Caricias mágicas - Un amor compartido - Buscando la felicidad - Marie Ferrarella - E-Book

Caricias mágicas - Un amor compartido - Buscando la felicidad E-Book

Marie Ferrarella

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Beschreibung

Caricias mágicas Ella era la cura que estaba buscando. Cuando vio a Lucas Wingate en la consulta, Nikki Connors estuvo encantada de atender a su irresistible hija de siete meses. Pero era aquel atractivo viudo quien más parecía necesitar la magia curativa de Nikki… y le hizo preguntarse si tal vez ella no necesitaría cierta terapia romántica… Lucas no planeaba volver a enamorarse. Sin embargo, la encantadora y hermosa pediatra empezaba a hacerle ver lo que se estaba perdiendo... Un amor compartido El amor no entraba en sus planes. Después de que su príncipe azul se convirtiera en sapo, Kate Manetti se volcó por completo en su trabajo. No quería meterse en otra relación, y muchísimo menos con un cliente enviado por su madre, a quien le gustaba hacer de casamentera. Pero fue entonces cuando un rico director de banco llamado Jackson Wainwright entró en su vida y la hizo reconsiderar sus planes. Jackson, un hombre que lo tenía todo, no pudo resistirse al embrujo de aquella hermosa y obstinada mujer. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera para ganarse su confianza y hacerla ver que estaban hechos el uno para el otro. Buscando la felicidad Quería demostrarle que sí podía encontrar ese final feliz… con él. La detective Jewel Parnell no creía en los cuentos de hadas. Creía en las aventuras esporádicas, sin compromisos. Pero su madre, una celestina consumada, no estaba dispuesta a darse por vencida y le consiguió un nuevo cliente: un apuesto profesor universitario con un niño encantador a su cargo. Sin embargo, lo que Jewel no sabía era que Christopher Culhane y su adorable sobrino, Joel, podían darle la lección de amor que tanto necesitaba.

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Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 464 - enero 2024

© 2010 Marie Rydzynski-Ferrarella

Caricias mágicas

Título original: Doctoring the Single Dad

© 2010 Marie Rydzynski-Ferrarella

Un amor compartido

Título original: Fixed Up with Mr. Right?

© 2010 Marie Rydzynski-Ferrarella

Buscando la felicidad

Título original: Finding Happily-Ever-After

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1180-660-2

Índice

Créditos

Caricias mágicas

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Un amor compartido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Buscando la felicidad

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro...

Prólogo

TIENES el ceño fruncido —le dijo Theresa Manetti a Maizie Sommers—. ¿Qué sucede? Maizie era una de sus dos mejores amigas, junto con Cecilia Parnell, la otra mejor amiga del trío, y las tres estaban jugando al póquer como hacían cada semana desde hacía años, lloviese o hiciese sol.

Maizie dejó las cartas boca abajo sobre la mesa y negó con la cabeza. Su melena plateada y corta se agitó de un lado a otro para recalcar sus sentimientos. Sus ojos azules brillaron cuando dijo:

—No me apetece jugar al póquer.

—De acuerdo —dijo Theresa—. ¿Qué te apetece hacer?

La respuesta de Maizie fue sencilla.

—Gritar.

Theresa y Cecilia se miraron. De pronto sabían hacia dónde se dirigía aquella conversación. Eran amigas de toda la vida y habían estado juntas desde tercer curso, cuando el alto y desgarbado Michael Fitzpatrick le había robado un beso a una asustada Theresa. Había recibido su merecido cuando Cecilia y Maizie, sobre todo Maizie, lo habían perseguido y acorralado al final del patio. Maizie se encargó de casi todos los golpes. Víctima, perpetrador y defensoras se habían ganado una semana de castigo por causar problemas, y al final de ese tiempo las tres se habían hecho amigas, mientras que Michael hacía planes para unirse a los jesuitas.

Maizie, Theresa y Cecilia habían ido a las mismas escuelas, a la misma universidad y fueron damas de honor las unas de las otras. Además estuvieron juntas en todos los acontecimientos felices, como el nacimiento de sus hijos. También estuvieron ahí durante los momentos duros, cuando una a una fueron quedándose viudas antes de tiempo. Y cuando Theresa, madre de dos hijos, se enfrentó al fantasma del cáncer de mama, Maizie y Cecilia fueron las que se ocuparon de las tareas diarias y levantaron el ánimo de su marido y de sus hijos.

Después de tantos años juntas, las tres se conocían a la perfección. Y por esa razón sentían que la causa de la angustia de Maizie era su hija, Nicole. Ambas mujeres podían comprender lo que su amiga estaba pasando. Las dos tenían hijas solteras.

Cecilia fue la primera en abordar el tema.

—Es Nikki, ¿verdad?

—Claro que es Nikki. ¿Sabéis lo que me ha dicho?

—No —respondió Cecilia—. Pero estoy segura

de que vas a contárnoslo.

—Dijo que, si nunca se casaba, le parecía bien. ¿Podéis imaginároslo? —preguntó Maizie.

Theresa suspiró.

—Kate dijo prácticamente lo mismo el otro día.

Cecilia añadió su voz al concierto.

—Debe de ser algo contagioso. La última vez que hablamos, Jewel me dijo que era feliz con su vida tal y como estaba. Sé que debería alegrarme de que sea feliz, pero…

—Sabéis lo que esto significa, ¿verdad? —les preguntó Maizie.

—Sí, que nunca tendremos nietos —hubo cierto temblor en la voz de Theresa al pronunciar aquella predicción.

Maizie se inclinó sobre la mesa y colocó una mano sobre las de sus amigas.

—Muy bien, ¿qué vamos a hacer al respecto?

—¿Hacer? —repitió Theresa, confusa—. ¿Qué podemos hacer? Quiero decir que ya no tienen doce años.

—Claro que no —convino Maizie—. Si tuvieran doce años, no tendríamos que preocuparnos porque no fueran a casarse nunca.

—Creo que lo que Theresa quiere decir es que son mujeres adultas —dijo Cecilia.

Para Maizie aquella discusión no tenía fundamento.

—¿Así que se deja de ser madre porque haya más de veintiuna velas en la tarta?

—Claro que no —protestó Theresa—. Yo siempre seré la madre de Kate, pero…

Maizie tomó la palabra.

—Llevamos demasiado tiempo sentadas sin hacer nada. Es hora de que aceleremos un poco las cosas. —¿De qué estás hablando, Maizie? —preguntó Theresa. —Maizie sólo está frustrada, Theresa —dijo Cecilia.

—Claro que estoy frustrada. Y vosotras también lo estáis. Os conozco. Cuando teníamos la misma edad que las chicas, estábamos casadas y embarazadas.

—Los tiempos han cambiado, Maizie —comenzó a decir Theresa.

—No tanto —sostuvo Maizie—. El amor sigue moviendo el mundo. ¿No queréis que vuestras hijas encuentren el amor?

—Claro que queremos —declaró Cecilia—. Pero empieza a parecer que, salvo algún tipo de intervención divina, eso no va a suceder nunca.

—Lee el periódico, Cecilia. Dios está un poco ocupado ahora mismo. Además —Maizie miró a Theresa en busca de apoyo—, él ayuda a aquéllos que se ayudan a sí mismos, ¿verdad?

—Verdad —convino Theresa—. ¿Adónde quieres llegar exactamente?

—Conozco esa sonrisa —le dijo Cecilia a Maizie—. Es la sonrisa que ponía Bette Davis en Eva al desnudo cuando les decía a los invitados a la fiesta que se abrocharan los cinturones porque iba a ser una noche movidita.

Maizie se carcajeó.

—Nada de movidita. Lo único que digo es que hace no tanto tiempo los padres y las madres concertaban los matrimonios para sus hijos —vio el escepticismo en la cara de Theresa—. ¿Por qué me miras así?

