Autoridad ilegítima - Noam Chomsky - E-Book

Autoridad ilegítima E-Book

Noam Chomsky

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Beschreibung

En estas cáusticas entrevistas, Noam Chomsky aborda las cuestiones más urgentes de esta época tumultuosa, hablando sobre el deterioro de la democracia en Estados Unidos y los conflictos geopolíticos que están tensionando el delicado orden global que resultó del fin de la Guerra Fría. Con extraordinaria lucidez, el intelectual norteamericano se detiene en el inexorable desgaste del tejido social, los incontrolables efectos de la polarización de la opinión pública, el incierto y accidentado camino de las potencias occidentales hacia una economía verde, o las consecuencias de la pandemia. No falta tampoco un análisis de las causas más hondas de la guerra de Ucrania y una mirada, como siempre aguda y polémica, al complejo trasfondo del conflicto entre Israel y Palestina. Autoridad ilegítima es una denuncia apasionada y apremiante, un compendio del pensamiento político de Chomsky, un j'accuse contemporáneo contra quienes ejercen el poder en búsqueda de su propio interés y en detrimento de la res publica. Pero es, a la vez, una valiosa guía que traza el rumbo hacia una resistencia pacífica y organizada frente a todas las prevaricaciones. «Solo una ciudadanía comprometida puede limitar y acaso derrocar la autoridad ilegítima, como ocurrió en otros periodos de la historia en los que se logró domesticar a los amos. Las circunstancias determinan las decisiones tácticas. De ellas depende incluso nuestra supervivencia como especie».

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ENSAYO 40

 

 

 

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte

NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

 

 

 

La edición original de esta obra incluye siete entrevistas más, relativas a la invasión rusa de Ucrania de febrero de 2022 y la posterior guerra, que no aparecen en la presente edición española porque ya fueron publicadas de forma independiente en el volumen Por qué Ucrania (Altamarea, 2022), con traducción de Carlos Clavería Laguarda.

 

 

 

C. J. POLYCHRONIOU1

PRÓLOGO

 

 

 

 

Vivimos tiempos tan peligrosos como desconcertantes. Nuestro mundo se encuentra hoy atravesado por tensiones y conflictos por doquier. Por si esto fuera poco, la invasión de Ucrania por parte de Rusia, iniciada el 24 de febrero de 2022, ha abocado a Europa de nuevo a la guerra. Mientras todo esto sucede, el cambio climático avanza con paso firme, hasta el punto de que los dramáticos efectos del calentamiento global han pasado a convertirse —por aterrador que esto resulte— en nuestra nueva normalidad. Al mismo tiempo, la persistencia de las armas nucleares representa una insólita amenaza para la supervivencia del ser humano y del planeta. Para redondear las cosas, las vías de cooperación internacional que ayudarían a abordar semejantes desafíos globales brillan ahora mismo por su ausencia.

En el ámbito de la política nacional, las cosas no pintan mucho mejor. Buena parte de la ciudadanía, especialmente en el caso de los países más desarrollados, siente que sus sociedades se encuentran hoy más fracturadas que nunca. El neoliberalismo ha desgarrado el tejido social e impuesto dinámicas tóxicas, tanto en un sentido social como económico, lo que ha allanado el camino para el auge de cierto populismo de corte autoritario.

Con todo, ningún otro país se encuentra hoy más dividido que Estados Unidos. En ningún otro lugar de Occidente las fuerzas reaccionarias gozan de tanto poder y hacen gala de tanto afán destructivo como sobre el territorio estadounidense. El Partido Republicano, una fuerza política transida de reaccionarismo desde comienzos del siglo XX, se ha quitado por fin la careta, dispuesta a convertirse en una organización política «protofascista» sin más miramientos. Por su parte, la más alta instancia del poder judicial estadounidense se encuentra bajo el yugo de una facción ultraconservadora integrada por un hatajo de «sátrapas partidistas». Sin ir más lejos, la sentencia emitida por el Tribunal Supremo el 24 de junio de 2022, por la que se derogaba el derecho de las mujeres a abortar —recogido hasta entonces en la Constitución estadounidense—, supone un retroceso sobrecogedor para la dignidad de las mujeres, además de una vergüenza para el resto del mundo. A los cinco magistrados responsables de desestimar el caso de Roe contra Wade los habían nombrado a dedo distintos presidentes republicanos. Apenas un día antes de dictar esa sentencia, los mencionados sátrapas se habían cubierto de gloria echando al traste un proyecto de ley destinado a regular el uso de armas en el estado de Nueva York —una iniciativa tachada de «nauseabunda» por la Asociación Nacional del Rifle—, en virtud del cual el uso de este tipo de armas en público solo estaría permitido en casos estrictamente justificados.

Pese a que Estados Unidos sigue pagando con creces la violencia de los tiroteos, los magistrados del Tribunal Supremo concluyeron que la ciudadanía tenía todo el derecho a «defenderse», aunque esto implicara empuñar armas de fuego con pasmosa libertad. De hecho, tal como señala Noam Chomsky en algunas de las entrevistas incluidas en este libro, lo que sucede en Estados Unidos no tiene parangón en el resto de mundo: tanto da si hablamos de la posesión y el uso de armas, del fundamentalismo religioso, de la sanidad, de la desigualdad, del calentamiento global o, más recientemente, del aborto.

Las entrevistas que forman parte del presente trabajo comenzaron en el preciso momento en que Estados Unidos —podría decirse, incluso, que el mundo entero— se adentraba en una nueva era con la llegada del «criminal más horrendo de la historia», en palabras de Noam Chomsky, al selecto club de presidentes que ejercieron durante un solo mandato. La victoria de Joe Biden en las siguientes elecciones alimentó nuestras esperanzas de que aún fuera posible salvar la democracia estadounidense —o, por lo menos, avivar sus rescoldos—, poner en marcha una ineludible agenda económica de carácter progresista y abordar con seriedad una crisis climática que, en los años anteriores, el Gobierno de Trump no solo había negado de plano, sino agravado por medio de políticas responsables de dañar el medio ambiente y acelerar el cambio climático. He aquí una razón de peso por la que Chomsky había calificado a Trump como el mayor criminal de la historia. Un simple vistazo a las políticas implementadas por el expresidente basta para apreciar la gravedad de su obra.

Sin duda, al tomar Biden el relevo, el panorama pintaba más halagüeño. Por desgracia, las fuerzas reaccionarias albergaban intenciones muy distintas. El sector republicano, apoyado por unos cuantos «demócratas moderados», como se los dio en llamar, se ocupó de frustrar la agenda económica del nuevo presidente. Por si esto fuera poco, Biden incumplió sus propias promesas climáticas y traicionó a los activistas que lo habían apoyado al ponerse del lado de las grandes petroleras. Por no hablar de su política exterior, indistinguible de la que había promovido Trump.

Muchas de las entrevistas que componen estas páginas abordan y analizan las condiciones sociales, económicas y políticas de Estados Unidos correspondientes al periodo postrumpista. Hasta la fecha, el país sigue siendo la mayor superpotencia del mundo. Por ende, cuanto ocurre en esta tierra suele tener consecuencias de alcance planetario. En este sentido, la reciente deriva del Partido Republicano —con sus orientación ideológica «protofascista» y sus estrechos lazos con la industria de los combustibles fósiles— bien podría hacer añicos el país y arrastrar, de paso, al resto del mundo hacia el desastre.

