez necesiten ayuda.

Victoria bajó de su lecho y, un segundo después, Aden fue aplastado contra la camiseta que estaban usando de sábana. En su santuario privado acababa de entrar un hombre alto, delgado y moreno de unos cuarenta años. Victoria se agarró a la camisa del humano con unos movimientos tan rápidos que Aden solo percibió imágenes borrosas. Con un giro de la muñeca, lo arrastró hacia el interior de la cueva.

El hombre aterrizó con un golpe seco y el impulso le hizo chocar contra la pared, de espaldas. Instintivamente, rodó y se sentó. Su expresión era de miedo y de confusión.

-¿Qué…?

Alzó las manos con un gesto defensivo, pero Victoria se abalanzó sobre él y le agarró la barbilla. Ella tenía las comisuras de los labios empapadas de sangre de Aden. Su pelo negro formaba una maraña salvaje alrededor de su cabeza y, además, tenía los colmillos prolongados hasta el labio inferior. Era una visión espantosamente bella, angelical y al mismo tiempo, de pesadilla.

El hombre comenzó a sudar. Estaba aterrorizado y tenía los ojos desorbitados. Respiraba entrecortadamente.

-Yo… lo siento mucho. No quería molestar. Por favor, suélteme.

Victoria siguió observándolo como si fuera una rata de laboratorio.

-Dile que se marche –le indicó Aden-. Dile que lo olvide todo.

Si Victoria le hiciera daño a un humano inocente, después se odiaría por ello. No aquel mismo día, tal vez ni siquiera al día siguiente, pero algún día, cuando recuperara la cordura, se despreciaría a sí misma.

Si la recuperaba.

Silencio. Ella apretó la barbilla del hombre con los dedos. Lo hizo con tanta fuerza que él gimió de dolor. Ya habían aparecido moretones en su cara.

Aden abrió la boca para dar otra orden, pero en aquel momento oyó otro rugido que provenía del fondo de su mente. En aquella ocasión fue más fuerte, no solo un bostezo. Todos los músculos de su cuerpo se pusieron en tensión.

Fauces se había despertado.

Aden tuvo una sensación de urgencia.

-Victoria, ¡ahora! O te prometo que nunca volveré a alimentarme de ti.

Hubo otro silencio.

-Vas a marcharte –le dijo Victoria al intruso después de unos segundos. Sin embargo, a Aden le pareció que el poder de su voz sonaba como debilitado-. No has visto a nadie, no has hablado con nadie.

Al contrario que en otras ocasiones, el humano tardó unos segundos en reaccionar ante sus órdenes. Al final, se le empañaron los ojos y se le contrajeron las pupilas.

-Por supuesto –respondió con una voz monótona-. Me marcharé. No he visto a nadie.

-Muy bien –dijo Victoria, y soltó al hombre-. Vete antes de que sea demasiado tarde.

El hombre se puso en pie, se dirigió hacia la salida de la cueva y desapareció sin decir palabra. Nunca sabría lo cerca que había estado de la muerte.

Los rugidos crecieron en la mente de Aden, se hicieron tan intensos que empezaron a consumirlo, a conmocionarlo. Se tapó los oídos para bloquear el sonido, aunque sabía que no serviría de nada. El rugido se convirtió en un grito agudo que le atravesó la mente como una navaja, hasta que sus pensamientos se vieron aniquilados y solo quedaron dos palabras.

«Alimentarse».

«Destruir».

No, no, no.

«Ya me he alimentado», le dijo a Fauces. «No quiero…».

«Alimentarse. Destruir».

Las telarañas cubrieron su visión, entremezcladas con un color rojo. Se concentró en Victoria, que seguía agachada y lo estaba mirando con desconfianza. Sabía lo que iba a ocurrir después.

«Alimentarsedestruir».

Sí. Aden bajó del estrado de rocas que les servía de lecho y se puso en pie. Victoria irguió también su figura esbelta y bella. Salvaje. Apretó los puños. Él acababa de comer, cierto, pero necesitaba más.

-Alimento -se oyó decir a sí mismo, con dos voces. Una de ellas le resultaba familiar, pero la otra era áspera y ronca. Tenía que luchar contra aquel impulso. No podía dejar que Fauces lo manejara como si fuera una marioneta.

Victoria gimoteó y comenzó a frotarse las orejas. Las almas debían de haber despertado. Aden sabía que sus voces podían sonar muy alto, tan alto como los rugidos de Fauces.

-Proteger -dijo ella, y de repente, sus ojos se volvieron marrones, verdes, azules. Oh, sí. Las almas estaban allí, parloteando.

Ella había pedido que la protegiera, y él debía protegerla.

Sin embargo, murmuró: «Destruir». Y, aunque intentó permanecer clavado en el sitio, echó a andar hacia ella, con la boca hecha agua.