—Ya que me preguntas, necesitas ayuda si crees que esto tiene alguna posibilidad de triunfo, Maizie. No sé Nikki, pero si Kate fuese un poco más independiente, sería su propio país.

—Jewel es igual —convino Cecilia—. No soporta las citas a ciegas ni que la emparejen. Creedme, lo he intentado. Os garantizo que las chicas no pasarán por lo que sea que tengas en mente, Maizie.

—¿Quién dice que tengamos que contárselo? — preguntó Maizie inocentemente.

—De acuerdo, suéltalo —ordenó Cecilia—. ¿Qué te propones?

—Oh, vamos, chicas, pensad —contestó Maizie—. Todas tenemos nuestras propias compañías. Interactuamos con mucha gente todos los días. Gente distinta. Yo tengo mi agencia inmobiliaria, tú tienes tu empresa de catering —señaló entonces a Theresa—. Y tú el servicio de limpieza…

—Todas sabemos lo que tenemos —la interrumpió Cecilia—. ¿Pero qué tiene eso que ver con casar a Nikki, a Kate y a Jewel?

—Las tres tenemos la oportunidad de mantener los ojos bien abiertos en busca de candidatos —insistió Maizie con entusiasmo.

Theresa miró a Cecilia.

—¿Sabes de lo que está hablando?

Antes de que Cecilia pudiera responder, Maizie intervino.

—Hombres solteros y disponibles, Theresa. Hay más hombres solteros que nunca. Y nosotras tenemos las profesiones perfectas para conocerlos.

—¿Y qué quieres? ¿Que le echemos el lazo a uno si nos gusta lo que vemos y lo traigamos a casa para que conozca a las chicas? —preguntó Cecilia sarcásticamente.

—Hay leyes contra eso, Maizie —dijo Theresa.

—No hay leyes en contra de usar tu cerebro para que las cosas sucedan —insistió Maizie—. No los veáis como a clientes, sino como a hombres. Como yernos en potencia.

—De acuerdo, supón que lo intentamos —dijo Cecilia—. Si una de nosotras ve a un yerno en potencia, ¿entonces qué?

—Entonces improvisamos. Todas somos mujeres listas. Podemos hacerlo. Las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas —les recordó. Satisfecha tras conseguir que considerasen la idea, se relajó y sonrió—. Ahora, ¿qué os parece si jugamos al póquer? De pronto siento que la suerte está de mi parte.

Theresa y Cecilia se miraron. La idea era lo suficientemente descabellada para funcionar. Al menos, merecía la pena intentarlo.

Capítulo 1

MAIZIE decidió darle a su hija una oportunidad más de redimirse antes de seguir adelante con su plan.

Dado que sabía lo ocupada que estaba su hija pediatra, con su propia consulta y haciendo voluntariado en la clínica dos veces al mes, Maizie le preparó a Nikki su comida favorita, la misma comida que su difunto marido adoraba, y se la llevó a su casa.

Se le olvidó tener en cuenta el impredecible horario de Nikki y acabó esperando casi una hora antes de que Nikki apareciera en la entrada con el coche.

Sorprendida de ver a su madre apoyada en la puerta con una cazuela azul a sus pies, Nikki bajó la ventanilla. La brisa agitó suavemente su melena rubia y un mechón de pelo se le metió en la boca.

—¿Habíamos quedado esta noche? —preguntó tras sacarse el pelo de la boca. Aparcó rápidamente y salió del vehículo. Maizie se agachó para recoger la cazuela y contestó alegremente:

—No, es sólo una visita inesperada.

Los ojos azules de Nikki escudriñaron a Maizie. Su madre había dejado de aparecer en su vida sin avisar justo después de que se graduara en la Facultad de Medicina. Nikki se preguntó qué pasaría.

—Siento haberte hecho esperar —se disculpó—. ¿Llevas mucho tiempo?

—No mucho —mintió Maizie.

Nikki observó la cazuela que su madre sujetaba. «Cuidado con las madres que traen regalos».

Abrió la puerta delantera y la sujetó mientras su madre entraba y se dirigía hacia la cocina. Le parecía que había algo demasiado jovial, demasiado inocente en su madre aquella noche. Y entonces se le ocurrió.

—Has jugado al póquer con la tía Cecilia y la tía Theresa, ¿verdad? —preguntó Nikki mientras cerraba de nuevo la puerta.

—Juego con ellas todas las semanas, cariño — contestó Maizie inocentemente.

La partida era sólo una excusa para cotillear, para intercambiar información y comparar notas.

—Sé lo que pasa en esas partidas, mamá.

Maizie dejó la cazuela sobre la mesa, se llevó una mano al pecho y dijo dramáticamente:

—Oh, Dios mío, espero que no. No querría que por mi culpa arrestasen a esos pobres hombres.

—¿Hombres? —Nikki buscó en el armario y sacó dos platos para cenar—. ¿Qué hombres? —sacó la cubertería y miró a su madre por encima del hombro—. ¿De qué estás hablando?

Maizie destapó la cazuela mientras hablaba.

—Pues los que juegan al strip póquer con nosotras, claro —respondió—. ¿De qué hombres iba a estar hablando?

Nikki colocó los platos en la mesa, sacó dos vasos y luego un refresco del frigorífico.

—Mamá, estás loca. Lo sabes, ¿verdad?

Maizie agarró los vasos y los colocó junto a los platos.

—No estoy loca, pero, si lo estuviera, nadie podría culparme de ello. La soledad es muy mala.

—¿Soledad? ¡Ja! Mamá, he visto a perfectos desconocidos acercarse a ti y ponerse a hablar —desde que recordaba, su madre siempre había tenido ese tipo de cara. Una cara que alentaba a la gente a hablar con ella aunque no la conocieran. Y su madre nunca hacía nada por desalentarlos.

Maizie se encogió de hombros.

—Esos no cuentan. Y no eran tan perfectos.

—¿Y qué es lo que cuenta? —en el fondo Nikki sabía hacia dónde se dirigía aquella conversación. Hacia el mismo sitio donde acababan todas las conversaciones con su madre. Hacia la guardería—. ¿Los bebés?

—¡Sí! —exclamó Maizie.

—Bien —contestó Nikki con cara larga—, puedes venir al trabajo conmigo mañana y relacionarte con todos los bebés que quieras.

La sonrisa de Maizie se esfumó.

—Pero ésos son los bebés de otras personas.

—Es lo mismo. Siguen siendo bebés —le dijo Nikki mientras sacaba un puñado de servilletas y las colocaba sobre la mesa entre los dos platos.

—No, no es lo mismo —insistió Maizie—. ¿Estás satisfecha sólo con abrazar a los bebés de otros? ¿No quieres un bebé al que poder abrazar y que sea tuyo, Nikki? ¿Un bebé al que querer y cuidar?

Nikki suspiró y miró al techo. Habían tenido aquella conversación muchas veces.

—Sí, mamá, quiero un bebé y, si tiene que pasar, pasará —le aseguró—. Mientras tanto —continuó mientras se sentaba a la mesa—, estoy haciendo algo bueno. Mamá, te quiero más que a nada en este mundo, pero por favor, déjalo ya. Vamos a cenar y a disfrutar de nuestra compañía —señaló la cazuela destapada—. El estofado huele muy bien.

—Huele muy frío —protestó Maizie—. He estado esperándote una hora. —Creí que habías dicho que no había sido tanto tiempo.

—He mentido.

—Bien —Nikki decidió dejarlo correr y decidió explicar por qué llegaba tarde—. La señora Lee se ha puesto de parto antes de tiempo. Era su primer bebé y no tenía pediatra. Larry me llamó justo cuando me iba.

Maizie se puso alerta al instante.

—¿Larry? ¿Larry Bishop?

Demasiado tarde. Nikki se dio cuenta del campo de minas en el que acababa de entrar. El ginecólogo de obstetricia y ella habían salido durante algunos meses. Hasta que descubrió que la idea de Larry de exclusividad significaba que ella salía con él exclusivamente y él salía con todas las que quería.

