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Soltero a medida Marie Ferrarella Yo, Philippe Zabelle me comprometo por el presente documento a contratar a Janice Diane Wyatt para reformar mi casa, pero no para realizar cambios importantes en mi vida, como enamorarme de ella ni de su hijita. Delego en ella para que elija los saneamientos siempre y cuando no me distraiga de mis partidas de póquer y no se ponga ropa demasiado provocativa. Si J.D. no termina la obra a tiempo o yo no consigo resistirme a su belleza y a su inteligencia, renegociaremos el contrato para satisfacer los deseos de ambos. Fdo. Philippe ZabelleFdo. Janice Diane Wyatt Mi pareja perfecta Kristi Gold Mi mamá se ha pasado casi todo el tiempo cuidando de mí, y ahora yo quiero cuidarla a ella. Cuando mencionó que estaba en baja forma, decidí buscarle un entrenador personal. Se supone que Kieran O'Brien es el mejor, ¡y hasta me ha ayudado a mejorar en softball! Creo que a mi mamá le gusta y Kieran no deja de sonreír cuando ella está cerca. Hacen una pareja perfecta. ¿Quién sabe? Kieran podría ser el hombre que buscamos las dos… Romance en las montañas Gina Wilkins Tras ser falsamente acusada de traicionar el juramento de confidencialidad abogado-cliente, la principal prioridad de Natalie Lofton era limpiar su reputación y recuperar su vida. Eso no incluía adoptar a un irresistible chucho abandonado ni enamorarse del apuesto encargado de mantenimiento que había ido a arreglar una tubería a su refugio en las montañas.
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© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 421 - abril 2020
© 2007 Marie Rydzynski-Ferrarella
Soltero a medida
Título original: Remodeling the Bachelor
© 2009 Kristi Goldberg
Mi pareja perfecta
Título original: The Mommy Makeover
© 2009 Gina Wilkins
Romance en las montañas
Título original: The Texan’s Tennessee Romance
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-373-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Soltero a medida
Créditos
Soltero a medida
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Mi pareja perfecta
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Romance en las montañas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
CUÁNDO vas a arreglar ese lavabo? —preguntó Beau de la Croix volviendo a ocupar su lugar en la mesa de póquer.
Le había hecho la pregunta a Philippe Zabelle, su primo y la persona a la que aquella semana le había tocado ser anfitrión de la partida. Beau y otros amigos y parientes se habían pasado por su casa para charlar, comer algo y apostar palillos de dientes. Sí, utilizaban palillos de dientes de colores en lugar de amarracos o dinero porque ésas eran las normas de la casa y, aunque Philippe era un hombre muy amable, era muy estricto con ese detalle.
Philippe enarcó sus oscuras cejas, que enmarcaban sus ojos verdes, ante aquella pregunta inocente pero irritante. Beau había metido el dedo en la llaga y todos los sentados a la mesa se dieron cuenta.
—Cuando tenga tiempo —contestó Philippe como si tal cosa.
—Espero que no lo tengas porque, en cuanto le pongas las manos encima, el lavabo es hombre muerto —bromeó Georges Armand, hermanastro de Philippe, intentando no reírse.
Philippe, el mayor de los tres hijos de la famosa artista Lily Moreau, fijó su mirada seria en Georges, al que le sacaba dos años.
—¿Insinúas que soy un manazas?
Alain Dulac, su otro hermanastro, estalló en carcajadas ante la idea de ver a su hermano mayor con una herramienta en la mano.
—Bueno, Philippe, digamos que, si ser manitas fuera vivir en Los Ángeles, tú estarías en mitad del Océano Atlántico… ahogándote —bromeó muerto de risa.
Georges dejó dos cartas y frunció el ceño mientras miraba las restantes.
—Dos —dijo en voz alta mirando a Philippe, que estaba sentado a su derecha—. Todos sabemos que tienes muchos talentos, pero también sabemos que arreglar las cosas de la casa no es uno de ellos, desde luego —le dijo.
Philippe intentó no ofenderse, pero aquella conversación le estaba molestando. Para empezar, porque se tenía a sí mismo por un librepensador, una persona que creía que no se podía encasillar a ningún ser humano por pertenecer a determinada raza o grupo o sexo. Claro que, siendo hijo de la exótica y extrovertida Lily Moreau, una mujer que dejaba a Auntie Mame como una monja de clausura, era imposible que no tuviera una mente abierta.
A pesar de todo aquello, le molestaba realmente no saber la diferencia que había entre un destornillador de estrella y un destornillador normal. Se suponía que los hombres tenían que saber esas cosas. Debía de estar escrito en algún lugar del manual para hombres.
Le importaba un bledo no ser capaz de montar y desmontar el motor del coche y ni siquiera le importaba que, de vez en cuando, el suyo se negara a arrancar. Había muchos hombres que no tenían ni idea de lo que había debajo del capó de sus coches ni en el garaje de sus casas.
Sin embargo, no tener habilidades para las cosas de la casa era otra cuestión y lo cierto era que Philippe no tenía el don natural que otros parecían tener.
Philippe no había tenido tiempo de desarrollar aquellas habilidades tampoco porque había tenido que cuidar de sus hermanos cuando su madre estaba de gira o girando por ahí con algún hombre. Muchas veces se había encontrado haciendo de parachoques, interponiéndose entre las niñeras y sus dos hermanos pequeños.
Tras pasar los turbulentos años de la adolescencia, tanto Georges como Alain le habían dicho que, si no hubiera sido por él, no lo habrían conseguido. Ambos querían mucho a su madre, pero comprendían que al que le debían cariño y respeto era a su hermano mayor y que todo el mérito era suyo.
Claro que eso no quería decir que no le tomaran el pelo siempre que podían. Precisamente por el cariño que tenían al hermano que consideraban el cabeza de familia, se reían de él sin miramientos.
—Una —pidió Alain dejando una carta sobre la mesa.
Tras mirar la que le habían dado, miró a Philippe con aquella cara que su hermano sabía que derretía a todas las mujeres de la universidad en la que Alain estudiaba y que él pagaba gustosamente.
—¿Podría recuperar la que he dejado?
—¿Después de haberme insultado? —contestó Philippe.
—No ha sido un insulto —intervino su primo Remy, geólogo y de la misma edad que Alain—. Lo que te ha dicho es verdad. Todos te queremos, Philippe, pero sabes perfectamente que ninguno de nosotros te llamaríamos si se nos rompiera una cañería.
—Ni si una puerta de un armario de la cocina no cerrara bien —comentó Vincent Mirabeau desde el otro lado de la cocina—. Como ésta —añadió intentando cerrar una puerta que no cerraba bien—. Yo creo que deberías contratar a alguien para que reformara esta casa —concluyó otro de sus primos.
—Por lo menos el baño y la cocina —intervino Remy haciendo su apuesta.
—¿Y qué le pasa a esta casa? —les preguntó Philippe mirando a sus hermanos y a sus primos.
Había comprado aquella casa con el dinero que había ahorrado cuando la empresa de diseño gráfico que había montado había empezado a ir bien. En cuanto la había visto, se había enamorado de ella. A primera vista, parecía que era una mansión enorme, pero, fijándose bien, se veía que en realidad eran tres casas. Gracias a él, Georges y Alain tenían cada uno la suya, situada una a la derecha y la otra a la izquierda de la de Philippe. Así, cada hermano tenía su intimidad, pero todos estaban cerca y, si surgía alguna urgencia, algo que solía suceder bastante más a menudo que en las familias normales al ser hijos de Lily, podían reunirse rápidamente.
