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Iba él en serio o estaba jugando con ella Catherine Blake siempre había estado perdidamente enamorada de Matt Kincaid, aunque sabía que era uno de esos hombres que no querían ni oír hablar de matrimonio. Resignada, había hecho de su adoración por él un amor platónico, y se había centrado en sus estudios. Pero para su sorpresa, cuando consiguió un empleo, él intentó retenerla a toda costa. De pronto empezó a tratarla de una manera distinta, como si se hubiese dado cuenta de que ya no era una chiquilla, sino una mujer. A Catherine se le planteó entonces un dilema: ¿debería dejarse llevar y sucumbir a sus encantos, o luchar por su independencia y huir antes de que la hiriera?
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Seitenzahl: 183
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1986 Diana Palmer
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Bajo tu hechizo, n.º 1502 - septiembre 2014
Título original: Champagne Girl
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4642-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
CATHERINE Blake esbozó una sonrisa cuando tomó la curva y divisó el arco de entrada que tan bien conocía. Comanche Flats era uno de los ranchos más grandes de la zona, además de su hogar, y aunque Matt, que era algo así como un primo segundo político, siempre estaba encima de ella, como si fuera una niña pequeña, estaba deseando ver a su madre y a sus otros dos primos y contarles la gran noticia.
Detuvo su Volkswagen frente a la enorme casa de estilo colonial bajo el cielo nublado, y fue al maletero a sacar la bolsa de viaje.
Un par de semanas atrás había obtenido su licenciatura de Periodismo en la Universidad de Fort Worth, y se sentía orgullosísima. Los cuatro años que habían durado sus estudios había estado alojada en una residencia para chicas, pero los fines de semana los había pasado en el rancho. Aquella había sido la condición de Matt para dejarla ir, y aunque a Catherine le sacaba de quicio que le pusiera trabas constantemente, no había tenido más remedio que ceder.
Pero aquello se iba a acabar. Iba a cumplir veintidós años, y bullía por ser al fin independiente. Matthew Dane Kincaid no iba a volver a interferir en su vida. Había conseguido un trabajo en Nueva York, y ya no podía retenerla por más tiempo.
Acababa de regresar de un viaje de cuatro días a San Antonio, donde había ido buscando empleo en pequeñas empresas publicitarias y periódicos locales. No había tenido suerte, pero el jefe del departamento de recursos humanos de una de las empresas publicitarias, que era una filial de una empresa mayor, le dijo que había un puesto en la empresa matriz en Nueva York si le interesaba.
¡Vaya si le interesaba! El hombre envió su currículum por fax al vicepresidente ejecutivo, y debió impresionarle, porque voló el día siguiente hasta allí para entrevistarla y la contrató en el acto. Catherine no podía creer en su buena suerte. No empezaría inmediatamente, sino dentro de un mes, ya que estaban trasladándose a unas oficinas más grandes, pero Catherine estaba entusiasmada. Era su gran oportunidad para escapar del dominio de Matt.
Desde niña siempre había estado encima de ella, pero desde que acabara los estudios en la facultad de Periodismo se había vuelto mucho peor. Catherine comprendía que hubiese adoptado el papel de cabeza de familia al morir el viejo Henry, tío abuelo suyo y padrastro de Matt, y haber tenido que hacerse cargo del rancho, pero eso no le daba derecho a entrometerse en su vida cuando ni siquiera eran primos de sangre. Por suerte Hal y Jerry, que sí lo eran, primos segundos suyos por parte de madre, además de hermanastros de Matt, nunca habían sido tan autoritarios. Claro que ninguno de los dos tenían su fiero temperamento ni su arrogancia.
Betty Blake, una mujer afable de cabello entrecano y ojos brillantes, salía en ese momento de la casa para recibir a su hija.
—¡Vaya, qué poco has tardado! —la saludó con una sonrisa—. Cuando me llamaste para decir que salías, eché cálculos, y no creí que fueras a llegar hasta la hora de la cena.
—Es que había poco tráfico —respondió Catherine yendo hacia ella con la bolsa de viaje en la mano.
—¿Ha ido todo bien?—le preguntó su madre, besándola en la mejilla, y abrazándola como si no la hubiera visto en varios meses—. No sabes la alegría que me da volver a tenerte en casa, cariño
—¡Mamá!, ¡que sólo he estado fuera cuatro días...! —protestó Catherine—. ¿Cómo lo ha llevado Matt? —inquirió cuando su madre la hubo soltado y pudo volver a respirar.