Por supuesto, nada está perdido todavía. «El ser humano no ha dicho aún su última palabra», suele recordarnos Chomsky. Sin ir más lejos, en Estados Unidos, convicciones como la defensa de la paz, la justicia social y económica o la sostenibilidad cuentan con el respaldo de mucha gente de bien y de un montón de organizaciones cívicas. De hecho, podría decirse que las fuerzas progresistas estadounidenses cierran filas en el frente de batalla por un nuevo orden socioeconómico y un futuro descarbonizado. Abocadas a una lucha sin cuartel, en condiciones de gran hostilidad tanto en sentido cultural como político, las fuerzas radicales y progresistas de Estados Unidos se han demostrado capaces de diseñar una agenda que consiga seducir a los ciudadanos más jóvenes. En particular, algunos economistas y politólogos de izquierdas, como los vinculados al Instituto de Investigación Política y Económica de la Universidad de Massachusetts Amherst, nos muestran el camino hacia una economía verde.

Con todo, incluso la decepción causada por las políticas de Biden quedó relegada a un segundo plano tras la invasión rusa de Ucrania, «un crimen de guerra de primera magnitud, comparable a la invasión estadounidense de Irak y a la invasión de Polonia por Hitler y Stalin en septiembre de 1939», según sentencia Chomsky. No en vano, las consecuencias de tan criminales designios por parte de Putin superan con creces el ámbito ucraniano. De hecho, la invasión rusa, además de producir un grado insoportable de sufrimiento y destrucción —causa de una crisis humanitaria en toda regla—, ha tenido otras consecuencias igual de nefastas: desatar una crisis humanitaria de alcance global, resucitar el fantasma de la OTAN y arrinconar las medidas contra el cambio climático.

A modo de reacción frente a esta agresión, los países occidentales decidieron imponer a Rusia sanciones sin precedentes. Sin embargo, al tiempo que tomaban semejantes medidas, estos mismos gobiernos —al igual que los principales medios de comunicación— hacían gala de su habitual hipocresía al guardar silencio sobre el provocador papel de la OTAN, responsable de azuzar el conflicto entre Rusia y Ucrania y de abocarlo a un desenlace tan trágico.

Autoridad ilegítima supone la tercera entrega en la saga de entrevistas completas concedidas por Noam Chomsky, un autor al que podemos calificar como el intelectual de la esfera pública más importante del mundo. Así lo demuestra el fervor con que admiran sus ideas millones de personas, como si constituyeran un auténtico tesoro dentro y fuera de Estados Unidos. Las entrevistas de este volumen, registradas entre finales de marzo de 2021 y finales de junio de 2022, vieron la luz por primera vez en Truthout, un medio digital progresista y sin ánimo de lucro cuyo sentido no es otro que ofrecer una alternativa independiente al complaciente conglomerado de los medios masivos e incitarnos a tomar medidas sacando a la luz las injusticias sistémicas y los crímenes contra la humanidad.

Por lo que a mí respecta, tener la oportunidad de trabajar al lado de Noam Chomsky, de manera extensa e ininterrumpida, durante todo un cuarto de siglo supone un honor y un privilegio inigualables. Y, ni que decir tiene, me ha deparado la experiencia más estimulante que pudiera imaginar. A decir verdad, me faltan palabras para expresar como es debido la gratitud y los sentimientos que albergo hacia Noam.

Con todo, no quisiera cerrar estas notas sin dar las gracias de corazón a Maya Schenwar, Alana Price y Britney Schultz por trabajar a mi lado durante tantos años. Les agradezco la generosidad con que han publicado no solo estas entrevistas, sino también el resto de mis artículos y columnas en Truthout. Con su labor, han contribuido una barbaridad a difundir las ideas y las opiniones de Chomsky entre las nuevas generaciones de lectores y activistas.

¡Que siga la lucha!

 

C. J. POLYCHRONIOU,

julio de 2022

Autoridad ilegítima

 

 

 

AUNQUE LAS PRIMERAS MEDIDAS DE BIDEN INVITAN A LA ESPERANZA, DEBEMOS SEGUIR PRESIONANDO2

 

 

 

Joe Biden lleva aproximadamente dos meses en la Casa Blanca, en el transcurso de los cuales le ha dado tiempo a firmar decenas de órdenes ejecutivas destinadas a revertir las políticas de Donald Trump. Sin embargo, también ha conseguido aprobar una enorme y ambiciosa ley de estímulo sin precedentes en tiempos de paz. Noam, ¿cómo valoras las medidas adoptadas hasta ahora por Biden para abordar los problemas más acuciantes a los que se enfrenta la sociedad estadounidense, es decir, la pandemia y los estragos que ha producido en millones de ciudadanos?

Mejor de lo que había previsto. Considerablemente. La ley de estímulo tiene defectos, pero teniendo en cuenta las circunstancias, es un logro impresionante. Las circunstancias son un partido de la oposición muy disciplinado y dedicado al principio anunciado hace años por su líder máximo, Mitch McConnell: «Si no estamos en el poder, debemos hacer ingobernable el país y bloquear los esfuerzos legislativos del gobierno, por muy beneficiosos que sean. Entonces se podrá culpar de las consecuencias al partido en el poder y podremos hacernos con este». A los republicanos les funcionó bien en 2009, con mucha ayuda de Obama. En 2010, los demócratas perdieron el Congreso y se despejó el camino a la debacle de 2016.

Hay muchas razones para suponer que la estrategia se repetirá, esta vez en circunstancias más complejas. La base de votantes en manos de Trump comparte el objetivo, pero difiere de McConnell sobre quién recogerá los pedazos: McConnell y la clase donante, o Trump y la base de votantes que movilizó, casi la mitad de los cuales lo adoran como el mensajero enviado por Dios para salvar al país de… Podemos completar los puntos suspensivos con nuestras fantasías favoritas, pero no debemos pasar por alto el hecho de que lo que puede sonar ridículo tiene raíces en las vidas de las víctimas de la globalización neoliberal de los últimos cuarenta años, ampliada por Trump, aparte de algunas florituras retóricas.

En esas circunstancias, aprobar una ley de estímulo fue un gran logro. Los republicanos que están a favor, y saben que sus compromisarios lo están, votaron sin embargo en contra, obedeciendo a pies juntillas lo que determinara el Comité Central. Algunos demócratas insistieron en suavizarlo. Pero lo que finalmente se aprobó tiene elementos valiosos, que podrían servir de base para seguir adelante.

Hay enormes lagunas. El proyecto de ley seguramente debería haber contenido un aumento del miserable salario mínimo, un escándalo total. Pero eso habría sido muy difícil ante la total oposición republicana, sumada a la de unos pocos demócratas. Y hay otras características cruciales que faltan. No obstante, si las medidas a corto plazo sobre la pobreza infantil, las ayudas a la renta, el seguro médico y otras necesidades básicas pueden ampliarse, sería un paso sustancial hacia el cumplimiento de la promesa prevista por observadores tan cuidadosos como la presidenta del Instituto Roosevelt, Felicia Wong, quien reflexionó lo siguiente: «Tal como yo lo veo, tanto la escala como la dirección del Plan de Rescate Americano rompen el molde neoliberal, de déficit e inflación primero, que ha vaciado nuestra economía durante una generación». Hacía tiempo que no veíamos nada que pudiera suscitar tantas esperanzas.

