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Julia 992 Grant O'Hara creía que la falsa ceremonia nupcial era otra celebración del Carnaval hasta que a Cheyenne Tarantino y a él se los declaró legalmente casados. Grant no estaba listo para sentar la cabeza... además, acababa de conocer a su esposa. Pero como no se podía hacer nada hasta el día siguiente, no veía razón para no celebrar la luna de miel con su tímida y hermosa mujer. Pero Cheyenne no estaba dispuesta a complacerlo. Desde su adolescencia se había jurado reservarse para su verdadera noche de bodas. No obstante, la consideración y el irresistible encanto de Grant empezaban a provocarle dudas. Por ello, no tardó en preguntarse cómo podía convertir su unión de una noche en algo para toda la vida.
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Seitenzahl: 194
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1998 Marie Rydzynski-Ferrarella
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una boda poco convencional, JULIA 992 - mayo 2023
Título original: SUDDENLY...MARRIAGE!
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411418997
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LA observó al acercarse.
Tenía clase. Esa era la palabra. Avanzó por el salón con seguridad y sin esfuerzo, como si fuera poesía. Cada paso era un movimiento fluido, una sinfonía atemporal con un nuevo arreglo que agitaba la sangre.
Grant la estudió con una sonrisa. Era típico de Stan Keller olvidar mencionarle que la mujer que le enviaba era arrebatadora. Se negó a pensar que se debía a que era demasiado viejo para notar cosas como unas extremidades largas y espléndidas y una piel blanca y perfecta. Stan sólo tenía cinco años más que él, y con cuarenta, Grant O'Hara se sentía demasiado joven como para no apreciar la belleza. En especial cuando se le presentaba bajo una forma tan imponente y al parecer tan poco consciente del hecho de que todas las cabezas en el restaurante lleno habían girado en cuanto entró.
Debido a quién era él y su familia, Grant estaba acostumbrado a las mujeres hermosas en su vida. Mujeres que se sabían hermosas y que habían pasado horas ante el espejo para conseguirlo.
Pero la única expresión en los ojos de Cheyenne Tarantino era de determinación. Y el aire de suprema confianza en sí misma realzaba sus facciones.
Con un nombre como el suyo debía tener una gran confianza. Sin duda se lo había inventado. Nadie se llamaba Cheyenne. Eso era para las posadas y las películas de vaqueros que de vez en cuando pasaban por televisión para generar nostalgia.
Cuando lo oyó por primera vez estuvo a punto de reír en voz alta. La buena educación y el autocontrol lo impidieron. Pero no frenaron la sonrisa que esbozó en ese momento.
Grant se levantó justo antes de que llegara a su mesa, y se preguntó si eso la ofendería o le divertiría. En nada habría cambiado su manera de comportarse, pero sentía curiosidad.
Él era quien era. Se enorgullecía de los buenos modales, y si éstos ya pertenecían a otra generación, bueno, quizá comparado con ella, Grant era de otra generación. Calculó que Cheyenne Tarantino aún no había cumplido los treinta años. O poco más de treinta si disfrutaba de la bendición de poseer unos buenos genes o un dermatólogo que le proporcionara las cremas adecuadas. Y los ejercicios correctos, añadió mentalmente mientras recorría su figura.
El traje gris azulado que llevaba no sólo resaltaba sus ojos azules, sino que acentuaba el largo cabello rubio que se arremolinaba y rebelaba en sus hombros. Al mismo tiempo lograba marcar adorablemente cada curva de su cuerpo al moverse.
Como una gata, pensó. Una gata esbelta siguiendo el rastro de su presa.
Se preguntó si en última instancia era eso para ella. Una presa. Sería interesante. Quizá la entrevista, después de haber decidido concedérsela, no iba a ser tan molesta como pensó en un principio. Sin duda no era la clase de entrevista para la que se había preparado. Puede que aún le aguardara lo peor. El tiempo lo diría.
Irradiaba poder y confianza, pensó Cheyenne, incluso desde el otro extremo del restaurante. Aunque ya lo sabía. Lo supo con sólo mirar las fotografías que había con su historial en la revista. Grant O'Hara, tercer hijo y heredero de los O'Hara de Newport, proyectaba un aura de poder.
Sus ojos, como la cámara que casi era una parte inseparable de ella, no se perdían nada. Pertenecía a la alta sociedad. Eso resultaba evidente incluso para el observador más indiferente. Y era magnífico. Realmente magnífico en el más amplio sentido de la palabra.
