Aprende y calla - Andreu Martín - E-Book

Aprende y calla E-Book

Andreu Martín

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  • Herausgeber: SAGA Egmont
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Escalofriante novela criminal escrita en los convulsos años de la Transición, recién muerto Franco. Dos hombres asesinan a sangre fría a un tercero y fotografían el disparo mortal. La foto empieza a distribuirse, con el lema "aprende y calla". Sin embargo, en la foto aparece, al fondo, una figura que podría haber sido testigo del horrendo crimen. Alrededor de esta figura se tejerá una trama de conspiraciones, intereses y sangre, mucha sangre.-

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Seitenzahl: 237

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Andreu Martín

Aprende y calla

 

Saga

Aprende y calla

 

Copyright © 1987, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962123

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

EL PRINCIPIO

Por encima de los árboles, el sol brillaba intensamente en un límpido cielo veraniego, sin una nube. Los pájaros piaban ingenuamente, ocultos entre las ramas. La brisa cimbreaba los pinos con un susurro, refrescando el ambiente. Era el primer día del año en que el viento no representaba una molestia, sino un alivio. Aquel claro del bosque era el lugar ideal para tender el mantel, abrir la fiambrera y organizar un agradable picnic dominguero. Sin embargo, ninguno de los tres hombres pensaba en comer a la sombra.

Dos de ellos estaban trajinando calmosamente en sus máquinas con el cuidado y la precisión del profesional que sabe lo que se trae entre manos. El primero hacía girar cuidadosamente los discos de la cámara, ajustando el objetivo a la distancia correcta, cuidando meticulosamente la abertura del diafragma, buscando el encuadre apropiado. Era una cámara Yashica Electro 35, reflex, y la fotografía podía salir perfecta con sólo poner un poco de atención. El segundo hombre introducía una a una las balas en el cargador de la enorme pistola Star del 9 largo, manchándose los dedos de grasa. Con un disparo habría suficiente, pero alguien le había dicho que, al utilizar una pistola, tenía siempre que estar seguro de que podría utilizar todas las balas, por si acaso. Con un golpe seco, introdujo el cargador en la culata y accionó el carro, colocando la primera bala en la recámara. En cuclillas, dejó la pistola en el suelo y, con el pañuelo, se empezó a limpiar la grasa de las manos.

— ¿Estás a punto? —dijo el Fotógrafo.

— Espera. —Acabó de limpiarse los dedos, cogió la pistola de nuevo—. Ya.

— Ponte ahí.

El tercer hombre estaba atado a un árbol, con un esparadrapo tapándole la boca. Tenía los ojos dilatados por el pánico y los chillidos histéricos que pretendía emitir se convertían en confusos e inofensivos murmullos agudos. Hubiera querido suplicar perdón, prometer favores, dinero, todo, cualquier cosa a cambio de su vida, pero la mordaza le impedía pactar con sus tranquilos asesinos. Tenía ya la muerte encima, y no podía evitarlo de ninguna forma. Tuvo que esperar diez eternos minutos hasta que todo estuvo a punto y los dos hombres dejaron de prestar atención a sus máquinas para atenderle a él. Diez eternos minutos de agonía hasta que el de la pistola, con la naturalidad del actor que se prepara para la próxima escena, se acercó a él y, con el brazo muy estirado, colocó la boca del arma junto a su sien.

La víctima empezó a mover frenéticamente la cabeza, adelante y atrás, a un lado y a otro, en un infantil intento de esquivar el tiro. Sus murmullos aumentaron de intensidad y la cabeza golpeó dos veces contra el tronco del árbol.

— Un poco más a la derecha... —decía tranquilamente el Fotógrafo al Pistolero. Y el Pistolero obedecía—. No, no tanto, que vas a taparle... Aaaasí... Tú no le mires, mira hacia el fondo... Ahora... Bueno... ¿Todo a punto...?

