Un envío muy especial - Marie Ferrarella - E-Book

Un envío muy especial E-Book

Marie Ferrarella

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Beschreibung

Evan Quartermain estaba demasiado ocupado con su trabajo y no tenía tiempo para el amor. De modo que cuando alguien dejó un bebé en la mesa de su secretaria, afirmando que era suyo, se llevó una verdadera sorpresa. ¿Qué sabía él de bebés? Claire Walker vio que su guapísimo vecino necesitaba ayuda. Pero no sabía que aquel hombre iba a cambiar su vida para siempre. ¡Sobre todo, porque con él llegó otra sorpresa!

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Marie Rydzynski-Ferrarella

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un envio muy especial, Julia 978 - marzo 2023

Título original: THE BABY CAME C.O.D.

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411416375

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SEÑOR Quartermain, una señorita acaba de dejar algo que dice que usted sabrá cuidar mejor que ella.

Evan Quartermain apenas levantó la vista del informe mensual sobre la situación de la empresa que estaba leyendo. Era un informe pésimamente escrito y tenía la intención de recriminar a la persona responsable en cuanto tuviera la menor oportunidad. El tiempo era algo cada vez más escaso y no podía perderlo con jueguecitos de mujeres misteriosas que le mandaban mensajes codificados.

Evan no entendía por qué Alma pensó que aquel mensaje merecía la pena darlo en persona, en lugar de utilizar el interfono como hacía siempre.

—Déjelo en su escritorio —ordenó—. Ya lo miraré después si tengo tiempo.

Alma había sido su secretaria durante los últimos cuatro años y ambos sabían que él tenía muy poco tiempo que dedicar a otra cosa que no fuera su trabajo.

Volvió la vista hacia su escritorio para asegurarse de que lo que había dejado allí estaba en lugar seguro.

—Me temo que no puedo hacer eso.

Evan suspiró, molesto al ser interrumpido por algo que probablemente carecería de importancia. Alma estaba obsesionada con mantener el escritorio ordenado, y sin duda pensaría que dos o tres hojas fuera de lugar romperían aquel equilibrio. Aunque era una ventaja tener una secretaria tan ordenada, a veces tenía que admitir que resultaba incómodo.

Evan frunció el ceño mientras rodeaba con un círculo algunas cifras del informe, presionando cada vez más el lápiz a medida que avanzaba en el documento.

—Pues archívelo.

—No puedo hacerlo.

El tono de voz de Alma hizo que Evan le dirigiera una mirada directa. Su imperturbable secretaria parecía nerviosa, y eso despertó su curiosidad. No recordaba haberla visto nunca en aquel estado.

—¿Y por qué no?

A su manera, Alma hacía todo lo posible por no molestar a su jefe con asuntos baladíes. Pero aquello era imposible de ocultar.

—Porque es un bebé.

Las páginas del informe se le escurrieron a Evan de entre los dedos, y fueron a caer encima de las que ya había revisado. Probablemente no había oído bien.

—¿Está bromeando?

Los delgados omóplatos de Alma se estiraron tanto hacia atrás que parecía que llegaran a rozarse.

—Yo nunca bromeo, señor.

Dicho esto, se dio media vuelta y se dirigió hacia su oficina, dejando abierta la puerta que comunicaba con el despacho del señor Evan Quartermain.

Éste se quedó mirando la puerta, perplejo.

—Entonces no lo…

Alma volvió a entrar con el canasto de un bebé en los brazos.

—… entiendo…

La voz de Evan se desvaneció poco a poco. No recordaba haberse puesto de pie ni rodear el escritorio, pero debió de hacerlo, porque se encontró a sí mismo mirando la cara del bebé, completamente desconcertado. La pequeña balbuceaba, y unas cuantas burbujitas de saliva le corrían por la barbilla.

Lo único que le faltaba, se dijo Evan. Miró a Alma con ojos incrédulos.

—¿De quién es esto?

Alma lo miró sin expresión alguna. Cualquiera que fuese su opinión al respecto, pareció guardársela para sí.

—Por lo visto, suyo. La nota estaba abierta —Alma señaló el trozo de papel que colgaba de la camisita del bebé.

Evan no daba crédito a lo que allí estaba ocurriendo. Un bebé acompañado de una nota. Parecía uno de esos sucesos sacados de las películas de los cuarenta que a su hermano tanto le gustaban. Peor aún, la situación era casi surrealista.

