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El destino en sus manos Para un hombre como Kullen Manetti las mujeres nunca habían sido nada más que un objeto. Sin embargo, eso iba a cambiar muy pronto. Un antiguo amor estaba a punto de irrumpir en su vida para ponerlo todo de cabeza. Lilli McCall se había marchado por una razón, un secreto que nunca le había revelado... No obstante, ¿cómo hubiera podido imaginar entonces que necesitaría su ayuda para no perder lo que más quería en la vida, su pequeño hijo? La batalla por la custodia del niño llegaría a su punto álgido al mismo tiempo que su pasión por Kullen, pero… ¿volvería a enamorarse locamente de él? Medicina de amor La decoradora Kennon Cassidy tenía muy claro lo que quería de la vida y, tras otra terrible ruptura, el romance no entraba en sus planes. Aun así, cuando aceptó transformar la nueva casa de un médico viudo, no pudo evitar quedar cautivada por sus dos alegres niñas, y por el estoico hombre que se escondía tras ellas. Simon Sheffield creía estar empezando una nueva vida. El cardiocirujano no quería relaciones complicadas, ni siquiera con la bella decoradora que había embrujado a sus hijas. ¿Le haría falta una radiografía para darse cuenta de que Kennon era la receta que tanto necesitaba su familia? El hombre de sus sueños Brandon Slade era un escritor famoso, el hijo de una leyenda de Broadway. ¿Cómo había podido Isabelle, con lo sensata que era, enamorarse perdidamente de él? Era irrelevante lo bien que le hiciera sentir cuando estaban juntos, ella sabía que estaba fuera de su alcance. Por eso, lo único que quería era disfrutar aquella relación mientras durase. Brandon nunca había conocido a nadie como Isabelle, tan auténtica y llena de vida. Durante años había guardado su corazón bajo llave, pero Isabelle le hacía querer arriesgarse de nuevo...
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© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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© 2010 Marie Rydzynski-Ferrarella
El destino en sus manos
Título original: Unwrapping the Playboy
© 2011 Marie Rydzynski-Ferrarella
Medicina de amor
Título original: A Match for the Doctor
© 2011 Marie Rydzynski-Ferrarella
El hombre de sus sueños
Título original: What the Single Dad Wants...
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011, 2011 y 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1180-662-6
Créditos
El destino en sus manos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Medicina de amor
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
El hombre de sus sueños
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Promoción
Kullen, necesitas una mujer en tu vida.
Kullen Manetti le sonrió a su madre. Estaban en el Vesuvius, almorzando.
En realidad podría haber sido mucho peor. Por primera vez, Theresa Manetti había logrado terminarse el primer plato antes de sacar el tema. Su soltería empedernida siempre era el tema principal de conversación cada vez que pasaban un rato juntos.
Unos seis meses antes su hermana Kate había sucumbido a los encantos de un banquero llamado Jackson Wright, y ya sólo quedaba él; el último soltero en el grupo de amigos de toda la vida.
Pero su madre había pasado por alto un punto muy importante.
—Mamá, mi vida está llena de mujeres —le recordó Kullen.
Theresa entrecerró los ojos. No estaba dispuesta a ceder ni un poquito. Durante el año anterior, ella y sus amigas, Maizie y Cecilia, les habían conseguido novio a sus respectivas hijas.
Y el éxito en su labor de casamentera le había subido mucho la moral.
Theresa Manetti era una mujer decidida y emprendedora que llevaba su propio negocio desde hacía muchos años. Sin embargo, en el ámbito privado, era la más tranquila y tímida de las tres amigas de toda la vida. Maizie, que era agente inmobiliario, había encabezado la llamada Operación Casamentera, y Cecilia la había apoyado desde el principio, aunque su entusiasmo tuviera.
Hasta que se fraguó aquella conspiración, la forma de hacer presión de Theresa consistía en cruzar los dedos y rezar. Algunas veces incluso hacía algún comentario casual, pero nada más.
«A ver cuándo sentáis la cabeza…», solía decirles.
Kate y Kullen llevaban el bufete de abogados de su difunto padre. Kate llevaba muchos años entregada al trabajo, pero él sí sabía disfrutar de la vida. No había mujer que se resistiera a sus encantos y su lista de novias se hacía más larga cada día. A él le gustaban todas y nunca tenía bastante. Ninguna de sus relaciones duraba más de unas pocas semanas.
Seis semanas era el máximo y eso era lo que él entendía como una relación estable y duradera. Theresa sufría al ver que su hijo, apuesto y triunfador, no tenía ningunas ganas de buscar a la chica adecuada, la media naranja que necesitaba para formar una familia feliz.
—Una mujer decente en tu vida —le dijo con contundencia.
Kullen esbozó una sonrisa de oreja a oreja y se inclinó hacia su madre.
—Bueno, para eso ya te tengo a ti —le dijo, dándole un beso en la frente—. Y a Kate, claro. Y a esas amigas tuyas, Maizie y Cecilia.
Su madre se reunía con sus amigas de toda la vida una vez por semana para jugar al póquer, supuestamente… Pero, en realidad, lo que hacían era urdir planes y estrategias casamenteras. Ya le habían conseguido marido a Kate, a Nikki y a Jewel, así que ya debían de traerse un nuevo plan entre manos. Sin embargo, por mucho cariño que les tuviera a las que consideraba como sus tías, no estaba dispuesto a ser ese proyecto.
Theresa se puso erguida y miró fijamente a su primogénito. Kullen era alto, moreno y apuesto, igual que su padre. Pero los rasgos de Kullen eran más estilizados, modelados… casi aristocráticos. Eso lo había heredado de ella.
—Kullen…
Él conocía muy bien ese tono de voz y también sabía que tenía que cortar el tema de raíz. No quería terminar el almuerzo de mala manera.
Últimamente tenía poco tiempo libre, sobre todo después de la jubilación de Ronald Simmons, uno de los socios fundadores del bufete, y ya no podía visitar tanto a su madre.
No obstante, en general, sí disfrutaba de su compañía. Theresa Manetti era una mujer agradable, simpática, cariñosa… Él la quería con locura y sabía que ella también a él.
Su padre había sido un tipo muy afortunado, pero, por desgracia, Anthony Manetti había vivido entregado al trabajo y nunca había sabido la suerte que tenía. Desde su creación, el bufete familiar lo había sido todo para él, tanto fue así que nunca les hizo ningún caso a sus propios hijos hasta que se unieron a la empresa familiar.
Kate había sido la que peor lo había pasado porque, aparte de ser un perfeccionista, Anthony Manetti era un machista incorregible. De hecho, hasta el día de su muerte siguió creyendo que todos los miembros del género femenino, a excepción de algunas mujeres prominentes en el mundo de la política, estaban menos dotados que los hombres para las actividades intelectuales, sobre todo tratándose de leyes y de Derecho. Siempre le había exigido el doble a su hija sólo para hacerla estar a la altura de cualquier otro abogado principiante del bufete.
«Muy mal, muy mal, papá. Había dos mujeres que te adoraban, pero nunca supiste verlo», pensó Kullen.
—En serio, mamá. Creo que tus amigas y tú os entretendríais mucho más si os ocuparais de vuestras propias vidas, o de la de mi pobre prima Kennon.
Al igual que su hermana y sus dos amigas, su prima Kennon era una de esas mujeres adictas al trabajo. Tenía su propio negocio de diseño de interiores y, al igual que las otras tres, siempre decía que estaba demasiado ocupada como para enfrascarse en una relación. En la opinión de Kullen, Kennon era perfecta para el próximo proyecto casamentero de su madre.
Él, en cambio, no lo era.
Al contrario… Kullen Manetti sí que sabía cómo pasárselo bien y ninguno de sus «escarceos», en palabras de su madre, tenía la menor importancia.