Los apagados chillidos de la víctima se volvieron más agudos, se mezclaron con ronquidos y sollozos, los mocos resbalaron sobre el esparadrapo.

— Espera... Ya... ¿Todo a punto...? Listos, pues...

El Pistolero quitó el seguro de la pistola.

— A la una, a las dos... y a las...

Al mismo tiempo que el Fotógrafo accionaba el disparador de la cámara, un seco estampido, como un gran madera al quebrarse, se desparramó por todo el bosque.

 

En la terraza, Antonio levantó bruscamente la cabeza y se quedó unos instantes mirando al infinito, atento al piar de los pájaros y al susurro del viento entre los árboles.

Carmen salió a la terraza, abotonándose la blusa. Iba despeinada y su cara redonda estaba limpia de todo maquillaje. Antonio la observó maravillado antes de hablar.

— ¿Has oído eso?

Carmen no lo había oído. Le miró distraída.

— ¿El qué?

— No, nada —dijo Antonio, quitándole importancia y caminando hacia ella para abrazarla—. Debe da haber sido un reventón.

 

Sobre una antigua mesa de despacho, bajo el foco de luz del flexo, cuatro copias de la fotografía. Había salido perfecta. A pesar del esparadrapo, y de los ojos cerrados, y del cabello alborotado por la expansión del disparo, se veía claramente que el individuo atado al árbol era Domínguez. Al que disparaba, en cambio, no se le veía más que parte del cuerpo y el brazo estirado, como una flecha acusadora que terminaba junto a la cabeza de la víctima, donde estaba la explosión humeante. Por encima de las cabezas de ambos, los pinos. Y, al fondo, algunas casas blancas con terrazas.

Carmona tecleaba frenéticamente nombres y direcciones en los cuatro sobres. Trabajaba con prisa, sin preocuparse de corregir si ponía Julin en lugar de Julián, o San Palbo en lugar de San Pablo. Se volvió hacia la mesa en un rápido movimiento de la silla giratoria y, en el dorso de las cuatro fotografías, garabateó una letra quebrada, de trazos puntiagudos, «APRENDE Y CALLA». Una vez, otra vez en la siguiente fotografía, de nuevo en la tercera y, por fin, en la última. No se detuvo a comprobar si las inscripciones habían quedado legibles del todo. Ellos ya comprenderían. Pasó la lengua por la parte engomada de los sobres y los cerró golpeándolos sonoramente con el puño. Pegó los sellos con el mismo ruidoso sistema, uno, dos, tres y cuatro, y se reclinó hacia atrás, suspirando aliviado. Se diría que la visión de aquellas fotografías sobre la mesa le habían estado poniendo muy nervioso y que sólo ocultándolas había podido respirar tranquilo. Encendió un cigarrillo con pulso trémulo, se levantó y, metiéndose los sobres en el bolsillo de la chaqueta, salió de la oficina sin apagar la luz.

Caminó rápidamente hasta la calle San Pablo, echó los cuatro sobres en el primer buzón sin apenas detener el paso, y siguió caminando rápidamente hasta confundirse con la gente que pululaba lentamente por el Barrio Chino.

MISTERIOSO ASESINATO EN UN BOSQUE

DE LAS CERCANÍAS DE BARCELONA

Todo parece indicar que ataron a la víctima

a un árbol antes de dispararle un tiro en la sien.

 

En El Caso, la noticia apareció en las páginas interiores, ocupando sólo un cuarto de página. Iba ilustrada con la fotografía de un hombre de cara cuadrada y rasgos blandos, ojos de infinita paciencia y boca gemidora. Al pie de la fotografía, en letra cursiva, se leía:

Ramiro Domínguez Navero, comerciante barcelonés asesinado en circunstancias sumamente misteriosas, en un bosque, a 16 km de Barcelona.