También hay esperanza en los nombramientos sobre cuestiones económicas. ¿Quién habría imaginado que una colaboradora habitual de revistas económicas radicales sería nombrada miembro del Consejo de Asesores Económicos (Heather Boushey), a la que se uniría el asesor económico principal del Instituto de Política Económica, de orientación laboral (Jared Bernstein)?

El firme apoyo de Biden a los trabajadores de Amazon, y a los sindicatos en general, es un cambio bienvenido. No se había oído nada parecido desde las cámaras del poder en muchos años. En un brusco giro respecto a la legislación de Trump, los cambios fiscales aumentan los ingresos sobre todo de los pobres, no de los ricos. La presidenta del Instituto de Política Económica, Thea Lee, resume el paquete diciendo que «proporcionará un apoyo crucial a millones de familias trabajadoras, reducirá drásticamente las desigualdades de raza, género e ingresos que se vieron exacerbadas por la crisis y creará las condiciones para una recuperación verdaderamente fuerte una vez que el virus esté bajo control y la gente pueda reanudar la actividad económica normal». Optimista, pero al alcance de la mano.

Los demócratas de la Cámara de Representantes han aprobado otras leyes importantes. La HRI protege el derecho al voto, un asunto crítico ahora, con los republicanos trabajando horas extras para intentar bloquear los votos de la gente de color y los pobres, reconociendo que es la única forma de que un partido minoritario dedicado a la riqueza y al poder corporativo pueda seguir siendo viable.

En el frente laboral, la Cámara de Representantes aprobó la Ley de Protección del Derecho de Organización (PRO), «un paso fundamental para restaurar el derecho de los trabajadores a organizarse y negociar colectivamente», según informa el Instituto de Política Económica, un derecho fundamental que «se ha visto erosionado durante décadas al aprovecharse los empresarios de los puntos débiles de la ley actual». Es probable que la apruebe el Senado. Incluso al margen de la lealtad al partido, hay poca simpatía por los trabajadores en las filas republicanas.

Pero, aun así, es una base para la organización y la educación. Puede ser un paso hacia la revitalización del movimiento obrero, objetivo principal del proyecto neoliberal desde Reagan y Thatcher, que comprendieron bien que había que privar a los trabajadores de medios para defenderse del asalto.

Ya se reconoce, incluso dentro del discurso dominante, que el descenso de la afiliación sindical es un factor importante del aumento de la desigualdad, una frase que se traduce como «robo a la población en general por parte de una pequeña fracción de superricos». El Instituto de Política Económica ha revisado los hechos con regularidad, más recientemente en un gráfico que demuestra visualmente la notable correlación entre el aumento y la caída de la afiliación sindical y el descenso/aumento de la desigualdad.

En términos más generales, estamos ante una buena oportunidad para superar el nefasto legado del Departamento de Trabajo crudamente antiobrerista de Trump, dirigido por el abogado corporativo Eugene Scalia, que utilizó su mandato para destripar los derechos de los trabajadores notoriamente durante la pandemia. Scalia fue el elegido perfecto para la transformación de los republicanos en un «partido de la clase trabajadora», como aclamaron Marco Rubio y Josh Hawley en un triunfo de la propaganda, o quizá de la pura desfachatez.

El nombramiento de Michael Regan como administrador de la Agencia de Protección Medioambiental debería sustituir la codicia corporativa por la ciencia y el bienestar humano en esta agencia esencial, un avance hacia la decencia humana que en este caso es un requisito previo para la supervivencia.

Es fácil encontrar graves omisiones y deficiencias en los programas de Biden en el frente interno, pero hay signos de esperanza para salir de la pesadilla de Trump y pasar a lo que realmente debería, debe hacerse. Las esperanzas son, sin embargo, condicionales. Las medidas temporales del estímulo sobre la pobreza infantil y muchas otras cuestiones deben hacerse permanentes, y mejorarse. De manera crucial, la presión activista no debe cesar. Los amos del universo prosiguen implacablemente su guerra de clases, y solo los puede contrarrestar una oposición pública despierta que no esté menos dedicada al bien común.

 

¿Qué opinas de la negativa de Biden a perdonar la deuda de cincuenta mil dólares en préstamos estudiantiles?

Una mala decisión. Cuáles eran las opciones realistas, francamente no lo sé. Debería reconocerse que la educación superior de alto nivel es un derecho básico, de libre acceso, como lo es en otros lugares: en nuestro vecino México, en países ricos desarrollados como Alemania, Francia, los países nórdicos y muchos otros, como mucho con tasas nominales. Como ocurría sustancialmente en Estados Unidos cuando era mucho más pobre de lo que es hoy. La Ley de Derechos de los Soldados de la posguerra proporcionó educación gratuita a un gran número de varones blancos que, de otro modo, nunca habrían ido a la universidad. No hay ninguna razón para que a los jóvenes de cualquier raza se les niegue ese privilegio hoy en día.

 

En relación con el asalto al Capitolio, ocurrido el pasado 6 de enero de 2021, Biden prometió luchar contra el terrorismo dentro de las fronteras de Estados Unidos aprobando una nueva ley «que proteja la libertad de expresión y las libertades civiles». ¿Necesita realmente el país dotarse de una nueva agenda contra el terrorismo doméstico?

Una cuestión previa es si debemos mantener la agenda actual sobre terrorismo doméstico. Hay razones de peso para cuestionarlo. Y cualquier ampliación debería ser motivo de grave preocupación. Aparte de eso, la violencia del supremacismo blanco no es cosa de risa. Durante los años de Trump, el FBI y otros observadores informan de un aumento constante del terror supremacista blanco, que ahora abarca casi todo el terror registrado. Las milicias armadas están en ascenso: son los «tipos duros» de Trump, como él los ha llamado con admiración. Los problemas no pueden pasarse por alto, pero hay que manejarlos con mucha cautela y vigilando de cerca las tentaciones de abuso.

 

Biden ha propuesto un plan para reforzar las condiciones de vida de la clase media mediante el fomento de los sindicatos y la negociación colectiva. A esto se suma su afirmación del derecho de los trabajadores a sindicarse, que mucha gente interpretó como una muestra de apoyo a los derechos de sindicación de los trabajadores de Amazon en Alabama. Todo esto ha suscitado un considerable entusiasmo entre los ciudadanos progresistas. De hecho, el apoyo de Biden a los sindicatos parece coherente con las valoraciones altamente favorables que estos han recibido en los últimos años. ¿Qué crees que hay detrás de este rampante apoyo a los sindicatos?

Una de las razones es la realidad objetiva. El fuerte aumento de la desigualdad es una maldición creciente, con efectos extremadamente perjudiciales en toda la sociedad. Como ya se ha mencionado, sigue de cerca el declive de los sindicatos, por razones que se comprenden bien. Históricamente, los sindicatos han estado en la vanguardia de las luchas por la justicia y los derechos. También fueron pioneros del movimiento ecologista, como ya hemos comentado. Las organizaciones de trabajadores están cambiando de carácter con el crecimiento de las economías basadas en los servicios y el conocimiento. Tienen intereses compartidos y fomentan los valores de solidaridad y ayuda mutua en los que se basa la esperanza de un futuro digno. Muchos sindicatos conservan el término «internacional» en el nombre. No debería ser solo un símbolo o un sueño. Los terribles retos a los que nos enfrentamos no tienen fronteras. El calentamiento global, las pandemias o el desarme se abordarán internacionalmente, si es que se tratan. Lo mismo ocurre con los derechos laborales y los derechos humanos en general. En todos los ámbitos, las asociaciones de trabajadores deberían volver a ocupar un lugar destacado, si no liderar el camino, hacia un mundo mejor.