—Yo no tengo hijos —dijo Evan protestando.

Ni estaba en su ánimo tenerlos. A pesar del hecho de que procedía de una familia bastante numerosa, la idea de tener esos pequeños enanos y una mujer circulando todo el día por la casa no le atraía en absoluto. Los niños eran una raza aparte, y él no entendía nada de ese mundo misterioso. Evan conocía perfectamente sus capacidades y sus limitaciones. Los niños entraban en este último apartado.

Alguien debía de estar gastándole una broma, y Evan no hallaba palabras para describir su malestar.

—Pues ahora tiene una —observó Alma, devolviéndolo a la realidad. El esbozo de una sonrisa en el rostro de la secretaria revelaba sin tapujos lo que siempre había pensado: que Evan Quartermain, el último y más joven director ejecutivo de Donovan Digital Incorporated, no estaba tan centrado en su trabajo como quería hacer creer a los demás.

A Evan no le importaba semejante deslealtad por parte de Alma. Ella, más que nadie, debía saber que él jamás faltaba a la verdad. Las mentiras y los fingimientos no tenían lugar en su mundo.

El bebé empezó a dar gritos y Evan dirigió una mirada a su carita redonda y confusa.

—No es posible —susurró. Y entonces, por primera vez que Alma recordara, Evan Quartermain titubeó—. Es decir, es posible, pero… —parecía molesto y tremendamente impresionado. No obstante, trató de sobreponerse y enfrentarse al problema de manera lógica—. ¿Qué aspecto tenía la mujer que la trajo?

—Era alta y delgada, llevaba gafas de sol y un pañuelo al cuello. Desapareció sin darme ocasión de hablar con ella.

Evan exhaló un suspiro, pasándose la mano por el moreno cabello. Por la razón que fuera, aquello estaba ocurriendo, sí, pero tenía que ser un error. Un enorme y ridículo error. Él no podía ser el padre de aquella personita balbuceante.

Alma empezaba a sentir cansancio en los brazos y, puesto que Evan no hacía ademán de tomar al bebé, dejó el canasto encima del escritorio.

—Quizá la nota pueda darle una pista —sugirió.

Al ver que Evan no movía un dedo, Alma abrió el broche de seguridad, tomó la nota y se la entregó.

Como alguien atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar por mucho que lo intentara, Evan echó un vistazo a la nota.

Iba dirigida a él. Estupendo.

 

Evan, me ha llevado mucho tiempo encontrarte, de lo contrario te hubiera traído tu hija antes. He intentado cuidar de ella durante los últimos seis meses, pero es inútil. Podrás darle mejor vida que yo.

 

Le dio la vuelta al papel, pero no había nada detrás. Ni firma, ni nombre, ni nada que indicara de quién procedía.

—¿Esto es todo? —preguntó con incredulidad. Miró a Alma esperando una respuesta. Tenía que haber algo más—. ¿No dijo nada?

Alma meneó la cabeza.

—Sólo lo que le he dicho. Quería que le diera a usted el bebé.

Tenía que haber algo más que Alma hubiera olvidado, alguna clave mínima que ahora no recordaba.

—Sus palabras —instó Evan—, sus palabras exactas, Alma.

—Dígale al señor Quartermain que él sabrá qué hacer con esto mejor que yo —contestó Alma.

Por la expresión de horror del rostro de Evan, Alma supuso que aquella mujer había sobreestimado las capacidades de su jefe.

—Pero yo no sé qué hacer con un bebé —dijo Evan protestando—. Alma, usted es una mujer…

La secretaria levantó las manos.

—No siga por ahí. Eso no me cualifica necesariamente más que a usted.

—Pero usted tendrá alguna clase de instinto maternal…

—No, no lo tengo. Por eso George y yo no hemos tenido hijos. Dadas las circunstancias, señor Quartermain, lo mejor que puede hacer es ponerse en contacto con los servicios de ayuda a la familia. ¿Quiere que llame por usted?

—Sí.

Evan miró a la niña, Rachel. Pensó en aquel nombre, pero no significaba nada para él. No le evocaba ningún recuerdo.

Seguramente porque no era suya, se dijo.

Rachel le sonrió, moviendo las manitas con excitación. Sus ojos eran de un verde profundo, parecido al color del mar.

Como los de Evan. ¿Y si…?

—No —dijo Evan de repente al tiempo que dirigía la mirada hacia Alma.