A las cinco horas de la tarde del pasado día 6 de mayo, el sargento Ramón Perea Rodríguez recibió en el Cuartel de la Guardia Civil de San Cugat, población a 16 km de Barcelona, una misteriosa llamada telefónica anónima comunicando el hallazgo de un cadáver en un claro del bosque de La Floresta. El que telefoneó, negándose reiteradamente a dar su nombre, dijo que, como señal, dejaría en la cuneta de la carretera, justamente sobre donde estaba el cuerpo, una cuerda encontrada en el lugar de los hechos.

Lógicamente intrigado, el sargento Perea movilizó a dos números del cuartel y se personó a toda velocidad en el lugar indicado pudiendo comprobar que, efectivamente, en la cuneta había una larga cuerda y que, unos metros más abajo, en el interior del bosque de pinos, había el cuerpo de un hombre asesinado. La cartera con la documentación estaba en el suelo, y gracias a eso pudieron saber de inmediato que se trataba de Ramiro Domínguez Navero, de 49 años, de profesión comerciante, soltero y vecino de Barcelona. La ausencia de la más mínima cantidad de dinero en la cartera y los bolsillos del infortunado hicieron pensar de inmediato a la Policía que el motivo del homicidio había sido el robo, aunque no se descarta la posibilidad de que el dinero fuera robado por quien encontró posteriormente el cadáver y alertó de forma anónima a la Guardia Civil.

El cadáver, boca abajo, con los brazos en cruz, tenía un gran agujero de bala en la sien por el que salía gran cantidad de sangre que le manchaba toda la cara y había formado un charco en el suelo. Posteriores averiguaciones han demostrado que estaba atado fuertemente a un árbol en el momento de recibir el disparo, aunque no se han encontrado más hematomas ni señales que hagan pensar en alguna otra forma de tortura.

La Brigada de Investigación Criminal de Barcelona se ha hecho cargo de este sorprendente enigma y ha iniciado las pertinentes pesquisas.

El «Seat 1430», azul marino, brillante como si fuera de charol bajo el sol espléndido, atravesó Vallvidrera, torció a la izquierda y emprendió el descenso hacia donde la vegetación se vuelve más tupida y la atmósfera se carga de humedad.

Rafa sonreía indiferente con su afrancesada boca de labios gruesos, silbando quedamente algo indescifrable, y sus ojos risueños, soñadores, miraban la carretera pensando en otra cosa. Disfrutaba cambiando de marchas continuamente, arrancando al motor sincopados gruñidos a cada curva. Conducía demasiado de prisa para el gusto de su compañero, pero cuando el coche traqueteaba demasiado sobre los baches, o cuando las ruedas chirriaban en cada curva tomada demasiado de prisa, o en un adelantamiento sin visibilidad, Soler se limitaba a dirigirle miradas de reprobación, sin más comentarios. Sólo habló una vez, cuando encendió un cigarrillo.

— ¿Quieres uno?

— No, gracias; me estoy quitando de fumar —dijoRafa, animado a iniciar una conversación—. Ya hace tres días que resisto.

Soler no dijo nada.

— Bien pensado, es un vicio absurdo —añadió Rafa.

Soler, la vista fija al frente, le ignoró, pensando en la fotografía que habían visto momentos antes, bajo el potente foco de luz del escritorio de caoba.

 

Mientras, muy juntos, hombro con hombro, Rafa y Soler miraban atentamente la fotografía, el hombre canoso sacó una píldora de la cajita metálita y se la tomó con un sorbo de agua tónica. Luego, guardó unos instantes de silencio. Le gustaba hacer que sus hombres pensaran por sí solos: si él había sido capaz de darse cuenta, también ellos tenían que ser capaces.

— Ésta es la fotografía —les había dicho al dársela—. Miradla atentamente. A ver qué veis.

