Completamente idénticas - Marie Ferrarella - E-Book

Completamente idénticas E-Book

Marie Ferrarella

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Beschreibung

Julia 937 Theresa Jean Cochran, más conocida como T.J. se parecía físicamente a su prima Theresa Joan. Pero las similitudes acababan ahí. Theresa Joan era sexy, divertida, el tipo de mujer que los hombres persiguen sin descanso. Sin embargo, T.J. era tímida, y el sexo opuesto solo la veía como una buena amiga. Y un día, Theresa le pidió a T.J. que fuera ella. La gran empresa de la familia dependía de un gran cliente, Christopher MacAffee y Theresa no podría estar allí para recibirlo. De mala gana, T.J. terminó por representar el gran papel. Pero, no solo se vio envuelta en un negocio lucrativo, sino que encontró al hombre de su vida. Aunque, ¿qué pasaría cuando Christopher descubriera que ella no era la Theresa que él pensaba que era?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Marie Rydzynski-Ferrarella

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Completamente idénticas, n.º 937- dic-22

Título original: My Phony Valentine

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1141-331-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL TELÉFONO sonó tres veces, antes de que Theresa Jean Cochran le prestara atención. Estaba completamente absorta en sus estadísticas.

Le dio a un botón para que la llamada se escuchara por el intercomunicador y así no tener que agarrar el auricular.

—¿Diga?

—T.J.

La voz de Theresa Jean Cochran llenó la soleada oficina de su prima.

T.J. miró al teléfono sorprendida. ¿Por qué su prima la llamaba por teléfono? ¿Por qué no había entrado en su oficina como un torbellino sin tan siquiera llamar a la puerta? A Theresa jamás se le ocurría llamar antes de entrar en ningún sitio. Como presidenta de C&C Advertising, estaba acostumbrada a ir a cualquier lugar de aquel edificio de tres plantas sin reparos ni avisos… excepto a los servicios de caballeros.

Aun en el caso de que no hubiera sido la presidenta de aquella compañía de publicidad fundada por su abuelo, y que su padre había convertido en una de las mejores, Theresa no habría tenido reparo alguno en invadir el espacio de su prima. Era algo que había hecho con bastante frecuencia desde que eran niñas. A aquellas alturas era algo tan natural como respirar.

A las dos se les había puesto el nombre de Theresa por una abuela común.

T.J. agarró el auricular. La luz entraba por los inmensos ventanales. Hacía sol y la temperatura era agradable, pero sintió un escalofrío al intuir que se podría repetir una situación que ya había vivido antes.

Estaba demasiado familiarizada con el tono de voz que su prima acababa de utilizar. Theresa quería algo. Uno de esos pequeñísimos favores que le pedía con frecuencia. De niñas, algunos favores eran bastante extravagantes, pero desde hacía tiempo ya sólo eran favores relacionados con el trabajo.

El huracán Theresa, como cariñosamente la llamaban algunos de los empleados más antiguos, dejaba constancia de su paso por donde iba y, en más de una ocasión, T.J. tenía que hacer algo para paliar las terribles consecuencias de aquello.

Ambas primas habían nacido con sólo nueve meses de diferencia y T.J. era la mayor.

Theresa era la escandalosa, continuamente fotografiada con algunos de los más notables solteros de oro. T.J. era, sin embargo, la que se quedaba hasta media noche en la compañía, la fuerza creativa que lograba nuevos contratos, que atraía nuevas cuentas y que ayudaba a mantener las antiguas dándoles continuamente nuevos soplos de vida.

Para T.J. ésa era un situación perfecta. Le gustaba permanecer en la sombra, siempre y cuando pudiera hacer una labor creativa y que valiera la pena realmente.

Eran perfectamente complementarias.

Con el teléfono en una mano, con la otra salvó todo el trabajo que había hecho en el ordenador. Aquella conversación le llevaría un rato.

—¿A qué debo el placer de tu llamada? —T.J. miró al reloj. Estaban a punto de dar las nueve. Se preguntó si Theresa estaría aún en casa. No sería la primera vez que llegara tarde.

Al otro lado del teléfono se escuchó un dramático suspiro. Nadie podía suspirar más dramáticamente que ella. Era la marca de que algo grande se avecinaba.

—T.J., necesito ayuda.

T.J. se recostó sobre la silla.

—Ayuda entendido como ayuda en una campaña, ayuda con una idea, o… —dejó un final abierto para que Theresa le diera el final apropiado.