—A esta casa no le pasa nada —se apresuró a contestar Beau porque todos sabían lo mucho que a Philippe le gustaba su casa—. Necesita un repaso, pero nada más.
Philippe estaba muy serio.
—Hombre, Philippe, cada vez que abres el grifo de la cocina suena como si un oso se hubiera puesto a gruñir en el interior.
Antes de que a Philippe le diera tiempo de protestar, su primo procedió a abrir el grifo del agua caliente y, efectivamente, antes de que apareciera el líquido, se oyeron unos extraños ruidos.
Philippe suspiró. Evidentemente, no lo iba a arreglar. Para empezar, porque no sabía cómo hacerlo. Lo único que sabía hacer con un grifo era abrirlo y cerrarlo.
—¿Alguna otra apuesta? —dijo añadiendo un palillo de dientes rosa al montón en el que había rojos, azules, verdes y amarillos.
—Demasiado para mí —contestó Vincent descartándose.
—Yo no voy —contestó Remy.
—Yo veo tu palillo rosa y subo uno verde —sonrió Beau.
Philippe agarró un palillo verde y se quedó pensativo. El palillo verde valía cinco céntimos y Philippe no sabía si apostar tanto de una vez. Su padre, Jon Zabelle, había sido un jugador encantador e incurable que había estado a punto de llevarlos a la ruina en una ocasión. Había sido hacía muchísimo tiempo y aquel estado de precariedad apenas había durado tres meses, pero Philippe jamás lo había olvidado.
Por eso había ideado aquella manera de jugar. Le gustaba jugar a las cartas y le gustaba apostar, así que jugaban con palillos para que, así, el perdedor se encargara de limpiar la casa y no tuviera que ir corriendo al cajero automático.
—Lo veo —anunció poniendo el palillo verde junto al de su primo.
—Trío —anunció mostrando dos nueves negros y otro rojo.
—Yo también —contestó Philippe mostrando tres cuatros—. Y también tengo éstas dos por aquí —añadió mostrando dos reinas.
—Vaya —se lamentó Beau.
—¿Por qué no canjeas todo lo que has ganado y aprovechas para reformar la casa? —bromeó Remy mientras Philippe organizaba los palillos de dientes por colores.
—No tengo tiempo de buscar a un buen albañil —contestó Philippe.
—Resulta que yo conozco a uno muy bueno y tengo aquí sus datos —sonrió Vincent llevándose la mano al bolsillo trasero.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Philippe.
—Sí, se llama J.D. Wyatt —contestó Philippe—. Un amigo me ha dicho que le hizo una obra en casa. Por lo visto, fue bastante rápido y mucho más barato que los demás presupuestos.
«Lo que no me asegura nada», pensó Philippe.
Podría haber sido porque necesitara desesperadamente el trabajo o porque utilizara materiales de poca calidad. En caso de contratarlo, tendría que estar encima de él constantemente. Philippe se quedó pensativo. Lo cierto era que sabía que sus primos y sus hermanos iban a seguir insistiéndole para que reformara la casa. Philippe era consciente de que la casa necesitaba esa reforma, pero le molestaba tener que contratar a otra persona para que la hiciera.
«Es mejor contratar a otra persona que fingir que sé hacerlo y montar un buen lío», pensó.
Philippe decidió que merecía la pena intentarlo. Era un hombre razonable y la casa tampoco estaba tan mal. Además, siempre podría parar la obra si las cosas no iban bien.
—¿Tienes por ahí el teléfono de ése J.D.?
—Sí, lo tengo aquí mismo —contestó Vincent entregándole una tarjeta.
—Magia —declaró Remy sonriendo mientras Philippe lo miraba con incredulidad—. Será mejor que tengas cuidado con ella.
—¿Por qué? —quiso saber su primo.
—Porque interfiere con tu karma —contestó Remy, que tenía respuesta para todo.
Philippe se rió, pues no creía en nada de todo aquello. A diferencia de su madre. A Lily le encantaba hablar de karma, de cartas del tarot, de hojas de té, de médiums y de todo lo que tuviera que ver con regresiones al pasado. Aunque quería mucho a su madre y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario por ella, Philippe llevaba toda la vida intentando no parecerse a ella en absoluto.
Por eso le había dado la espalda al don artístico que había heredado de ella, porque no quería seguir sus pasos. Lily Moreau había animado a su primogénito a tomar un pincel mucho antes de animarlo a agarrar un cepillo de dientes para cepillárselos. Y siempre le había dicho que, cuando fuera un pintor famoso, ya se compraría una dentadura nueva.
Sin embargo, Philippe se había negado desde el principio a pintar. No lo había hecho ni delante de ella ni a sus espaldas. Solo en contadas ocasiones, por ejemplo cuando estaba absorto hablando por teléfono, se sorprendía haciendo intrincados dibujos a lápiz en un papel.
Siempre que le pasaba se apresuraba a romperlos. Tenía muy claro que no quería que nadie supiera que pintaba. No quería parecerse a sus padres absolutamente en nada, quería ser él mismo, encontrar su sitio en el mundo, equivocarse y acertar él solo. Ésa era una de las razones por las que lo molestaba no ser capaz de arreglar las cosas de la casa. ¡Sus padres habían sido los dos unos bonitos manazas! Si él no lo fuera, tendría a su favor una diferencia más, pero para conseguirlo le iban a tener que dar clases.
—Muy bien —dijo guardándose la tarjeta del albañil en el bolsillo de los vaqueros—. Ya lo llamaré cuando tenga tiempo.
—Procura que sea antes de que el grifo del baño se caiga a pedazos —comentó Georges.
—Lo llamaré antes de que el grifo del baño se caiga a pedazos —le prometió Philippe recogiendo las cartas y comenzando a barajar—. Bueno, ¿jugamos al póquer o queréis seguir hablando de lo mal que está mi casa?
—Aquéllos que quieran seguir hablando de lo mal que está la casa de Philippe, que levanten la mano —bromeó Georges levantando la suya.
Todos los demás levantaron la mano y Philippe agarró unos cuantos palillos y se los lanzó a su hermano, que hizo lo mismo en respuesta. Y así fue cómo se desencadenó una batalla campal de palillos y comida que resultó en muchas risas y en muchas cosas para limpiar y recoger.
Horas después, con todo recogido y limpio, cada uno se fue a su casa. Alain volvió a sus libros de derecho, Georges declaró que había quedado con una chica que le gustaba mucho y Remy y Vincent y Beau se fueron a hacer lo que hicieran en su tiempo libre.
«Meterse en líos», pensó Philippe con cariño.
Probablemente, inspirados por Henry y Joseph, primos entre ellos y dos de los miembros más silenciosos de la partida semanal de póquer.
Todavía era pronto y Philippe tenía que revisar unos cuantos programas de software antes de enviárselos a Lyon Enterprises, que lo estaba agobiando con las fechas de entrega.
Philippe trabajaba mucho por elección propia. No lo necesitaba, pero lo había elegido así. Había comenzado a ganar mucho dinero con un paquete de software que había diseñado hacía cinco años. Aquel paquete se había convertido en algo indispensable para las empresas de publicidad. Se trataba de una herramienta sencilla y eficiente que había tenido mucho éxito y que se había convertido en un referente para los demás programas.