—Sí, mamá —respondió pacientemente—. Larry Bishop.

—¿Qué tal le va a Larry?

—Está prometido —dijo Nikki mientras llevaba la cazuela al microondas. Puso tres minutos de tiempo.

Maizie se giró sobre su silla.

—¿Permanentemente? —preguntó.

—No. Imagino que uno de estos días se cansará de estar prometido y se casará —«y siento lástima por su esposa», añadió en silencio. Se apartó del microondas y apoyó la espalda en la encimera—. No frunzas el ceño, mamá. ¿No te decía la abuela que la cara se te congelará así si no tienes cuidado?

—Puede, pero yo estaba demasiado ocupada cuidando de mi bebé —respondió Maizie—, como para escucharla en ese momento. Sabrás que tu reloj biológico está en marcha.

¿Cómo habían vuelto a ese punto?

—Lo sé, mamá. Y te prometo que, cuando suene la alarma, te daré un nieto aunque tenga que robarlo.

—Maravilloso; mi hija, la criminal.

—Todo el mundo ha de tener algo a lo que aspirar —dijo Nikki jovialmente. En ese momento sonó el microondas. Se puso las manoplas del horno, sacó la cazuela y la llevó de vuelta a la mesa. La colocó frente a su madre y se sentó—. ¿Y qué hay de nuevo en tu vida? —preguntó mientras se servía un poco de estofado.

—¿Te refieres aparte de una hija irrespetuosa?

—Eso no es nuevo, es viejo —le recordó Nikki, luego sonrió al probar la comida—. Oye, esto está muy bueno, mamá. Había olvidado lo mucho que me gusta tu estofado.

—Cocinaré para ti todas las noches cuando estés casada.

Había habido veces en las que la insistencia de su madre llegaba a enervarla. Pero se había convertido en algo tan familiar que era casi como estar en casa.

Nikki se rió y negó con la cabeza.

—Gracias, pero puedo volver a la comida para llevar. Además, estoy demasiado ocupada para un marido —tras varias elecciones desastrosas, se había resignado a estar sola—. Ningún hombre querrá competir con una próspera consulta.

—Tus pacientes crecerán —señaló su madre—. Seguirán con sus vidas —la insinuación era evidente. Ella volvería a estar sola.

—Vendrán otros —respondió Nikki.

—Y ésos también crecerán —Maizie colocó una mano sobre la de Nikki para llamar su atención—. Juega bien tus cartas y así tus hijos nunca crecerán, Nikki.

—Lo harán si no dejo de fastidiarlos.

—Esto no es fastidiar. Es sugerir.

Nikki sonrió.

—Una y otra y otra vez.

—Sólo hasta que captes la sugerencia, cariño.

Nikki se metió otra cucharada de estofado en la boca para no hablar y dar voz a la idea de dónde podía meter esas sugerencias.

Cada vez que alguien hablaba sobre cuál era su signo zodiacal, Maizie siempre mantenía que ella había nacido bajo el signo de La optimista. Y tenía una buena razón para pensar eso. Con la notable excepción de haber perdido a su marido años antes de lo normal, la vida parecía irle bien. El día después de cenar con Nikki, la vida metió al candidato perfecto para su hija en la agencia inmobiliaria que dirigía.

Y eso fue cuando el primer cliente del día entró por la puerta. Sin duda, aquel desconocido alto, musculoso y de pelo oscuro, con la cara de un héroe de acción tenía que ser el hombre más guapo que había visto fuera de una pantalla de cine. Tal vez incluso en la pantalla. Se llamaba Lucas Wingate y resultaba que era nuevo en la zona. Buscaba una casa para su hija de siete meses y para él. No sólo estaba buscando, sino que de hecho compró una.

Pero la guinda del pastel fue que, tras tomar una decisión sobre la casa, y dado que era nuevo en la zona, le había pedido que le recomendara algún pediatra para su hija.

Maizie creyó haber muerto e ido al cielo. Dado que el apellido de Nikki era Connors y Maizie usaba su apellido de soltera en la agencia, había cantado las alabanzas de su hija sin dejar clara la conexión. Cuando él le preguntó si ella le había vendido al doctor Connors su casa, Maizie esquivó la pregunta y contestó que le había puesto un techo sobre su cabeza. Y entonces cruzó los dedos.

Era curioso cómo se acostumbraba uno a las cosas sin darse cuenta, pensaba Lucas varios días más tarde mientras miraba a su alrededor en la sala de espera.

Por ejemplo ir al médico. Ya no se sentía como un pez fuera del agua cuando entraba en la consulta de un pediatra, a pesar del hecho de que, con frecuencia, él era el único varón de más de diez años en la sala. Ya se había acostumbrado a las miradas curiosas, disimuladas o descaradas, que le dirigían las demás ocupantes adultas de la sala de espera.

Eso no iba a cambiar en un futuro próximo. Pero ya no le importaba. Él había sido el padre y la madre de Heather desde que la niña tenía setenta y dos horas de vida. Eso significaba hacerse cargo de tareas que jamás se habría imaginado. Desde luego nunca había pensado en aquella parte menos satisfactoria de la paternidad cuando Carole lo había llamado desde la consulta del médico para darle la noticia, tan excitada que apenas se la entendía.

Por fin pudo calmarla lo suficiente para que sus palabras no se juntaran una con la otra. Entre sollozos y gritos de alegría, Lucas se dio cuenta de que su esposa desde hacía dos años, la luz de su vida, estaba diciéndole que dentro de ocho meses sería padre.

Le parecía que habían pasado un millón de años.

Pero se suponía que no debía ir allí, no debía pensar en aquello que no podía cambiarse.

Ahora que ya había encontrado una casa y que sus días en el hotel estaban contados, Lucas decidió que no había mejor momento que el presente para llevar a Heather a conocer a su nuevo pediatra. Quería que estuviese familiarizado con su hija antes de que surgiera cualquier tipo de emergencia. No se le ocurría nada peor que un primer encuentro en mitad de la noche en la sala de urgencias.

Últimamente, creía en la metodología y en la organización. Distaba mucho de ser el programador informático despreocupado de hacía siete meses. Ser padre y perder a su esposa, pasar de la alegría a la desolación en cuestión de setenta y dos horas cambiaba la manera de ver la vida.

Intentar sujetar a su hija mientras rellenaba los formularios que la enfermera recepcionista le había entregado resultó ser más difícil de lo que Lucas había creído en un principio. Su caligrafía, que no era buena en condiciones ideales, era como si hubiera metido un pollo en la tinta y le hubiera permitido correr sobre las páginas varias veces.

Probablemente hiciese que la caligrafía de la doctora pareciese legible.

—Lo siento —se disculpó cuando finalmente le devolvió los formularios a la recepcionista.

Lisa observó el primer formulario y luego miró a Lucas y a su incansable hija. Le dirigió una sonrisa radiante.

—Lo ha hecho mucho mejor que la mayoría de la gente que rellena formularios mientras intenta controlar a sus hijos —metió los formularios en una carpeta rosa y dejó la carpeta debajo de las otras que estaban sobre el mostrador—. Siéntese. Hay que esperar un poco.

La definición que la recepcionista tenía de «un poco» difería mucho de la suya, pensaba Lucas mientras intentaba entretener a Heather. En ese caso, «un poco» resultó ser otros quince minutos. Técnicamente, dado que él era su propio jefe y realizaba la mayoría del trabajo en casa, su horario era flexible y podía permitirse el tiempo libre. Al menos ese día. Y Maizie Sommers había dicho que aquel pediatra era el mejor de la zona.

—¿Señor Wingate? «Gracias a Dios», pensó al oír una voz profunda y masculina que pronunciaba su nombre.

Miró hacia la puerta que conducía a las consultas y vio que la voz pertenecía a un hombre ligeramente calvo de mediana estatura y complexión normal. Un hombre que podría haberse confundido con el resto de la humanidad. Parecía como si una voz tan profunda no fuese con él.