Cheyenne no se había dado cuenta de lo abrumadoramente atractivo que era Grant O'Hara en persona. Cierta gente era muy fotogénica, pero cuando la veías en vivo te decepcionaba. Aunque eso no sucedía con él. En todo caso, las fotografías parecían haber mitigado su atractivo.
De pie ante él, le impactó su poder y su aspecto al mismo tiempo. Una combinación mortal.
Su madre le habría pedido en el acto tener hijos suyos, pensó, sólo en parte divertida. Pero era un hecho de la vida al que se había acostumbrado desde temprano. Anita Tarantino siempre se había sentido atraída por los hombres guapos. Calculó que habría durado tres minutos en compañía de O'Hara antes de derretirse por completo. A lo sumo cuatro.
Grant O'Hara era una clase de persona muy distinta de una camarera de Cheyenne, Wyoming… o de su hija.
Pero eso, se recordó, se suponía que había quedado detrás de ella.
—Muy amable por su parte haber aceptado que nos viéramos aquí —al saludarla, Grant le hizo un gesto con la cabeza a un camarero. De inmediato el hombre se acercó a la mesa y apartó la silla para Cheyenne.
Antes de sentarse, ella dejó con cuidado la bolsa con la cámara y luego con indiferencia depositó a su lado el enorme bolso que llevaba.
—Soy yo quien debe darle las gracias —corrigió ella, su sonrisa era una copia de la que veía en su aristocrático rostro.
Era muy buena imitando los hábitos de otras personas. Todo formaba parte del modo en que operaba, haciendo que se sintieran cómodas al generar un aire de familiaridad.
Cheyenne apoyó la barbilla en los dedos entrelazados. Vio que él tenía ojos de un verde intenso. Se preguntó a cuántas mujeres había llevado a la cama con un destello de humor en esos ojos, como si con los pómulos elevados y el hoyuelo en el mentón no bastara.
No cabía duda de que era muy sexy. Y ella pensaba capturar cada matiz de su sexualidad con la cámara. Iba a aprovechar al máximo la entrevista que le había concedido en su escaso tiempo libre; a las lectoras de Style les iba a encantar. Los lectores probablemente cortarían su foto y practicarían con los dardos.
Grant O'Hara no había tenido que ascender desde la pobreza, pensó sin apartar la vista de sus ojos. Nació no con una, sino con dos cucharas de plata en la boca. Pero todo lo que era, según los rumores y Stan Keller, lo había conseguido por sus propios medios, sin la ayuda de su padre, Shaun O'Hara, ni de su dinero.
Eso hacía que fuera obstinado. Probablemente no tanto como Cheyenne, aunque poca gente lo era. No obstante, admiraba ese rasgo.
Siempre que la limitada biografía que había leído sobre él fuera verdad y que Stan Keller no le hubiera mentido en su afán por conseguir el reportaje, pensó. El público estaba cansado de las tribulaciones de un clan real que vivía al otro lado del océano. Quería su propia realeza. Los ricos, en especial los que se habían hecho a sí mismos, eran lo más próximo a la realeza que tenía el país.
Intentó imaginarse su pelo negro azabache adornado con una corona. No le costó mucho. Cheyenne se preguntó si O'Hara tenía un disfraz para la celebración de esa noche del carnaval y si le costaría convencerlo de que se pusiera una corona para sacarle una foto.
Si se sentía un poco incómoda con la reunión, pensó Grant, no lo mostraba. Eso le gustó.
—Todo arreglado, entonces —dijo—. Después de darnos las gracias mutuamente lo dejaremos en tablas.
Ella sonrió levemente. Era bien sabido lo que pensaba de la gente que intentaba asegurarse una entrevista con él.
—¿Por qué no reserva su opinión hasta que haya acabado el reportaje?
Grant aceptó su sugerencia con una inclinación de cabeza. Al menos no le prometía que no notaría su presencia. Valoraba la honestidad en las personas.
—De acuerdo, lo haré —miró a su izquierda.
Como si eso fuera una señal, el camarero les presentó dos menús. Grant ignoró el suyo. Llevaba una vida tan ocupada que rara vez tenía tiempo para almorzar a menos que fuera por algo de negocios, e incluso entonces se concentraba en lo que debía tratar antes que en lo que comía. Pero pensó que su entrevistadora podría tener hambre.
—Buen truco —observó ella indicando con un gesto de la cabeza al camarero, que aparecía cada vez que lo necesitaban.
—No es ningún truco. Tengo una participación en el restaurante. Al personal le gusta complacerme —el camarero colocó las copas de vino—. ¿Un poco de vino? —preguntó Grant—. Tenemos varias botellas excelentes en la bodega.