Philippe no tenía necesidad de trabajar tanto, pero le gustaba estar ocupado, le gustaba crear y tener un horario que le diera un orden. No le gustaba holgazanear, a diferencia de su padre.
El segundo marido de su madre, el padre de Georges, había sido un millonario hecho a sí mismo que había hecho fortuna con un delicado perfume que volvía locas a las mujeres de dinero. André Armand solía acostarse tarde porque le gustaba salir de fiesta casi todas las noches. Gracias a él, disfrutaban todos en aquellos momentos de la vida que tenían.
Antes de casarse con su madre, André ya lo quería mucho y, en cuanto se casó con su madre, lo tomó bajo su ala y lo protegió siempre. Aunque Philippe siempre lo había querido mucho también, pronto se dio cuenta de que la vida que llevaba André no era la vida que quería para él. Ni siquiera de adolescente. Gracias a André, Philippe se había dado cuenta de que, por mucho dinero que tuviera un hombre, siempre tenía que tener un objetivo.
Jamás lo había olvidado y jamás había permitido que sus hermanos lo olvidaran. Por eso, repasaba los deberes con ellos todas las tardes y les insistía para que sacaran buenas notas.
—Tenéis que poner vuestro granito de arena en el mundo —les dijo en varias ocasiones, siempre que ellos le decían que no necesitaban estudiar—. Si no lo hacéis, no seréis más que un montón de polvo que simplemente pasaba por aquí.
Philippe se metió las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros y sus dedos tocaron un papel. Entonces, recordó que se trataba del teléfono del albañil.
Era consciente de que, si no realizaba aquella llamada cuanto antes, no la iba a hacer nunca. A veces, la vida lo arrastraba a hacer ciertas cosas. Sobre todo, cuando huracán Lily estaba en la ciudad y, según decían, no iba a tardar mucho en llegar.
Philippe se acercó al teléfono y miró el reloj para asegurarse de que no era demasiado tarde. Eran casi las diez. Le pareció que todavía era pronto, así que marcó el número y esperó.
No contestaban. Ya estaba a punto de colgar cuando al otro lado levantaron el auricular.
—Está usted hablando con el despacho de J.D. Wyatt. En estos momentos, no le podemos atender. Lo siento. Por favor, deje su número y díganos qué necesita que le hagamos y nos pondremos en contacto con usted cuanto antes —le indicó una voz grabada.
Se trataba de la voz más melodiosa que había oído en su vida. Debía de ser la secretaria de Wyatt o su esposa. En cualquier caso, aquella voz lo llevó a imaginarse ciertas cosas que quería que le hicieran y que no tenían nada que ver con la reforma de la casa sino, más bien, con reformar ciertas partes de su anatomía.
O de su alma.
En aquellos momentos, se encontraba sin pareja. Normalmente, Philippe tenía relaciones sexuales sin ataduras porque las relaciones formales requerían tiempo, esfuerzo e inversión emocional, cosas que se le daban fatal.
A su madre le encantaba flirtear. Aunque había habido hombres con los que había estado cierto tiempo, sobre todo el padre de Alain y otro llamado Alexander Walters, y le encantaba tener pareja, no había podido evitar nunca mariposear. Por muy bien que le fuera con un hombre, invariablemente su madre acababa por decidir que había llegado el momento de poner fin a la relación, librarse de ella como si le sobrara. De hecho, había abandonado a sus tres maridos, se había divorciado de los tres, pero siempre en buenos términos, tal y como demostraba que hubiera mantenido la amistad con ellos durante toda la vida.
A su madre le encantaba vivir en pareja. Le gustaba sobre todo el comienzo de una relación porque le encantaba sentirse enamorada. Philippe, sin embargo, nunca lo había encontrado necesario, nunca había necesitado embarcarse en algo a sabiendas de que iba a terminar y le iba a hacer sufrir.
Así que, como no lo veía necesario, simplemente no lo hacía.
Así de sencillo.
Claro que eso no quería decir que no le gustara tener compañía femenina para ciertas cosas. Eso significaba que tenía relaciones sexuales de vez en cuando y que jamás prometía nada más.
Era su manera de relacionarse, la única que conocía.
El pitido que oyó después del mensaje lo sacó de sus ensoñaciones.
—Eh, soy Philippe Zabelle —se presentó dejando su número de teléfono—. Un amigo me ha hablado de usted. Quería reformar dos de los baños de mi casa. Si le viene bien, tal vez podría pasarse mañana sobre las siete de la tarde para verlos —añadió dando también su dirección—. Si no puede venir, llámeme. De lo contrario, le estaré esperando a esa hora. Buenas noches.
Dicho aquello, colgó el teléfono. Le desagradaba profundamente hablar con contestadores automáticos. Incluso aquél de voz tan sensual.
Mientras subía hacia su dormitorio, pensó en lo mucho que la gente dependía de las máquinas para hacer su trabajo. De repente, al darse cuenta de que él trabajaba con ordenadores, sonrió.
Qué ironía.
A LA MAÑANA siguiente, Philippe se despertó a las ocho menos cuarto, algo nada habitual en él. Normalmente no ponía nunca el despertador porque ya tenía la hora grabada en el cerebro y solía despertase a las seis y media.
Cuando se dio cuenta de lo tarde que era, se apresuró a levantarse de la cama y a ducharse. No le dio tiempo de afeitarse. Cuando faltaba un minuto para que dieran las ocho, bajó a la cocina.
Se hubiera preparado unas tostadas y unos huevos revueltos de haber tenido pan y huevos, pero tuvo que conformarse con una taza de café y un par de trozos de queso que estaban como piedras y que habían sobrado de la partida del día anterior.
Apoyado en la encimera mientras se terminaba el queso, sacudió la cabeza. Debía rendirse y aceptar lo inevitable: necesitaba una asistenta, una mujer que fuera por allí tal vez una vez a la semana, hiciera la compra y se encargara de pasar un poco el polvo.
Sólo eso. Philippe estaba convencido de tenerlo todo muy ordenado. Lo único que estaba desorganizado era la mesa de su despacho. Bueno, para ser completamente sincero, su despacho entero estaba un poco desaliñado. Había libros abiertos por todas partes y papeles por todos lados.
A Philippe se le ocurrió que aquello era fiel reflejo de su vida. Sus asuntos privados estaban muy organizados mientras que su trabajo estaba como si acabara de pasar un tornado.
Philippe se terminó el queso y se limpió los dedos en los vaqueros para acercarse al teléfono. Diez minutos después, ya tenía puesto un anuncio en el periódico local y en la página web del mismo buscando una asistenta con experiencia que quisiera trabajar una vez a la semana para él.
Lo cierto era que no le hacía ninguna gracia contratar a una persona para que invadiera su espacio privado, pero no había tenido más opción. Le iba muy bien el trabajo y tenía que dedicarle mucho tiempo. De no ser por las partidas de póquer, lo único que hacía era trabajar.
Eso quería decir que apenas tenía tiempo para encargarse de otras cosas. Por ejemplo, de ir a comprar comida. Definitivamente, necesitaba una persona que lo ayudara. Mientras se dirigía a su despacho, situado en la parte trasera de la casa, pensó que también podría haber contratado un ayudante, pero sabía que la invasión entonces habría sido mucho mayor.
No, con una asistenta estaba bien.
Al llegar a su despacho, dejó el refresco que se estaba tomando sobre la mesa y conectó el equipo de música. La música clásica llenó el ambiente y Philippe se sentó a trabajar. A los pocos segundos, estaba completamente imbuido en el lenguaje de programación y el tiempo y el espacio y todo lo mundano habían desaparecido de su universo.