—Aquí —dijo Lucas por si acaso el hombre no lo había visto mientras se levantaba—. Vamos, Heather —murmuró.

Cruzó la sala llena de juguetes y de niños y llegó hasta el hombre de la bata blanca, que tenía la carpeta rosa de Heather.

—¿Doctor Connors? —preguntó cuando llegó hasta él.

El hombre se rió y negó con la cabeza.

—Me temo que no. Soy Bob Allen, el enfermero.

—Ah —Lucas supuso que era un error común. No estaba acostumbrado a los enfermeros, y esperaba que no se hubiera ofendido por su sorpresa.

Siguió a Bob a través de un pasillo serpenteante y, al girar a la izquierda, fue consciente de las diversas puertas cerradas. El antiguo pediatra de Heather tenía sólo dos salas, aparte de su despacho.

—¿Todas ésas son consultas? —preguntó.

Bob lo miró por encima del hombro y Lucas creyó detectar cierto orgullo en su rostro.

—Ella es extremadamente popular.

—¿Ella? —repitió Lucas. Sorpresa número dos. Había dado por hecho que, como el antiguo pediatra de Heather era un hombre, el doctor Connors también lo sería. Obviamente se había equivocado—. ¿El doctor Connors es una mujer?

—La última vez que lo comprobamos, lo era — respondió Bob con una carcajada—. Ahora vamos a conocer a la señorita —le dijo a Heather.

En respuesta, la niña eligió ese momento para dar un grito.

—Bien, tiene los pulmones completamente desarrollados —advirtió Bob mientras abría la carpeta rosa.

Mientras hojeaba las páginas, iba haciendo preguntas cuando consideraba que necesitaba aclaración o si lo que el padre de la niña había escrito estaba incompleto. Bob hizo algunas anotaciones al margen mientras asentía para sí mismo. Cuando terminó, cerró la carpeta y la apretó contra su pecho.

—Bueno, aquí termina mi parte. La doctora Connors vendrá enseguida —le prometió antes de abandonar la sala y cerrar la puerta tras él.

—No tardará, Heather —le dijo Lucas a su hija. Heather arrugó la cara igualmente para dejar claro su descontento por tener que esperar—. Yo también estoy impaciente, hija.

Unos veinte minutos más tarde, Lucas pensó que ninguna de las personas que trabajaban para la doctora Connors tenía concepción alguna del tiempo. Cierto que no tenía que estar en ningún lugar en particular, pero en el futuro tendría horarios más apretados, dependiendo de en qué proyecto de software estuviera trabajando. ¿Acaso esa mujer no tenía consideración por el tiempo de los demás?

Lucas estaba más molesto a cada instante que pasaba.

No podía permitirse perder la mejor parte de su día esperando a que la pediatra hiciese su aparición, sin importar lo buena que fuera. Tenía que haber alguien igual de bueno, o al menos casi tan bueno, que supiera presentarse a tiempo.

Oyó la puerta abrirse tras él. Ya era demasiado tarde para escapar. Pero no iba a quedarse callado y a permitir que le hiciesen perder el tiempo de esa forma.

Dispuesto a echarle un rapapolvo a la doctora Connors, Lucas se dio la vuelta para mirar a la doctora a la que su hija probablemente no iba a visitar en el futuro.

Cualquier cosa que fuese a decir se le fue de la cabeza sin dejar rastro.

Aquélla no podía ser la doctora. Era demasiado joven, por no decir demasiado imponente. Tenía una melena rubia del color de los rayos del sol una mañana de primavera, y los ojos azules de un cielo despejado. En todo caso, con aquellos pómulos, su lugar estaba en la cubierta de alguna revista de moda. Debía de tratarse de otra enfermera. ¿Cuánto tiempo iban a tenerlo esperando?

—Creo que voy a tener que…

—¿Marcharse? —dijo la mujer—. Siento mucho el retraso, pero si puede esperar unos minutos más, prometo acabar rápido.

—¿Usted es la doctora Connors? —preguntó Lucas con escepticismo. La sonrisa radiante que le dirigió tenía más voltaje que la lámpara de su mesilla de noche.

—Soy culpable. Sé que debo de haberle causado una terrible primera impresión —volvió a disculparse—, pero no he podido evitarlo. Una de mis pacientes decidió que su toalla de baño tenía poderes mágicos. Y con la seguridad que sólo se puede encontrar en una niña de ocho años, se la ató al cuello e intentó volar desde la litera de su hermano. Sobra decir que la toalla no era mágica. Ally no dejaba que el doctor Gorman, el pediatra cirujano, la tocara si yo no estaba con ella en la sala.

Tras concluir con su disculpa, la doctora centró su atención en Heather, que había dejado de protestar y que parecía estar escuchándola.

—¿Y quién es esta niña tan guapa? —preguntó la doctora Connors.

Heather gorjeó a modo de respuesta.

Capítulo 2

LUCAS observó a su hija con asombro. La única persona a la que la niña había respondido de manera positiva era su abuelo. Eso le había resultado extraño en su momento porque Mike Wingate, de voz profunda y acostumbrado a abrirse paso en la vida a gritos, era la imagen viviente de su antigua profesión: la de un marine.

Cuando se trataba del resto del mundo, Heather se mostraba tímida o llorosa. Así que, cuando pareció estar escuchando a la doctora en vez de retorcerse e intentar enterrar la cara en su hombro, Lucas hubo de admitir que estaba sorprendido e impresionado.

—Parece que le cae bien.

—Suelo caerles bien a casi todos los niños, a no ser que tenga una aguja en la mano —contestó ella—. Necesito que la desvista para la exploración.

—Aun a riesgo de sonar como el típico padre — dijo él mientras le desabrochaba el peto a su hija—, Heather no es como casi todos los niños. No le cae bien nadie salvo mi padre y yo.

Nikki le quitó los pañales.

—Eso debe de ser realmente duro para el ego de su madre —comentó mientras le palpaba el vientre a Heather.

La imagen de Carole, en la cama del hospital, con Heather abrazada, se le pasó por la cabeza.

—Supongo que, si ella estuviera aquí, Heather sería diferente.

Nikki concluyó que los padres de su nueva paciente no estaban juntos. Se preguntó si el divorcio habría sido amargo. Los bebés reaccionaban a muchas más cosas de lo que la gente creía.

—¿Así que no comparten la custodia?

—No.

No diría que había escupido la palabra, pero había cierto tono de finalidad en la respuesta. Todo indicaba que estaba entrando en terreno peligroso.

Mientras volvía a ponerle los pañales a la niña, Nikki tuvo que admitir que le había picado la curiosidad un poco. Pero no estaba intentando satisfacer su curiosidad cuando intentó que el padre de Heather le diera una explicación más elaborada. Necesitaba un historial completo de la niña. Y eso incluía descubrir en qué tipo de condiciones vivía su paciente habitualmente. No tener ningún contacto con su madre podría provocar ciertas consecuencias a largo plazo.

—¿Necesita que haga algo más? —preguntó él, pues quería que aquel chequeo fuese lo menos doloroso posible para su pequeña. Aún seguía sin creerse que no estuviera llorando.

—A partir de aquí puedo encargarme yo, señor Wingate —respondió Nikki, y lo apartó disimuladamente de la mesa con su cuerpo—. Muy bien, vamos a ver qué te hace saltar, pequeña.

Observando a su paciente cuidadosamente, Nikki comenzó con el resto de pasos del chequeo rutinario. Comprobó los reflejos de Heather y su respuesta a diferentes estímulos. Examinó el tono de su piel y, en general, buscó todo aquello que pudiera permitirle hacerse una idea de todos los aspectos sobre la salud de Heather.

Con un pequeño martillo de goma, golpeó suavemente sobre cada una de sus rodillas. La respuesta fue inmediata.