—No. Agua mineral —pidió ella.
Grant alzó dos dedos al camarero, quien asintió y desapareció. En ningún momento apartó la vista de ella.
—¿No bebe?
—No me hace falta.
—Jamás consideré que tomar una copa de vino fuera una necesidad.
Cheyenne pensó en su madre y en las soluciones que infructuosamente había buscado en el fondo de una botella.
—Es afortunado. Para algunos sí lo es.
Él estudió su mandíbula. Fue algo casi imperceptible, pero pudo detectar un leve endurecimiento en ella. Alguien en su vida abusaba del alcohol.
—Pero no para usted.
Cheyenne se preguntó quién iba a llevar la entrevista. Supuso que no haría ningún daño que O'Hara formulara algunas preguntas. También eso podría relajarlo.
—El alcohol se interpone en el camino —apoyó la mano en el estuche de la cámara—. Para estimularme me basta mi trabajo.
—Es muy afortunada —vio que acarició la bolsa como si fuera el brazo de un amante. Coincidía con la pasión que había visto en su obra.
—Y Stan Keller —indicó. Cuando él enarcó una ceja, explicó—. Le gusta mi trabajo.
El camarero reapareció para dejar dos copas con agua mineral y llevarse las vacías de vino.
—Y a mí me cae bien Stan —añadió Grant.
—Eso tengo entendido. También que es el motivo por el que aceptó la entrevista.
—Fuimos juntos a la universidad —se encogió de hombros.
Stan jamás le había mencionado de dónde conocía a Grant, y ella no había insistido en saberlo.
—Es mayor que usted —señaló.
—¿Desea algo? —indicó el menú, haciendo caso omiso de su comentario.
—Gracias, no —estaba demasiado inmersa en la planificación del reportaje como para pensar en comer.
Grant despidió al camarero y retomó su observación.
—Stan también aguardó cinco años para ganar el dinero con el que pagarse la universidad —en el acto le había caído bien el estrafalario estudiante de periodismo con el que compartía habitación—. Yo no tuve esa ventaja.
Cheyenne bebió un sorbo de agua y se reclinó en la silla para estudiar al hombre que tenía ante sí. ¿Estaba creando adrede una imagen para ella?
—Interesante elección de palabras. La mayoría de la gente lo habría considerado una desventaja.
Grant había observado cómo cada uno de sus cuatro hermanastros era tragado por la ciénaga creada por disponer de inmensas cantidades de dinero. Había jurado que a él no le sucedería. A su propia manera, a Grant le gustaba pensar que era igual de duro que lo había sido su padre. Pero bastante menos abrasivo.
—Ganarte algo hace que al conseguirlo lo aprecies mucho más.
Parecía sincero, aunque no había motivo para que no fuera un actor consumado tanto como un astuto hombre de negocios. Aunque aún era pronto, Cheyenne intentó ponerle un cebo.
—¿Son ciertos esos rumores?
—¿Se refiere a si todo lo que tengo me lo he ganado con mi propio esfuerzo? —no pareció molestarle—. La respuesta es sí.
—¿Con el sudor de su frente? —fue un poco más lejos. No podía imaginárselo sudando, ni aunque se esforzara en ello. Tenía un aspecto demasiado refinado. Mucho más a gusto con una colonia cara que con sudor.
—También sudo —fue su turno de sonreír. Ese comentario le planteó una pregunta; ¿qué aspecto tendría ella con el cuerpo cubierto por una lámina de transpiración?
—Habría pensado que le pagaría a otro para hacerlo por usted.
—Algunas cosas hay que hacerlas por uno mismo. De lo contrario, su significado se difumina y pierde su impacto —observó sus ojos mientras hablaba. Eran expresivos. Parecían un barómetro de su alma.
Cheyenne bebió otro sorbo, dejando que el agua le refrescara la garganta antes de hablar. Ya no aludía estrictamente al trabajo. Tuvo la clara impresión de que en ese momento circundaban otros temas.
—Eso dicen —concedió—. Nunca he tenido la opción de considerar que alguien me hiciera el trabajo.
—Quizá sea presuntuoso por mi parte, pero tengo la impresión de que tampoco lo permitiría.
—Tiene razón —lo miró y rió levemente—. Disfruto haciendo las cosas yo misma —con el deseo de volver a un terreno inocuo, enumeró—: Busco mis propios temas, el lugar donde quiero tratarlos, y saco yo las fotografías.