Durante aquel día, cuando su cerebro le había suplicado que hiciera un descanso y su estómago había rugido hambriento, Philippe se había dirigido a la cocina en busca de comida. Lo único que había encontrado habían sido unas galletas algo rancias. Se las había tomado a la hora de la comida. A la hora de la cena, se tuvo que conformar con un puñado de frutos secos.
Pero a Philippe no le importaba la comida. Lo único que le importaba era el trabajo y eso iba bien. Había avanzado más de lo que esperaba y estaba muy satisfecho. Estaba orgulloso de hacerlo él todo. Creaba los programas, diseñaba la parte artística y desarrollaba las herramientas de tutorial y de ayuda, herramientas que cada vez tenían más importancia.
Philippe suspiró y apagó el ordenador. Acto seguido, se encaminó al frigorífico para tomarse la última botella que le quedaba y celebrar así el final de un día muy productivo pero agotador.
Acababa de abrir la puerta de la nevera para ver si le quedaba algo de comer cuando llamaron al timbre. Al mirar el reloj y ver que eran las siete, supuso que sería alguno de sus hermanos o de sus amigos, pues todos sabían que dejaba de trabajar sobre aquella hora.
Philippe sonrió encantado. Le apetecía ver a alguien. A lo mejor ese alguien le quería acompañar a comer algo.
Su estómago rugió, indicándole que era buena idea.
Philippe se dirigió a la puerta y abrió.
—Hola —saludó alegremente.
Inmediatamente, se dio cuenta de que acababa de saludar a una completa desconocida. Se trataba, por cierto, de una desconocida muy atractiva que llevaba un jersey azul y unos vaqueros muy desgastados que se ajustaban a ciertas curvas de su anatomía. Era rubia y llevaba de la mano a una niña que era exactamente igual que ella en miniatura.
Al igual que la mujer que la llevaba agarrada de la mano, la niña era pequeña y delgada y casi albina. Philippe pensó que debía de tener unos cinco años aunque no sabía mucho de niños.
—¿En qué puedo ayudarla? —le preguntó a su madre.
Entonces, se dio cuenta de que la mujer que tenía delante lo estaba mirando como si estuviera tomando medidas para hacerle un traje. Recordó que iba descalzo y que llevaba puesta la primera camiseta que había encontrado aquella mañana, la que se había encogido en la lavadora. Además, tenía la costumbre de pasarse las manos por el pelo mientras trabajaba, lo que significaba que, para cuando terminaba, solía tenerlo disparado. Si a todo aquello se le añadía que no se había afeitado y que llevaba ropa de estar por casa, la imagen que debía de tener era prácticamente la de un mendigo.
Philippe miró a la niña. No parecía asustada. Sonreía. Sin embargo, la mujer que él había decidido que era su madre lo miraba con escepticismo.
Philippe estaba a punto de repetir la pregunta que le había hecho cuando, por fin, la mujer se dignó a contestar.
—Vengo por el trabajo.
—¿El trabajo? —repitió Philippe algo confuso.
De repente, se acordó del anuncio que había puesto aquella mañana en el periódico. Sí, claro, aquella mujer venía para que la entrevistara para el puesto de asistenta. Madre mía, qué rapidez.
—Ah, sí, el trabajo —le dijo encantado de que todo estuviera claro.
No solían aparecer en su casa mujeres así de guapas. Y las que aparecían era porque habían quedado con Georges.
—Pase, pase —la invitó haciéndole un gesto y haciéndose a un lado para dejarlas entrar.
La mujer pareció dudar, pero entró.
—Me llamo Kelli, ¿y tú? —le preguntó la niña, que tenía una voz grave que no parecía propia de un cuerpo tan pequeñito.
—Philippe.
La niña asintió, como si le gustara su nombre. A Philippe le pareció curioso que no le hubiera parecido extraño o gracioso por la pronunciación francesa.
Aquella niña tenía ojos de mayor y parecía muy curiosa, a juzgar por cómo lo miraba todo. A Philippe le dio la sensación de que, si no hubiera sido porque su madre la llevaba bien agarrada de la mano, Kelli habría querido explorar la casa.
—¿Ésta es tu casa? —le preguntó mirándolo con sus increíbles ojos azules, que eran igual que los de su madre.
—Sí —contestó Philippe sonriendo.
—Es muy grande —continuó la niña mirando hacia la planta de arriba.
Philippe se preguntó si todas aquellas preguntas eran espontáneas o si la mujer tendría aleccionada a su hija para que las hiciera. Era de dominio público que era prácticamente imposible no contestar a las preguntas de un niño.
—Bueno, es más pequeña de lo que parece —contestó Philippe dirigiéndose a la madre—. Mi casa es sólo la del medio. En realidad, hay tres casas. Parece una, pero son tres.
Aquella información hizo que la mujer frunciera el ceño. Parecía molesta.
—Estoy familiarizada con este tipo de casas —le aseguró.
—Muy bien.
Philippe nunca había tenido asistenta. Lo cierto era que jamás había tenido que entrevistar a nadie para darle un trabajo y no sabía qué hacer. No quería quedar como un novato o como un idiota.
—Entonces, ya sabrá usted que estas casas no dan mucho trabajo —continuó.
La mujer sonrió.
—No se lo tome usted a mal, señor Zabelle, pero eso, si no le importa, ya lo juzgaré yo —contestó—. Para ello, por supuesto, me tiene que indicar lo que tiene pensado.
Philippe no supo exactamente por qué, pero aquellas palabras lo confundieron. Aquella mujer no se parecía a ninguna de las asistentas que había habido en casa de su madre.
—¿Ha hecho esto antes en alguna otra ocasión? —le preguntó.
Por lo que él sabía, las asistentas solían ser mujeres mayores con aire maternal y Philippe necesitaba ante todo una persona con experiencia. La mujer lo miró como si la hubiera insultado.
—Sí, tengo referencias y se las puedo enseñar en cuanto hayamos terminado de hablar.
Philippe asintió aunque se preguntó de dónde iba a sacar el tiempo para verificar aquellas referencias. Tal vez, Alain o Remy pudieran hacerlo. Ellos estaban más libres. La desconocida estaba esperando, así que Philippe se lanzó.
—Bueno, no le voy a pedir que haga nada que no haya hecho antes.
En cuanto lo hubo dicho, se dio cuenta de que no había sido una respuesta muy bien planteada y, a juzgar por la expresión facial de la rubia, ella tampoco lo creía.
—¿Perdón?
Philippe supuso que había dicho algo extraño, pero no sabía exactamente qué había sido. La niña tampoco le estaba dando ninguna pista. Más bien, parecía divertida con la conversación. A Philippe se le pasó por la cabeza que, tal vez, no fuera una niña, sino una enana. Parecía muy madura.
—Lo que quiero decir es que será lo normal —añadió—. Pasar el polvo —enumeró encogiéndose de hombros—, hacer la compra una vez a la semana…
La mujer lo miró con la boca abierta. Philippe pensó que, a pesar de aquel gesto tan poco favorecedor, seguía pareciéndole atractiva y ni siquiera sabía cómo se llamaba.