Lanzó la bomba como si de un caramelo de fresa se tratase.

—Quiero que seas yo.

T.J. levantó las cejas alarmada.

—Te aseguro que ese no iba a ser el final de mi frase.

Theresa continuó sin escuchar su observación. Tenía el bonito hábito de no oír nada que no le interesara.

—Eres mi única esperanza.

Estaba claro por qué la llamaban Huracán Theresa.

—Creo que me he perdido algo, Theresa. Soy un poco lenta antes de mi cuarta taza de café —olvidó por completo el ordenador y se centró en la petición de su prima—. ¿Me podrías dar más detalles?

Hubo una larga pausa, como si Theresa hubiera estado buscando las palabras adecuadas. T.J. trató de adivinar, entre tanto, de que iba aquella parodia. Tal vez quería que fuera a alguna reunión por ella. Seguramente, había alguna pendiente que le pedía a gritos que la esquiara o algún hombre que necesitaba de su compañía en una cabaña apartada de la civilización.

Eso la obligaba a atar cabos. Era especialista en dejar a todos trabajando, mientras ella se dedicaba al delicado arte de pasárselo en grande.

Pero era una mujer adorable, simpática y rica, así que todo el mundo le perdonaba todo. T.J. no era diferente en eso al resto.

Además, T.J. sentía un verdadero afecto por aquella loca incontrolable a la que siempre quería proteger.

—¿Por qué quieres que sea tú, cuando tú eres la mejor para el papel? —T.J. quería terminar con aquello antes de hacerse demasiado vieja para poder solucionarlo.

—Ese es el problema. No puedo. Estoy en el hospital.

—¡¿En el hospital?! —exclamó preocupada—. ¡Dios santo! ¿Estás bien? —T.J. empezó a buscar los zapatos que se había quitado ya hacía un rato—. ¿En qué hospital estás? Estaré allí enseguida.

—No, no hace falta. Estoy perfectamente. Pero al coche le han dado siniestro total. ¡Era un azul tan bonito!

T.J. se pasó una mano por la cara. Sí, estaba perfectamente. De no ser así, no tendría tanta sensibilidad por la pérdida del coche.

—¿Has tenido un accidente de tráfico?

—No ha sido culpa mía—dijo ella claramente a la defensiva—. El otro se saltó un semáforo.

Podía ser cierto y podía no serlo.

—¿Seguro que estás bien?

—Claro que sí. Pero los médicos me lo están poniendo difícil —T.J. se imaginó perfectamente el gesto de su prima mientras decía eso. No estaba habituada a recibir órdenes—. Quieren que me quede en observación. Claro, que hay un doctor al que le permitiría gustosa que me examinara a la luz de las velas.

Theresa estaba mejor que bien, acababa de demostrárselo.

—Estás desvariando.

—Como siempre. Pero ahora lo que necesito es que vayas a ver a Christopher MacAffee.

—¿Christopher MacAffee, de Juguetes MacAffee?

—Sí.

Una copia del proyecto presentado a aquella empresa estaba, justamente en aquel instante, sobre su mesa.

Acababa de escanear los bocetos que había hecho la noche anterior.

Christopher MacAffee era el nuevo presidente de una compañía que llevaba funcionando ciento veinte años. Fundada por su familia, había ido pasando de padres a hijos, hasta que, hacía tan sólo unas semanas, su padre había cesado en su cargo y le había pasado la batuta.

—Eso no arroja mucha luz sobre lo que quieres realmente.

—Christopher MacAffee tiene una cita conmigo para hablar del posible contrato entre ambas empresas. Tiene algunas preguntas que hacernos sobre tu propuesta.

—¿Y?

—Bueno, ya sabes que es un hombre bastante rígido.

La realidad era que T.J. no tenía ni idea de cómo era el hombre en cuestión. Sólo había tratado con su asistente de producción y por teléfono.

—Es inflexible en sus políticas. Sólo trata con el presidente o presidenta de las compañías con las que trabaja.

A pesar de la naturaleza caprichosa de su prima, T.J. sabía que no jugaba con cosas como aquellas. La cuenta de una firma como Juguetes MacAffee eran palabras mayores.

—Y tú quieres que yo vaya en tu lugar. Ya. No que te represente, no, sino que sea tú.

—Tienes que hacerlo.

—Theresa, yo no tengo que hacer nada más que cuidar de Megane y pagar mis impuestos.

No. No estaba dispuesta a burlar al presidente de una de las mayores empresas del país.