Un hombre atado a un árbol y otro hombre que le disparaba un tiro apoyando la pistola en la sien. Unos ojos cerrados, un cabello negro alborotado por la explosión, un cuerpo tenso, sacudido por la crispación que había precedido a la muerte. Una cuerda que le rodeaba el cuerpo seis o siete veces, sujetándole las manos junto al tronco. Pinos. Dos casas blancas, con terraza, al fondo, arriba. El que disparaba estaba demasiado erguido y no se le podía ver la cara. Vestía un traje vulgar, algo grande. En la mano, única porción de piel a la vista, nada de particular. Ningún tinte más oscuro, o más claro, ninguna cicatriz. Nada. La pistola parecía una Star del 9 largo.

El hombre canoso se acercó a ellos silenciosamente y colocó su dedo índice sobre una de las casas, la que rozaba el rincón superior derecho de la foto.

— Ahí —dijo, con un suspiro de decepción—. Hay un testigo.

Los dos hombres entrecerraron los ojos, mirando esa esquina de la fotografía, acercándose más a la lámpara del escritorio. Sí. Recortada contra el gris de una pared sombreada, se destacaba la silueta de un hombre.

— Sí, ahí está. Mira... Rafa.

— Quita la mano.

Forzaron más la vista, pero para entonces ya tenían delante una ampliación de esa esquina de la instantánea. Muy granulado, difuminado y borroso, pero sin duda era un hombre con el torso desnudo. Cabello rubio y cara afeitada. Mirando hacia el objetivo. No se podían distinguir sus rasgos, pero ya era suficiente.

— Es la única pista que tenemos —dijo el hombre canoso rodeando el escritorio para sentarse en el mullido sillón. Se quitó las gafas de concha con gesto estudiado y esperó a que Rafa y Soler le miraran, para acabar—: pero puede que sea suficiente. Encontradle.

 

— Ve más despacio —dijo Soler, apagando el cigarrillo en el cenicero. Se removió en su asiento, escudriñando atentamente el exterior, fijándose en losmojones de la cuneta, recordando las instrucciones recibidas—. Es por aquí... —Cogió los prismáticos del asiento posterior—. ¡Es aquí, Rafa! ¡Para ya!

Rafa redujo a segunda, aparcó el coche en el arcén y los dos se apearon rápidamente. Sin entretenerse a poner el seguro a las portezuelas, se internaron en el bosque y bajaron por un pendiente talud, apoyándose cautelosamente en los árboles para no resbalar sobre la pinaza. Unos cuarenta metros más abajo, se detuvieron mirando a su alrededor, buscando las casas blancas por encima de las copas de los pinos, el claro del bosque entre los matorrales.

— ¡Rafa! ¡Ven acá!

El suelo estaba muy pisoteado y aún se podía ver la gran mancha oscura que indicaba dónde había reposado la cabeza del cadáver. Ahí estaba el árbol donde le habían atado y, por encima de los pinos, las dos mansiones, una blanca y otra beige. Soler las estaba mirando a través de los prismáticos pero, cuando llegó Rafa, se los entregó a él.

— Es la de la izquierda —indicó—. ¿Sabrás llegar hasta ella?

Era una casa de dos pisos y la terraza, en el de arriba, estaba cubierta por un porche sostenido por dos columnas con capitel. Había una sábana y algo de color azul intenso tendido a secar de una cuerda. Una ventana de persianas verdes, entreabierta. Rafa movió los prismáticos en torno al edificio. Un jardín enmarañado por debajo del primer piso: la casa estaba construida sobre una pronunciada pendiente. No sería difícil de localizar. Los prismáticos bajaron el enfoque, yendo a buscar algún camino entre los árboles, hasta que encontraron la carretera.

— Bueno... —dijo Rafa, dudando—. Probaremos. — Vamos, pues.

Regresaron al coche, montaron en él y, poniéndolo en marcha, abandonaron la carretera en la primera desviación. Se internaron en un laberinto de polvorientas calles sin asfaltar que unían casas aisladas entre sí. Las soberbias construcciones de la élite, gran standing de principios de siglo, estaban cubiertas de churretes, de abandono, y rodeadas de jardines comidos por malas hierbas. De vez en cuando, alguna casa recién pintada, con el jardín arreglado y brillante. Un tramo de calle asfaltado. Era difícil orientarse por aquellas calles, interminable serie de curvas que nunca llevaban donde uno esperaba, y Rafa y Soler tuvieron que bajar dos veces del coche y buscar con prismáticos a su alrededor antes de reconocer la casa, una calle por debajo de donde estaban.