—Yo no…
—¿No limpia cristales? —la interrumpió Philippe—. No pasa nada. Tengo contratada a una empresa que viene un par de veces al año para limpiarlos. Yo lo único que necesito es a alguien que pueda limpiar por encima, nada del otro mundo —le explicó—. Es que yo me paso el día en el despacho, trabajando. Por cierto, preferiría que no entrara en esa habitación —le indicó señalando con el pulgar hacia la parte trasera de la casa.
La mujer sacudió la cabeza.
—Señor Zabelle, creo que aquí ha habido un error.
Philippe no quería que hubiera errores. Lo que quería era que aquella mujer aceptara el trabajo. No quería ni imaginarse tener que pasar por aquel proceso varias veces.
—Ah, se refiere a que usted trabaja a jornada completa, ¿verdad? —le preguntó comprendiendo de repente.
—Sí, cuando trabajo, trabajo a jornada completa —contestó la rubia.
Philippe se quedó pensativo.
—Vaya, yo no necesito tantas horas.
—Yo creo que lo que usted necesita es un intérprete —respondió la mujer confundiéndolo—. Cuando empiezo un trabajo, señor Zabelle, me gusta terminarlo cuanto antes.
A Philippe le gustaban las cosas bien hechas, pero, aun así, no estaba dispuesto a contratarla cuarenta horas semanales.
—Me parece muy bien, pero yo sólo necesitaría que viniera usted una vez a la semana.
—¿Y eso por qué? —le preguntó la rubia poniéndose en jarras.
Al final iba a resultar que todo aquello estaba siendo, efectivamente, un gran error. El tiempo que estaba perdiendo allí conversando con aquella mujer era más que suficiente para ir y volver a la tienda.
—Porque no hace falta más tiempo. Soy muy ordenado.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Claro, comprendo que usted cobrará exactamente lo mismo si el cliente es ordenado o desordenado…
—Señor Zabelle, yo cobro dependiendo de lo que el cliente pida. Me da igual que sea ordenado o desordenado —lo interrumpió la rubia.
A Philippe, aquel comentario se le antojó muy personal. Parecía que no estuviera hablando de limpiar la casa. En aquel momento, sus ojos se encontraron y Philippe se quedó mirándola. Cuanto más la miraba, más se convencía de que aquella mujer no era una asistenta.
De repente, se preguntó a qué sección del periódico habría ido a parar su anuncio. Si había sucedido lo que temía, ¿cómo demonios se presentaba aquella mujer en su casa con su hija?
—¿De dónde ha sacado mi número de teléfono? ¿De los anuncios personales?
La rubia se quedó mirándolo con la boca abierta.
—Mamá, me estás haciendo daño en la mano —protestó su hija.
—Oh, lo siento —murmuró ella sin dejar de mirarlo, como si estuviera considerando la idea de irse de allí a toda velocidad—. Su número de teléfono estaba en mi contestador, señor Zabelle —añadió enfadada.
Philippe estaba completamente perdido.
—¿Su contestador? —se extrañó—. Pero si he llamado al periódico esta mañana.
—¿Para qué?
—Para poner el anuncio —contestó Philippe.
¿En qué punto de la conversación se encontraban? Todo aquello no tenía sentido.
—¿Qué anuncio? —preguntó la rubia, que parecía a punto de perder la paciencia.
Philippe tomó aire y contestó muy despacio, vocalizando cuidadosamente, como si estuviera hablando con un retrasado mental.
—El… anuncio… por… el… que… ha… venido.
—Yo no he venido por ningún anuncio —contestó la rubia muy enfadada.
De repente, Philippe se dio cuenta de que aquella voz ya la había oído antes. Hacía muy poco tiempo.
—Un momento —anunció—. ¿Quién es usted, señorita?
La rubia suspiró y apretó los dientes.
—Soy J.D. Wyatt. Me llamó usted y me dejó un mensaje en el contestador diciéndome que quería reformar los baños.
Entonces, Philippe lo comprendió todo.
—¿Es usted J.D. Wyatt? —se extrañó.
Al instante, vio cómo la rubia se tensaba. Era evidente que no era la primera vez que le pasaba aquello y también era evidente que no le gustaba nada aquella situación.
—Sí.
—¿No ha venido por el anuncio de la asistenta? —insistió Philippe, que quería dejar la situación perfectamente clara.
—¿Asistenta? —repitió Janice comprendiendo lo que había sucedido—. No, no he venido por el anuncio de asistenta. Soy albañil.
—Vaya, creía que era usted un hombre —se disculpó Philippe.
Janice se encogió de hombros. Había vivido toda su vida en un mundo de hombres y estaba acostumbrada a tener que luchar para que la aceptaran.
—Pues ya ve que no.
Philippe se sintió muy incómodo. Ser un manazas lo hacía sentirse inferior a otros hombres, pero no podría soportar sentirse inferior a una mujer que sabía manejar herramientas que él no sabía ni cómo se llamaban.
Philippe se sentía engañado.
—¿Y de dónde sale J.D.?
La aludida se quedó mirándolo, como dudando si decírselo o no.
— De Janice Diane —contestó por fin.
—¿Y por qué no pone su nombre en la tarjeta? ¿Se da usted cuenta de que eso es publicidad falsa?
—¡Mi mamá no es falsa! —exclamó Kelli indignada poniéndose entre ellos.
—Kelli, calla —le indicó su madre—. No pasa nada —le aseguró—. No hay nada de falso en mi tarjeta de visita. J.D. son mis iniciales.
—Sabe perfectamente a lo que me refiero. Al poner sus iniciales, hace que la gente se crea que están contratando a un hombre.
«De eso se trata precisamente», pensó Janice.
Aquel hombre era increíblemente guapo, pero parecía tonto, así que había que explicarle las cosas detenidamente.
—Supongo que entenderá que la gente no llama a una persona que se llama Janice Diane para que vaya a su casa a arreglarle la cisterna o el tiro de la chimenea. Sin embargo, sí llaman a una persona que se llama J.D. para hacer el mismo trabajo. Este mundo se mueve por prejuicios, señor Zabelle. Uno de esos prejuicios dice que los hombres son manitas y, las mujeres, no. Lo que usted ha pensado así lo demuestra. Usted ha creído que yo había venido para limpiar su casa, no para reformarla.
Philippe era consciente de que aquella mujer tenía razón y no le gustaba, pero no se le ocurría qué decir.
—Llevo toda la vida rodeada de herramientas y sé manejarlas perfectamente —continuó Janice cruzándose de brazos—. ¿Va a dejar que sus prejuicios le impidan contratar a la mejor albañil del mundo, porque le aseguro que jamás va a encontrar a una persona tan apañada como yo, o va a ser un hombre moderno y me va a enseñar qué hay que arreglar en esta casa?
Lo estaba desafiando y esperaba que aceptara el desafío.
Por el rabillo del ojo, Janice vio que Kelli la imitaba y se cruzaba de brazos también. Madre e hija esperaron unidas una contestación.
DURANTE lo que se le antojó un instante interminable, dos reacciones diferentes se apoderaron de Philippe, tirando cada una hacia un lado.
De toda la vida, había creído que la única diferencia entre los hombres y las mujeres era que las mujeres tenían la piel más suave. Normalmente. Su madre no se había cansado de repetirle con entusiasmo que las mujeres podían hacer exactamente lo mismo que los hombres a excepción de orinar de pie e incluso, en aquel caso, ellas lo hacían mejor porque su método era más limpio.