La secretaria estaba de pie en la puerta, mirándolo con una mezcla de sorpresa y expectación, y sin hacer ademán de acercarse al teléfono.

Evan trató de pensar, aunque por primera vez en su vida le parecía algo muy difícil. Si llamaba a los servicios sociales tendría que verse envuelto en infinidad de trámites. Y si, por algún extraño capricho del destino, la niña resultaba ser suya, le llevaría toda la vida reclamarla para que se la devolvieran de nuevo.

Además, tenía que pensar en su reputación. Quería mantener el asunto tan en secreto como fuera posible.

—No llame —le dijo a su secretaria.

—Creo que comete un error, señor Quartermain —advirtió Alma.

—Puede ser.

Evan intentó encontrarle sentido a todo aquello. Tenía una reunión muy importante a las tres con Donovan, el Presidente de la Compañía, y con varios representantes de una firma japonesa. Disponía de casi cuatro horas para intentar poner orden en todo aquello.

Evan respiró profundamente antes de tomar el canasto del bebé. La niña empezó a hacer muecas y a reírse.

—Alma —dijo al pasar por delante de su secretaria—, estaré fuera de la oficina un rato.

—¿Volverá a tiempo para la reunión?

—¿He faltado a alguna? —contestó mirándola con las cejas enarcadas.

—No, pero tampoco le han dejado nunca algo así en la oficina.

—Ni una palabra de esto, Alma —advirtió Evan con severidad—. A nadie. Si oigo el más mínimo comentario, sabré de dónde ha salido.

—Entendido. ¿Qué debo decir si viene alguien preguntando por usted?

—Invéntese algo, con tal que no sea tan extraño como esto.

La risa seca de Alma lo siguió hasta el ascensor.

—No soy tan creativa.

Ni él tampoco, pensó Evan observando la carita del bebé. Rachel no podía ser suya.

Se negaba a creerlo. No quería niños, pero si los tuviera habrían sido concebidos con amor, y él nunca había estado enamorado. Lo había intentado, pero esa magia de la que hablaba su hermano Devin él jamás la había experimentado.

 

 

La cabeza le daba vueltas. Le resultaba imposible llegar a ninguna conclusión coherente. No sabía cómo se las había arreglado para llegar a casa sano y salvo. Lo único que recordaba era haberse colocado detrás del volante, arrancado el coche, y luego haberse parado de golpe al darse cuenta de que no había fijado convenientemente el canasto del bebé.

El resto del viaje por las calles de San Francisco le había dejado una sensación borrosa y emotiva, algo raro para un hombre que no se consideraba en absoluto sentimental.

Una y otra vez se repetía que aquel bebé no podía ser suyo.

Pero, a pesar de todo, aquella pequeña duda permanecía anclada en su mente.

¿Y si…?

Estaba claro que, fuese o no fuese suya aquella niña, lo primero que había que hacer era encontrar a alguien que cuidara de ella. Luego, averiguaría quién era la madre.

Esto último podía dejarlo en manos de Devin. Como detective privado especializado en personas desaparecidas, su hermano sabría cómo localizar a esa misteriosa mujer que estaba haciendo falsas acusaciones.

Pero no le agradaba pedir favores a Devin. No porque su hermano se negara a ayudarle, sino porque Evan siempre se había enorgullecido de ser capaz de solventar por sí mismo cualquier problema que se cruzara en su camino.

Toda su vida había intentado demostrar que él era mucho más responsable que Devin. Su hermano había sido siempre el atolondrado, el que parecía no tener una actitud seria ante la vida. Entonces, ¿por qué le había sucedido aquello a él? A veces la vida no tenía mucho sentido.

Rachel empezó a llorar, lo que aumentó el sentimiento de desesperación de Evan.

—Ya hemos llegado —dijo a la pequeña, intentando calmarla. Como si se hubiera sentido intrigada por el sonido de su voz, Rachel se calló de repente—. Creo que deberías considerar la idea de dedicarte a la ópera —murmuró Evan.

Aparcó el coche delante de la casa, y tan pronto como hubo apagado el motor, se sintió asediado, no por la pequeña que había dentro del coche, sino por la que estaba fuera. Por el rabillo del ojo la vio acercarse. Era una niña bulliciosa de cuatro años de edad que desde que se instaló con su madre en la casa de al lado, hacía tres meses, estaba decidida a averiguarlo todo sobre él. Había descubierto ya que las respuestas cortas no la desanimaban, sino que, muy al contrario, la inducían a seguir preguntando.