«Destruirdestruirdestruir».

Fauces siempre había sido insistente. Sin embargo, aquello era salvajismo en su estado más básico.

De algún modo, a Victoria y a él se les estaba acabando el tiempo para estar juntos; Aden era completamente consciente de ello, y supo que al final solo uno de ellos saldría de allí.

2

Victoria Tepes, hija de Vlad el Empalador y una de las tres princesas de Wallachia, se preparó para el impacto. Un segundo después, Aden la embistió y la aplastó contra la pared de la cueva. Adiós, amado oxígeno.

No tuvo tiempo para volver a tomar aire, porque Aden la agarró por el cuello y apretó. No tanto como para hacerle daño, pero sí lo suficiente como para atraparla. Victoria sabía que estaba luchando con todas sus fuerzas contra los impulsos del monstruo; de lo contrario, ya la habría matado.

Pero él perdería la batalla, y pronto.

La ira la habría ayudado a apartarlo de un empujón, pero no consiguió enfurecerse. Ella misma le había hecho aquello, y se sentía muy culpable por ello. Aden le había dicho que no intentara salvarlo. Le había dicho que, si lo hacía, ocurrirían cosas malas. Sin embargo, mientras miraba al chico al que había empezado a amar, a la única persona que la había aceptado tal y como era, sin tensiones ni expectativas, no había podido dejarlo marchar. Había pensado: «Es mío, y lo necesito».

Así pues había actuado antes de que la muerte se lo llevara. No lamentaba lo que había hecho; ¿cómo iba a lamentarlo, si él estaba allí? Y por ese motivo, el sentimiento de culpabilidad la corroía. Estaba segura de que Aden deploraba aquello en lo que se estaba convirtiendo: un ser agresivo, dominante… un guerrero sin alma.

Normalmente era dulce con ella, y la trataba como si fuera un tesoro de valor incalculable. Parecía que tenía grabada en el cerebro la necesidad de protegerla, aunque ella pudiera destruirlo en un segundo. O más bien, hubiera podido destruirlo. Aden estaba cambiando también físicamente. Era más alto, más fuerte y más rápido que antes.

Y sus ojos, que normalmente tenían todos los colores brillantes de los ojos de las almas que se alojaban en él, se habían vuelto de un increíble color violeta.

-Tengo sed –dijo con la voz ronca, y a ella le pareció que percibía un olor a humo que provenía de él.

«¿No os parece maravilloso?», preguntó una voz masculina dentro de su cabeza. «Estamos otra vez con la chica vampiro». Era Julian, el alma que podía despertar a los muertos. Hasta el momento, sin embargo, lo único que había hecho era alterarla a ella.

«¡Bien! Eh, Vicki», dijo inmediatamente otra de las almas, uniéndose a la conversación. «Deberías darte una ducha. Ya sabes, para quitarte toda esa sangre de encima. Y acuérdate de frotarte bien por todas partes. La limpieza es algo muy importante para el espíritu». Aquella voz era la de Caleb, el alma que podía poseer los cuerpos de los demás, y aficionado a las curvas femeninas.

-Déjame poseer el cuerpo de Aden –dijo ella. Lo había visto entrar y desaparecer en los cuerpos de otra gente y apropiarse de su voluntad. Podía obligarles a hacer lo que quisiera.

Él ya no necesitaba a Caleb para hacerlo. Podía controlar aquella capacidad a placer. Sin embargo, ella no. Lo había intentado muchas veces, pero siempre había fracasado. Tal vez porque las almas no eran una extensión de su ser, tal vez porque eran nuevas para ella. Debía de haber una manera especial de relacionarse con ellas, pero Victoria todavía no la había hallado; las almas luchaban constantemente contra ella. Y, fuera cual fuera el motivo, necesitaba su permiso para usarlas.

Se oyó un coro de «noes», como de costumbre.

-Tendré mucho cuidado con él –añadió Victoria-. Le obligaré a sentarse y a quedarse quieto hasta que se le pase la locura –dijo. Si podía hacerlo, claro. Algunas veces, la locura se apoderaba también de ella, y entonces olvidaba su propósito.

«No, lo siento», dijo Caleb. «Los chicos y yo hemos hablado de ello, y hemos llegado a la conclusión de que no vamos a ayudarte a que nos uses. Eso podría crear un vínculo permanente entre nosotros, ¿sabes? Tú eres muy guapa, y a mí me encantaría tener un vínculo contigo, y de hecho, voté a tu favor, pero la mayoría ha dicho que no vamos a quedarnos aquí más tiempo del que sea necesario. Y ahora, sobre esa ducha…».

-Gracias por tu discurso. Si resulta herido, vosotros tendréis la culpa.