—Patada fuerte —comentó Nikki con aprobación—. Diría que será una buena candidata para las artes marciales en unos años. ¿Todo va bien en casa con respecto a su cuidado? —preguntó mientras continuaba con la exploración—. ¿Ninguna pregunta o duda?

Lucas suspiró. La mayor parte del tiempo se sentía como un turista perdido en un país extranjero que no hablaba el idioma.

—Tengo miles de preguntas y dudas —se oyó decir a sí mismo.

No pasaba ni un solo día sin cuestionar su habilidad para manejar aquel último giro que la vida le había dado. Cierto que había mejorado en algunas cosas, pero seguía sin sentirse seguro.

—Bueno, no sé miles de preguntas, pero podemos empezar con algunas —dijo ella—, y haré lo posible por responderlas —sacó otro aparato, encendió la luz y examinó los oídos de Heather. Heather hizo un sonido que era claramente una queja.

—Lo sé, lo sé —dijo ella—. No es agradable que alguien te meta cosas en los oídos. Seré rápida — prometió antes de apartar el aparato—. ¿Ves? Ya hemos terminado.

—Le habla como si pudiera entenderla —observó Lucas. Él también hablaba con Heather, pero sólo para llenar el silencio. Realmente no creía que pudiera entenderlo.

Nikki giró la cabeza y lo miró por encima del hombro con una sonrisa amable.

—No subestime jamás a estos pequeños seres, señor Wingate. Tienen mentes muy despiertas y son capaces de absorber cosas como si fueran esponjas —Nikki dejó de hablar el tiempo suficiente para escuchar el pecho de Heather. Todo estaba bien. No había nada más bello que un bebé sano, pensó—. Ya puede vestirla —le dijo al padre.

Anotó algunas cosas en la carpeta de Heather y luego echó un vistazo a la primera página, que Wingate había rellenado. La caligrafía dejaba mucho que desear. Le llevó varios segundos encontrarle sentido a las palabras. No fue fácil.

—Veo que Heather está al día con todas sus vacunas —Nikki levantó la cabeza y lo miró. Tras haber terminado de vestir a su hija, el hombre tenía a Heather en brazos—. ¿Es cosa suya?

A veces la responsabilidad para con aquella niña seguía resultando abrumadora, pero estaba haciéndolo lo mejor posible.

—Sí.

Nikki asintió y cerró de nuevo la carpeta.

—Encomiable.

Lucas levantó un hombro como respuesta para quitarle importancia al cumplido. Aunque seguía intentando encontrar un cierto ritmo cuando se trataba de criar a Heather, no consideraba que lo que hacía fuese sobresaliente y ni siquiera fuera de lo normal. Simplemente se trataba de mantener a su hija sana y próspera. Heather era la razón de su existencia. Era lo que le mantenía vivo. Si la perdía, no tendría más razones para seguir respirando. Era tan simple como eso.

A Nikki se le ocurrió de pronto otra pregunta, abrió la carpeta y escudriñó la información personal en busca del nombre del jefe de Wingate.

—¿Trabaja en casa?

—Sí, casi todo el tiempo —llevaba varios años trabajando como autónomo—. Poseo mi propio negocio. Eso hace que me resulte más fácil estar con Heather.

Nikki asintió distraídamente. Cerró la carpeta y observó la interacción del padre y de la hija durante un momento. Definitivamente existía un vínculo. Casi todos los padres primerizos sujetaban a sus hijos como si el más mínimo movimiento fuese a hacer que se rompiesen. El padre de Heather sujetaba a su hija como si tuviera mucha práctica. Nikki no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo llevaría solo y por qué.

¿Su mujer lo habría abandonado? ¿La idea de tener un bebé habría sido de él y no de ella? De ser así, ¿la habría convencido de ello para que luego ella rechazara la responsabilidad?

En su opinión, esas preguntas necesitaban algún tipo de respuesta. Aunque fueran someras. Pero no había manera fácil de abordar el tema.

Había observado a Wingate mientras vestía a su hija. Se notaba mucho amor en aquel sencillo acto. Ella llevaba un tiempo trabajando y Wingate no actuaba como un padre que se sintiera agobiado con una pesada carga.

Nikki decidió proceder con cuidado.

—¿De modo que la madre de Heather está completamente al margen de su vida? —intentó hacer que la pregunta sonara despreocupada, pero tuvo la impresión de no haberlo conseguido. Sobre todo cuando el padre de Heather la miró fijamente.

—¿Por qué querría saber algo así? —preguntó Lucas.

—Se supone que necesito el historial completo —contestó ella.

—Del bebé.

—Sí —admitió Nikki—. Y el ambiente de Heather es parte de lo que contribuye a su desarrollo. Casi todos los bebés que veo vienen con sus madres. A veces con ambos padres, pero no es común ver a un bebé que viene sólo con su padre. Siempre hay alguna excepción. La madre está enferma, así que el padre se encarga y trae al bebé. Y de vez en cuando surge algún amo de casa. Pero ya hemos dejado claro que usted no lo es —volvió a abrir la carpeta, pero, en esa ocasión, no le hizo falta leerla. Ya había intuido lo que necesitaba saber—. Ha dejado en blanco los espacios que piden información sobre la madre de Heather.

—Lo sé —respondió él.

Las omisiones habían sido deliberadas. Tras siete meses, aún resultaba demasiado doloroso entrar en algo relacionado con Carole, demasiado doloroso incluso escribir su nombre. Estaba haciendo todo lo posible por seguir adelante, por olvidarse del ayer y vivir sólo el presente mientras miraba al mañana.

Pero aún no había llegado ahí, y recordar a Carole sólo entorpecería cualquier progreso que pudiera hacer.

—Tenga cuidado, señor Wingate —le aconsejó Nikki. —¿Cuidado? —repitió él. ¿De qué diablos estaba hablando esa mujer?—. ¿Cuidado con qué? —La animosidad tiende a desbordarse y a contaminar a cualquier cosa con la que entra en contacto.

¿Eso era lo que creía que estaba sucediendo?

—¿Se refiere a Heather?

Nikki le pasó una mano al bebé por la cabeza y Heather gorjeó.

—Es por eso por lo que estamos los dos en esta habitación, ¿verdad?

—No hay ninguna animosidad, doctora Connors —le dijo con voz firme—. Sólo hay dolor.

No había admitido eso, ni siquiera a sí mismo. ¿Qué estaba haciendo, desnudando su alma ante alguien a quien ni siquiera conocía?

Nikki tenía pacientes esperándola y sabía que la sala de espera estaba llena, pero no podía alejarse del dolor que vio en los ojos de Lucas Wingate.

Le colocó una mano en el hombro y dijo:

—Fuera lo que fuera lo que ocurrió entre ambos, debe perdonarla. Por el bien de Heather y por el suyo propio. Sé que puede que no sea fácil, pero…

—¿Cómo la perdono, doctora? —las palabras se habían formado en su garganta y habían salido como si no pudiera controlarlas—. ¿Cómo puedo perdonar a Carole por morirse?

—¿Perdón?

—Mi esposa —dijo él—. ¿Cómo puedo perdonarla por morirse y dejarme así? Así no era como tenía que ser. Yo no tendría que hacer esto solo.

A Nikki le llevó unos segundos recuperarse, y algunos segundos más recuperar el aliento.

—¿Su mujer está muerta?

La palabra se le clavó en las entrañas como un sacacorchos dentado. Lucas intentó controlar sus emociones para que no salieran disparadas. Sentía que apretaba los puños lentamente, incluso con Heather en brazos. Puños que no tenían nada que golpear.

—Sí —respondió con voz monótona.

Nikki se sintió casi morbosa por entrometerse, pero tenía que preguntarlo. Era para el historial, y para comprender al padre de Heather un poco mejor.

—¿Cómo ocurrió?

—¿Qué importa? —preguntó Lucas.

—Claro que importa —le aseguró ella, y miró a Heather para dejar clara la insinuación.