«Ahora no, por favor», pensó.

—¡Hola!

Elizabeth Jean Walker se puso de puntillas y se asomó por la ventanilla del coche.

—¡Tienes un bebé! —Libby abrió los ojos de par en par mientras miraba al bebé que se encontraba en el asiento del coche—. ¡No lo sabía!

—No es mío. ¿Te importaría retirarte de la puerta? Necesito salir del coche.

Libby retrocedió unos cuantos pasos, caminando de puntillas. Aquella semana había decidido que quería ser bailarina.

—Si no es tuyo, ¿lo has robado? —preguntó la niña con excitación.

—No, alguien me lo dio —respondió Evan mientras se apeaba del coche.

—¿Quieres decir que te lo han regalado?

¿Dónde estaba la madre de aquella criatura? ¿No tenía otra cosa mejor que hacer que dejar a su hija por ahí suelta acosando a los vecinos?

—No, no exactamente.

—¿Qué vas a hacer con él?

—No lo sé.

A Evan no le gustaba la sensación de sentirse perdido, pero todavía no sabía lo que iba a hacer. Debía de haber alguien capaz de cuidar de la niña.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Libby.

—Sí, la necesito. Mucha ayuda. Yo…

Miró a Libby con el firme propósito de mandarla a paseo, pero la pequeña ya se había marchado.

Debió haber insistido más en que Alma lo ayudara, pensó, molesto consigo mismo por haber desistido tan pronto. Después de todo, era una mujer, y las mujeres tenían una destreza innata para esos temas. Cosa que él no poseía en absoluto.

La niña gorjeó feliz cuando fue a sacarla del coche.

—Sí, ríete. Tú no tienes tu carrera pendiente de la reunión de esta tarde. Y, a todo esto, ¿quién eres?

Evan llevó el canasto del bebé hasta la puerta de la casa, y mediante un balanceo trató de rescatar las llaves que se había echado al bolsillo automáticamente al salir del coche.

 

 

Claire Walker había estado mirando el mismo diseño en la pantalla del ordenador durante los últimos diez minutos. Su creatividad parecía haberse tomado un descanso aquel día. Intentaba diseñar un logotipo para una importante empresa que manufacturaba ropa deportiva. Pero nada le acudía a la mente, excepto una familiar sensación de pánico que le sobrevenía siempre que se quedaba en blanco.

Quizá debiera tomarse la mañana libre. Seguro que por la tarde trabajaría mejor.

Decidida, apagó el ordenador con la promesa de que todo sería diferente cuando volviera a encenderlo más tarde.

Las paredes de la casa temblaron cuando la puerta de la entrada se cerró de golpe.

—¡Mamá, mamá, ven corriendo!

—¿Qué ocurre esta vez, Lib?

—El vecino de al lado necesita ayuda.

¿Aquel hombre tan atractivo y misterioso le pedía ayuda? Pero si ni siquiera la saludaba.

Desde que se había mudado a aquella casa sólo lo había visto tres o cuatro veces, normalmente cuando se dirigía al coche por la mañana temprano, o cuando regresaba a casa por la noche. Nunca lo había visto hacer nada trivial, como cortar el césped o sacar la basura.

—¿Qué quieres decir?

—Le pregunté y me dijo que necesita ayuda, mucha ayuda.

—¿Ocurre algo malo?

—Ha robado un bebé.

Los ojos de Claire se abrieron de par en par.

—¿Que ha hecho qué?

—Creo que ha robado un bebé. Dijo que no era suyo y que necesitaba que alguien lo ayudara —Libby agarró la mano de su madre y empezó a arrastrarla hacia la salida—. Vamos, mamá, tú lo ayudarás mejor que nadie.

Claire tenía que admitir que la embargaba la curiosidad. De lo contrario, nunca se hubiera molestado en hacer una visita a Evan Quartermain.

No tuvo que ir muy lejos para satisfacer su curiosidad. Evan continuaba tratando de abrir la puerta mientras sostenía a Rachel.

—Es verdad, tiene un bebé.

—Te lo dije, mamá.

Ahora que estaba segura de que su madre iría, Libby soltó la mano de Claire y se dirigió a la puerta de la casa de Evan.

—¿Ves? —dijo Libby plantándose orgullosa delante de él—. ¡He traído ayuda!