«No, sabremos a quién tenemos que echarle la culpa. Porque tienes razón: esto no va a terminar bien», dijo Elijah, que podía predecir la muerte. Él nunca tenía nada bueno que decir. Por lo menos, a ella no.

Caleb resopló.

«Muérdete la lengua, Elijah. Las duchas siempre terminan bien si uno sabe lo que está haciendo».

Aden la zarandeó como si quisiera pedirle que le prestara atención.

-Tengo sed –repitió. Claramente, estaba esperando que ella hiciera algo al respecto.

-Lo sé –dijo Victoria. Estaba sola. Almas estúpidas. No solo se negaban a ayudarla, sino que le robaban la concentración y no le permitían ayudarse a sí misma-. Pero no puedes beber de mí. No me he recuperado por completo de la última vez.

Sobre todo, teniendo en cuenta que la última vez había sucedido cinco minutos antes. Aden no debería estar tan desesperado.

-Tengo sed.

-Escúchame, Aden. No eres tú, sino Fauces. Lucha contra él. Tienes que luchar contra él.

«No vas a poder llegar a él», le dijo Elijah. «He tenido una visión sobre esto. Aden está perdido ahí dentro».

-¡Oh, cállate ya! –protestó ella-. No necesito tus comentarios. ¿Y sabes otra cosa más? ¡Ya te has equivocado más veces! Aden no murió cuando lo apuñalaron. ¡Ninguna de las dos veces!

«Sí, y mira dónde os ha llevado eso a los dos».

Recalcando lo evidente. Qué golpe más bajo.

-Cállate.

-Tengo sed. Debo beber ahora mismo –dijo Aden, y le mostró los colmillos un segundo antes de lanzarse a su cuello.

En cierto modo, él sabía que no le podía atravesar la piel y llegar a sus venas, pero eso no le impidió intentarlo.

Victoria lo agarró por el pelo y lo lanzó hacia el otro lado de la cueva. Se estremeció al ver que todo explotaba a su alrededor, en una nube de polvo y piedras. Después, Aden se deslizó hasta el suelo, mientras Victoria tosía intentando tomar aire entre el polvo.

«¡Eh! Ten cuidado con nuestro chico», le dijo Julian. «Quiero volver a habitar dentro de él, ¿sabes?».

Ella tuvo ganas de gritarle que lo estaba intentando. ¿Cómo era capaz Aden de tratar con aquellos seres durante toda su vida? Parloteaban constantemente, lo comentaban todo. Julian le ponía faltas a todo lo que hacía. Caleb no podía tomarse nada en serio. Elijah era el mayor aguafiestas de toda la historia.

Aden se puso en pie con la mirada fija en ella.

«¿Cómo puedo detenerlo sin hacerle daño?». Victoria ya se lo había preguntado mil veces, pero nunca daba con la solución. Tenía que haber alguna manera de…

«Eh, me siento un poco raro», dijo Caleb en aquel preciso instante.

«¿Quieres dejarlo ya? Lo que tienes es una sensación rara en los pantalones, y la única manera de que se arregle es que Victoria se desnude», le espetó Julian. «¿Por qué no le haces un favor a Aden y dejas de intentar darte una ducha con su novia?».

Victoria se tapó los oídos. Ojalá pudiera alcanzar a las almas y asesinarlas, por fin. Hablaban tan alto… Sin embargo, eran sombras que se movían por su cabeza sin que ella pudiera tocarlas, que se escabullían y escapaban cada vez que ella se acercaba.

«No, no estoy excitado», dijo Caleb, y después hizo una pausa. «Bueno, lo estoy, pero no estaba hablando de eso en este momento. Estoy… mareado».

Caleb estaba diciendo la verdad. Victoria también sintió aquel mareo, y se tambaleó.

«Eh», dijo Julian un segundo después. «Yo también. ¿Qué nos has hecho, princesa?».

Por supuesto, él tenía que culparla a ella, aunque no fuera culpa suya. Siempre se mareaban unos minutos antes de volver a Aden, y siempre se sorprendían.

«Aquí llega Aden», le advirtió Elijah. «Espero que estés preparada para los cambios que están a punto de suceder. Yo sé que no lo estoy».

«Eh, no ayudes al enemigo», gruñó Julian.

-Yo no soy el… -trató de decir Victoria. Sin embargo, percibió de lleno el olor potente de la sangre de Aden. La boca se le hizo agua y de repente recordó sus propias necesidades. Al instante se estaba desplomando porque unas manos fuertes la empujaban hacia abajo. La roca dura y fría de las paredes de la cueva le arañó la espalda, y el resto de la frase que iba a pronunciar salió de sus labios en un jadeo-: enemigo.