— Mírala, Soler. Bajemos a pie para no liarnos otra vez.

Aun a pie, tuvieron que dar un buen rodeo hasta llegar a la verja oxidada que se abrió con un chirrido crispante. Subieron cuatro escalones hacia un descuidado jardín de aspecto selvático. Unas empinadas escaleras a la derecha llevaban hasta la casa.

— Oigan... ¿Qué buscan? —Les salió al paso un viejo, encogido y envuelto en una bufanda. No le hicieron caso. Subiendo a grandes zancadas, le dejaron atrás—. ¡Oigan!

La puerta de la casa estaba abierta. Entraron y se encontraron con un denso olor a suciedad y a moho, penumbra, descuido, miseria. Costó un pocoabrir las puertas de la terraza, cerrada durante todo el invierno, y la luz del sol cayó sobre ellos cálidamente, sorprendiéndoles y deslumbrándoles. No había columnas con capitel, ni una sábana, ni nada de color azul. El viejo, que les había seguido, pudo ver cómo uno de los hombres, el de bigotito, miraba con los prismáticos hacia el bosque, y cómo el otro llamaba su atención señalando otra casa de más allá.

— No es ésta. ¡Es ésa de ahí!

Los hombres se miraron, dudando. Rafa tomó los prismáticos de manos de Soler, miró hacia la otra casa el instante suficiente para reconocer la sábana blanca y las persianas verdes, y los dos salieron precipitadamente, como si estuvieran actuando contra reloj.

El viejo se restregó las manos, recordando tiempos pasados y sintiendo miedo.

Gemma le estaba explicando a Arthur las ventajas del perro sobre el hombre a la hora de buscar pareja, y Julio les miraba sonriendo indulgente, cuando se oyó el grito, y el portazo, y los dos tipos entraron aparatosamente en el living arrastrando a Pepe por el brazo. Los tres se pusieron en pie instintivamente y quedaron paralizados, en posturas de estatuas, al acecho del próximo movimiento de los dos invasores. Uno, alto, joven, de labios gruesos y nariz carnosa y abollada. El otro, de cabello muy corto, rizado y canoso, bigotito trazado con tiralíneas, expresión autoritaria y resuelta. Los dos vestían grises trajes de confección y corbata, con ese minucioso interés por pasar desapercibidos que delata a los policías.

Soler indicó a Pepe que se colocara junto a los otros tres y sacó una fotografía del bolsillo.

— ¿Qué pasa? ¿Qué quieren? —balbuceó por fin Pepe, recuperando el aliento.

Julio lo miraba todo de una forma desagradableeimpertinente. Casi desafiante.

— Tranquilos, chicos —dijo Soler, con voz extrañamente calmada—. No os vamos a hacer nada. Sólo buscamos a éste de la foto.

Les mostró la fotografía. Muy granulada, muy borrosa, evidentemente una ampliación, pero todos reconocieron al que estaba en ella. El único que no movió la vista, manteniéndola fija, acusadora y arrogante, sobre Soler, fue Julio. Cuando Soler sorprendio esa mirada, se dirigió a él.

— Levanta las manos —ordenó—. ¡Vamos, levántalas!

Julio era el único de los tres de la casa que iba completamente afeitado, y vestía un correcto traje azul, contrastando con Pepe y Arthur, barbudos y vestidos con camisas livianas y gastados pantalones vaqueros. Levantó las manos lentamente, con la misma impertinencia que teñía su mirada, con un aplomo retador. Soler le cacheó bajo los pantalones y la cintura, en busca de alguna pistola. Gesto rutinario. Y pregunta rutinaria:

— ¿Cómo te llamas?