A veces, realmente se sentía impotente ante las acciones impulsivas de su prima.

—T.J., ya sé lo que te pasa. No te fías de mí. Pero escucha. Esta vez es importante. Tú eres una mujer independiente, sólida, segura de ti misma y si le dices que eres yo, se lo va a creer. Si te haces algo en el pelo, aparte de peinártelo con los dedos y te pones ropa decente, podrías dar el pego. Sabes de sobra que es así —no era la primera vez que se hacía pasar por su prima, aunque desde la última había llovido ya mucho—. Nos parecemos y tenemos un cuerpo parecido. Aunque yo soy más delgada.

El comentario adicional era tal al puro estilo de Huracán Theresa que T.J. no se lo tuvo en cuenta.

Desde niñas habían sido como una copia la una de la otra.

Pero, mientras Theresa se había dedicado por entero a la sublimación de su aspecto físico, T.J. se había concentrado en sus estudios y en ser la niña de su padre.

Eso quería decir que la vanidad no entraba dentro de sus planes.

Shawn Cochran había sido un ser completamente entregado a los demás, aunque un poco excesivo en su fervor religioso. Hacía mucho que se había desligado de la familia y de la empresa y lo había dejado todo en manos de su hermano pequeño. Él se había dedicado por completo a la causa que más lo necesitara en ese momento.

Había sido la madre de T.J. quien había mantenido económicamente a la familia.

La responsabilidad y el trabajo duro habían sido parte de la vida de T.J. desde que ella lo recordaba. Eso no le dejaba mucho tiempo para ser frívola.

Tampoco podía pasar demasiado tiempo ante el espejo, buscando el traje idóneo para la ocasión precisa.

Theresa era completamente diferente.

Sabía, como su padre, a quién tenía que contratar para estar hermosa. Les pagaba como se merecían y eso hacía que estuvieran siempre a su disposición dónde y cuándo los necesitaba.

El padre de Theresa, Philip, había visto desde el principio las dotes creativas de su sobrina y con la misma fogosidad que su hija ponía en todo, había decidió incentivarla.

No aceptó las excusas de su cuñada ni de su sobrina y envió a T.J. a Harvard, cuando sus padres no habrían podido pagar más que una formación profesional.

Después de graduarse, T.J. había empezado a trabajar en la compañía. Había estado allí durante siete años, adoraba su trabajo y a su jefa suprema, su prima. Pero lo que le pedía ahora estaba más allá de lo aceptable.

Además, T.J. tenía un mal presentimiento.

—La verdad es que preferiría que tú misma hicieras de ti. No te estás valorando en lo que vales. ¿Recuerdas lo que hicimos en la universidad?

Lo recordaba demasiado bien.

—¿Te refieres a cuando me examiné en tu lugar?

—Me salvaste el pellejo.

Sí, porque no las pillaron. De otro modo, habría arruinado el futuro de ambas.

—Nos podría haber costado muy caro.

T.J todavía recordaba aquello con cierto malestar. Había sido algo realmente estúpido. Pero Theresa había llegado hasta ella con lágrimas en los ojos. No estaba preparada para presentarse, y sabía que eso le iba a costar muy caro. Su padre no podía admitir un fracaso así.

T.J. no fue capaz de dejar a su prima en semejante situación. Así es que se las arregló para engañar a todo el mundo. Había conseguido un aprobado para Theresa, Theresa obtuvo un diamante por un aprobado que realmente no le pertenecía.

El diamante era uno de los muchos que guardaba en su caja fuerte.

—Theresa, no entiendo por qué, simplemente, no envías a alguien que te represente. No se trata de que estés esquiando y no te apetezca venir hasta aquí. Estás en el hospital. ¿Por qué no le decimos la verdad? Que has tenido un accidente y que te está cuidando un médico alto y musculoso. Estoy segura de que podrá aplazar la reunión…

—No —dijo ella sin más preámbulos—. No puede ser. Este era el único tiempo libre que tenía disponible. Además, si aplazamos la reunión le estaremos dando una oportunidad de oro a Whitney e hijos. Tienes que hacerlo. Además, seguro que tú eres más su tipo que yo.

T.J. se recolocó las inmensas gafas que utilizaba para trabajar y mostró su desacuerdo ante el comentario.

—Muy graciosa —T.J. centró su atención en la pantalla del ordenador.

—Vamos, T.J.

T.J. sabía que Theresa estaba esperando una contestación.

—Preferiría no hacerlo, Theresa.