Así era cómo tenía que ser.
De esa manera, nadie salía herido, ni tampoco su propio corazón, ni su orgullo… Ambos habían salido más que escaldados en una ocasión y con eso había sido más que suficiente para él. Ya hacía mucho tiempo de aquello y no lo recordaba más que como algo que hubiera leído en un libro o visto en una película, una lejana anécdota que formaba parte de un pasado casi ficticio.
Pero había sido real.
Entonces era otra persona; un chico ingenuo, tonto… que había quedado atrás. El nuevo Kullen Manetti nada tenía que ver con aquel muchacho; el nuevo Kullen Manetti era un hombre inteligente, triunfador, con una larguísima lista de teléfonos en la que predominaban los números de mujeres hermosas.
Theresa ladeó la cabeza ligeramente, una costumbre que Kate había tomado de ella.
—¿Nuestras propias vidas?
—Sí. Hasta donde yo sé, ni Maizie, ni Cecilia ni tú tenéis pensado pasar por el altar. Ni siquiera os he visto entrar en un motel alguna vez —añadió con una mirada pícara—. ¿O es que me estás ocultando algo?
Cuando la miraba de esa manera, con esa sonrisa, le recordaba mucho a su padre, el día que le había conocido. Por aquel entonces, Anthony no estaba tan obsesionado con el trabajo. Anthony Manetti había sido romántico, divertido… ¿Qué le había pasado con el paso del tiempo?
Pero ella, sin embargo, los echaba de menos a los dos; al jovencito encantador y al hombre brillante en el que se había convertido después. Si él no la hubiera dejado fuera de su vida… Mirando atrás, Theresa se daba cuenta de que el tiempo que habían pasado juntos había sido demasiado corto. Anthony siempre había sido y siempre sería el único y verdadero amor de su vida.
—No, no te estoy ocultando nada. Ya tuve bastante con tu padre —le dijo a su hijo—. Me considero muy afortunada porque fui feliz.
Ella sabía que Maizie y Cecilia sentían lo mismo.
—Y es esa clase de felicidad la que quiero para tu hermana y para ti.
—Oh, pero yo soy feliz, mamá —contestó Kullen en tono divertido.
Su hijo salía con mujeres cuyo coeficiente intelectual era equivalente al de un animal de compañía, y ambos lo sabían. No eran más que muñequitas de plástico con la cabeza vacía.
—Verdaderamente feliz —dijo Theresa, enfatizando.
Trató de explicarse con el mayor tacto posible.
—Ésa es la diferencia entre darse un atracón de bombones de chocolate y tomar una buena comida, nutritiva y sana. Lo primero no sirve más que para subirte el colesterol, mientras que lo segundo te hace más sano y fuerte, capaz de vivir tu vida al máximo.
Kullen se rió a carcajadas, sacudiendo la cabeza.
—Me encantan tus analogías alimenticias.
Maizie tenía su propio negocio inmobiliario, Cecilia llevaba un servicio de limpieza profesional y ella, por su parte, había creado una empresa haciendo lo que mejor se le daba: cocinar.
Theresa Manetti, una cocinera experimentada, tenía su propia empresa de catering y podía preparar un festín con cuatro cosas y en un tiempo récord.
—No te ofendas, mamá, pero yo no soy de los que se conforman con un plato de carne con patatas. A mí me gustan los dulces y el chocolate satisface muy bien mis necesidades —la miró con cariño, sabiendo que hacía lo que hacía por amor.
No quería hacerle daño, pero tenía que ser sincero con ella.
—Y no tengo pensado cambiar de momento.
Theresa no se dio por vencida.
—Kate pensaba lo mismo.
—Kate no era feliz, mamá —le recordó él—. Yo sí.
Ya había terminado con el postre y el café, así que se acercó un poco más a su madre.
—Ahora mismo tienes un récord de éxitos del cien por cien, pero si me metes en el potaje, entonces verás que bajará al cincuenta por ciento.
Theresa suspiró.
—No tengo pensado ir a las Olimpiadas ni nada parecido.
Kullen se rió y miró con ternura a su madre. Si las cosas hubieran resultado de otra manera, se hubiera casado con alguien muy parecido a ella ocho años antes. Pero se había equivocado, había cometido un error.
Historia… Aquello no era más que historia, parte del pasado.
Su madre era única. Había roto el molde. No había nadie como ella.
Además, una relación siempre implicaba discusiones, desconfianza… Y él no estaba de humor para todo eso. Estaba mucho mejor solo, libre, feliz de ser así…
—No sería el cincuenta por ciento —dijo su madre con sentimiento.
Él la miró con un gesto de confusión.
—Te olvidas de Nikki y de Jewel.
Nikki y Jewel eran las hijas de Maizie y de Cecilia, respectivamente. Ambas habían conseguido a hombres fantásticos gracias a sus madres.
—No. No me he olvidado de Nikki y de Jewel, y si me hubiera olvidado, ya estás tú para recordármelo.
Kullen no tenía intención de seguirle dando vueltas al tema.
—Si lo dejas ahora saldrás ganando, mamá —le aconsejó—. Así es mejor. Es mejor dejarlo en lo más alto.
Theresa no se dejó convencer con ese argumento. Apretó los labios y deseó con todas sus fuerzas que su hijo entrara en razón.
—Esto no es una serie de televisión, Kullen. Es tu vida.
—Sí —dijo él—. Lo es.
En efecto, era su propia vida y era ése el motivo por el que no estaba dispuesto a dejar que nadie quisiera cambiarla.
—Ya no tengo doce años, mamá —le recordó.
Llevaba muchos años siendo un hombre y seguiría siendo así.
—Si tuvieras doce años… —Theresa entrelazó las manos sobre la mesa—. Entonces no estaríamos teniendo esta conversación. Sé suficiente de leyes como para saber que no te puedes casar a los doce años, ni en este estado ni en ningún otro.
—No estamos teniendo esta conversación —dijo Kullen en un tono bromista, levantándose de la mesa.
Habían pagado la cuenta antes de tomar el café.
Kullen se inclinó y le dio un suave beso en la mejilla. Como siempre, su madre olía a su fragancia favorita de jazmín.
—Tengo mucho trabajo esta tarde.
Theresa reprimió una sonrisa. Ella sabía muy bien qué trabajo tenía esa tarde, sabía algo que él desconocía...
—Mi hijo, el mejor abogado de la ciudad —dijo con un toque burlón.
Kullen se detuvo un momento y la miró fijamente. Hubiera jurado que se traía algo entre manos…
—¿Sabes, mamá? Para muchas madres eso es más que suficiente.
Theresa no pudo quedarse callada. Algún día conseguiría juntar todas las piezas del puzle, pero aún no.
—Yo no soy una madre cualquiera, Kullen. Soy tu madre —le dijo.
Él la miró con una mirada de sospecha.
—Y como soy tu madre… —añadió ella.
—Lo he pasado muy bien contigo esta mañana —dijo él rápidamente, terminando la frase—. Adiós. De verdad tengo que irme —añadió y echó a andar.
—Kullen…
Su voz lo hizo detenerse. Se dio la vuelta y esperó.
—¿Qué?
Como siempre había sido una persona sincera, Theresa sintió que tenía que serle franca a su hijo. Y en ese caso la franqueza pasaba por decirle que el fin de semana anterior había preparado el catering para una comida benéfica organizada por Anne McCall, la madre de Lilli McCall.
Anne le había dicho que su hija Lilli estaba de vuelta en Bedford y que estaba buscando un abogado desesperadamente.
Nada más oír la noticia, el corazón de Theresa se había disparado…
Más que nada, quería decirle a su hijo que le había dado su número a Anne. Quería decirle que esa misma tarde vería a Lilli, aquella chica con la que había salido en la universidad.