No se había equivocado sobre la vena independiente que percibió en ella. Se preguntó si también acertaría en otras cosas. Por fuera era ecuánime y con clase. Si quitaba esas capas, ¿qué encontraría en el interior? ¿Un témpano o un infierno ardiente?
—¿No tiene un equipo de trabajo?
Por la posición que ostentaba en la revista, Stan le había ofrecido en varias ocasiones disponer de ayudantes, y le sorprendió su negativa.
—Soy una solitaria, señor O'Hara. Trabajo mejor de esa manera. Así nadie puede interponerse en mi camino y, al mismo tiempo, si las cosas salen mal la única culpable soy yo.
A menos que se equivocara, a Grant no le pareció que fuera de esas personas que le echaban la culpa de sus propios errores a otros, aunque tuviera a toda la población de Nueva York a sus órdenes. Apoyó la mano en la de ella.
—Por favor, si va a ser mi sombra las próximas veinticuatro horas, llámeme Grant.
Sin perder la sonrisa, Cheyenne rompió el contacto de las manos.
—Perfecto. Y serán dos días, Grant.
—¿Dos? —lo sabía, pero había esperado conseguir que ella aceptara la reducción de tiempo.
—Es el trato que estableció con Stan —su aire de estudiada inocencia no la engañó. Ni esa era su intención, conjeturó. Era demasiado refinado para recurrir a eso.
Fue en una partida amistosa de póker, uno de los pocos placeres que se había permitido últimamente. Cuando llegaron a la última mano, Stan se mostró inflexible en aceptar únicamente una entrevista como apuesta. Le había parecido que sólo era una broma, incluso cuando el full de Stan batió su escalera… hasta que su amigo reclamó la apuesta.
—Recuérdeme que nunca vuelva a jugar al póker sin la chequera a mano —rió en voz baja.
El sonido recorrió toda la piel de Cheyenne. Deseó que existiera un modo de capturarlo en una foto. Las ventas se dispararían.
—Stan me comentó que fue durante una partida de cartas, pero yo no terminé de creérmelo. No parece un jugador de póker.
Le gustó el hecho de que no se lo pudiera catalogar con facilidad. No había cosa que lo irritara más que lo englobaran en un estereotipo. Imaginó que ese era el verdadero motivo para aceptar la entrevista. Quería despejar todas las ideas equivocadas que había sobre él.
—Me relaja. Salvo por la última partida que jugué. Y ahora que he visto a su reportera favorita puede que deba reconsiderarlo.
La cegó con su sonrisa. No había otra palabra para expresarlo. Debía haberme llevado las gafas de sol. Se preguntó si se mostraba encantador por algún motivo. Si lo hacía con la intención de que renunciara a la entrevista, se sentiría decepcionado. Y Cheyenne sabía que él no daría marcha atrás. Stan le había garantizado que Grant jamás renegaba de una promesa.
—Soy reportera de la revista, no de Stan —corrigió con tono ligero.
Grant recordó que aunque no había aludido a sus atributos físicos, los ojos de su jefe brillaron cuando mencionó a Cheyenne.
—Por el modo en que habló de usted, pensé que quizá hubiera algo… —calló, dejando que ella llenara el espacio en blanco.
—Y lo hay. Le gusta mi trabajo y yo respeto su perspicacia. Tenemos una buena relación —la conversación empezaba a tornarse demasiado personal para su gusto, pero no pensaba retirarse.
Él se preguntó cómo sería en una relación. Una de verdad. ¿Había fuego bajo esos ojos?
—Mi querida señorita Tarantino, eso no justifica una buena relación. No una personal.
Cambiar una conversación era como una segunda naturaleza para ella. Había llegado el momento de ponerse a trabajar. Cheyenne se pasó la mano con indiferencia por el cuello.
—Hablando de relaciones, ¿por qué las suyas jamás han terminado en matrimonio?
Touché, pensó.
—¿Es el tipo de preguntas que va a hacerme?
—Si la situación las justifica —no vio motivos para mentir.
—Ojo por ojo —comentó Grant.
—Algo parecido —sonrió, aunque era demasiado bíblico y austero para ella—. Seré tan personal como deba, y lo mediré de acuerdo a las señales que me brinde —fue tan honesta como consideró que tenía que ser—. Y soy muy buena midiendo señales.
—He visto algunos de sus trabajos en otras revistas. Y en la exhibición que tuvo en Newport.
La ciudad de él; pero le sorprendió que hubiera ido. Durante un momento la satisfacción hizo a un lado el profesionalismo.
—¿Asistió?