Pero su prima no estaba dispuesta a aceptar un no por respuesta.

Se quedó en silencio unos segundos y, acto seguido, emitió un penoso por favor.

—Será sólo durante unas horas —añadió—. Muéstrale el resto de la campaña, lo que has trabajado. Le gustaron mucho los primeros bocetos que le enviamos.

Era un plural mayestático y T.J. estaba acostumbrada a escucharlo. Pero la verdadera autora de las ideas y los dibujos era ella. Eso era, sin embargo, secundario. Lo verdaderamente importante era que le interesaba la campaña, y mucho.

—Theresa…

¡Había vencido! El tono de voz de su prima le dijo que era suya.

—¡Gracias! Bueno, ahora voy a ver si consigo que ese doctor me dé un baño de espuma.

Una vez más el salvapantallas del ordenador apareció. Era un pequeño ratoncillo que trataba de huir, pero la realidad era que corría dentro de una rueda y no llegaba a ningún lugar. T.J. sabía exactamente cómo se sentía el roedor.

Le dio a una tecla y la imagen desapareció.

—Los médicos no dan baños, y menos de espuma. Para la higiene personal de sus pacientes tienen a las enfermeras.

Su prima se carcajeó sensualmente.

—Bueno, puede que sea la primera vez. Llámame luego. Estoy en el hospital Harris Memorial, habitación 312. Adiós.

T.J. se sintió desconcertada, como una hoja que queda medio desprendida del árbol después de un vendaval.

—¡Espera! ¿Cuándo se supone que llega?

Theresa tenía toda la intención de dejarla sin el más mínimo dato.

Por suerte, todavía no había colgado.

—A las once. Llega desde San José. Es el vuelo 17 de American Airways. Emmett irá a recogerlo con la limusina. Sería estupendo que fueras con él.

—Y mucho más estupendo, que fueras tú —concluyó T.J., pero no recibió más respuesta que la de una línea muerta. Acababa de colgar. Dejó el auricular en su sitio. Miró el reloj. No tenía mucho tiempo.

Heidi Wallace, la secretaria de Theresa, apareció por la oficina de T.J. un minuto después. Llevaba una sonrisa dibujada en la cara y la bolsa de una elegante boutique del centro en una mano. La dejó sobre una silla.

—Lo consiguió una vez más, ¿no es así?

T.J. se miró de arriba a abajo antes de responder.

—¿Tanto se me nota?

Heidi soltó una carcajada. Tener sentido del humor era un requisito necesario para cualquiera que quisiera trabajar bajo las órdenes de Theresa Cochran.

T.J. miró de reojo a la bolsa que había quedado sobre la silla.

—¿Cómo lo has sabido?

—Me llamó a mí primero —dijo la mujer mientras se encaminaba de nuevo hacia la puerta—. Emmett vendrá a recogerte a las diez y media. Creo que en ningún momento se planteó que pudieras decir que no.

T.J. levantó las cejas en un gesto de sorpresa.

¿Por qué iba a pensar lo contrario? Jamás había sido capaz de negarle nada.

—Supongo que no hay nada de malo en lo que me pide.

Giró la silla y se encontró con su propio reflejo en la ventana. Se levantó el pelo… Quizás si se lo recogía.

A Heidi se le ocurrían una docena de posibles problemas que se podrían derivar de semejante acción, pero nadie le pagaba para hacer determinados comentarios.

—Si tú lo dices. En esa bolsa hay uno de los trajes que Theresa deja en su oficina para cuando tiene que cambiarse.

La presidenta le había dado órdenes explícitas de que se lo llevara a T.J. y consiguiera que se lo pusiera.

Además del traje, había unos zapatos y un bolso a juego.

T.J., por su parte, llevaba unos vaqueros y un inmenso jersey que se había puesto sin más ceremonias, después de una rápida ducha a las siete de la mañana.

—Christopher MacAffee viene a hablar de negocios. ¿Qué más le da cómo vaya vestida? Lo que importa es que le guste la idea y le parezca rentable.

Heidi la miró de reojo.

—¿Me tomas el pelo? La presidenta de C&C Advertising no puede ir así vestida. Además, tengo órdenes explícitas. Si no te lo pones, pierdo mi empleo —dijo Heidi sin perder el sentido del humor. Agarró la bolsa y se la dejó sobre la mesa—. Pruébatelo. Te va a divertir el cambio.

T.J. miró el paquete con escepticismo.

—Realmente estaba segura de que iba a aceptar, ¿verdad?