Sin embargo, como sabía que Kullen le pasaría el caso a Kate nada más enterarse de la pequeña trampa que le había tendido, esbozó una sonrisa y se despidió de su hijo como si nada.
—Que pases una buena tarde, hijo —le dijo.
Él le devolvió la sonrisa.
—Gracias. Eso espero.
Kullen dio media vuelta y se dispuso a empezar la tarde.
«Con un poco de suerte, hoy también empezará el resto de su vida», pensó Theresa, viéndole marchar.
Lilli McCall no sabía si sería una buena idea. Antes de salir de casa había agarrado el teléfono en tres ocasiones para llamar al bufete y cancelar la cita. Sin embargo, cada vez que empezaba a marcar los números algo la hacía detenerse. Si cancelaba la cita entonces tendría que buscar otro abogado. Y tendría que buscarlo rápidamente.
El tiempo se estaba agotando. No podía cerrar los ojos y fingir que todo estaba bien, porque no era cierto. Nada había estado bien desde aquel día en que había abierto la carta de Elizabeth Dalton. Aquella carta la había hecho volver a Bedford, huyendo de aquella mujer.
En vano… Sus tentáculos podían llegar a cualquier parte.
Poco después de llegar había recibido una segunda carta, llena de palabras condescendientes, sarcasmos y algo peor, amenazas…
No podía dejar que aquella amenaza se hiciera realidad. Estaba dispuesta a plantarle batalla a Elizabeth Dalton, aunque le fuera la vida en ello. Pero eso significaba pasar por los tribunales, buscar un abogado que ganara… a toda costa.
Ella quería una batalla limpia, pero también sabía que Elizabeth Dalton era capaz de utilizar cualquier argucia para salirse con la suya. Viuda de un hombre que había heredado un imperio farmacéutico, detestaba a la gente que le llevaba la contraria y estaba acostumbrada a hacer siempre su voluntad.
Estaba acostumbrada a ganar siempre.
Lilli no tenía la menor duda de que la rica viuda y su abogado usarían los trucos más sucios para conseguir lo que querían.
Y era su hijo a quien querían.
El nieto de Elizabeth.
El problema era que no conocía a ningún abogado, ni bueno ni malo. Había dejado la carrera en el primer año y hasta ese momento nunca había precisado de la ayuda de un abogado, ni tampoco conocía a nadie que hubiera necesitado uno en el pasado.
Pero sí conocía a Kullen. Sabía que era bueno, cariñoso… Y eso era un comienzo. Él sí se había graduado. Seguía viviendo en Bedford y quizá fuera la persona que podía ayudarla.
Quizá la suerte estuviera de su lado, por una vez…
Diez minutos antes de la hora de la cita, Lilli detuvo el coche en el aparcamiento de Rothchild, McDowell & Simmons. Asió con fuerza el volante e inclinó la cabeza adelante. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Era buena idea?
Sacó el teléfono por enésima vez, marcó el número y, justo antes de apretar el botón de llamada, cambió de idea. Cerró el teléfono, lo guardó en el bolso y bajó del vehículo. Respiró hondo y echó a andar hacia el alto edificio de oficinas. Atravesó el vestíbulo y entró en el ascensor. Se sentía como un alma condenada, recorriendo los últimos metros hasta el patíbulo.
«Jonathan… Piensa en Jonathan… Jonathan es todo lo que importa. Tienes que protegerlo de esa mujer si no quieres que se convierta en un calco de su padre…», se dijo, nerviosa.
No podía dejar que ocurriera.
Las puertas del ascensor se abrieron rápidamente. Ella salió y caminó hasta las flamantes puertas del bufete. Sólo podía esperar estar haciendo lo correcto…
Estaba a punto de dejar el futuro de su hijo en manos del hombre al que había abandonado ocho años antes.
PARA Kullen había días en los que la vida parecía una carrera de Fórmula Uno. Los minutos y las horas pasaban a toda velocidad y no podía hacer nada bien. A decir verdad, no hubiera sido capaz de mantener la cordura de no haber sido por la eficaz secretaria que su padre había contratado tantos años antes.
Pero Selma Walker ya no era una secretaria. Ahora era una asistente administrativa, un cargo que a veces le molestaba tener. A ella siempre le había gustado llamarle a las cosas por su nombre, y siempre había sido secretaria; una muy buena…
Selma parecía tener muchos años y probablemente los tuviera en realidad. Era una mujer pequeña, delgada y ágil, con el pelo negro, avispada e inteligente. Era Selma quien mantenía al día la agenda de Kullen, y la de todos los demás. Encajaba las reuniones en el calendario con una destreza infalible y ponía al día el ordenador. No obstante, nunca le habían gustado los aparatos electrónicos y eso incluía el ascensor. Todos los días, tanto para entrar como para salir, optaba por las escaleras.
En muchas ocasiones le había dicho a Kullen que le gustaba sentir el tacto del papel y del bolígrafo en las manos. Además, decía, todos esos aparatos no servirían para nada si se producía un corte de luz o una mancha solar. En un momento como ése, el ser humano sólo podía confiar en los métodos convencionales y anticuados, los métodos que hacían uso del poder de la mente.
El único defecto de Selma Walker, aparte de su endemoniado carácter, era su letra. Aunque resultara extraño tratándose de alguien de esa edad, su letra era peor que la de un médico. Cada vez que se lo decían, se lo tomaba muy a pecho y replicaba contestando que ella sí que podía entenderla perfectamente.
Y seguramente fue ése el motivo por el que aquellos inesperados golpecitos en la puerta lo tomaron por sorpresa. Kullen había revisado su agenda esa mañana, pero no había sido capaz de entender mucho. Levantando la vista, invitó a entrar a la persona que estaba al otro lado de la puerta, el nuevo cliente, probablemente…
Hasta ese momento, todo lo que sabía del nuevo cliente era que era una mujer y que estaba soltera. Había aprendido a reconocer los garabatos que significaban «señor» y «señora» en la letra de Selma. El signo que indicaba «señora» era un poco más grande porque contenía un signo más.
El nombre del cliente, en cambio, seguía siendo un misterio, pero tampoco había motivos para preocuparse. Ya tendría tiempo de averiguar el nombre de aquella mujer soltera durante las presentaciones. Además, ya hacía mucho tiempo que había dejado de protestar por la letra de Selma.
Sin embargo, lo que Kullen no sabía en ese momento era que conocer el sexo y el estado civil de la nueva cliente no era ni remotamente suficiente en ese caso.
Habían pasado ocho años, pero él la hubiera reconocido en cualquier parte.
Lilli.
Durante mucho tiempo, la imagen de Lilli había estado grabada en su mente, y en su corazón. Y aunque finalmente hubiera quedado confinada a un oscuro rincón de su alma, allí seguiría, por siempre jamás.
Sorpresa, alegría, rabia… Todos esos sentimientos desencadenaron un torbellino de emociones que lo sacudía por dentro, creando confusión, desconcierto. ¿Por qué estaba allí?
Kullen sintió un violento mareo y tuvo que respirar hondo. Sentía que estaba a punto de desplomarse sobre el escritorio, pero el aire no entraba en sus pulmones.
Se puso en pie como pudo. Era como si estuviera viendo una película, como si su cuerpo perteneciera a otra persona, en otro lugar y tiempo… Se sentía como si aquello fuera un fragmento de un sueño recurrente que todavía tenía de vez en cuando, atormentándolo; un sueño que se rompía en mil pedazos cada vez que abría los ojos.
Pero en ese instante estaba despierto.
¿O no?
—¿Lilli? —susurró, casi sin creérselo.
Una parte de él esperaba que aquella joven lo mirara con ojos escépticos, como si no reconociera el nombre, porque en realidad no había ninguna razón en el mundo para que fuera la mujer que había huido aquella noche, abandonándolo después de haberle pedido que se casara con él. Había desaparecido sin dejar rastro alguno. Nadie sabía adónde se había ido o por qué había dejado la facultad de Derecho de la noche a la mañana.