—Oh, ha estado insoportable —dijo su madre, poniendo los ojos en blanco—. Casi no me ha dirigido la palabra por haberte dejado ir a San Antonio.
—Pues que beba agua y cambie el paso —replicó Catherine frunciendo los labios—. Tengo veintiún años y puedo hacer lo que quiera con mi vida. Siempre quiere imponerme su voluntad, pero esta vez no voy a agachar la cabeza y bailar a su son. ¡Es que es ridículo!, ¡haber tenido que mentir y decir que me iba de viaje estos cuatro días con una amiga sólo para poder buscar un empleo! —masculló irritada—. No tiene derecho a decirme lo que puedo hacer o dejar de hacer. Además, no lo necesito para nada, tengo los intereses que me dan las acciones que puso a mi nombre cuando cumplí los dieciocho años—añadió. Su madre se mordió el labio inferior, como si no se atreviera a decirle algo, pero Catherine estaba tan embalada que no lo advirtió—. Aunque no hubiera conseguido trabajo me las iría apañando con eso para...
—¿Has dicho «aunque no hubiera conseguido trabajo»? —la interrumpió su madre—. Entonces... ¿es que lo has conseguido?
Los ojos verdes de Catherine se iluminaron, y una gran sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro.
—No en San Antonio, pero sí en Nueva York.
—¡En Nueva York! —repitió su madre sorprendida.
—Sí, bueno, ya sé que no te hace gracia que me vaya lejos, pero es un puesto importante, pagan bien, y además tienes tiempo para hacerte a la idea, porque no empiezo hasta dentro de un mes.
—No lo digo por mí —replicó su madre, frunciendo los labios y rodeándose la cintura con los brazos—. Es Matt quien no lo aprobará.
—¿Y a mí qué más me da que lo apruebe o no? —saltó Catherine enfadada.
—No hables así, Kit —la reprendió su madre—, sabes muy bien que si no hubiera sido por Matt ahora estaríamos viviendo en algún apartamento de alquiler en los suburbios y tú no habrías podido ir a la universidad. Tu padre, que en paz descanse, no nos dejó más que deudas al morir en Vietnam...
—Me lo has contado cien veces —dijo Catherine con hastío—, eso y lo mucho que le debemos al tío abuelo Henry porque te acogió estando incluso embarazada de mí —farfulló, siguiéndola hacia la vivienda cuando su madre echó a andar—. Mmm... adoro esta casa —suspiró alzando el rostro hacia la fachada e inspirando el limpio aire del campo, antes de subir los escalones del porche—, aunque para mí sea una especie de jaula dorada.
Su madre se rió suavemente.
—Tu tío abuelo revisó hasta el último detalle de su construcción —le dijo—. Tenía un gusto exquisito.
—Excepto en lo que se refiere a las mujeres... —comentó Catherine.
—Kit, por Dios... El que la madre de Matt fuera mucho más joven que él cuando se casó con ella no excusa que hagas esa clase de comentarios —la reprendió Betty—. Ella lo quería, y le dio dos hijos que lo llenaron de felicidad.
Catherine no contestó, y la siguió escaleras arriba. Matt y Hal, que estaban solteros, vivían también en la enorme casa, mientras que Jerry, que se había casado el año anterior, se había construido una vivienda a unos diez kilómetros de allí, dentro del recinto del rancho.
—Mañana por la noche nos reuniremos todos para cenar —le anunció su madre—. Jerry quería venir hoy, pero le surgió un compromiso, y Matt está en Houston, aunque me dijo que quizá regresara esta noche. Espero que vuele con cuidado, porque estos días hemos tenido unas lluvias terribles y en el pronóstico del tiempo han dicho que se esperan más para esta noche.
—Bueno, al menos no viene en coche —respondió Catherine ásperamente—. ¿Cuántos coches destrozó antes de acabar la carrera?
—No tantos como Hal —contestó su madre entre risas, deteniéndose en el rellano superior.
Catherine alzó la vista hacia el enorme retrato de su tío abuelo colgado en la pared, asombrándose, como siempre que lo veía, del parecido con su difunto abuelo materno: el mismo cabello castaño y el mismo color aceitunado de la piel que ella había heredado.
—No es que no le tuviera aprecio —murmuró contrayendo el rostro—, pero el retratista lo sacó muy ceñudo, y parece que siempre esté reprochándote algo. ¿No podríamos ponerlo en el salón?