Heidi se cruzó de brazos y la miró con sorna.

—¿Cuándo le has dado motivos para dudar de su certeza?

T.J. no respondió.

—Puedes ir al despacho de Theresa. En su baño hay de todo.

Así lo hizo.

Después de todo, no podía ser tan malo.

 

 

Emmett Mitchell, el chófer de C&C Advertising desde hacía treinta años, llevaba en la mano un gran cartel con el nombre de Christopher MacAffee escrito en él.

Junto a él, T.J. no hacía más que balancearse de un lado para otro, martirizada por los tacones de Theresa. Miraba curiosa a la multitud que se dirigía hacia ellos, en busca del hombre al que había de engañar.

Jamás había visto a Christopher MacAffee, pero tenía la sensación de que lo reconocería de inmediato, en cuanto lo viera aparecer.

De pronto, vio un hombre alto, apuesto, de esos que Theresa tendría en sus lista de candidatos a un fin de semana en la nieve. Bajó del avión y se encaminó hacia ellos.

Claro que se encaminó hacia ellos, todo el mundo lo hacía, pues estaban en la puerta.

Era una pena, pero las posibilidades de que aquel monumento de la naturaleza fuese su cliente potencial eran pocas.

Continuó buscando.

Luego miró a su chófer. Era como un pequeño gnomo.

—¿Lo ves, Emmett?

El hombre negó, agitando sus cabellos blancos.

—La verdad es que no puedo decir que sí —levantó el letrero por encima de su cabeza—. Pero no sé ni remotamente qué aspecto tiene.

—Ya somos dos —le aseguró T.J.—. Yo vi una vez una foto de su padre, cuando era todavía el presidente. Era alto, delgado, de unos sesenta y tantos años.

—¡Muy joven!

T.J. tuvo que contener una sonrisa. Emmett había cambiado de opinión respecto a su edad varias veces desde que cumplió los cincuenta. Temía la jubilación y cada año se iba quitando uno.

—Sí, como tú —respondió ella.

El impresionante ejemplar de hombre con traje de Armani que había llamado su atención hacía escasos segundos seguía acercándose a ellos.

El pulso se le detuvo, cuando don estupendo se paró frente a ella.

El hombre asintió ante el letrero que llevaba Emmett.

—Según parece, me busca a mí.

«Sí, llevo toda mi vida», fue el primer pensamiento de T.J. pero, gracias a Dios, tuvo reflejos suficientes como para no dejar escapar semejante comentario. En lugar de eso, dijo algo mucho peor.

—Usted no es Chistopher MacAffee.

Él sonrió y a T.J. le subió la temperatura corporal.

—¿Por qué no?

—No hay ninguna razón —respondió ella a toda velocidad.

La sonrisa se amplió, dejando al descubierto una hermosa dentadura.

—Me alegro, porque lo soy —le ofreció la mano—. Christopher MacAffee.

Le tomó unos segundos asimilar toda la información. Finalmente le estrechó la mano. Miles de mariposas comenzaron a revolotearle en el estómago.

—Encantada. Yo soy… —la lengua de trapo no era un buen instrumento.

—Theresa Cochran —terminó él. Sus ojos verdes e intensos la inundaron de felicidad—. La reconocería en cualquier sitio. Aunque debo admitir que es mucho más hermosa al natural que en las fotos de las revistas.

—Hay una buena razón para que así sea —murmuró Emmett.

T.J. le lanzó una mirada recriminatoria. El chófer se había divertido al verla aparecer con un traje a lo Theresa Cochran. El hombre las conocía demasiado bien como para no diferenciarlas por mucho que se disfrazaran.

Emmett soltó un pequeña carcajada.

T.J. comenzó a hablar para desviar la atención de Christopher.

—Gracias, señor MacAffee. ¿Nos vamos?

Christopher inclinó ligeramente la cabeza y agarró del brazo a T.J.

—Donde quiera. Por cierto, llámame Christopher, por favor.

—Christopher, ¿por favor qué? —dijo T.J. ¡Cielo Santo! Debía de ser la ropa. Estaba coqueteando al más puro estilo de Huracán Theresa.

Él se rió.

—Es cierto lo que dicen de ti —murmuró él, mientras sacaba un pañuelo del bolsillo y se limpiaba el sudor de la frente.

El corazón empezó a latirle a cien por hora, aunque sabía que el cumplido iba dirigido a Theresa.

—No sabes ni la mitad —respondió ella con una sonrisa provocadora.