Pero, sin duda alguna, la mujer que tenía delante era Lilli. No podía ser ninguna otra.
—Hola, Kullen.
La preciosa rubia con la que una vez había planeado pasar el resto de su vida estaba detrás de la silla de cuero, frente a su escritorio.
—¿Puedo sentarme? —le preguntó con una voz suave y melódica que parecía llegarle a través de una nube invisible.
Era como si acabaran de asestarle un golpe fulminante.
Kullen tardó unos instantes en recuperarse, en poner en orden sus pensamientos… Una legión de emociones se había apoderado de su mente.
—Sí. Siéntate, por favor.
Teniendo en cuenta las circunstancias, era un milagro que pudiera articular palabra.
Señaló la silla de cuero y se sentó lentamente. Era increíble que, a pesar de su diminuta estatura, Lilli llenara toda la habitación con su sola presencia.
No podía quitarle los ojos de encima y una parte de él todavía esperaba verla esfumarse en el aire en cualquier momento, como si fuera un sueño.
Pero no era un sueño. Respirando hondo, Kullen consiguió serenarse un poco y puso el piloto automático, tratándola como a cualquier otro cliente, haciéndole las preguntas rutinarias. Tenía que hacer todo lo posible por deshacerse de aquel sentimiento que lo mantenía prisionero dentro de sí mismo.
—¿Te apetece algo de beber? —le preguntó, mirando hacia la mesita que estaba en un lateral—. ¿Café? ¿Un té? ¿Agua?
Ella sacudió la cabeza.
—No, gracias. No tengo sed.
Él asintió con la cabeza y volvió a sentarse.
—Muy bien. ¿Por qué no me dices qué quieres? —le preguntó.
Kullen se detuvo antes de decir nada más. Haciendo un gran esfuerzo, se tragó la amargura que le atenazaba el pecho. Se puso erguido e hizo la única pregunta que tenía lógica en ese momento.
—¿Qué estás haciendo aquí, Lilli?
Lilli bajó la vista. Sabía que tenía todo el derecho de rechazarla, pero, si lo hacía, entonces no sabría qué hacer.
«Empezar de nuevo, igual que la otra vez…», se dijo.
A lo largo de esos años había descubierto una fuerza dentro de sí misma que jamás había creído tener. Era increíble que una persona tan pequeña e indefensa la hubiera hecho cambiar tanto. Era una superviviente.
—He venido a pedirte ayuda —le dijo.
Aquellas palabras atravesaron el corazón de Kullen.
Sin embargo, también quería saber qué la había hecho volver después de tanto tiempo. ¿Cómo se atrevía a pedirle ayuda después de ocho años, como si nada hubiera pasado?
Entonces hubiera hecho cualquier cosa por ella.
Hubiera dado su vida por ella. Ella tenía que saberlo. Y, sin embargo, se había marchado sin más. Se había burlado de él y lo había abandonado como a un perro.
Los segundos se hicieron interminables. Él guardaba silencio, mirándola.
—¿Entonces todos los demás hombres del mundo han muerto?
Ella le miró fijamente, confusa. Aquella pregunta no tenía sentido alguno.
—¿Disculpa?
—Así me hiciste sentir cuando te marchaste. Me hiciste sentir que no querías volver a verme aunque fuera el último hombre sobre la faz de la Tierra. Dado que estás aquí, imagino que todos los hombres del planeta deben de haber sido exterminados repentinamente, aunque también tengo que decir que eso es bastante improbable. Hace sólo unos minutos me crucé con unos cuantos por el pasillo —se encogió de hombros con indiferencia—. Supongo que debo de haberme perdido el apocalipsis que ha tenido lugar en los últimos diez minutos —se inclinó sobre el escritorio y bajó la voz—. ¿O es que ha pasado hace unos segundos?
Lilli se encogió por dentro. Sabía que no podía esperar otra cosa y, de hecho, esperaba más. Se había visto engullida por los acontecimientos y eso la había hecho portarse muy mal con él.
Respiró profundamente. No debería haber ido. Aunque Kullen tuviera todo el derecho de estar enojado con ella, o incluso el derecho a odiarla, oír su voz fría e indiferente le hacía más daño del que podía soportar.
Mucho daño.
Porque, a pesar de todo lo ocurrido, a pesar de todo lo que le había hecho, en el fondo de su corazón sabía que Kullen Manetti era el único hombre que verdaderamente le había importado, el único…
Él era el único hombre al que había amado, aunque le hubiera hecho sufrir tanto.
Lilli le miró de arriba abajo. Estaba más guapo que nunca. Ocho años antes no era más que un muchacho, pero los años lo habían convertido en un hombre arrebatadoramente apuesto. Mientras le observaba, sintió la atracción casi de inmediato, igual que ocho años antes.
—Ha sido un error —le dijo en un tono tenso y entonces echó atrás la silla para incorporarse—. No debería haber venido —se puso en pie—. No quería molestarte.
Kullen sabía que debía dejarla marchar sin más. Le había costado mucho tiempo y esfuerzo, pero finalmente había logrado reinventarse a sí mismo; se había convertido en otra persona. No quería volver al pasado. No quería revivir aquellos sentimientos que tanto daño le habían hecho. No quería volver a sentir que no podría sobrevivir sin la mujer a la que amaba.
Necesitaba recordarlo todo. Necesitaba recordar el precio tan alto que había pagado por bajar la guardia.
El precio que había pagado por amarla…
Aquella conversación no iba por buen camino. Podía sentir cómo le flaqueaban las fuerzas; podía sentir cómo sucumbía lentamente.
A pesar de su determinación, había algo en aquellos ojos azules que le hablaba directo al corazón; algo que tiraba de él, igual que tantos años antes.
—¿Qué ha sido un error? —le preguntó a Lilli, intentando contener las ganas de estrecharla entre sus brazos—. ¿Que desaparecieras de mi vida de la noche a la mañana hace ocho años?
A punto de salir del despacho, Lilli se detuvo junto a la puerta, pero no se dio la vuelta. Dirigió sus palabras al cristal de la puerta.
—Tenía mis motivos.
—Motivos que no quisiste compartir conmigo —le dijo él—. ¿Tanto me odiabas?
No querría haberle hecho esa pregunta, pero las palabras salieron de su boca por sí solas.
Sorprendida, Lilli se volvió hacia él y le miró a la cara.
—¿Odiarte? —repitió—. Yo no te odiaba. No quería hacerte daño.
—¿Y por eso me arrancaste el corazón y lo tiraste a la basura? ¿Para no hacerme daño? Vamos, Lilli, ¿por qué no te esfuerzas un poco más? —le dijo en un tono mordaz.
Ella cerró los ojos un instante y trató de reprimir las lágrimas.
—No lo entiendes —susurró, ahogada.
No era fácil mantenerse firme, sobre todo cuando lo único que deseaba era consolarla, abrazarla… Estrecharla entre sus brazos y revivir la vida que una vez había tenido a su lado.
—Entonces explícamelo.
Ella sacudió la cabeza sin más. Había demasiadas cosas que contar y había pasado mucho tiempo. Si la vida no le hubiera pasado factura poco tiempo después de conocer a Kullen, él hubiera sido la persona perfecta para ella.
Pero la factura había resultado ser demasiado larga.
Lilli sacudió la cabeza nuevamente.
—Es complicado. No puedo… —su voz casi se quebró—. Tengo que irme.
Agarró el picaporte y abrió.
Kullen fue hacia ella rápidamente y empujó la puerta con la palma de la mano, cerrándola bruscamente.
—¿Por qué has venido? —le preguntó—. ¿Para qué necesitas mi ayuda?