Alto, fornido, de anchos hombros, cuello corto y abundante pelo negro. Duros rasgos agitanados. Evidentemente, no era aquél el muchacho de la foto, rubio y más enclenque.

— ¿Conoces a este chico?

Ni el más ligero cambio en la mirada de Julio.

— No sé. No se ve bien.

Soler se desplazó hacia la derecha, para mostrar la fotografía a los otros tres chicos.

— Le han visto en esta casa. Alguno de vosotros tiene que conocerlo.

Rafa, el alto de labios gruesos, dio media vuelta y salió del living.

Gemma, Arthur y Pepe miraron la fotografía sin decir nada. Se les veía muy nerviosos e inseguros.

— No... No se ve bien... —dijo Pepe, tragando saliva—. Conozco a muchos chicos parecidos a ése.

Soler resopló, armándose de paciencia.

— Mira, hijo... Sabemos que ese chico vive aquí. Estaba aquí el día seis de junio: tiene que ser amigo vuestro por fuerza, de modo que ahora mismo me vais a decir cómo se llama. ¿Cuántos de vosotros vivís en esta casa?

Los dos barbudos y la chica hicieron un gesto tímido.

— ¿Y tú dónde vives?

— En Barcelona —dijo Julio.

Soler se guardó la fotografía en un bolsillo y del interior de la chaqueta sacó una libreta y un bolígrafo. Se movía con la rigidez de quien está a punto de perder la paciencia.

— Vamos a ver. Vuestros nombres. ¿Tú cómo has dicho que te llamabas?

— Julio Izquierdo.

— ¡Julio Izquierdo Qué Más!

El grito vació el aire de la habitación sólo por un momento. Gemma, Pepe y Arthur se estremecíeron. Julio sólo cerró un instante los ojos, como conteniéndose o haciendo un esfuerzo para aceptar la situación.

— Julio Izquierdo Gaona.

— ¡Tú!

— Gemma Martínez Yespa.

Rafa registraba todas las habitaciones, decoradascon barrocos muebles de segunda mano, tapices de colores y pósters de cantantes melenudos. Camas revueltas y prendas de ropa tiradas descuidadamente por el suelo. Con movimientos precisos, abría y cerraba cajones, hurgaba en los armarios, buscaba en los bolsillos de todas las prendas, hojeaba y sacudía los libros para ver si caía algo de ellos.

— ¡Tú!

— Yo... Sólo inglés... —balbuceó Arthur—. Americano. —Era su sistema para eludir problemas. Sacó el pasaporte del bolsillo de atrás de los pantalones y se lo entregó a Soler.

La mirada severa pasó del pasaporte a Arthur dos o tres veces. La mano nerviosa tomó nota del nombre completo y devolvió el pasaporte con gesto brusco.

 

Antonio caminaba por el centro de la calle, sintiéndose muy feliz. Todas las facciones de su rostro barbilampiño se centraban en una sonrisa alegre y juvenil, su pelo rubio brillaba al sol, su cuerpo delgado y quebradizo avanzaba contoneándose al ritmo de algo que tarareaba mentalmente.

 

Rafa sacó del cajón una cajita de metal, la abrió y sonrió triunfante. Una pequeña y oscura pastilla de hash. Sintió la misma alegría que el jugador que acaba de completar su póquer, pero disimuló su sonrisa al entrar de nuevo en el living donde Soler, con la libreta en la mano, estaba diciendo:

— Bien. Volvamos a empezar...

— Mira qué he encontrado, Soler. —Le lanzó la pastilla y el hombre del bigotito la tomó al vuelo. Todos pudieron verla.

De repente, todo cambió. Todas las miradas variaron. Temor, amenaza. El ambiente se había helado. Y cuando Rafa empezó a hablar, pareció que lo hacía en un tono demasiado alto.