—Stan pensó que debería ir. Para eliminar cualquier duda o preocupación que pudieran quedarme. Sabía que sería un factor que me ayudaría a decidirme —y así fue. Amigo o no, Grant no habría seguido adelante con la entrevista si no hubiera considerado que su trabajo era imparcial—. Es muy elocuente con la cámara.
—Gracias —su abierta sinceridad la pilló desprevenida. Apartó la vista. Los ojos de Grant eran demasiado cálidos, muy parecidos a su cámara. Veían cosas—. En ocasiones ve las cosas mejor que yo.
La modestia, cuando era auténtica, resultaba un atributo atractivo, pensó él.
—Lo dudo. Los objetos inanimados sólo son tan buenos como las personas que los emplean —se echó atrás en la silla y la contempló. Iba a ser interesante—. ¿Quiere que empecemos ya?
—Sí, pero no aquí.
—¿Por qué? —Grant miró a su alrededor, tratando de observar la estancia con los ojos de ella. ¿Qué veía que a él se le pasara por alto?—. Gasté un millón de dólares sólo en la renovación del restaurante —y con buenos resultados. Empezaba a ser uno de los mejores lugares donde cenar en Nueva Orleáns.
No pareció sentirse insultado, aunque ella detectó un ligero toque de posesión en sus palabras. ¿Era así con todo? ¿O se sentía parte de las cosas con las que trabajaba?
—Es muy agradable —concedió—, pero creo que merece un mejor fondo que un restaurante. En especial porque hoy es el carnaval. ¿Qué le parece si comenzamos a últimas horas de la tarde? Quizá en alguna parte de la Avenida St. Charles —sabía que era una de las principales rutas del desfile.
—¿Ha estado aquí antes? —a Grant le gustó el entusiasmo que vio.
Cheyenne asintió. Había hecho su primer reportaje allí cubriendo el funeral de uno de los grandes del jazz. Nueva Orleáns conquistó su corazón con la primera fotografía que sacó. Era un mundo por completo diferente del que ella conocía, vivo incluso en el dolor.
—Es el sitio más llamativo del país.
—En especial durante los carnavales —coindició él—. De acuerdo, empezaremos esta noche —al oírse, Grant sacudió la cabeza. ¿A qué se estaba prestando? Se hallaba demasiado ocupado para esas cosas. Lo más sensato sería disculparse. Pero una promesa era una promesa, y una apuesta una apuesta. Siempre había respetado su palabra. Vio la pregunta muda en sus ojos—. Parte de mí aún no se cree que haya aceptado esto.
Parte de ella tampoco. Era una exclusiva, no había duda al respecto.
—Ha hecho muy feliz a Stan —alzó la copa medio llena para brindar por el reportaje—. Por que todos salgamos satisfechos.
Era algo por lo que podía brindar. No creía en las lamentaciones. Y pretendía cerciorarse de no tener ninguna.
GRANT estudió por encima del borde de la copa a la mujer sentada frente a él. Decidió que tenía más capas que las que resultaban evidentes al principio. Sus ojos revelaban una leve vulnerabilidad. No era algo constante, sino que aparecía en un abrir y cerrar de ojos y volvía a desvanecerse. Se preguntó si sería consciente de ello.
—¿Ha estado alguna vez en Nueva Orleáns durante los carnavales? —preguntó, depositando la copa en la mesa.
—Nunca en Mardi Gras.
Probablemente pensaba que esa palabra abarcaba toda la celebración. La gente de fuera cometía ese error. Aunque él vivía en California, iba lo suficiente a Nueva Orleáns como para considerarse un nativo. Le encantaba el colorido y la festividad de la ciudad, en particular en esa época del año. Hacía que se sintiera vivo y, brevemente, le permitía dejar a un lado sus responsabilidades y disfrutar.
—Carnaval —corrigió él mientras sus dedos subían y bajaban por el largo pie de la copa—. El Mardi Gras es el último día de las festividades, una celebración frenética antes de que el mundo se apriete el cinturón y haga penitencia y ayuno ininterrumpidos durante cuarenta días —la miró y sonrió al repetir de memoria el texto de un libro de historia que le habían obligado a leer y retener durante su juventud—. O así era la costumbre en el pasado. Ahora, desde luego, es sólo una excusa para celebrar una gran fiesta.
Se entusiasmó con el tema. Le encantaba poner al tanto de las costumbres locales a un recién llegado. Adoraba esa época del año, con su locura vital que representaba un contraste completo con la vida cotidiana a la que estaba habituado. Por eso siempre trataba de estar en Nueva Orleáns al menos el último día del carnaval, sin importar qué le exigiera su apretada agenda.