A lo mejor las cosas podían salir bien, a pesar de todo. A lo mejor no había sido un error ir a verle.
Lilli apretó los labios y levantó la vista.
—Necesito tu ayuda para salvar a mi hijo.
Kullen se quedó sin aire.
Era como si acabaran de noquearle sin remedio.
Durante unos segundos se vio obligado a guardar silencio.
—¿Tu hijo?
Recordaba muy bien aquellos meses felices que habían pasado juntos. Al principio, ella huía cada vez que la tocaba, pero, poco a poco, se había ganado su confianza. La había respetado en todo momento y había ido despacio, tal y como ella había querido. Por aquel entonces pensaba que ella debía de ser una de esas chicas raras que querían reservarse para el hombre adecuado, para su futuro esposo. Estaba tan loco por ella que hubiera hecho cualquier cosa que ella le hubiera pedido con tal de estar a su lado, con tal de convertirse en ese hombre.
«Ingenuo…», se dijo. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Ella no se reservaba para nadie. Simplemente no había querido estar con él.
—Sí —dijo ella en un tono tranquilo—. Tengo un hijo.
«Y haré cualquier cosa para salvarle. Cualquier cosa…», pensó para sí.
Kullen le miró la mano izquierda. No llevaba anillo, ni tampoco había ninguna marca en su dedo. ¿Acaso era mentira todo lo que le había dicho entonces?
—¿Y tu marido? —le preguntó, intentando mantener la calma—. ¿Dónde está?
Ella levantó la barbilla y le miró de frente.
—No tengo.
—¿Te has divorciado? —le preguntó, perdiendo la paciencia—. ¿Eres viuda? ¿Separada? ¿Alguna de esas posibilidades?
—No. No. No —dijo ella, respondiendo a todas las preguntas.
Evidentemente sólo había una conclusión posible. Las palabras llegaron a su boca antes de que pudiera pensárselo dos veces.
—¿Acaso se trata del Espíritu Santo?
En cuanto lo dijo, ella se cerró por completo. Dio media vuelta y trató de abrir la puerta, pero él le cerró el paso. Se había dejado llevar por la rabia. Lo que acababa de decir no era propio de él.
—Muy bien. Lo siento —le dijo—. Pero tenía derecho a decirlo.
Ella no cedió ni un milímetro.
—Cuando estábamos juntos, me dijiste que te estabas reservando —le recordó.
—Nunca dije exactamente eso —señaló la joven.
Ella jamás podría haber dicho semejante cosa, porque nunca había sido verdad. Simplemente le había dejado pensar lo que él había querido suponer porque la realidad era demasiado cruda y dolorosa para revelarla.
Incluso después de tantos años, el dolor seguía siendo demasiado intenso.
—¿Entonces no fui más que un idiota del que te burlaste? —le preguntó él en un tono sarcástico.
—¡No! —exclamó ella con contundencia—. Tú eras dulce, sensible, amable…
Kullen frunció el ceño.
—En otras palabras, un idiota.
Ella sacudió la cabeza con fuerza.
—No. No un idiota, sino un héroe —le dijo, mirándole fijamente—. Tú me salvaste —añadió con pasión.
Kullen no recordaba haber hecho nada heroico. Lo único que recordaba haber hecho por aquel entonces era hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener a raya las hormonas y respetar los deseos de ella.
—¿Que te salvé?
Ella asintió con la cabeza.
—Si no hubieras tenido tanta paciencia conmigo, si no hubieras sido tan bueno, si no me hubieras dado todo tu apoyo… Me hubiera matado a mí misma —le dijo, y lo decía de verdad.
Entonces no tenía esperanza, pero él se la había devuelto.
«Me hubiera matado a mí misma…».
Aquella era una frase que solía estar en boca de la gente joven. Sin embargo, en los labios de Lilli las palabras cobraban un sentido aterrador. Su mirada no engañaba.
—¿Por qué?
Ella volvió a sacudir la cabeza.
—No quiero entrar en eso ahora, Kullen —le dijo en un tono profundamente serio y entonces se irguió—. Siento haberte hecho perder así el tiempo. Mándame la factura de esta reunión y te la pagaré. Es lo menos que puedo hacer.
Kullen pensó que lo menos que podía hacer era explicarse, pero también sabía que no podía presionarla.
De repente, ella volvió a agarrar el picaporte.
—¿Adónde vas?
—Tengo que buscar a un abogado.
—Yo soy abogado —le recordó él—. ¿Qué pasa conmigo?
—Nada. Pero supongo que no querrás aceptar mi caso.
Kullen no tenía ni idea de qué haría a continuación, ni tampoco sabía cómo saldría todo aquello, pero sí sabía que no quería dejarla ir así como así.
—Yo no he dicho eso. Ni siquiera sé de qué se trata. ¿De qué se trata? —le preguntó.
—Es una batalla por la custodia del niño —le dijo ella, yendo al grano.
—Entonces sí que hay un padre —concluyó él.
—No. Es la abuela.
Al decir aquellas palabras, Lilli tuvo que reprimir una sonrisa. La aristocrática Elizabeth Dalton hubiera sentido auténtico horror al oír que la llamaban «abuela». De cara a la galería, la respetable señora Dalton fingía ser una diosa benevolente e inmortal; alguien más allá del paso del tiempo. Su imagen y su reputación eran lo más importante para ella.
Lilli sabía con certeza que su pequeño hijo se marchitaría como una flor si Dalton llegaba a ganarle la custodia. Bastaba con recordar cómo había salido su propio hijo, lo que había hecho… Lilli sintió un escalofrío.
—¿Tu madre? —preguntó Kullen, adivinando.
—No. Elizabeth Dalton.
Al oír el nombre de aquella famosa de la alta sociedad, Kullen se quedó asombrado.
—¿La viuda del empresario farmacéutico?
Lilli asintió.
—¿Qué tiene que ver ella con todo esto?
—Ella es la que quiere hacerse con la custodia de mi hijo —Lilli respiró hondo, como si tratara de protegerse de las palabras que estaba pronunciando—. Y me ha dejado muy claro que no se detendrá ante nada ni nadie hasta conseguir lo que quiere.
IGUAL que un policía de tráfico, Kullen levantó la mano y la hizo parar antes de que sus palabras se fueran en otro sentido.
—Un momento. ¿Por qué quiere quedarse con tu hijo Elizabeth Dalton?
A una dama de sociedad como Elizabeth Dalton le gustaba estar siempre en el punto de mira, pero aquello era demasiado raro.
—¿Qué derecho tiene exactamente sobre el niño?
Mientras esperaba una respuesta, vio la seriedad sombría que reinaba en la mirada de Lilli. ¿Cuántas veces había visto esa expresión antes? Ocho años antes le había costado meses ganarse su confianza.
Lilli apretó los labios.
—Preferiría no entrar en detalles ahora.
Los viejos muros de siempre… Aquellos muros la aislaban, la alejaban de él… Pero esa vez las cosas eran diferentes. Esa vez no se trataba de algo personal. Ella lo buscaba por su profesión. Necesitaba su ayuda como abogado y, como tal, él tenía que poner ciertas reglas para los dos.
—Si quieres que te ayude, Lilli… —le dijo, agarrándola del codo y guiándola hacia el escritorio—. Tendré que conocer todos los detalles… —le apartó la silla, pero Lilli continuó de pie, en silencio—. Cualquier abogado necesitará todos los detalles para poder representarte en los tribunales y para defender el caso.
«Mi caso…», pensó Lilli.
Dicho de esa forma parecía tan severo, tan clínico, tan objetivo… Se trataba de un niño; un niño precioso, dulce, inocente… La razón por la que se levantaba todas las mañanas, la razón por la que seguía adelante con su vida. Estaba dispuesta a dar su vida por él con tal de mantenerlo a salvo, lejos de las garras de Elizabeth Dalton.