LA POLÍTICA EXTERIOR DE BIDEN ES CALCADA A LA DE TRUMP3

 

 

 

Noam, dos meses después de llegar a la Casa Blanca, la agenda de política exterior de Biden empieza a cobrar forma. ¿De qué pistas disponemos hasta el momento para entender cómo pretende la administración Biden abordar los desafíos a la hegemonía estadounidense planteados por sus principales rivales geopolíticos, esto es, Rusia y China?

El desafío a la hegemonía estadounidense planteado por Rusia y, en particular, por China ha sido un tema importante del discurso de política exterior durante algún tiempo, con un acuerdo persistente sobre la gravedad de la amenaza.

El asunto es claramente complejo. Es una buena regla general lanzar una mirada escéptica cuando existe un acuerdo general sobre alguna cuestión compleja. Esta no es una excepción.

Lo que en general encontramos, creo, es que Rusia y China a veces disuaden las acciones de Estados Unidos para imponer su hegemonía global en regiones de su periferia que les preocupan especialmente. Cabe preguntarse si está justificado que intenten limitar de este modo el abrumador poder estadounidense, pero eso está muy lejos de la forma en la que se suele entender el desafío: como un esfuerzo por desplazar el papel global de Estados Unidos en el mantenimiento de un orden internacional liberal basado en normas por parte de nuevos centros de poder hegemónico.

¿Desafían realmente Rusia y China la hegemonía estadounidense, como comúnmente se entiende?

Rusia no es un actor importante en la escena mundial, aparte de la fuerza militar que detenta y que es un residuo (muy peligroso) de su anterior estatus como segunda superpotencia. No tiene ni punto de comparación con Estados Unidos en alcance e influencia.

China ha experimentado un crecimiento económico espectacular, pero aún está lejos de acercarse al poder estadounidense en casi cualquier dimensión. Sigue siendo un país relativamente pobre, que ocupa el puesto 85.º en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU, entre Brasil y Ecuador. Estados Unidos, aunque no ocupa los primeros puestos debido a su pobre historial de bienestar social, está muy por encima de China. En fuerza militar y alcance global (bases, fuerzas en combate activo, etcétera), no hay comparación. Las multinacionales con sede en Estados Unidos poseen aproximadamente la mitad de la riqueza mundial y ocupan el primer lugar (a veces el segundo) en casi todas las categorías. China está muy por detrás. China también se enfrenta a graves problemas internos (ecológicos, demográficos y políticos). Estados Unidos, en cambio, tiene ventajas internas y de seguridad sin parangón en ninguna parte.

Por ejemplo, las sanciones; son uno de los principales instrumentos del poder mundial en manos de un país en la tierra: Estados Unidos. Se trata, además, de sanciones a terceros. Desobedécelas y se te acabó el chollo. Te pueden expulsar del sistema financiero mundial, o algo peor. Es más o menos lo mismo miremos donde miremos.

Si echamos un vistazo a la historia, encontraremos regularmente ecos del consejo que el senador Arthur Vandenberg dio en 1947 al presidente Truman de que debía «dar un susto de muerte al pueblo estadounidense» si quería azuzarlo con un frenesí de miedo ante la amenaza rusa de apoderarse del mundo. Sería necesario ser «más claro que la verdad», como explicó Dean Acheson, uno de los creadores del orden de posguerra. Se refería al NSC-68 de 1950, documento fundacional de la Guerra Fría, desclasificado décadas después. Su retórica sigue resonando de una u otra forma, también hoy sobre China.

El NSC-68 pedía una enorme acumulación militar y la imposición de disciplina en la sociedad estadounidense, peligrosamente libre, para que pudiéramos defendernos del «estado esclavista» con su «implacable propósito de eliminar el desafío de la libertad» en todas partes, estableciendo «un poder total sobre todos los hombres y una autoridad absoluta sobre el resto del mundo». Y así sucesivamente, en un flujo impresionante.

China se enfrenta al poder de Estados Unidos en el mar de China Meridional, no en el océano Atlántico ni en el Pacífico. También existe un desafío económico. En algunas áreas, China es líder mundial, sobre todo en energías renovables, donde está muy por delante de otros países tanto en escala como en calidad. También es la base manufacturera del mundo, aunque los beneficios van a parar en su mayor parte a otros lugares, a directivos como la taiwanesa Foxconn o a inversores en Apple, que depende cada vez más de los derechos de propiedad intelectual —los exorbitantes derechos de patente que constituyen una parte esencial de los acuerdos de «libre comercio» altamente proteccionistas—. Sin duda, la influencia mundial de China se está ampliando en inversiones, comercio y adquisición de instalaciones (como la gestión del principal puerto de Israel). Es probable que esa influencia crezca aún más si avanza en el suministro de vacunas prácticamente a precio de coste, en comparación con el acaparamiento por parte de Occidente y su obstaculización a la hora de distribuir una «vacuna popular» para proteger las patentes y los beneficios de las empresas. China también está avanzando sustancialmente en alta tecnología, lo que consterna a Estados Unidos, que intenta impedir su desarrollo.

Resulta bastante extraño considerar todo esto como un desafío a la hegemonía estadounidense.

La política estadounidense podría contribuir a crear un desafío más serio mediante actos de confrontación y hostilidad que impulsen a Rusia y China a acercarse como reacción. De hecho, eso ha estado ocurriendo, bajo Trump y en los primeros días de Biden, aunque este respondió en el último minuto a la petición de Rusia de renovar el nuevo tratado START sobre limitación de armas nucleares, lo que salvó el único elemento importante del régimen de control de armamento que había escapado a la bola de derribo de Trump.

Está claro que lo que se necesita es diplomacia y negociaciones sobre asuntos controvertidos, y una cooperación real en cuestiones tan cruciales como el calentamiento global, el control de armamento o las futuras pandemias, todas ellas crisis muy graves que no conocen fronteras. Por ahora, en el mejor de los casos, no está claro, y en el peor, asusta saber si el equipo de política exterior de Biden tendrá la sabiduría necesaria para avanzar en esta dirección. En ausencia de presiones populares significativas, las perspectivas no parecen buenas.

Otra cuestión que reclama la atención y el activismo populares es la política de proteger la hegemonía tratando de perjudicar a los rivales potenciales, muy públicamente en el caso de China, pero también en otros lugares, a veces de formas difíciles de creer.

Hay un ejemplo notable enterrado en el Informe anual para 2020 del Departamento de Salud y Servicios Humanos, presentado con orgullo por el secretario Alex Azar. Bajo el subtítulo «Combatir las influencias malignas en las Américas», el informe habla de los esfuerzos de la Oficina de Asuntos Mundiales (OGA) del Departamento

 

para mitigar los esfuerzos de Estados como Cuba, Venezuela y Rusia, que se esfuerzan por aumentar su influencia en la región en detrimento de la seguridad y la protección de Estados Unidos. La OGA se coordinó con otros organismos gubernamentales estadounidenses para reforzar los lazos diplomáticos y ofrecer asistencia técnica y humanitaria a fin de disuadir a los países de la región de aceptar ayuda de estos Estados malintencionados. Algunos ejemplos son el uso de la oficina del agregado de Salud de la OGA para persuadir a Brasil de que rechace la vacuna rusa para la COVID-19 y el ofrecimiento de asistencia técnica de los CDC en lugar de que Panamá acepte una oferta de médicos cubanos.