De acuerdo, pensó Lucas. Tal vez la doctora tuviera razón. Tal vez fuera necesario para el historial de Heather. Si ése era el caso, sería mejor decirlo cuanto antes y no retrasarlo más.

—Carole murió setenta y dos horas después de dar a luz a Heather. El médico dijo que se fue por algún tipo de complicación debida al parto. De pronto tuvo una hemorragia en mitad de la noche —intentó ni imaginárselo, pero era demasiado difícil—. Todo ocurrió tan deprisa que no tuvieron tiempo suficiente para salvarla. Yo me desperté cuando la enfermera que había ido a ver cómo estaba pulsó el código azul y todo tipo de personal médico comenzó a entrar en la habitación. Mi mujer se estaba muriendo mientras yo dormía.

Obviamente era un marido devoto, de lo contrario no habría estado durmiendo en la habitación del hospital. Estaba siendo demasiado duro consigo mismo.

—Usted no podía saberlo.

—Debería haberlo sabido —insistió él con rabia—. Carole y yo estábamos conectados. Terminábamos las frases del otro. Debería haber notado lo que estaba ocurriendo. Se fue antes de que pudiera despedirme.

Nikki se preguntó lo que sería tener a alguien que la amase tanto.

Su última relación, por corta que hubiera sido, había terminado cuando su novio le dijo que dejara de llevar su corazón en la mano. Le resultaba embarazoso. Pero ella era así. Desde que recordaba, siempre había sido compasiva. Creía que eso era lo que la convertía en una buena doctora.

Así que, conmovida por la historia de Wingate y más aún por el dolor de su voz y de sus ojos, no dudó un instante y lo abrazó. Nada más hacerlo, sintió que se tensaba.

Probablemente avergonzado por haber expresado sus emociones y por su respuesta, Wingate se había cerrado de nuevo. Nikki dio un paso atrás y le devolvió su espacio.

—¿Le ha contado esto a alguien? —le preguntó.

—Acabo de hacerlo.

Y estaba molesto consigo mismo por haberlo hecho. La presión que sentía era mayor de lo que pensaba. Aquello no era propio de él. No iba por ahí contando su vida.

—No —contestó ella—. Me refería a un profesional.

—¿No es usted doctora? —preguntó él, confuso—. Creí que…

—Me refería a un psicólogo.

Lucas no tenía intención de sentarse en una habitación y revivir su terrible experiencia con un desconocido. Con una vez era más que suficiente.

—Me educaron para solucionar las cosas por mí mismo —le dijo.

—A veces eso no funciona. No tiene nada de malo pedir ayuda. Todo el mundo lo hace en un momento dado —le aseguró Nikki. Pero sabía que estaba haciendo oídos sordos a sus palabras.

—Lo tendré en cuenta —aunque su tono decía justo lo contrario.

Nikki retrocedió. No tenía sentido presionarlo, se dijo a sí misma. Lucas Wingate estaba allí por su hija, no para ser avasallado, por muy bienintencionadas que fuesen sus sugerencias.

Se volvió hacia Heather, que había estado extrañamente calmada durante la conversación, y le dirigió una sonrisa. Con su pelo rizado y sus ojos azules y brillantes, Heather resultaba adorable. La madre de la niña debía de haber sido rubia, pues el hombre que tenía ante ella entraba en la categoría de alto, moreno y guapo, con pelo castaño tan oscuro que casi parecía negro. Y sus ojos eran casi azul marino, al contrario que el azul claro de los ojos de su hija.

—La buena noticia es que lo ha estado haciendo todo bien. Su hija parece la viva imagen de la salud. Haga lo que haga, siga haciéndolo —le aconsejó jovialmente.

—Principalmente he estado dando palos de ciego —admitió. Tal vez Carole estuviera mirándolos desde el cielo y mantuviera a salvo a su hija—. Nunca le había dado mucha importancia a la paternidad hasta ahora. ¿Cuándo empieza a ser más fácil?

Por lo que Nikki sabía, la tarea no se volvía más fácil. —He oído que los primeros cincuenta años son los más difíciles.

—¿Cincuenta? —repitió Lucas con incredulidad.

Ella se carcajeó al ver su expresión de asombro.

—Al menos eso es lo que dice mi madre —miró la carpeta, que aún sostenía, y recordó algo que había visto antes. El señor Wingate se había mudado allí desde la Costa Este hacía poco tiempo—. ¿Conoce a alguien aquí?

Lucas negó con la cabeza.

—Aún no he tenido oportunidad de hablar realmente con alguien. Heather y yo nos mudamos hace tres semanas —había intentado quedarse donde Carole y él habían vivido, pero allí donde iba había estado con ella. Todo lo que veía le recordaba a Carole. No podía seguir con su vida. Incluso respirar le costaba trabajo. Así que se había marchado.

—Pensé que nos vendría bien empezar de cero.

Traducción: estaba huyendo de los recuerdos. Eso era lo malo de amar a alguien con el corazón, imaginaba. En cualquier caso, el padre de Heather era nuevo allí y no tenía a nadie a quien recurrir. Eso no era bueno.

Sin darse cuenta, Nikki se mordió el labio inferior mientras hacía una lista rápida de pros y contras. Los contras superaban con diferencia a los pros, pero sentía pena por Wingate y eso inclinaba drásticamente la balanza en su favor. Tomó una decisión.

Sacó una de sus tarjetas del bolsillo e hizo algo que nunca antes había hecho. Escribió su número de móvil y el de casa en la parte de atrás y se la entregó.

Él la miró confuso.

—Viendo que es usted nuevo aquí y nuevo con todo esto —señaló a Heather—, creo que le gustará tener a alguien a quien recurrir.

Lucas aceptó la tarjeta y observó los números que había escrito en el reverso. Su caligrafía era completamente legible.

Demasiados estereotipos.

—¿Éstos son los números del hospital?

—No, ése es mi móvil. Y ése es mi número privado —la expresión de confusión del señor Wingate aumentó—. La noche es un momento muy malo para no tener a nadie a quien recurrir —explicó ella—. Y además suele ser el momento en el que la mayoría de los niños de menos de siete años eligen para caer enfermos. Si Heather tiene algún problema y no sabe qué hacer, llámeme.

Lucas se quedó mirando la tarjeta unos segundos y luego la miró a ella.

—¿No le importa?

Nikki se carcajeó.

—No se preocupe —le aseguró—. Estoy acostumbrada. Después de las horas de consulta, los padres llaman allí, y la recepcionista me llama a mí. Pero he eliminado al intermediario para usted. Nadie debería tener que hacer esto solo la primera vez. Necesita un apoyo, al menos hasta que esté listo para quitarse los ruedines.

Los golpes en la puerta interrumpieron cualquier otra cosa que tuviera que decir. Bob asomó la cabeza.

—Teddy, el hijo de la señora McGuire, se está impacientando.

—Ya voy —le aseguró al enfermero antes de dirigirle una última mirada a Lucas—. Lo estáis haciendo bien; los dos.

Y entonces se fue.

Capítulo 3

CANSADA, Nikki entró en su casa y dejó el bolso y las llaves sobre la mesa que había junto a la puerta, y que había sido regalo de su madre. Las llaves cayeron al suelo, pero las dejó ahí. Si habían dañado las baldosas, que así fuera. No tenía la energía suficiente para preocuparse.

Acababa de quitarse los zapatos cuando sonó el teléfono.

Nikki no se molestó en disimular su gemido de respuesta.

«Por favor, que sea algún vendedor que quiera ofrecerme algo, o una encuesta sobre televisión. Lo que sea, menos otra urgencia. No estoy preparada para eso esta noche».

Tras sus horas en la consulta, Nikki había cruzado la calle para ir al Blair Memorial. Tenía varios pequeños pacientes que habían sido ingresados en los últimos días y sentía que no podía dar su jornada por acabada hasta no haber ido a verlos antes de irse a casa.