— Con esto podemos meteros un puro de narices, y vosotros lo sabéis, chicos. Podemos acabar de hablar tranquilamente aquí o ir todos a la comisaría y empezar a hablar por las malas, ¿comprendido?

— ¿Quién es el chico? —preguntó Soler.

Rafa se acercó a Pepe. Habló mirándole alternativamente a él y a Gemma.

— Ahí hay una cama de matrimonio, donde uno de vosotros debe dormir contigo —por Gemma—, y un camastro en la habitación del fondo, donde dormirá el otro. Pero, junto a la terraza, hay una cama donde duerme otra chica. Se huele a perfume y hay «Tampax» y productos de belleza. Empecemos por ahí: ¿Cómo se llama esa chica?

 

Antonio entró en el jardín, silbando, y rodeó la casa, en dirección a la puerta. Iba a gritar un saludo, cuando los gritos del interior le hicieron detenerse en seco.

— ¡Oiga, ya está bien! ¡Nosotros no sabemos quiénes son ustedes y...!

Sonó algo muy parecido a una fuerte bofetada.

— ¡TE HE PREGUNTADO CÓMO SE LLAMA ESA CHICA!

Antonio se pegó a la pared, asustado.

Soler agitaba la pastilla de hash ante la nariz de Pepe, acorralándolo contra la pared.

— ¿Sabes lo que es esto, imbécil? ¿Sabes lo que te puede ocurrir por tener esto en casa? ¿EH? ¿LO SABES? —Se volvió a Rafa—. ¿Dónde has encontrado esto?

— En la habitación de matrimonio.

— ¡Estupendo! ¡Entonces, vais a ser vosotros dos los que vais a contarlo todo! ¿Cómo se llama la chica que duerme ahí?

— Carmen —dijo Gemma, inesperadamente—. Carmen Olavide.

 

Antonio echó a correr a toda velocidad. Salió del jardín y enfiló la calle, por el centro de la calzada, como si quisiera batir todos los records.

 

Los dos hombres se alarmaron. Por primera vez, desde que había entrado en la casa, los sorprendidos eran ellos.

— ¿Cómo has dicho?

— Carmen Olavide.

— Olavide, ¿qué más?

— No sé. Carmen Olavide No sé qué más. Apenas la conozco; hace sólo un mes que vive aquí.

Rafa miró a Soler, y Soler miró a Rafa. Estaban desconcertados, pero les costó poco volver a la realidad. Al menos, ese incidente sirvió para calmarlos.

— Bueeeeno —suspiró Rafa—. Entonces, aquí vivís vosotros y Carmen Olavide. No hay sitio para nadie más, de forma que ese chico no vive en la casa. Voy a hacer una suposición: ¿Está liado con esa chica?

Todos miraron a Gemma, quizá temiendo que siguiera hablando, quizá deseándolo. Ella habló cuidadosamente, mirando al suelo, sumisa, haciendo un esfuerzo para conseguir pronunciar cada palabra.

— No lo sé. Sé que es un chico que sale con ella, y que a veces viene por aquí, pero no sé cómo se llama...

— ¡Mira, idiota...!

La mano de Soler agarró la cara de Gemma, apretándole las mejillas como una zarpa. Ella gritó y Julio saltó adelante instintivamente. Empujó a Rafa y a Arthur, abriéndose paso hasta agarrar a Soler por las solapas.

— ¡Déjala!

Soler quiso pegarle, pero Julio detuvo el golpe y le inmovilizó; Rafa agarró a Julio por la hombrera de la chaqueta y le descargó un puñetazo en la oreja. Julio se encogió, empujó a Soler y los dos rodaron por el suelo. Allí, Rafa lanzó una patada contra Julio. Se oyó más el grito histérico de Gemma que el suyo, de dolor.

— ¡Basta! ¡BASTA! ¡Se llama Antonio! ¡Antonio Ferrer, pero basta ya!