 

En medio de una pandemia galopante, según este informe, debemos bloquear las iniciativas malignas para ayudar a las miserables víctimas.

Bajo la grotesca gestión de Bolsonaro, Brasil se convirtió en el paradigma mundial del fracaso a la hora de gestionar la pandemia, a pesar de los excelentes centros de salud del país y su buen historial en vacunación y tratamientos. Sufre una grave escasez de vacunas, por lo que Estados Unidos se enorgullece del esfuerzo realizado para impedir que Brasil utilice la vacuna rusa, que las autoridades occidentales reconocen comparable a las vacunas Moderna y Pfizer utilizadas en los países occidentales.

Aún más asombroso, como comenta el autor de un artículo en Brasil Wire, medio digital con sede en la Unión Europea, es «que Estados Unidos disuadiera a Panamá de aceptar a médicos cubanos, que han estado en la primera línea mundial contra la pandemia, trabajando en más de cuarenta países». Debemos proteger a Panamá de la «influencia maligna» del único país que exhibe el tipo de internacionalismo que se necesita para salvar al mundo del desastre, un crimen que debe detener la hegemonía global.

La histérica dedicación de Washington a aplastar a Cuba desde casi los primeros días de su independencia en 1959 es uno de los fenómenos más extraordinarios de la historia moderna, pero, aun así, el nivel de sadismo mezquino es una sorpresa constante.

 

Con respecto a Irán, tampoco parece haber signos de esperanza, pues el Gobierno de Biden acaba de designar como enviado adjunto en Teherán a Richard Nephew, el artífice de las sádicas sanciones impuestas contra los iraníes durante el mandato de Barack Obama. ¿Te parece adecuado el nombramiento?

Biden adoptó el programa iraní de Trump prácticamente sin cambios, ni siquiera en la retórica. Merece la pena recordar los hechos.

Trump retiró la participación de Estados Unidos en el JCPOA —el acuerdo nuclear— violando la Resolución 2331 del Consejo de Seguridad de la ONU, que obliga a todos los Estados a acatar el JCPOA, y violando los deseos del resto de firmantes. En un impresionante despliegue de poder hegemónico, cuando los miembros del Consejo de Seguridad insistieron en acatar la 2331 y no prorrogar las sanciones de la ONU, el secretario de Estado Mike Pompeo les dijo que se largaran: estáis renovando las sanciones. Trump impuso nuevas sanciones extremadamente duras a las que otros están obligados a ajustarse, con el objetivo de causar el máximo dolor a los iraníes para que quizá el Gobierno ceda y acepte su exigencia de que al JCPOA lo sustituya un nuevo acuerdo que imponga restricciones mucho más duras a Irán. La pandemia ofreció nuevas oportunidades para torturar a los iraníes privándoles del alivio que necesitaban desesperadamente.

Además, es responsabilidad de Irán dar los primeros pasos hacia las negociaciones para capitular ante las demandas, poniendo fin a las acciones que emprendió como reacción a la criminalidad de Trump.

Como ya hemos comentado, la exigencia de Trump de mejorar el JCPOA tiene su mérito. Una solución mucho mejor sería establecer una zona libre de armas nucleares en Oriente Próximo. Solo hay un obstáculo: Estados Unidos no lo permitirá, y veta la propuesta cuando se plantea en foros internacionales, la última vez ante el presidente Obama. La razón se entiende bien: es necesario proteger de las inspecciones el importante arsenal nuclear de Israel. Estados Unidos ni siquiera reconoce formalmente su existencia. Hacerlo perjudicaría la enorme avalancha de ayuda estadounidense a Israel, lo que podría considerarse una violación de la legislación estadounidense, una puerta que ninguno de los dos partidos políticos quiere abrir. Es otro tema que ni siquiera se debatirá a menos que la presión popular consiga lo contrario.

En la arena pública estadounidense se critica a Trump porque su política de torturar a los iraníes no consiguió que el Gobierno capitulara. Esta postura recuerda a las muy elogiadas medidas de Obama para limitar las relaciones con Cuba porque, como explicó, necesitamos nuevas tácticas después de que fracasaran nuestros esfuerzos por llevar la democracia a Cuba, a saber, una despiadada guerra terrorista que casi condujo a la extinción de la humanidad en la crisis de los misiles de 1962 y sanciones de una crueldad sin parangón condenadas unánimemente por la Asamblea General de la ONU (con excepción de Israel). Del mismo modo, nuestras guerras en Indochina, los peores crímenes desde la Segunda Guerra Mundial, se tildan de «fracaso», al igual que la invasión de Irak, un ejemplo de libro del «crimen internacional supremo» por el que fueron ahorcados los criminales de guerra nazis.

Estas son algunas de las prerrogativas de una verdadera hegemonía, inmune a los cacareos de los extranjeros y confiada en el apoyo de aquellos a los que un crítico acerbo, Harold Rosenberg, llamó una vez «el rebaño de mentes independientes», el grueso de las clases cultas y la clase política.

Biden se hizo cargo de todo el programa de Trump, sin ningún cambio. Y para rizar todavía más el rizo, nombró a Richard Nephew enviado adjunto para Irán. Nephew ha explicado sus puntos de vista en su libro Art of Sanctions (El arte de las sanciones), donde esboza la «estrategia adecuada para aumentar cuidadosa, metódica y eficazmente el dolor en las zonas que son vulnerables, evitando al mismo tiempo las que no lo son». Es, precisamente, la elección correcta para la política de torturar a los iraníes porque el Gobierno que la mayoría de ellos desprecia no se doblegará a las exigencias de Washington.

La política del Gobierno estadounidense hacia Cuba e Irán proporciona una visión muy valiosa de cómo funciona el mundo bajo la dominación del poder imperial.

Desde su independencia en 1959, Cuba ha sido objeto de una violencia y una tortura incesantes por parte de Estados Unidos, alcanzando niveles verdaderamente sádicos sin que apenas se haya oído una palabra de protesta en los sectores de élite. Por suerte, Estados Unidos es un país inusualmente libre, por lo que tenemos acceso a registros desclasificados que explican la ferocidad de los esfuerzos por castigar a los cubanos. El delito de Fidel Castro, según explicó el Departamento de Estado en los primeros años, era su «exitoso desafío» a la política estadounidense desde la Doctrina Monroe de 1823, que declaró el derecho de Washington a controlar el hemisferio. Es evidente que se requieren medidas severas para sofocar tales esfuerzos, como comprendería cualquier mafioso, y la analogía del orden mundial con la mafia tiene un mérito considerable.

Lo mismo puede decirse de Irán desde 1979, cuando un levantamiento popular derrocó al tirano instalado por Washington en un golpe militar que libró al país de su régimen parlamentario. Israel había mantenido relaciones muy estrechas con Irán durante los años de tiranía y violaciones extremas de los derechos humanos del sah y, al igual que Estados Unidos, se sintió consternado por su derrocamiento. El embajador de facto de Israel en Irán, Uri Lubrani, expresó su «firme» convicción de que el levantamiento podría ser reprimido y el sah restaurado «por una fuerza relativamente muy pequeña, decidida, despiadada y cruel». Es decir, los hombres que dirigirían esa fuerza tendrían que estar emocionalmente preparados ante la posibilidad de que tuvieran que matar a diez mil personas».