-Comida –dijo Aden. La inmovilizó con el peso de su cuerpo y le mordió el cuello. Ella le tiró del pelo, pero en aquella ocasión no consiguió apartarlo; Aden mordió con más fuerza y consiguió atravesarle la piel y llegar a su vena.

Nunca había ocurrido nada así, y a Victoria se le escapó un grito de dolor. El grito murió con tanta rapidez como había empezado. La garganta se le cerró cuando el mareo se apoderó de ella inesperadamente. Le temblaron los músculos y creyó oír gemir a Caleb.

Caleb. Al recordar su presencia, susurró su nombre y le pidió que la ayudara.

-Deja que posea a…

El segundo gemido del alma la interrumpió.

«¿Qué me está pasando?».

-Concéntrate, por favor. Déjame…

«¿Me estoy muriendo? No quiero morir. Soy demasiado joven para morir».

Caleb y su charla no le iban a resultar de ayuda, ni las otras almas tampoco. Julian y Elijah también estaban jadeando. Pero no se marchaban, no regresaban a Aden. Y entonces, sus gemidos se convirtieron en gritos que le empañaban la mente, que desbarataban su sentido común.

Las imágenes comenzaron a sucederse en su cabeza. Vio a su guardaespaldas, Riley, alto y moreno, sonriendo con su sentido del humor lleno de picardía. A sus hermanas, Lauren y Stephanie, las dos rubias y bellas, tomándole el pelo sin piedad. A su madre, Edina, girando sobre sí misma, con su melena negra volando a su alrededor. Al hermano que había perdido mucho tiempo atrás, Sorin, un guerrero a quien había tenido que olvidar a la fuerza.

Entonces vio a Shannon, su compañero de habitación, bondadoso y preocupado. No, no era su compañero, sino el de Aden. Ryder, el chico con el que había querido salir Shannon, y que le había rechazado. Dan, el propietario del Rancho D. y M., donde ella había vivido durante los últimos meses. No, ella no. Aden.

Sus pensamientos y sus recuerdos estaban mezclándose con los de Aden y formando una nube a su alrededor. Entonces desaparecieron de repente, y ella sintió que se debilitaba… tuvo que hacer un esfuerzo por mantenerse despierta…

«¡Vamos, Tepes! Eres de la realeza. ¡Puedes hacer esto!».

Aquella pequeña charla de motivación le sirvió para recuperar la determinación. Tiró a Aden del pelo nuevamente y lo obligó a alzar la cabeza. Por desgracia, no tenía la fuerza suficiente como para lanzarlo lejos. Y, por un momento, sus miradas se cruzaron. Él tenía los ojos rojos y brillantes. Eran los ojos de un demonio. La sangre le caía de la boca. Victoria sabía que aquella era su sangre, sangre que ella necesitaba conservar desesperadamente.

Debería estar asustada, porque al mirar al monstruo a quien ella misma había creado, vio su muerte. Una muerte que tenía sentido. Elijah le había dicho que Aden estaba en manos de la bestia, y Elijah nunca se equivocaba. Y, sin embargo…

Sangre… Su propia hambre despertó también y la llenó, le dio fuerzas. No permitiría que acabara con ella sin antes darse un festín. Con él.

Sus colmillos se prolongaron y ella se alzó para morderlo. Sin embargo, no pudo atravesarle la piel. Hubo algo que la bloqueó. ¿Qué podía ser? Miró para liberarse del obstáculo, pero solo vio la piel bronceada de Aden. No había nada que cubriese aquel pulso que latía a martillazos.

«Probar, probar, tengo que probarlo». Aquel era un mantra del que las almas no tenían culpa alguna.

Con un rugido, Victoria le soltó el pelo y le clavó las uñas. Solo necesitaba hacer un corte pequeño. Debería ser muy fácil, pero sus uñas fallaron igual que sus colmillos.

Aden volvió a inclinarse hacia ella. Claramente, la yugular de Victoria se había convertido en su juguete favorito.

«Probar». Victoria se irguió para intentar morderlo, a su vez.

-Probar –dijo la bestia, como si le hubiera leído el pensamiento y lo reflejara.

Rodaron por el suelo para intentar dominar el uno al otro. Cuando ella conseguía apartarlo de sí, él siempre lograba volver a abalanzarse sobre ella en un abrir y cerrar de ojos. Chocaron por las paredes, cayeron sobre el estrado rocoso que usaban como lecho y chapotearon por los charcos del suelo.

Quien ganara, comería. Quien perdiera, moriría. El círculo de la vida se cerraría una vez más. Victoria luchó porque deseaba alimentarse, pero pronto Aden la inmovilizó, y en aquella ocasión lo hizo con tanta fuerza que no pudo liberarse. Él consiguió agarrarla por las muñecas y sujetárselas por encima de la cabeza.