 

Carmen silabeaba, con una mueca de no comprender nada, mirando a Antonio como se mira a un loco que ha empezado a hacer extravagancias.

— ¿Pero qué te enrollas?

— Te estoy diciendo que te largues, que te vayas,que no quiero verte por aquí —aclaró Antonio, con chispas en los ojos—. Te estoy diciendo que los detectives de tu papá te están buscando por La Floresta. ¡No sé cómo coño te habrán localizado, pero están en casa de Pepe, preguntando por ti!

— ¿Los detectives de papá? —Carmen palideció.

— ¡Sí! ¡Dos tíos que están preguntando a voces, como si fueran policías! No es la primera vez que tu padre te echa los perros cuando te escapas de casa, ¿verdad?

— No... No es la primeravez... Pero él me había prometido...

— Bueno, bonita, pues no quiero líos. Te largas y un día de éstos nos telefoneamos, ¿eh?

Carmen se movió con gesto cansado, a regañadientes. Apretó los labios para que no se le escapara ningún sollozo.

— Sí. Me largo.

 

Gemma no pudo contener el llanto mientras Julio y Soler forcejeaban en el suelo y Rafa trataba de separarlos golpeando a ciegas. Por fin, con un grito, lo logró. Julio se volvió hacia él, cubriéndose la cara, boca arriba en el suelo, y Soler rodó sobre sí mismo, alejándose, se puso en pie y lanzó una patada furiosa, esquivada por centímetros. Rafa se echó sobre él y lo detuvo a duras penas.

— ¡Basta ya, Soler! ¡Basta!

— ¡Me cago en tu puto padre, hijo de puta...! ¡Te voy a partir todos los huesos, gitano de mierda! ¡Te voy a enseñar a...!

— ¡BASTA YA!

Sobrevino un silencio. Gemma lloraba con los ojos muy abiertos y las manos crispadas, agarrando con fuerza la camisa de Pepe. Arthur se había pegado a la pared del fondo, en guardia. Julio había quedado sentado en el suelo, con la espalda contra el sofá, y jadeaba con la boca abierta. Le sangraba una ceja. Lentamente, sacó un pañuelo del bosillo y con él se cubrió la herida.

Rafa y Soler dejaron de mirarle cuando Pepe habló, dispuesto a acabar de una vez con aquella escena.

— Ese chico que buscan se llama Antonio Ferrer y sale con esa chica, Carmen Olavide. Ella hace un mes que se escapó de su casa y vive aquí provisionalmente. No sabemos ni dónde vive él, ni dónde vive ella, les decimos todo lo que sabemos, ¿qué más quieren? ¡Por mucho que nos sacudan, no vamos a poder decir nada más! —Le temblaba la voz, de miedo o de ira, contrastando con su actitud serena.

Rafa y Soler volvieron a mirar a Julio. Por un instante, todos supieron que se iban a lanzar sobre él, para seguir pegándole, o para ponerle las esposas y arrastrarlo a la comisaría. Por un instante, un largo instante, todo fueron respiraciones agitadas, corazones que latían desbocados, manos temblorosas. Fue Rafa el primero que se movió, cogiendo al otro del brazo.

— Vamos, Soler. Déjales.

— Te acordarás de ésta, gitano —masculló Soler, señalando a Julio con el dedo—. Por mi madre que te acuerdas. Esto no quedará así, ¿me oyes...?

— Vamos, Soler, vamos...

Rafa tuvo que tirar de él hasta conseguir hacerle dar media vuelta y caminar hacia la puerta. El del bigotito aún tuvo un repente, zafándose de su mano.

— ¡Me cago en diez, no! ¡No me voy tranquilo si no le...!

—¡No seas imbécil, Soler!

Salieron de la casa dando un portazo.

Arthur se arrodilló junto a Julio, tratando de ayudarle a levantarse. Pero Julio prefirió no moverse, le dio las gracias y le apartó con suavidad.

— ¿Estás bien? —preguntó el americano, inquieto.