Lilli guardó silencio, así que Kullen suspiró e intentó otra táctica distinta. Se sentó.
—Muy bien. Yo te contaré la historia, así que corrígeme si me equivoco. El hijo de Elizabeth es el padre del niño.
Hizo una pausa y esperó, pero Lilli no dijo nada.
El incómodo silencio se prolongó. Ella tomó asiento.
—Y ahora, de repente… —Kullen prosiguió—. El padre y ella quieren la custodia.
Lilli se miró las manos.
—No. No es él. Sólo su madre.
Kullen siguió adelante.
—Muy bien. Entonces el padre del chico no quiere…
—Su padre no lo quería —dijo ella en un tono tenso, cambiando el tiempo verbal que él había usado.
Kullen hizo una pausa.
—¿Pasó algo para que Dalton cambiara de idea?
—No —dijo Lilli.
Su voz sonaba vacía, desprovista de emociones. Ésa era la única forma de hablar del hombre que le había cambiado la vida de una forma tan radical.
—Está muerto —añadió.
En cuanto mencionó la muerte de Dalton, Kullen recordó algo. Había visto algo en las noticias un tiempo atrás. Al parecer, Erik Dalton había muerto repentinamente unos seis meses antes.
Kullen hizo un esfuerzo por recordar todos los detalles.
—Fue un accidente de esquí, ¿no? —le preguntó.
Lilli sacudió la cabeza.
—Murió en un accidente de barco —dijo ella—. Por lo que me dijeron, le gustaba tener fama de ser un loco temerario —añadió, incapaz de pronunciar su nombre.
Kullen siguió mirándola fijamente. Había muchas cosas que no le decía.
—Imagino que esa imagen de loco temerario no pasaba por tener un hijo —le dijo.
Lilli sintió una oleada de rabia. Palabras duras y amargas luchaban por salir de su boca. Nunca había odiado a nadie, pero sí odiaba a Erik Dalton en lo más profundo de su ser.
Se encogió de hombros. No quería demostrar sentimiento alguno.
—Yo nunca le di la oportunidad de decir lo contrario.
«Maldita sea, Lilli. Yo te quería. Yo habría puesto el mundo a tus pies si te hubieras casado conmigo. ¿Fue éste el motivo por el que te fuiste? ¿Me dejaste por un chulo de alta sociedad?».
Kullen hizo un gran esfuerzo por mantener las emociones bajo control, pero no pudo evitar hacerle una pregunta.
—¿Qué fue lo que le diste exactamente?
«Aquí vienen las lágrimas de nuevo…», pensó Lilli, intentando no derramar ni una sola. Se sentía tan vulnerable y expuesta. No sabía por qué se sentía así, pero no podía evitarlo.
A lo mejor tenía algo que ver con Kullen; con verle después de tantos años.
Pero aun así, no quería llorar. No quería convertirse en una damisela compungida y ridícula. No quería ser la víctima de un narcisista millonario y consentido.
—Una nota —le dijo por fin—. Le escribí una nota cuando Jonathan nació. Sólo le decía que pensaba que tenía derecho a saber que tenía un hijo. También le decía que no quería nada de él, que tenía la intención de criar a Jonathan yo sola.
No podía descifrar la expresión de Kullen, así que esperó a que él dijera algo.
Sin embargo, cuando él habló por fin, no fue para decir lo que ella esperaba oír.
—Eso fue una estupidez, ¿no crees? —le dijo él—. Al no querer saber nada de Dalton le negaste a tu hijo una buena vida llena de comodidades.
Lilli enfureció. Estaba dando muchas cosas por sentado.
—No —le dijo con firmeza—. Estaba protegiendo a mi hijo. Dándole una vida llena de amor —añadió, cerrando los puños sobre su regazo—. Quiero que Jonathan llegue a ser alguien. Quiero que sea alguien en la vida, que haga algo bueno en el mundo. Quiero que su vida cuente para algo —le dijo con fervor—. No quiero que aprenda a usar a las personas como si fueran cosas, no quiero que aprenda a mirarlas por encima del hombro.
Kullen seguía mirándola.
—No obstante, Jonathan podría haber tenido de todo. Y todavía puede tenerlo.
Lilli le observó durante unos instantes, decepcionada.
¿Quién era la persona que tenía ante sus ojos? El Kullen Manetti al que ella había conocido muchos años antes no se parecía en nada a ese hombre. Una vez, durante una sesión de estudios, él le había dicho que quería luchar por los más desfavorecidos, ayudar a la gente. Su padre quería que él se uniera al bufete familiar, pero él no quería hacerlo. Por aquel entonces tenía la intención de irse a trabajar en una ONG nada más graduarse, para ayudar a aquéllos que tenían todas las puertas cerradas.
Evidentemente, en algún punto del camino, Kullen había cambiado. Seguía siendo el mismo en apariencia, pero ya no era el hombre que había sido.
Agarrando los reposabrazos, Lilli se puso en pie.
—Supongo que no puedes ayudarme —le dijo, hablando con contundencia—. Siento haberte hecho perder el tiempo.
—Eso ya me lo has dicho —dijo él—. Yo soy el que decide si es una pérdida de tiempo.
Ella lo miró fijamente, sorprendida.
—Ahora mismo, sólo estoy haciendo de abogado del diablo.
—No necesito un abogado del diablo —le dijo ella—. En todo caso, necesito un ángel, porque estoy luchando contra el mismísimo diablo. Elizabeth Dalton tiene un ejército de abogados —añadió.
Lo mejor que podía hacer era ir de frente con él.
—Yo no puedo permitirme tal cosa.
—Supongo… —dijo él en un tono sosegado—, que no tienes suficiente para contratar a un solo abogado.
Lilli hubiera querido negarlo, pero no podía. Él tenía razón y no tenía sentido decir lo contrario. Poniéndose erguida, esquivó su mirada. Tenía miedo de ver compasión en su mirada.
—Tenía la esperanza de poder pagar la factura a plazos.
A Kullen no le gustaba verla sufrir así.
—El bufete acepta algunos casos sin cobrar.
Ella levantó la cabeza bruscamente.
—Yo no quiero caridad —le dijo, ofendida ante aquella sugerencia.
Kullen sabía que tenía que manejar el asunto con mucho tacto para no herir su autoestima.
—Nadie dice que sea caridad. Es nuestro contable el que decide si acepta o no el caso. Aceptar un caso gratuitamente nos beneficia de cara a Hacienda —le dijo—. Así parecemos más buenos. Y según lo que tengo entendido, el bufete no ha aceptado ningún caso gratuitamente este año. En realidad, a lo mejor nos estás haciendo un favor.
Lilli le miró con ojos escépticos. Sin embargo, estaba desesperada y necesitaba consejo legal desesperadamente. No tenía tiempo para perderse en los entresijos de la semántica. Necesitaba contratar a un abogado rápidamente si no quería perder a su hijo.
—Muy bien. Si me lo pones así… —le dijo, siguiéndole la corriente.
Él sonrió.
—Te lo pongo así —dijo.
Lilli apartó la vista de inmediato. No quería verle sonreír así, pues corría el riesgo de derretirse allí mismo. Aquella sonrisa traviesa y aniñada nunca fallaba; era capaz de atravesar el muro más grueso. Con esa sonrisa se había ganado su corazón.
Si las cosas hubieran sido diferentes…
Pero no lo eran. Tenía que enfrentarse a la realidad, en lugar de refugiarse en fantasías. La realidad era que Elizabeth Dalton podía quitarle a su hijo, y lo haría, a menos que ella pudiera hacer algo al respecto. Se sentía como David, enfrentándose a Goliat, y necesitaba un buen arsenal de armas. Necesitaba a Kullen.