Evan respiró profundamente, luego se giró para dejar el canasto del bebé encima del escalón y para advertirle a Libby que se mantuviera a distancia.

—Yo no…

Evan se paró en seco al encontrarse con los aturdidos ojos de la mujer que vivía en la casa de al lado. La madre de la pequeñaja parlanchina.

No tenía una pinta precisamente maternal. Iba descalza y llevaba unos pantalones cortos negros, a pesar de que era ya otoño. Aquella rubia menuda parecía la hermana mayor de la niña, no su madre.

—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó Evan con frialdad.

Claire no recordaba haber visto a nadie con un aire tan preocupado. Evan sostenía al bebé a un brazo de distancia, como si temiera que un contacto más cercano culminara en la destrucción de alguno de los dos.

Dedujo que no le gustaban mucho los niños. En cambio, a ella le encantaban. Estaba deseando tomar a aquel bebé entre sus brazos, pero se contuvo. Después de todo, no era suyo.

—No —contestó ella finalmente—, pero creo que yo sí puedo ayudarle.

Evan estuvo a punto de gritar «Gracias a Dios» al acercarle el canasto. Pero, en lugar de tomarlo, ella le quitó las llaves y, sin el menor esfuerzo, abrió la puerta de la casa.

Evan entró sosteniendo aún al bebé. Al darse media vuelta estuvo a punto de golpear a Claire con el canasto, pero ella reaccionó con rapidez.

—Imagino que es su hija, ¿no?

—Supuestamente.

—¿Supuestamente? —repitió desconcertada.

«La niña es igual que él. No hay más que ver ese pelo negro y ondulado», pensó. Aquello no tenía ningún sentido.

—¿Quién es la madre?

—No lo sé.

Que él supiera, la niña no podía ser suya. Siempre había tomado precauciones.

—¿Qué quiere decir con que no lo sabe?

—Justo lo que he dicho. La dejaron en la puerta, por decirlo de algún modo. Para ser exactos, en el escritorio de mi secretaria.

Evan miró el reloj. Demonios, el tiempo corría deprisa. Desesperado, decidió arriesgarse.

—Oiga, ¿se le da a usted bien cuidar niños?

—De momento, no he descalabrado a la que tengo.

—Estupendo. ¿Le gustaría ganar un dinero extra?

Claire frunció el ceño. En otro momento, le hubiera dicho lo que podía hacer con su dinero. Pero aquel mes no estaba siendo muy espléndido y no podía permitirse el lujo de rechazar aquella oportunidad.

—¿En qué está pensando?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LOS ojos de Claire cobraron una expresión divertida. Evan no podía permitirse el lujo de sentirse ofendido. En aquel momento, debía sobreponerse a los encantos de una mujer a la que apenas conocía, aun de vista.

—Había pensado —empezó a decir— en buscar a alguien que se ocupe de… eh… —se quedó en blanco.

Desconcertado, Evan intentó hacer memoria y comprendió que, aunque la vida le fuera en ello, no podía recordar el nombre del bebé.

La expresión divertida de la mujer se intensificó. Musitando entre dientes, él se rebuscó en el bolsillo del pantalón. Se había guardado la nota que encontró prendida en la camisita de la cría para estudiarla más tarde, y tal vez identificar al responsable del lío en el que se encontraba.

Sacó la nota del bolsillo y la consultó rápidamente.

—Rachel.

Evan alzó los ojos y miró a Claire con una mezcla de esperanza y expectación, confiando en que accediese.

Libby estaba a su lado, echándole el ojo a la nota que sostenía en la mano. Su madre le había enseñado a leer unas cuantas palabras, pero el contenido de aquel papel le parecían garabatos ininteligibles.

—¿Tiene usted que apuntar el nombre de su hija? ¿Pero es que no lo sabe? —Libby frunció la boca mientras intentaba descifrar la conducta de Evan—. Todo el mundo sabe el nombre de sus hijos —afirmó con la confianza propia de los niños—. ¿Por qué tiene que escribirlo? —la compasión, aprendida en las rodillas de su madre, llenaba sus expresivos ojos mientras lo miraba—. ¿No le funciona la recordatoria?

Claire acarició afectuosamente los rizos de la niña.

—La memoria —le corrigió.

—La memoria —repitió Libby asintiendo. No le importaba que le corrigieran. Su madre le había dicho que así era como se aprendía, y a ella le encantaba aprender.