Fin de la historia. Había perdido.

Hizo una evaluación rápida de la situación. Estaba sudando, jadeando, con el pulso acelerado y con un único pensamiento: Saborearsaborearsaborear.

Sí.

-Suéltame –le dijo con un gruñido.

Aden se quedó inmóvil sobre ella. Él también estaba jadeando y sudando. Todavía tenía los ojos rojos, pero se le habían mezclado con brillos de ámbar, y aquel era el color normal de sus ojos. Eso significaba que, por una vez, Elijah se había equivocado. Aden estaba allí dentro, luchando para controlar a la bestia.

Ella no podía ser menos.

Se aferró a aquel pensamiento y se concentró en respirar lentamente. Entonces, comenzó a oír otras voces que no eran la suya.

«…Me siento peor», estaba diciendo Caleb.

Nunca había tenido un mareo tan intenso. Y, una vez que habían comenzado los cambios, las almas no deberían haber sido capaces de permanecer quietas. ¿Por qué no habían salido de ella?

«Tenemos que mantener la calma», dijo Elijah. «¿De acuerdo? No nos va a pasar nada. Lo sé».

«Estás mintiendo», dijo Julian, arrastrando las palabras al hablar. «Duele demasiado como para que estemos bien».

«Sí, estás mintiendo», repitió Caleb con verdadero pánico. «Esto es horrible. Me estoy muriendo, y vosotros también. Todos nos estamos muriendo. Sé que nos estamos muriendo».

«Deja de decir eso y cálmate», le ordenó Elijah. «Vamos. Tus ataques de ansiedad están haciendo correr a Aden y a Victoria más peligro de lo normal».

Por fin. Preocupación. Pero llegaba demasiado tarde. Ya estaban en peligro.

«Yo… necesito…».

«¡Caleb! Nos estás poniendo en peligro. Por favor, cálmate ».

-Tengo sed –dijo Aden, y su voz grave la devolvió al presente.

La luz ámbar estaba desapareciendo de sus ojos, y el rojo se expandía. Él estaba perdiendo la batalla y volvería a atacarla muy pronto, porque había fijado la mirada en la herida de su cuello. Aden se relamió y cerró los ojos mientras inhalaba con deleite el olor de la sangre.

Victoria pensó que aquel era el momento perfecto para golpear. Su oponente estaba distraído.

-Saborear -gruñó.

«Victoria. Tú lo quieres. Has luchado para salvarlo. No malgastes tu esfuerzo sucumbiendo a un apetito que puedes controlar». La voz del sentido común en el caos de su cabeza. Pero, claro, Elijah, el vidente, tenía que saber exactamente lo que podía decir para llegar a ella. «¿De acuerdo?», prosiguió él. «No puedo ocuparme de Caleb y de ti a la vez, con este mareo. Uno de vosotros dos tiene que comportarse como un adulto. Y, como tú tienes ochenta y tantos años, te elijo a ti».

Aden abrió los ojos de repente. Eran de un rojo brillante. Ya no quedaba ni un rastro de humanidad en ellos.

Controlarse, sí. Podía hacerlo. Y lo haría.

-Aden, por favor. Sé que puedes oírme. Sé que no quieres hacerme daño.

Hubo una pausa llena de tensión. Después, milagrosamente, apareció otro brillo de color ámbar en lo más profundo de aquellos ojos.

-Suéltame, Aden. Por favor.

Otra pausa. Aquella fue eterna. Lentamente, muy lentamente, él abrió los dedos, le liberó las muñecas y apartó los brazos de ella. Se irguió hasta que quedó sentado a horcajadas sobre ella, apretándole las caderas con las rodillas.

-Victoria… Lo siento muchísimo. Tu precioso cuello… -dijo con dos voces a la vez: la suya, y la de la bestia. Eran dos sonidos diferentes, uno el de la comprensión y, el otro, de humo, que se entremezclaban.

Ella sonrió débilmente.

-No tienes por qué disculparte.

«Yo misma te he hecho esto», pensó.

«Necesito… tienes que…». Parecía que Caleb no tenía aliento para hablar, y de repente, a Victoria también le faltó el aire. «Está ocurriendo algo. No puedo…».

«Escúchame con atención, Caleb», le exigió Elijah. «Todavía no podemos volver a Aden. Nos mataría».

«¿Que nos mataría?», preguntó Caleb con indignación. «Era de esperar. Sabía que íbamos a morir».

«¿Qué quiere decir que nos mataría?», preguntó Julian.

«¡Quiere decir que estaremos bien siempre y cuando no sigáis con esto! Vuestro pánico nos va a sacar de Victoria, y no podemos salir de ella todavía. Así que tenéis que calmaros, tal y como os he dicho. ¿Me oís? Más tarde volveremos a Aden. Después de… Después. Así que, Caleb, Julian, escuchad…».