—¿Y tenerlo mirándome fijamente cada vez que me siente a ver la televisión, o a hacer punto? —le espetó su madre entre risas—. El bueno de Henry... —dijo mirando también el retrato—. Era un gran hombre.
—¿Aunque apareciera un día con una tía abuela con la mitad de años que tú? —inquirió Catherine con malicia.
Su madre le lanzó una mirada de leve reproche.
—Evelyn, que en paz descanse, era una buena mujer —replicó—. Se portó muy bien con todos nosotros y fue una madre ejemplar con sus hijos.
—Oh, yo no he dicho que a mí me cayera mal —replicó Catherine burlona—. De pequeña siempre me pareció un sargento, pero por lo demás...
—¡Kit! —la cortó su madre frunciendo el entrecejo—. Anda, deshaz el equipaje; te esperaré abajo.
Catherine y su madre cenaron solas, escuchando a Annie, la empleada del hogar, refunfuñar mientras llevaba platos de la cocina al comedor y del comedor a la cocina:
—Toda la mañana cocinando para que al final sólo coman dos... El señorito Matt en Houston, el señorito Hal desaparecido, el señorito Jerry y su esposa de pronto no pueden venir... ¿Y se ha molestado alguien en decírmelo? No, por supuesto que no. Que la vieja Annie se mate a trabajar... ¿A quién le importa?
—No te pongas así, mujer —le dijo Betty en un tono conciliador—. Matt no sabe si podrá venir esta noche con el tiempo que tenemos, y Jerry y Barrie tampoco podían predecir que iba a surgirles ese compromiso inesperado.
—Y si es por la comida, no te preocupes —le dijo Catherine—, repetiremos cada plato si hace falta.
—En fin, supongo que puedo congelar lo que sobre —farfulló Annie, llevándose la sopera a la cocina.
—Oye, mamá, ¿y dónde está Hal? —inquirió Catherine.
Betty suspiró y meneó la cabeza.
—A saber. Antes de marcharse, Matt le dijo que fuera a ayudar a los hombres a trasladar unas reses lejos de la ribera del río, por que estaba lloviendo con mucha fuerza, y Hal salió hecho un basilisco. Ya sabes lo que odia mojarse.
—Más bien odia que le den órdenes —puntualizó su hija.
—Sí, igual que alguien que yo me sé...
Catherine no pudo reprimir una sonrisa maliciosa mientras se llevaba a la boca un trozo del pastel de berenjenas de Annie.
Catherine ya estaba en la cama cuando Hal volvió a casa. Oyó la puerta, y luego a él, hablando con su madre en el salón, e inmediatamente se dibujó una sonrisa en sus labios. Hal era el único aliado que tenía contra Matt, y se sentía identificada con él porque los dos eran rebeldes y el blanco de su autoritarismo.
Cerró los ojos y se acurrucó bajo las mantas, sintiéndose segura y calentita en su cama mientras la lluvia caía fuera a raudales. ¿Podría volar Matt con ese tiempo?, se preguntó dejando escapar un enorme bostezo, antes de quedarse dormida.
Unas horas después la despertaba el ruido de un motor. Se incorporó y levantó la cortina de la ventana junto a su cama para mirar fuera. Las farolas que bordeaban el camino que llegaba hasta la casa estaban encendidas, y a su luz pudo ver, saliendo de un coche, a un hombre alto con un chubasquero color tostado y un sombrero gris perla que conocía muy bien. ¡Matt!
Se sentía como si estuviera observando a un fiero animal, oculta tras un árbol. Matt siempre sonreía y bromeaba cuando ella estaba cerca, pero, cuando no sabía que estaba mirándolo, parecía que se convirtiese de pronto en un extraño: serio, brusco. De hecho, Matt era como un puzzle cuyas piezas no acababa de conseguir encajar.
La mayoría de sus hombres le tenían miedo, aunque nunca era injusto ni demasiado exigente. Era su aire de autoridad lo que hacía que le tuvieran respeto, el poso que había quedado en él de la estricta educación que había recibido.
Matt era hijo del primer matrimonio de Evelyn, y por lo que Catherine había oído, su infancia no había sido nada fácil. Su padre había sido un alto mando del ejército, y Matt había pasado los primeros catorce años de su vida en una academia militar. Más aún, cuando su padre murió y su madre volvió a casarse con el tío abuelo Henry, todavía permaneció otro año en la academia, y luego lo enviaron a un internado, con lo que jamás recibió demasiado amor. Henry había sido una buena persona, pero al fin y al cabo era su padrastro y no su padre, y era un hombre que imponía bastante. Evelyn por su parte tampoco había sido muy cariñosa, y se había comportado más como una mujer de negocios que como una madre.