—Muy bien —soltando los reposabrazos, Lilli volvió a sentarse.
Sin embargo, todavía estaba muy lejos de sentirse relajada. No conseguiría volver a relajarse hasta que todo terminara.
—¿Qué necesitas? —le preguntó, dispuesta a contarle todo lo que fuera preciso.
«Son tantas cosas que ni siquiera puedo hacer una lista…», pensó él.
—Para empezar, necesitaré la partida de nacimiento del niño.
Lilli no tardó en comprender por qué quería ver ese documento. Quería ver el nombre sobre el papel.
—Dejé en blanco la casilla del nombre.
Kullen se sorprendió. Seguía siendo la de siempre, capaz de leerle el pensamiento.
—¿No pusiste el nombre del padre?
Lilli sacudió la cabeza.
—No.
¿Acaso sentía vergüenza de escribir el nombre del padre? ¿O acaso el heredero de la farmacéutica la había amenazado?
—¿Por qué?
Lilli guardó silencio. ¿Por qué tenía que insistir así? Los motivos no importaban. Lo único que importaba era que la madre de Erik quería arrebatarle a su hijo.
No obstante, Kullen la miraba con tanta intensidad, que no tuvo más remedio que darle una respuesta.
—No quería saber nada de Erik Dalton. Además, puede que Jonathan tenga el ADN de Erik, pero es mi hijo. Yo fui quien quiso tenerlo. Yo lo quería. Y estaba dispuesta a crear un hogar para él. Eso es lo que he hecho durante los últimos siete años.
—¿Sabes por qué la señora Dalton quiere la custodia de repente, después de tantos años? ¿Te has puesto en contacto con ella?
Kullen la observó cuidadosamente para ver cómo reaccionaba.
—¿Para decirle lo mucho que sentía su pérdida? —dijo Lilli—. No. No lo hice.
De pronto se le ocurrió que quizá Kullen pensara que había otro motivo.
—¿Para decirle que tenía un nieto? No.
Kullen no estaba dispuesto a dejar ese tema tan pronto.
—¿Le mandaste alguna foto del niño a Erik?
—No. Después de mandarle la nota en la que le decía que tenía un hijo, no volví a escribirle, ni me puse en contacto con él de nuevo.
Kullen la miró fijamente. ¿Sería capaz de darse cuenta si ella le mentía? Ya no estaba seguro.
—¿Entonces nunca te contestó ni trató de ponerse en contacto contigo más tarde?
—No —dijo ella con sentimiento—. Le importaba un pimiento ser padre. En todo caso, imagino que sintió un gran alivio cuando le dije que no quería que entrara en la vida de Jonathan de ninguna manera.
Kullen pensó que todo aquello tenía muchos cabos sueltos. Se recostó en su silla y continuó mirándola.
—¿Entonces cómo es que la señora Dalton averiguó lo de Jonathan? —le preguntó—. ¿O es que no lo sabes?
Lilli soltó una carcajada seca.
—Oh, sí lo que lo sé. Me dijo que buscó entre las cosas de Erik, un mes después del funeral, y que encontró la nota.
—Entonces, él sí que guardó la nota.
Lilli pensó que se estaba confundiendo de principio a fin. Erik Dalton no quería saber nada de su hijo.
—Si se quedó con la nota, debió de ser para hacer algún chantaje en el futuro, en caso de necesitarlo.
—¿Chantaje? —repitió Kullen—. ¿A quién querría chantajear?
Esa pregunta era muy fácil.
—A su madre. Para ella era muy importante perpetuar la estirpe.
Kullen comenzó a entenderlo todo. Las cosas empezaban a cobrar sentido.
—Y ahora que su hijo ha muerto, está empeñada en tener a su nieto.
Lilli suspiró y apretó los labios.
—Eso es.
—¿Y qué pasó cuando encontró la nota?
Lilli lo recordaba todo como si hubiera pasado el día anterior. No había día que no se arrepintiera de haber sentido pena por aquella mujer. Su gran error había sido solidarizarse con Elizabeth Dalton.
—La señora Dalton me llamó y me pidió ver a Jonathan. Quería que lo llevara a la casa para poder conocerlo.
Kullen supo la respuesta antes de preguntar, pero preguntó de todos modos.
—¿Y lo hiciste?
Lilli suspiró. El pasado, pasado estaba. Era inútil pensar en lo que se podía haber hecho.
—Teniendo en cuenta todo lo que había pasado, me pareció una crueldad negarme.
Kullen pensó que Lilli McCall era demasiado buena para ser de este mundo.
«Ten cuidado. Ya te abandonó en una ocasión. Y
es evidente que te dejó para correr a los brazos de su amante rico. Quedar como un idiota una vez ya es más que suficiente», dijo una vocecilla en su interior.
—¿Entonces fuiste a verla con Jonathan?
Lilli reprimió un suspiro.
—Así es.
Kullen empezó a tomar notas para tener la cronología correcta.
—¿Y entonces qué?
—Al principio fue muy amable. Sus ojos se iluminaron cuando vio al niño. Dijo que era increíble que se pareciera tanto a Erik de niño. Me dijo que ver a Jonathan la hacía recordar el pasado. Pero entonces empezó a hablarme de lo que podría hacer por Jonathan; de lo mucho que cambiaría su vida si vivía con ella. Empezó a hacer planes como si yo no estuviera en la habitación. Y entonces yo me aterroricé.
Kullen sintió pena por ella. Según tenía entendido, Elizabeth Dalton era una mujer imponente que disfrutaba intimidando a la gente.
—¿Y cómo terminó la visita?
—No muy bien. Elizabeth me pidió que le dejara a Jonathan. Yo me negué —se encogió de hombros—. No le gusta que le lleven la contraria.
—Supongo que no estará acostumbrada. ¿Y qué pasó después?
—A la tarde siguiente, uno de sus abogados se puso en contacto conmigo. Era un tipo estirado que me ofreció dinero a cambio de renunciar a la custodia de mi hijo. Me ofreció dinero —repitió con desprecio—. Como si Jonathan fuera un juguete o un objeto en venta —Lilli se dejó llevar por la pasión y alzó la voz—. Elizabeth Dalton le arruinó la vida a su hijo, y no voy a dejar que se la arruine al mío.
Kullen tomó unas cuantas notas más y entonces pasó la página.
—Supongo que es cierto.
—¿El qué? —le preguntó ella.
—Todas las buenas acciones reciben un castigo.
—¿Crees que si no hubiera llevado a Jonathan a…?
Kullen sacudió la cabeza. No era culpa suya. Nada era culpa suya.
—Aunque no hubieras llevado a tu hijo a su casa, tengo la sensación de que todo hubiera resultado igual. Y tienes razón. Elizabeth Dalton se enorgullece de conseguir siempre lo que quiere.
Lilli sintió que el estómago le daba un vuelco.
—¿Entonces debería preocuparme?
Kullen consideró su respuesta un momento.
—Si me estás preguntando si deberías preparar el pasaporte para abandonar el país, la respuesta es «no». No hay necesidad de tomar medidas drásticas.
Kullen se imaginó cuál sería su próxima pregunta y la respondió antes de que ella la formulara.
—Si me estás preguntando si será fácil ganar, la respuesta también es «no». En general, los derechos de la madre tiran abajo cualquier otro argumento que pueda surgir en los tribunales.
—¿Pero en este caso…?
Él deseaba poder decirle que no tenía nada de qué preocuparse, pero no podía, y ella tenía que estar preparada.
—En este caso, Elizabeth Dalton tiene un montón de amigos poderosos. Si ella y su legión de abogados deciden usar cualquier tipo de medios con tal de ganar, tienes que ser consciente de que tendremos una guerra feroz entre manos.
A Lilli sólo le preocupaba una cosa.