Las autoridades estadounidenses estuvieron bastante de acuerdo. El presidente Carter envió a Irán al general de la OTAN, Robert E. Huyser, para intentar convencer a los militares iraníes de que emprendieran la tarea —suposición confirmada por documentos internos publicados recientemente—. Se negaron, por considerarlo inútil. Poco después, Sadam Husein invadió Irán, un ataque que mató a cientos de miles de iraníes, con el pleno apoyo de la administración Reagan, incluso cuando Sadam recurrió a las armas químicas, primero contra los iraníes y luego contra los kurdos iraquíes en las atrocidades de Halabja. Reagan protegió a su amigo Husein atribuyendo los crímenes a Irán y bloqueando la censura del Congreso. Luego pasó a apoyar militarmente a Husein con fuerzas navales en el Golfo. Un buque, el USS Vincennes, derribó un avión civil iraní en un espacio aéreo comercial claramente señalizado, matando a doscientas noventa personas, y regresó a su base con una bienvenida de honor, donde el comandante y el oficial de vuelo que habían dirigido la destrucción del avión fueron condecorados.

Reconociendo que no podía luchar contra Estados Unidos, Irán capituló de hecho. A continuación, Washington le impuso duras sanciones, al tiempo que recompensaba a Husein de forma que aumentaron considerablemente las amenazas a Irán, que entonces acababa de salir de una guerra devastadora. Bush padre invitó a ingenieros nucleares iraquíes a Estados Unidos para que recibieran formación avanzada en la producción de armas nucleares, un asunto nada desdeñable para Irán. Impulsó la ayuda agrícola que tanto necesitaba Husein tras haber destruido ricas zonas de cultivo en su ataque con armas químicas contra los kurdos iraquíes. Envió una misión de alto nivel a Irak encabezada por el líder del Senado republicano, Bob Dole, más tarde candidato presidencial, para presentar sus respetos a Husein, asegurarle que se frenarían los comentarios críticos sobre él en la emisora radiofónica Voice of America y aconsejarle que ignorara los comentarios críticos de la prensa, que el Gobierno estadounidense no podía censurar.

Esto ocurrió en abril de 1990. Unos meses después, Husein desobedeció (o malinterpretó) las órdenes e invadió Kuwait. Entonces todo cambió.

Casi todo. Continuó el castigo a Irán por su «exitoso desafío», con duras sanciones y nuevas iniciativas del presidente Bill Clinton, que emitió órdenes ejecutivas y firmó leyes del Congreso sancionando la inversión en el sector petrolero iraní, la base de su economía. Europa se opuso, pero no tenía forma de evitar las sanciones extraterritoriales de Washington.

Las empresas estadounidenses también sufrieron. El especialista en Oriente Medio de la Universidad de Princeton, Seyed Hussein Mousavian, exportavoz de los negociadores nucleares iraníes, informa de que Irán había ofrecido un contrato de mil millones de dólares a la empresa energética estadounidense Conoco. La intervención de Clinton, que bloqueó el acuerdo, cerró una oportunidad de reconciliación, uno de los muchos casos que Mousavian reseña.

La acción de Clinton formaba parte de una pauta general, poco habitual. Normalmente, sobre todo en cuestiones relacionadas con la energía, la política se ajusta a los comentarios de Adam Smith sobre la Inglaterra del siglo XVIII, donde los «amos de la humanidad», dueños de la economía privada, son los «principales arquitectos» de la política gubernamental y actúan para garantizar que sus propios intereses estén por encima de todo, por «dramático» que sea el efecto sobre los demás, incluido el pueblo de Inglaterra. Las excepciones son raras, e instructivas.

Dos de estas excepciones, y especialmente llamativas, son Cuba e Irán. Grandes intereses empresariales (farmacéuticos, energéticos, agroindustriales, aeronáuticos y otros) han ansiado introducirse en los mercados cubano e iraní y establecer relaciones con empresas nacionales. El poder estatal ha impedido tales movimientos, lo que ha anulado los intereses parroquiales de los «amos de la humanidad» en favor del objetivo trascendente de castigar el desafío exitoso.

Hay mucho que decir sobre estas excepciones a la regla, pero nos llevaría demasiado lejos.

 

La publicación del informe sobre el asesinato de Jamal Khashoggi decepcionó a casi todo el mundo, salvo a Arabia Saudí. ¿Por qué está adoptando el Gobierno de Biden una actitud tan blanda con respecto a los sauditas y, en particular, con el príncipe heredero Mohamed bin Salmán, un tipo que llevó al columnista de TheNew York Times Nicholas Kristof a afirmar que «Biden […] ha dejado en libertad a un asesino»?

No es difícil adivinarlo. ¿Quién quiere ofender al estrecho aliado y potencia regional que el Departamento de Estado describió durante la Segunda Guerra Mundial como «una estupenda fuente de poder estratégico y uno de los mayores premios materiales de la historia mundial, probablemente el premio económico más rico del mundo en el campo de la inversión extranjera»? El mundo ha cambiado en muchos aspectos desde entonces, pero el razonamiento básico se mantiene.

 

Biden había prometido que, si salía elegido, reduciría el gasto en armas nucleares aprobado por Trump. Además, aseguró que la defensa de Estados Unidos dejaría de depender de las armas nucleares. ¿Te parece probable que veamos un cambio drástico en la estrategia nuclear estadounidense bajo el gobierno de Biden, de tal modo que el desarrollo de este tipo de armamento vaya perdiendo peso?

Solo por razones de coste, es un objetivo que debería ser prioritario en la agenda de cualquiera que quiera ver el tipo de programas nacionales que el país necesita urgentemente. Pero las razones van mucho más allá. La estrategia nuclear actual exige prepararse para la guerra —es decir, la guerra nuclear final— con China y Rusia.

También deberíamos recordar una observación de Daniel Ellsberg: «Las armas nucleares se utilizan constantemente, del mismo modo que usa su pistola un atracador que apunta con ella a un tendero y le dice: “La bolsa o la vida”». De hecho, el principio está consagrado en la política, en el importante documento de 1995 Essentials of Post-Cold War Deterrence («Fundamentos de la disuasión tras la Guerra Fría») publicado por el mando estratégico de Clinton (STRATCOM). El estudio concluía que las armas nucleares son indispensables por su incomparable poder destructivo, pero incluso si no se utilizan, «las armas nucleares siempre proyectan una sombra sobre cualquier crisis o conflicto», lo que nos permite conseguir nuestros fines mediante la intimidación; el punto de Ellsberg. El estudio continúa autorizando el uso «preventivo» de armas nucleares y ofrece consejos a los planificadores, que no deben «presentarnos como demasiado fríos y racionales». Más bien, la «personalidad nacional que proyectamos» debe ser «que Estados Unidos podría volverse irracional y vengativo si se atacan sus intereses vitales» y que «algunos elementos pueden parecer potencialmente “fuera de control”»: es la «teoría del loco» de Richard Nixon, pero esta vez no a partir de informes de asociados, sino de los diseñadores de la estrategia nuclear.