Catherine frunció los labios mientras observaba la musculosa figura de Matt avanzando hacia la casa. Tenía un físico de impresión, y no podía negarse que era muy atractivo, con aquellos intensos ojos castaños y ese rostro moreno de aristocráticos rasgos. Era una auténtica ironía que estuviese perdidamente enamorada de él a pesar del modo tiránico en que la trataba y de que supiese que probablemente jamás la correspondería.
Precisamente por eso quería independizarse cuanto antes. Le partía el corazón verlo salir con otras mujeres, y había tantas... Parecía que hubiese una distinta cada mes. Además, todas eran mujeres refinadas y con experiencia, no como ella, una ingenua chica de provincias que suspiraba en secreto por él.
Se moriría de vergüenza si Matt se enterase de lo que sentía por él, y de que sus arrebatos de ira no eran más que una táctica defensiva, una manera de proteger su corazón.
Catherine dejó escapar un bostezo. Había perdido de vista a Matt, que había entrado ya en la casa, y no era momento de reflexiones, se dijo, sino de dormir. Además, todo aquello pertenecería pronto al pasado, porque había conseguido un empleo, e iba a abrir al fin sus alas y vivir su vida. Se recostó de nuevo, con una sonrisa en los labios, y cerró los ojos.
Matt siempre empezaba a trabajar temprano, así que a la mañana siguiente, cuando Catherine bajó, cerca de las nueve y media, ya había salido de la casa, y en el comedor sólo estaban su madre y el desaparecido Hal. Éste giró la cabeza al oírla entrar, y el brillo en sus ojos castaños iluminó su rostro de pícaro. A sus veintitrés años, el menor de los tres hijos de Evelyn, era un poco más bajo y menos musculoso que Matt. Era listo y se le daba bien la mecánica, pero era perezoso y le gustaban demasiado las fiestas y la buena vida, con lo que siempre andaba escabulléndose cuando se requería su ayuda para algo.
Matt lo había amenazado muchas veces con retirarle su asignación mensual y echarlo del rancho si no variaba su actitud, pero Catherine siempre había tenido cierta debilidad por él a pesar de su carácter conflictivo y bromista.
—¡Hola, prima! —la saludó Hal muy alegre—. ¿Cómo te fueron las cosas en la ciudad?
—Mejor que bien —contestó Catherine, sentándose a su lado y sirviéndose huevos revueltos y bacon—. ¡He conseguido un trabajo, y en Nueva York nada menos, imagínate! —le dijo, hinchándose de orgullo al ver la sorpresa en su rostro.
Sin embargo, no fue una sonrisa lo que prosiguió a la sorpresa, sino una mirada de preocupación.
—¿Y ya se lo has dicho a Matt? —inquirió.
—Pues no. La verdad es que ni siquiera lo he visto todavía. ¿Pero a qué viene esa cara?
Hal frunció los labios y lanzó una mirada a Betty.
—¿No se lo has dicho?
Catherine ladeó la cabeza y frunció el entrecejo al ver que su madre no respondía ni parecía atreverse a mirarla, y se frotaba la frente.
—¿Qué es lo que tenía que decirme? —inquirió vacilante.
Hal apretó los labios y carraspeó antes de contestar.
—Matt se enteró de dónde habías ido en realidad, y te ha retirado la asignación —le soltó.
Los ojos de Catherine centellearon de furia, y se puso de pie, arrojando la servilleta sobre la mesa.
—¿Que me ha...? ¡No puede hacer eso! ¡No puede!, ¡esas acciones son mías!
—Por desgracia me temo que puede hacer lo que quiera con ellas hasta que cumplas los veinticinco, igual que con las mías —replicó Hal, frotándose la nuca.
Catherine resopló.
—¿Dónde está ahora? —les preguntó—. ¿Dónde está?
—Está en la ribera del río —contestó su madre a regañadientes—, asegurándose de que todas las reses fueron sacadas de esa zona antes de las lluvias. Le dejó ese encargo a Hal antes de marcharse a Houston.