—¿Pero podemos ganar?
Kullen no quería pintárselo todo de color de rosa.
Sabía que debía ser prudente y cauto, prepararla para lo peor.
La batalla sería dura y cruel porque lucharían contra una fuerza de la naturaleza; una fuerza de la naturaleza que conocía a muchos jueces influyentes.
Sin embargo, también tenía que darle algo de esperanza. No podía apagar esa pequeña llama que la hacía seguir adelante.
Por mucho daño que ella le hubiera hecho en el pasado, no podía ser cruel con ella.
—Sí —le dijo, esbozando su mejor sonrisa—. Vamos a ganar. No va a ser fácil, ni rápido, pero vamos a ganar.
Abrumada, Lilli se dio cuenta de lo cerca que estaba de sucumbir por completo. Estaba a un milímetro de la rendición total. El sentimiento de alivio y esperanza era enorme.
Esa vez sí que dejó correr las lágrimas, sonriendo al mismo tiempo.
—Gracias —le dijo entre sollozos—. Muchas gracias.
—No me las des todavía —dijo él—. Ya me las darás cuando haya terminado todo y salgamos victoriosos de los tribunales.
Ella sabía que tenía razón. Era demasiado pronto para dejarse llevar por las emociones. Tenían una larga y dura guerra por delante.
Pero no podía evitarlo. Llevaba tanto tiempo sola y aislada del mundo…
Y lo había echado tanto de menos…
En un momento de descuido, Lilli sintió que los sentimientos se apoderaban de ella. Se echó hacia delante y le rodeó el cuello con ambos brazos.
—Gracias —volvió a decirle, escondiendo el rostro contra el hombro de Kullen.
Él sintió la caricia de su aliento sobre la piel.
Un extraño cosquilleo lo recorrió por dentro.
LOS viejos sentimientos arrollaron a Kullen como una ola en mitad de una tormenta. El impulso de estrecharla entre sus brazos y besarla era demasiado fuerte.
Hubiera sido muy fácil sucumbir a la tentación, bajar la guardia por un instante y dejar que el deseo se apoderara de él.
Pero también sabía que no podía hacerlo.
Ya había pasado por aquella experiencia y era perfectamente consciente del final de la historia. No podía dejar que le hicieran el corazón añicos, otra vez.
Una vez era más que suficiente. No quería tropezar dos veces con la misma piedra. Además, era mejor dejar las cosas como estaban.
Y aunque su corazón latiera sin control, empujándole a hacer una locura una y otra vez, Kullen permaneció quieto.
Avergonzada e incómoda, Lilli retiró los brazos y dio un paso atrás. Kullen estaba frío, muy frío. La joven logró mantener una sonrisa en los labios a duras penas.
—Lo siento —murmuró—. Supongo que me he dejado llevar por la emoción un momento. No volverá a ocurrir.
—No tienes nada de qué disculparte —le dijo él, haciendo todo lo posible por sonar tranquilo y neutral.
Estaba haciendo un gran esfuerzo para no preguntarle por qué se había marchado como lo había hecho, para correr a los brazos de otro; alguien que no podía haberla amado tanto como él.
—Ve a ver a Selma… —le dijo, respirando hondo—. Y pídele que te dé una lista de documentos que voy a necesitar para el caso. Es una lista estándar — añadió antes de que ella le preguntara cómo iba a saber Selma lo que necesitaba pedirle—. Dile que se trata de un caso de custodia.
—Selma es la mujer que estaba en el escritorio de la entrada, ¿no?
Kullen asintió con la cabeza.
—Es imposible no verla. Parece sacada de El Mago de Oz.
En realidad era una descripción muy acertada de aquella mujer. Lilli se volvió hacia la puerta. La secretaria sí se parecía mucho a un Munchkin.
—¿Cuándo quieres volver a verme? —le preguntó a Kullen antes de irse.
«Nunca he dejado de querer verte», pensó él.
Volvió hacia sí la agenda que tenía sobre la mesa y miró varias páginas. Según podía ver lo tenía todo lleno. Pero no importaba. Encontraría la forma de hacerle un hueco.
—Cuando te venga mejor —le dijo finalmente.
—La señora Dalton consiguió que el tribunal adelantara la fecha, así que te agradecería que fuera lo antes posible —le miró con esperanza—. Puedo volver con los papeles hoy mismo, por la tarde, si quieres.
Kullen hubiera querido aceptar, pero no podía.
—Tengo que estar en los tribunales dentro de media hora.
Y probablemente pasaría allí el resto del día.
Pero Lilli ya no se dejaba amedrentar por los obstáculos. Ya no. Ésa era una lección que había aprendido muy bien. Los cobardes no iban a ninguna parte.
—Muy bien. Entonces puedo dejarte los documentos en casa esta noche —le dijo—. No quiero parecer pesada, pero me sentiré mucho mejor cuanto antes tengas todos los documentos que te hacen falta.
De repente se dio cuenta de que había pasado por alto un pequeño, pero importante, detalle.
—Bueno, si a tu esposa no le molesta que te lleven trabajo a casa por la noche.
—No tengo esposa.
Kullen habló antes de pensar, y cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde. Acababa de arruinar la única posibilidad que tenía de mantenerla a raya. Si Lilli pensaba que estaba casado, entonces mantendría las distancias. Ella no era una femme fatale; a ella no le gustaban los flirteos. De haberle dicho que estaba casado, no hubiera vuelto a rodearle con los brazos ni nada parecido. Lilli era una mujer decente.
¿Pero cómo iba a saber cómo era ella realmente después de tanto tiempo?
Kullen empezó a sentir que la rabia le subía por el pecho. La primera vez ya se había equivocado con ella. Ocho años atrás hubiera puesto la mano en el fuego por ella, y se hubiera quemado. Jamás la había creído capaz de desvanecerse de la noche a la mañana y, sin embargo, lo había hecho.
En realidad, el desafío que suponía apartar a un hombre de su esposa quizá le resultara muy estimulante.
«No te conocía en absoluto», pensó, mirándola.
—¿No estás casado? —le preguntó ella, sorprendida.
Alguien como Kullen no se quedaba soltero durante mucho tiempo. Él era uno de los pocos hombres verdaderamente buenos que quedaban en el mundo.
Ya no hacían hombres como él.
De no haber descubierto que estaba embarazada la misma noche en que él se le declaró, hubiera aceptado casarse con él y pasado el resto de su vida a su lado.
«Cuidado, Lilli», se dijo a sí misma.
«El pasado, pasado está».
—No. No estoy casado.
—Oh.
Aunque hubieran pasado tantos años, aunque ya fuera demasiado tarde, Lilli no pudo evitar sentir que una chispa se encendía en su interior. Un calor repentino la recorrió por dentro, como si la devolviera a la vida.
«No vayas por ese camino», pensó, ahuyentando esas ideas turbadoras. Era mejor dejarlo todo como estaba. No había vuelta atrás. Su futuro, su vida… todo giraba en torno a su hijo. Jonathan era lo más importante. Él era la única razón por la que estaba allí.
—¿Entonces puedo llevarte los papeles a casa?
Kullen pensó que debía aclararle unas cuantas cosas. No quería que se hiciera una idea equivocada.
—Podrías habérmelo traído todo aunque estuviera casado —le aseguró—. ¿Cuándo es el juicio?
Ella se lo dijo y él silbó suavemente, sacudiendo la cabeza. No era de extrañar que estuviera tan nerviosa e impaciente.
—Dos semanas. No tenemos mucho tiempo.
—Ésa es la idea. La señora Dalton está intentando pasar por encima de mí como una locomotora.
A Kullen siempre le habían gustado los desafíos, luchar por una buena causa… Los problemas sencillos no le estimulaban la mente, y algo le decía que no iba a aburrirse en absoluto con ese caso.