Hace dos meses [el 22 de enero de 2021] entró en vigor el Tratado de la ONU sobre la Prohibición de las Armas Nucleares. Las potencias nucleares se negaron a firmarlo y siguen incumpliendo su responsabilidad legal de tomar «medidas eficaces» para eliminar las armas nucleares en virtud del principio de no proliferación de estas. Esa postura no tiene por qué ser inamovible, y el activismo popular podría inducir movimientos significativos en esa dirección, una necesidad para la supervivencia.

Lamentablemente, ese nivel de civilización todavía parece fuera del alcance de los Estados más poderosos, que se dirigen en dirección opuesta, mejorando y perfeccionando los medios para acabar con la vida humana.

Incluso los socios menores se están sumando a la carrera hacia la destrucción. Hace solo unos días, el primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, anunció un aumento del 40% del arsenal británico de cabezas nucleares. Su revisión reconocía «la evolución del entorno de seguridad», identificando a Rusia como la «amenaza más aguda» para Gran Bretaña.

Queda mucho trabajo por hacer.

LA SUPERVIVENCIA DE LA HUMANIDAD PASA POR UN NUEVO PACTO VERDE4

 

 

 

El eslogan del Día de la Tierra 2021, efeméride celebrada por primera vez en 1970 —con el surgimiento de la conciencia medioambiental en Estados Unidos a finales de los años sesenta— nos invita a «devolver el esplendor a nuestra tierra». Noam, ¿qué opinión te merecen los progresos efectuados hasta ahora para salvar el medio ambiente desde que se celebrara aquel primer Día de la Tierra?

NOAM CHOMSKY: Hay algunos avances, pero en absoluto suficientes, en casi todas partes. Por desgracia, abundan las pruebas. La deriva hacia el desastre sigue su curso inexorable, más rápidamente que el aumento de la conciencia general sobre la gravedad de la crisis.

Por escoger casi al azar un ejemplo de la literatura científica de la deriva hacia el desastre, un estudio aparecido hace unos días informa de que «la vida marina está huyendo del ecuador hacia aguas más frías, lo que podría desencadenar una extinción masiva», una eventualidad de consecuencias potencialmente horrendas.

Es demasiado fácil documentar la falta de conciencia. Una imagen sorprendente, demasiado poco advertida, es la del perro que no ladró. No cesan las denuncias de las fechorías de Trump, pero prácticamente se guarda silencio sobre el peor crimen de la historia de la humanidad: su dedicada carrera hacia el abismo de la catástrofe medioambiental, con su partido a remolque.

No pudieron abstenerse de asestar un último golpe justo antes de ser expulsados del cargo (a duras penas, y quizá no por mucho tiempo). El acto final de agosto de 2020 fue hacer retroceder la última de las demasiado limitadas normativas de la era Obama que habían escapado a la bola de derribo, al liberar a las empresas petroleras y gasísticas de la necesidad de detectar y reparar las fugas de metano, incluso cuando nuevas investigaciones muestran que se está filtrando a la atmósfera mucho más gas de efecto invernadero de lo que se sabía hasta ahora, un regalo para muchas de aquellas empresas asediadas. Es imperativo servir al principal electorado (el gran capital y el poder corporativo), y al diablo con las consecuencias.

Hay indicios de que, con la subida de los precios del petróleo, la hidrofracturación (fracking) se está reactivando y adhiriéndose a la desregulación de Trump para mejorar los márgenes de beneficio, al tiempo que vuelve a pisar el acelerador para llevar a la humanidad por el precipicio. Una contribución instructiva a la crisis inminente, menor en su contexto.

Aunque sabemos lo que debe y puede hacerse, la distancia entre la voluntad de emprender la tarea y la gravedad de la crisis que se avecina es grande, y no queda mucho tiempo para remediar este profundo mal de la cultura intelectual y moral contemporánea.

Al igual que otros problemas urgentes a los que nos enfrentamos hoy en día, el calentamiento global no conoce fronteras. La frase «internacionalismo o extinción» no es una exageración. Ha habido iniciativas internacionales, especialmente el Acuerdo de París de 2015 y sus sucesores. Los objetivos anunciados no se han cumplido. También son insuficientes e incompletos. El objetivo de París era suscribir un tratado. Resultó imposible por la razón habitual: el Partido Republicano. Nunca aceptarían un tratado, aunque no se hubieran convertido en un partido de rígidos negacionistas.

En consecuencia, solo existía un acuerdo voluntario. Así ha permanecido. Peor aún: persiguiendo su objetivo de destrozar todo lo que estuviera a su alcance, seña de identidad de su administración, Trump se retiró del acuerdo. Sin la participación (de hecho, el liderazgo) de Estados Unidos, no va a pasar nada. El presidente Joe Biden se ha reincorporado al acuerdo. Lo que eso signifique dependerá de los esfuerzos populares.

He dicho «no se hubieran convertido» por una razón. El Partido Republicano no siempre se dedicó rígidamente a la destrucción de la vida humana organizada en la tierra; disculpas por decir la verdad y no andarme con rodeos. En 2008, John McCain se presentó a la presidencia con una candidatura que incluía cierta preocupación por la destrucción del medio ambiente, y los republicanos del Congreso consideraban entonces ideas similares. El enorme consorcio energético de los hermanos Koch llevaba años esforzándose por impedir semejante herejía, y se movió rápidamente para cortarle el paso. Bajo el liderazgo del difunto David Koch, lanzaron una ofensiva para que el partido mantuviese el rumbo. Este sucumbió rápidamente, y desde entonces solo ha tolerado raras desviaciones.

La capitulación, por supuesto, tiene un efecto importante en las opciones legislativas, pero también en la base de votantes, amplificada por la cámara de eco mediática a la que se limita la mayoría. El «cambio climático» —el eufemismo para referirse a la destrucción de la vida en la tierra— ocupa un lugar bajo entre las preocupaciones de los republicanos, aterradoramente bajo de hecho. En la encuesta más reciente de Pew, de hace solo unos días, se pidió a los encuestados que clasificaran quince problemas importantes. Entre los republicanos, el cambio climático ocupaba el último lugar, junto con el sexismo, muy por debajo del déficit federal y la inmigración ilegal. El 14% de los republicanos piensa que la amenaza más grave de la historia de la humanidad es un problema importante (aunque la preocupación parece ser algo mayor entre los más jóvenes, una señal alentadora). Esto debe cambiar.

Por lo demás, el panorama varía, pero no es muy brillante en ninguna parte. China, aunque está muy por debajo de Estados Unidos, Australia y Canadá en emisiones per cápita —la cifra relevante—, está envenenando el planeta a un nivel demasiado alto y sigue construyendo centrales de carbón. China está muy por delante del resto del mundo en energía renovable, tanto en escala como en calidad, y se ha comprometido a alcanzar las emisiones netas cero para 2060 —algo difícil de imaginar al ritmo actual—, pero el país ha tenido un buen historial a la hora de alcanzar los objetivos anunciados. En Canadá, los partidos acaban de publicar sus planes actuales: cierto compromiso, pero ni de lejos suficiente. Eso aparte del terrible historial de las empresas mineras canadienses en todo el mundo.

El Sur Global no puede hacer frente a la crisis por sí solo. Proporcionar ayuda sustancial es una obligación para los ricos, no simplemente por preocupación por la propia supervivencia, también es una obligación moral, teniendo en cuenta lo sucedido en el pasado.