Ante la mención de aquello, Hal se llevó la taza de café a los labios y miró a otro lado, como incómodo, pero Catherine estaba demasiado enfadada como para fijarse en él. No tendría ningún dinero hasta que recibiese su primera paga; necesitaba su asignación para establecerse en Nueva York. ¡No podía hacerle aquello! ¡No podía!
—Lo mataré —masculló.
—Kit, cariño, no te subas por las paredes antes de hablar con él —dijo su madre, tratando de apaciguarla—. Si intentas hacerlo entrar en razón seguro que...
Pero Catherine ya había salido del comedor y estaba subiendo a su dormitorio a ponerse unos pantalones y unas botas de montar.
EL aire frío de la mañana hizo que Catherine se estremeciera ligeramente. El otoño estaba llegando, y prueba de ello eran las hojas doradas de los caducifolios. Escudriñó el horizonte en busca de Matt sobre su montura, pero no lo veía por ninguna parte. Sentía deseos de gritar. ¿Cómo podía haberle hecho algo semejante? Siempre ocurría igual, siempre: ella hacía planes, y Matt se los desbarataba.
«Pues esta vez las cosas van a cambiar», se dijo decidida. Le daba igual que fuera el presidente y principal accionista de la Kincaid Corporation, y también que estuviera loca por él. No iba a consentir que siguiera diciéndole cómo tenía que vivir su vida.
De pronto advirtió movimiento en la enfangada ribera del río. Fijándose, se dio cuenta de que unas cuantas reses de pelaje blanco y rojizo parecían haber quedado atrapadas tras las torrenciales lluvias, y de que un par de peones del rancho estaban allí, intentando sacarlas. Matt no podía estar muy lejos.
Con el corazón latiéndole apresuradamente pero el ánimo resuelto, espoleó a su montura para que se dirigiera hacia allí, y la yegua se lanzó a medio galope por la ladera de la colina, haciendo que el viento le despeinara los oscuros cabellos.
Al acercarse lo vio al fin: estaba arrodillado, examinando la pezuña de una de sus preciadas reses, su rostro estaba oculto por la sombra de su sombrero vaquero. A primera vista parecía un peón más, con los gastados pantalones vaqueros, la camisa de batista, y las botas altas que llevaba, pero cuando se puso de pie ahí acabaron las similitudes. Tenía un físico de película, tan alto, esbelto y proporcionado. Tenía los pómulos altos, y la barba era tan cerrada que siempre parecía que necesitase un afeitado, pero le daba un aire muy sensual.
Para ser un ranchero llevaba siempre las uñas bien cortadas y limpias, y tenía un porte regio que siempre hacía pensar a Catherine en un retrato que había en la casa de un antepasado escocés suyo que había emigrado al Nuevo Mundo siglos atrás, dando lugar al linaje de los Kincaid en Texas.
De hecho, en el pasado, los Kincaid habían sido gente muy importante en aquella parte del estado. Catherine se lo había oído decir muchas veces a Evelyn cuando les había hablado de su primer marido, Jackson Kincaid, el padre de Matt. Tan orgullosa se había sentido de ello, que Catherine la recordaba diciéndole siempre a su hijo mayor cosas como que no debía olvidar cuáles eran sus orígenes y que debía llevar la cabeza bien alta.
La Kincaid Corporation, una empresa derivada de un pequeño imperio, era el legado económico que había recibido Matt de su padre. Su madre había entregado algunas acciones al tío abuelo Henry, uniendo así los intereses de ambas familias, pero desde el primer momento se había encargado de dejar muy claro que sería su hijo mayor quien dirigiría la compañía cuando alcanzara la mayoría de edad. Y así había sido.
Al escuchar el ruido de los cascos de la yegua de Catherine, Matt se giró. Sus ojos oscuros se iluminaron maliciosos al ver la expresión furiosa en el rostro de la joven, y sonrió de una manera tan arrogante, que Catherine sintió deseos de darle un puñetazo.
Resoplando, desmontó de mala manera y fue hacia él.
—Cariño, nunca serás una buena amazona si no me escuchas cuando intento enseñarte. ¿Qué manera es esa de bajarse de un caballo? —le dijo en un tono burlón.
—No me llames cariño —masculló Catherine mirándolo irritada con los brazos en jarras—. Sé lo que has hecho. ¡No tienes derecho, no puedes hacerme algo así! Ya no soy una niña, he crecido, y no voy a consentir que sigas dirigiendo mi vida. Tú me diste esas acciones y ahora me pertenecen. ¡No puedes quitármelas!