Su discurso terminó súbitamente. Caleb gritó, y después Julian gritó también, y sus gritos se mezclaron con las exclamaciones de consternación de Elijah. No, no habían escuchado.

Y parecía que ella tampoco. Victoria fue la siguiente en gritar, alto, tan alto que hacía daño, mucho daño. Después ya no le importó. El dolor desapareció y su grito se convirtió en un ronroneo.

De alguna manera que no entendía, en su interior nació un poder absoluto que se fundió con todo su ser y pasó a ser parte de ella. E hizo que se sintiera bien, muy bien.

Durante su vida había absorbido la energía vital de varias brujas. Eso perjudicaba mucho a los vampiros, porque era una droga contra la que no tenían ninguna defensa; una vez que la probaban, no podían pensar en otra cosa. Ella lo sabía muy bien. Algunas veces se apoderaba de ella aquel anhelo incontrolable y se encontraba corriendo por el bosque, buscando, buscando con desesperación alguna bruja. Y aquel era el motivo por el que las brujas y los vampiros se evitaban los unos a los otros.

Sin embargo, aquella súbita explosión de poder… era parecida a la energía de una bruja, embriagadora, cálida como los rayos del sol, pero al mismo tiempo, fría como una tormenta de nieve. Era algo abrumador que la llevó flotando por las nubes, que la sacó de aquella caverna. Dormitó en una playa, con las olas de la orilla lamiéndole los pies. Bailó bajo la lluvia con tanta despreocupación como una niña.

Qué eternidad tan bella la esperaba allí. No quería marcharse nunca.

Le pareció oír llorar a las almas y se preguntó si no estaban experimentando lo mismo que ella.

De repente, un rugido atravesó su euforia, y aquel sonido rugiente extendió unos tentáculos que la atraparon y quisieron tirar de ella con fuerza. Victoria frunció el ceño y hundió los talones en el suelo. ¡Iba a quedarse allí!

Entonces oyó otro rugido, más alto, más amenazante, y comenzó a sudar…

En un instante volvió a la realidad y su tranquilidad desapareció.

Las almas ya no charlaban, ni gritaban, ni lloraban, y la sensación de poder se había desvanecido con la tranquilidad. Fauces había vuelto, y no quería que ella le hiciera daño a Aden.

Antes, cada vez que la bestia volvía a ella, Victoria sentía una avalancha de conocimiento, y nada más. Después, el monstruo la dejaba. Luego volvía. Un círculo que no tenía fin, que se sucedía mientras Aden y ella bebían. Pero aquello… aquello era distinto. Más fuerte. Tal vez algo como una transferencia de energía. ¿O acaso había sido el final del círculo de posesión?

Victoria abrió los ojos y soltó un jadeo. No había salido de la cueva, pero había estado muy ocupada. Estaba de pie, con los brazos estirados. Sus dedos emitían un fulgor dorado que estaba debilitándose poco a poco, y que desapareció.

Aden estaba desplomado en el suelo, contra la pared más alejada, sin conocimiento e inmóvil. ¡No!

Corrió hacia él y le buscó el pulso rápidamente. Encontró las pulsaciones, aunque eran muy débiles; Aden estaba vivo.

Sintió un alivio inmenso, y después, una punzada de remordimiento. ¿Qué le había hecho? ¿Le había golpeado? ¿Había succionado su energía?

No, no era posible. Fauces no lo habría permitido, ¿verdad?

-Oh, Aden -susurró, mientras le apartaba el pelo de la frente. No tenía hematomas en la cara ni perforaciones en el cuello-. ¿Qué te ocurre?

Victoria oyó un sonido muy suave y se inclinó hacia él con el ceño fruncido. ¿Estaba… canturreando? Sí, canturreaba. Y si estaba cantando, no podía estar sufriendo, ¿no? Lo observó con suma atención; Aden tenía una suave sonrisa en los labios y una expresión serena, infantil, inocente, casi angelical. Debía de estar experimentando la misma euforia que ella.

Al darse cuenta, Victoria se relajó y le acarició la frente con un dedo. Era un chico guapísimo. Llevaba el pelo teñido de negro, pero era rubio, cosa que podía apreciarse en las raíces claras de su cabello, de más de dos centímetros de largo. Sus cejas se arqueaban a la perfección sobre unos ojos ligeramente rasgados, y bajo su nariz, también perfecta, había unos labios carnosos y una barbilla con carácter. Ninguna chica se cansaría nunca de mirar aquel rostro.

-Despierta, por favor, Aden. Por favor.

Él frunció el ceño y a los pocos segundos hizo una mueca.