Los padres de August Elridge la habían acorralado durante media hora para hacerle preguntas. Era evidente que ambos eran unos auténticos hipocondríacos. Su hijo de ocho años había sido ingresado para una sencilla operación de amígdalas. Menos de doce horas después de la intervención, parecía estar recuperándose bien.

Una pena que no pudiera decirse lo mismo de sus padres.

Nikki se acercó al teléfono de la pared con el mismo cuidado con el que se acercaría a una anaconda furiosa y miró el nombre en la pantalla.

Era su madre.

¿Era eso mejor o peor que una urgencia? Todo dependía de la razón de su llamada. Desde luego no estaba de humor para otro capítulo de La madre y la hija soltera.

Pero conocía a su madre. Si no descolgaba antes de que saltara el contestador, su madre volvería a llamar otra vez.

Y otra vez.

Tomó aliento, descolgó el teléfono, pulsó el botón de contestar y se puso el auricular en la oreja mientras se dirigía hacia el sofá. Al menos se pondría cómoda.

—Hola, mamá. ¿Qué pasa? —preguntó con el tono más jovial que pudo encontrar.

—Nada —respondió Maizie con el mismo tono—. Sólo quería ponerme en contacto con mi hija favorita.

Nikki se sentó y puso los pies sobre la mesa del café. Era demasiado joven para sentirse tan cansada. —Mamá, soy tu única hija —le recordó con tacto a la mujer al otro lado de la línea.

—Si hubiera habido más, seguirías siendo mi favorita —le aseguró su madre—. Desafiante, pero definitivamente mi favorita.

No tenía sentido continuar con el debate. A su madre le gustaba tener la última palabra. Nikki sabía cuándo retirarse.

—Vale, gracias.

Las antenas de madre de Maizie se pusieron alerta al instante. Nikki sonaba tan agotada como una esponja que hubiera estado trabajando durante seis meses sin parar.

Simplemente llamaba para averiguar si ese guapo viudo había ido ya a la consulta de su hija. Habían pasado varias semanas desde que le diera el número de Nikki. Eso era demasiado tiempo según su criterio. Se había abstenido de llamar todo lo que le resultaba humanamente posible. Si esperaba un poco más, estaba segura de que se le reventaría algún órgano.

Sin darse cuenta, Nikki le había dado la excusa perfecta.

—Pareces cansada, cariño. ¿Qué tal el día?

De camino a casa, Nikki había considerado la idea de darse un baño caliente, pero en ese momento se preguntaba si era tan buena idea. En su estado actual, podría quedarse dormida y ahogarse.

—Ha sido una jornada muy agitada.

Eso no era nada nuevo. Nikki siempre andaba corriendo de un lado a otro, haciendo el trabajo de tres personas sin tomarse un descanso. Maizie ya había dejado de sermonear a su hija y de decirle que corría el riesgo de acabar exhausta. Ella siempre hacía oídos sordos.

—Siempre dices eso, Nikki —le recordó a su hija.

—De acuerdo —contestó Nikki—. Más agitado de lo normal. Y antes de que lo preguntes —sabía bien cómo funcionaba la cabeza de su madre—, en una escala del uno al diez hoy ha sido un trece.

Maizie suspiró. Nikki no podía continuar a ese ritmo indefinidamente.

—Necesitas un socio.

También habían hablado muchas veces de aquello, pensó Nikki. Según su madre, su padre había trabajado hasta morir y sabía que tenía miedo de que ése fuese también su destino. No podía culpar a su madre por quererla o por preocuparse por ella.

Además, daría igual. Su madre no sabía cómo dejar de preocuparse.

Así que, en vez de discutir con ella, Nikki simplemente se rió, aunque cansada, y bromeó.

—¿Y compartir la gloria?

Maizie hizo un esfuerzo por no sermonearla. Eso acabaría con el propósito de la llamada. Pero a veces la chica la enfadaba tanto… Era tan testaruda como lo había sido su Justin.

—No —convino Maizie—, pero con suerte podrías tener algo de tiempo libre. Recuerdas lo que es eso, ¿verdad, Nikki? Por si lo has olvidado, es cuando descansas.

—Estoy bien, mamá. De verdad —Nikki hizo lo posible por sonar optimista y preparada para todo, no alguien que acababa de ser arrollada por una apisonadora. Dos veces—. Me gusta mi ritmo.

Normalmente era así. Pero a veces sentía que iba al triple de su velocidad. —Estoy segura de ello. De ese modo tienes una excusa para no tener vida privada. Maizie se mordió la lengua en cuanto dijo las palabras. —Creo que me has pillado, mamá. No sé cómo el FBI se las apaña sin ti. —Yo no quiero al FBI —respondió Maizie—. Te quiero a ti.

Nikki se sintió como una hija desagradecida. Su madre había renunciado a muchas cosas para que ella estuviera donde estaba actualmente. Lo mínimo que podía hacer era soportar sus rarezas.

—Sé que me quieres, mamá. Perdona, no quería sonar sarcástica. Como ya he dicho, ha sido un día muy largo.

—Eso es lo que pasa por ser tan buena en tu trabajo. Tus pacientes satisfechos van por ahí recomendándote a sus amigos y tu consulta crece cada vez más rápido.

A veces sentía que era así. El comentario de su madre le hizo pensar en Heather Wingate y su padre. Un sentimiento de calidez surgió de la nada y se extendió por su cuerpo como una manta suave y reconfortante.

Para compensarla por sonar desagradable, Nikki decidió compartir un momento con su madre.

—De hecho, el otro día vino una paciente nueva.

—¿Sí? —Maizie se preguntó si aquello habría sonado tan superficial como le había parecido—. ¿Algo interesante?

—Tiene siete meses. Se llama Heather y es adorable —al igual que lo era su padre. ¿De dónde había salido eso?

—¿Y sus padres no estarán buscando una casa más grande? —preguntó Maizie inocentemente—. Me vendrían bien nuevos clientes. Podrías intentar colar mi nombre en la conversación…

—Creí que habías dicho que el negocio iba bien —le recordó Nikki.

—Así es, pero ya conoces este negocio. Eres tan buena como tu última venta. Siempre hay que correr más, más, más.

Nikki sonrió orgullosa. Cuando se trataba de vender, su madre era como una central eléctrica.

—Siento decepcionarte, mamá, pero creo que lo de comprar una casa ya está resuelto. Y para que lo sepas, no se trata de un marido y su esposa. El padre de Heather es padre soltero.

—Ah —contestó su madre—. No se ven muchos así. ¿Es mono?

—El bebé es muy mono —bromeó Nikki, sabiendo muy bien que su madre no se refería a eso.

—Me refería al padre del bebé, Nikki —contestó su madre, ligeramente exasperada.

—Sé a lo que te referías, mamá. Y sí, si realmente necesitas saberlo, es muy mono. Y muy serio. Y además está profundamente enamorado de su esposa.

—Pero ella está… —Maizie estuvo a punto de delatarse, pero se detuvo a tiempo— lejos. Eso no es saludable.

—El paciente no es él, sino su hija.

Maizie frunció el ceño. Ella había llevado a aquel caballo hasta el agua e iba a asegurarse de que bebiera.

—¿No eres tú la que siempre dice que el entorno de un niño contribuye a su bienestar y que determina en lo que se convierte?

—Sí —admitió Nikki, y entonces negó con la cabeza—. ¿Cómo es que siempre encuentras la manera de darle la vuelta a mis palabras para que te convengan?

Maizie decidió que alegar inocencia sería una pérdida de tiempo, así que respondió:

—Práctica —y luego lo repitió con énfasis—. Práctica, práctica, práctica.

Nikki se rió.

—Ya lo pillo. Practicas —contuvo un bostezo—. Mira, mamá, si no te importa, voy a tener que colgar. De lo contrario, acabarás hablando mientras duermo.

Maizie no se ofendió. Conociendo a su hija, probablemente habría dormido menos de cinco horas, que era el máximo que dormía desde que se graduara.