Pero hubo otra reacción exactamente igual de fuerte basada en la filosofía de que los hombres eran los que hacían, los protectores. Aquella noción la había aprendido siendo muy joven, al tener que convertirse en el responsable de la familia. Su madre se había pasado los años ligando e iniciando y concluyendo relaciones, enamorándose y desenamorándose mientras él defendía el fuerte y se aseguraba de que sus hermanos no se metieran en líos. Además, cuando la situación así lo había requerido, se había convertido en el hombro sobre el que llorar para su madre.
Philippe había crecido creyendo que, efectivamente, los hombres y las mujeres eran iguales y que en una pareja las cosas se repartían al cincuenta por ciento. Sin embargo, también había observado que, en tiempo de crisis, aquel porcentaje se situaba en un setenta para los hombres y una treinta para las mujeres.
Y aquello enlazaba con la idea de que los hombres eran los que se encargaban de hacer las cosas por el bien de la especie, por ejemplo guardar el cinturón de las herramientas, mientras que las mujeres eran las que nutrían.
En aquellos momentos, mientras se debatía entre mostrarse orgulloso o justo, le pareció oír a su madre.
«Maldita sea, Philippe, te he educado bien, así que haz el favor de darle a esta chica una oportunidad. Tiene una hija, ¿es que no lo ves? Además, es muy guapa».
Philippe decidió que no perdía nada por que J.D. le diera un presupuesto. Si no le gustaba, se desharía de ella y todo terminado. Mentalmente, cruzó los dedos para que así fuera.
—Está bien —suspiró—. Le voy a enseñar el baño.
Philippe se encaminó hacia la parte de atrás de la casa. Kelli se coló por delante de él cuando llegaron al baño por el que había comenzado todo, el baño en el que estaba el lavabo roto.
—Oh, es muy feo —declaró la niña con voz adulta—. No se preocupe, mi mamá se lo puede dejar muy bonito. Es muy buena —añadió mirando a Philippe, que enarcó una ceja.
—¿Es su representante? —le preguntó a su madre en tono divertido.
Y, por primera vez desde que había llegado, vio sonreír a la rubia de vaqueros desgastados.
—Más bien, mi equipo personal de animación.
La niña sonrió también y Philippe se fijó en que madre e hija tenían exactamente la misma sonrisa. Definitivamente, eran madre e hija.
Kelli agarró a su madre de la mano y la urgió a que entrara en el pequeño baño rectangular.
—Venga, mamá, dile a este señor lo que vas a hacer para dejar esto bonito.
Janice miró al hombre que ella esperaba que la contratara para poder pagar la hipoteca de aquel mes.
—No creo que el señor Zabelle quiera que se lo deje bonito, cariño.
La niña apretó los labios, se quedó pensativa y miró a Philippe intensamente, como si estuviera estudiándolo para catalogarlo.
—A todo el mundo le gustan las cosas bonitas —declaró por fin con aquella firme convicción de los niños.
Philippe tenía muy poca experiencia con niños. De hecho, la única experiencia que tenía era su propia infancia y la de sus hermanos y de aquello hacía mucho tiempo, así que no recordaba con claridad cómo eran los niños, pero, ya que Kelli pronunciaba decretos como un adulta en miniatura, decidió tratarla como si lo fuera.
—Eso depende de lo que sea bonito para ti.
Aquella frase le valió una sonrisa por parte de la niña, que miró a su madre y se rió.
—Mamá, este señor es muy gracioso.
Janice le pasó el brazo por los hombros a su hija y se colocó en cuclillas a su lado.
—Este señor es mi cliente, Kel, y no es de buena educación hablar de él como si no estuviera cuando lo tenemos justo al lado.
—Ésa es una buena norma —comentó Philippe—. ¿Siempre lleva a su hija a las entrevistas de trabajo? —quiso saber.
Entrevistas de trabajo. Janice odiaba aquel concepto porque la hacía sentirse examinada y juzgada. Y ya había tenido suficientes situaciones en las que se había sentido así en su vida, sobre todo con su padre, que se había pasado el día juzgándola y siempre había encontrado que tenía carencias.
En cualquier caso, decidió ignorar la pregunta de Zabelle porque decidió que no era asunto suyo que Kelli la acompañara o no, siempre y cuando las cosas se hicieran de manera profesional.
—La persona que la cuida había quedado —contestó echando los hombros hacia atrás involuntariamente.
Philippe pensó que era una excusa más que razonable aunque también era cierto que lo podría haber llamado para quedar otro día.
—Me alegro por ella —comentó.
—Por él —lo corrigió Janice—. La persona que cuida a mi hija es un hombre. Para más señas, es mi hermano Gordon.
Philippe se dio cuenta de que le estaba dando más información de la que necesitaba o quería. Si terminaba contratando a aquella mujer para reparar las dos cosillas que había que arreglar, quería que su relación se mantuviera en un plano estrictamente profesional. Sin embargo, cuando la niña lo tomó de la mano, se dio cuenta de que no iba a resultar fácil.
—Yo no tengo hermanos. ¿Y usted?
Philippe esperó para ver si su madre la amonestaba por hablar así a un desconocido, pero la rubia no dijo nada y la niña estaba esperando una contestación.
—Sí, tengo dos —le dijo Philippe.
—¿Y viven aquí también? —quiso saber la niña.
Philippe miró a su madre.
—¿No cree que debería enseñarle a no ser tan simpática con los desconocidos?
A Janice nunca le había gustado que le dijeran lo que tenía que hacer, así que tuvo que hacer un gran esfuerzo para que no se notara que aquella pregunta la había molestado. Seguramente, aquel hombre no lo habría dicho con mala intención y, además, era un posible cliente.
En cualquier caso, ¿quién demonios se creía que era para decirle cómo debía educar a su hija? Janice tomó aire para calmarse y se dijo que estaba nerviosa, como siempre que Gordon tenía una cita. Su hermano tenía la mala costumbre de exagerar y de hacer regalos a las mujeres que luego no podía pagar.
—No veo la necesidad de meterle miedo en el cuerpo si yo estoy delante y veo lo que pasa —contestó por fin—. Mi hija sabe perfectamente que no debe hablar con nadie cuando no estoy yo delante… que es casi nunca —añadió—. Además, se le da muy bien juzgar a quien tiene delante.
—¿Y cuántos años dice que tiene?
Janice pensó que se estaba burlando de ella. Seguramente, la habría tomado por una de esas madres que se creían que su hija era la mejor del mundo, pero le daba igual. Janice sabía que su hija tenía una especie de radar para detectar a la gente simpática. Cuando una persona se le hacía antipática, se volvía tímida.
—La edad da igual —contestó.
Su hermano, por ejemplo, no estaba muy centrado a la hora de juzgada a quien tenía delante. Más bien, tenía el juicio de un cachorro de labrador de dos meses. Para él, todo el mundo era amigo hasta que se demostrara lo contrario, algo que, desgraciadamente, le sucedía demasiado a menudo. Gordon llevaba una uve en la frente, una uve de víctima y aquello atraía a todas las caraduras que hubiera en un radio de cien kilómetros a la redonda.
—A veces, lo único que hay que tener es buena intuición.
Algo que Gordon no tenía ni por asomo. Su hermano pasaba de una cazafortunas a otra. Lo peor era que nunca se daba cuenta y que, cuando a Janice se le ocurría comentar algo, le decía que era una arpía.
Era difícil creer que fuera su hermano mayor.
Como el señor había preguntado y su madre no había contestado, Kelli alargó el brazo con todos los dedos estirados menos el pulgar.