A ella se le aceleró el corazón. ¿Y si Aden no estaba flotando de euforia? ¿Y si estaba agonizando? Aquella mueca…

Él jadeó una vez, y después otra, y emitió un sonido ronco que Victoria ya había oído antes, cada vez que ella misma había tomado demasiada sangre humana.

«No va a morir. No, no puede morir». Llevaban una semana allí, y todo aquel tiempo habían estado luchando, besándose y bebiendo el uno del otro. Aden había sobrevivido a todo aquello, y tenía que sobrevivir a eso también, fuera lo que fuera.

De repente, se dio cuenta de que Fauces no estaba gritando en su interior, como de costumbre. Se miró a sí misma con desconcierto y advirtió que las marcas protectoras de su cuerpo habían desaparecido. Y de todos modos, la bestia permanecía en silencio; aquello nunca le había ocurrido.

¿Qué otras diferencias había? Miró el cuello de Aden, el lugar donde le latía el pulso, y la boca se le hizo agua. Sin embargo, el impulso, la necesidad imperiosa de morderlo, no existía.

No, no era cierto. Sí existía, pero no era tan fuerte. Podía controlarla. Aunque tuviera sed y estuviera desesperada por beber sangre de otra persona… Y si ahora ella podía tomarla de otra persona, tal vez Aden también. De ser así…

Él estaría salvado por completo. O al menos, eso esperaba. No había forma de saberlo. Aunque todavía se sentía muy débil, entrelazó los dedos con los de Aden, cerró los ojos y se imaginó su propio dormitorio en la mansión de los vampiros en la que vivía, en Crossroads, Oklahoma. Una alfombra blanca, unas paredes blancas, una colcha blanca.

De repente se levantó una brisa suave que le removió el pelo y, con alivio, agarró con fuerza a Aden y sonrió. El suelo desapareció y ambos flotaron. En cualquier momento llegarían a…

Victoria notó que sus pies se posaban en un suelo blando. Una alfombra.

Estaban en casa.

3

Tres días después

La puerta de la habitación chocó contra la pared.

-Me he enterado de que has dicho que vas a destripar al que se atreva a entrar en tu habitación. Pues bien, aquí estoy. Pero antes de destriparme, dime qué demonios está pasando.

Victoria, que estaba paseándose por la habitación, se detuvo y se giró hacia el recién llegado. Era Riley, su guardaespaldas. Su mejor amigo. Era alto y tan musculoso como Aden, guapo y sexy, con un rostro curtido por la vida y las peleas.

Se alegró inmensamente al verlo. Él era la persona que podía ayudarla.

Era evidente que estaba enfadado, por su expresión, pero era lo mejor que había visto desde hacía días. Tenía el pelo oscuro y los ojos verdes, y tenía también un pequeño bulto en el puente de la nariz, porque se le había roto incontables veces. Algunas heridas, cuando se recibían una y otra vez, eran difíciles de curar.

Llevaba una camiseta verde y unos pantalones vaqueros. Era la única pincelada de color de toda la habitación.

-Qué camiseta tan bonita –dijo ella, en primer lugar, para distraerlo de su furia antes de contarle sus secretos, y en segundo lugar, para mostrar el sentido del humor que intentaba desarrollar con todas sus fuerzas. Su amiga humana, Mary Ann Gray, la había acusado una vez de ser demasiado sombría.

-Vamos, Victoria. Habla –respondió él sin miramientos-. Antes de que piense lo peor y empiece a matar a todos los habitantes de esta casa.

A Victoria se le llenaron los ojos de lágrimas y corrió a echarse en brazos de su amigo.

-Me alegro muchísimo de que estés aquí.

-Tal vez no te alegres tanto si tengo que obligarte a que empieces a hablar.

Pese a aquella amenaza, la abrazó con fuerza, exactamente igual que hacía cuando los dos eran más jóvenes y los demás vampiros se negaban a jugar con ella.

Se negaban porque era la hija de Vlad el Empalador, y todos temían ser castigados si la princesa se hacía daño, o algo peor, en su compañía. Pero Riley no. Él era como el hermano que siempre había deseado tener, su amigo y su protector.

Victoria tenía un hermano de sangre, Sorin, pero Vlad le había prohibido que lo mirara y que hablara con él. Su querido padre no deseaba que su hijo único se dejara ablandar por sus hijas. De hecho, cuando Aden le había preguntado a Victoria por sus hermanos, al conocerse, ella solo había mencionado a sus hermanas. Lo último que sabía de Sorin era que estaba dirigiendo a la mitad del ejército vampiro en Europa para mantener a raya a María la Sanguinaria, la líder de la facción escocesa. Si se combinaban todos aquellos factores, Sorin no contaba para nada.