Pero aun así, Maizie no pudo evitar preguntar.

—¿Estás diciéndome que soy aburrida?

—No, estoy diciéndote que me muero de cansancio y que lo único que deseo ahora mismo es meterme en la cama cuando aún me quedan fuerzas.

—Ni siquiera son las nueve —protestó Maizie. A Nikki se le estaba pasando la vida sin darse cuenta. No podía permitir que eso siguiese así—. Soy yo la que debería irse pronto a la cama, no tú. A no ser que haya alguien en la cama con quien acurrucarse.

—Si hubiera un hombre en mi cama, sin duda te lo enviaría a ti. Obviamente tú eres la que tiene el tipo de energía que se necesita para eso.

Maizie suspiró.

—Me preocupo por ti, Nicole —en respuesta, oyó ronquidos al otro lado de la línea. Por el momento decidió rendirse. Al menos Lucas había llevado a su hija a ver a Nikki. Tendría que ser paciente—. De acuerdo, capto la indirecta, Nikki.

Nikki se rió. —No, no la captas, pero te quiero igual. Hablamos pronto, mamá.

Y sin más, Nikki colgó antes de que su madre tuviera la oportunidad de decir algo más. Había que ser rápida con Maizie Sommers.

Aún sentada, Nikki pensó en cenar durante exactamente tres segundos, pero entonces decidió que probablemente se quedaría dormida esperando a que sonase el microondas. Además, estaba demasiado cansada para masticar.

La idea de subir las escaleras también resultaba agotadora. Así que, en vez de eso, se dirigió hacia la habitación de invitados en la parte trasera de la casa. Iba quitándose la ropa según avanzaba, y ya estaba en ropa interior cuando llegó a la habitación.

Sin molestarse en encender la luz, Nikki se tapó con la colcha azul que había sobre la cama, se acurrucó y se quedó dormida en menos de un minuto y medio.

Estaba rodeada de teléfonos. Teléfonos grandes, teléfonos pequeños, teléfonos móviles. Todos sonaban a la vez y exigían su atención.

El sonido era cada vez más atronador, hasta que se fundió en un molesto pitido que recorrió todo su cuerpo.

«Es un sueño, sólo un sueño».

Esforzándose por seguir dormida, Nikki siguió diciéndose que era un sueño; hasta que finalmente se dio cuenta de que no lo era.

El teléfono de la mesilla estaba sonando.

Respiró profundamente para intentar despejarse la cabeza. El dormitorio estaba completamente a oscuras. No tenía ni idea de qué hora era.

El teléfono sonó de nuevo.

Tal vez fuese el departamento de bomberos, que llamaba para decirle que evacuara la casa. Estaban en temporada de incendios, que se extendían por el sur de California, y aunque ella nunca había tenido que evacuar, todo el mundo en esa zona del estado conocía a alguien que se había visto obligado en algún momento.

Ese tipo de emergencia, aunque alarmante, sólo requería que pusiese un pie delante del otro. No hacía falta que estuviera despejada y en plenas facultades.

El teléfono dejó de sonar justo cuando descolgó.

«Bien», pensó, y volvió a recostarse sobre la almohada. Con un poco de suerte, podría volver a…

El teléfono comenzó a sonar de nuevo.

De acuerdo, fuese quien fuese, no iba a rendirse. Completamente despierta ya, descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja.

—Doctora Connors. —Doctora, siento mucho molestarla a estas horas, pero me dijo que llamara si tenía una urgencia.

La voz, angustiada y sin aliento, le resultaba vagamente familiar, pero no sabía de qué. ¿Y cómo había conseguido su número privado?

Entonces una bombilla se le encendió en la cabeza. Ella le había dado sus números de teléfono al viudo de la niña adorable.

—¿Señor Wingate? —mientras se incorporaba, Nikki no esperó una respuesta—. ¿Qué sucede?

Lucas se dio cuenta de que ni siquiera se había identificado. La mujer probablemente pensara que era un idiota. Normalmente controlaba más la situación, pero estaba asustado. Lo único que importaba era Heather.

—Heather está ardiendo.

Nikki sacó los pies de la colcha y encendió la luz de la mesilla.

—Defina «ardiendo».

—Está muy caliente.

—¿Qué temperatura tiene? —preguntó ella. El hombre no le había parecido uno de esos padres ineptos que aparecían en las comedias de situación de serie B. ¿Por qué estaba comportándose como si lo fuera?

—No se la he tomado —contestó Lucas. Intentó controlarse y procedió a explicarle la situación—.

Tenía miedo de que el termómetro fuese a romperse porque no para de moverse y de gritar. No consigo que se esté quieta. Pero tiene la cabeza muy caliente.

La niña le había parecido sana durante el chequeo que le había realizado unos días antes, pero por debajo de los siete años, la temperatura de los niños podía dispararse en cuestión de pocas horas.

—¿Cuándo empezó? —le preguntó.

¿Dónde estaba su ropa? Nikki miró a su alrededor y entonces recordó su striptease involuntario de camino a la habitación.

Se levantó y comenzó a desandar sus pasos. Prenda por prenda, fue recuperando su vestuario mientras regresaba hacia la parte delantera de la casa.

Lucas cerró los ojos e intentó recordar cuándo se había dado cuenta de que Heather tenía la frente caliente.

—Hace como unas tres horas. Creí que me lo estaba imaginando y la metí en la cama. Pero siguió llorando y cada vez estaba más caliente. No sé qué puedo hacer por ella —confesó—. ¿Debería llevarla a las urgencias del hospital?

El Blair Memorial era un hospital excelente, pero su personal no daba abasto con unas urgencias atestadas de gente. Había que examinar a Heather cuanto antes, antes de que su padre tuviera que ser ingresado.

—No, ¿por qué no deja que la vea yo primero? —sugirió. Dado que era autónomo, sabía que tendría un seguro básico, y eso no cubriría las urgencias primarias—. No es necesario que espere en urgencias, ni que lo pague.

Ya había llegado al salón con la ropa. La dejó en el sofá.

—¿Por qué no me da su dirección y yo iré a ver si Heather necesita realmente ir al hospital? Probablemente lo único que necesite sean antibióticos.

—¿Hace consultas a domicilio?

—Hago excepciones —contestó Nikki. Abrió un cajón de la cocina, sacó un lápiz y entonces vio que se había quedado sin papel. Agarró un poco de papel de cocina y lo puso sobre la encimera—. De acuerdo, déme su dirección.

Hubo una pausa. Aún no estaba acostumbrado a su nueva dirección, así que Lucas tuvo que pensar antes de poder dar una respuesta. Tras el intervalo, le dio también el número de teléfono.

—Por si acaso no encuentra la casa —explicó.

Nikki sonrió. Había crecido en aquella ciudad, la había visto pasar de ser un pueblo con dos semáforos a una ciudad próspera de más de noventa mil personas. Dada la profesión de su madre, estaba familiarizada con todas las áreas residenciales de Bedford.

—Estaré ahí lo antes posible —prometió. Cuando estaba a punto de colgar, se detuvo y volvió a llevarse el auricular a la oreja—. Tranquilo, señor Wingate. Heather se pondrá bien.

En otra época, Lucas se habría reído de ella por pensar que necesitaba confianza. Pero tener que criar a Heather él solo había cambiado eso. Necesitaba ayuda y lo sabía. No podía permitirse ser orgulloso.

—Lo sé —dijo—. Es sólo que…

Tenía miedo de perder a su hija, pensó Nikki.

—No tiene que decirlo, señor Wingate. Lo comprendo. Le veré en unos minutos.

Finalizó la llamada y regresó al salón. Dejó el teléfono en el sofá y se apresuró a vestirse. Tenía una bolsa médica bien equipada para las urgencias en el armario de la entrada.

Aquello podía considerarse una urgencia, pensó mientras comprobaba que tuviese todo lo necesario.

Al menos lo era a los ojos de Lucas Wingate.