—Tengo cuatro años y nueve meses —dijo—. Mi mamá dice que voy a cumplir cuarenta —añadió en un susurro.
—No me lo puedo querer —sonrió Philippe.
—¿Por qué no hablamos de trabajo? —sugirió Janice, que quería terminar con aquello cuanto antes.
No le había dado tiempo de preparar la cena. Se suponía que la iba a preparar su hermano, pero cuando lo había llamado Sheila, la última chica a la que había conocido, se había olvidado de todo y había salido corriendo en cuanto la había visto entrar por la puerta.
—Menos mal que has llegado. Me tengo que ir corriendo —le había dicho, y lo había hecho, literalmente.
—¿La cena? —había gritado Janice.
—Sí, la voy a invitar a cenar —le había contestado Gordon—. Parece que, al final, no tiene novio.
A Janice no le daba tiempo de preparar la cena porque había quedado en pasarse por casa de Philippe, así que le había dado una manzana a su hija, la había subido al coche y allí estaban, pero ahora era ella la que tenía hambre. De hecho le sonaban las tripas. Ojalá hubiera agarrado otra manzana para ella.
—Muy bien —contestó Philippe señalando el lavabo, que estaba rajado de lado a lado—. Éste hay que cambiarlo.
En lugar de mirar el lavabo, Janice examinó lentamente el baño, fijándose en los detalles y catalogándolos en su cabeza. A juzgar por las apariencias, nadie había tocado aquella estancia en la que la ducha era demasiado pequeña y la zona de maquillaje demasiado grande. La prueba definitiva era la moqueta del suelo. Completamente de los años setenta.
—A mí me parece que lo que tendría que cambiar es el baño entero —comentó girándose hacia Philippe.
A Philippe no se le había pasado por la cabeza hacer una reforma total.
—Ah… —comentó sorprendido.
Janice se lo tomó como si estuviera de acuerdo con ella y continuó:
—Los azulejos están sueltos. Eso y la moqueta delatan la edad del baño. Además, falta lechada en muchos sitios —añadió señalando los lugares en cuestión—. Supongo que habrá sido de limpiar —añadió viendo que no había moho y sabiendo que, cuando un hombre tenía que limpiar un baño, lo más normal era que salieran moho e incluso hongos—. La persona que se encarga de limpiar el baño lo ha hecho muy bien, pero, con el paso del tiempo, de tanto frotar los azulejos, la lechada se ha ido quitando.
Philippe no estaba seguro de si aquella mujer le acababa de lanzar un cumplido para obtener más información sobre su vida privada.
—Le suelo dar con lo que venden en la tienda —contestó encogiéndose de hombros—. Cuando me acuerdo —añadió intentando recordar cuándo había sido la última vez que había tenido tiempo de ir a la droguería.
Aquel pequeño dato impresionó a la albañil.
—Vaya, un hombre que limpia el baño —comentó como quien anuncia que acaba de descubrir un unicornio—. Le voy a tener que decir a mi hermano que venga a conocerle.
Eso era lo último que Philippe quería. A menos que su hermano formara parte de su cuadrilla, claro. En cuanto se le ocurrió aquella idea, se dio cuenta de que, de alguna manera, había contemplado la posibilidad de renovar el baño entero en lugar de limitarse a cambiar el lavabo.
A lo mejor no era mala idea.
—Vamos a suponer.
—¿Sí? —contestó Janice cruzando los dedos.
—Si quisiera reformar el baño, ¿por cuánto me saldría?
Era imposible contestar a aquella pregunta. ¿Acaso aquel hombre sería de los que les gustaba tenerlo todo controlado?
—Eso dependería de lo que quisiera hacer.
«Hasta hace cinco minutos, no quería hacer nada», pensó Philippe.
—Nada del otro mundo, simplemente reemplazar lo que hay por saneamientos nuevos.
Janice se quedó mirando la moqueta, preguntándose a quién demonios se le habría ocurrido enmoquetar un baño.
—También tendría que poner azulejos en el suelo.
Philippe la miró sorprendido. Cuando, en alguna ocasión, se le había ocurrido la idea de reformar el baño algún día, siempre había pensado que le gustaría quitar la moqueta porque le parecía que era una porquería que se encharcaba con el agua.
—Sí, habría que poner azulejos en el suelo —contestó.
Bueno, por lo menos, comenzaban a entenderse.
—El presupuesto dependería de la calidad de los saneamientos —insistió Janice.
—Grosso modo —contestó Philippe—. Lo que me interesa saber es lo que me cobraría usted porque supongo que los materiales me costarían lo mismo a mí si fuera yo a comprarlos.
—No, a usted le costarían más —lo corrigió Janice—. A menos que tenga licencia de albañil.
Philippe se palpó los bolsillos, haciendo reír a Kelli. Aquel sonido le gustó.
—Entonces, ¿me ahorro tiempo y dinero contratándola a usted?
—A mí o a cualquier otro albañil —contestó Janice, que sabía por propia experiencia que era mejor no presionar al cliente.
A Philippe no le gustaba hacer las cosas a ciegas, así que decidió insistir.
—Entonces, ¿cuánto me cobraría?
Janice se quedó pensativa, como si estuviera haciendo números, y le dio una cantidad.
Philippe se quedó mirándola perplejo.
—¿Lo dice en serio? —le preguntó.
—Sí, ¿por qué?
Porque la cantidad que le había dado le resultaba de lo más barata aunque no estuvieran incluidos los materiales.
—¿Cómo es posible que cobre usted tan poco?
Janice suspiró aliviada. Menos mal que aquel hombre no era de los que regateaba para que le hiciera una rebaja.
—Es un presupuesto a la baja —le explicó decidiendo que había llegado el momento de lanzarse—. ¿Sólo quiere reformar este baño?
—En realidad, no quería reformar ni siquiera éste —contestó Philippe.
Sin embargo, lo cierto era que el presupuesto que le había dado aquella mujer estaba muy por debajo de lo que hubiera cabido esperar. No estaba muy al tanto de lo que costaba reformar un baño, pero una de las personas que se encargaba de vender sus paquetes de software le había dicho que acababa de reformar un baño en casa y le había dado una cifra que era superior a la que había pagado su abuelo por la casa entera cuarenta años atrás.
—Los otros dos están en la planta de arriba.
—¿Tiene tres baños? —le preguntó Kelli con los ojos como platos.
Philippe se preguntó por qué se sorprendería tanto la niña por eso.
—Sí.
—Nosotras sólo tenemos dos —le informó la pequeña—. Y el tío Gordon siempre tiene uno ocupado.
Janice vio que Zabelle enarcaba las cejas y la miraba con curiosidad, así que decidió sacarlo de dudas.
—Mi hermano está viviendo con nosotras mientras se recupera.
Janice sabía reconocer a una persona curiosa cuando la tenía delante y, a juzgar por cómo la miraba el señor Zabelle, lo que había comentado sobre su hermano había despertado la suya.
—A mi hermano no le han ido las cosas muy bien últimamente.
Últimamente quería decir desde que había nacido hasta el presente.
—Por lo menos, tiene familia —contestó Philippe.
Aquel comentario sorprendió a Janice. Desde luego, demostraba que aquel hombre era sensible.
—Sí —le dijo algo más entusiasmada—. Por cierto, me he fijado en su cocina al pasar —añadió.
Philippe se dijo que no debía permitir aquella escalada si no quería meterse en una obra que lo iba a obligar a estar fuera de casa varias semanas.