Además, hacía mucho tiempo que Vlad la había dejado a cargo de Riley, y el hombre lobo se había tomado muy en serio la tarea de protegerla. Y no solo por su sentido del deber, ni por el miedo a la tortura y a la muerte si a ella le ocurría algo malo, sino también porque Riley la quería. Siempre habían sido amigos.

-Pero, ¿por qué has venido? –le preguntó.

-Mis hermanos me encontraron y me dieron un susto de muerte al decirme que te habías marchado a Crazy Town. De todos modos, no quiero hablar sobre mí –le dijo él, y la miró a la cara-. ¿Has comido? Tienes muy mala cara.

-Sí, papá. He comido.

Era cierto. Al llegar a casa había dejado a Aden tendido en la cama de su habitación y había clavado los colmillos en el cuello de uno de los esclavos de sangre que vivían en la fortaleza. Tenía tanta sed que había estado a punto de dejarlo seco por completo. Su hermana Lauren había conseguido separarla del humano justo a tiempo de evitarlo. Su otra hermana, Stephanie, le había encontrado un segundo esclavo, y después un tercero y un cuarto, y Victoria había bebido hasta que su estómago no admitía más alimento.

-Eres una listilla –dijo Riley con una sonrisa-. ¿Cuándo has aprendido a utilizar el sarcasmo?

-No lo recuerdo exactamente –respondió ella. Lo único que sabía era que no había tenido otro remedio que encontrar el humor en lo que le sucedía, o se habría ahogado en la angustia-. Tal vez hace dos semanas.

La mención del tiempo le borró la sonrisa de los labios a Riley.

Solo había una persona que pudiera afectarle de aquella manera: Mary Ann Gray. La chica se había escapado la misma noche en que habían apuñalado a Aden, y Riley, que estaba enamorado de ella, la había seguido para protegerla, a pesar de que él mismo también corría peligro.

-¿Dónde está tu humana? –le preguntó Victoria.

Sin embargo, Mary Ann ya no era humana. La chica se había convertido en una Embebedora, algo que Victoria no se esperaba. Mary Ann succionaba la magia de las brujas, las bestias de los vampiros, el poder de las hadas y la capacidad de cambiar de forma de los hombres lobo.

Victoria había empezado a preguntarse si Mary Ann había sido humana alguna vez. Después de todo, las hadas eran Embebedoras. La diferencia era que las hadas podían controlar sus apetitos. Mary Ann no. Todavía. Y eso suscitaba una pregunta sorprendente: ¿Acaso Mary Ann era una híbrida de hada y humano?

Victoria nunca había oído hablar de una pareja así, pero estaba aprendiendo rápidamente que todo era posible. Si Mary Ann era en parte un hada, todos los vampiros y los hombres lobo de aquella fortaleza, aparte de Riley, querrían matarla. Las hadas eran los principales enemigos de los vampiros. Eran unos seres muy peligrosos. Eran una amenaza para la existencia sobrenatural.

-¿Y bien? –insistió Victoria, al ver que Riley no respondía.

-La perdí –dijo él, y el músculo de su mejilla vibró bajo su ojo. Aquello era una señal segura de su disgusto.

-¿Cómo es posible? Tú eres un rastreador experto, ¿y has perdido la pista de una adolescente que no sabría esconderse ni aunque fuera invisible?

-Sí.

-Debería darte vergüenza.

-No quiero hablar de eso. He venido a hablar de ti. ¿Cómo estás?

-Muy bien.

-De acuerdo, fingiré que me lo creo. ¿Has sabido algo de tu padre?

-No.

Vlad había ordenado que ejecutaran a Aden desde las sombras. Sombras de las que todavía no había salido.

Nunca había agradecido tanto la vanidad de su padre. Él quería que lo vieran siempre como a un ser invisible. Así pues, nadie sabía que Vlad seguía vivo, y si ella se salía con la suya, nunca lo sabrían, porque los vampiros podían rebelarse contra Aden antes de que lo coronaran oficialmente, y si se rebelaban mientras estaba en aquellas condiciones, él perdería. Todo lo que había tenido que soportar no serviría de nada. Tenía que recuperarse, y por el momento había tiempo para eso. Victoria conocía a su padre, y sabía que Vlad no volvería hasta que se hubiera recuperado por completo. Entonces… Bueno, entonces habría una guerra.

Vlad castigaría a aquellos que hubieran aceptado el reinado de Aden, incluidos Riley y ella. Utilizaría a Aden para dar ejemplo, cortándole la cabeza, clavándola en una pica y colocando esa pica delante de su puerta.

¿Lucharía Aden contra él? Y si luchaba, ¿sería capaz de ganar?

-¿Cómo está Aden? –preguntó Riley. El lobo podía leer las auras de los demás, y seguramente había visto cuál era la dirección de sus pensamientos-. ¿Sobrevivió?