¿Pueden los ricos y privilegiados elevarse a ese nivel moral? ¿Pueden incluso llegar a preocuparse como es debido por la autoconservación si ello implica algún pequeño sacrificio ahora? El destino de la sociedad humana —y de gran parte del resto de la vida en la tierra— depende de la respuesta a esta pregunta. Una respuesta que llegará pronto, o no llegará.

 

Bob, al celebrar en nuestro país la cumbre del Día de la Tierra 2021, Biden espera persuadir a los mayores emisores para que afiancen sus compromisos en relación con la lucha contra el cambio climático. Sin embargo, lo cierto es que la mayoría de países del mundo no están cumpliendo los objetivos medioambientales acordados en París. De hecho, el descenso de las emisiones registrado en 2020 se debió principalmente a los bloqueos impuestos para frenar la pandemia de COVID-19 y a la consiguiente recesión económica que ocasionaron. A la vista de todo esto, ¿cómo podríamos pasar de la mera retórica a las medidas urgentes y efectivas? ¿Cuáles son, en tu opinión, las acciones prioritarias en las que debería centrarse el Gobierno de Biden para iniciar una revolución que impulse las energías limpias?

ROBERT POLLIN: En cuanto a pasar de la retórica a la acción acelerada, será útil tener claro qué se consiguió con el Acuerdo de París sobre el clima de 2015. Noam describió ese acuerdo y sus sucesores como «insuficientes e incompletos». Hasta qué punto lo son se hace evidente al considerar las proyecciones de consumo de energía y emisiones de CO2 de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), cuyo modelo global de energía y emisiones es el trabajo más detallado y ampliamente citado de su clase. En la edición para 2020 de su World Energy Outlook, la AIE estima que, aun si los países firmantes del Acuerdo de París cumplieran todas las «contribuciones determinadas en el ámbito nacional» establecidas en París, las emisiones mundiales de CO2 no disminuirían en absoluto a partir de 2040.

Aunque es cierto que, según el modelo de la AIE, el nivel de emisiones no aumentará más de aquí a 2040, se trata de un magro consuelo: según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), las emisiones de CO2 tienen que disminuir un 45% a partir de 2030 y llegar a cero emisiones netas en 2050 para que haya al menos una posibilidad decente de estabilizar la temperatura media mundial en 1,5ºC por encima de los niveles preindustriales. En otras palabras, retórica altisonante y oportunidades fotográficas aparte, el Acuerdo de París no consigue casi nada si tomamos en serio alcanzar los objetivos de reducción de emisiones del IPCC.

El «Plan de empleo estadounidense» que el Gobierno de Biden presentó a finales de marzo [de 2021] sí presta atención a muchas de las principales áreas en las que es necesario actuar drástica e inmediatamente. Establece una serie de medidas para llevar la economía estadounidense por la senda de la estabilización climática, incluidas inversiones a gran escala en medidas de eficiencia energética, como la modernización de edificios y la ampliación del transporte público, junto con inversiones para ampliar el suministro de fuentes de energía limpia que suplanten nuestro actual sistema energético, dominado por los combustibles fósiles. La quema de petróleo, carbón y gas natural para producir energía es actualmente responsable de cerca del 70% de todas las emisiones de CO2 en todo el mundo.

La propuesta de Biden también incide en la oportunidad de crear buenas oportunidades de empleo y ampliar la organización sindical mediante estas inversiones en eficiencia energética y energía limpia. Reconoce asimismo la necesidad de una transición justa para los trabajadores y las comunidades que ahora dependen de la industria de los combustibles fósiles. Son pasos importantes en la buena dirección, el resultado de años de organización dedicada y eficaz por parte de muchos grupos sindicales y ecologistas, como la Green New Deal Network y la Labor Network for Sustainability.

No obstante, también me preocupa seriamente la propuesta de Biden. Primero, porque la magnitud del gasto es demasiado pequeña. Y ello a pesar del constante aluvión de artículos de prensa que afirman que los niveles de gasto son astronómicos. Durante la campaña presidencial, el proyecto Build Back Better [«Reconstruir mejor»] de Biden se presupuestó en dos billones de dólares en cuatro años, es decir, quinientos mil millones al año. Su propuesta actual es de más de dos billones de dólares en ocho años, es decir, algo menos de trescientos mil millones anuales. Así pues, año por año, la propuesta actual de Biden es ya un 40% inferior a lo que había prometido como candidato.

Este programa general también incluye muchas áreas de inversión distintas de las que se ocupan de la crisis climática, como el gasto tradicional en infraestructuras —carreteras, puentes y sistemas de abastecimiento de agua—, la ampliación del acceso a la banda ancha y el apoyo a la economía asistencial, incluida la atención a niños y ancianos. Muchas de estas otras medidas son muy meritorias. Pero debemos reconocer que no contribuirán a reducir las emisiones. Yo diría que una valoración generosa del plan de Biden es que el 30% del gasto contribuirá a reducir las emisiones. Ahora estamos en un presupuesto anual total de unos cien mil millones de dólares. Eso equivale al 0,5% del PIB actual de Estados Unidos.

Este nivel de gasto federal puede situarse en el rango de «apenas adecuado». Pero eso sería solo si los gobiernos estatales y locales y, aún más, los inversores privados —incluidas las cooperativas a pequeña escala y las empresas de propiedad comunitaria— dedican importantes recursos a inversiones en energía limpia. Según mis propias estimaciones, Estados Unidos necesitará gastar unos seiscientos mil millones de dólares anuales en total hasta 2050 para crear una economía de emisiones cero. Eso equivaldrá a casi el 3% anual del PIB estadounidense.

Pero el sector privado no aportará los entre cuatrocientos mil y quinientos mil millones de dólares adicionales al año a menos que se le obligue a hacerlo. Eso implicará, por ejemplo, normativas estrictas que exijan la eliminación progresiva de los combustibles fósiles como fuentes de energía. Por ejemplo, se podría exigir a las empresas de servicios públicos que reduzcan su consumo de carbón, gas natural y petróleo en, digamos, un 5% anual. Sus directores generales serían entonces responsables si no cumplieran ese requisito.

Al mismo tiempo, la Reserva Federal puede apalancar fácilmente los programas de gasto federal estableciendo programas de compra de bonos verdes, por ejemplo, del orden de trescientos mil millones de dólares al año para financiar inversiones en energía limpia tanto por parte de los gobiernos estatales y locales como de los inversores privados. En estos momentos, ya existen numerosos programas de bonos verdes con respecto a gobiernos estatales y locales, incluso a través de bancos verdes. Todos ellos son valiosos, pero funcionan a una escala demasiado pequeña en relación con la necesidad.

Más allá de todo esto, los que vivimos en países de renta alta tenemos que comprometernos a pagar la mayor parte de las transformaciones energéticas limpias en los países de renta baja. Esto debe reconocerse como un requisito ético mínimo, ya que los países de renta alta son casi totalmente responsables de haber creado la crisis climática en primer lugar. Además, aunque no nos importen esas cuestiones éticas, es un hecho que, a menos que los países de renta baja también experimenten transformaciones de energía limpia, no habrá forma de conseguir una economía mundial de emisiones cero, y por tanto no habrá solución a la crisis climática ni en Estados Unidos ni en Europa ni en ningún otro lugar. La propuesta de Biden hasta la fecha no dice nada del apoyo a programas climáticos en las economías en desarrollo. Esto debe cambiar.