—¿Y?
—Y que también le vendría muy bien lavarle la cara.
—Yo sólo la he llamado porque tenía un lavabo roto —le recordó Philippe.
—Vaya, creía que siendo hijo de Lily Moreau estaría usted más abierto a las sugerencias creativas… aunque se las diera una mujer que llevara un cinturón con herramientas —contestó Janice sorprendiéndolo—. Tengo Internet en casa —le explicó—. Y me gusta informarme sobre mis posibles clientes antes de conocerlos.
Philippe se percató de que Janice había pronunciado la palabra «posibles» como si no tuviera importancia mientras que había hecho bastante énfasis en «clientes». Evidentemente, aquella mujer estaba muy segura de sí misma.
Aun así, no le hacía ninguna gracia que le leyera el pensamiento.
ENTONCES, ¿vas a hacer los baños de ese señor, mamá? —le preguntó Kelli en el coche.
Janice frenó suavemente para pararse en el semáforo, que estaba en rojo, y miró a su hija por el retrovisor. Kelli estaba sentada en la silla reglamentaria y estaba moviendo tan rápido las piernas que parecía un colibrí, lo que llevó a su madre a pensar que, de un momento a otro, iba a despegar. Con silla y todo.
—Sí, los voy a reformar —contestó.
—¿Y la cocina también? —le preguntó la niña entusiasmada.
Janice no dejaba de maravillarse de lo atenta que era Kelli. Cualquier otro niño ni se habría dado cuenta de la conversación que habían tenido los adultos. Ojalá su hija pudiera enseñarle algo de todo aquello a Gordon.
—Sí, la cocina también.
Le había costado un poco convencerlo, pero, al final, Zabelle había decidido que la cocina también necesitaba un nuevo aire. Janice no quería llenarse los bolsillos, pero sentía la necesidad de que su cliente quedara satisfecho y para ello ponía a su disposiciones su experiencia y su creatividad.
Lo cierto era que, si por ella hubiera sido, habría reformado la casa entera, pero se contentaba con los tres baños y la cocina.
—¿Y qué más? —le preguntó Kelli.
—De momento, eso es todo, cariño —contestó Janice poniendo el coche de nuevo en marcha y girando a la derecha.
Aunque tenía oficio y licencia de albañil, obtenida cuando trabajaba para una empresa lo suficientemente grande, a saber la de su padre, Janice era consciente de que trabajaba con desventaja.
Philippe Zabelle no era el único hombre al que no le hacía gracia contratar a una mujer para que se encargara de la reforma de su casa. Su propio padre había desconfiado de ella constantemente a pesar de que Janice le había demostrado una y otra vez que valía mucho.
Aun así, su padre siempre había favorecido a Gordon.
Janice suponía que, en parte, la culpa había sido suya. Como lo quería tanto, siempre lo había cubierto e incluso había llegado a hacer su trabajo para que su padre no lo regañara.
Al recordar las regañinas de su padre, Janice no pude evitar estremecerse.
Al final, ser tan protectora con su hermano le había valido quedarse fuera del pastel. Su padre le había dejado la empresa a su hermano y ni siquiera la había mencionado a ella ni a su niña en su testamento.
«Qué frialdad», pensó apretando el volante.
A su hermano nunca le había interesado demasiado la empresa y, al no tener a su padre vigilándolo, se había entregado a su verdadera pasión: las mujeres. Un año y medio después de la muerte de su padre, la empresa estaba embargada y pertenecía al banco porque Gordon se había dedicado a pedir préstamos poniéndola como aval.
Mientras tanto, ella, viuda y con una niña pequeña, había tenido que apañárselas para llegar a fin de mes. Al principio, había aceptado cualquier cosa que le habían propuesto, pero pronto se había dado cuenta de que no le gustaba nada vender seguros ni servir mesas ni otro montón de cosas que había aceptado para poder pagar las facturas.
Janice siempre había sido consciente de que era buena en lo que sabía hacer, así que había empezado a anunciarse en el periódico local, había puesto anuncios por todas partes y, poco a poco, muy poco a poco, había vuelto a la construcción.
Claro que siempre teniendo que convencer a los clientes de que era buena. De hecho, era la mejor porque llevaba toda la vida en aquello. Ella, y no su hermano, era la que seguía a su padre por todas partes con la caja de herramientas. Nunca le habían interesado mucho las muñecas. Prefería los destornilladores.
—Mamá, te he hecho una pregunta —le dijo Kelli algo exasperada.
—Lo siento, cariño, estaba pensando en otra cosa —se disculpó Janice mirando a su hija por el retrovisor—. ¿Qué me has preguntado?
—Te he preguntado si va a querer algo más.
—¿Quién? —le preguntó Janice, que había perdido el hilo de la conversación.
Su hija suspiró y apretó los labios para no reírse. A veces, Janice tenía la sensación de que ella era la hija y Kelli la madre.
—El hombre del cuadro bonito, mamá.
—¿Qué cuadro? —se sorprendió Janice.
—El que había en el salón —contestó la niña—. Había un cuadro con un lago azul y árboles y… ¿no lo has visto? —le preguntó impaciente.
—Por lo visto, no, no lo he visto.
A Kelli le encantaba el arte. De hecho, dibujaba desde que había sido capaz de sostener un lápiz en la mano. Los garabatos pronto habían dado paso a figuras reconocibles y bonitas llenas de personalidad. A Janice le encantaría poder mandarla a una buena escuela de arte donde la ayudaran a desarrollar el don que tenía. Estaba decidida a que su hija no tuviera que pasar por lo mismo que ella, no quería que Kelli tuviera que aguantar que otras personas no creyeran en ella.
—La próxima vez me fijaré en él —le prometió.
—A lo mejor, cuando vea lo buena que eres, quiere que le hagas más cosas.
—A mí, me encantaría —contestó Janice pensando que su hija era un encanto.
Precisamente con esa idea, le había dejado al señor Zabelle unos cuantos catálogos que no tenían nada que ver con baños ni con cocinas.
«La esperanza es lo último que se pierde».
—Si le haces más cosas, ¿tendrás suficiente dinero para el poni?
Ah, lo del poni otra vez. Otra de las pasiones de Kelli, pero aquélla tenía menos posibilidades de hacerse realidad. Por lo menos, de momento. Aun así, Janice no quería dar al traste con las esperanzas de su hija.
—Todavía no, cariño. Recuerda que los caballos necesitan vivir en un sitio especial y comer una comida especial.
—¿Y cuándo vamos a tener suficiente dinero para un caballo?
—No lo sé, pero, en cuanto lo tengamos, te lo diré —le prometió su madre.
Cuando volvió a girar el volante, Janice se fijó en su mano izquierda. Echaba de menos los anillos que solía llevar allí, pero los había tenido que vender en enero. Después de Navidad, la gente solía tener muchos gastos y no se gastaba dinero en reformar la casa, así que había sido un mal mes.
Janice decidió que, si le sobraba dinero después de que le pagara Zabelle, recuperaría sus anillos. La piedra de su anillo de pedida no era muy grande, pero Gary la había escogido personalmente y a ella le encantaba.
Janice sintió que una sensación agridulce se apoderaba de ella. Gary y ella se habían casado a las dos semanas de comprometerse porque Gary se había enterado de que lo iban a mandar a luchar al extremo del mundo.
Jamás volvió.
Janice tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a llorar. Habían pasado cinco años desde entonces, pero todavía le dolía.